12
El teléfono móvil programado para despertarlo a las 5.30 vibraba sobre la mesilla de noche. Bajo la superficie ondulante del agua, Rouget de Lisle lo miraba con sus ojos globulosos. Lunes. No había visto pasar el domingo. Levantado demasiado tarde, acostado demasiado pronto. Un día sin. Sin ganas, sin hambre, sin sed, sin un recuerdo siquiera. Rouget y él habían pasado su jornada sin saber qué hacer, el pez en su tarro, él en su estudio, esperando tan solo la llegada del lunes que tanto detestaba. Espolvoreó una pizca de comida por la pecera y se obligó a tragar el puñado habitual de cereales vertido en su bol. Se lavó los dientes entre dos tragos de té, se vistió y agarró la cartera de cuero antes de bajar los tres pisos de su edificio. El frío que reinaba fuera acabó de despertarlo por completo.
Mientras descendía por la avenida que llevaba a la estación, Guibrando contó las farolas. Contar era el mejor medio que había hallado para no pensar en nada más. Lo contaba todo, cualquier cosa. Un día eran las bocas de las alcantarillas, otro día, los coches aparcados, los cubos de basura o las puertas de las casas. La alameda no tenía secretos para él. Incluso a veces se le ocurría contar sus propios pasos. Aislarse en esa enumeración inútil le impedía pensar en otras cifras, como las de las toneladas que les vociferaba desde lo alto de su torre de observación el tío Kowalski los días de llegada masiva de libros. A la altura del número 154, como todos los días a la misma hora, el anciano-con-zapatillas-y-pijama-bajo-su-impermeable se esforzaba en hacer mear a su perro, un caniche anémico de pelo ralo. Y como todos los días, el buen viejo, con la mirada clavada en el amor de su vida, trataba de convencer al llamado Balthus de que vaciara su vejiga contra el plátano que luchaba por sobrevivir en mitad de la acera. Guibrando siempre era fiel a su cita para saludar al anciano-con-zapatillas-y-pijama-bajo-su-impermeable y alentar a Balthus en sus peregrinaciones urinarias con una caricia amigable. Luego contó todavía dieciocho farolas más antes de llegar a la estación.
Parado sobre su línea blanca, Guibrando flotaba en una semisomnolencia cuando sintió que le tiraban de la manga. Se dio la vuelta. Dos abuelitas que literalmente se lo comían con los ojos se habían colocado silenciosamente a su espalda. La permanente de sus cabellos emitía brillos del mismo color que la Butterfly 750 de Giuseppe. Los destellos púrpuras de sus peinados no le eran desconocidos. Ya se había fijado en esas señoras varias veces en el tren. La que estaba más hacia atrás empujaba a la otra dándole en el codo: «Venga, Monique, habla tú».
Monique no se atrevía. Se frotaba las manos sin saber qué hacer con ellas, carraspeaba, decía «Sí, sí», «Está bien», «Para, Josette, o me voy». A Guibrando casi le dieron ganas de tranquilizar a Monique, de decirle que todo estaba bien, que no iba a pasar nada, que las primeras palabras eran las más difíciles, que luego, por lo general, la cosa iba rodada, que no había motivo para tener miedo. Pero el caso era que no tenía la menor idea de lo que pretendían esas dos valientes señoras, salvo la evidencia de que deseaban hablar con él. Aferrada a su bolso como a un salvavidas, la citada Monique acabó por lanzarse al agua:
—Pues verá, queríamos decirle que nos gusta mucho lo que usted hace.
—¿Y qué hago yo? —preguntó Guibrando, incrédulo.
—Bueno, eso de leer por las mañanas en el RER y todo eso que hace. Nos parece genial y además nos viene muy bien.
—Gracias, es usted muy amable, pero ya sabe que es poca cosa, apenas unas pocas páginas como las que han visto.
—Pues a propósito de eso, a Josette y a mí nos gustaría pedirle algo, si no le es molestia. Entenderíamos perfectamente que no pudiera, pero nos alegraría mucho que aceptara. Nos haría mucha ilusión y además no le llevaría demasiado tiempo, sería cuando usted quisiera, en función de su disponibilidad, claro. Pero sobre todo no querríamos que esto le perturbara de ninguna manera.
