39.          Verdades

 

 

Audrey estuvo parada varios minutos delante de la puerta de la casa de Devon. Debería haberle llamado, pero no quería que volviera a mentirle, como había hecho cuando la había telefoneado aquella mañana para decirle que no podía ir al a clínica porque se encontraba enfermo. Llamó al timbre y, cuando este abrió pálido, demacrado y todavía en pijama, supo que había acertado.

—¿Ha pasado algo en la clínica?

—No, he controlado todo bien. Y ahora vengo a ocuparme de ti —contestó ella mientras entraba en la casa sin darle opción a lo contrario.

—Estoy bien, solo me encontraba un poco…

—Devon, sé cuándo mientes —le interrumpió—. Hubiera venido antes pero teníamos pacientes a los que atender. Así que dime, ¿qué te ha pasado que te ha puesto de este modo?

Él no contestó y ella comprendió que tendría que tener algo más de paciencia, así que le indicó:

—Ve a sentarte, te prepararé una infusión.

Devon hizo ademán de protestar, pero se detuvo al darse cuenta que sería inútil. No obstante, no fue directo al salón, sino que pasó por el baño. Se miró al espejo y observó que estaba hecho un desastre, así que peinó sus cabellos, mojó su rostro hasta sentirse más despejado y subió deprisa a su habitación a cambiarse de ropa. Cuando bajó, con unos jeans y una camiseta, Audrey ya le estaba esperando, sentada en el sofá, con las piernas cruzadas y el rostro sereno. Se sentó a su lado y esta, solícita, le tendió la taza. Devon se disculpó:

—Lamento haberte dejado sola con la clínica.

—Para eso eres el jefe —bromeó ella. Pero Devon no sonrió, así que añadió: — ¿qué ha pasado?

—Discutí con Megan.

Audrey arqueó las cejas, incrédula:

—¿No has venido a trabajar por una discusión con Megan?

—No es por ella, sino por lo que me dijo. He tratado de olvidarlo, pero estos dos días que he estado solo en la clínica no he podido pensar en nada más. Y hoy cuando me levanté, simplemente no podía más.

 

Audrey bufó:

—Estamos hablando de Megan, seguro que nada de lo que dijera era cierto o estaba sacado de contexto.

—Me dijo que soy un puto médico drogadicto que no tendría nada si no fuera por la herencia de mis abuelos. Y ambos sabemos que todo eso es cierto. Por duro y cruel que suene expresado con las palabras de Megan, es cierto.

Audrey se estremeció, sintiendo el dolor de él como propio. Sabía lo que era ser despreciada y que, bajo la presión que la vida a veces te pone, no siempre se toman las decisiones más acertadas. Así que le dijo:

—La verdad tiene muchos matices. No eres un drogadicto, solo alguien que ha estado sometido a tanta presión toda su vida que no aprendió a encontrar la forma de soportarlo de otro modo. Y, respecto a tu herencia, no tienes por qué avergonzarte de ella.

Devon la miró, sintiendo que la calma comenzaba a llegar a su corazón. Ella continuó:

—Eres un buen hombre que hace lo que los demás quieren en lugar de seguir su camino desde hace demasiado tiempo. Y eso no es motivo para atacarte. No sé por qué Megan lo dijo, supongo que en su retorcida mente solo se le ocurren formas de vengarse de ti porque no estás con ella.

—Puede, pero eso no cambia que soy un adicto. Y tarde o temprano alguien se dará cuenta y me quitarán la licencia.

Audrey suspiró y él preguntó:

—¿Por qué no me has dicho nunca que lo sabías?

—Si hubiera creído que podías poner la vida en peligro de alguno de tus pacientes, hubiera intervenido, te lo aseguro. He estado muy atenta para asegurarme de que pudieras hacer correctamente tu trabajo. Pero no vi nada de lo que preocuparme, así que esperé a que tú mismo me lo dijeras cuando quisieras, sin presionarte.

