V
LA AMENAZA QUE BAJÓ DEL NORTE
LA ZONA EN CONFLICTO
El sur de Galia empezó a ser una zona de interés para los romanos desde el momento en que sus tropas plantaron por primera vez los pies en Hispania. En el año 197 ya controlaban toda la zona costera del este y del este de la Península Ibérica. A partir de ese momento, necesitaban una vía terrestre para viajar de Italia a Hispania.
Eso significaba dominar una extensa franja costera entre los Alpes y los Pirineos de más de quinientos kilómetros de longitud. Durante siglos, la potencia dominante de aquella zona había sido la próspera ciudad griega de Masalia, la actual Marsella, con la que Roma siempre había mantenido buenas relaciones. Pero el control que ejercía Masalia en sus inmediaciones no era suficiente, pues la ruta que a Roma le interesaba se extendía más de quinientos kilómetros.
La zona más peligrosa era la de los llamados Alpes Marítimos, donde las estribaciones alpinas se acercaban a la costa cerca de Nicea (Niza). Allí, las columnas de suministro romanos eran asaltadas a menudo por los ligures, un pueblo de las montañas dividido en aldeas y tribus. Su falta de unidad política hacía que, al igual que ocurría en Hispania, derrotar a un cabecilla y su horda de guerreros/saqueadores no resolviese el problema, pues al resto de las tribus les resultaba indiferente y seguían atacando con gran entusiasmo los convoyes romanos. Por ello, conquistar a los ligures se convirtió en una tarea muy lenta, y para consolidarla Roma tuvo que asentar a muchos de ellos en tierras del sur de Italia.
En los años 189 y 173 los ligures tendieron emboscadas a sendos gobernadores enviados a Hispania, y ambos perecieron junto con muchos de sus hombres. Durante las siguientes décadas la situación en la zona no hizo sino complicarse. La presión de las tribus celtas hacia el sur no dejaba de aumentar, como se demuestra en el hecho de que los masaliotas tuvieran que reforzar las murallas de su ciudad. Masalia, que era una potencia económica y no militar, se vio obligada en varias ocasiones a pedir ayuda ante aquellos ataques, y Roma hubo de intervenir en el año 154 en una campaña victoriosa contra los oxibios y los deciates.
Al principio, esa intervención no significaba que los romanos quisieran asentarse de forma permanente en aquella zona, que para ellos seguía siendo una ruta de paso. Pero en 125 Masalia volvió a pedir ayuda, y entre ese año y el 121, Roma organizó una campaña a mayor escala que las precedentes. En el año 123, Sextio Calvino decidió instalar una guarnición a unos treinta kilómetros al norte de Masalia, y llamó a la nueva colonia Aquae Sextiae (Aix-en-Provence).
Se trata de un nombre que conviene retener, pues apenas veinte años después quedaría grabado en los anales militares de Roma. La primera parte del topónimo, Aquae, se debía a las aguas termales de la zona, y la segunda al propio Sextio. Allí los romanos levantaron una fortaleza que controlaba el punto donde se cruzaban dos vías importantes: la que conducía de Masalia al río Druencia y la que llevaba del Ródano a Italia.
La fundación de Aquae Sextiae significó un punto sin retorno. Desde entonces, Roma se instaló en el sur de Galia y se anexionó toda la costa y una amplia franja hacia el interior para crear la provincia de Galia Transalpina.
Algunos negotiatores romanos e itálicos ya llevaban tiempo actuando en aquella región. Ahora, con la ventaja de verse protegidos por guarniciones militares, multiplicaron su actividad y empezaron a viajar con sus mercancías por las dos grandes rutas que se abrían hacia el interior de Galia: la del Ródano, que discurría hacia el norte entre los Alpes y el Macizo Central, y la del corredor de los ríos Aude y Garona, que conducía hasta el Atlántico.
El producto más apreciado por los pueblos del norte era el vino itálico, que se fabricaba cada vez en mayores cantidades en las fincas de régimen esclavista, tal como aconsejaba Catón. Además, gracias a que se transportaba en ánforas de barro cocido que una vez enterradas podían durar casi intactas por los siglos de los siglos, el vino ha sido una de las mercancías que ha dejado una huella más visible en el registro arqueológico.
A los galos, que en aquella época apenas cultivaban la uva, les gustaba tanto el vino que se calcula que importaban diez millones de litros al año. Como dice el historiador Diodoro:
Los galos son excesivamente adictos al vino, y se atiborran bebiendo sin mezclar el que llevan a su país los mercaderes. […] Por eso, muchos comerciantes itálicos, impulsados por su característico amor al dinero, consideran que la afición al vino de los galos es para ellos un regalo de Hermes [patrón del comercio]. Estos mercaderes transportan el vino por barco a lo largo de los ríos navegables y en carromatos por la llanura, y lo venden a un precio increíblemente alto. Por un ánfora de vino reciben un esclavo. ¡Un sirviente a cambio de un trago! (5.26.3).
En la segunda ruta comercial mencionada, la del Aude y el Garona, se fundó en 118 otra importante colonia: la ciudad de Narbona, germen de la provincia de Galia Narbonense. Más tarde, todo el sureste de Galia se conocería como «la provincia» por excelencia, nombre que se acabó convirtiendo en Provenza.
Durante todo ese tiempo, la intervención de Roma se limitó al sur de Galia. Lo más al norte que llegó su influencia fue cuando pactó una alianza con la poderosa tribu de los eduos, que habitaba en el curso alto del Ródano, en torno a la ciudad de Bibracte.
En época imperial, los romanos fijarían unas fronteras septentrionales bastante rígidas en el Rin y el Danubio, pero de momento sus límites eran mucho más difusos y permeables.
Para nosotros, acostumbrados a manejar desde niños mapamundis y globos terráqueos —y ahora el Google Earth—, resulta difícil comprender la visión geográfica de los romanos. Más que pensar en el mundo como bloques bidimensionales de territorios en una visión cartográfica, ellos lo veían como una red de líneas: ríos, litorales, cordilleras. Se trata de una visión que se ha denominado «odológica» por el término griego odós, que significa «camino». Solo hay que echar un vistazo a los mapas romanos, como la famosa Tabula Peutingeriana, para darse cuenta de que representaban con precisión las distancias y las vías de comunicación, pero no plasmaban las formas reales del terreno.
Para la élite cultural romana, que poseía una mentalidad lineal y cada vez más urbana, resultaba mucho más fácil comprender, abarcar y cartografiar el mundo oriental, que estaba sembrado de ciudades importantes unidas por líneas de comunicación y vías fluviales claras. En cambio, les era mucho más complicado visualizar el norte, donde no existía una infraestructura clara de ciudades y caminos.
Por eso, para los romanos todo lo que había al norte de Italia e Hispania, y también de Macedonia e Iliria más al este, era prácticamente terra ignota. Una vasta extensión de bosques y llanuras sumidos en brumas, a veces metafóricas y a veces literales, de la que parecían brotar como de la nada pueblos y tribus de los cuales a menudo tan solo conocemos el nombre.
Y fue de esa bruma de donde surgió la mayor amenaza que Roma había conocido desde Aníbal: los cimbrios.
EL ÉXODO DE UN PUEBLO
Al nordeste de Italia, en las tierras de Austria y Eslovenia, había un reino llamado Nórico habitado por tribus ilirias, pero dominado por un pueblo de origen céltico, los tauriscos, que mantenían un pacto de alianza con la República. Fueron ellos quienes, en el año 113, avisaron a los romanos de lo que se avecinaba. Según los primeros informes, había aparecido en sus fronteras una horda de tribus del norte, decenas o cientos de miles de guerreros acompañados por sus mujeres y sus hijos, todo un pueblo en marcha buscando tierras.
Eran los cimbrios.
Conviene no imaginarlos avanzando todos juntos y apelotonados como en una manifestación por las calles de Madrid o Barcelona. De haberse desplazado así, les habría resultado imposible encontrar comida y pienso para sus bestias, e incluso habrían tenido dificultades para atravesar parajes estrechos. No obstante, aunque los cimbrios viajaban por tribus dejando un amplio espacio entre ellas, cuando llegaba el momento sabían ponerse de acuerdo y combatir conjuntados. Las legiones no iban a tardar en comprobarlo.
Roma tenía varios motivos para intervenir en la región de Nórico. El primero, su alianza con los tauriscos, que debían honrar para mantener su prestigio. Además, en Nórico había unos yacimientos de oro tan productivos que años antes habían desatado una especie de fiebre entre los negotiatores romanos y provocado que el precio del oro en Italia bajara un 33 por ciento. Pero el motivo más importante era que las tierras montañosas de Nórico lindaban prácticamente con el nordeste de Italia y las inmediaciones de Aquilea, poblada por colonos romanos.
El cónsul Cneo Papirio Carbón acudió con un ejército a investigar y, si era preciso, actuar. Al principio acampó con su ejército en los Alpes, en un paso estrecho. Pero en cuanto supo que los cimbrios ya habían entrado en Nórico, él también avanzó más al norte.
Los cimbrios no tardaron en enviar embajadores a Papirio, y le pidieron disculpas por haber entrado en el territorio de una tribu aliada como la de los tauriscos, algo que habían hecho por ignorancia. En lo sucesivo, le dijeron, se abstendrían de actuar así.
Papirio o bien no se fiaba de las verdaderas intenciones de los cimbrios o bien decidió que se le presentaba una magnífica ocasión para obtener la gloria como militar, aunque fuera recurriendo a la traición. Después de despedirse en buenos términos de los embajadores cimbrios, los envió de vuelta con el grueso de su tribu. Como muestra adicional de buena voluntad, Papirio hizo que los acompañaran unos guías locales que debían orientarlos para salir del país de Nórico. Pero antes de que la comitiva partiera, el cónsul habló en privado con los guías y les pagó para que llevaran a los cimbrios por los desvíos más largos que conocieran.
Él, por su parte, condujo a sus hombres por una ruta más corta y se apostó en el camino que debían tomar los cimbrios, en una zona boscosa. Lo más probable es que llevara consigo dos legiones con otras dos unidades de aliados, el típico ejército consular. Aun sin gozar de superioridad numérica —tal vez ignoraba la verdadera magnitud del enemigo—, confiaba en que las condiciones del terreno, elegido por él, le favorecerían lo bastante como para causar una masacre.
Y se produjo una masacre, en efecto. Pero de romanos. Los cimbrios, aparte de ser muchos más, demostraron también que estaban acostumbrados a pelear en aquel tipo de paraje y que eran unos magníficos guerreros, y aplastaron a las tropas de Papirio Carbón. Si no perecieron todos los romanos fue porque cayó la noche, acompañada por un repentino aguacero que interrumpió la batalla.
Los supervivientes del ejército consular tardaron en reagruparse tres días y volvieron a Roma con Papirio. En lugar de la gloria, el cónsul había cosechado una vergonzosa derrota por subestimar tanto el valor como, sobre todo, el número de sus adversarios, que según las fuentes eran doscientos o trescientos mil. Aunque no todos fuesen guerreros, una alta proporción de sus varones adultos debía de estar preparada y armada para combatir.
Esta fue, pues, la toma de contacto de los romanos con los cimbrios. Tras su primera derrota, sin duda intentaron averiguar más sobre ellos. Pero ¿quiénes eran en realidad aquellos misteriosos bárbaros del norte?
