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El gris del hormigón ha desaparecido bajo la capa de barro que cubre el suelo de la fábrica. Con ese cieno fétido hasta los tobillos, provistos de palas, Brunner y él retiran sin parar grandes bloques de melaza del embudo de la Zerstor. La Cosa se atiborra de ese puré emitiendo horribles chasquidos húmedos. Cada diez segundos, su culo metálico pone un nuevo libro que enseguida echa a volar hacia el techo de la nave batiendo el aire con sus páginas. Cientos de ejemplares se arremolinan en el depósito como en un enjambre amenazador que planea sobre los empleados, formando un ruidoso guirigay. De vez en cuando, una obra se destaca de la multitud para caer hacia el suelo en picado antes de recuperar su curso y pasar rozando las cabezas con un silbido. Un libro más voluminoso que los demás ha golpeado a Brunner en toda la sien. El enorme espárrago se ha desplomado cuan largo es en el foso lleno de barro. El desgraciado lucha con frenesí pero solo logra hundirse un poco más en cada uno de sus manoteos. Los cristales del despacho de Kowalski se han hecho añicos por los repetidos asaltos de las escuadrillas de papel. Atrapado en su torre, el gordo no ha podido evitarlo. A pesar de la barahúnda, a Guibrando le llega el ruido terrible de los impactos de los libros golpeando contra la fofa carne del jefe. Sus gritos resuenan en la fábrica durante casi un minuto antes de apagarse definitivamente. Guibrando no lo ha visto venir. Un diccionario lanzado a toda velocidad golpea en su rodilla derecha, segando su pierna de apoyo. Un segundo misil corta de un tajo el mango de la pala. Cae de bruces al suelo, aullando de dolor. El barro se mete por su boca abierta, inunda sus pulmones. Se ahoga. Su mano tantea en busca de algo a lo que agarrarse hasta que sus dedos encuentran un cabo surgido de ninguna parte.
La lámpara cayó a los pies de la mesilla, arrastrando con ella la pecera de Rouget de Lisle, que se rompió en mil pedazos. El pez coleaba con todas sus aletas sobre la alfombra en medio de las esquirlas de vidrio. Su cuerpecito emitía brillos anaranjados a cada una de sus sacudidas. Guibrando cogió el bol de cereales que había en el escurreplatos del fregadero y lo llenó de agua antes de arrojar en él a un Rouget moribundo. Después del último espasmo, el pez rojo recobró su ritmo de crucero como si tal cosa y bajo la mirada de alivio del joven empezó a dar una primera vuelta por el bol. Guibrando gesticuló. La pesadilla había dado paso a una fea migraña que le taladraba la frente. La Cosa, además de corromper sus días, también lograba, cada vez con más frecuencia, vampirizar sus noches. Por la mañana, desayunó con dos comprimidos efervescentes.
Diez y diez. La segunda sesión de lectura en Las Glicinas lo esperaba. Mismo taxi, mismo trayecto. Y a la llegada, el recibimiento más caluroso. Ante su vista, una bandada de abuelas gorjeantes se posó sobre la escalera de entrada para revolotear a su alrededor cacareando a dentadura postiza batiente. Casi olvidó su dolor de cabeza. Estrechó manos a derecha e izquierda, manitas tan rosas y frágiles como galletas de Reims. Le dieron golpecitos en las mejillas, le sonrieron, se lo comieron con los ojos. Él era el lector, el que traía las hermosas palabras. Le tocó ser el señor Viñal, Viñil, Voñal, Vañul, y de nombre Guillaume, Gustin, o Guy a secas. Monique parecía haber contagiado a la comunidad entera a lo largo de la semana. Por su parte, él reservó sus abrazos para las dos hermanas Delacôte, que se extasiaron de agradecimiento. Olía a agua de Colonia, a laca para el pelo y a jabón de Marsella. Dentro del amplio vestíbulo, los menos animosos acababan de apoltronarse sobre ellos mismos, indiferentes a la agitación ambiental. Seres cuyo destino era esperar una despedida a la que se negaban. Empujado por Josette y arrastrado por Monique, Guibrando se deslizó entre dos filas de muertos vivientes para penetrar en el refectorio, aliviado por hallarse en la gran sala transformada en salón de espectáculos para la ocasión. Dos mesas sobre las que habían izado el sillón hacían las veces de estrado. Al ritmo que iban las cosas, pensó Guibrando, en un mes tendría hasta un camerino, y en dos una estatua en el jardín. Se atropellaban, refunfuñaban, se peleaban por agenciarse los mejores sitios. Monique intervino para hacer de acomodadora y poner un poco de orden. Como mujer dominante que era, estableció las prioridades en función de las diversas sorderas y minusvalías que aquejaban a la colonia. Son aún más numerosos que la última vez, pensó Guibrando. John y Gina se valían por sí mismos. Por fin subió a su trono, impaciente por atacar la lectura. Con un discreto movimiento de cabeza, Monique le indicó que la sesión podía empezar. Josette se lo confirmó con un guiño de apoyo.
