Las 15.30
Los policías Lambert y Roux aparcaron sus motos sobre la acera y entraron en el Jean Bart para tomarse una caña. Hacía un calor espantoso en Pont—Saint—Esprit. El viejo ventilador que traqueteaba en el techo de la taberna ni siquiera llegaba a dar la ilusión de un soplo de aire.
La camarera, taciturna, sola en el salón, bostezaba. Mientras les servía, bostezó cuatro veces.
Desde el fondo del establecimiento, llegó el patrón vestido con una camiseta de crucecitas azules. Transpiraba abundantemente y también él bostezaba. Aquellos dos iban a acabar agotándose por completo. Como consecuencia, los policías bostezaron a su vez.
Cuando se bebió sus tres cañas, una tras otra, el patrón se hizo un tazón de café y empezó a hablar del atraco con una voz ensombrecida y que no esperaba respuesta.
—Si quieren saber mi opinión, ésos están lejos —concluyó.
En ese momento, entró un tipo grande, seco, con chaqueta de terciopelo, la camisa desabrochada hasta el ombligo y dejando ver un torso velludo.
—Hola, Albert —dijo el patrón—. ¿Las recogiste?
—¿El qué? —preguntó Albert.
—Las dos jovencitas con el chaval.
—Ah, sí —dijo Albert, con un tono casi desinteresado—. Sí. Bueno, no. No las recogí, porque no las vi. Una caña.
—Venga —dijo el policía Roux al policía Lambert—. Anda, nos vamos.
—Un minuto —dijo el policía Lambert.
Era un hombre muy joven con un rostro muy serio. Estaba empezando. Se tomaba su oficio muy a pecho y tenía muchas ideas peregrinas.
—Perdón —dijo a los dos civiles—. ¿Pueden decirme de quién hablan?
—Hace un rato, al mediodía —explicó el patrón un poco sorprendido—, había dos jovencitas que querían subir a casa de la loca.
—¿La loca?
—Una pintora —explicó el policía Roux que conocía a su gente—. Vive a unos doce kilómetros.
—El taxi iba a tardar tres horas en volver de un servicio y ellas no quisieron esperar —continuó el patrón—. Dijeron que harían autostop. Entonces, como vi a Albert una media hora después y como iba por esa zona, le dije que las recogiera.
—Pero no las he visto —concluyó Albert.
—Descríbame a esas personas —dijo el policía Lambert al patrón.
El hombre separó los brazos.
—¿Describirlas? No sé, la verdad. Una rubia guapa y una morenita. Más no le puedo decir.
El policía Lambert preguntó algunos detalles sobre el niño, la edad de las tres personas, sobre su equipaje. El policía Roux pensaba en qué mosca le habría vuelto a picar a su joven compañero.
—¿Es importante? —preguntó el patrón.
—No —dijo el policía Lambert—. Nos interesan un poco todos los desplazamientos.
—Claro, con ese follón —dijo el patrón.
—¡Y qué follón! —añadió Albert, con aspecto graciosamente serio.
—Sí, bueno, hasta la próxima —dijo el policía Lambert.
Salió con Roux. Se montaron en sus motos.
—¿En qué estás pensando?
—Hay una mujer rubia de París buscada por no comparecer con su hijo —dijo el policía Lambert.
—¡Por Dios! ¡Te aprendes de memoria todos los avisos de búsqueda!
—Sí —dijo el policía Lambert—. ¿Por qué? ¿No debería?
El policía Roux no supo qué responder.
—Bueno —dijo Lambert—, ya que estamos patrullando por la nacional 101, también podemos hacer un pequeño desvío. Probablemente, no es ella, pero vale la pena comprobarlo, ¿no?
Roux se encogió de hombros.
—Avísales —dijo Lambert, señalando con el pulgar la emisora de onda corta situada en la radio de Roux.
—Mejor, no —gritó en medio del estrépito—. Volverían a tomarte el pelo.
En la comisaría de policía, la seriedad maníaca de Lambert era objeto de burlas, Roux arrancó y enfiló hacia la nacional 101.