Se trata de un enigma que ya intrigó a los autores antiguos y que no está todavía resuelto. Todos los indicios apuntan a que hasta poco tiempo antes el grueso de las tribus cimbrias habitaba en la península de Jutlandia, la actual Dinamarca.[14] Aquellas tierras habían conocido una época de esplendor durante la Edad de Bronce, que duró hasta el año 500. Después, cuando entraron en su propia Edad de Hierro, sus condiciones de vida se deterioraron. Por una parte, las tribus celtas se extendieron rápidamente por Europa central e interceptaron las rutas comerciales que unían desde hacía miles de años Escandinavia con el Mediterráneo. A partir de ese momento, la ruta del preciado ámbar ya no partía desde Dinamarca, sino desde el Báltico, y bajaba por el Dniéper y el Vístula hasta llegar al Egeo. Aquello empobreció sobre todo a las élites nórdicas, las más beneficiadas hasta entonces del comercio. En el registro arqueológico, eso se revela en que a partir del año 500 los enterramientos son más modestos y, sobre todo, más igualitarios, lo que demuestra que los ricos eran mucho menos ricos.
Por otra parte, el clima de aquella zona, que hasta entonces había sido bastante suave, se enfrió, acaso por cambios en las corrientes marinas. Aunque los datos no son del todo seguros, existen ciertas pistas de este cambio. Lo revelan, por ejemplo, las capas de esfagno, un musgo esponjoso que absorbe el agua de los pantanos y al que los daneses llaman «carne de perro» por su textura y su color entre pardo y rojizo. Además, se sabe que por esta época los nórdicos, que hasta entonces dejaban que sus rebaños pastaran a la intemperie, empezaron a cobijarlos en establos para protegerlos del frío de la noche y de las peores nevadas invernales.
El empeoramiento del clima podría explicar muchos desplazamientos de tribus hacia el sur a partir del siglo V a.C. El modelo recuerda un poco al dominó, y podría explicar por qué los galos se instalaron en el valle del Po después del año 400, se internaron en Italia y llegaron a saquear Roma en 387. (Algo similar ocurriría siglos más tarde, cuando el movimiento de los hunos hacia el oeste desencadenó una oleada de migraciones en masa entre los pueblos germanos).
Pero en el caso concreto de los cimbrios se había producido una catástrofe más grave y, sobre todo, más acelerada. El geógrafo Estrabón la llama plemmyrís, un aumento brutal del nivel del mar en torno al año 120. En el mismo texto, Estrabón comenta que le parece un argumento inverosímil, pues la marea sube y baja todos los días sin causar esos cataclismos. Además, añade que los cimbrios seguían viviendo en la península de Jutlandia en su propia época, en tiempos de Augusto (7.2).
Estrabón, sin conocer el término, era un «gradualista», partidario de los cambios geológicos muy lentos. Lo cierto es que a veces una tormenta o una serie de tormentas muy intensas pueden provocar subidas locales y violentas del nivel del mar, sobre todo en zonas de costa baja: los vientos, como no dejan de soplar, «apilan» el agua contra el litoral. Si esto coincide con la marea alta, el agua sube mucho más. Así sucedió, por ejemplo, entre el 31 de enero y el 1 de febrero de 1953 en el mar del Norte, donde se produjo un tremendo temporal que provocó una gran inundación. El país más afectado fue Holanda, con casi dos mil muertos, debido a que buena parte de su territorio se halla bajo el nivel del mar. Pero incluso en Inglaterra perecieron más de trescientas personas.
En el caso de los cimbrios, aquella catastrófica tormenta o serie de tormentas debió de cambiar la forma del litoral e inundar buena parte de sus tierras de labor. La comarca donde habitaban ya no podía sustentar tanta población. Algunas tribus se quedaron en su territorio original, lo que explica el comentario escéptico de Estrabón; de hecho, Jutlandia siguió llamándose «Península Cimbria». Pero muchas otras se pusieron en marcha en una épica peregrinación de miles de kilómetros que los llevaría a penetrar en territorio romano.
Todavía queda una última cuestión que dilucidar sobre los cimbrios. ¿Eran celtas o germanos? En la mayoría de los textos actuales se los considera germanos, una etnia con la que hasta ese momento Roma no había tenido contacto. Eso explicaría que al principio los romanos los creyeran celtas, pues celtas eran las tribus bárbaras del norte con las que llevaban enfrentándose desde hacía más de dos siglos y medio. Sin embargo, hay estudiosos, como el canadiense David K. Faux, que, basándose en datos arqueológicos y de genética de poblaciones, sostienen que los cimbrios eran celtas prácticamente incrustados entre pueblos germánicos. Personalmente, me inclino a creer que eran germanos, y así los denominaré en ocasiones. De todos modos, no es una cuestión vital, ya que entre celtas y germanos no existía una división tan nítida como se puede creer. A veces sus territorios se solapaban, y había grupos que adoptaban costumbres, armamento e incluso usos idiomáticos de los vecinos. La equivalencia raza=lengua=cultura=territorio es una invención fantasiosa —y peligrosa— de la historiografía posterior, sobre todo de la romántica y nacionalista del siglo XIX.
Tras derrotar a Papirio y sus legiones, los cimbrios prosiguieron con su viaje. Podrían haberse dirigido al sur y asentarse en la llanura del Po, o al menos saquearla, porque tenían expedito el camino. Sin embargo, por razones que se desconocen prosiguieron en dirección noroeste, hacia el curso superior del Rin. Quizá estaban lo bastante informados como para saber que a los romanos no bastaba con vencerlos una sola vez, y prefirieron presas más fáciles y menos organizadas.
Durante cuatro años, los cimbrios desaparecieron una vez más de los registros, como si se los hubiera tragado la tierra. No resulta extraño: a estas alturas el norte de la Galia era para los romanos como esos territorios de los juegos de estrategia del tipo Age of Empires que se encuentran sumidos en la oscuridad de la fog of war, la niebla de guerra.
¿Qué hicieron los cimbrios en ese intervalo? Quizá continuaron vagando entre la Galia y Germania, o se establecieron un tiempo en alguna comarca. Lo ignoramos. Pero en el año 109 volvieron a aparecer en el campo de acción de los romanos, bajando por el curso del Ródano.
Cuando el cónsul Junio Silano les salió al paso, los cimbrios enviaron embajadores para explicar al senado que venían en son de paz y que tan solo deseaban tierras donde asentarse. A cambio, dijeron, ofrecerían a la República sus servicios como guerreros. De haberse producido un acuerdo, habría anticipado el arreglo que existió varios siglos después entre el Imperio y otras tribus germanas como los visigodos.
Pero la solicitud fue denegada, y aquella negativa provocó una nueva batalla. Dónde se libró, tampoco se sabe; tal vez al noroeste de los Alpes, cerca del lago Lemán. De lo que no cabe duda es del resultado: los romanos volvieron a ser derrotados. Silano regresó a Roma y cinco años después se vería imputado en un juicio por aquel fracaso, aunque resultó absuelto. Por su parte, los cimbrios se alejaron de nuevo, en esta ocasión hacia el oeste, y durante un tiempo permanecieron en el valle del río Sena.
Tras perder dos batallas, el prestigio de Roma en el sur de Galia empezaba a tambalearse. En el año 107, los tigurinos, una tribu que pertenecía al gran grupo de los helvecios, aprovecharon para pescar en río revuelto. Abandonando su territorio en la actual Suiza invadieron el suroeste de Aquitania y atacaron a los nitióbroges, aliados de Roma; no se trataba precisamente de una excursión campestre, sino un viaje de cientos de kilómetros que realizaron con toda impunidad.
Ese mismo año, Mario fue elegido cónsul y se las arregló para que la asamblea del pueblo le asignara el mando de la guerra contra Yugurta. A cambio, su colega Casio Longino, recibió el encargo de meter en cintura a los tigurinos.
Casio los persiguió hasta el Atlántico. Pero cuando estaba de regreso, los tigurinos, mandados por su caudillo Divicón, le tendieron una emboscada en Burdigala en la que perecieron el propio cónsul y su legado, el excónsul Lucio Pisón. Miles de soldados volvieron a quedar rodeados, como había ocurrido en las Horcas Caudinas y en la batalla de Sutul. Para que los tigurinos les perdonaran la vida, tuvieron que entregar rehenes, la mitad de sus víveres y equipo y, para colmo, pasar bajo el humillante yugo. Al volver a Roma, el legado que había negociado la rendición fue condenado al destierro.
Como se ve, la situación era mucho más preocupante en el norte que en Numidia, lo que explica que hasta entonces el senado se hubiese mostrado tan reacio a involucrarse a fondo en la guerra contra Yugurta. Las legiones habían sufrido ya tres humillantes derrotas ante cimbrios y tigurinos, y decenas de miles de bajas. Para colmo, en el este se seguía combatiendo contra los escordiscos. Allí las cosas iban mejor, pero las incursiones constantes del enemigo obligaban a mantener en la región un ejército entero bajo el mando prorrogado de Minucio Rufo, que había sido cónsul en 110.
En Galia, la pérdida de prestigio y autoridad de Roma había llegado a tal punto que la tribu de los volcas tectósages, que tenía un tratado de alianza con la República, lo rompió, tomó la ciudad de Tolosa y atrapó allí a la guarnición romana.
El encargado de suprimir aquella revuelta fue uno de los cónsules del año 106, Quinto Servilio Cepión. Partidario del bando de los optimates, presentó una ley por la que los jurados volvieron a ser elegidos de entre los senadores y no de entre los caballeros. Después de hacer que se aprobara, se puso en marcha y reconquistó Tolosa, asaltándola por sorpresa en la oscuridad de la noche.
En aquella ciudad se guardaba un enorme tesoro cuya historia resulta un tanto rocambolesca, y que probablemente esté adornada con algunas pizcas de ficción y folklore. En el año 279, una coalición de tribus celtas mandadas por un tal Breno, tocayo del caudillo que había tomado Roma un siglo antes, invadió Grecia y, entre otros lugares, saqueó Delfos. Allí, en el oráculo, se acumulaban ingentes riquezas, pues pueblos de todo el Mediterráneo llevaban siglos enviando valiosas ofrendas al oráculo del dios Apolo.
En aquella coalición de asaltantes habían participado los tectósages, que después se dirigieron a Galia con lo que les tocó del botín y se instalaron en Tolosa. Allí consagraron parte del tesoro y otra la arrojaron a los lagos de la región; en teoría, porque ese oro y esa plata robados de forma sacrílega estaban malditos y querían congraciarse así a los dioses.
Servilio Cepión se apoderó del tesoro sacándolo de los templos y del fondo de las lagunas sagradas, e informó al senado de que había reunido quince mil talentos entre oro y plata. Una cantidad respetable, pero más verosímil que los cientos de miles de talentos que mencionan las fuentes más exageradas y que suponen un orden de magnitud más.
Aquel dinero nunca llegó a Roma, ni tan siquiera a Masalia, pues el convoy que lo transportaba fue atacado por salteadores que lo robaron todo. Las sospechas recayeron sobre el propio cónsul, que habría organizado todo aquello para apoderarse del oro. Por el momento quedó impune, pero en 104 fue juzgado en la quaestio auri Tolosani y se le condenó al destierro, que pasó en Esmirna. Mientras tanto, la leyenda del oro de Tolosa no dejó de crecer.
