62

El hermano del preso

Manuel Salazar estudiaba la pequeña sucursal bancaria desde el otro lado de la calle.

A su lado, Ginés, el Trampas, lo que hacía era mirar el plano que él mismo había dibujado horas antes. Un sucinto esquema de la planta en la que apenas si había dos mesas, dos mostradores y un baño además de la caja.

Tampoco era muy exacto porque lo había hecho de memoria, tras entrar y salir del local.

—¿Estás decidido? —se lo guardó en el bolsillo después de doblarlo.

—¿Tú no?

—Si dices que será entrar y salir…

—Pues claro. No vamos a liarnos. Pillamos lo que haya y salimos por piernas. Nada más.

—Sí —estuvo de acuerdo Ginés—. Mejor un poco y no arriesgarse. Los que roban bancos se lían porque van a por la caja y esos trastos tienen todos esos sistemas de seguridad y alarmas…

—Si sale bien y no conseguimos mucho, lo repetimos otro día.

—Espera, espera, ¿cómo que si sale bien?

—Tranquilo.

—Joder, Manu, es que lo has dicho de una forma…

—Si te pones nervioso, la cagaremos.

—¡Que yo no estoy nervioso! ¡Que tengo mucho morro, tío!

—¿La pistola de juguete dará el pego?

—Fijo. Como que se la enseñé a mi vieja y casi se muere del susto. Se pensó que era de verdad. Está de puta madre. ¿Tú te has hecho con los pasamontañas?

—Sí, los tengo.

Los dos volvieron a mirar la sucursal bancaria.

Transcurrieron unos segundos.

—¡Qué fuerte!, ¿no? —exclamó Ginés.

—No sabes las ganas que tengo de trincar esa pasta —dijo Manuel.

—¡Coño, y yo!

—¿Tú para qué la quieres?

—¡Vaya pregunta! ¿Serás gilipollas? ¡Pues para comprar buena maría y hacerle un regalo a mi Cuca! Y para mí algo de ropa, ¡joder! Lo tuyo es para lo de la hipoteca, ¿no?

—¿Por qué te crees que quiero robar esa sucursal?

—¡Eso, que la paguen ellos! —Ginés soltó una carcajada.

—También necesito pasta para un encargo que he hecho. Si no pago…

—¿Un encargo?

—Nada, cosas mías —le quitó importancia Manuel.

—Estás tú muy misterioso —se burló su compañero—. ¿Qué pasa si no pagas?

—Me romperán los brazos y las piernas —dijo tranquilamente.

A Ginés se le salieron los ojos.

—¡Coño, tío, no jodas! ¿Hablas en serio?

Manuel Salazar no le respondió.

Si no fuera por su madre, estaría ya muy lejos.

Pero no podía dejarla sola.

El dinero lo solucionaría todo.

Todo.

Y siempre había una primera vez, ¿no?