Las 17.16

—También nos podemos quedar tendidas boca abajo —dijo Luce—. Es más prudente.

Lambert movió la cabeza. Estaba inquieto. No era estúpido: ese fuego graneado de repente, era para cubrir algo; los atracadores debían haber pasado en parte hacia este lado de la calle.

—Ese Brisorgueil —dijo, intentando volver a empezar lo que cada vez se parecía menos a un interrogatorio serio—. ¿Forma parte de la banda?

—¡Es mi abogado! —se desternilló de risa Luce.

—No es una respuesta.

—Es la única que puedo darle. ¡Brisorgueil es un hombre honrado, el pobre!

De nuevo se echó a reír. Al policía Lambert le parecía que no había motivo para reírse.

—O sea —dijo—, por un lado tendríamos a unos atracadores, tres hombres cuyos nombres ni siquiera conoce usted y, por otra, a honrados veraneantes como usted misma, la señorita, los Bernier y ese abogado.

—Eso es todo lo que podemos decir —aprobó Luce.

—Le creo por lo que respecta a ustedes dos —dijo el policía a ambas mujeres—. No me queda más remedio. No puedo pasarme todo el tiempo mirando detrás de mí.

Buscaba el contacto humano; pero no lo encontraba. Durante algunos segundos, permaneció silencioso; luego, suspiró.

—Haga lo que haga —dijo—, les pido que no abandonen esta habitación. Y, efectivamente, lo mejor que pueden hacer es quedarse echadas boca abajo.

Tras el último tiroteo, la puerta había sido medio arrancada, faltaba la ventana, las paredes estaban salpicadas de impactos. Echadas en los ángulos muertos, las dos mujeres ya no se movían. Lambert se levantó y, plegado en dos, avanzó hasta la cabecera de Roux.

—Qué desgracia —comentó con una entonación de verdadera angustia.

Roux era un buen policía. Lambert había comido varias veces en su casa. Roux tenía mujer y dos niñitas. No, ya nada se puede hacer.

—Déjeme ayudarle —dijo Pía.

Estaba de pie, tras él. Lambert se encogió de hombros.

—Sería mejor que se volviera a echar en el suelo —dijo sin convicción.

—Voy a ocuparme de él —dijo la tranquila morenita—. Ya debe usted tener bastantes preocupaciones.

Lambert sonrió brevemente. Movió la cabeza.

—Si disparan, échese al suelo —aconsejó amablemente.

Por segunda vez, se puso a subir la escalerilla. Tenía en la mano su casco agujereado. Arrancó del techo una traviesa podrida, la utilizó como un mástil para elevar su casco hasta la abertura, en la cima de la escalerilla.

Un disparo restalló. El casco se fue de paseo al suelo. Esta vez, tenía un gran agujero dentro. El tiro venía de más abajo, de este lado de la calle. Debía haber un hombre en los tejados por esa zona.

Curiosamente, el policía Lambert se sintió reconfortado. Al estar su emisora destruida, las motos incendiadas, temió que huyeran los atracadores. Al menos en principio, se quedaban, tenían intención de liquidarlo. La operación de policía se transformaba en combate de gladiadores. Lambert se sintió totalmente revigorizado.

Si al menos Roux hubiese avisado a los jefes del sitio al que íbamos, pensó. E inmediatamente, se avergonzó de ese pensamiento. Roux iba a morir. Era un milagro que aún estuviese con vida.

—¡Policía! —gritó una voz ronca.

Venía del otro lado de la calle. Desde luego, estaban a ambos lados.

—Policía —repitió la voz—. ¿Me oyes?

—Ese —dijo Luce— es el llamado Rhino.

Sus ojos brillaban. Las aletas de su nariz se estremecían.

Lambert se cubrió. Una vez a cubierto, chilló a su vez.

—Policía Lambert. Les escucho. Les ruego que se rindan.

Puso mala cara. Les ruego… El verbo rogar no había sido muy oportuno.

—Policía —gritó la voz—. Te damos una posibilidad. Si te entregas, sólo te ataremos… Si no, te mataremos, policía.

—No os saldréis con la vuestra —replicó Lambert. Tenía los dedos crispados sobre su arma y vigilaba el hueco en la cima de la escalerilla. Algo iba a ocurrir. Esas interpelaciones debían ser sólo para desviar la atención, mientras que otro tipo se acercaba, se acercaba…