Las 18.21

Segundos después de empezada la tormenta, Pía se había precipitado a través de la calle. Tenía que hacer algo por el muchacho. Era demasiado horrible. Como ocurre entre las chicas jóvenes, Pía tenía muy desarrollado el instinto maternal. Atravesó la calle chapoteando, a la espera de recibir una bala. Cosa que no sucedió. Jeannot, el único que hubiese podido verla, estaba limpiándose los ojos.

Entró en una casa al otro lado de la calle, escaló un murito medio derruido y llegó a un cobertizo en el que se encontraban la rubia DS y un Ferrari. Por un momento, pensó en coger un coche y aprovechar la lluvia para intentar irse y avisar a las autoridades. Pero eso no salvaría al muchacho. Además, no sabía conducir.

Rodeó los coches para atravesar el cobertizo. Una vieja lavadora, abandonada desde hacía años, recibía gota a gota el agua que caía del techo. La esquivó pegándose a la pared del fondo y tropezó con algo que recogió.

Era la Luger—Erma de Luce. Se preguntó de dónde procedía esa arma y si tenía ganas de utilizarla. Debía haber un seguro. No se atrevía a apretar el gatillo para saberlo.

Manoseó el arma y, al cabo de un momento, logró que la culata se deslizara. Vio el cartucho no expulsado que había salvado la vida del agente Lambert. Se le ocurrió una idea. Fisgoneando, descubrió un pequeño clavo herrumbriento y sacó el cartucho. Ahora, el cañón estaba vacío. Pía volvió a meter la culata y apretó el gatillo. La pistola sonó. Por lo tanto, el seguro no estaba puesto. De nuevo abrió la culata y vio que había subido un cartucho al cañón. Confió en que la próxima vez que apretara el gatillo, se dispararía un tiro. También confió en que no tendría que hacerlo.

Luego, prosiguió su camino. Su corazón latía con fuerza. Le parecía escucharlo al compás del ritmo obsesivo de las gotas que golpeaban el metal de la vieja lavadora. Salió del cobertizo, atravesó una vivienda sin techo, llena de compacta vegetación. Ramas cargadas de agua le azotaron la cara, y con la llave que seguía cayendo a mares, se sintió empapada hasta los huesos.

Se disponía a franquear la cortina de zarzas que obstruía una puerta sin batientes, cuando se quedó inmóvil. Al otro lado de las zarzas, hablaban.

—No es la arteria.

Reconoció la voz del más gordo de los atracadores. Y como tenía ganas de dar media vuelta y darse a la fuga, apretó los dientes y saltó a través de la barrera de zarzas.

—¡Por favor! —gritó—. ¡No se muevan!

Brisorgueil y Gros la miraron con cara de estupefacción y con un movimiento parejo levantaron sus armas. Algo estalló en el fondo del cuarto, acompañado de un estrépito de vidrios rotos.

Pía, horrorizada, vio claramente el impacto sobre el hombro de Gros. El hombre giró sobre sus talones. Una segunda bala, procedente de algún lugar, silbó en los oídos de Pía.

Totalmente enloquecida, se dio la vuelta, vio en un hueco la cara de Rhino y mecánicamente hizo fuego con la pequeña automática.

La cara desapareció. Pía se encontró sentada en el suelo, incapaz de levantarse sobre sus piernas, de las que se había apoderado la debilidad. Todo daba vueltas. Se dio cuenta de que el abogado y el hombre gordo medio desnudo habían desaparecido. La habitación apestaba a pólvora. Mélanie sollozaba.

Ello hizo que Pía volviera a la realidad. Logró sostenerse sobre sus pies y se precipitó hacia su señora. El muchacho estaba indemne. Ni siquiera tenía aspecto de estar inquieto.

—Dios santo —dijo Max—. Dios santo…

Había vuelto en sí y sacudía la cabeza con aire incrédulo. Atrajo mecánicamente a Mélanie hacia él y con torpeza le dio unos golpecitos en el hombro.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Pía—. ¿Dónde están?

—Ha herido usted al gordo —dijo Max—. Se largaron hacia la casa de al lado.

—Pero yo no fui quien… ¡Oh! —exclamó Pía mientras recorría hacia la ventana del fondo.

