EPÍLOGO

A fuerza de convulsiones y heridas, la República había muerto en algún lugar del camino, pero ni ella misma se había dado cuenta.

Después de la batalla de Munda, César fue su enterrador.

Cuando en Roma se supo que César había vencido, se decretaron cincuenta días de acción de gracias. También se le nombró «Libertador» e imperator. Hasta entonces este último honor lo recibían únicamente los generales victoriosos en el campo de batalla, y por aclamación de sus soldados. Ahora se le concedía a César para siempre; con el tiempo, la palabra se convertiría en un título de dignidad para designar a reyes que eran o creían ser más que reyes.

Pero los honores solo habían empezado. Cuando llegó a Roma en octubre del año 45, César celebró su triunfo por la última campaña de la guerra civil. Aquel desfile fue muy criticado, ya que no cabía maquillarlo bajo el disfraz de una guerra extranjera como se había hecho con la campaña de África contra el rey Juba.

Sin embargo, la oposición no existía o permanecía callada, y el senado y la asamblea siguieron concediendo a César honores sin precedentes. Él, y solo él, podía vestir el manto púrpura y la corona de laurel siempre que le pareciera oportuno, como si marchara en un desfile triunfal permanente. Se sustituyó su silla curul por otra de oro para que presidiera los actos oficiales, se le levantó una estatua encima de la Rostra que dominaba con su presencia a los oradores. Esta escultura no era más que una entre muchas que lo representaban, y una de ellas se alzaba nada menos que en el templo de Júpiter en el Capitolio.

El cumpleaños de César se conmemoró como fiesta oficial. El mes en el que había nacido, quintil —que hacía tiempo que no era el quinto sino el séptimo del año—, se convirtió en julio en su honor, y así se mantiene más de veinte siglos después. Un homenaje en cierto modo merecido, ya que a él y al astrónomo grecoegipcio Sosígenes se debe la reforma del calendario que se denominó «juliano» y que acabó con el desbarajuste que reinaba hasta entonces.

También se le reconoció oficialmente como Divus Iulius, el dios Julio, y se nombró a Marco Antonio nuevo sacerdote de aquel culto. Considerar dios a un gobernante no era algo insólito en el Mediterráneo, pero parecía más propio de las monarquías helenísticas o de Egipto. No hay que pensar por eso que César creyese que había sufrido una metamorfosis divina. Él no era ningún loco como Calígula y, por muy convencido de su dignitas que estuviese, resulta más fácil imaginárselo con la ironía del emperador Vespasiano al morirse: «Siento que me estoy convirtiendo en un dios».

La divinización o semidivinización de un gobernante no era más que una cuestión ritual y práctica. Al fin y al cabo, los romanos rendían culto a los antepasados muertos: incluyendo a César en su superpoblado panteón únicamente adelantaban ese culto unos años. Porque, por si a César se le olvidaba el consejo que susurraba el esclavo a los generales triunfadores, «Recuerda que eres mortal», también se le concedió el privilegio único de ser enterrado dentro del pomerio, ya que los restos de alguien divinizado como él no contaminaban el recinto sagrado. Era un honor, sí, mas también un recordatorio de que ni siquiera él iba a vivir para siempre.

César ya era pontifex maximus, pero ahora el cargo se convirtió en hereditario para aquel a quien se lo legase. También se le nombró padre de la patria, censor perpetuo y un sinfín de títulos más que acompañaron al de guardián de las costumbres que ya mencionamos.

Sin duda, el cargo de más peso era el de dictador. Ya lo había ejercido durante unos días en el año 49 para organizar las elecciones, y después de Farsalia otra vez durante un año entero. Antes de partir para Munda se le había vuelto a nombrar dictador para diez años, pero incluso eso no pareció suficiente, y en el 44, César recibió el título de dictator perpetuus, dictador de por vida.

Quedaba claro, pues, que aquella acumulación de poderes no se le concedía para una emergencia, como la dictadura tradicional, ni tampoco para poner en orden la República. La clave era que la dictadura, aquel régimen autocrático en que una sola persona dejaba de ser un primero entre iguales y dirigía los destinos del Estado dominando a todos los demás magistrados, se convertía en el núcleo de la República. No iba a ser una medida temporal, sino permanente, la misma esencia del gobierno, que pasaba de ser una oligarquía a una autocracia. Al menos mientras César viviera.