LA BATALLA DE ARAUSIO
Después de derrotar al cónsul Silano, los cimbrios habían hecho de nuevo mutis tras el telón. Pero a finales del año 106 volvieron a ponerse en marcha hacia el sur e invadieron terreno romano por tercera vez.
A estas alturas, ya llevaban quince años fuera de su patria de origen, lo que significa que para los más jóvenes de aquel pueblo errante la península de Jutlandia y la catástrofe que los había expulsado de sus hogares debían de ser poco más que un recuerdo nebuloso.
Por dos veces habían derrotado a los romanos, y por dos veces habían tenido la posibilidad de invadir Italia, una de ellas por el este y la otra por el oeste. ¿Qué harían esta vez? Aunque nadie lo sabía, en Roma la situación pareció lo bastante preocupante como para prorrogar el mandato de Servilio Cepión como procónsul y al mismo tiempo enviar al norte a uno de los cónsules del año 105, Cneo Malio Máximo, con un segundo ejército.
Para evitar conflictos entre ambos, se estipuló que el Ródano delimitaría sus respectivas provincias: al oeste Cepión y al este Malio. Este último envió río arriba a su legado Marco Aurelio Escauro en una misión de avanzadilla con el fin de que le avisara con tiempo del avance y las intenciones de los cimbrios.
Escauro y sus hombres se toparon con los cimbrios y fueron derrotados. El propio legado cayó derribado del caballo, y lo llevaron ante el consejo de jefes de las tribus. Allí, el caudillo principal, Boyórix, lo presionó para que ejerciera de mediador, pero Escauro se negó y fue ejecutado.[15]
Al tener noticia de la muerte de su legado y la pérdida de los hombres que iban con él, Malio comprendió que los cimbrios bajaban por su orilla del Ródano y que se hallaba en grave peligro ante una marea humana como aquella, de modo que envió mensajeros al otro lado del río y reclamó la ayuda de Cepión.
Aquí entró en juego la famosa competitividad de la élite romana. En tanto que cónsul en ejercicio, Malio superaba en rango a Cepión, cuyo mando había sido prorrogado. Sin embargo, Cepión se resistía a subordinarse a un vulgar homo novus sin cónsules entre sus antepasados, y durante varios días se negó a cruzar el Ródano alegando que el mando de la Galia le pertenecía.
Cuando por fin lo hizo, en lugar de reunirse con Malio, plantó su campamento unos kilómetros al norte, más cerca del frente de avance del enemigo. No tardaron en llegar ante él enviados de rango senatorial para rogarle que colaborara con el cónsul, pero se negó a hacerles caso. Su intención era combatir él solo con su ejército para no compartir la gloria con ningún otro general.
Algo parecido había ocurrido en el año 225, en la batalla de Telamón. En aquella ocasión un ejército galo invadió Italia y se enfrentó con dos ejércitos consulares, el de Emilio Papo y el de Atilio Régulo. Este se empeñó en plantar batalla antes que su colega; una tozudez que le costó la vida y, literalmente, la cabeza, que fue exhibida como trofeo en el campo de batalla. A cambio, en aquella ocasión los romanos consiguieron encerrar a sus enemigos entre dos frentes y acabaron aplastándolos y obteniendo una de las victorias más resonantes de su historia.
Cepión planeaba actuar como Régulo. A ser posible, sin perder la cabeza. Su conducta permite deducir que se sentía optimista: sus tropas ya habían adquirido experiencia y tenían la moral alta tras sus victorias contra los tectósages y la toma de Tolosa. Derrotando a aquel enemigo que había humillado por dos veces a Roma, el procónsul conseguiría pasar a los anales y desfilar en triunfo por las calles de la ciudad.
De haberse reunido, los ejércitos de ambos generales habrían sumado entre sesenta y ochenta mil hombres, una fuerza formidable tratándose de un ejército romano. Frente a ellos, llegaba ya río abajo una nube de invasores, trescientos mil según Plutarco. No todos podían ser combatientes, pero está claro que superaban a los romanos en número. Y no eran salvajes ni bárbaros que atacaran a lo loco para cansarse y retirarse enseguida, tal como aseguraba el tópico sobre los guerreros del norte. Ya habían demostrado en ocasiones anteriores que, si los romanos querían derrotarlos, tenían que exigirse a sí mismos sus mejores prestaciones militares.
Los cimbrios volvieron a mandar embajadores a los romanos y les solicitaron tierras, y también grano para alimentarse y poder sembrar. Aunque aquí nos faltan detalles, por lo que cuentan los textos de César sabemos que este tipo de entrevistas solía celebrarse en terreno neutral. En este caso, es posible que se tratara de una reunión a tres bandas: los emisarios cimbrios, el séquito de Malio y el de Cepión, que más que compatriotas parecían enemigos.
Malio escuchó con cortesía a los enviados, pero Cepión montó en cólera y no solo los despidió con cajas destempladas sino que estuvo a punto de matarlos. Convencidos de que únicamente por la fuerza obtendrían lo que habían pedido, los cimbrios atacarán al día siguiente, 6 de octubre del año 105.
Los relatos sobre la batalla que siguió son confusos, algo que no solo se debe a la pérdida de fuentes, sino también al propio resultado de la contienda, de modo que lo que narro a continuación es una posible reconstrucción de los hechos.
Cepión, que era quien se encontraba más cerca del frente enemigo, trató de detener la primera acometida de los cimbrios, pero fracasó. Muchos de sus hombres murieron allí mismo, otros se refugiaron en el campamento y muchos siguieron hacia el sur, en dirección al ejército del cónsul Malio. Los cimbrios, victoriosos, los persiguieron. Pero eran tantos que parte de ellos se desgajaron del grueso principal y asaltaron el campamento de Cepión.
En el capítulo sobre la guerra de Yugurta comenté que era muy raro que un castra romano fuese tomado por el enemigo a no ser que las legiones instaladas en él hubiesen sido previamente derrotadas. En el caso de Arausio, precisamente, se cumplió esa condición. El campamento no tardó en caer en poder de los cimbrios, que lo saquearon y arrasaron, matando sin distinción a todos sus ocupantes, soldados y sirvientes civiles.
Ese mismo día se produjo una segunda batalla entre los cimbrios y los hombres de Malio. Estos debían de haber recibido ya a los supervivientes de la primera refriega; a esas alturas, más que servir de refuerzo, lo único que hicieron los fugitivos fue desordenar las filas del cónsul y hundir su moral. El frente de los cimbrios se abatió como una plaga de gigantescas langostas sobre las legiones de Malio, las flanqueó por su ala derecha y las encerró contra el río Ródano.
Aquella fue la segunda masacre del día. Arrinconados, los soldados del cónsul murieron por decenas de miles. El campamento de Malio fue saqueado y destruido como el de Cepión. De nuevo, los cimbrios no se molestaron en tomar prisioneros, lo que explica el asombroso número de bajas.
El 6 de octubre se convirtió en un hito señalado en la historia romana, pero no como lo habrían deseado Cepión y Malio. Desde entonces fue señalado como día nefastus, una fecha de mal agüero en la que no se podía llevar a cabo ninguna actividad pública.
No uno, sino dos ejércitos consulares habían perecido aplastados por el rodillo germano. Las derrotas anteriores habían sido humillantes, pero la de Arausio costó además muchísimas vidas de romanos y de aliados itálicos. Ambos cónsules lograron sobrevivir (algo que demuestra, de paso, que su conducta no fue un prodigio de heroísmo), pero Malio perdió a dos hijos en la batalla. Otro personaje del que seguiremos oyendo hablar, Quinto Sertorio, que por aquel entonces era tribuno militar, se salvó cruzando a nado el medio kilómetro que lo separaba de la otra orilla, hazaña nada desdeñable si se tiene en cuenta que cargaba con coraza y escudo.
Las cifras de muertos que ofrecen las diversas fuentes no coinciden, pero tampoco discrepan de forma exagerada. Según Livio y Orosio, perecieron ochenta mil soldados y cuarenta mil personas más entre sirvientes, mercaderes, artesanos, seguidoras de campamento, etc. Si atendemos a Diodoro de Sicilia, cayeron sesenta mil combatientes, un número que, dada la magnitud de la batalla, parece verosímil.
No es de extrañar que los relatos sobre este desastre sean poco precisos, puesto que tanto los supervivientes del entorno de Cepión como los del círculo de Malio tratarían de contar versiones contradictorias. Unas versiones que seguramente creían. Si en el caos de la batalla no resulta fácil describir de forma razonada lo que está ocurriendo, lo es mucho menos cuando tus tropas están siendo machacadas por un enemigo que parece salido de una pesadilla y el pánico cunde por tus filas como un incendio entre las mieses.
Arausio supuso para Roma un desastre solo comparable al de Cannas. Cuando las noticias llegaron a la ciudad, miles de personas lloraron a sus hijos, sus hermanos, sus padres o sus esposos. Hubo un momento en que el senado tuvo que decretar que se reprimieran las muestras de dolor para evitar que la moral pública se colapsara del todo.
Las puertas de Italia se hallaban abiertas de nuevo. Y esta vez de par en par, porque los romanos, después de perder dos ejércitos consulares, no tenían apenas efectivos que oponer a los cimbrios. En la ciudad se preguntaban qué harían los germanos a continuación. Si decidían bajar hacia el sur, ¿con qué tropas podrían detenerlos?
Al final de La guerra de Yugurta, Salustio describe el sombrío estado de ánimo que reinaba entonces. Toda Italia temblaba literalmente de pánico. Desde el punto de vista romano, galos, cimbrios y germanos eran una misma cosa: bárbaros del norte. Los viejos terrores provocados por Breno y sus saqueadores renacieron aumentados, y se quedaron tan grabados en la mente colectiva que desde entonces los romanos no dejaron de pensar que, mientras que a los demás pueblos podían someterlos gracias a su valor, cuando se trataba de combatir contra los guerreros norteños lo que se hallaba en juego no era la gloria, sino su propia existencia. Una creencia tan arraigada que llegaba todavía hasta los propios días de Salustio, contemporáneo de César.
El otro cónsul del año 105 era Rutilio Rufo, a quien ya hemos visto como legado de Metelo y colega de Mario en la campaña de Numidia. Ante el pánico general, decretó que todos los varones jóvenes juraran que no abandonarían territorio italiano. Por si aquel voto solemne no bastaba, despachó mensajeros a todos los puertos de la costa para ordenar que no se permitiese subir a bordo de ninguna embarcación a nadie menor de veinticinco años.
Rutilio alistó todos los hombres que pudo y decidió entrenarlos a conciencia. Incluso recurrió a lanistas, maestros de gladiadores del ludus de Cayo Aurelio Escauro, para que enseñaran a los reclutas a lanzar y parar estocadas de forma más eficaz.
Fue uno de los momentos más oscuros de la República. Por primera vez desde la guerra contra Aníbal, los habitantes de Roma veían en peligro no ya su dominio sobre otros pueblos, sino sus propias vidas.
En tiempos desesperados suelen tomarse medidas extraordinarias, a veces para bien y otras para mal. Las miradas de todos los romanos se volvieron al sur y se enfocaron sobre el general que había logrado terminar aquella inacabable guerra contra Yugurta. Si él había triunfado finalmente donde otros incompetentes y corruptos habían fracasado, ¿por qué no podía volver a ocurrir un milagro?