Guibrando empezó a sufrir solo con ver a la denominada Monique invertir tanto tiempo en triturar sus manos.
—Perdóneme, pero ¿qué es lo que entienden ustedes exactamente por «hacer ilusión»?
—¡Ah, sí, claro! Pues que nos gustaría mucho que viniera alguna vez a leernos a casa.
Espiró el final de la frase con un soplido, dejando las últimas palabras apenas audibles. Guibrando no pudo evitar una mirada beatífica hacia esas dos fans octogenarias que lo reclamaban para ellas solas. Emocionado por esta insólita petición, farfulló un inicio de respuesta:
—Esto…
—Sin embargo —le cortó Monique—, ha de saber que los jueves no puede venir porque hay partida de rami, pero cualquier otro día no hay problema. Salvo el domingo, claro, por la familia.
—Aguarden, yo solo leo fragmentos de textos, páginas sueltas que no guardan ninguna relación entre ellas. No hago lectura de libros.
—¡Ya lo sabemos! Eso no nos molesta, al contrario, ¡mucho mejor! Se hace menos monótono y, si el texto no es interesante, al menos sabemos que nunca va a durar más de una página. Pronto hará un año que Josette y yo venimos a escucharlo al RER todos los lunes y los jueves por la mañana. Es un poco temprano para nosotras, pero no pasa nada, eso nos obliga a salir. Y además, como son los días de mercado, matamos dos pájaros de un tiro.
Le conmovían aquellas dos viejecitas enfundadas en sus abrigos beis y tan atentas las dos a sus palabras. Guibrando tuvo el repentino deseo de ceder a su locura, de exportar sus pieles vivas más allá de ese vagón siniestro en el que se subía a diario. «¿Y dónde viven?» Su pregunta resonó en sus oídos como una aceptación firme y definitiva. Locas de alegría, las dos mujeres se felicitaron mutuamente dando saltitos allí mismo. Mientras la llamada Monique ponía su tarjeta de visita en la mano de Guibrando, la otra le susurraba al oído esta constatación: «Ya te había dicho yo que era muy majo». La cartulina declinaba nombre y dirección en medio de un parterre de flores de colores pastel. Señoritas Monique y Josette Delacôte, 7 bis, callejón de la Butte, 93220 Gagny. Una línea había sido tachada limpiamente con una raya a bolígrafo. Guibrando supuso que Monique y Josette eran hermanas. Callejón de la Butte, en la meseta. A una media hora de su domicilio. «Ya lo hemos hablado entre nosotras y, si usted está de acuerdo, nos haremos cargo del taxi a la ida y a la vuelta. Será más práctico para usted y menos fatigoso.»
Era obvio para Guibrando que las dos hermanas Delacôte habían madurado su proyecto con detenimiento antes de ir a buscarlo.
—Escuchen, hagamos una prueba para ver qué tal, pero no querría en absoluto que lo considerasen un compromiso a largo plazo. Que quede bien claro entre nosotros, quiero ir a hacer un pequeño tanteo, pero también quiero poder dejarlo en cualquier momento.
—¡Sí, ya lo hemos entendido muy bien, Josette y yo! ¿Verdad, Josette? ¿Y qué día podría venir?
¿En qué avispero estaba a punto de meterse? Durante la semana, todas las noches estaba demasiado reventado como para ser capaz de hacer nada.
—Solo estoy libre los sábados. En realidad, los sábados por la mañana a última hora.
—De acuerdo, los sábados, pero mejor hacia las diez y media, porque comemos a las once y media.
Concertaron el sábado siguiente a las diez y media cuando el tren ya entraba en la estación. Sentado sobre su trasportín, Guibrando empezó con su primera piel viva del día, una receta de sopa de legumbres a la antigua usanza que desgranó bajo la mirada encantada de las dos hermanas Delacôte, quienes se habían sentado lo más cerca posible de él con el fin de embeberse mejor de sus palabras.