No era ninguna idea nueva. En los momentos de crisis extremas ya se habían otorgado poderes extraordinarios a algunos magistrados de modo que pudieran tomar decisiones por encima de las rencillas de los clanes senatoriales. Así había ocurrido con los cinco consulados consecutivos de Mario, o con la dictadura de Sila. También pasó cuando los optimates nombraron a Pompeyo cónsul en el 52 para que salvara la ciudad de la anarquía, al mismo tiempo que era procónsul y mantenía legiones en Italia. ¿Qué demostraba eso? Que el sistema ya no era operativo y hacía falta apuntalarlo constantemente.

Unas instituciones bien diseñadas deben funcionar en tiempos difíciles, no solo cuando todo marcha bien, del mismo modo que no sirve de mucho que el tejado de una casa nos mantenga secos cuando no llueve, pero tenga goteras al primer chaparrón. Y la constitución romana, aquel sistema en que una pequeña oligarquía competía fieramente por parcelas de poder, se había convertido en un techo plagado de grietas y agujeros. Las viejas instituciones que tanto reverenciaban los romanos habían servido para administrar una ciudad que al principio tan solo movilizaba una milicia de diez mil soldados. Pero ahora Roma se había convertido en la dueña del Mediterráneo, gobernaba a decenas de millones de personas y controlaba un territorio que superaba en extensión a la mayoría de los estados nacionales de nuestros días.

A pesar de todo, las viejas inercias tardan tiempo en detenerse y a todas las clases dominantes les cuesta renunciar a sus antiguos privilegios. No es que César anduviera pensando en acabar con la casta senatorial como tal, pero sí le estaba cortando las alas. Los miembros de esta reducida élite se habían percatado de que, si la nave del Estado seguía por el rumbo que César había decidido, en el futuro no podrían pilotarla a su antojo y sin rendir cuentas como habían hecho hasta entonces.

Por si fuera poco, César estaba introduciendo sangre nueva en la clase dirigente, algo que hacía sentirse amenazados a los viejos clanes que llevaban generaciones repartiéndose magistraturas, mandos militares, honores y riquezas. Durante los años de dictadura cesariana siguieron desempeñando el consulado miembros de las antiguas familias, como la gens Antonia, la Emilia, la Fabia o la Cornelia. Pero también se empezaron a escuchar apellidos (como Trebonio, Fufio, Vatinio, Hircio o Vibio) que jamás habían aparecido en los fastos consulares y que hacían arrugar la nariz a los aristócratas de toda la vida. Lo mismo ocurrió con los pretores y con los senadores en su conjunto.

Al abrir tanto aquel club exclusivo, César amenazaba con destruirlo, o así lo veían quienes estaban dentro, que debían pensar con tristeza: «Si todo el mundo es especial, nadie es especial».

En el pasado, Roma se había hecho grande porque supo incorporar a su proyecto a los pueblos a los que conquistaba otorgándoles poco a poco la ciudadanía. Como ya comentamos en Roma victoriosa, la clave de su poder militar era el manpower, esa cantera de soldados y mandos aparentemente inagotable que le permitía levantarse una y otra vez de sus derrotas.

Desde principios del siglo II las cosas habían cambiado. La oligarquía que dominaba el senado había decidido cerrar el paso a los nuevos ciudadanos, lo que había provocado muchos conflictos, alguno de ellos a gran escala como la Guerra Social. Pero ahora César se empeñaba en conceder la ciudadanía a nuevos territorios, como la Galia Cisalpina al norte del Po, y estaba convirtiendo en senadores a miembros de las élites de toda Italia. ¡E incluso a galos! Tal como se quejaba un canto popular:

César arrastró a los galos en su triunfo, pero luego los llevó a la Curia.

Los galos se quitaron los pantalones y se pusieron la toga de senador.

Los más recalcitrantes repartían folletos en el Foro en los que se leía: «Que nadie les diga a los senadores nuevos por dónde se va a la Curia» (Suetonio, César, 79).

Aquella supuesta invasión extranjera podía molestar de una forma vaga al pueblo romano en general, ya que la xenofobia es una emoción muy primaria que se estimula con facilidad. Pero los afectados eran los miembros del viejo orden senatorial.