LA HORA DE MARIO
Para los romanos resultaba mucho más tranquilizador convencerse de que si los cimbrios los habían derrotado tres veces, había sido por culpa de generales ineptos. De lo contrario, no les quedaría otro remedio que pensar que aquellos hombres eran muy superiores a ellos uno por uno, unos guerreros invencibles. En tal caso no tendrían más alternativa que renunciar a toda esperanza.
Así pues, a los cincuenta y dos años, a Cayo Mario le llegaba el segundo gran momento, aún más trascendental que el primero. El hombre nuevo de Arpino fue proclamado candidato in absentia —una clamorosa ilegalidad— y elegido cónsul en octubre o noviembre. Cuando le llegó la noticia se encontraba todavía en África, solucionando detalles militares y administrativos y organizando su victoria.
Poco después se embarcó para Roma. El día primero del año 104, en las calendas de enero, celebró el triunfo por la guerra de Yugurta. En aquellos días de zozobra, el magnífico espectáculo elevó la moral de la ciudad.
A pesar de que entre el botín que Mario mostró ante el pueblo de Roma había tres mil setecientas libras de oro, casi cinco mil ochocientas de plata sin acuñar y doscientas ochenta y siete mil dracmas, la pieza más preciada de aquel tesoro era el propio Yugurta. El númida desfilaba junto a sus dos hijos delante del carro del cónsul, vestido con galas reales y cargado de cadenas mientras la gente disfrutaba de lo lindo abucheándole.
Cuando terminó la procesión, Yugurta fue conducido al Tuliano, la prisión situada junto a las Gemonias, unas escaleras que subían del Foro al Capitolio y por cuyos peldaños rodaban los cuerpos de los malhechores ejecutados por los verdugos públicos. El Tuliano, en su origen una cisterna, era un lugar lóbrego y húmedo. Los carceleros le quitaron a Yugurta los ropajes de seda y le arrancaron los pendientes de oro, con tal codicia que uno de ellos le desgarró el lóbulo de la oreja. Después lo bajaron a la celda, una especie de pozo de cuatro metros de profundidad y paredes circulares. Es posible que hubiera agua en el fondo, porque se cuenta que al entrar Yugurta exclamó con ironía: «¡Por Hércules, qué fría está vuestra bañera!». Allí lo abandonaron a su suerte, y murió seis días después de inanición. En cuanto a sus hijos, pasaron el resto de su vida como cautivos en Venusia, una ciudad situada en tierras samnitas.
Por su parte, Mario disfrutó de su gran día de gloria y subió las escalinatas del templo de Júpiter Capitolino con el rostro pintado de rojo imitando el color de la estatua del dios. A continuación, celebró allí mismo, en el Capitolio, una reunión del senado y se presentó en ella ataviado con el manto triunfal, teñido todo entero de púrpura y recamado con estrellas de oro. Cuando vio que a los senadores parecía ofenderles tal muestra de prepotencia, Mario pidió disculpas, se quitó el manto y se puso la toga normal, que era blanca y únicamente tenía púrpura en los bordes. ¿Había entrado vestido como triunfador por descuido? Más bien da la impresión de que quería demostrar a los senadores que aquel homo novus que no hablaba griego había llegado a lo más alto sin su ayuda. De hecho, ahora eran ellos quienes, en unas circunstancias desesperadas, dependían de él.
Después del triunfo, el flamante cónsul se puso manos a la obra. De nuevo, la información que nos ha llegado no es tan clara como querríamos. Según las Estratagemas de Frontino, cuando Mario se vio en la tesitura de escoger entre dos ejércitos, el que había reclutado Rutilio Rufo, cónsul del año anterior, y el de Metelo que él mismo había mandado en Numidia, prefirió el de Rutilio aunque fuese inferior en número, pues se fiaba más de su disciplina (4.2.2).
Esto parece muy improbable, ya que con esos hombres había ganado varias batallas y triunfado en difíciles asedios. La explicación más verosímil es que Mario licenció a los soldados que llevaban luchando en África desde las primeras campañas de la guerra, y se quedó con los refuerzos que había alistado personalmente durante su primer consulado en el año 107, incluidos los famosos voluntarios de la clase proletaria. A estos hombres les sumó los reclutas de Rutilio, y de esa manera reunió un ejército consular completo.
Indudablemente, Mario se tenía que plantear por qué las legiones habían perdido tres batallas contra los cimbrios, la última con resultados catastróficos. Por más que algunas fuentes hablen de cientos de miles de guerreros y que aceptemos que los invasores germanos gozaban de superioridad numérica, esta no podía ser tan exagerada como para ser la única explicación.
Examinemos más de cerca a los guerreros cimbrios, aprovechando que Plutarco los describe en algún pasaje. Eran, nos explica el autor de Queronea, hombres muy altos, y tenían los ojos de un color azul pálido. Precisamente este rasgo era el que hacía conjeturar que se trataba de germanos de los pueblos que vivían junto al «océano boreal», término que se refería al mar del Norte y al Báltico.
Si consideramos que los cimbrios eran de origen escandinavo y extrapolamos usando datos del presente, podemos aventurar que, como promedio, sus guerreros les sacaban seis o siete centímetros de estatura a los romanos; una ventaja que, lógicamente, también se traducía en peso y masa muscular bruta. Insisto en que hablamos de promedios, lo que no significa que todos los cimbrios fuesen más altos que el más alto de los romanos. Pero esa diferencia influía en el combate y, sobre todo, en la moral: las constantes referencias en la literatura latina a la estatura de los germanos hacen pensar que los romanos se sentían algo acomplejados ante ellos y los veían incluso más altos de lo que de por sí eran.
Mario sabía que el estilo de lucha al que se iban a enfrentar sus legiones no era el de los númidas. Estos atacaban a la carrera, disparaban flechas y venablos desde lejos y se retiraban rehuyendo el choque directo. Los cimbrios, en cambio, buscaban ese choque para aprovechar su estatura y corpulencia y aplastar las filas enemigas como un rodillo.
El primer tipo de combate exigía resistencia, paciencia y sangre fría. Para prevalecer en el segundo, los hombres de Mario necesitaban no solo esa resistencia, sino además una gran fuerza física y muchas agallas.
Eso requería un adiestramiento diferente. Así se comprende por qué Rutilio Rufo decidió que sus reclutas practicaran con gladiadores. Lo más probable es que cuando Mario juntó a sus soldados de África con los de Rutilio los sometiera a todos a la misma disciplina.
La idea era que los legionarios mejoraran sus habilidades como luchadores individuales. Cuando se enfrentaran con los gigantes del norte, no les bastaría con mantener la disciplina de filas como si fueran una falange de hoplitas. Llegado el momento de la verdad, cada hombre tendría que quedarse solo ante su enemigo, fiándose únicamente de su escudo y de su espada, como un gladiador sin público en una arena reducida y repetida miles de veces por todo el campo de batalla.
Para adiestrarse, los gladiadores practicaban sus técnicas con el palus, un poste de madera contra el que dirigían sus golpes. Al principio de su entrenamiento no utilizaban espadas de acero, sino la rudis, un arma de madera, pero también usaban hojas de metal más pesadas y escudos más aparatosos para fortalecer los brazos, y ese fue el sistema que debieron de utilizar los soldados de Mario.
Aparte de adiestrarlos en esgrima individual, Mario sometió a todos sus hombres a la disciplina que tan bien le había valido en Numidia, y que no era otra que la que él, Rutilio y Metelo habían aprendido en Numancia con Escipión Emiliano. Marchar, construir campamentos, montar guardias, levantar campamentos, marchar, cavar… El mejor manjar era el hambre y el lecho más mullido el cansancio y el sueño.
No cabe duda de que Mario sometió a sus hombres a una preparación concienzuda, consciente de que Roma se jugaba sus dominios en el norte y acaso su supervivencia. Ahora bien, ¿es cierto que, como puede leerse en muchos sitios, en el proceso transformó de arriba abajo el ejército? Examinemos la cuestión con más detalle.
LAS REFORMAS DE MARIO
La tradición atribuye a Mario una serie de cambios que habrían convertido la milicia ciudadana de manípulos en un ejército profesional de cohortes. Pero, en realidad, muchas de esas reformas eran tendencias que venían de antes.
Una de esas tendencias afectaba al criterio de reclutamiento. Desde los orígenes de Roma, los ciudadanos eran censados y clasificados por sus riquezas cada cinco años. Después se los distribuía en cinco clases, cada una de las cuales se dividía a su vez en varias centurias. En el fondo de la pirámide económica y social se hallaba la última centuria, una no-clase donde se apretujaban los proletarios o capite censi que no tenían más posesión que sus hijos. Estaban exentos del servicio militar a no ser que se produjera un tumultus, una situación de emergencia como la que se dio tras el desastre de Cannas.
Conforme Roma ampliaba sus operaciones a más escenarios bélicos y hacían falta más legiones, los censores fueron rebajando sus exigencias pecuniarias. En los primeros tiempos, únicamente los ciudadanos con un patrimonio superior a once mil ases servían en el ejército. A mediados del siglo II, la cifra ya se había reducido a cuatro mil ases, y en el año 129 cualquiera con un patrimonio por encima de mil quinientos ases podía ser llamado a filas. Aun así, seguía resultando complicado encontrar suficientes soldados; fue esa dificultad la que motivó a Tiberio Graco a repartir tierras para que aumentara el número de ciudadanos con patrimonio suficiente para ser reclutados.
Como ya vimos, durante la guerra de Yugurta, Mario fue un paso más allá y acudió a la vasta reserva de los capite censi. Todo el que quiso, sin importar su patrimonio, pudo alistarse en su ejército. A partir de Mario, muchos otros generales imitaron su ejemplo.
A menudo se dice que, al actuar así, Mario profesionalizó el ejército y que, aunque su intención fuese salvar a Roma en una grave emergencia, esa reforma socavó las raíces de la República. ¿Por qué? Porque los proletarios que se presentaban voluntarios al ejército lo hacían no para defender su patria, sino por ganarse el sustento. Para ello dependían de su general. Mientras estaban en activo, necesitaban que este les pagara la soldada y les diera permiso para saquear ciudades y expoliar tesoros. Y cuando se licenciaban, les hacía falta que su general presentara leyes agrarias para repartirles tierras, aunque eso significara oponerse al senado.
Debido a esa dependencia, los soldados eran más fieles a sus generales que a la República, hasta el punto de que estaban dispuestos a rebelarse contra la propia Roma si lo ordenaba el líder que les garantizaba su sustento. Así actuaron, por ejemplo, los ejércitos de Sila y César, y después los de Octavio y Antonio.
Esta exposición es matizable en algunos detalles. Aparte de que Sila y César insistían en que ellos eran los verdaderos defensores de la República, hay que añadir que sus legiones seguían sin ser del todo profesionales. Es cierto que muchas de ellas pasaron largo tiempo movilizadas y lucharon tantas batallas que sus prestaciones podrían calificarse como profesionales, pero lo mismo cabe decir de las unidades que combatieron en la Segunda Guerra Púnica. Para ser exactos, no puede afirmarse que existió un ejército verdaderamente profesional hasta la época de Augusto.