—¿Por qué?

—Porque el primer paso para dejar una adicción es reconocer que se tiene.

Devon suspiró y susurró:

—Como Tobías.

—Tardó en reconocerlo, pero cuando lo hizo quería ir a Alcohólicos Anónimos. Me duele pensar que él no estuvo a tiempo de cambiar el rumbo de su vida antes de morir, pero tú sí puedes.

—¿Cómo? Puedo tratar de ir a terapia y dejar esas malditas pastillas, pero eso no cambiará el hecho de que…

—Odias tu vida —terminó su frase Audrey por él.

Él asintió y ella comenzó a explicar:

—¿Puedo ser sincera contigo? Esta mañana, cuando he llegado a la clínica, tenía algo que decirte muy importante. Me voy de Cabe Town.

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué?

—Porque es lo que quiero y lo que necesito.

—¡No puedes irte! Quédate conmigo, por favor —rogó él en un tono de absoluta desesperación.

—No te preocupes por la clínica, he encontrado una enfermera que podrá ayudarte, la conocí en el hospital en el que trabajaba. Estoy segura de que se llevará bien con los pacientes y contigo.

—No me refiero a la clínica. Yo, Audrey, posiblemente debería habértelo dicho antes, pero…

Sus ojos se encontraron con los suyos y, antes de terminar, acercó sus labios a ella, que se apartó deprisa.

—Devon, no, estás confundido.

—Lo he estado todo este tiempo, pero ahora lo veo claro —la corrigió él—. Tú eres la única que consigue que esté bien. La que me calma. La que…

—Devon, para —le interrumpió ella—. ¿Te estás escuchando?

Él la miró sin comprender y Audrey se explicó:

—Tú no me amas. Amar no es que el otro sea la solución a nuestros problemas. Amar es algo muy diferente, algo que cambia tu vida para siempre. Es magia y es dolor, pero también es la mejor experiencia del mundo.

—Pero yo…

—Te lo demostraré.

Se acercó a él con suavidad y le besó, poco a poco, con ternura y sensibilidad. Su boca era cálida, dulce, y en ningún caso tuvo el poder de despertar nada en ambos. Cuando se separaron, Audrey le preguntó:

—¿Comprendes a lo que me refiero?

—¿Vas a juzgar lo que siento por ti por un beso?

—Juzgo lo que sientes por mí porque te conozco y, a mi manera, te aprecio más de lo que yo misma pensaba que llegaría a hacer. Eres un buen hombre, Devon, y te mereces lo mejor. Y eso no soy yo, si no alguien a quien ames, no porque le necesites, sino simplemente porque te nazca del corazón. Quieres dejar de ser adicto a esas pastillas, pero estar conmigo solo sería otro tipo de adicción para ti.

Para su asombro, los ojos de Devon se llenaron de lágrimas. Ella se las secó con suavidad y le dijo:

—La vida me ha enseñado que lo que los demás nos hacen nos convierte en algo que quizá no hubiéramos sido desde un principio. Sé que de cara a la galería eres un hombre afortunado, pero para mí tu dinero ha sido un dardo tan envenenado como el que otras personas han sufrido con la pobreza.

—Fui yo quien decidió tomar esas pastillas.

—Lo sé, pero lo hiciste para aguantar la presión que tus abuelos te ponían y, cuando ellos murieron, la de llevar una vida que no te gustaba. Créeme, se pueden hacer cosas mucho peores cuando los que te rodean te llevan al límite y te ves completamente acorralada.

—Tú no harías algo tan estúpido como convertirte en un adicto.

—No soy una santa, Devon, y ya te he dicho que todos hacemos lo que podemos con las cartas que nos dan.

Sus ojos se cruzaron y él, intuyendo algo, comentó:

—Nunca me has hablado de tu pasado.

—Porque no es necesario. Ni el tuyo, ni el mío. En una semana me iré para empezar una nueva vida y, si quieres mi consejo, deberías hacer lo mismo.

