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En el trayecto de vuelta, sin embargo, Guibrando no leía. No tenía ni fuerzas ni ganas. Tampoco se sentaba en el trasportín anaranjado. Después de depositar las pieles vivas sobre los secantes y colocarlo todo bien ordenado en la cartera, cerraba los ojos y dejaba que poco a poco la vida lo habitara mientras el vagón mecía su cuerpo fatigado. Veinte apacibles minutos en los que, por un lado, la vida afloraba a la superficie, y por otro, el balasto que desfilaba bajo el tren extraía de él los malos humores del día.
Al salir de la estación, Guibrando subió casi un kilómetro por la avenida antes de meterse en el dédalo de calles peatonales del centro. Vivía en el número 48 de la alameda des Charmilles, en el tercero y último piso de un inmueble vetusto. Incrustado en un rincón bajo los tejados, el estudio era de una comodidad espartana. Cocina americana de otros tiempos, cuarto de baño liliputiense, linóleo desgastado. Cuando llovía como hoy, el ventanuco del tejado dejaba pasar el agua con la ayuda del viento. En verano, las tejas absorbían los rayos del sol a lo largo de todo su barro cocido y transformaban los treinta y seis metros cuadrados en un horno. Sin embargo, cada noche, el joven regresaba a su cubil con un idéntico alivio, lejos de los Brunner y los Kowalski de este mundo. Antes de quitarse la chaqueta, Guibrando fue a espolvorear una pizca de comida sobre Rouget de Lisle, el pez rojo con el que compartía su existencia y cuya pecera ocupaba un lugar destacado en la mesa. «Perdona que hoy me haya retrasado un poco, pero el de las 18.48 de esta tarde se ha convertido en el de las 19.02. Estoy hecho polvo. No sabes lo feliz que eres, amigo. Pagaría lo que fuera por estar en tu lugar.»
Cada vez se sorprendía más de hablarle así a su pez. A Guibrando le gustaba creer que el pececillo rojo, allí, suspendido en el centro de la esfera con todas sus agallas abiertas, escuchaba el relato de su jornada. Tener como confidente a un pez rojo suponía no esperar de él otra cosa que esa escucha pasiva y silenciosa, por mucho que a veces creyera descubrir en la hilera de burbujas que salía por su boca un amago de respuesta a sus preguntas. Rouget de Lisle lo recibió dando una vuelta de honor antes de sorber las escamas de alimento que flotaban por la superficie del agua. Los pilotos del teléfono estaban parpadeando. Como ya se esperaba, la voz de Giuseppe explotó en el altavoz cuando pulsó el botón del contestador: «¡Chaval!». El tono exaltado con que el viejo había pronunciado esa palabra barrió de un plumazo la vergüenza que invadía a Guibrando cuando, como ahora, trataba de evitar a su viejo amigo. Después de un largo silencio en el que se notaba la respiración de un Giuseppe al borde del síncope, la voz reaparecía, quebrada por la emoción: «Albert acaba de llamar. ¡Tenemos otro! Llámame en cuanto llegues». La exhortación no daba lugar a ninguna escapatoria. Giuseppe descolgó al primer tono. Guibrando sonrió. El viejo estaba esperando su llamada. Se lo imaginó arrebujado en su eterna manta de viaje verde almendra de la que nunca se separaba, con el teléfono encima de lo que quedaba de sus piernas y la mano crispada sobre el auricular.
—¿Cuánto hace ya, Giuseppe?
—Sette cento cinquantanove!
Su lengua materna salía a la superficie cada vez que una gran cólera o una inmensa alegría, como ahora, lo desbordaba. Setecientos cincuenta y nueve. Guibrando se preguntó por dónde llegarían ya. ¿Por encima de los tobillos? ¿A mitad de la pantorrilla?
—Me refería a cuánto tiempo desde la última vez —mintió el joven, que se acordaba perfectamente de la fecha marcada en rojo sobre el calendario de pared colgado a la derecha del frigorífico.
—Tres meses y diecisiete días. Fue el pasado 22 de noviembre. La llamada es porque uno de sus contactos que currela en el vertedero de Livry-Gargan ha encontrado un ejemplar. Sobresalía por encima del montón del remolque de papeles viejos. Le llamó la atención el color. Ha dicho que hice bien en tomar una foto del ejemplar para distribuirla entre los chicos. Gracias a eso lo ha reconocido. Por el color. Es irrepetible, ha dicho. Exactamente el mismo que el de los antiguos misales de cuando era monaguillo. ¡Joder, te das cuenta! Y encima, según él, está en excelente estado de conservación, salvo por una ligera aureola grasienta en el ángulo superior derecho de la cuarta de cubierta.
Guibrando se felicitó una vez más por haber elegido a ese librero de lance como cómplice para llevar a cabo su superchería, aunque se temía que un día el gran Albert del paseo de la Tournelle y su legendaria guasa levantaran sospechas en el viejo a fuerza de dar demasiados detalles. «Recordar poner una mancha de grasa en la contra del libro», apuntó mentalmente Guibrando.
—Mañana, Giuseppe, iré a buscarlo mañana, te lo prometo. Ahora estoy hecho polvo y además es un poco tarde para coger el último RER. Mañana es sábado y dispondré de todo el tiempo.
—De acuerdo, chaval, mañana. De todas formas, Albert lo tiene cuidadosamente guardado a buen recaudo. Te espera.
Guibrando picoteó de mala gana de un plato de arroz. Mentir, siempre mentir. El joven se durmió mirando cómo Rouget de Lisle terminaba su digestión. En la tele, un periodista hablaba de una revolución en un país lejano y de un pueblo que no acababa de morir.