Quería ver si había matado a Rhino, ese hombre terrible. No sabía si deseaba haber fallado.

Rhino entró por detrás, a través de la puerta obstruida por las zarzas.

—Ponga su arma en el suelo —le dijo a Pía.

—¡Oh! —exclamó ella, una vez más.

Rhino tenía el hombro lleno de sangre. Aún seguía corriendo por su mejilla. Su rostro tenía extraño aspecto asimétrico.

—¡Pero si le arranqué la oreja! —dijo con estupor.

—En efecto —dijo Rhino—. Ahora, siéntese con los demás.

Hablaba bajo, mientras vigilaba la otra puerta de comunicación. Pía se tuvo que esforzar para oírlo a causa del ruido de la lluvia. El aguacero se había estabilizado, menos violento que al principio, pero regular, obstinado. Había mucha oscuridad.

Pía fue a sentarse cerca de Max y de Mélanie. Mélanie ya no lloraba; miraba el piso. Estaba grasiento, verdoso, y empezaba a ser invadido por el barro que parecía rezumar de todas partes.

—Escuche, muchacho —dijo el escritor.

—Cierra el pico.

La voz de Rhino era malvada y fría. Max se calló. El atracador recogió del suelo un trozo de yeso cubierto de musgo y lo lanzó a la habitación contigua.

Ninguna reacción.

Rhino se mordió el pulgar. La sangre goteaba desde su oreja arrancada, pero cada vez menos. Recogió la Luger—Erma y la deslizó en el interior de su camisa.

—Pía —llamó—. En pie.

—Si es que puedo —dijo la niñera, pero obedeció.

—Va usted a ir al lado —ordenó Rhino—. Si ve a Gros o al abogado, grite para avisarme.

—No —dijo Pía—, le aseguro que no haré una cosa así.

Rhino se dirigió hacia el grupo, le arrancó el muchacho a Mélanie y le torció el brazo por detrás de la espalda. El pequeño gritó y se echó a llorar. Mélanie se lanzó sobre el atracador, absolutamente inconsciente del peligro. Recibió una patada en el estómago, cayó al suelo y se puso a gritar con todas sus fuerzas.

—Hágala callar —dijo Rhino a Max.

El escritor sabía que no había discusión posible. También sabía que Mélanie no se callaría por las buenas. Agarró a su mujer y la amordazó con la palma de su mano. Ella se debatió y lo arañó.

—De verdad que es usted un cerdo —dijo Pía a Rhino.

—Bueno —dijo Rhino—, ahora, vaya al lado y grite si ve a alguien. Salvo que prefiera que le rompa el brazo al muchacho.

Pía le dio la espalda y obedeció.

—No hay nadie —gritó al cabo de un momento.

—¿Ve sangre?

—No. Ah, sí.

—¿Forma un reguero?

—No —gritó Pía—. Sólo algunas gotas en un sitio.

—Vuelva —dijo Rhino.

Estaba contrariado. No sabía qué hacer con sus prisioneros. Para tener tiempo de reflexionar, volvió a poner al muchacho entre los brazos de Mélanie. Esta lo apretó contra sí con todas sus fuerzas.

—Va a hacer otra cosa por mí —decidió Rhino. Necesitaba a Jeannot. Le explicó a la niñera dónde podía encontrarlo. A través del hueco de la puerta de goznes arrancados, señalaba las casas de enfrente que se recortaban en una incierta claridad sobre el fondo negro del cielo. Se produjo un enceguecedor relámpago, seguido por el fragor del trueno. Durante algunas fracciones de segundo, las fachadas se vieron violentamente iluminadas. Luego, todo volvió a sumirse en una media luz crepuscular. La calle, transformada en torrente, seguía arrastrando en sus amarillas y cenagosas aguas ramas rotas y restos dispersos.

—Corro el riesgo de que me maten al atravesar la calle —dijo Pía.

—En efecto.

La niñera miró a Rhino. La cara del atracador se mostraba impasible. Sus ojos escrutaban las casas del otro lado de la calle. Una costra pardusca empezaba a formarse sobre la mitad de su cara arrancada. Nada podía esperarse de él.

