Las 21,05

El 404 seguía aún contra el horno comunal, con el guardabarros delantero izquierdo completamente hundido y el deflector izquierdo y el parabrisas hecho migajas. La puerta delantera del lado izquierdo estaba abierta. Pequeños crujidos salían del capó, puesto que la chapa había sido calentada por el sol ardiente, más tarde duchada y ahora enfriada. El faro izquierdo estaba roto.

Jeannot llegó hasta el vehículo sin hacer el menor ruido. Iba en alpargatas con el Colt en un bolsillo trasero de su pantalón de tela color crema.

La mancha un poco clara de la carrocería café con leche atraía la mirada en la oscuridad. Jeannot tenía miedo de que lo localizaran al estar junto a ella. Por ello, se arrastró hacia delante con la barriga pegada al terreno. Vio la portezuela abierta y le sorprendió que la lámpara interior conectada con aquélla no estuviese encendida. La bombilla debía estar fundida o había un mal contacto en alguna parte.

No podía permitirse dejar nada al azar. El joven comenzó por levantarse lentamente para deslizarse en el coche y aplastar bajo su mano el pequeño reflector de plástico y la bombilla—vela en cuestión. Utilizó una de las fundas del coche para ahogar el ruido. Luego, cortó el contacto. Era absurdo dejar que la batería se agotase más.

Actuando con meticulosidad, se arrastró bajo el vehículo. Si se hubiese roto cualquier receptáculo con líquido dentro, habría charcos bajo el coche. No había nada. Jeannot volvió a salir y siguió a lo largo del guardabarros torcido. La chapa estaba doblada contra el neumático. El neumático en sí seguía inflado, pero cualquier intento de girar las ruedas provocaría un pinchazo. El joven se arqueó contra la rueda y comenzó a tirar del guardabarros para enderezarlo.

Al ceder, el metal rechinó. Jeannot lo soltó todo y se aplastó contra la tierra, pero nadie disparó. El. joven se volvió a levantar suspirando. Creyó haber armado un jaleo espantoso. Con el dorso de la mano se limpió la frente en la que se había pegado la gravilla.

Arrastrándose siempre en silencio, se dirigió a la trasera del coche. Con el hebijón de su cinto destornilló las tapas de plástico de los faros traseros. Quitó las dos bombillas de las luces de freno y las puso en su bolsillo. Pensaba volverlas a colocar cuando el 404 hubiese salido del pueblo, pero, de momento, era absurdo facilitar el trabajo de los tiradores. Jeannot volvió a poner las tapas sin apretar del todo los tornillos.

Volvió a la parte delantera, se situó al volante y abrió muy despacio la portezuela derecha para que Rhino pudiese entrar. Ni por un momento se le había pasado por la cabeza abrir el portaequipajes para ver si estaba el oro. La opinión de Rhino le bastaba.

Abrió el contacto. El testigo luminoso brillaba con un reconfortante resplandor. Jeannot se comprimió sobre el asiento para que su mirada estuviese a nivel del capó y su cabeza un poco al abrigo de las balas. Accionó el arranque al tiempo que presionaba sobre el pedal del acelerador. El motor funcionó inmediatamente y el 404 saltó hacia adelante.

En su fuero interno, el joven se insultó de un modo abominable. Todo el trabajo que se había tomado en ser meticuloso y luego olvidaba poner el punto muerto. La rejilla del radiador chocó contra el horno comunal. Jeannot desembragó mientras aceleraba para no calar y frenéticamente puso la marcha atrás. Aceleraba aún cuando soltó el embrague. El 404 saltó hacia atrás.

En ese instante, se encendieron unos reflectores en el primer piso del garaje. La calle se vio iluminada como en pleno día. El sudor chorreaba por la espalda de Jeannot.

—¡Morir! —gritó, chillando con todas sus fuerzas—. ¡Morir!

Con las manos crispadas en el volante, se había inclinado mucho hacia delante, tenía los ojos extraviados y dejaba que su rabia se desbordara en chillidos. Oyó cómo un neumático trasero hacía ¡plaf! y la bala chocó contra la llanta. Simultáneamente resonó la detonación, cubierta de inmediato por una ráfaga de pistola—ametralladora..

