17

Yvon saludó la entrada de Guibrando con tres alejandrinos de circunstancia:

En el lugar en que llamarte quiso la suerte,

haz con energía tu ardua y pesada tarea,

y luego, tal yo hago, sufre en silencio y muere.

La muerte del lobo, Alfred de Vigny —lanzó Guibrando en dirección a la garita, al mismo tiempo que deslizaba su delgada osamenta entre las hojas del gran portalón de la nave.

No había semana en que el guardián no le declamase esos tres versos. A diferencia de los otros días, Brunner, al verlo llegar, no se contentó con seguir apoyado contra el panel de mandos de la Cosa. Fue directamente a su encuentro y le siguió hasta el vestuario pisándole los talones. El gigantesco espárrago daba saltitos de contento riéndose sarcásticamente. Al verlo dar vueltas a su alrededor como un cachorro en celo, Guibrando comprendió de inmediato que iba a anunciarle algo.

—¿Hay algún problema, Lucien?

El otro, que estaba esperándolo, sacó de su bolsillo la hoja con el membrete de la compañía y la agitó bajo su nariz desplegando una enorme sonrisa: «Está previsto para el mes de mayo, señor Viñol. Cinco días en Burdeos de gorra». Ese imbécil había acabado por conseguir vía libre para la próxima obtención del certificado como operador de la Zerstor. Brunner por fin iba a poder alcanzar su sueño: poner en marcha la Cosa. Los gestos de éxtasis que ese psicópata ponía cada vez que enviaba un nuevo volquete de libros al infierno exasperaban cada vez más a Guibrando. Un verdugo debía permanecer impasible y no mostrar sus sentimientos, este había sido siempre su punto de vista. Giuseppe le había enseñado a no considerar a la multitud más que en su conjunto. No te detengas en los detalles, chaval, así será más llevadero, ya verás, le había aconsejado. Pero si, pese a todo y por desgracia, un libro llegaba a llamar su atención, salía pitando hacia el culo de la Zerstor y clavaba su mirada en la pasta gris hasta que desaparecía la imagen impresa en su retina. Brunner hacía lo contrario. El muy cabrito se regodeaba interesándose escrupulosamente en lo que destruía. Llegaba a sacar un ejemplar concreto de la montaña de libros para escudriñarlo con desdén antes de arrancarle la cubierta y agitar el pellejo ante las fauces ávidas. Como sabía que a Guibrando no le gustaba, cargaba las tintas en eso muy a menudo. Su voz restallaba en los auriculares en medio de un raudal de interferencias:

—¡Eh, señor Viñol! Mire, es el Renaudot[8] del año pasado. Todavía tiene su faja roja, el cabrón.

Cuando eso sucedía, aunque el reglamento lo prohibía terminantemente, Guibrando cortaba la conexión por radio para dejar de oír las odiosas reflexiones de Brunner. Esa mañana, el estado de embotamiento en que lo sumían las continuas embestidas de la Zerstor tardó más tiempo que de costumbre en apoderarse de él. Julie estaba ahí, a su lado, bien calentita bajo su casco. En el descanso de mediodía, se metió en la garita del guardián y picoteó sin apetito de una bandeja de canapés acompañados de una taza de té negro ofrecido por Yvon. Ruy Blas se unió a su masticación. Acto III, escena segunda. Con los ojos cerrados y la cabeza apoyada contra el cristal, que vibraba por la potente voz de Yvon, Guibrando escuchó al lacayo enamorado de su reina colmar de alejandrinos la choza de chapa ondulada. La idea de llevar a Yvon Grimbert a Las Glicinas cobró forma en su cabeza. El joven sonrió al imaginarse al guardián contando esas intrigas tortuosas y esos dramas de otra época a un auditorio de glicinianos pasmados. El hombre se merecía un verdadero público, aunque fuese un público integrado por viejos exánimes. Esperó Guibrando a que Yvon acabara su perorata para exponerle la idea: «Este sábado fui a hacer una sesión de lectura a un asilo de ancianos de Gagny. Volveré el próximo fin de semana. Una gente encantadora. Quieren que vaya todos los sábados. Me preguntaba si te apetecería acompañarme y leerles algo tú también». Guibrando no había llegado nunca a tutear a Yvon. No se trataba de la diferencia de edad. A Giuseppe lo había tuteado sin problema, y eso que era mucho mayor que el guardián. Más que una muestra de respeto, ese «usted» abarcaba a todos los personajes que el bonachón encarnaba a lo largo de toda la jornada. Yvon acogió con entusiasmo la idea de exportar su voz fuera de la minúscula garita. Ante su entusiasmo, Guibrando manifestó no obstante algunas reservas sobre las facultades del público para lograr seguir adecuadamente la regla de las tres unidades del teatro clásico. Yvon le tranquilizó:

¡Apartad, guerras de poder, traiciones sublimes,

esos príncipes negros que maduran su crimen!

No importa la historia, con tal que su voz la rime

y la esperanza de alcanzar la alta cima estime.

Mientras Yvon elucubraba ya un programa de lecturas dramatizadas, yendo de Pierre Corneille a Molière pasando por Jean Racine, Guibrando le recordó que todo estaba aún en proyecto y que todavía faltaba negociar su derecho de admisión con las Delacôte sisters. El joven miró su reloj y salió pitando. Tenía hora a las 13.30 en punto para hacerse, como cada año, la revisión médica obligatoria. Una enfermera paliducha lo recibió y le pidió que se quitase toda la ropa menos el calzoncillo. Lo pesó, lo midió, revisó el oído, la vista, le tomó la tensión, y mojó una pequeña lengüeta en el recipiente de la orina previamente llenado con discreción. Cinco minutos más tarde, un matasanos con bronceado color pastel de jengibre llamaba a Guibrando para una auscultación rutinaria.

—Bien, todo va bien, señor… Viñol, eso es, Guibrando Viñol. ¿Algún problema en particular que haya que tener en cuenta? Veo que parece en forma, pese a su peso, en el límite inferior de la curva.

No, todo no va tan bien como parece, le dieron ganas de replicar a Guibrando. Espero el regreso de un padre muerto desde hace veintiocho años, mi madre se cree que soy un ejecutivo de una gran editorial. Todas las noches le cuento mi día a un pez, el curro me asquea hasta el punto de que me dan ganas de vomitar hasta las tripas, y, en fin, para colmo de todo esto, estoy a punto de caer bajo los encantos de una chica a la que no he visto jamás. Por tanto y en resumen, ningún problema, salvo que en todos los terrenos estoy un poco «en el límite inferior de la curva», por así decir. Pero en vez de eso Guibrando respondió con un «voy tirando» lacónico. Después de algunas recomendaciones sobre la necesidad de una buena higiene alimentaria, el médico garabateó su veredicto al final del informe. Se resumía en una palabra, una insignificante palabra que le daba a Guibrando el derecho de proseguir con la masacre con total impunidad: «Apto».

A la salida del curro, Guibrando fue a casa de Giuseppe. A veces necesitaba a alguien más que un pez rojo para acoger sus estados de ánimo. Durante alrededor de media hora, le habló del pendrive y le contó cómo había devorado los setenta y dos documentos que contenía. Le habló con entusiasmo de Julie, de cómo la joven trasladaba su día a día a unos pequeños blocs de notas rodeada de 14.717 azulejos. Muy atento, el viejo no perdía detalle de las palabras de su amigo.

—¿Cómo podría encontrarla? No sé nada de ella —se lamentó Guibrando.

Giuseppe sonrió:

—Sabes mucho más de lo que piensas, joven derrotista —le aseguró Giuseppe—. Te crees que mis piernas han brotado de golpe, en un solo día —dijo indicando con el dedo las estanterías que se combaban bajo los Freyssinet—. ¿Llevas el pendrive contigo? Méteme en el ordenador esos textos para que los estudie con más atención. Unos aseos públicos con señoras de los lavabos en centros comerciales no es algo que se vea muy a menudo.

En el momento de separarse, Giuseppe le retuvo la mano al estrechársela. «Tengo la impresión de que tú también acabas de encontrar lo que buscabas», le susurró el viejo, divertido.