Las 17.53

Las nubes comenzaban a amontonarse en el horizonte. A pesar del calor, Brisorgueil se veía inundado por un sudor glacial. Acurrucado en un ángulo de la terraza, sentía la camisa pegada a la espalda y tenía frío. El sol poniente no mejoraba las cosas.

Estaba completamente enloquecido.

Había traicionado a Rhino y ahora Rhino lo sabía. Su cerebro oscurecido por el pánico intentaba desesperadamente encontrar una salida. En estos momentos, ya ni siquiera se trataba de huir, sino sencillamente de salvar la piel.

Instintivamente, sintió la tentación de tirar sobre el poli. Quizá entonces Rhino pensaría que el abogado se había redimido…

Por desgracia, cuando los Mat entraron en acción contra la terraza, Brisorgueil se había echado al suelo a la buena de Dios: el fusil, bajo su cuerpo y adosado —al murillo de piedra, tenía la culata en dirección al agente. El menor movimiento de Brisorgueil para darle la vuelta sería demasiado ostensible.

Por lo tanto, permanecía inmóvil, mientras sus dientes castañeteaban.

—Que se quede echado —dijo con rabia Lambert, impidiendo que de nuevo Max Bernier levantara la cabeza.

—¡Pero quiero ver si Mélanie viene!

—Vamos a intentarlo.

En medio de sudores y resoplidos, el agente arrancó una piedra angular. Intentaba no romper el precario equilibrio del murillo desprovisto de mortero y cuyas piedras estaban sencillamente apiladas en equilibrio estable. Quitar un trozo del conjunto era casi tan delicado como retirar un trozo de gruyere de una trampa de ratones. Un gesto de más y todo el parapeto se vendría abajo como fichas de dominó. Y aquello se convertiría en una caseta de tiro al blanco con Lambert en el papel de blanco. Un desagradable papel…

Hubo un chirrido. El agente logró extraer una masa gris, abriendo en el escondite una estrecha tronera.

—Se acerca —murmuró. La voz arrabalera y grave de Gros resonó de repente al otro lado de la calle.

—Deténgase, señora Bernier. Estoy apuntando sobre su chaval.

Mélanie se quedó inmóvil.

En su escondrijo, Rhino aflojó el índice que había replegado sobre el gatillo de su Colt. Comprendió de repente la idea de Gros. Sonrió. Se asombró de que no se le hubiera ocurrido a él y le sorprendió aún más el que Gros fuese su autor.

—¡Yo también, señora Bernier, les estoy apuntando! —exclamó.

Que se sienta realmente acorralada…

—Va usted a venir hacia aquí tranquilamente —gritó Gros.

Mélanie, temblorosa, abrió los ojos de par en par.

—Agarre bien al muchacho y venga con él —gritó Gros—. Si se le escapa, nos veríamos obligados a dejarlo seco.

—Por favor —sollozó Mélanie.

—No le haremos daño, señora Bernier.

—Decídase —gritó Rhino. Cuento hasta tres.

En la terraza, Brisorgueil tuvo de improviso una idea para salvar el pellejo y quizá para algo más. Se deslizó hasta el agente. Lambert había palidecido.

—Dígale a la señora Bernier que obedezca —susurró el abogado—. Cuando se desplace, abra fuego para cubrirme. Voy a lanzarme sobre el tipo grande. No va a saber por dónde andarse.

Lambert sacudió con rabia la cabeza.

—No puedo dejarle que haga eso. Es un suicidio.

—¡Uno! —contó Rhino, al otro lado de la calle.

La voz de Mélanie se elevó clara, curiosamente confiada.

—De acuerdo. Voy.

Se puso en marcha.

—Dios santo —dijo Lambert al borde de la crisis de nervios—, Dios santo, ¿qué puedo hacer?

Mélanie, con paso vacilante, casi había atravesado del todo la calle.

—¡Cúbrame! —chilló Brisorgueil, mientras saltaba por encima del parapeto.

En ese mismo instante, Lambert sintió que le arrancaban la automática de Roux, metida en su cinturón.

Max Bernier pasó como un relámpago ante sus ojos y aterrizó en la calle lanzando un chillido de sioux.

Aunque sólo fuese por reflejo, Lambert regó de balas el otro lado de la calle.

Brisorgueil se precipitó hacia adelante, hundió el cañón del pequeño fusil en la espalda de Mélanie y la catapultó hacia Gros.

Rhino se sentía desbordado. No esperó a percatarse. Enloquecido por esa violenta emoción, lanzó un gruñido animal y, perdiendo de vista cualquier otra cosa que no fuese la silueta del hombre que lo había traicionado, apareció erguido en una abertura, apuntando con el arma.

Max Bernier, que había caído sentado en plena calle, hizo fuego instintivamente en dirección al malhechor. La bala pió contra la pared. Un haz de esquirlas de piedra azotó los ojos de Rhino.

Aullando de rabia, el atracador vació su cargador al buen tuntún.

