Las 10.15

La bala del 22 hizo un pequeño agujero en la tela. La detonación apenas fue más impresionante que el chasquido de un látigo. Una corneja protestó en el valle. Luce prorrumpió en una risita herrumbrienta, bastante análoga al grito de la corneja.

Gros sonrió con suficiencia.

—Puedo meterlas donde quiero —dijo—. ¿Hago otro agujero?

Luce examinó la tela.

La había pintado la víspera, en cinco o seis horas. Antaño le habría llevado mucho tiempo más. Meses, probablemente. Pero antaño creía que el Arte existía y que ella misma tenía talento.

Agitó con desenvoltura su Upmann matutino.

—Ahora tú, a tu manera. Todo el cargador. A tu manera. Haz lo que sientas. La espontaneidad es lo que da valor a una creación.

—¿Qué? —preguntó Gros.

—Tira, tira; no te preocupes por lo que digo. Tira.

Gros movió la cabeza con satisfacción y tiró una bala a cada uno de los cuatro rincones de la tela. Luce puso mala cara. No le gustaba la simetría.

—¿Qué demonios hacéis?

La voz de Brisorgueil aparecía una pizca desgarrada por el sofoco. El abogado había tenido que subir de cuatro en cuatro la escalerilla que daba acceso a la terraza. Como ya hacía calor, tuvo que enjugarse su cara sudorosa por la transpiración. Luego, permaneció inmóvil con los ojos extraviados y conservando su pañuelo apretado en la mano ligeramente temblorosa.

Luce lo miró con aire de soberano desprecio.

En la ciudad, Brisorgueil era un hombre guapo. Tres veces por semana, hacía que le peinasen su cabellera ala de cuervo. Iba bien con su piel mate, su nariz predadora y su boca fina. Su cara enjuta no era la de un gigolo. Luce se había visto sorprendida cuando aquél quiso convertirse en su amante, porque a pesar de los masajes cotidianos y las suturas anuales que le estiraban la piel, hacía ya varios años que sólo conseguía los favores de jóvenes venales.

Brisorgueil había sido, por lo tanto, un regalo del cielo. Pero los regalos del cielo nunca duran mucho tiempo; ésa era una de las máximas de Luce. Ahora, su abogado la aburría. El paisaje pedregoso y de tierra quemada le restaba prestancia. Con su camisa de crespón malva, tenía pinta de no estar en su sitio, y sus cabellos eran demasiado largos.

—¡Ah!, bueno —dijo Brisorgueil, al tiempo que miraba alternativamente al cuadro perforado y a Gros—. ¡Ah!, bueno.

Parecía desconcertado.

Gros bajó la cabeza nerviosamente, su contoneo; su gruesa lengua lamió el labio superior; dejó el arma de Luce, una Luger—Erma, sobre una gran piedra y se dirigió hacia la escalerilla con andares de hipopótamo.

Luce apretó los labios que oprimían el puro.

—Al señor no le gustan los tiros antes del desayuno.

Brisorgueil se encogió de hombros.

—No sé lo que me imaginé.

Se marchó, a su vez, hacia la escalerilla.

Luce lamentaba haberlo invitado. Pero si Brisorgueil no hubiese venido, no habría traído a sus amigos. Y eso Luce lo hubiera lamentado aún más.

Desde que hace diez años compró todo este caserío abandonado y completamente en ruinas, en el departamento del Gard, Luce acostumbra pasar allí los veranos.

Convirtió esas ruinas en un decorado, sembrándolas de hamacas, de cepas de formas fantasmagóricas, de viejos tiovivos, aparte de algunos otros objetos construidos por ella misma, como esa araña bárbara formada por una serie de flejes de barricas, cada fleje guarnecido por siete velas.

El pueblo no tiene ni electricidad, ni agua corriente, ni teléfono. Vivir solo en él no sería agradable. Por ello, Luce instaló una multitud de lechos, algunos de ellos en medio de las ruinas, al raso, y cada verano sus amigos saben que pueden reunirse con ella para lo que denomina sus vacaciones bárbaras.

—¿Cuántos huevos?

Luce se sobresaltó. El busto de Brisorgueil asomaba por encima de la escalera, en el extremo de la terraza. Pensó que aquellos días el abogado estaba de un laconismo que rozaba la mala educación.

—Uno solo, hecho por los dos lados —dijo, mientras le volvía la espalda.

Fue a inspeccionar la tela y los impactos. Decidió que la expondría con el título de Festín. Luego, bajó a tomar su desayuno.

Gros estaba sentado en un extremo de la mesa de tablas, colocadas sobre caballetes. Brisorgueil freía los huevos. Los demás aún no estaban allí.

—¿La pistola? —dijo Gros—. ¿La puso en su sitio?

—Siempre me olvido. No tengo ningún respeto por los objetos.

