Las 21.16

Los despojos de camisa que hacían de mecha en el depósito del Ferrari empezaron a arder con una llamita corta y carbonosa. El agente pasó rápidamente a lo largo del otro coche y encendió la segunda mecha. Con un ruido de soldador, el primer depósito se puso de repente a escupir una llama muy tiesa. Lambert se precipitó hacia la parte alta del pueblo, franqueó una especie de portillo y comenzó una desenfrenada carrera a través de un gigantesco salón comunal invadido por las hierbas. Tras él, el fuego producía una luz intensa y vacilante a la vez, comparable a la que produce la soldadura eléctrica.

El depósito del DS estaba menos lleno que el del Ferrari y se había quedado abierto en dos ocasiones: cuando Rhino fabricó un cóctel molotov y cuando el agente preparó su incendio. Antes de que la mecha llegara a la gasolina, los vapores detonaron. El costado del coche se abrió como un buñuelo y una rugiente erupción barrió el garaje.

En el interior del Ferrari, cuya parte trasera ardía, los asientos de cuero y el salpicadero de maderas exóticas se prendieron fuego por todas partes al mismo tiempo. El vehículo sufrió varias sacudidas, se arqueó desesperadamente y se rompió, empenachado con llamas. El claxon se puso a aullar por sí solo. Luego, el capó se abrió de repente con un brutal crujido.

Enormes y retorcidas vigas corrían a lo largo de los muros de piedra y adobe, haciendo las veces de puntales. El tiempo las había secado, la carcoma las había perforado y aireado. Las llamas se enroscaron como la hiedra y turbulentas corrieron hacia el techo.

El Ferrari explotó. Una lluvia de vidrios y de chapa roció el viejo cobertizo. El piso ardía. Por todas partes, la paja se había prendido. Un tablón incandescente se separó del muro y cayó sobre los restos del vehículo. El mismo aire parecía arder en el interior del recinto ancho y alto. Justo debajo del tejado, el último maderamen, más lento en inflamarse, porque el aguacero lo había mojado, se ponía rojo con venas de un amarillo vivo. Tejas rotas comenzaban a caer en el cobertizo con ruiditos secos, ahogados por el fragor del incendio.

Unos cincuenta metros más arriba, el agente regresó junto a sus faros, en la planta baja de una ruina al cielo raso. Existía allí —Lambert aún no lo había visto— un caballo de madera, cuya cabeza cortada había sido reemplazada por un cráneo humano. Cuando se percató, estaba en un estado tal que le dio por reírse burlonamente.