Las 13.20
Luce dio gritos de alegría cuando vio a Gros sacar de la rubia el armazón sangriento del cordero, que fue a colgar en la bodega. Cuando volvió a salir, su camisa de seda estaba manchada en el hombro.
—Le sienta bien —dijo Luce.
Gros bajó la cabeza con una sonrisa necia en los labios. A pesar de los consejos de Brisorgueil, nunca sabía cómo comportarse.
Igual que aquella mañana. Había descubierto la pequeña Luger—Erma sobre un aparador enmohecido e, instintivamente, la había limpiado. Quiere a las armas y es muy cuidadoso con ellas. Mientras lo hacía, Luce lo miraba sonriente. Casi sin darse cuenta, se vio en la terraza acribillando un cuadro. Pensaba que se comportaba bien. Luce parecía divertirse mucho. Pero la mirada de Brisorgueil había sido desaprobadora, severa.
—Debería usted tener corderos vivos —dijo al fin por decir algo—. Eso solucionaría el problema de la nevera.
—No podría matarlos —dijo Luce.
—Yo sabría.
—Me imagino. Esp también le sentaría bien.
Gros frunció el ceño. El vejestorio le miraba sonriente. Seguía el juego de sus músculos. El, automáticamente, la observaba con nuevos ojos. Los cincuenta tacos quizá, pero con clase. Gros nunca había tenido suerte con las mujeres. Se había casado con dos. Habían resultado más zorras y costosas que putas. Ahora, prefería a estas últimas. Se sabe lo que dan y sabe uno lo que recibe. Nada de jugarretas.
Pero esta pintora era diferente. Tenía mucha pasta. Si lo miraba de esa forma, era por la cosa de la vibración. Gros no tenía nada que temer.
Era vieja, desde luego, por lo menos cincuenta años. Gros tenía más de cuarenta, pero para él una mujer sólo era mujer entre los trece y los veinticinco años; después, se convertían en carcamales.
Sin embargo, esta pintora no era una de esas carcamales. Tenía clase. Debía conocer enloquecedoras frases elegantes y posturas muy viciosas. Gros se sintió excitado.
Luce se volvió para seguir con la mirada a Rhino y a Brisorgueil que bajaban a paso lento desde lo alto del caserío. Rhino balanceaba una botella de anís en el extremo de su brazo. Luce fue hacia ellos con andares quizá demasiado felinos.
—¿Con secretitos, eh?
Brisorgueil puso sonrisa de hombre de mundo.
—Vista la irrupción de la señora Bernier y los gritos resultantes, Rhino se preguntaba si no correríamos el riesgo de molestar a su amigo Max. No hay ningún inconveniente en…
Luce le cortó la palabra.
—Todo eso son gilipolleces —dijo con su voz más sofisticada—. Max es un viejo imbécil y esa pequeña está enferma de los nervios. Se nota a la legua. Si ellos quieren estropearse la estancia aquí, es su problema. Pero que no nos estropeen la nuestra.
Cogió a Rhino por el brazo. Este la miraba por entre sus cortas pestañas sin que su cara expresara la más mínima emoción.
—Su amigo Gros me contaba una interesante sugerencia…
Le habló de los corderos vivos, mientras se lo llevaba hacia la casa.
Encendieron el fuego en una vieja chimenea.
Por regla general, comían ligeramente al mediodía y se corrían la juerga por la noche. Por una vez, y con el fin de relajar la atmósfera, hicieron una excepción y pusieron el cordero en el asador.
Lo que desde luego no escaseaba era la madera seca. Las llamas ascendieron altas y claras, iluminando la habitación de tabicados huecos. Arroyuelos de grasa fundida empezaron a bajar por los flancos del animal.
Luce estaba ya completamente borracha, pero aguantaba bien. Los Bernier hicieron su reaparición. La niñera vino un poco más tarde, tras haber dado de comer al chaval en otro lado y haberlo acostado para la siesta. Rhino dio un codazo a Jeannot.
—¿Puedes hacerte amigo de la chacha?
—¿Por qué?
—Está claro que la Mélanie es una nerviosa. Es preciso que no se vaya sin avisar, así por una cabezonada… Mantente al corriente del ambiente familiar.
Jeannot movió la cabeza. Se acercó a la niñera, que se mantenía en el límite de la zona iluminada por las llamas y de la que nadie se ocupaba.
—¿Puedo servirle algo?
