61
El preso
Roberto Salazar no se dio cuenta de nada.
Ni siquiera los vio llegar.
De pronto, la mano en el hombro.
No, no era una mano. Era una zarpa.
De hierro.
Volvió la cabeza y vio a la primera torre con forma de hombre.
A su lado, la segunda.
Los conocía de vista, de lejos. Eran de los que se pasaban el día en las pesas, hablaban poco, intimidaban mucho. Mejor estar siempre lejos de ellos.
Pero ahora estaban allí.
Dejó de ver el cielo para encontrarse con sus calvas, los ojos fríos, sus cuellos de toro, las bocas torcidas.
—Hijo de puta —le escupió uno sin apenas énfasis.
—No se pega a las mujeres, cabrón —masculló el otro.
—Y menos a distancia, pagando para que lo haga un sicario, cobarde de mierda.
—¿No tenías huevos para hacerlo tú mismo?
Intentó levantar una mano.
—Esperad…
No hubo espera.
Todo el miedo de Roberto Salazar se convirtió en dolor cuando el primero de los hombres le rompió el brazo por el codo.
Un seco chasquido.
No pudo gritar, porque el segundo le tapó la boca con su manaza.
Los ojos se le salieron de las órbitas.
El chasquido del otro brazo no fue menos sonoro.
Como un glaciar quebrándose al llegar al mar.
Podían haberle dejado inconsciente de buenas a primeras. Pero querían que sufriese, que notase todo lo que le estaba pasando.
Siguió la rodilla derecha.
Luego la izquierda.
Ya no era más que un muñeco articulado. Quedaba rematarlo.
Al tercer puñetazo, con los ojos ciegos y la nariz rota, Roberto Salazar sí perdió el conocimiento.