—Bueno —dijo Pía—. Me voy a dar prisa, aprovechando que sigue la lluvia.

Las 18.50

Jeannot se comía las uñas y temía haberse enfriado. Se había puesto a cubierto en un granero. La tormenta parecía haberse desviado, pero la lluvia seguía cayendo como si tuviese la intención de no cesar nunca. El cielo seguía estando muy negro, cruzado por relámpagos a intervalos cada vez más espaciados. Al joven le costaba distinguir la terraza de Luce. Cada vez estaba más convencido de que el poli había cambiado de sitio.

En lo que a él respecta, se autobligaba a no desplazarse. Cuando al otro lado de la calle se produjo el intercambio de disparos, a punto estuvo de atravesarla, confiando en la suerte y en la lluvia, pero todo había acabado con demasiada rapidez. De nuevo esperaba. Al no saber para qué lo quería Rhino, prefería hacer de plantón hasta que aquél viniese a buscarla. En ningún momento pensó seriamente que Rhino estuviese muerto.

De repente, alargó el cuello y cogió el Mat. Una silueta acababa de salir de las casas de enfrente y corría hacia él. La apuntó instintivamente y vio que era la pequeña vasca. La dejó atravesar. No tenía ningún motivo para liquidarla.

No obstante, estaba inquieto por haberla visto salir de allí, cuando la creía en casa de Luce. Seguramente se había trasladado cuando él miraba hacia otra parte. Era un error suyo. Rhino no debía estar contento.

Oyó cómo la joven penetraba en la planta baja. Parecía hacer ruido adrede. Al mismo tiempo, le pareció que salmodiaba algo, como un niño que quiere infundirse valor en la oscuridad.

Aguzó el oído. No llegaba a distinguir lo que canturreaba. La oyó cómo llegaba al piso que se encontraba directamente bajo él y por no captó las palabras de la melopea.

—Atención, atención —recitaba Pía—, por favor, no dispare, traigo un mensaje, estoy sola, no estoy armada, habla Pía, atención, atención, por favor, no dispare…

Su voz temblaba ligeramente. Jeannot oyó cómo subía los escalones que daban acceso al granero. La dejó llegar. Ella abrió la puerta sin dejar su salmodia.

—Vale, vale —dijo Jeannot—, aquí estoy.

Pía se in movilizó.

—¿El señor Jeannot? —preguntó en la sombra.

—Sí. No me llames señor. ¿Me buscabas a mí?

—Sí, señor. Me manda su amigo. Rhino.

—¿Eres tú la que se encarga de sus recados ahora? —preguntó Jeannot, vagamente desconfiado.

—Tiene al pequeño —explicó Pía—. Lo mataría si no le obedezco.

—Bah —dijo Jeannot, molesto—. ¿Qué ocurre?

Pía se acercó midiendo los pasos.

—Antes que nada, tengo que decirle que el señor Brisorgueil les ha traicionado y que puso el oro en el 404 para intentar escapar con él. En segundo lugar, que Gros se le ha unido.

Ella contaba con los dedos. Jeannot rió nerviosamente. Se imaginaba a Rhino enseñándole la lección a esta muchachita. En la penumbra, miró a la niñera con cara paternal. La pobre. Una niña perdida. Jeannot se sintió enrojecer en la oscuridad.

—En tercer lugar —recitó Pía—, Brisorgueil y Gros están en la parte baja del pueblo, no sabemos exactamente dónde, y Gros está herido, pero tampoco sabemos exactamente dónde. Si los ve, debe dispararles —añadió temblorosa—. En cuarto lugar, no debe usted moverse de aquí antes de la noche… Cuando esté seguro, debe atravesar la calle para reunirse con su amigo. Yo iré delante. El señor Rhino dijo, además, que usted no puede saber de ningún modo si yo había sido enviada por Brisorgueil para tenderle una trampa, pero que eso tenía que decidirlo usted, si cree que Brisorgueil pudo matarlo.

Jeannot rió de nuevo.

—Eso es todo —dijo Pía—. ¿Puedo sentarme?

—Espere —respondió Jeannot—. Allí hay heno.

Fue a buscar una gavilla y galantemente la puso contra la pared. Pía se sentó y en vano intentó bajar su falda por debajo de las rodillas.