Por otra parte, el saqueo y el botín siempre habían sido un señuelo para alistarse: recordemos a los soldados de Escipión Emiliano irrumpiendo en plena batalla en el templo de Reshef para arrancar a espadazos las placas de oro. Además, que Mario y otros generales alistaran a proletarios no quiere decir que todos sus reclutas fuesen proletarios. Considerar que fueron los ejércitos formados por ciudadanos pobres los que hundieron la República no deja de ser un tanto clasista, amén de simplista.
Esta fue la más complicada y, podríamos decir, «ideologizada» de las reformas de Mario, no tanto por él como por los ríos de tinta que han corrido desde entonces. Pero se supone que Mario introdujo bastantes cambios más.
Por ejemplo, en los símbolos militares. Todo el mundo conoce las águilas que representaban a las legiones, como la que aparece en la portada del primer volumen de Roma victoriosa. Sin embargo, durante siglos los romanos utilizaron para sus estandartes otros animales reales, como el caballo, el lobo o el jabalí, o incluso bestias imaginarias como el minotauro. Según un texto de Plinio el Viejo, fue Mario quien unificó criterios, de modo que a partir de él la insignia de cada legión fue un águila de plata o de oro (10.16).
Estas águilas recibían culto religioso. Perder una de ellas se consideraba una terrible deshonra no solo para el portaestandarte que la custodiaba, sino también para toda la unidad y para su general. Con tal de que el enemigo no les arrebatara su águila, los soldados estaban dispuestos a todo. En el año 55, cuando los hombres de César no se decidían a desembarcar en una playa plagada de britanos, el portaestandarte de la Décima legión se arrojó al agua y corrió hacia la orilla exclamando: «¡Saltad, soldados, a no ser que queráis entregar vuestra águila a los enemigos!». Espoleados por el ejemplo, los legionarios se decidieron a desembarcar y pusieron en fuga a los britanos.
Las reformas más profundas afectaron a la propia estructura de la legión, pero todo sugiere que Mario ya se las encontró hechas. En las guerras contra Pirro y los cartagineses, la unidad táctica mínima era el manípulo, formado por unos ciento veinte hombres divididos en dos centurias. En la época de Mario, en cambio, esa unidad táctica era la cohorte, que constaba de seis centurias. Al tener más miembros que el manípulo, entre cuatrocientos cincuenta y seiscientos, la cohorte podía funcionar como un ejército en miniatura, algo que venía bien en misiones que no requerían de una legión entera pero sí de una fuerza de choque considerable.
Cada legión constaba de diez cohortes. Eso significa que, dependiendo de las condiciones del reclutamiento, una legión completa podía tener entre cuatro mil quinientos y seis mil soldados.
Al mando de cada centuria había un centurión, cuyo rango dependía de la numeración de su centuria y de su cohorte. Así, el que dirigía la primera centuria, el pilus prior, era el oficial de más graduación de toda su cohorte. Si además esa cohorte era la primera, el pilus prior era conocido como primus pilus o primipilo, y gozaba de gran autoridad y prestigio. En la legión, solo lo superaban en jerarquía el legado y los tribunos.
Con este sistema, las diferencias de rango y de sueldo entre los centuriones eran muy amplias. A decir verdad, desde el modesto sexto centurión de la décima cohorte hasta un primipilo existía una distancia comparable a la que hoy separa a un capitán que manda una compañía de un teniente coronel que dirige un batallón.
Dentro de las cohortes, desaparecieron las diferencias antiguas entre hastati, principes y triarii. Se mantuvo la costumbre de combatir en tres escalones, pero no por manípulos sino por cohortes: cuatro en la primera línea, tres en la segunda y otras tres en la tercera, formando un ajedrezado. Por desgracia, incluso autores de tanto talento militar como César dan por supuesto cómo se llevaba a la práctica este sistema, por lo que nosotros seguimos sin tener del todo claro cómo funcionaba.
Por otra parte, los velites de la infantería ligera dejaron de formar parte de la legión, y las unidades de caballería también se independizaron. Otra novedad de finales de la República era que el Estado entregaba el armamento y la ropa a los soldados (descontándoselo del sueldo, dicho sea de paso). Eso quiere decir que todos los soldados de la legión tenían ahora un equipo similar. Por supuesto, no hay que pensar en una uniformidad absoluta como la de los ejércitos contemporáneos, ya que no existía nada parecido a la producción en cadena, sino que las armas se confeccionaban en talleres artesanales.
EL EQUIPO DEL LEGIONARIO
El arma más característica de los legionarios de esta época seguía siendo el pilum. Consistía en una jabalina formada por un asta de madera de algo más de un metro unida a una vara de hierro de unos sesenta centímetros rematada por una punta piramidal. La longitud de la pieza metálica significaba que el peso del pilum se concentraba más en la parte delantera, lo que le otorgaba una gran capacidad de penetración. Un pilum bien lanzado podía atravesar incluso dos escudos si estaban solapados.
Plutarco cuenta que Mario introdujo una modificación en los pila de sus soldados antes de batallas contra los invasores. Para evitar que los enemigos pudieran recogerlos del suelo y dispararlos contra sus hombres, sustituyó uno de los dos remaches metálicos que unían la vara de hierro al asta por una espiga de madera. La idea era que esta espiga se rompiera con el impacto. Al hacerlo, el astil quedaba colgando de un solo remache, con lo que pivotaba con una especie de efecto «codo flácido», de tal modo que el pilum ya no servía para nada. Terminado el combate, no había más que recoger los pila tirados por el suelo y volver a insertarles el taco de madera en el taller.
Realmente no se sabe muy bien de dónde proviene esta historia, que sin embargo es muy conocida. En primer lugar, no está tan claro que la espiga de madera se rompiese con el golpe. En segundo lugar, aunque lo hiciera, se quedaría dentro de su orificio e impediría que la vara de metal pivotara sobre el asta. Hay más objeciones —por ejemplo, no se ha encontrado ningún pilum al que le falte únicamente uno de los dos remaches—, lo que hace pensar que la historia que cuenta Plutarco le llegó deformada o directamente alguien se la inventó. Si se me permite imitar a los Cazadores de mitos de televisión, yo estamparía un sello en la página y diría: «¡Cazado!».
Aparte del pilum, los legionarios disponían de otra arma ofensiva: el gladius, una espada recta y de doble filo que resultaba apropiada tanto para dar tajos como para asestar estocadas.
El movimiento más natural para sacar una espada de su funda es llevarse la mano a la cadera izquierda y tirar de ella. El impulso que se gana hace que el propio movimiento pueda aprovecharse como un tajo lateral de revés contra un enemigo, algo que los japoneses han convertido en un arte marcial por derecho propio, el iaido. Pero en el caso de los legionarios, el gran tamaño del escudo estorbaba esta maniobra, por lo que llevaban la espada colgada a la derecha. (Los centuriones, que no solían llevar escudo, se la ceñían a la izquierda).
Por mi propia experiencia con la Legio VIIII, el grupo de recreación histórica de Hispania Romana, he comprobado que desenfundar el gladius por el lado derecho no resulta tan difícil. Lo único que hay que hacer es girar la mano con el pulgar hacia abajo y el interior de la muñeca hacia fuera, agarrar la empuñadura y tirar de ella en vertical.
Un inconveniente de este sistema es que se pierde ese impulso ofensivo del que hablaba antes. Pero los legionarios no desenvainaban la espada cuando estaban encima del enemigo, sino unos metros antes. La secuencia consistía en arrojar el pilum, desenvainar el gladius y cargar contra el adversario.
Muchos soldados llevaban también un pugio, un puñal que en cierto modo era hermano pequeño del gladius. Por su forma no podía resultar muy útil como herramienta, lo que hace pensar que se usaba como arma secundaria y, adicionalmente, como elemento ornamental de prestigio. Soldados de todas las épocas han intentado distinguirse de sus compañeros utilizando algún elemento en su equipo que los individualice. Ocurre incluso en ejércitos tan uniformados como los actuales: recuerdo de mi propia mili que muchos soldados y oficiales compraban botas o cinturones distintos de los que se les suministraban.
En cuanto a las armas defensivas, la principal era el scutum, un escudo de más de un metro de alto por unos setenta centímetros de ancho. Se confeccionaba con láminas de madera encoladas, y, dependiendo del material, podía pesar hasta diez kilos o más.
A diferencia del de los hoplitas griegos, el escudo romano era también un arma ofensiva. Para poder moverlo en todas direcciones y alejarlo del cuerpo al golpear o empujar al enemigo, los legionarios lo sujetaban tan solo por una manilla situada en el centro. Ese sistema le supone una gran carga a la muñeca izquierda; para ayudar a repartirla y evitar rozaduras, algunos soldados usaban brazaletes de cuero.
El escudo estaba rodeado por una orla metálica que lo reforzaba. Esa orla solía tener unos anillos por los que se podía pasar una cuerda. Cuando los legionarios marchaban, se pasaban la cuerda por los hombros y se la ataban a la cintura, de tal manera que cargaban con el escudo a los hombros como una mochila. Para proteger el escudo de la humedad y evitar que se abarquillara aún más y se desencolara, lo cubrían con una funda de cuero.
El escudo ofrecía una buena defensa para el cuerpo, pero la cabeza quedaba fuera de su protección, a no ser que uno la escondiera detrás o debajo, algo que solo se hacía en formaciones ultradefensivas como la tortuga, de modo que había que protegerla con un yelmo. En aquella época, el más típico era el conocido como Montefortino, llamado así por la región donde se encontró el primero. Era de bronce, parecido al casco de moto que se suele llamar «calimero» por el inolvidable pollito de los dibujos animados. Llevaba dos carrilleras que se ataban bajo la barbilla para ajustarlo y un guardanuca que consistía en un reborde posterior.
El casco solía incluir un par de soportes para adornarlo con plumas o crines; pero cuando el Estado empezó a suministrar el equipo, la calidad de este disminuyó, por lo que a partir del año 100 se empiezan a encontrar cascos sin esos soportes ornamentales, con el guardanuca más estrecho e incluso sin carrilleras.
En Roma victoriosa ya comenté que en el siglo III los soldados más pudientes llevaban cotas de malla fabricadas con miles de anillos de hierro trenzados. Esta pieza de origen céltico, conocida como lorica hamata, se popularizó tanto que en la época de Mario era la armadura estándar de los legionarios.
En muchas películas ambientadas en la Antigüedad, en la Edad Media o en reinos de fantasía no se acaba de entender por qué los guerreros se molestan en cargar con pesadas cotas de malla, puesto que cualquier impacto, incluso el de una flecha lejana, las atraviesa con facilidad. La realidad era que, al contrario de lo que reflejan estos filmes, las cotas fabricadas con anillos metálicos ofrecían excelente protección contra golpes tajantes y más que aceptable contra golpes punzantes. Por otra parte, debido a su confección, la cota se ajustaba bien al cuerpo, adaptándose al tamaño de su usuario, y le permitía bastante libertad de movimientos.
El inconveniente era su peso, entre diez y quince kilos. Es cierto que al embutirse una cota de malla uno se siente poderoso, casi invulnerable. Pero al cabo de un rato la espalda y el cuello empiezan a resentirse, por lo que podemos suponer que muchos legionarios se veían aquejados de pinzamientos cervicales e incluso hernias de disco. Con el fin de repartir el peso en dos partes y cargar una de ellas sobre las caderas, los soldados se ceñían la loriga con un cinturón bien apretado.
