30
En la entrada de la Fira, a la izquierda, se extendía el largo mostrador de información y acreditaciones. Media docena de azafatas pululaba por allí, con sus sonrisas a punto. Vestían de rojo, trajes chaqueta ceñidos, blusas blancas con un lazo en el cuello, faldas cortas, gorrito. Por lo menos no llevaban zapatos de tacón de aguja. Habría sido un martirio para ellas. No obstante, algunas si calzaban tacones, aunque fueran gruesos. Los asistentes a la convención entraban y salían con sus distintivos colgando del cuello. Debía de ser internacional porque vieron rasgos de diferentes países, sobre todo orientales.
—Como esté al otro lado de todo este tinglado y tengan que ir a por ella… —Víctor evaluó las posibilidades de que la localizaran rápido.
Fue Daniel el que habló, inclinado sobre el mostrador por la parte señalizada con la palabra información. Le mostró la credencial a la chica del otro lado y fue directo.
—Quiero ver a una azafata llamada Carlota Miranda.
La muchacha, unos veinte años, carita redonda, miró a su izquierda.
Daniel siguió la dirección de los ojos.
A veces existía la suerte.
—Es aquella, señor. La más alta.
Eran tres, y estaban junto a uno de los tornos, preparadas y dispuestas para ayudar en lo que fuera al personal asistente. Sonreían. Y les sonrieron a ellos al aproximarse. Daniel aún llevaba su placa en la mano.
—¿Carlota Miranda?
—¿Sí? —la credencial la hizo reaccionar como todos.
Incredulidad.
—¿Podemos hablar con usted?
—¿De qué? Estoy trabajando y ahora mismo…
—¿No la ha llamado su novio?
—¿Esteban? No. Bueno… no sé —les mostró las manos vacías—. No nos dejan llevar móvil. ¿Han estado en mi casa?
—Queremos hacerle unas preguntas acerca de Eva Romero.
—¡Ay! —se llevó las manos a la boca—. ¿Qué le ha pasado?
—¿Cuándo fue la última vez que la vio?
La azafata empezó a venirse abajo.
—¡Ay, Dios! ¡Le ha pasado algo! ¿Verdad?
—Responda, por favor.
—¡Hace una semana comimos juntas! ¡Anteayer había quedado con ella y no se presentó! ¡La llamo al móvil y no contesta! ¡Eva siempre tiene el móvil conectado, por el trabajo! ¡Hemos de estar localizables! —los nervios acabaron por desarbolarla—. ¿Para qué la buscan? ¿Qué sucede?
Daniel la cogió por el brazo. La apartó de sus dos compañeras. Carlota Miranda no ofreció la menor resistencia. Se dejó guiar, aunque solo fueron unos metros, hasta quedar separada del resto. En los ojos titilaba el miedo.
Esta vez, Daniel Almirall fue directo.
—Su amiga fue asesinada anteayer, Carlota.
Le miró como si fuera irreal. El miedo de los ojos se convirtió en zozobra y, como si fuera un efecto rebote, la llevó al pánico. Se le doblaron las piernas. Daniel ya estaba preparado. La sujetó por los dos brazos. Víctor no tuvo que intervenir.
—Dios… —exhaló sin apenas voz.
—Venga.
La condujeron hasta la parte más alejada del mostrador y buscaron una silla. Las demás azafatas ya se estaban dando cuenta de que algo malo sucedía. Una hizo ademán de acercarse, pero Víctor lo evitó con un simple gesto de la mano, poniéndola como pantalla. Carlota Miranda estaba blanca.
—Traiga agua —le pidió Daniel a su compañero.
Se quedó con ella. Víctor no caminó demasiado. Una de las chicas le pasó una botellita de agua en cuanto se la pidió. Carlota tenía la vista fija en el suelo. Cuando le dieron la botellita la apuró como si hiciera un mes que no bebía.
Le costaba respirar.
—Lo siento —dijo Daniel cogiendo otra silla para sentarse delante de ella.
—¿Cómo…?
—Le dieron una paliza, la ahogaron y luego echaron su cuerpo desnudo al río Llobregat.
Dilató los ojos.
Cada parte penetró en su mente como un cuchillo en la mantequilla.
«Paliza», «Ahogaron», «Río».
—Carlota —no esperó más Daniel—. Necesitamos hacerle unas preguntas.
—¿Ahora? —se estremeció.
—Me temo que sí.
—Yo… no puedo decirles mucho.
—Eran amigas.
—Pero ya no vivíamos juntas.
—¿No compartían confidencias, secretos, intimidades…?
—Antes sí, claro. Pero desde que se marchó… Nos veíamos poco y no me hablaba de con quién salía o con quién se veía. Del trabajo sí, pero la vida íntima… Era… Era muy suya.
Daniel decidió dar un rodeo.
—¿Cómo se conocieron?
—En un casting. Nos rechazaron, fuimos a tomar algo para consolarnos, nos contamos nuestras penas y eso fue todo. Conectamos rápido. Yo le dije que tenía trabajo de azafata más que de modelo y le interesó, porque estaba mal de dinero.
—Nos han dicho en la agencia que era una mujer difícil.
—No, no lo era. Solo quería ganar lo que creía que merecía.