—No tiene por qué tener miedo de mí —dijo Jeannot—. No me la voy a comer.

—No tengo miedo de usted.

Se había erguido ligeramente y lo miraba con seriedad.

—De todas formas, debe tener un poco de miedo —rectificó el joven—. No puedo permitirle que me cause problemas.

—Comprendo perfectamente —dijo la joven—. A pesar de todo, qué mala suerte. Venir a caer aquí.

Hizo un gesto vago.

—La señora ya tenía suficientes problemas —concluyó.

—Eso es relativo —dijo Jeannot—. Cuando esto se haya acabado, ya verá cómo sus otros problemas serán moco de pavo.

Se produjo un pequeño silencio.

—Pero yo no sé si no nos van a matar ustedes —dijo Pía.

—¡Oh! —exclamó Jeannot, con un tono sorprendido—. No. Ya no. Ya no vale la pena.

—Sí —dijo Pía, no obstante—. Antes de marcharse. Tendrán que hacerlo.

Aquello no parecía hacerle más efecto del que aparentaba. Jeannot se agitó, molesto. No sabía qué decidiría Rhino.

—No tiene que preocuparse —gruñó.

—Si logran marcharse —dijo Pía—, no pueden dejar a nadie detrás para decir cómo son ustedes, sus señas y su coche, todo eso.

Jeannot no respondió nada y volvió a comerse las uñas.

—Podría prometerles que no diría nada —dijo Pía sin convicción.

—Ya —dijo Jeannot.

Los dos suspiraron al unísono, se miraron y estallaron de risa nerviosamente.

—Bueno, pues —exclamó Jeannot, con un tono afligido—. Bueno, pues; bueno, pues…

Las 17.9

—Escúcheme, hombre, no está usted obligado matarnos.

Rhino miró al escritor con cara de asco. ¿De qué serviría hablarles? Pero los dejó opinar. La gente se encuentra más calmada cuando se le deja opinar. También Rhino quería que sus prisioneros estuviesen tranquilos. Le preocupaba más que nada la mujer. Pero de momento, parecía que todo estaba en orden. Ella lo miraba con repugnancia, pero permanecía en silencio.

Por la ventana, Rhino veía el 404. Por ello le entraban ciertas ganas de estrellar el cráneo de Mélanie contra una pared, pero refrenaba tales ganas.

—Escuche —repitió Max—, pongamos que no confíe usted en nosotros. Se equivoca, sin embargo. No conoce a la gente como nosotros. ¿Cree que nos interesa eso de la ley y el orden? Tonterías, sí. Podría cargarse a todos los polis de la tierra delante de mis narices, eso más bien me alegraría. No me gustan los polis. No me gusta la sociedad. ¿Puede usted entenderlo?

—Vale —dijo Rhino.

Escuchaba por un oído y le salía por el otro. Pero tenía que dar al escritor la impresión de que lo tenía en cuenta. Eso le impediría buscar otra forma de salir del atolladero y hacer tonterías.

—Bueno —dijo Max, con tono satisfecho—. Si huye, no seré yo quien haga lo más mínimo. Eso es cosa del agente. Incluso si coge mi coche, me es igual. Lo tengo asegurado. De todas formas, no es cuestión de dinero. Es cuestión de moralidad; de inmoralidad, si le parece.

—Vale —comentó Rhino otra vez.

Se preguntaba lo que hacían Gros y Brisorgueil. Deseaba tanto que permaneciesen tranquilos de momento. Sin duda, esperaban la noche. Mejor aún. La herida de Gros disponía de tiempo para hacerlo sufrir, disminuirlo, anquilosarlo.

—¿No me cree? —preguntó Max.

—No sé, la verdad —dijo Rhino, que no había escuchado lo anterior.

—Ya veo que no me cree —insistió el escritor. Soltó una risita burlona y triste.

—Bueno, no —continuó—, es normal. Admitamos que no puede confiar en nosotros. Pero si mata a ese poli, ¿por qué no nos ata?

—Tengo que pensarlo —dijo Rhino, que no lo pensaba en absoluto—. Y ahora, cállese.

