18
El constructor
Florentino Villagrasa en quien pensaba era en Joaquín Auladell.
Nunca tanto había dependido de una sola persona.
Pero no se atrevía a llamarle.
Demasiado riesgo.
Luego, como por arte de magia, si pasaba algo, aparecían grabaciones por todas partes y se convertían en carnaza de los medios.
Aunque, ¿por qué tenía que pasar algo?
Estaba limpio.
No era estúpido.
Nunca lo había sido, ni en los tiempos en que todo el mundo untaba a todo el mundo.
Comprobó el móvil. Le había quitado el volumen. Bastaba con oírlo vibrar. En diez minutos tenía una reunión con los aparejadores para ver una obra menor. Menos de medio millón de euros. Calderilla.
Aunque, en otro tiempo, muchas obras menores le habían dado el colchón y la solidez necesarias para crecer y llegar a ser el que era ahora.
Se disponía a examinar el correo electrónico cuando llamaron a la puerta.
—¿Sí?
Su secretaria metió la cabeza por el hueco, sin entrar.
—Le llaman al teléfono, señor. Por la uno.
—¿Quién es?
—No lo ha dicho, pero ha mencionado que es urgente.
—Pues le dice…
—Es una chica, y parece nerviosa.
Ágata era discreta. Llevaba con él ocho años. No tenía demasiados secretos y ella cumplía, le respetaba y no se metía en líos. Tampoco él.
Prefería la estabilidad.
—De acuerdo, gracias.
La secretaria lo dejó solo y él levantó el auricular del teléfono.
¿Por qué llamaba al fijo y no a su móvil?
—¿Sí?
—¿Dónde está Eva?
Reconoció la voz de Carlota.
Y también su tono, nervioso, alterado, como le acababa de decir la perspicaz Ágata.
—No sé dónde está Eva —bajó el tono.
—Vamos, Florentino…
—¿Por qué he de saberlo yo?
—¿Me estás vacilando o qué?
—No sé nada de ella desde hace días.
Al otro lado del hilo telefónico la mujer pareció tomárselo a broma, aunque revestida de amargura.
—Oye, va, que soy yo —le dijo—. ¿O crees que Eva no me cuenta las cosas?
—¿Qué te ha contado? —se envaró.
—Había quedado con ella ayer y no se presentó. La estoy llamando desde entonces y no contesta. He ido a su piso y no está. ¿Qué quieres? ¡Has de saber dónde para y por qué parece haber desaparecido!
—Pues no lo entiendo —aseguró.
—Como le hayas hecho algo…
—¡Eh, eh! —saltó como un resorte—. ¿Qué quieres que le haya hecho yo? ¿Estás loca?
—¡La amenazaste con echarla a la puta calle y contárselo todo a Auladell si no le presionaba de una vez!
—¡Eso no es verdad! —empezó a sudar sin poder evitarlo.
—¿Que no es verdad? ¡No se puede enviar a un pirómano para que apague un fuego! ¿Y si resulta que le gusta qué?
El sudor se convirtió en un estremecimiento.
—Mira, Carlota, ya vale… —intentó serenarse y calmar a su interlocutora—. No sé dónde está Eva, te lo juro. Yo también la estoy buscando.
—Qué cabrón eres… —exhaló la voz de la mujer al otro lado.
—No te pases ni un pelo —le advirtió.
—¿Ah, no? ¿Ya sabe tu mujercita cómo haces los negocios?
—¡Cállate!
No hubo más. Solo una despedida lacónica y directa.
—Vete a la mierda.