Y fue entre ellos donde se empezó a tramar la conspiración.

Mientras César se entregaba a una vorágine de reformas —el nuevo calendario, los cambios en los jurados de los tribunales, la ampliación del senado, el aumento en el número de ediles y pretores, la revisión de la lista de ciudadanos que recibían trigo gratis, la creación de colonias, las normas de fomento de la natalidad, por no hablar de las obras públicas como el Foro Julio—, un grupo cada vez mayor de senadores se reunía en conciliábulos para analizar lo que estaba pasando. Progresivamente, la opinión más extendida era que solo había una solución para sus males y los de la República: matar a César.

Llegaron a ponerse de acuerdo hasta sesenta conjurados, de los que la tradición ha conservado dieciséis nombres. Entre ellos había algunos antiguos adversarios de César, como Bruto y Casio, que habían pertenecido al bando pompeyano durante la guerra civil. Pero también se encontraban cesarianos, como Cayo Trebonio o Décimo Bruto, el eficaz legado que mandó la flota de César en la batalla contra los vénetos.

Los motivos que unían a aquellos hombres eran variopintos. Había algunos a los que César no les había otorgado los honores que codiciaban, como Galba, y otros se unieron a la conjura porque el dictador no había perdonado todavía a algún familiar pompeyano, como Tilio Cimbro. En general, no veían bien que una sola persona acaparara tanto poder y tantos honores, pues al hacerlo privaba a los demás de la parte que legítimamente les correspondía. Algunos como Bruto parecían creer honradamente que estaban salvando a la República en su conjunto.

En cierto modo, César fue el culpable de su propia muerte. No me refiero a que su dictadura le atrajera odios homicidas, cosa que también ocurrió, sino a que no tomó apenas precauciones para protegerse. Poco antes de su asesinato, había despedido a la guardia personal hispana que lo acompañaba desde hacía un tiempo. Cuando le advirtieron de que aquello era una imprudencia, contestó que su vida le importaba más a la República que a él mismo; parecía pensar que necesitaba más tiempo para llevar a cabo sus reformas del que realmente le quedaba de vida.

Cierto es que había cumplido con sus aspiraciones de poder y gloria, y que su dignitas había quedado más que reivindicada, de modo que en ese sentido podía morir tranquilo. Cuando en una conversación entre amigos surgió el manido tema de cómo prefería acabar su vida cada uno, César dijo de forma muy reveladora que lo que mejor le parecía era una muerte rápida e imprevista.

Por otra parte, su famosa clemencia significaba que no solo no se había librado de sus enemigos (alguien como Sila no tenía por qué temerlos, puesto que apenas había dejado vivo a ninguno), sino que a muchos los había perdonado y les había concedido altos cargos. La mayoría de ellos seguían siendo hostiles a César y, para colmo, convencieron a algunos de sus supuestos aliados de que la única solución si querían recuperar las antiguas libertades era asesinar al dictador. Uno de los allegados a los que tentaron los juramentados fue Marco Antonio, a quien Trebonio sondeó medio año antes de los idus de marzo. Antonio no se sumó a la conjura, pero tampoco advirtió a César, quizá porque pensó que la conspiración no llegaría a nada.

Antonio, precisamente, había dado un pretexto a los conjurados cuando en la fiesta de las Lupercales le ofreció una diadema real al dictador. Este la rechazó por dos veces en un gesto probablemente calculado y acordado con Marco Antonio, para demostrar que no quería ningún símbolo de la realeza. Pero el comentario que corrió fue que en realidad estaba deseando ceñirse esa diadema. Por otra parte, se propagó el rumor de que según cierta profecía los partos solo podrían ser vencidos por un rey, y el imperio parto era precisamente el próximo objetivo de César.

Para incentivar más los rumores, Cleopatra llevaba meses viviendo en Roma. No dejaba de ser una soberana extranjera que tenía un hijo de César y que, según las malas lenguas, estaba convenciendo a su amante para que se decidiera a convertirse en rey y, todavía peor, para que trasladara la sede de esa realeza a Alejandría. En las hablillas contra Cleopatra se fundían el odio romano a los reyes, la xenofobia y los prejuicios contra los orientales y las mujeres, un caldo de cultivo explosivo.

