15

El padre

Germán Romero cerró la puerta de su casa con llave. Dentro no había nada. No valía la pena robar allí. Pero le tenía miedo a los okupas. Algunas casas del barrio ya estaban llenas de chicos y chicas con pintas estrafalarias, seudohippys de la peor calaña, con rastas en el pelo o cortes desiguales, enormes pantalones de colores, camisetas satánicas, tatuajes infectos. Parecían gitanos, zíngaros, una tribu de desheredados. Incluso vivían diez o doce juntos, indecorosamente, en pecado. Le temía a la posibilidad de llegar un día a casa y encontrarse con gente dentro, creyendo que también estaba abandonada.

Su viejo, viejísimo coche se encontraba aparcado en la puerta.

Un lujo.

Nunca había querido desprenderse de él.

Toda la vida juntos, quizá como único destello de la existencia que siempre quiso tener y nunca pudo.

Se sentó en el asiento del conductor y abrió la ventanilla. Olía mal. A cerrado, sudor y mierda. Los perros defecaban en cualquier parte y luego siempre pisaba alguna de esas porquerías, impregnándolo todo. La tapicería estaba rota, había un par de latas de cerveza por el suelo, los asientos de atrás hacía años que faltaban.

Introdujo la llave de contacto y el motor rugió como los pulmones de un viejo fumador.

Al frente, siempre omnipresente, la torre del hospital de Bellvitge.

El día menos pensado acabaría allí, en urgencias.

Escupió por la ventanilla y puso la primera.

La Manoli vivía cerca. A pie habría tardado apenas quince minutos, o menos. Pero mejor usar el coche. Más rápido. Más seguro. Más cómodo. La parte final, en cuesta, sin asfaltar, no era segura. Ya se había caído una vez. Si le tenía miedo a algo era a las caídas. Todos los viejos se rompían la pelvis a la que se descuidaban.

Bueno, él no era tan viejo.

Mayor.

Sí, eso, mayor.

La Manoli bien que gritaba cuando se la metía.

La muy…

Aparcó delante de su cuchitril y, tras asegurarse de que estaba libre, sin la señal de «ocupada» en la ventana, se santiguó, le pidió perdón a Dios por el pecado que iba a cometer y llamó a la puerta. Raro hubiera sido que tan temprano tuviera un cliente, aunque había gente para todo.

Como él.

Tuvo que llamar una segunda, y una tercera vez, antes de que ella le abriera.

—¿Tú? —se extrañó la mujer al verle.

—Sí, ¿qué pasa?

—¿Pero has visto la hora que es?

—Joder, ¿y qué?

—¡No me digas que vienes a follar!

—No, he venido a mirarte el contador de la luz —le dio por ponerse irónico—. ¿A ti qué te parece, que hago visitas de cumplido?

Acababa de levantarse, obviamente. Se había puesto por encima una descolorida bata que había visto tiempos mejores. Una bata que apenas si disimulaba la abundancia de sus carnes, los enormes pechos, la blancura de los muslos. Sin maquillar parecía mucho mayor, con arrugas en los labios operados y los ojos mortecinos.

Germán Romero pasó por su lado y se coló dentro.

—Coño, Germán, ¿qué pasa contigo? ¿Tanto te urge?

Se volvió hacia ella, irritado.

—¡Sí, me urge! ¿Pasa algo? ¡Lo necesito! ¿No se supone que una puta ha de recibir al cliente con cariño y ponerse melosa?

—¿A las nueve de la mañana?

—¡Desnúdate de una vez, que no tengo todo el día!

—¡Pero si tienes la invalidez permanente y no das golpe!

Pareció a punto de saltar sobre ella.

Violento.

Cerró los puños.

—¿Vamos a follar o qué?

—¡Que sí, pesado! ¡Deja que me lave!, ¿no?

La detuvo y le quitó la bata. La carne rosada del pecho brillaba.

—¿Para qué vas a lavarte? ¡Ven aquí! —la abrazó como un oso.

—¡No seas manazas! —intentó resistirse Manoli—. ¡Y tú sí que deberías lavarte! ¡Hueles a demonios! ¡Ay, me haces daño!

—¡Dime guarradas, joder!

—¡Pero si ni estás empalmado!

—¡Pues ponme a tono! —la obligó a arrodillarse y le presionó la cabeza contra los pantalones—. ¡Bájamelos, va!

Desde abajo, la prostituta lo miró con un primer atisbo de dolor.

Empezó a quitarle los pantalones.

—Germán…

—¡¿Qué?!

—A veces me das miedo —musitó ella mientras buscaba por alguna parte el sexo de su cliente.