Las 17.30
Max hurgó en un montón de trastos, en el fondo del cuarto y sacó una botella de vodka intacta. Su cara se iluminó. Arrancó el tapón con los dientes y se bebió un gran trago.
Mélanie, el niño y Brisorgueil lo contemplaban. El escritor se volvió hacia ellos.
—¡Uf! Lo necesitaba. ¿Quiere decir que todo eso ha ocurrido mientras dormíamos?
—Sí —dijo Brisorgueil.
—Normal —reconoció Max—. Duermo como un tronco.
—Les ruego encarecidamente que no se muevan de aquí bajo ningún pretexto —dijo Brisorgueil.
—¡Eh! Un momento —dijo el escritor—. ¡Tengo que bajar a ayudar!
—¿Ayudar?
Brisorgueil había puesto en su voz todo el desprecio del que era capaz.
era mucho. El escritor sintió una especie de escalofrío. De repente, adoptó un aspecto ceñudo.
—Su maña —dijo mientras le apuntaba con su índice—, su maña hace que me decida. No debe hablarme así nunca.
Brisorgueil se encogió de hombros.
—Yo bajo. Venga si le apetece.
—¡Comprendo! ¡Que si me apetece!
Se tragó otro lingotazo de alcohol.
—Coño —dijo—. ¡Para una vez que vacilamos!
Mélanie no decía nada. Desde que Brisorgueil había empezado a explicar lo que ocurría, había ido a ponerse en cuclillas detrás de su hijo, al que había rodeado con sus brazos.
—Usted —le dijo Brisorgueil—, no se mueva, se lo ruego.
Movió la cabeza y no respondió nada.
Los dos hombres abandonaron la casa en ruinas. Max había metido la botella empezada en el bolsillo trasero de su pantalón. Brisorgueil lo guió a través de los muros derrumbados hacia la casa de Luce. Dando traspiés, el escritor canturreaba:
«¡Tened cuidado! ¡Tened cuidado!
Todos los espadachines, burgueses, empachados.
¡Y los curas!
¡Aquí está la Joven Guardia! ¡Aquí está la Joven Guardia!
¡Que baja a la calle, a la calle!»
Desde arriba, Mélanie lo oía. Suspiró. Luego, frenéticamente, exploró los cajones y el armario en el que estaban colgados los pantalones de su esposo.
Pronto encontró lo que buscaba. Una llave de contacto.
En medio de todo este lío, sólo pensaba en una cosa. Los policías habían venido a por ella y cuando se hubiese terminado ese jaleo de bandidos, se acordarían de nuevo. Había que huir. Inmediatamente.
Cogió en sus brazos al niño silencioso, abandonó la ruina, subió unos escalones, atravesó la capilla. Salió al exterior por el oeste del caserío, sobre las pendientes de una planicie de monte bajo. Recordaba poco más o menos dónde estaba el cobertizo de los coches. Hacia allí se dirigió, avanzando apresuradamente de matorral en matorral.
Durante un instante, un disparo la hizo quedarse inmóvil (el casco del policía Lambert se había ido de paseo al suelo), pero no hubo más.
Mélanie prosiguió su camino hacia el sur, bajando por una pendiente muy pronunciada, cubierta de escombros. Minutos más tarde, se introducía en el cobertizo a través de una sucia ventana. Se precipitó hacia el 404 de Max, metió al niño, se sentó en el lugar del conductor y puso el contacto.
Apenas sabía conducir. Iba a tener que arreglárselas.