Todavía se sigue discutiendo si César realmente aspiraba a la monarquía. No parece demasiado lógico. Ya acaparaba suficiente poder como dictador perpetuo, amén de todos los demás cargos. Rex solo era una palabra que no convenía utilizar y que no aportaba nada. En cuanto a los símbolos reales, ¿para qué ponerse una diadema pudiendo usar una corona de laurel o la corona cívica que se le había concedido en Mitilene? A los romanos les gustaban sus propios símbolos de poder, como las fasces, y consideraban que, con su aparente sencillez, estaban muy por encima de los recargados signos de autoridad que ostentaban los monarcas extranjeros. A Popilio Lenas le había bastado un sarmiento, una simple vitis como la que llevaban en la mano los centuriones, para someter a su voluntad a todo un rey.

Creo que podemos estar seguros de que César no quería ser rey. De hecho, su sucesor Octavio tuvo mucho cuidado no solo de no utilizar ese título, sino incluso de prescindir de la palabra «dictador», que se había convertido en tóxica precisamente por César. Teniendo el poder, que era lo importante, ¿por qué empeñarse en batallar por las palabras?

Los conjurados eligieron el día 15 de marzo, los idus, porque el tiempo se les agotaba. El 18 de marzo del año 44 César tenía previsto abandonar Roma y viajar a Grecia, donde ya lo aguardaba su ejército. Proyectaba una campaña rápida de castigo en la Dacia y después otra mucho más ambiciosa contra el imperio parto. Había que vengar la derrota de Carras y recuperar las águilas que Craso había perdido. Aquella iba a ser la expedición más ambiciosa de la historia de Roma: César había movilizado a dieciséis legiones y diez mil jinetes, y estaba planeando abrir un canal en el istmo de Corinto para que las líneas de suministro de Italia a Oriente se ahorraran varios días de navegación.

¿Qué habría ocurrido si César no hubiese sido asesinado? Es imposible saberlo. César era mucho mejor general que Craso y también que Marco Antonio, que años después fracasó en otra campaña en Partia. Pero ni aun así su victoria habría sido inevitable, pues ya hemos visto que durante sus campañas estuvo varias veces a escasos centímetros del desastre, y que la única forma de predecir la historia es hacerlo desde el futuro. En cualquier caso, esas especulaciones son campo para las ucronías, y no renuncio a hacerlas algún día, pero en el terreno de la ficción.

La noche del 14 al 15 de marzo la mujer de César tuvo malos sueños y le pidió que no asistiera a la sesión del senado. Él tampoco se encontraba muy bien, por lo que estuvo a punto de hacer caso a Calpurnia. Eso alarmó a los conjurados, y Décimo Bruto corrió a su casa a convencerle de que acudiera a la reunión para no ofender a los senadores.

Finalmente, César salió de la domus publica y atravesó el Foro para dirigirse al teatro de Pompeyo, en cuyo pórtico se iba a reunir el senado. Se cuenta que por el camino se encontró con un arúspice etrusco que le había advertido de que corría peligro aquel día. «Los idus de marzo han llegado», le dijo César. «Pero no han pasado», respondió el adivino.

Cuando llegó a la entrada del pórtico, uno de los conjurados, Trebonio o Décimo Bruto, se llevó aparte a Marco Antonio para charlar con él. Por una parte, Marco Antonio era un hombre violento y de una tremenda fuerza física, por lo que no convenía pelearse con él. Hay que tener en cuenta que las armas que llevaban los conjurados eran cuchillos y había que usarlos peleando cuerpo a cuerpo. Aunque se abalanzaran varios sobre Antonio, aquel al que agarrara del cuello lo iba a pasar mal, y en esas situaciones cada miembro de un grupo piensa que le puede tocar a él individualmente.

Por otro lado, la idea de los conjurados no era organizar una matanza como la que pretendía Catilina o las que habían ensangrentado Roma con Mario, Cinna o Sila: únicamente querían acabar con el dictador, que entendían que era el gran problema de la República. Muchos de ellos ni siquiera odiaban a César, de quien se reconocía en general que era una persona afable y clemente. En realidad, deseaban eliminar al símbolo más que al hombre.