Se volvió hacia él con una cara inexpresiva: estaba claro que no comprendía.
—Un aperitivo —le explicó.
—Con mucho gusto…
Tímido, Jeannot sonrió. Hacer que se encontrara a gusto.
—¿Scotch? ¿Anisete? ¿Otra cosa?
—Me apetece probar el whisky —dijo.
A punto estuvo de reventar de risa, como si se tratara de algo gracioso.
—¿Seco? ¿On the rocks?
—Con un poco de hielo —dijo la joven—. Y con un poco de agua Perrier y una rodaja de limón.
Pensaba en lo que decía. Le faltaba muy poco para contar con los dedos. Indudablemente, nunca había bebido whisky. Debía haberlo visto en fotos o en las películas. Eso y las uñas cuadradas (después de Rhino, Jeannot también acababa de darse cuenta), la clasificaban entre los paletos integrales.
Jeannot fue a buscar dos vasos. Por el camino, se acordó que no había hielo. Se iba a sentir muy decepcionada.
Mélanie se había sentado sobre un banco, casi totalmente en la sombra. Procedente de un intersticio del techo, un delgado rayo de luz le aclaraba violentamente la mitad de la cara. Como por casualidad, Rhino pasó a su lado. El reflejo de las llamas sólo aclaraba fugazmente la otra mitad del rostro de la mujer joven. Rhino se colocó detrás de ella para mirar cómo se recortaba sobre la luz del fuego, atento al pequeño temblor de sus dedos. Como se suele decir, era un verdadero manojo de nervios.
Su marido y ella debían haberse puesto seriamente de vuelta y media. Cualquiera pensaría que el escritor no había tenido tiempo para beber. Ahora se recuperaba. Estaba junto a Luce, muy cerca de la hoguera, se escanciaba vodka como si fuera agua, se quitaba la camisa, reía.
—Espero que lo pase usted bien aquí —dijo Rhino.
Mélanie se volvió como si le hubieran hundido un alfiler en la espalda.
—Gracias.
—Aquí se está tranquilo. Al principio, parece un poco extraño. Incluso se encuentra uno descentrado. Después, es al contrario. Se da uno cuenta de que tiene mucho tiempo para pensar en sí mismo. No te molestan como en la ciudad, el teléfono, la gente. Los problemas se hacen más ligeros, no sé si usted entiende lo que quiero decir.
—Comprendo. Usted intenta ser amable.
No lo había dicho de una manera demasiado hostil.
—¿Siempre bebe así? —preguntó.
—No —dijo Rhino—. Normalmente, bebe más.
Es decir, empieza antes.
—En París, era igual —dijo Mélanie.
Tenía un aspecto neutro, pero no había que engañarse. Rhino no respondió nada.
—¿No le molesta alojar a una delincuente? —preguntó.
—¿Una delincuente? —repitió Rhino, con cara de no haber comprendido nada—. Oh, se refiere a esa historia del niño… No. No me molesta. Una madre siempre debería tener derecho a conservar a su hijo. Cuando es pequeño, ella está más cerca de él.
—Cerca —suspiró Mélanie.
Realmente, tenía aspecto de atormentarse.
—¿Ha traído usted un transistor? —preguntó Rhino.
—No. ¿Por qué?
—France—Inter difunde avisos de búsqueda, mensajes personales, cosas de ese tipo.
Mélanie se encogió de hombros.
—Estoy segura de que aquí no pueden encontrarme.
—La gente sabe que Bernier sí está.
Mélanie sacudió la cabeza con una sonrisa desprovista de alegría.
—Nadie se interesa ya por Max Bernier, salvo una chalada que yo conozco.
—¿Una chalada?
—Yo —explicó Mélanie.
Rhino hizo un mohín de disgusto.
—¡El rancho! —berreó Luce.
Era lo suyo.
Se acercaron al fuego. Pero no demasiado, por el calor. Luce cortaba grandes trozos de carne en los flancos del cordero asado. Alargaron los platos.
Brisorgueil salió de la sombra junto a Gros. El abogado seguía sudando. Se deslizó hacia Rhino.
—Escuchamos la radio en el coche —le sopló—. Se ha armado un jaleo terrible con lo nuestro.
—Silencio —dijo Rhino—. Más tarde.
Tendió su plato y Luce le dio un buen trozo. Comenzaron a atiborrarse en silencio. Apenas se oía algo más que el chisporroteo de la grasa que caía sobre el fuego.
