Las 23.11

El agente Lambert estaba echado de costado, arqueado, con la cabeza casi tocando los talones. Suspiró y se movió. Comprobó con sorpresa que podía ponerse derecho sin sufrir. Otra cosa sería sin duda ponerse en pie. Agarró las rugosas piedras de la pared y se levantó pegado a ella. Estornudó varias veces, luego volvió a cargar su automática, apoyando su hombro contra el grueso muro.

Muy cerca estalló un tiroteo. Las balas barrieron los faros. Algunos fragmentos salpicaron la habitación. Lambert no era capaz de agacharse ni de ir a apagar.

—Perros —repitió—. Banda de perros.

Los faros se apagaban. Seguían tirando. Apoyado en la pared, el agente se puso en marcha lentamente hacia la parte alta. Lejos, tras él, oyó cómo hurgaban entre las piedras y disparó por dos veces en dirección al ruido. Nadie respondió, Lambert prosiguió su camino, moviendo la cabeza. No lograba mantenerse derecho y una de sus piernas estaba fláccida. En cincuenta metros, se cayó y se levantó tres veces, pero el terreno no era fácil.