Dentro de la sala donde se reunía el senado, César se dirigió hacia su asiento dorado de dictador, colocado junto a la silla curul del único cónsul de aquel año, Marco Antonio. Los conspiradores formaron un corrillo a su alrededor, podemos imaginar que con el corazón latiendo a casi doscientas pulsaciones por minuto. Tilio Cimbro, aquel cuyo hermano seguía en el exilio, se acercó para pedirle que lo perdonara. En ese momento otro de ellos, Publio Servilio Casca, se puso detrás de César y le asestó una puñalada en el cuello.

Con los nervios, Casca solo le hirió de refilón, pero aquella fue la señal para los demás. Todos traían dagas escondidas bajo las togas y se las clavaron una y otra vez. César luchó usando los pliegues de su toga como protección, pero recibió hasta veintitrés puñaladas; una de ellas, que le perforó el pecho, habría sido mortal por sí sola según dictaminó el médico que le hizo la autopsia.

Cuando comprendió que iba a morir, César se cubrió la cabeza con la toga para no perder la compostura y se desplomó muerto junto a la estatua de Pompeyo (una estatua que no había mandado derribar como habrían hecho Mario o Sila en su lugar). Si en verdad le dijo a Bruto «¿Tú también, hijo?» es algo que forma parte de la leyenda.

Aquel asesinato fue estéril. Los conjurados pensaban que con matar a César bastaría para que, por arte de magia, volviera la República oligárquica en la que habían vivido (o, más bien, en la que habían creído vivir, pues el proceso de transformación venía de largo). Si esperaban recibir el aplauso de los demás senadores o que el pueblo de Roma los llevara a hombros por las calles, se llevaron una decepción. El senado se quedó prácticamente paralizado, y fueron el cónsul Marco Antonio y el magister equitum de César, Lépido, quienes negociaron con los magnicidas para evitar, al menos de momento, un baño de sangre.

En cuanto al pueblo, cuando el 18 de marzo se leyó el testamento de César y se supo que había legado a cada ciudadano trescientos sestercios más el disfrute de sus jardines al otro lado del Tíber, la multitud estalló en gritos de ira. El funeral oficial estaba previsto en el Campo de Marte, pero la gente destrozó los bancos y las sillas de los magistrados, encendió una pira en pleno Foro y quemó allí el cadáver de César.

Para Cicerón y otros senadores, toda aquella multitud no era más que gentuza. Debía de haber personas de toda extracción social, pero los que contaban para el gran orador eran los boni, la «buena gente», la suma de los senadores y los équites. Pero para el pueblo llano, César era alguien que, con todos sus defectos y aunque fuese calvo y se acostara con Nicomedes como cantaban sus soldados, miraba por su bienestar. Sería por convicción o por frío cálculo; pero la gente no era estúpida y sabía qué políticos favorecían sus intereses y quién ordenaba repartir el trigo que significaba la diferencia entre la vida y la muerte. Aunque la tradición literaria sobre personajes como Saturnino o Clodio es muy negativa, la plebe urbana quería a esos líderes populares. No olvidemos que la mayoría de los textos clásicos que nos han llegado los escribieron miembros de la élite, y que para saber lo que pensaba «la chusma» tenemos que leer bastante entre líneas.

Del mismo modo, esa plebe quería a César y repudiaba a sus asesinos. La libertad que Bruto, Casio y los demás conjurados habían querido restaurar no afectaba a la mayoría de los ciudadanos, que no encontraban gran diferencia entre que los gobernara un autócrata como César o una oligarquía. Ciertamente, si el autócrata repartía trigo y tierras, lo preferían a los honrados optimates como Catón que no hacían nada por ellos.

El fracaso de la conspiración se demuestra en que poco tiempo después todo había vuelto a las andadas. Dos años y medio más tarde, en octubre del 42, se libraba una nueva batalla entre romanos. En la llanura de Filipos, en tierras de Macedonia, se enfrentaron el ejército de los llamados libertadores, mandado por Bruto y Casio, y el de los herederos políticos de César, Marco Antonio y Octavio, que habían formado un nuevo triunvirato con Lépido.

Bruto y Casio fueron derrotados y no tardaron en suicidarse, que era la salida más honrosa de un romano cuando era vencido por sus compatriotas. Antonio y Octavio, arrinconando poco a poco a Lépido, se repartieron el poder y los territorios del imperio.