En una ocasión, durante la comida, Rhino salió al umbral de la puerta medio hundida que daba sobre el valle. Una doble fila de cortinas de algodón jaspeado no le dejaba ver. Entornando los ojos, dio unos pasos sobre un trozo de muro derrumbado.
Antaño debía haber existido en este lugar otra terraza a ras de suelo. Ahora, la terraza se había hundido del todo, tanto que, pasada la puerta, se encontraba el vacío o, al menos, una pendiente extremadamente empinada de polvo y de guijarrales, llena de restos de mampostería y rematada por una cañada cubierta de matorrales. Al este del caserío, todas las fachadas de las casas voladas sobre el valle presentaban poco más o menos el mismo aspecto.
La encegadora luz del sol seguía haciendo pestañear a Rhino. Mordió en el trozo de carne asada que tenía en la mano y observó perezosamente el helicóptero de la policía que sobrevolaba el Ródano.
El aparato trazaba rectángulos en el cielo como si hubiese seguido una cuadrícula.
Hay centenares de pueblos en la región y muchos están abandonados, en su totalidad o en parte. No les iba a interesar en particular un caserío habitado pública y notoriamente por una artista excéntrica. Rhino conocía a los polis tanto como ellos a él. El carácter sangriento del golpe le daba un toque marsellés. En ese momento, la bofia debía ejercer severos controles entre París y Pont—Saint—Esprit, entre Pont y Marsella y también por el otro lado del Ródano hasta Grenoble y Chambéry, cortando así el camino hacia la frontera italiana.
Terminó su trozo de carne con bastante tranquilidad y volvió a entrar.
Se tuvo que quedar quieto durante un momento para acostumbrarse al claroscuro que reinaba en la habitación. Luego se sentó sobre un cojín que había en el suelo, la espalda apoyada contra una tapia muy baja de piedras resecas y miró fijamente el fuego, a la vez relajado y soñador.
Luce seguía cortando jirones de carne asada de los flancos del cordero. Seguían atracándose y bebiendo vino de Argelia.
Max hacía el payaso y Mélanie lo miraba con cara de desespero. Se preguntaba bruscamente si lo había querido y se daba cuenta que ni siquiera lo sabía.
Un año antes, cuando las cosas no funcionaban en absoluto con Philippe, había encontrado a Max Bernier en una velada. Ya era un pingajo, pero ella no se había dado cuenta. Todo lo que había visto era que hablaba bien, que era comprensivo, que inspiraba confianza.
Recordaba cómo había tratado a Philippe cuando este último estimó que era la hora de irse a acostar y había venido a decirle que cogiera su abrigo.
—¿Es suyo este cadete? —había preguntado Mac. Ella había prorrumpido en una risa inextinguible. Hay que decir que había bebido un poco. Era lo de menos. Desde entonces, nunca a partir de aquella noche había podido tomarse en serio a Philippe.
Al día siguiente, Max le había ya telefoneado. Sencillamente, buscó el número en el listín. Quería llevarla de paseo. Había empezado por negarse. Pero Philippe pasaba catorce horas al día junto a sus gráficas y sus ordenadores. Había terminado por aceptar.
El resto era banal. Lo mismo que lo había sido el comienzo.
Cuando por fin se dio cuenta del estado de Max, se dijo que quizá podría devolverle su confianza. Y regenerarlo. Al menos una vez, todas las jovencitas de los colegios han soñado con convertirse en la musa de un artista. Ella lo había intentado.
Mélanie miró a Max.
Congestionado, con el torso desnudo, ejecutaba delante del fuego una parodia de la danza del vientre. Mélanie se retiró hasta el banco, en la sombra. Ya no podía comer. Se replegó sobre sí misma.
La comida se acababa. Cuando estuvieron llenos de carne, le dieron al vino. Una dulce somnolencia comenzó a invadir a los comensales. El fuego se consumía.
Jeannot se deslizó hasta Rhino, que seguía sentado en el suelo con la espalda apoyada en la tapia de piedras resecas.
—La niñera se llama Pía. Es vasca. No sabe nada de nada, pero tiene cacumen. Dice que su señora se va a quedar seguro, sencillamente porque sería demasiado complicado ir a otra parte.
Rhino exhaló un gruñido de aprobación.
—Ni siquiera ella —prosiguió Jeannot— avisó a nadie del sitio el que iban.