«4.doc
»Se supone que los que trabajamos en cualquier váter público no vamos a estar aporreando el teclado de un portátil para escribir un diario. Para lo que valemos es para estar limpiando de la mañana a la noche, lustrando los cromados, restregando, sacando brillo, reabasteciendo las cabinas de papel higiénico, pero nada más. De una señora de los lavabos se espera que limpie, no que escriba. La gente puede concebir que yo haga autodefinidos, crucigramas, sopas de letras, criptogramas y cualquier juego de palabras encerradas en todo tipo de jaulas. Esa misma gente también puede admitir que yo lea, en mis ratos perdidos, fotonovelas, revistas femeninas, que vea magacines de la tele, pero que tamborilee con mis dedos ajados por la lejía sobre el teclado de un portátil para volcar en él mis pensamientos, eso, eso les llama poderosamente la atención. O, lo que es peor, les hace sospechar. Es como un malentendido, un error de casting. En el mundo inferior, un desgraciado portátil de diez pulgadas encendido junto al platillo de las propinas acaba siempre por desentonar en el paisaje. ¡Ay! Al principio, trataba de utilizar mi ordenador, pero enseguida, por las miradas indignadas de la gente, vi que eso no iba a funcionar, que había una especie de incomprensión y de molestia, un rechazo ante esa situación anormal. Hube de rendirme a la evidencia de que la gente no espera en general más que una sola cosa de ti: que les devuelvas la imagen de lo que ellos quieren que tú seas. Y la imagen que yo les proponía no la querían en absoluto. Era una visión del mundo superior, una visión que no tenía nada que hacer aquí. Así que si hay una lección que yo haya aprendido en casi veintiocho años de presencia en esta Tierra es que el hábito debe hacer al monje, y poco importa lo que oculte la sotana. Desde luego doy el pego y le tomo el pelo a la gente. El ordenador está fuera de su vista, prudentemente guardado en su funda a los pies de mi silla. Es más fácil dejarle una moneda a una joven que está a punto de resolver laboriosamente el juego de los siete errores de la revista más actual mientras chupetea el capuchón de su boli, que a esa misma mujer inmersa en la contemplación de la pantalla luminosa de su portátil último modelo. Adaptarse astutamente al molde, ponerse el traje de señora de los lavabos por el que me pagan y cumplir con ese papel ciñéndome al texto. Es lo más fácil para todos, empezando por mí. Además eso tranquiliza a la gente. Y como dice siempre mi tía, en su tialogismo n.º 11: Un cliente tranquilo siempre será más generoso que un cliente alterado. Tengo un cuaderno lleno de los tialogismos de mi tía. Los colecciono desde mi CM2[9] y me he hecho una pequeña selección en un bloc de espiral que tengo siempre a mano. Podría citárselos a ustedes todos de memoria. Tialogismo n.º 8: Si una sonrisa no cuesta nada, devuelva todas las que pueda. El n.º 14: Los pequeños encargos no aportan grandes comisiones. El n.º 5, el más corto, mi preferido: Orinar no es un juego.
