51
El padre
Germán Romero miraba la tumba.
El viejo nicho del cementerio de Hospitalet de Llobregat.
Gastado, sin siquiera una placa de mármol, sin ningún nombre, sin flores, sin nada salvo los restos de Renata al otro lado.
Posiblemente ya deshechos.
Era la primera vez que estaba allí desde el entierro.
No había nadie cerca, así que miró a ambos lados. Tres nichos más allá, justo a ras de suelo, vio dos ramos de flores aún frescas. Se aseguró de estar solo, se aproximó, cogió el ramo que estaba más entero, y regresó a su lugar.
Por suerte, la tumba quedaba a la altura de los ojos. Un tercer piso.
Colocó el ramo de flores en la repisa.
Luego siguió quieto, uno o dos minutos más.
¿Qué se hacía delante de una tumba?
Rezar, claro.
Él rezaba siempre.
Dios no le prestaba mucha atención, pero él rezaba siempre.
Necesitaba mucho perdón.
Bebía, fornicaba, maldecía…
—Renata…
Silencio.
—Renata, ¿me oyes?
Levantó los ojos al cielo.
—Sí, sé que me escuchas —afirmó convencido—. Ahí arriba tenéis tanta paz…
Como si el eco se burlara de sus palabras, a lo lejos se escuchó una sirena. Probablemente una ambulancia.
Alguien que quería vivir.
—Renata, sé que ya lo sabes, pero… Bueno, vas a tener compañía.
Tendría que regresar, y ver cómo abrían la tumba, cómo quitaban la losa de cemento, cómo aplastaban sus restos o los empujaban hacia el fondo, y cómo ponían encima el ataúd de su hija para, después, volver a sellar el cuadrado de cemento para siempre.
Sí, ya, para siempre no. Solo hasta el día del Juicio Final.
Tampoco debía de faltar tanto.
El mundo estaba loco, ¿no?
Loco y perdido.
—Renata, lo siento —se acercó un poco más para que ella le oyera mejor.
¿Y el perdón?
Tenía que ir a confesarse.
Necesitaba el perdón.
—No he sabido hacerlo mejor —siguió hablando.
Por el camino de su derecha apareció un coche mortuorio. Iba despacio. Detrás, otros dos automóviles. A pie, una docena de personas. Sobre el coche y a los lados, cinco grandes coronas de flores. De tus hijos que te quieren, De tus empleados. Fuiste el mejor jefe, Tus nietos no te olvidan, La Asociación siempre contigo…
No se quedaron por allí. Siguieron calle arriba hasta desaparecer todos llevándose sus lágrimas y su dolor.
De nuevo, Renata y él, solos.
—Por favor, Renata. Dime lo que he de hacer.
Ninguna voz.
No se abrieron los cielos ni le habló una zarza de espinas en llamas.
No había ninguna zarza. Solo las flores marchitas de las tumbas que gozaban de ellas.
—Ya sé que te volviste loca —pareció insistir—. Y sé que en el fondo eras más lúcida que yo. Pero ahora… Esto… —abrió las manos desnudas—. No sé qué hacer, Renata. No lo sé. Me he quedado solo.
De pronto, el silencio se convirtió en un grito.
Estalló en el alma, en la mente, en el corazón.
Y miró la tumba con ira.
—Eva salió a ti —dijo en tono de reproche—. ¡Fue como volver a tenerte ahí, recordándomelo todo!
¿Por eso no soportaba a su hija?
¿Tan simple?
—¡Yo te quería, pero me hundiste la vida! ¡Ni siquiera tenías derecho a quitarte la tuya! ¡Pariste a Eva con todos tus pecados! ¡Con todos! ¡Se los pasaste a ella y te fuiste! ¡Maldita sea, Renata! —se santiguó—. ¡Maldita sea!
Dio un paso más, hasta quedar a un palmo del nicho.
Y lo golpeó.
Con el puño cerrado.
—¡Renata!
Desde la eternidad, siguió sin llegar ninguna respuesta.