10

El preso

Lo peor de la cárcel era el horario.

Roberto Salazar odiaba tanto levantarse temprano como tener que acostarse a la hora de los niños.

Y decían que cuanto más tiempo se pasaba preso, más costaba después recuperar los viejos hábitos, levantarse tarde, trasnochar…

Tumbado en su litera, se mordió el labio inferior hasta casi hacérselo sangrar.

Se agitó en ella, dando un fuerte tumbo.

Toda la estructura tembló.

—¡Cagüen Dios…! ¿Ya empezamos?

El Candil era bajo, un alfeñique hecho de piel y huesos, pero tenía muy mala hostia. En el patio se enfrentaba a quien fuera. Recibía lo suyo, pero el otro también.

Mal enemigo.

Compartir celda con él y los demás no significaba que fueran amigos. Allá cada cual iba a lo suyo.

—Calla, coño —protestó a pesar de todo, combativo.

—¡Hazte una paja y duérmete, joder! ¡Pero sin hacer ruido!

Una paja.

¿Cuántas llevaba con Eva en la mente?

En la celda todos empezaban a darse cuenta de que se estaba volviendo loco. Y luego corría la voz, por toda la cárcel. Allí ni los pensamientos estaban a salvo.

Roberto Salazar respiró con fatiga.

El peso en el pecho, la presión en las sienes, el vértigo…

¿Y si el Perlas no había logrado evitarlo?

¿En qué estaba pensando cuando tuvo la idea?

¿Y en qué cuando lo encargó, y pagó por ello?

Otra vuelta.

Y, de nuevo, el quejido del Candil.

—No te la sacas de la cabeza, ¿eh?

—A quién.

—A la tía esa que no te deja vivir, coño.

—No es eso —mintió.

—¿Ah, no? ¿Con quién te crees que estás hablando, nene? ¿Sabes a cuántas titis he tenido yo chupándome la polla? ¡Más de las que tú olerás en toda tu puta vida, eso fijo!

—No tienes ni idea —gruñó.

—Mira, tío. Tú estás dentro y ella fuera —la voz del Candil era áspera—. Hazte a la idea de que, ahora mismo, estará follando con alguien, quizá tu mejor amigo o su nuevo novio. Cuanto antes entiendas eso, mejor te irá y te harás menos sangre. Luego, al salir, si quieres le haces una cara nueva. Pero, ahora, pasa página y cuídate tú.

Una cara nueva.

¿Por qué decía justamente eso?

—Va, cállate —le pidió.

—No, callaos los dos, joder… —arrastró las palabras una voz desde la otra litera.

El Candil era un tipejo, pero el Muro era justamente eso, una valla hecha de cemento.

Se callaron.

Roberto Salazar miró la pared, a escasos centímetros de su rostro y envuelta en la penumbra gracias a la débil luminosidad que se filtraba por la ventana enrejada. Ya no tenía la fotografía de Eva allí. La había quitado. Todos tenían fotos de mujeres desnudas, pero procedían de calendarios o revistas. A ninguno se le ocurría poner a la pariente o a la novia. Un riesgo.

Y él, al comienzo, había sido un ingenuo.

Seguía siéndolo.

Estaba allí por ella.

Por haber perdido la puta cabeza…

—Hijo, búscate una chica limpia, decente y que te quiera. Es todo lo que cuenta —le decía siempre su madre, empeñada en que se portara bien mediante el hecho de que encontrara a alguien con quien estar.

Una chica decente.

O sea, una infeliz.

Hacerle un par de hijos y a los treinta gorda y sin ganas de nada.

A la mierda con eso.

Una noche con Eva valía por…

Tocarla, besarla, poseerla era…

¿Por qué lo había hecho? ¿Tan desesperado estaba? ¿Tan lleno de rabia y frustración? ¿Por qué le había pedido al Perlas que le buscara a alguien, y encima pagando lo que no tenía?

Otra vuelta.

Otro gemido de la estructura.

Temió que el Candil se levantara para darle un golpe.

Pero escuchó su ronquido.

Plácido.

Roberto Salazar sabía que no podría dormir, que se pasaría la noche en vela pensando en Eva, en lo que le había hecho, en lo que sería su futuro sin ella.

Sin ella.

Se aferró a la sábana con las dos manos y estuvo a punto de rasgarla en un acceso de locura.

El grito fue silencioso, interior.

Pero tan brutal como si lo hubiera emitido a pleno pulmón.