»Con el tiempo, he aprendido a escribir sin que lo parezca. Emborrono mis blocs de notas encima de la endeble mesa de camping que me sirve de escritorio, garabateo en sus páginas en medio de la abundancia de papel satinado de las revistas que tengo delante. Voy avanzando tecla a tecla. No pasa ni un día sin que haya escrito algo. No hacerlo sería como no haber vivido ese día, como haberme encasillado en ese papel de señora-de-los-lavabos-caca-pota que quieren endosarme, una pobre chica cuya única razón de ser es esa función trivial por la que se le paga.»
Guibrando levantó la cabeza. La audiencia parecía encantada. El silencio que reinaba en la sala no tenía nada de incómodo. Era el tiempo de una digestión ligera. Podía leer en esos rostros surcados por los años una sensación de bienestar. Guibrando se regocijó de compartir con ellos el universo liso y blanco de Julie.
—¿Dónde pasa esto? —preguntó una voz temblorosa.
Ante esta interrogante, un bosque de brazos se alzó hacia el techo. Previamente incluso a que Monique hubiera podido canalizar su flujo, las respuestas estallaron por todas partes:
—En una piscina —sugirió un pensionista.
—Un centro de aguas termales —propuso otro.
—En unos váteres públicos —balbuceó un calvo en la primera fila.
—Dicho así, eso no quiere decir nada, Maurice. Es obvio que pasa en unos váteres, pero váteres hay a porrillo. No se nos indica dónde están.
—Un teatro —se entusiasmó André—. La vieja es la señora de los lavabos de un teatro.
—¿Por qué vieja, Dedé?
—Tiene razón Mauricette. ¿Por qué vieja? ¿Nos lo puedes explicar, André? —ladró la furia de la última vez que parecía siempre disfrutar tanto vomitando su hiel contra el bueno de Dedé.
—No, vieja no es —zanjó un abuelete endomingado—. Se ha dicho que tiene veintiocho años. Y encima tiene un ordenador. Escribe.
—¿Cómo queréis que el mundo funcione como Dios manda si cualquiera se pone a escribir? —refunfuñó un gruñón desde el fondo de la sala.
—Señor Martinet, por mucho que haya estudiado Letras Modernas no tiene usted el monopolio de la literatura —le amonestó severamente la institutriz jubilada.
Monique interrumpió el debate con su natural autoridad:
—¡Vamos, vamos! Dejemos a Guillaume continuar, por favor.
Guibrando se tragó la risa para no desternillarse y pasó al texto siguiente:
«52.doc
»El jueves es un día especial. Es el día de mi tía. El día de los buñuelos. Son su droga. Cada jueves necesita su dosis. Ocho buñuelos comprados en la confitería de su barrio. Ocho buñuelos y nada más. Nunca la he visto aparecer con un pastelito relleno de crema, una tartaleta o un milhojas. No, siempre esas ocho bolitas de pasta esponjosa espolvoreadas de cristalitos de azúcar. Por qué ocho y no siete o nueve, es un misterio. Hasta aquí, me dirán ustedes, no hay nada de extraordinario, y estoy de acuerdo. Pero el asunto que lo convierte en algo verdaderamente especial es que mi tía no vuelve a su casa para saborear esas delicias delante de la tele ni se va al café más cercano para ir picando directamente de la bolsa mientras da sorbitos a un chocolate caliente o a una infusión de tila. No, ella viene hasta aquí con su frágil tesoro delicadamente apretado contra su pecho. “Compréndelo —me explicó un día—, no saben igual en todas partes. Ya lo he comprobado, varias veces incluso. Los he comido en los más hermosos lugares que puedan existir, en salones de té tan elegantes que hasta las miguitas que caen al suelo valen dinero, pero solo aquí despliegan todo su aroma y todo su sabor. Auténticos bocados paradisíacos. Es como si el lugar los mejorase, ya me entiendes. Aquí mis buñuelos se vuelven excepcionales, en cualquier otra parte son solo buenos.” No les oculto que, intrigada, también quise