—¡Rhino! —berreó Jeannot.

En ese mismo instante, terminaba de dar marcha atrás. Puso la primera. El otro neumático trasero estalló. El joven se dio la vuelta, sabiendo que cometía una equivocación. Por encima del garaje, cuatro faros de automóvil colgados a una ventana apuntaban hacia la calle. En ese mismo momento, el Mat tableteó de nuevo y un faro se apagó.

En medio del ruido, Jeannot vio con claridad un fogonazo en una ventana del edificio iluminado y la ventanilla trasera derecha del 404 estalló. El joven oyó hundirse el proyectil en el piso. Giró el volante y aceleró, metió la segunda. Las llantas traseras empezaron a rascar el piso.

—¡Muera la bofia! —aulló Jeannot.

Otra bala dio en el salpicadero y lo llenó de esquirlas de plástico. El joven blasfemó y se puso un brazo delante de la cara. Un neumático delantero estalló. ¡Plaf! hizo la chapa en la parte de atrás. ¡Pluf! hizo el depósito.

—¡Rhino! ¡Coño, Rhino! ¡Rápido! —chilló Jeannot.

El 404 se quedó atravesado en la calle. El joven oyó como tres balas perforaban las puertas. En ese mismo instante, se prendió fuego en el depósito. Sin dejar de aferrarse al volante, Jeannot cogió el extintor portátil. Paró cerca de la casa en donde estaba Rhino, se inclinó por la puerta de la derecha y roció la trasera del coche. El parabrisas trasero voló en mil pedazos. El Mat escupió alocadamente. Los faros se vinieron abajo. Jeannot se vio sorprendido por la repentina oscuridad.

Era una oscuridad relativa. El 404 ardía. El joven bajó por la derecha y oyó a Rhino que gritaba.

—¡Sal de ahí, por Dios!

Se produjo otro disparo. Jeannot creyó que la bala le pasaba bajo el brazo, pero indudablemente era sólo una impresión. Dirigió el extintor hacia las llamas. Sintió cómo lo agarraban por la cintura, pero no dejó de regar el coche hasta que lo arrastraron hacia el interior. Lloraba y reía al mismo tiempo, para calmarlo, Rhino le largó un buen golpe en los morros.

Las 21.08

El agente Lambert volvió a cargar. Estaba contento. Su mano izquierda sangraba. Estaba modificando el ángulo de los faros cuando la segunda ráfaga le había lanzado esquirlas de madera, de metal y de vidrio en la palma. Chupó sus heridas. La cosa valía la pena.

Le había costado mucho subir al piso los faros y las baterías del DS y del Ferrari. Y también un poco instalarlas. Los hilos eran algo cortos. Lambert no disponía de hilo eléctrico a granel y se las había tenido que arreglar con los circuitos de los mismos coches. Eso le había impedido separar los faros como hubiese deseado.

Afortunadamente, tenía bastantes. El DS tenía cuatro faros, incluidos los antiniebla; y el Ferrari los tenía de todas clases, seis en total.

Ahora, había tres rotos. Lambert había apagado el cuarto cuando disparaban. Le quedaban siete faros. Los suficientes para causarle muchos problemas al adversario. El agente cambió de ventana.

Cuando divisó de nuevo la calle, notó que desde el interior de su escondite, los atracadores echaban tierra sobre el incendio del 404.

El coche estaba a sólo tres o cuatro metros de ellos. Debían estar rabiando, y rabiando de forma horrible, al encontrarse tan cerca de todo ese oro que amenazaba con fundirse. Al pensarlo, el labio del agente Lambert se levantó. Se echó a reír silenciosamente en la oscuridad. Esos perros sufrían. También Roux había sufrido. Cogerlos vivos, pensó Lambert. Si puedo, una bala en el vientre. Si puedo, les van a castañetear los dientes. Ya se los imaginaba y se burlaba. Los dientes, decía a media voz, los dientes. Una palabra a la que le tenía cariño, a la que siempre asociaba con ideas de atrocidades sexuales, nunca con la idea de miedo. Su cara estaba deformada por un rictus horrible. Si Luce lo hubiese visto en ese instante, lo habría despreciado menos.