—¿Cómo va tu pierna? —preguntó Mélanie, en voz baja—. Querido — añadió, sin esperar la respuesta—. ¿Qué pasó? Ni siquiera te lo había preguntado.

Rhino se alejó de ellos, no por discreción, sino porque le estaban dando la murga.

Escrutó el cielo. Ya no llovía. El tiempo se había aclarado por el oeste y una luz naranja bañaba el caserío. Al otro lado de la calle, centelleaban las escasas ventanas intactas. Al poli le debía dar el sol en los ojos. Lo que desgraciadamente no era de ninguna utilidad. Rhino aguardó la noche.

Mélanie miraba a Max con adoración. Acababa de comprender que él se había lanzado desde lo alto del tejado para venir a socorrerla y que fue entonces cuando lo habían herido.

Max se encogió de hombros.

—Tranquilízate, no comprendo lo que pasó por mi cabeza.

Ella hizo un mohín como un niño abofeteado. El escritor lanzó un suspiro.

—No hagas caso. —dijo—. Soy malo. Soy fundamentalmente malo. Con la peor maldad que pueda haber. La de los fracasados.

—Tú no eres un fracasado.

—Joder que sí. Sabes muy bien lo que quiero decir.

—Sí. Pero tú no sabes lo que quiero decir yo.

—Y además, ¡al carajo! —zanjó Max.

Se volvió de lado, gruñendo de dolor y disimuló, su cara en su brazo replegado. Mélanie permaneció inmóvil mientras lo miraba y sonreía un poco.

Las 19.30

—¿Y al gin—rummy? —preguntó Luce—. ¿Tampoco?

—No —dijo el agente Lambert, sin volverse.

—Pues mejor, fíjese. Odio ese juego de gilis.

Lambert, arrodillado contra la pared, escrutaba el pueblo a través de un periscopio artesanal que había fabricado con un doble decímetro y con dos pequeños trozos de espejo, hallados en la polvera de Luce.

—Siete años de desgracia —había dicho la artista—. Es sorprendente. No creo que viva usted tanto.

El agente hizo girar su periscopio y guiñó el ojo para intentar ver lo que podía estar pasando en parte alta del pueblo. Apenas pudo distinguir calle vacía, la capillita. Nada se movía. Estaba muy oscuro. Hubiérase dicho que el sol había sido desalentado por la tormenta. Todo estaba bañado en lo chocolate y lo lívido. Chirico, habría dicho Luce, si hubiese mirado.

—En resumen —dijo—, usted no juega a nada. Por lo menos, a los dados.

—Y al taroco —dijo Lambert.

—Estupendo. ¿No le gustaría enseñarme?

—Déjeme en paz —dijo el agente.

Se apartó de la pared. al pie de la cual dejó su periscopio. No se sentía bien.

—Quisiera algo de comer —dijo.

—Mi fresquera está al otro lado de la calle —dijo Luce.

En la penumbra, ella se divertía. Lambert, encorvado para no situarse en el eje de la ventana, fisgoneaba. Terminó por descubrir un mendrugo. El pan estaba duro como una esponja deshidratada. Los dientes del agente rechinaban. Mientras masticaba lentamente, se sentó sobre un taburete. Salivar le calmaba un poco el estómago.

Sobre el cadáver de Roux habían vuelto las moscas, más pequeñas que las de hacía un rato. No zumbaban. Era más soportable. Sin dejar de masticar, observó una, posada sobre el pulgar de su compañero. Se frotaba las manos, al parecer. Incluso esa puerca está contenta, pensó. En estos momentos, se ocupan seriamente de nuestra desaparición. Exploran los alrededores de la nacional 101. Si al menos Roux hubiese avisado por radio. La mujer de Roux debe estar muy inquieta. A cada momento, deja la mesa en la que sus dos pequeñas comen repollo, y, a través del ventanillo de la escalera, escruta el patio del cuartel.

—¿No cree que se han marchado todos? —preguntó Luce—. Los bandidos, al menos. Y los demás están muertos. Encontrarán sus cadáveres en las ruinas, al otro lado de la calle, y usted parecerá un gili. ¿No cree?

—No —dijo Lambert.

—Yo tampoco. Salvo en lo que se refiere a tener pinta de gili. Tiene usted pinta de gili.