Debajo de la cota lo normal era llevar un thoracomachus o subarmalis; esto es, una túnica acolchada con fieltro. Así se evitaban rozaduras y también que un golpe contundente clavara los propios anillos de hierro en la carne. Además, era habitual llevar un pañuelo atado al cuello por esa misma razón.
Debajo del subarmalis los soldados todavía vestían una prenda más: una sencilla túnica de lana que los soldados solían recogerse a medio muslo ciñéndola con el balteus o cinturón. Este era uno de los signos que diferenciaban a un soldado de un civil: cuando a un soldado se le expulsaba del ejército con deshonor, se le quitaba además el cinturón.
El calzado de los legionarios también los diferenciaba de los civiles. En esta época, el más habitual eran las caligae de cuero, abiertas como unas sandalias y altas como unas botas. Lo normal era llevar las caligae sin calcetines, a no ser que hiciera mucho frío. Las aberturas entre las tiras de cuero proporcionaban una buena ventilación que evitaba rozaduras y ampollas.
La suela de las caligae estaba reforzada con decenas de clavos de hierro. Dichos clavos venían muy bien para aferrarse al terreno natural, pero podían provocar resbalones al caminar sobre losas o pavimento, como yo mismo comprobé en una ocasión desfilando por las calles de Mérida. El historiador Flavio Josefo relata cómo un centurión que estaba cargando contra un grupo de judíos se escurrió en el suelo embaldosado del templo de Jerusalén, y sus enemigos aprovecharon su caída para acribillarlo a lanzazos (Guerra de los judíos, 6.1.8).
Para abrigarse, los soldados se cubrían con un manto de lana, cuya grasa natural, la lanolina, lo impermealizaba en parte. Podía ser largo, la llamada paenula, o más corto, el sagum.
LAS MULAS DE MARIO
Todo este equipo sumaba bastantes kilos que el soldado llevaba consigo no solo en el campo de combate, sino también en orden de marcha. Además, cuando caminaba tenía que cargar con muchas más cosas. Entre los objetos que podía incluir el «kit» del perfecto legionario había provisiones para tres días, una escudilla de bronce, una cantimplora fabricada con una calabaza, una pequeña hoz para segar mieses y yesca para encender fuego. También una muda de ropa y otros objetos personales o de limpieza.
Todo ello se guardaba dentro de una bolsa de cuero que se colgaba de la furca. Esta consistía en un palo largo al que se clavaba un travesaño horizontal, formando una especie de cruz en cuya intersección se anudaba la bolsa. Después, se cargaba sobre el hombro derecho. En paralelo a la furca, el legionario agarraba su pilum. Este método no debía resultar muy cómodo para las clavículas, pero permitía soltar la carga de golpe dejándola caer al suelo si la columna de marcha era atacada.
Ahí no terminaba la cosa. Los soldados tenían que transportar herramientas para excavar trincheras y levantar terraplenes: un pico o una pala, un cesto de mimbre para acarrear la tierra, cuerdas… En total, un soldado en orden de marcha, con sus armas y herramientas, el escudo dentro de la funda y colgado a la espalda, y la furca con el saco de piel, podía cargar encima entre treinta y cuarenta kilos.
Era duro, pero no imposible. En 1985, el arqueólogo alemán Marcus Junkelmann llevó a cabo un experimento de recreación histórica. Durante veinte días, él y sus acompañantes, equipados como romanos y con cuarenta y cinco kilos de carga, recorrieron quinientos kilómetros entre Verona y Augsburgo atravesando los Alpes. Todos eran voluntarios, obviamente, pero no atletas profesionales, y lo consiguieron a costa de perder cuatro o cinco kilos durante la marcha.
No todo el equipo podía cargarse a hombros de los soldados. Así ocurría con la tienda de campaña que compartían cada ocho legionarios (puesto que en latín «tienda» es taberna, el grupo que dormía en ella recibía el nombre de contubernium, y sus miembros eran los contubernales). La tienda, fabricada en piel de cabra, pesaba cerca de cuarenta kilos, y la transportaban a lomos de una mula.
La mula cargaba además con la mola, el molino de mano del contubernio, y es posible que llevara también los pila muralia, unas estacas afiladas por ambos extremos que servían para levantar empalizadas.
Los soldados de Escipión Emiliano en Numancia o los de Metelo en Numidia ya realizaban marchas agotadoras, y lo hacían con toda la impedimenta, a diferencia de lo que ocurría con otros generales más permisivos.
Sin embargo, o bien Mario generalizó esta costumbre o era tan buen propagandista de sí mismo que su nombre quedó unido a este tipo de equipación: sus soldados, que llevaban a cuestas dos tercios de su propio peso, eran conocidos como «mulas de Mario».
Las caminatas, ya fueran de entrenamiento o para desplazarse de un escenario bélico a otro, servían para incrementar la resistencia, una cualidad física imprescindible en los soldados. (Y, además, la única que no disminuye con la edad, siempre que se entrene: por eso corredores que empiezan siendo de medio fondo a veces terminan su carrera como maratonianos).
Amén de endurecer individualmente a los soldados, estas reformas logísticas perseguían otros fines. Básicamente, la rapidez y la autonomía. Gracias a las «mulas», se reducía el enorme volumen de la columna de marcha de una legión, y también su longitud. Eso significaba que si una unidad era atacada, las demás podían acudir en su auxilio con más rapidez.
También permitían mucha más flexibilidad en las operaciones. Puesto que los soldados llevaban provisiones para tres días, el general podía enviar unidades en avanzadilla o en misiones especiales sabiendo que no les faltaría alimento durante ese lapso de tiempo. Incluso podía ordenar que el grueso de las tropas se adelantara al convoy de suministros. Así lo hizo César en el año 57 en su campaña contra los nervios, cuando dejó atrás a dos legiones para que protegieran la larga y lenta columna de avituallamiento, formada por más de ocho mil acémilas, mientras él caminaba a marchas forzadas con las otras dos legiones para llegar al río Sabis, en territorio enemigo, y empezaba a levantar un campamento.
Se calcula que un ejército «preMario» (utilizando este término por simplificar) avanzaba a una velocidad media de dos kilómetros por hora, obligado por sus elementos más lentos. En cambio, uno «postMario» lo hacía a cinco por hora. En circunstancias como la batalla de Aquae Sextiae, esos tres kilómetros por hora podían marcar la diferencia entre el éxito y el fracaso.
Con sus «mulas», Mario marchó al norte de Italia, cruzó entre los Alpes y el mar y se dirigió hacia el Ródano. Su ejército, entre legionarios y aliados, contaba con cerca de treinta y cinco mil hombres, a los que continuaba entrenando y endureciendo por el camino con largas marchas. Al igual que había hecho a lo largo de toda su carrera militar, seguía la filosofía de Escipión Emiliano predicando con el ejemplo. En palabras de Plutarco:
Para un legionario romano no hay espectáculo más agradable que ver cómo su general come pan corriente a la vista de todos, duerme en un simple jergón o incluso le echa una mano para excavar una zanja o levantar una empalizada. Pues los soldados no admiran tanto a los jefes que les conceden honor y riquezas como a los que comparten sus mismas tareas y peligros, y prefieren a los que están dispuestos a esforzarse con ellos que a los que les dejan estar a su aire. (Mario, 7).
A finales de la primavera de 104, los hombres de Mario se establecieron a orillas del Ródano, en las cercanías de Arelate (Arlés). Aquella era una buena posición para cortar el paso a los invasores si decidían regresar al norte de Italia.
Mientras aguardaban a los cimbrios con la misma mezcla de expectativa y temor con que el teniente Drogo esperaba al enemigo en El desierto de los tártaros, los hombres de Mario no permanecieron ociosos. Por un lado, pacificaron y reorganizaron toda aquella zona, sometiendo a las tribus locales del sur de Galia. En esa tarea resultó muy útil de nuevo Sila, primero como legado y después como tribuno militar.
Por otra parte, Mario comprobó que en la zona donde estaban acampados resultaba difícil recibir suministros desde el mar, ya que las desembocaduras del Ródano se bloqueaban con tierra de aluvión y las naves embarrancaban cuando trataban de entrar río arriba. Con el fin de evitar este contratiempo y de paso tener ocupados y en forma a sus hombres, les hizo excavar un largo canal desde Arelate hasta el mar. Allí desvió buena parte del río, creando un cauce por el que las aguas fluían hacia el Mediterráneo más mansas y sin levantar tantas olas en la embocadura. El canal, del que se benefició sobre todo la ciudad de Masalia, que cobraba impuestos a los que bajaban o remontaban el Ródano, fue conocido durante siglos como las Fossae Marianae.
El problema era que los cimbrios, como los tártaros de la novela de Dino Buzzati que he mencionado, no acababan de llegar. Mario había conseguido que lo eligieran cónsul en 104 y 103. ¿Lograría lo mismo en 102? En las dos ocasiones anteriores no había tenido rivales. Pese a ello, ahora sabía que se iban a presentar candidatos de talla que podían derrotarlo.
Mientras tanto, a Roma le crecían los enanos. En 104 Mario había solicitado tropas al rey Nicomedes III de Bitinia, y este le respondió que no podía enviarle soldados. La razón que alegó era que casi todos sus súbditos en edad militar habían caído en la esclavitud por deudas contraídas con los insaciables publicani, los recaudadores de deudas romanos.
El senado, presionado por Mario, promulgó un decreto que ordenaba la liberación de todos aquellos ciudadanos de pueblos aliados de Roma que hubieran sido esclavizados de forma irregular. En Sicilia, el gobernador Nerva llevó a cabo la orden y en pocos días liberó a ochocientos siervos. Su actuación supuso un golpe directo para los dueños de las explotaciones agrarias, que presionaron para que Nerva se echara atrás. Eso provocó una gran frustración en los esclavos de la isla, incluidos los que no pertenecían a países aliados, que habían concebido esperanzas de obtener la libertad.
La revuelta empezó en Heraclea Minoa, en la costa sur, y se extendió poco a poco. Los esclavos formaron un ejército y eligieron a su propio rey, un tal Salvio, que se dio a sí mismo el nombre de Trifón. Para colmo, en el extremo oeste de la isla estalló otra rebelión acaudillada por un hombre llamado Atenión, que no quiso ser menos y se proclamó rey. Curiosamente, ambos personajes aseguraban tener poderes místicos. Llegó un momento en que ambos se juntaron, subordinándose Atenión a Salvio, y establecieron una corte real en Triocala. Con decenas de miles de hombres a sus órdenes, la revuelta se convirtió en una guerra que se prolongaría hasta el año 101.
Durante el año 103 falleció el colega de consulado de Mario, Aurelio Orestes. Al ser el único cónsul que quedaba, a Mario no le quedó más remedio que regresar a Roma para presidir las elecciones. La ocasión le vino de perlas para afianzar su posición política. Puesto que sus relaciones con el senado seguían siendo malas, le interesaba tener un tribuno de la plebe que manejara las asambleas populares a su favor tal como había ocurrido con Memio. En este caso encontró a Lucio Apuleyo Saturnino.
Este personaje estaba resentido con el senado porque en 104, cuando desempeñaba el puesto de cuestor encargado del aprovisionamiento de trigo en el puerto de Ostia, se produjo una escasez de grano. Los senadores le quitaron el cargo y designaron al princeps senatus Emilio Escauro para que se ocupara de solucionar aquella crisis.