Totalmente estupefacto por el giro de los acontecimientos, Gros vio cómo se le venían encima la mujer y el niño, frenéticamente empujados por Brisorgueil. El trío se precipitó en el refugio del coloso desnudo y en desorden se tiró al suelo sobre el piso carcomido.

Un segundo más tarde, Max Bernier siguió el mismo camino, cojeando un poco. Seguía teniendo la automática robada al agente. Gros, que necesitaba reflexionar, le largó un buen golpe en la sien con el cañón del Astra. El escritor cayó de lado y ya no se movió. Gros observó que tenía el muslo lleno de sangre.

Los disparos habían cesado. El calor seguía disminuyendo.

El chaval lloraba. Mélanie continuaba echada en el suelo con los ojos cerrados y todo el cuerpo tembloroso. Gros lo prefería así. Se sentía molesto por estar desnudo ante una dama.

Brisorgueil se levantó. Le castañeteaban los dientes. Al mismo tiempo, luchaba contra el extravagante deseo de estallar de risa.

Gros, con las cejas fruncidas, apuntó sobre el abogado el hocico negro del Astra.

—¿Por qué te disparó Rhino? —preguntó.

Estaba tranquilo, pero quería una respuesta.

—¿No has entendido? ¿Todavía no has entendido?

Molesto, Gros puso mala cara. Sabía perfectamente que todo el mundo lo encontraba lento. Le producía tristeza, pero no rencor.

—Después de que abandonasteis el cobertizo, tú y Jeannot —dijo Brisorgueil—, Rhino me dijo que me largara inmediatamente hacia la parte alta del pueblo, que él mismo terminaría de inutilizar los coches. Confié en él.

Hizo un gesto teatral en dirección al 404 accidentado.

—¡Ahí está el resultado!

Mecánicamente, Gros echó un vistazo. De repente, puso los ojos en blanco.

—¡Oye, tú! ¡Ay, mi madre! —dijo angustiado.

—¿Qué pasa?

—¿Has visto cómo se hunde la parte de atrás? ¿Comprendes lo que quiero decir?

Brisorgueil creyó conveniente poner cara de tonto. Gros se puso escarlata. El fenómeno era fascinante. La sangre le subía a la piel, no sólo a la cara, sino a todo su pesado cuerpo. Enrojecía hasta las nalgas.

—¡Ese canalla metió toda la soma ahí dentro! —gimió.

—Tienes razón —dijo Brisorgueil, con un tono convencido y rabioso—. ¡El marrano!

—No es posible —murmuró Gros—. Rhino, no. Tiene que haber otra explicación.

—Doscientos cincuenta kilos de oro —dijo con tristeza Brisorgueil— son suficiente explicación. Nos dejaba aquí con lo puesto. Y para pirárselas un DS que busca toda la policía de Francia. Este Rhino es un lagarto y nosotros unos gilis.

Observaba la cara de Gros. Esta enrojeció aún más.

—Voy a matarlo —dijo por fin Gros.

Su arma ya no apuntaba al abogado. Este respiró con un poco más de libertad. Con fingida desenvoltura, sacó un cigarrillo turco de su camisa. Lo encendió a duras penas, porque lo tenía todo mojado de sudor y el papel se le pegaba a los labios. Suspiró. Sus narices exhalaron un poco de humo azul.

Luego, con un gesto lleno de naturalidad, el abogado recogió la automática del agente Roux, que se había caído de la mano de Max y la metió en su cintura. No era conveniente liquidar en seguida a Gros. Lo necesitaba para acabar con los demás.

Se sintió mejor. Ahora tenía una pequeña posibilidad de salir del atolladero.

—¡Gros! —llamó una voz que provocó un escalofrío en la espalda del abogado.

—¡Te mataré, cerdo! —aulló el coloso.

Hubo un instante de silencio, pero Rhino comprendió en seguida.

—¡Es Brisorgueil el que nos ha dado el pego! —gritó.

Gros reflexionó. Pero inconscientemente había sufrido demasiado con la tutela de Rhino. La idea de que una vez más lo habían timado le parecía satisfactoria. Sonrió con cara de niño astuto.

—Pues entonces, ven —gritó—. ¡Sin arma!

—Estás cometiendo un gran error.

—¿No te atreves a venir? —chilló triunfalmente el coloso desnudo.

—¡Pobre gili! —gritó Rhino.

—Sí —murmuró Gros entre dientes—. Sí, me lo voy a cargar.

Brisorgueil se relajó. Con el borde de las nalgas, se colocó sobre una especie de banco de carpintero carcomido. Chupaba su cigarrillo lentamente, con deleite. Con su mirada seguía la huida de un lagarto. El reptil se metió por una grieta, la tomó para desaparecer por una gran brecha que despanzurraba el muro hacia el oeste. A lo lejos, un sombrío revoltijo de grandes nubes interceptaba el horizonte.

El abogado volvió de nuevo su vista hacia Gros.

Se sintió invadido por un delicioso sentimiento de bienestar.