—¿Tiene usted cuerdas? —preguntó de repente el agente.

—Está feo hablar con la boca llena. Sí, tengo cuerdas.

Luce no se movió de su mecedora. Tenía dos viejos rollos de cuerda en la alacena. Los habían utilizado cinco o seis años antes, un verano en que había venido mucha gente. Luce había organizado lo que llamó los Goces Olímpicos. Hombres y Mujeres disputaron pruebas deportivas. Alpinismo. Boxeo. Tiro. Cópulas (figuras obligatorias, más tarde figuras libres). Libaciones. En esta última prueba hubo incluso un muerto. Envenenamiento por acetileno. Cómo se habían reído, Dios.

—En la alacena —dijo, al tiempo que señalaba hacia el mueble con la punta de su pie.

El agente se zampó lo que quedaba de pan duro y fue a abrir la alacena. Sacó los dos rollos de cuerda y, sentado en el suelo, probó metódicamente su resistencia, metro a metro.

—Debería aguantar.

—¿Se larga? —preguntó el artista.

El agente Lambert sacudió la cabeza.

—Con esto —dijo—, debería usted poder bajar por el acantilado. A los veinte metros, la pendiente es más suave, me he dado cuenta.

—¿Y para qué quiere usted que baje yo por el acantilado?

Lambert miró a Luce con aspecto huraño. ¿Acaso estaba loca?

—Abajo —farfulló—, abajo… Hay gente, teléfonos. A pocos kilómetros…

—No —dijo Luce—. No, yo no bajo. No.

—¿Por qué? —preguntó con voz lastimera el agente.

—Aquí lo paso bien. Tengo ganas de ver cómo va a terminar esto. Casi es hermoso este lugar cerrado, agente. Y no quiero ayudarle. No le aprecio, agente.

—¿Por qué? —dijo Lambert de nuevo.

—No me gustan los polis —continuó Luce—. No me gusta la sociedad. Yo misma no me gusto. ¿Comprende? No, usted no comprende. Discutir con usted quizá me divertiría, pero no creo que sepa discutir. No creo que sea inteligente, puesto que es poli. Creo que debería diñarla. Deseo que Rhino le mate.

El agente Lambert no respondió nada. Le dio la espalda a Luce y se metió por las ruinas. Sus dedos temblaban. Llegó a la parte trasera de la casa. Una ventana abierta se abría sobre el valle. Se asomó. Sí, apenas más de veinte metros cortados a pico. Más abajo, se podría salir del atolladero yendo con precaución por la grava. La mujer hubiera podido hacerlo, eso hubiera arreglado las cosas. Pero también él podía.

Lambert divisó una serie de anillas herrumbrientas incrustadas en el muro. Antaño, esta parte de la casa había debido servir de establo. El agente agarró una anilla. Sintió cómo una capa de herrumbre se pulverizaba entre sus dedos, pero en profundidad el hierro parecía sólido. Tiró para probar la robustez del agarre. No había de qué preocuparse. Todo aquello resistiría muy bien.

El policía dudó un momento mientras se preguntaba si iba a amarrar las cuerdas. Dejarse deslizar hasta la grava. Batirse en retirada. Ir a avisar, esperando que los otros no se dieran cuenta de nada. O por el contrario, ni siquiera ocuparse de avisar, torcer de inmediato hacia el repecho serpenteante que subía hacia el caserío, emboscarse para cuando los atracadores bajasen.

Pero no bajarían antes de haber matado a todo el mundo. Lambert tenía que hacer todo lo posible por salvar vidas humanas. De hecho… De tres brincos, volvió al salón principal.

—¡Pedazo de idiota! —dijo, conteniendo con dificultad sus ganas de gritar—. ¿Qué crees que le va a pasar cuando su Rhino me haya liquidado? ¿No comprende que también le va a ocurrir lo mismo? Peor para usted si no le gusta la policía. Es su pellejo el que va a salvar. Coja las cuerdas. Márchese. Si no quiere dar parte, me trae sin cuidado. Salve su pellejo.

Luce se echó a reír. El agente la miraba boquiabierto.

—No —dijo ella—, prefiero la juerga.