Ofendido, Saturnino se aproximó a Mario durante ese mismo año 104 y ambos plantearon su estrategia. Se trataba, como diríamos ahora, de una «sinergia» (que no significa más que «colaboración» sustituyendo las raíces latinas por otras griegas). Mario puso su popularidad, su influencia y su dinero. Saturnino, brillante, audaz y buen orador, se presentó a tribuno de la plebe y se comprometió a manipular la asamblea de la plebe en beneficio de Mario y ayudarle a conseguir su cuarto consulado. Adicionalmente, cuando llegara el momento, Saturnino debería proponer una ley para repartir tierras a los veteranos de Mario. Lo que ignoraba este es que las tendencias radicales de Saturnino lo convertían en una bomba de relojería que estallaría no muchos años después.
Gracias a los manejos de Saturnino, Mario logró que lo votaran por cuarta vez para el año 102. Su colega en esta ocasión era Quinto Lutacio Catulo.
Y fue en ese año cuando por fin regresaron los bárbaros…
Por suerte para Mario y sus hombres, los invasores les habían dado mucho tiempo para prepararse. Tras su aplastante victoria en Arausio, en lugar de invadir Italia como temían los romanos, los cimbrios se dirigieron de nuevo al oeste y cruzaron los Pirineos.
¿Por qué fueron a Hispania? Únicamente se pueden hacer conjeturas. Hasta entonces los cimbrios habían recorrido amplias zonas de la Galia, y no parece que hubieran sido muy bien recibidos en ninguna. Es posible que a esas alturas se hubieran acostumbrado a aquella existencia de saqueadores nómadas y que sus éxitos militares los hubiesen convencido de que era más cómodo vivir así, apoderándose de lo ajeno, que doblando el espinazo sobre la tierra para cultivar lo propio.
Por falta de datos, ignoramos hasta qué punto llegó la devastación que los cimbrios sembraron a su paso. Es muy posible que saquearan Narbona y que otras ciudades al sur de los Pirineos como Ilerda, Emporion o Tarraco sufrieran sus ataques. No lo podemos saber: el haz de la linterna de la historia se hallaba enfocado sobre otros lugares. Ciertas pistas sugieren que muchas tribus hispanas aprovecharon los problemas de los romanos para sublevarse de nuevo, mientras que otras se enfrentaron contra los cimbrios y, según Tito Livio, los derrotaron. Aunque, conociendo cómo se las gastaban los cimbrios, habría que saber en qué estado quedaron los vencedores.
Después de dos años en esas tierras, los cimbrios volvieron a cruzar los Pirineos y se dirigieron al norte. ¿Cuántos kilómetros llevarían para entonces en sus piernas?
Tras sus correrías por Hispania y Galia, los cimbrios estaban decididos a dirigirse en esta ocasión a Italia. Habían derrotado tres veces a los romanos, cierto, pero eran conscientes de los recursos que podía movilizar la República si veía amenazada su propia existencia. Por eso tomaron la resolución de aliarse con otras tribus e invadir Italia desde varios puntos a la vez para dividir la atención de los romanos. Aquella gran coalición se formó en las tierras de los velocases, en el valle del Sena, y se unieron a ella ambrones, tigurinos y teutones.
Los ambrones eran un pueblo que habitaba en la región actual de Zuiderzee, en Holanda, y cuyas tierras también se habían visto anegadas. En cuanto a los tigurinos, que provenían de Helvecia, ya habían aprovechado la invasión de los cimbrios para combatir contra los romanos y derrotar y matar al cónsul Casio Longino, colega del primer consulado de Mario.
Los teutones constituían por sí solos un contingente comparable al de los cimbrios. Las fuentes son tan imprecisas que no sabemos con claridad si los teutones acababan de unirse a los cimbrios, o si llevaban con ellos prácticamente desde el principio de la migración y en algún momento se habían desgajado para ahora volver a unirse. Aunque «teutón» se utiliza en español como sinónimo coloquial de «alemán», con esta etnia ocurre lo mismo que con los cimbrios: algunos estudiosos opinan que eran de lengua germana y otros que hablaban un dialecto celta. Lo que parece claro era que provenían de las orillas del mar del Norte, donde el viajero Piteas de Masalia se había encontrado con ellos hacia el año 320.
Una vez reunidos, los caudillos de las diversas tribus, encabezados por el cimbrio Boyórix y el teutón Teutobudo, decidieron realizar un ataque en dos frentes. Mientras los cimbrios y los tigurinos invadirían Italia desde el nordeste, los teutones y los ambrones bajarían por el curso del Ródano para penetrar por el noroeste, entre los Alpes y el mar. Era una forma de dividir la atención de los romanos, pero se trataba también de una exigencia logística: todas las tribus juntas habrían formado una masa de cientos de miles de personas, caballos y bestias de carga imposible de alimentar.
Aunque aquellos planes se hubieran fraguado en secreto —y parece que no fue el caso—, un flujo humano masivo como aquel no habría podido pasar desapercibido. Además, Mario contaba con espías. El más destacado de ellos fue Quinto Sertorio, el tribuno que había sobrevivido al desastre de Arausio cruzando a nado el Ródano. Sertorio, aprovechando su conocimiento de las lenguas celtas, se infiltró entre los invasores y obtuvo información muy valiosa para Mario.
Conocidos los planes del enemigo, Mario se puso de acuerdo con su colega, el cónsul Catulo. Este se dirigió a defender los pasos alpinos sobre el río Po con un ejército de unos veinte mil hombres, mientras Mario acudía a la base donde sus legiones permanecían vigilantes, en la orilla oriental del Ródano.
Por allí bajaron los teutones y los ambrones. Cuando llegaron ante el campamento de Mario, se desparramaron por la llanura y desafiaron a los romanos a combatir.
LA BATALLA DE AQUAE SEXTIAE
Suele representarse a celtas y germanos como pueblos salvajes, mucho más atrasados que los romanos, fuertes y bravos en el combate individual, pero incapaces de organizarse como un auténtico ejército. Como si ellos mismos quisieran corroborar esta visión, de vez en cuando algún caudillo o campeón se adelantaba de entre sus filas y retaba a duelo singular a los enemigos.
A decir verdad, estos duelos formaban parte del ritual anterior a la batalla, o en ocasiones se producían en las pausas en que los ejércitos rivales se separaban para tomar aliento. Los mismos romanos eran muy aficionados a ellos, y no solo en los tiempos de los reyes o los primeros siglos de la República. Marcelo, el conquistador de Siracusa en la Segunda Guerra Púnica, había conseguido la máxima condecoración romana, los spolia opima, gracias a que venció en duelo al caudillo Viridomaro. Más próximo en el tiempo a Mario, Escipión Emiliano había matado en combate singular a un cacique durante sus primeras campañas en Hispania. Y eso no quiere decir que las legiones de cuyas filas salían estos campeones romanos fueran hordas caóticas y desordenadas.
Refiriéndose a este asunto, el experto en armas de la Antigüedad Fernando Quesada afirma: «Una lectura atenta de la información prueba que los galos combatían en ejércitos estructurados y organizados, con insignias militares, señales y formaciones reconocibles».[16] Aunque el texto se refiere en concreto a los galos, es perfectamente aplicable a este caso, pues nos referimos a una especie de continuum de tribus de costumbres y armamentos similares.
Por eso, lo que los romanos asomados a la empalizada de su campamento veían ahora ante sus ojos no era una horda abigarrada y caótica de salvajes, sino interminables filas de infantería cerrada apoyadas por escuadrones de caballería en los flancos.
Mario no estaba dispuesto a aceptar la batalla en las condiciones que le ofrecía el caudillo enemigo, Teutobudo. Durante la guerra en África ya había tenido que combatir demasiadas veces cuando y donde quería Yugurta. Ahora era él quien conocía bien el terreno, de modo que decidió aguardar.
La espera consumía a sus soldados. Según Plutarco, durante aquellos días, Mario los hizo subir por turnos al parapeto para que vieran lo más de cerca posible a aquellos enemigos venidos del norte y se acostumbraran a su aspecto. Así vino a demostrarles que eran altos, sí, pero no gigantes sobrehumanos.
Con el paso de los días, el temor ante los enemigos dio paso a cierta familiaridad y, sobre todo, a rabia provocada por sus desafíos y por ver cómo devastaban los alrededores. Después de tantos años entrenándose duro, las mulas de Mario estaban deseando demostrar su valía, así que le pidieron a su general que los sacara al campo de batalla.
Para contener su impaciencia, Mario les explicó que no desconfiaba de su valor, pero que debido a cierta profecía sabía que vencerían al enemigo en otro momento y lugar. Los soldados imaginaron que se refería a Marta, una adivina siria a la que Mario tenía en gran consideración y llevaba consigo a todas partes en una litera. Según se contaba, el éxito de aquella mujer se debía a que era capaz de acertar los resultados de los combates de gladiadores.
Frontino narra en sus Estratagemas una anécdota que debió de ocurrir en aquellos días. Un guerrero salió de las filas teutonas y desafió a voces a Mario para que, como jefe de los romanos, combatiera con él. En Numancia, cuando era un joven tribuno, Mario había aceptado un desafío similar. Pero ahora tenía cincuenta y cinco años y, sobre todo, cargaba a sus espaldas con la responsabilidad de un ejército y de toda la República. Desde la empalizada, contestó a aquel hombre que, si tantas ganas tenía de morir, se echara un nudo corredizo al cuello. Como el teutón se empeñaba, Mario le envió a un gladiador de poca estatura y bastantes años, seguramente un lanista de los que entrenaba a los reclutas. «¡Cuando lo venzas, me enfrentaré contigo!», le gritó. Por desgracia, no sabemos cómo terminó esta historia que admite varios desenlaces a cual más interesante.
Frustrados, los teutones intentaron expugnar el campamento romano. Pero ahora no estaban en Arausio, donde los cimbrios consiguieron destruir los dos fuertes en los que se habían refugiado los restos de sendos ejércitos derrotados. Las tropas de Mario, frescas e intactas, aguantaron perfectamente el chaparrón de proyectiles que les lanzaron los enemigos y les infligieron bajas sustanciales. Como era de esperar, por otra parte, ya que atacar una muralla o empalizada bien defendida siempre suponía bastantes más muertos para los asaltantes que para la guarnición.
Por fin, los teutones decidieron proseguir su camino hacia el sur, convencidos de que tenían tan acobardados a los romanos que estos ni siquiera se atreverían a salir del campamento.
Plutarco cuenta que los teutones y ambrones tardaron seis días en desfilar por delante del campamento hasta perderse de vista. Había cientos de miles de personas entre combatientes, mujeres, ancianos, esclavos y niños, y marchaban por contingentes tribales, con pesados carromatos en los que llevaban todas sus posesiones a cuestas. No es de extrañar que la caravana se extendiera decenas de kilómetros, con varias columnas avanzando en paralelo a paso de caracol.
Algunos de los invasores pasaban lo bastante cerca de la empalizada como para lanzar puyas a los romanos. «¿Queréis que les digamos algo a vuestras mujeres, ya que las vamos a ver antes que vosotros?», les decían, y es de suponer que añadían obscenidades de tono más subido que no nos han transmitido nuestras fuentes.