probar esa experiencia, al menos una vez. No con buñuelos, no, yo no soy muy de buñuelos, sino con un gofre. Me zampo uno de vez en cuando, cuando tengo un huequecito. La crepería de la planta baja los hace excelentes. Lo pido siempre sin nada y me lo como delante del mostrador, impaciente, antes de regresar a mi puesto. Un día me traje aquí mi gofre calentito y crujiente y me encerré en una de mis cabinas para saborearlo. Por ver. Pues bien, tengo que reconocer que mi tía no estaba en absoluto equivocada. Había un no sé qué diferente, como si mi gofre se hubiera hecho sublime en medio de todos mis azulejos. No recordaba haberme deleitado con uno tan bueno. Cuando tiene que hablar de sus buñuelos, mi tía no tiene fin. “Nada que ver con esos pasteles arrogantes que exhiben su crema, ni con esos bizcochos pretenciosos recubiertos con pasta de almendras y que se doblan bajo el peso de sus propios artificios”, dice ella, acalorada. “¡El buñuelo es a la pastelería lo que el minimalismo es a la pintura!”, le suelta tan pancha a quien quiera oírla. “Liberado de cualquier efecto engañoso, el buñuelo se presenta ante nosotros en toda su desnudez, con el único adorno de esos escasos cristalitos blancos, y se ofrece tal cual es: un dulzor que solo pretende ser comido, así de simple.” ¡Ay! Yo la entiendo; cuando se pone, es una verdadera poeta.
»—¿Me has reservado la 4, la grande? —me dice entre dos besos.
»—Sí, tía, ya sabes que siempre te reservo la 4.
»Los jueves limpio su cabina n.º 4 de arriba abajo, antes de echarle el cerrojo hasta que ella llegue. Es su privilegio. Tiene su propia cabina aquí como otros tienen su propia mesa en Fouquet’s o su propia suite en el Hilton. Una vez que me pasa su chaqueta, su bolso y su sombrero, va trotando hasta allí con su bolsita de buñuelos en la mano, su cojín bajo el brazo y la mirada chispeante de glotonería. Durante unos veinte minutos, cómodamente sentada en el confortable cojín colocado sobre la tapa bajada del inodoro, mi tía va tragándose uno a uno a sus protegidos, aplastando con su lengua la pasta contra el paladar para liberar en el centro de sus papilas las exhalaciones de vainilla que encierra en su seno el buñuelo. “¡Si tú supieras, mi Julie! —exclama cuando sale de allí—. ¡Dios mío, qué bien saben!” Toda una yonqui que acaba de meterse sus ocho chutes de un tirón».
El reloj de encima de la entrada del refectorio pasaba ya veinticinco minutos de las once. El taxi no tardaría. La audiencia no parecía tener prisa por volver a su cotidianidad. Las conversaciones fluían a buen ritmo. Las señoras recordaban sus recetas de masa para buñuelos, desvelando cada una sus pequeños trucos. El número de huevos, la cantidad de mantequilla, el tamaño adecuado de la boquilla de la manga pastelera. Una parte de la concurrencia disertaba sobre la pertinencia de degustar buñuelos con el culo pegado a una tapa de váter. Aunque algunos encontraban esa idea verdaderamente descabellada, otros en cambio no excluían llevarse el postre del mediodía a su habitación para darse una sesión de degustación sobre la tapa del váter de sus respectivos aseos. Guibrando se levantó con pesar del confortable sillón. Se sentía cada vez mejor entre sus glicinianos. Monique y Josette le ofrecieron cada una su brazo para ayudarlo a bajar a tierra firme. Aprovechó ese momento para hablarles de Yvon. Las dos hermanas se mostraron encantadas de acoger entre sus cuatro paredes a un lector suplementario y aceptaron con la condición de alargar la sesión una media hora. Guibrando no venía ningún inconveniente en ello. Las abrazó, aspirando de paso una última bocanada de agua de Colonia antes de alcanzar el taxi que acababa de hacer su aparición al final del paseo.