Después de Filipos, quienes habían pensado en César como un tirano comprendieron cuál era la auténtica tiranía. La represión que llevaron a cabo Antonio y Octavio fue brutal, una purga que segó las filas del senado y la nobleza sirviéndose de nuevo del infame procedimiento de las proscripciones. Ambos tenían sus propias filias y fobias, pero intercambiaron muertos como quien intercambia cromos; fue como si Mario y Sila se hubieran puesto de acuerdo para matar a sus enemigos al mismo tiempo.

Cuando habían despejado de piezas el tablero de juego, Antonio y Octavio empezaron a tener choques entre ellos, como era inevitable. Durante un tiempo coexistieron a regañadientes, Octavio en la parte occidental del Mediterráneo y Antonio en Oriente, donde gobernaba desde Alejandría al lado de Cleopatra. Pero al final esta coexistencia resultó imposible y se declaró una guerra abierta entre ambos.

El 2 de septiembre del año 31, en el mar Jónico, cerca de la ciudad de Accio, la flota de Octavio, mandada por su legado Agripa, derrotó a la de Marco Antonio y Cleopatra. Los dos amantes huyeron a Alejandría y no tardaron en suicidarse, brindando argumento para futuras tragedias, novelas y películas.

Octavio se convirtió en el amo de la República, que seguía llamándose así, y no tardó en acaparar tantos títulos y poder como su difunto tío abuelo. ¿Quién era este personaje que hasta ahora no había aparecido en nuestra historia?

Cuando César murió, Octavio representaba una sorpresa y también una incógnita. Era hijo de Acia, sobrina de César, y no tenía más que dieciocho años en marzo del 44. En los últimos tiempos se le había visto mucho con el dictador, lo que había resucitado las viejas hablillas sobre Nicomedes y la sexualidad de César, y se contaron muchos chistes obscenos sobre la desfloración de aquel tierno efebo.

A decir verdad, César había comprendido que el joven Octavio era extraordinariamente inteligente y capaz. En su testamento, aunque tenía otros jóvenes parientes para elegir, el dictador nombró a Octavio heredero e hijo adoptivo, por lo que pasó a llamarse oficialmente Cayo Julio César Octaviano.

La adopción poseía valor no solo familiar, sino también político: se entendía que un hijo heredaba las virtudes, la clientela y la misión política de sus antepasados, aunque lo fueran por adopción como en el caso de Escipión Emiliano. En ese sentido, Octavio heredó en todos los sentidos los planes de César e incluso los amplió.

A menudo se dice que el proyecto de César fracasó porque a su muerte se produjo una sangrienta guerra civil. Pero fue precisamente su asesinato lo que la desencadenó. De haber vivido más años, quizás habría logrado consolidar el nuevo sistema autocrático y la transición entre él y su seguidor habría sido más pacífica.

En cualquier caso, esa transición culminó en el año 27. Octavio adoptó oficialmente el nombre de Augusto, «consagrado por los augurios», y se convirtió en la máxima autoridad con el título de princeps, «el primer ciudadano». A partir de entonces, Augusto, que había sido tan despiadado como Sila, pudo permitirse gobernar como un autócrata benévolo al estilo de su tío abuelo César.

Suele considerarse el año 27 como el final de la República y el principio del Imperio romano, aunque la República tradicional ya llevaba mucho tiempo boqueando en su agonía. El siglo que transcurrió entre la caída de Cartago y la muerte de César fue un tiempo de convulsiones, luchas despiadadas, traiciones, violencia callejera y guerras civiles. Pero la competencia y los conflictos entre todas aquellas personalidades tan acusadas —Escipión, los Graco, Saturnino, los dos Catones, Sila, Mario, Metelo, Sertorio, Cicerón, Catilina, Pompeyo, César y un largo etcétera, por no hablar de sus enemigos extranjeros como Yugurta, Espartaco o Mitrídates— convierten el final de la República en una de las épocas más fascinantes de la historia de la humanidad.

Después vino otra etapa, con sus luces brillantes y sus sombras tenebrosas: la era de Augusto y sus sucesores imperiales. Aunque los límites del Imperio no se desplazaron demasiado, todavía hubo generales que llevaron los estandartes romanos a fronteras más remotas.

Pero ese, por supuesto, es otro relato.