—¿Cómo? Yo no soy tú, Audrey. No tengo tu capacidad de analizarlo todo. Solo sé dejarme llevar por mi ansiedad.

—No siempre fui así. Hubo un tiempo en que muchos problemas me intranquilizaban a diario.

—¿Y qué hiciste para cambiar?

—Me convertí en una superviviente en lugar de una víctima. Y tú puedes hacer lo mismo.

—Podrías quedarte y enseñarme a hacerlo —rogó él una última vez.

Audrey sonrió con dulzura y le tomó de la mano diciéndole:

—Para descubrir lo que quieres hacer no puedes tener a nadie, ni siquiera a mí, a tu lado. ¿Quieres mi consejo?

—Por supuesto.

—Cierra la clínica un tiempo, o contrata a un médico que se haga cargo de tus pacientes durante unas semanas. Los pacientes lo entenderán. Busca un lugar donde puedas pensar con tranquilidad y, aunque te lleves esas pastillas, algo me dice que comenzarás a saber qué es lo que anhelas realmente. Y, cuando lo sepas y comiences a luchar por ello, eso te ayudará a librarte de la ansiedad que te causa ser tan infeliz a diario.

Devon suspiró profundamente. Una parte de él quería seguir insistiendo que se quedara con él, la otra era consciente de que no tenía sentido hacerlo. Lo que Audrey le proponía era lo que nunca había tenido: la oportunidad de decidir. Sus abuelos estaban muertos y ya no podía decepcionarles. Respetaba a sus pacientes lo suficiente como para no cerrar la clínica de improviso, pero podría encontrar fácilmente algún compañero de la facultad de medicina que quisiera hacerse cargo de sus pacientes mientras él reflexionaba sobre lo que quería hacer realmente. Tomó la mano de Audrey y le preguntó:

—¿Dónde vas a ir?

—No lo sé, digamos que lo he dejado todo en manos de otra persona en la que confío plenamente.

—Siempre hubo alguien… —comprendió por fin Devon.

—Sí, era complicado, por eso no te hablé de ello. Y de hecho preferiría que no me hicieras preguntas —pidió ella.

—Y yo creí que podrías enamorarte de mí. Qué engreído he sido —ironizó él.

—No puedo amar a nadie que no sea el hombre con el que voy a marcharme. Pero mis sentimientos hacia ti son profundos y significan mucho para mí.

Él la miró intrigado y ella se explicó:

—Te comprendo, y eso es algo que para mí, que siempre estuve alejada de casi todo el mundo, parecía imposible. Entendí tus miedos, tus debilidades, también tu bondad. Me pasó lo mismo con Tobías y con Marjorie. Estar con vosotros me cambió y me hizo querer a tres desconocidos. Que me importarais. Y por eso sé que todos podemos cambiar, empezar de cero y darnos cuenta de que las cosas no son como habíamos creído hasta el momento.

Los dos entrelazaron los dedos de las manos y Devon susurró:

—No puedo prometerte nada, pero lo intentaré.

—Me basta con eso.

—Muchas gracias, Audrey, por todo.

—Gracias a ti, te echaré de menos —le garantizó ella y los dos se fundieron en un profundo abrazo.

Las dos caras de la penumbra
titlepage.xhtml
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_000.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_001.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_002.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_003.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_004.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_005.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_006.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_007.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_008.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_009.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_010.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_011.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_012.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_013.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_014.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_015.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_016.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_017.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_018.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_019.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_020.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_021.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_022.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_023.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_024.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_025.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_026.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_027.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_028.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_029.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_030.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_031.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_032.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_033.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_034.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_035.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_036.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_037.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_038.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_039.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_040.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_041.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_042.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_043.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_044.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_045.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_046.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_047.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_048.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_049.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_050.html
CR!K024DM0SD526Q9J2JWJFGQWXDYYM_split_051.html