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Algunos nacen sordos, mudos o ciegos. Otros lanzan su primer vagido ataviados con un feo estrabismo, un labio leporino o un horrible antojo en plena cara. Sigue habiendo quien viene al mundo patizambo, incluso con un miembro ya muerto antes de haber pasado por la vida. Guibrando Viñol había hecho su entrada en la vida con la carga del desafortunado retruécano surgido de la unión entre su apellido y su nombre de pila: Vibrando Guiñol[1]; un pésimo juego de palabras que había resonado en sus oídos desde sus primeros pasos por la existencia para no abandonarlo nunca más.

Sus padres habían ignorado los nombres del almanaque de ese año 1976 para mantener su elección de ese «Guibrando» venido de ninguna parte, sin pensar un solo instante en las desastrosas consecuencias de su acto. Asombrosamente, y pese a que la curiosidad a menudo fue muy fuerte, él nunca se había atrevido a preguntar el porqué de esa elección. Miedo a ponerlos en un aprieto, quizá. Miedo también, seguramente, a que la banalidad de la respuesta lo decepcionase. A veces se complacía imaginando lo que habría podido ser su vida si se hubiera llamado Lucas, Xavier o Hugo. Incluso un Gildebrando habría hecho sus delicias. Gildebrando Viñol, ese era un verdadero nombre sobre el que habría podido edificarse a sí mismo, con el cuerpo y el espíritu bien parapetados detrás de unas pocas sílabas inofensivas. En vez de eso, había tenido que pasar toda su infancia con el retruécano asesino pegado a él: Vibrando Guiñol. En treinta y seis años de existencia, había acabado por aprender a ser olvidable, a convertirse en invisible para no provocar las risas y las burlas que estallarían sin parar en cuanto la gente cayera en la cuenta. No ser ni guapo ni feo, ni gordo ni flaco. Solo una vaga silueta entrevista en el borde del campo de visión. Fundirse con el paisaje hasta negarse a sí mismo y limitarse a ser un lugar ajeno nunca visitado. Durante todos esos años, Guibrando Viñol se había pasado todo el tiempo renunciando a existir, así de sencillo, salvo aquí, en este andén de estación siniestro que pisaba todas las mañanas de la semana. Cada día, a la misma hora, esperaba su RER[2] con los dos pies puestos sobre la línea blanca que delimitaba la zona que no debía traspasar si no quería correr el riesgo de caer sobre las vías. Esa línea insignificante trazada en el hormigón poseía para él una extraña cualidad de apaciguamiento. El olor a depósito de cadáveres que siempre flotaba por su cabeza se evaporaba aquí como por arte de magia. Y durante los pocos minutos que faltaban para la llegada del tren, la pisoteaba como si quisiera fundirse con ella, muy consciente de que solo se trataba de una prórroga ilusoria, de que el único medio de huir de la barbarie que lo esperaba más allá, detrás del horizonte, sería abandonar esa línea sobre la que movía los pies estúpidamente y volver a su casa. Sí, le habría bastado solo con renunciar, meterse de nuevo en la cama y acurrucarse en el hueco todavía tibio que su cuerpo había formado durante la noche. Dormir para huir. Pero, al final, el joven se resignaba siempre a permanecer sobre la línea blanca, a escuchar al pequeño grupo de habituales que se agolpaba detrás de él mientras las miradas se posaban en su nuca como una quemazón que venía a recordarle que todavía estaba vivo. Al cabo de los años, los otros usuarios habían terminado por darle muestras de ese género de respeto indulgente que se dispensa a los pobres chalados. Guibrando era una respiración que, durante los veinte minutos que duraba el viaje, los sacaba por un rato de la monotonía diaria.