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Cada jueves por la noche, cuando el busto endomingado del presentador estrella, con su cabeza de primero de la clase, salía por la tele, Guibrando telefoneaba a su madre. ¿Por qué el jueves y no otro día? No sería capaz de explicarlo. Era así, sin ningún motivo en particular. Al cabo del tiempo, esa llamada del jueves por la noche se había convertido en un ritual al que no podía sustraerse. Se la imaginaba allí, confortablemente instalada en el sillón del salón, delante de la tele sin ver nada en realidad, congelada en ese perpetuo embotamiento en que la había dejado la marcha de su marido, aquel día de agosto de 1984. Ya habían transcurrido veintiocho años, pero Guibrando no empleaba nunca el término muerto cada vez que evocaba a su padre. Pocos días después del accidente, el niño que era entonces le había hecho una última visita. Conservaba el recuerdo de un cuerpo inerte sobre una cama de hospital. Durante unos minutos eternos, Guibrando no había podido apartar su mirada del tubo que penetraba por la boca de su padre. Había contemplado fascinado aquel rostro que se estremecía a cada vaivén de la máquina infernal, la cual, ubicada a la derecha de la cama, servía para prolongar su respiración. Un hombre con bata blanca había ido a buscar a su abuelo y le había hablado de una inminente partida en medio de un chorro de frases cuchicheadas. Luego, cuando dos días más tarde el niño vio en la tele a esos hombres con cascos, envarados dentro de su imponente escafandra anaranjada, saludando a la muchedumbre desde lo alto de la pasarela, el corazón le dio un brinco en el pecho. Las viseras bajadas no dejaban adivinar sus rostros. Todos tenían ese tubo que salía de su casco, ese mismo tubo que él había visto en el hospital. Su padre era uno de ellos, no le cabía la menor duda, estaba entre esas siluetas que se dirigían con torpes pasos hacia la escotilla para desaparecer en el vientre de la gran nave. A las 12.41 de ese 30 de agosto de 1984, ante los ojos maravillados de Guibrando, la astronave Discovery se había soltado de su lanzadera con un ruido ensordecedor, llevando a los seis hombres al espacio. Y cuando una hora más tarde su abuela vino a anunciarle con una voz quebrada por el dolor que su padre se había ido, él no halló otra respuesta mejor que estas dos palabras: «Lo sé». Al cabo de tanto tiempo, el mocoso de ocho años que aún vivía en él seguía conservando la esperanza absurda de que su padre, que se paseaba de estrella en estrella, regresaría algún día. Y nada, ni siquiera las paladas de tierra que habían golpeado la madera barnizada del ataúd, había conseguido convencerlo de lo contrario.

Su madre no descolgaba nunca antes del tercer tono. Tres tonos, ese era el tiempo que necesitaba para despejarse y salir de la ausencia.

—Hola, mamá.

—¡Ah, eres tú!

Él sonrió. Todas las semanas, ella le daba esta misma réplica a modo de preludio al gran juego de las preguntas y respuestas. ¿Qué tiempo hacía en París? ¿Le había perjudicado la última huelga de transportes? Eran preguntas a las que él respondía de manera evasiva, temiendo ya el momento en que tendría que mentirle a su propia madre. Salió entonces en la conversación el tema tan temido. No se libraba nunca: «¿Sigues con tus libros?».

Su madre no sabía nada. Nada de la fábrica, ni del sucio oficio de verdugo que tenía. Nada de los años de impostura callando lo peor e inventando lo mejor, construyéndose una existencia artificial solo para ella. La de un Guibrando que jamás comía y bebía insípidos cereales acompañados de un té de color pis, un Guibrando que no se pasaba el día reduciendo a papilla toneladas de libros. Un Guibrando Viñol que no compartía su vida con un pez rojo. Responsable adjunto de publicaciones en el seno de una gran imprenta, este Guibrando que representaba cada jueves por la noche se tragaba la vida a mordiscos. La mentira no había dejado de cebarse, telefonazo a telefonazo, siempre con ese miedo en las tripas a que ella acabara por olerse la engañifa en sus silencios, a pesar de los cuatrocientos kilómetros que los separaban. El joven no iba por el pueblo más que una o dos veces al año. Cortas estancias en las que se pasaba la mayor parte del tiempo huyendo. Huía de las preguntas de su madre; huía de los malos recuerdos y de todos esos tipos que seguían llamándolo Vibrando Guiñol mientras le pedían que volviera con ellos cuando él había invertido años en lograr apartarse de allí; y huía de una tumba en la que nunca había creído.

Esa noche, cuando devolvía el auricular a su hueco en el teléfono después de haber engañado a su madre una vez más, Guibrando no pudo contener por más tiempo el flujo de bilis que ascendía al asalto por su garganta.