27

Nada más salir de la cárcel, Daniel le echó un vistazo al reloj.

—¿Comemos por aquí o esperamos a llegar a Barcelona?

Su compañero le miró con cierta expectación.

—Tiene un estómago… —dijo.

—Ha vomitado él, no yo.

—Lo digo por cómo le ha atornillado.

—Los dos saben más de lo que cuentan, este y su hermano —aventuró él—. ¿Tiene hambre?

—Puedo esperar a llegar a Barcelona.

Subieron al coche y regresaron. No volvieron a hablar hasta meterse en la autopista. El tráfico era denso pero no llegaba a colapsar ningún carril, así que pudieron rodar al límite de ochenta kilómetros por hora. De nuevo conducía Víctor Navarro mientras Daniel miraba por la ventanilla.

Callado.

—¿En qué piensa? —quiso saber el subinspector.

—¿Cómo es su novia?

Lo esperaba todo menos aquello.

—Pues… simpática, agradable, veintisiete años, morena, no muy alta…

—¿Marisa, no?

—Sí.

—¿Le habla de sus casos?

—No —negó también con la cabeza—. Dice que no quiere saber nada.

—¿En qué trabaja ella?

—En una empresa farmacéutica. Es técnico de laboratorio.

—Interesante.

—Le apasiona. Tanto como a mí lo mío.

—Mi mujer sí me hace preguntas, sobre todo los días que llego muy jodido, pero soy yo el que no quiere contarle nada, y menos a mis hijos.

—¿Qué edad tienen?

—La mayor, veintitrés. Ya vive por su cuenta. Los otros dos, diecinueve él y quince ella.

Víctor lanzó un silbido.

—Adolescente.

—Justo ahí —sonrió Daniel—. Bastante trauma fue para ellos hace unos años eso de tener un padre policía. Los compañeros de escuela les preguntaban si era de los que repartían golpes y lanzaban pelotas de goma en las manifestaciones.

—Le veo de todo menos de antidisturbios.

—Lo que me costó convencerlos de que yo investigaba crímenes y detenía a los malos, uno a uno.

—Supongo que tanto como yo a mí Marisa saliera conmigo. Tuvimos que dejar de ver películas de esas en las que los polis son unos borrachos o están pringados o acaban matando a media docena de tipos en un tiroteo. Ah, no digamos con lo de que podían matarme a mí.

—¿Cómo la convenció del todo?

—Se enamoró de verdad. ¿No es lo que cuenta?

—Supongo que sí —lo aceptó.

Rodaron unos pocos segundos más en silencio.

—Creo que me pasa lo mismo que a usted —afirmó Víctor.

—¿Qué me pasa a mí?

—Le afectó ver a esa mujer muerta.

—Supongo que sí —reconoció tras un momento de pausa.

—Uno ve en la tele o en el cine a esas modelos o actrices de cuerpos perfectos. La vida real es otra cosa, aunque en alguna parte deben estar, claro. Supongo que viven de noche, o a lo mejor es que vestidas y sin arreglar parecen menos de lo que son. Sin embargo esa Eva…

Ni la muerte había podido borrar su esplendor.

Por lo menos tras ser sacada del río.

Aunque Daniel la recordaba también en la morgue, ya destripada.

Siguió mirando por la ventanilla.

Pensaba en Gloria, y en su intento de seducción matutino.

—¿Cree que la paliza fue un intento de borrar su belleza, aunque fuera a golpes? —preguntó Víctor.

—Sí, lo creo.

—Y después…

—Simple y puro odio. La destrucción total.

—De momento solo tenemos a un ex que seguía colgado de ella y está en la cárcel y a un hermano enamorado recién salido de la adolescencia. No es mucho. Y seguimos sin poder hablar con el padre.

Daniel no le contestó. Tomó el micrófono de la radio para conectar con la central. El resto fue rápido, como siempre. Dio el nombre de Germán Romero y sus señas.

—Manden un coche patrulla a vigilar la casa. Si ven al señor Romero, me avisan, pero sin decirle nada de la muerte de su hija. Si todavía no ha llegado, que esperen. Si aparece y vuelve a salir, le siguen y lo mismo: me avisan para que pueda hablar con él. ¿Queda claro?

—Sí, inspector.

Cortó la comunicación y sacó el móvil. Entró en Google Maps y tecleó las palabras: Agencia Cristal, modelos. Fue suficiente para que el sistema le indicara las señas del lugar en el que, supuestamente, trabajaba Eva Romero. La agencia estaba en la parte alta de Pau Claris, cerca de la Diagonal.

Mejor comer con calma.

—¿Le apetece una pizza? —sorprendió a su subordinado. Y antes de que este se manifestara, le aclaró—: A mí sí.