—¿No la alarmaste al preguntarle?
—Era niñera en casa del primer marido de la señora. Adora al chavea. Le advertí que podrían encontrar su rastro. Me dijo que no, que habían tomado todas las precauciones.
—Bueno —dijo Rhino.
Jeannot le dirigió una sonrisa resplandeciente. Adoraba a Rhino. Era su primer golpe serio y veneraba al que lo había preparado. Viniendo de Rhino, la menor aprobación lo llenaba de orgullo. Movió la cabeza con una risita silenciosa y se apartó hacia la sombra.
Luce vino a sentarse junto a Rhino. Lo miraba de reojo desde hacía un momento y había esperado a que Jeannot se alejara. Estaba ebria, pero se controlaba. Puso sus manos sobre el muslo vigoroso del hombre; éste se apartó.
—Tengo sueño —dijo como para sí mismo—. Voy a dormir la siesta.
Luego, se levantó, salió y se alejó a paso cansino hacia lo alto del caserío.
Luce no estaba lo bastante ebria como para pensar que se trataba de una invitación a que lo siguiera. Dejó caer en el polvo su mano, cuyo dorso estaba marcado por imperceptibles manchas marrones.
—Bueno, chico, qué le vamos a hacer —dijo muy alto.
Luego, levantó los ojos y vio a Gros que la miraba. Le sonrió. Con aquél no habría problema.
Brisorgueil sorprendió el intercambio de miradas. Anunció que los que quisieran iban a echarse una partida de cartas y después a descansar. Luce declinó la invitación. Tenía la intención de echarse al sol en la terraza. Lo hacía cada vez que podía. Ahora, con la cara protegida por una sombrilla de encajes iba a sudar y a roncar. Subió sin dejar de mirar a Gros.
Los tres hombres abandonaron a los Bernier, que hablaban animadamente en voz baja, y a la niñera, que ponía un poco de orden en la habitación. Se alejaron de la casa principal y subieron hacia lo alto del caserío, por si Luce los había espiado.
Más tarde, cuando ya no les podían ver desde la terraza, penetraron en una casa derrumbada, la atravesaron y volvieron, por la parte de atrás de las ruinas, hasta el granero que servía de cochera.
Eran invisibles en medio de la sombra que reinaba en el interior del edificio. Rhino los esperaba, y como ellos estaban deslumbrados aún por el resplandor del sol, sólo veían la extremidad incandescente de su cigarrillo.
Descargaron las cajas vacías que habían contenido los lingotes. Gros fue a enterrarlas a unos centenares de metros. Nadie las volvería a encontrar.
Brisorgueil se encargó de los guardapolvos y los mezcló con un montón de trapos resecos y podridos sobre una vieja carreta abandonada en un patio.
Rhino y Jeannot se llevaron las armas al granero, las limpiaron, las engrasaron, las envolvieron en trapos y las hundieron en un montón de heno que debía tener unos quince años y en el que brincaban multitud de parásitos. Habría que recuperarlas antes de marcharse: eran armas alquiladas.
Luego, los cuatro hombres fueron a dormir la siesta.
Brisorgueil se reunió con Luce en la terraza; ésta roncaba con estrépito. Sin embargo, abrió un ojo cuando se echó junto a ella sobre un colchón de miraguano. El no se dio cuenta; se quitó la camisa, suspiró y se durmió.
Gros y Jeannot se instalaron en hamacas, en una casa a la que le faltaba una pared, pero desde la que se gozaba de una soberbia vista del valle.
Rhino volvió a subir a su habitación, pasado el caballo con cabeza de muerto. Disponía de un pequeño cuarto con paredes encaladas y con un diván rojo. Gozaba allí de una gran tranquilidad. Se quitó las alpargatas, abrió una lata de cerveza tibia y se echó, sorbiendo de vez en cuando un trago. No podía dormir por el día, pero la inmovilidad no le molestaba.
En lo esencial, el golpe había terminado. Ya sólo tenían que esperar dos meses. Luego, harían el reparto. Doscientos cincuenta kilos. Veinticinco para Brisorgueil, más otros veinticinco que representaban la financiación; cincuenta para Jeannot; cincuenta para Gros; cien para Rhino. Todo el mundo estaba de acuerdo con la repartición.
Rhino soltó un discreto eructo y sonrió, lo que sólo le ocurría muy rara vez.