—Según la dueña, era ambiciosa.
—¿Y quién no lo es en lo nuestro?
—¿Dinero fácil?
Carlota Miranda se echó para atrás. Quedaba un poco de agua en la botellita. La apuró y siguió sosteniéndola entre las manos. El shock por la muerte de su amiga pesaba, todavía era una densa bola de hielo en la cabeza, pero la última pregunta de Daniel le estaba doliendo.
—Mire —trató de ordenar sus ideas—. Aquí, en estos congresos, se reúnen cientos de tipos solitarios que quieren pasárselo bien al acabar el día. Nosotras somos las que estamos más a mano. Nos pasamos horas diciendo que no a sus proposiciones. Les decimos que para eso hay otras, ahí afuera, o anunciándose en los periódicos. Pero si alguna cae, porque el tipo le gusta o porque piensa en sacarse un plus, es cosa suya. Allá cada cual. Eva no era de esas, y sin embargo a veces salía con alguno, sí. ¿Y qué? Le gustaba pasárselo bien, llevar ropas bonitas, salir, lucirse. No había nada de malo en eso, se lo aseguro. Era joven, guapa… ¿Qué iba a hacer?
—¿Salieron alguna vez juntas con esos hombres?
—Un par de veces, sobre todo si me lo pedía para no hacerlo sola. Para algo éramos amigas y vivíamos juntas.
—¿Por qué dejaron de compartir piso?
Carlota Miranda cerró los ojos un instante. Quería estar sola, probablemente llorar. Y no podía. El interrogatorio la estaba matando poco a poco.
La sumía en un pozo oscuro.
—Se marchó de casa porque quería más intimidad.
—¿Le dijo eso o lo dedujo usted?
—Me lo dijo.
—¿Intimidad para hacer su vida o para estar con hombres?
—Intimidad, no sé. Para todo, imagino. A veces era imprevisible.
—¿Y vivía sola desde entonces?
—Sí.
—¿Tiene su dirección?
Vaciló un momento. Fue fugaz.
—Calle Capitán Arenas esquina con Manuel de Falla, subiendo a la izquierda.
—¿No le consta ningún novio reciente?
—No.
—Pero una mujer como ella… saldría con alguien, ¿no?
—¿Por qué? ¿Solo por ser guapa? —le miró como si fuera un cerdo machista—. A veces se necesita un poco de soledad.
—¿Sabe que si nos oculta información en un caso de asesinato puede acabar en la cárcel?
—¡No lo sé! —apretó los puños hundiendo las uñas en su piel—. ¿Qué más me daba que saliera con Juan, Pedro o Miguel? ¡Por Dios! ¡Yo me lie con Esteban y ella ni me preguntaba! ¡Lo más seguro es que tampoco habláramos de hombres si nos hubiéramos visto anteayer, por mucho que le cueste creerlo!
—Las amigas lo hacen.
—¡Nosotras no! ¡No tiene ni idea de lo que es ser modelo y que todo el día te vengan detrás, babeando como posesos! ¡Pasamos!
—¿Así que no cree que Eva tuviera… un amante, por ejemplo?
—¿Por qué dice eso? —volvió a estremecerse.
—Porque conozco esa zona de Barcelona, la calle Capitán Arenas, y porque cerca viven unos amigos míos —Daniel hablaba muy despacio, cortando el aire con cada palabra—. Los pisos son caros, la mayoría de propiedad, y los alquileres altos. Si vivía sola y no trabajaba demasiado, alguien tendría que ocuparse de los gastos, ¿no cree?
—Eva no era una puta —jadeó.
—No digo que lo fuera. Solo que podía estar con alguien. Nada más.
Carlota Miranda hundió la cara entre las manos.
Daniel esperó.
—Hablen con su antiguo novio —dijo la azafata ahogadamente.
—Roberto —mencionó él—. Ya lo hemos hecho. En la cárcel.
—¿Y qué que esté en la cárcel? —levantó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos—. Estaba loco por ella, y lo mismo su hermano Manuel. Roberto se obsesionó. Le dijo aquello de «si no eres mía, no serás de nadie». ¿Le suena? Es lo que dicen todos los maltratadores del mundo. Y Manuel… —hizo una mueca—. Ese crío la seguía a todas partes, la espiaba, y no por cuenta de su hermano, no. Eva tuvo que pararle los pies un día. Manuel le dijo entonces que la quería. Eva ya no supo si reír o llorar. No era más que un niñato colgado, pero violento como su hermano mayor.
—¿Nadie más, Carlota?
Un segundo, dos, tres.
—No, nadie más que yo sepa.
—¿Quiere que el que lo hizo pague por ello?
—¡Pues claro! —no entendió la pregunta.
Daniel le entregó su tarjeta.
—No se la juegue conmigo —fue parco—. Llámeme.
Carlota Miranda tragó saliva.
Parecía una muñeca rota.
Y asustada, muy asustada.
—Siento haberle dado la noticia —se levantó de la silla—. ¿Estará mañana aquí?
—No, el congreso acaba hoy. ¿Por qué?
No hizo falta que le dijera que era para tenerla localizada.
—Tenga cuidado —se despidió Daniel.
Dio media vuelta seguido por el silencioso Víctor.