Con un pequeño y desaprobador chasquido de lengua, Gros se levantó y volvió a subir la escalerilla. El peso de su enorme cuerpo, embutido en unos Levis de tela blanca y una camisa de seda, hacía ceder los escalones.

Luce abandonó el patio, alejándose de los hornos y de Brisorgueil. Subió por la única calle del caserío, mientras dejaba atrás una fuente seca que lindaba con la mampostería del horno comunal.

En el extremo de la calle se alzaba una pequeña capilla, parcialmente horadada en la montaña que dominaba el caserío por el lado norte. Al pie del campanario medio en ruinas, Luce torció a la derecha para bajar por una escalera a la que le faltaban algunos escalones. La última casa, construida sobre un sólido desplome rocoso, dominaba el valle. Allí se hallaba Max, en una pequeña habitación blanca. Sin llamar, Luce empujó la puerta de tablones y se quedó inmóvil meneando la cabeza.

El escritor estaba echado completamente vestido sobre la cama arreglada. Sólo se había quitado un zapato. Su brazo izquierdo colgaba lamentablemente, una botella vacía de vodka estaba al alcance de la mano. Tenía la boca muy abierta y roncaba.

Luce echó un vistazo a la máquina de escribir portátil. Había una hoja en el carro. Aparecía la palabra Zob escrita en mayúsculas. Era el resultado de una noche de trabajo. Luce puso mala cara y volvió a salir sin despertar al borracho.

Años atrás, el caserío abundaba en talentos. Por aquel entonces, Luce estaba de moda. Y el mismo Max acababa de recibir el premio César Borgia por su novela La rosa bajo la ceniza. Hubo mucha gente aquel verano: pintores, escritores, algunos gigolos, dos mecenas e incluso, sabe Dios por qué, un refugiado húngaro. Celebraban fiestas. Una noche, Luce y Max, con el cuerpo recubierto de polvo de oro, habían hecho el amor públicamente en plena calle y ante las aclamaciones de la concurrencia. Dios, qué bien jodía Max en aquella época.

Ahora ya sólo quedaba Luce. Y ese pobre Max que debía ser impotente.

Brisorgueil. Y los curiosos amigos de Brisorgueil.

Luce volvió al patio.

—Tu huevo se me ha quemado —dijo Brisorgueil, como si lo hubiese hecho adrede.

—Hazme otro.

—Ya no hay más. Hoy, precisamente, vamos de compras.

Luce se encogió de hombros y se sentó delante de su huevo quemado, sin escuchar.

Los amigos del abogado estaban ya sentados a la mesa. Gros devoraba tocino frito. El jovencito Jeannot Algo se preparaba unas rebanadas de pan con mermelada. Apenas debía tener más de veinte años. Su piel bronceada era mucho más oscura que su pelo rubio rizado. Habría sido un maravilloso y ocasional amante con su cándido ojo azul; pero no era en él en quien pensaba Luce.

Se había acostumbrado a hablarse a sí misma de los «amigos de Brisorgueil» como si hubiesen formado un todo indisociable. En realidad, era para ocultarse la fascinación que sólo uno ejercía sobre ella.

Estaba sentado en el extremo de la mesa. Bebía café en una jarra de gres. Era un hombre grande, cuadrado, sin un átomo de grasa. Parecía tener un rostro corto de entendederas, pero se debía a que nunca parecía mirarle a uno. La frente no era muy alta, pero sí ancha. La nariz, rota, había sido bien reparada. La huella de la fractura reforzaba la brutalidad de un rostro macizo. A Luce le entraban ganas de dedicarse de nuevo a la escultura: no había visto nunca una jeta en la que hubiesen tan pocas curvas y tantas superficies planas como ladrillos.

Puso en sus labios un cigarrillo que él mismo había liado en papel de maíz y Luce tuvo la impresión de que iba a aplastado al cerrar la boca. Sin embargo, no; se limitaba a encenderlo con delicadeza.

Eso era lo excitante. La mezcla de brutalidad y mesura. Como si uno se hallara en presencia de un toro lógico.

—¿Ha dormido usted bien? —preguntó el toro lógico.

Tras el parpadeo de sus cortas pestañas, Luce pudo ver sus ojos grises, casi sin dolor. Eran fríos, como si hubiese hecho una pregunta banal, de acuerdo con un plan refinado. Luce movió secamente la cabeza.

—Y tú, Rhino —dijo el jovencito—. ¿Has dormido bien?

—Sí —dijo el toro lógico—. Hay algo de saludable y un tanto mágico en el contacto con la tierra. No sería sorprendente verse despertado por una música sobrenatural y asistir a algún aquelarre en el valle.

Había soltado ese aberrante discurso como si recitase el listín telefónico. Luce no se sorprendió más de lo que solía. Rhino decía algo parecido tres veces al día.

—Espero que encuentren agradable el ambiente —dijo la anfitriona.

—Sí.

—Deseo que lo aprovechen durante mucho tiempo.

—Todo el verano —dijo Rhino, con sequedad.

—Es decir —añadió precipitadamente Brisorgueil—, si tiene usted la amabilidad de alojamos durante todo ese tiempo, mi excelente amiga.

—Eso —dijo Rhino—. Eso. Claro.

Luce estaba convencida de que éste no necesitaba el permiso de nadie para permanecer en el sitio que le agradase. Lo que le sorprendía era que a Rhino le gustase el caserío. No era lo bastante sofisticado como para gozar de la falta de comodidad. No le gustaba la naturaleza. Su fuerza viril era urbana. Podía imaginársela como cargador de muelle, como boxeador. De hecho, poseía un restaurante en Bruselas, aunque no fuese belga. Al menos, eso es lo que había dicho Brisorgueil. Luce no tenía ningún motivo para dudarlo. No había profundizado en la cuestión. Había personal; le producía un mortal aburrimiento discutir sobre el oficio de los demás o del suyo.

Gros era el socio de Rhino en ese asunto del restaurante bruselense. Y Jeannot era un joven poeta protegido de la casa que, al parecer, recitaba sus versos los martes por la noche en el restaurante. Por un momento, Luce había temido que un día quisiese recitar allí. Por fortuna, no había sido así y Luce pensaba sombríamente que nunca ocurriría.

—Bueno —dijo Rhino. Vació su jarra de café.

Como si se tratase de una señal, Jeannot acabó precipitadamente su rebanada y Gros engulló el resto de tocino frito de forma poco elegante. Masticaba aún cuando se levantó en pos de Rhino.

—Bajamos —dijo este último.

—Tengo la lista de la compra —añadió Jeannot, al tiempo que daba golpecitos en el bolsillo de su camisa y sonreía con cara de bobo.

Luce se encogió de hombros y liquidó lo que quedaba de su huevo chamuscado.

Se turnaban para hacer las compras en la ciudad. Aún no había ido ninguno de los tres hombres, porque hacía muy poco tiempo que estaban allí. Luce vio la rubia DS abandonar el granero que servía de garaje y meterse por la pendiente de cinco kilómetros que, tras varias series de curvas, unía el caserío a una carretera secundaria.

—¿Una partidita de cientos? —propuso Luce. Brisorgueil aceptó.

Luce pudo comprobar que jugaba mucho peor de lo normal.

La rubia DS se metió en la nacional 101 hacia las once de la mañana y, un poco más tarde, en la nacional 86, por la que el coche entró en Pont—Saint— Sprit, donde los tres hombres hicieron las compras del caserío.

Las hacían una vez por semana. Allá arriba no había nevera y cada vez que bajaban a la ciudad aprovechaban la ocasión para surtirse de carne fresca.

Jeannot detuvo la rubia delante de la carnicería. Gros se bajó. Pidió un cordero entero y se quedó para vigilar la preparación y el peso del animal. Mientras tanto, Rhino y Jeannot hacían el resto de las compras. Cuando volvieron, el pedido estaba listo y Gros había pagado. Los tres hombres cargaron en el portaequipajes del DS al animal envuelto en un cuadrado de tela blanca.

Era mediodía. Salieron de la pequeña ciudad y aparcaron cuatro kilómetros más allá. Buscaron entonces bajo los asientos de su coche y sacaron unos guardapolvos grises, unas máscaras tipo Frankestein, dos Colt 38, una automática Astra Condor 9 mm, dos Mat 69 y granadas lacrimógenas.

A las doce y media, un furgón blindado escoltado por dos motoristas se dirigió hacia ellos.

Gros y Rhino abrieron fuego sobre el convoy con las pistolas ametralladoras. El golpe había sido preparado con la deliberada intención de matar, tal y como advirtió aquella noche el comisario encargado de la investigación en una declaración a la prensa. Los dos motoristas y uno de los miembros del convoy murieron en el acto. Al chófer del furgón, mortalmente herido, lo remató Rhino con una bala en la nuca. Al mismo tiempo, Jeannot se subía sobre el techo del vehículo blindado, que se había aplastado contra un árbol, y Gros, a través del ventanillo que separa la cabina del interior, lanzaba tres granadas lacrimógenas.

La puerta trasera se abrió casi de inmediato y apareció el vigilante revólver en mano, tosiendo y escupiendo. Desde el techo del furgón, Jeannot le disparó una bala de 9 mm en la bóveda craneana, tras de lo cual el vigilante dejó de ser un problema.

Los pistoleros transportaron los doscientos cincuenta kilos de oro que contenía el furgón hasta la rubia en un solo viaje. Gros llevó él solo cien kilos y el sudor chorreaba por su máscara.

La circulación era muy fluida. En total, hubo once testigos de todo o de parte del suceso. Lo único que pudieron declarar fue que los pistoleros eran tres y que su coche, una rubia OS, había cogido en dirección a Pont—Saint— Esprit.