Cuando se despejó la polvareda del último carromato, Mario sacó a sus hombres del campamento y se dedicó a seguir a los teutones en dirección este. Acostumbrados a marchar con su impedimenta a cuestas, las mulas de Mario viajaban a buen paso, en paralelo a los cimbrios y a cierta distancia, la suficiente para no perderlos de vista. Cada noche, Mario ordenaba levantar un campamento bien fortificado en un sitio elevado, procurando que hubiera obstáculos naturales entre su ejército y los teutones.
Dos o tres días más tarde y setenta kilómetros más al este, después de adelantar a buena parte de la caravana enemiga, llegaron a las inmediaciones de Aquae Sextiae, la colonia fundada en 121 por Sextio Calvino, a unos treinta kilómetros del mar.
Aquel era el sitio elegido por Mario, que durante los años anteriores había tenido tiempo de sobra para reconocer todos los alrededores. Allí se abría una amplia llanura entre el río cercano y una ladera cubierta de árboles. Fue en ella donde apostó a sus hombres Mario, de tal manera que si los teutones querían combatir con él tuvieran el río a sus espaldas. El único problema era que en esa ladera no había suficiente agua, y pronto sus legionarios empezaron a quejarse de la sed.
Siguiendo las ordenanzas, los romanos empezaron a levantar un campamento con defensas lo bastante sólidas para resistir otro posible asalto. En cambio, los bárbaros, que iban llegando por tribus y clanes, se hallaban mucho más dispersos por el llano y la orilla del río.
Aprovechando que había una zona que parecía más despejada, un grupo de sirvientes del campamento romano bajó para coger agua a mediodía. Pese a todo, los criados tomaron la precaución de llevar armas encima. Al acercarse al río, se toparon casi de bruces con unos bárbaros que se estaban bañando en las fuentes termales, y se desató una pelea. Al oír los gritos, acudieron más ambrones, ya que era su tribu la que estaba desplegada por esa zona. Aunque estaban recién comidos y ahítos de vino, formaron filas y avanzaron aporreando los escudos mientras repetían a modo de grito de guerra su propio nombre: «¡Ambrones, ambrones!».
Los primeros que acudieron en ayuda de los sirvientes fueron unos auxiliares ligures, y después más tropas romanas. Este tipo de escaramuzas que escalaban hasta convertirse en refriegas generalizadas no eran raras: así había ocurrido, por ejemplo, en Pidna, donde una mula que se les escapó a los aguadores romanos desencadenó la batalla en la que las legiones aplastaron a las falanges del rey Perseo.
En este caso, los ambrones llevaron las de perder; lo cual no es de extrañar, ya que no estaban en las mejores condiciones físicas y además el enemigo había cargado contra ellos cuesta abajo. Tras acabar con ellos, los romanos siguieron adelante en la ofensiva y atacaron su campamento, donde se encontraron con la sorpresa de que las mujeres les plantearon batalla armadas con hachas y espadas.
Cuando cayó la noche, los romanos y sus aliados se retiraron al fuerte. Aquel primer encuentro apenas había afectado al grueso de las tropas enemigas, pero sirvió para subir la moral de los hombres de Mario y para que controlaran un tramo del río y dispusieran de agua potable.
Durante esa noche y al día siguiente, los romanos continuaron fortificando su campamento sobre la ladera. Mientras tanto, no dejaban de llegar más contingentes bárbaros a los que los romanos habían ido adelantando durante aquellos días.
A la noche siguiente, siguiendo instrucciones de Mario, el oficial Claudio Marcelo salió del campamento a hurtadillas del enemigo y se apostó en una elevación boscosa, a un lado del previsible campo de batalla. Llevaba consigo tres mil efectivos entre infantería y caballería, además de sirvientes con acémilas enjaezadas como corceles.
Cuando amaneció, Mario sacó a sus tropas del campamento y las desplegó delante de la empalizada. Estaba convencido de que Teutobudo y sus guerreros aceptarían el reto, confiados en su superioridad numérica y en sus propias virtudes guerreras.
Mario había tenido buen cuidado de elegir el terreno. La clave era que sus hombres no salieran al llano abierto, donde los enemigos podrían formar un frente más amplio y flanquearlos como habían hecho en Arausio. En cambio, si se mantenían en la falda del monte, por muchos que fueran los teutones —acaso el doble que los romanos—, de poco les iba a servir en un campo de batalla más restringido donde únicamente sus primeras filas podrían entrar en la zona de matanza efectiva para chocar cuerpo a cuerpo con los romanos.
Con el fin de contener a los legionarios y evitar que se dejaran llevar por el entusiasmo y cargaran cuesta abajo, los oficiales pasaban constantemente por detrás de sus filas repitiendo las instrucciones. En cuanto a Mario, a sus cincuenta y cinco años, formó al frente como uno más, pues, como dice Plutarco, «ejercitaba su cuerpo mejor que cualquiera y en valentía los superaba a todos» (Mario, 20).
Ante una batalla como aquella a un general se le ofrecían dos posibilidades: mantenerse atrás montado a caballo para tener mejor visión de conjunto y acudir donde fuese necesario, o pelear a pie en primera fila. Esta última opción reducía su control sobre el curso del combate, pero a cambio multiplicaba la moral de las tropas demostrando que el general compartía sus peligros y, sobre todo, que confiaba en sus hombres lo bastante como para encomendarles la vida a ellos y no a la velocidad de un corcel.
Mario se decidió, así pues, por la segunda alternativa: una vez que las piezas estaban en el tablero, aquella batalla había que ganarla con las piernas y con el corazón.
Para conseguir que los teutones mordieran el cebo y tomaran la iniciativa, Mario envió su caballería a la llanura a hostigarlos. Los teutones, que estaban deseando entrar en combate, persiguieron a los jinetes. Al ver que estos hacían volver grupas a sus monturas, los bárbaros aprovecharon el impulso que llevaban y siguieron adelante cargando cuesta arriba.
En otras ocasiones, contemplar a aquellos guerreros altos, rubios y pálidos enarbolando sus armas entre alaridos de guerra había bastado para romper las filas romanas. Pero los hombres que formaban en Aquae Sextiae no eran reclutas bisoños esperando su primer baño de sangre, sino las mulas de Mario, legionarios duros y escurridos como raíces de olivo de tanto caminar y cavar bajo el sol. Aguantaron a pie firme hasta que tuvieron a los primeros enemigos a una distancia efectiva, poco más de quince metros, y solo entonces lanzaron la primera descarga de pila.
Como ya hemos comentado, las puntas de aquellos venablos eran tan pesadas con el fin de tener mayor poder de penetración. Ahora el gradiente de la cuesta les añadía impulso adicional. Unos cuantos pila hirieron o mataron a los objetivos elegidos (en cualquier caso, en un porcentaje mucho menor de lo que se suele ver en las películas), y muchos otros impactaron en los escudos. A decir verdad, el pilum era sobre todo un arma antiescudo. Cuando la punta piramidal atravesaba la madera, esta, de natural esponjosa, tendía a cerrarse sobre el largo vástago de hierro, de tal manera que era muy difícil arrancar el pilum del escudo y muchos hombres, frustrados, acababan librándose de él.
Más que diezmar las filas de los teutones, lo que pretendía aquella andanada de venablos era frenar el ímpetu de su carga. Fue entonces cuando los romanos desenvainaron sus espadas y acometieron al enemigo. Si bien como promedio los teutones eran más pesados que ellos, los hombres de Mario jugaban con la gravedad a su favor. Además, ahora, llegado el momento de empujar con sus escudos a los bárbaros para hacerlos retroceder, debieron agradecerle a su general que durante tanto tiempo les hubiera hecho cargar con más de treinta kilos a la espalda en larguísimas caminatas. Aquel ejercicio constante había fortalecido tanto el tren inferior de las mulas de Mario que ahora sus cuádriceps y gemelos lograron compensar el mayor volumen de los adversarios.
Poco a poco, los teutones retrocedieron hasta la llanura. Una vez allí, los guerreros que formaban en las filas posteriores podrían haber intentado desplegarse para entrar en acción rodeando a los romanos por ambos flancos.
Pero no se les dio ocasión. Marcelo escogió ese momento para sacar a sus tres mil hombres de entre la espesura. Acompañados por los sirvientes con las mulas, parecían una tropa incluso más numerosa, y sembraron el pánico y el desorden en la retaguardia enemiga.
A partir de ese momento, como ocurría siempre que un ejército rompía filas y huía, los teutones estaban perdidos. Los romanos los masacraron y tomaron su campamento, donde aún debieron de causar más mortandad entre los no combatientes. El número de víctimas fue tan alto que se contaba que los habitantes de la región cercaron sus viñedos con los huesos de los caídos, y que todos esos cadáveres convertidos en abono hicieron que las cosechas de los años siguientes fueran más abundantes que nunca. De su jefe Teutobudo no se sabe muy bien qué fue. Según unos autores, murió en la batalla y, según otros, fue capturado en los Alpes por los secuanos, aliados de Roma.
Tras la batalla, Mario hizo erigir una pira masiva con escudos y ropas de los enemigos para ofrecer un sacrificio a los dioses. Cuando estaba a punto de encenderla, llegaron unos mensajeros a caballo para anunciarle que acababa de ser elegido cónsul por quinta vez. ¿Casualidad literaria inventada por Plutarco o golpe de efecto preparado por el mismo Mario?
Tras aquella espléndida victoria, Mario dejó a su ejército acantonado en la zona y viajó a Roma para tomar posesión de su cargo. Después de acabar con los teutones y los ambrones, era evidente que merecía un triunfo todavía más sonado que el que había celebrado por su victoria contra Yugurta. Pero no tuvo más remedio que posponerlo, pues las noticias que llegaban del nordeste no eran tranquilizadoras. Por allí llegaban los cimbrios, el enemigo más poderoso, y el ejército de Catulo era incapaz de contenerlos.
LA BATALLA DE VERCELAS
La estrategia de Catulo, decidida de acuerdo con Mario, consistía en vigilar los accesos alpinos del este para evitar que los invasores bajaran al valle del Po. Uno de sus legados era Sila. La relación entre este y Mario se había deteriorado después de la captura de Yugurta, pues cada uno de ellos se atribuía todo el mérito de aquel triunfo, de modo que no resulta extraño que Sila prefiriera servir en el ejército consular de Catulo.
El cónsul tenía a sus órdenes un ejército de unos veinte mil hombres, que apostó en la zona del paso del Brennero al mismo tiempo que trataba de asegurarse la lealtad de las tribus locales.
Pero Catulo y sus hombres no aguantaron apenas la posición. A finales del otoño, tal vez en noviembre, vieron cómo el ejército cimbrio se derramaba montaña abajo. Literalmente, pues muchos de los germanos, casi desnudos, se arrojaban por las laderas usando sus escudos a modo de trineos. Aquel espectáculo y el número de los enemigos sembraron el pavor en los corazones de los romanos, que se retiraron hacia el sur.
Catulo tomó una posición defensiva en el río Atiso (el actual Adige, que corre casi paralelo al Po), y construyó fortificaciones en ambos lados. Instaló su campamento principal en la orilla izquierda del río, pero con la precaución de tender un puente por si tenía que retirarse a la margen derecha.
Poco después aparecieron los cimbrios, que represaron el curso superior del río para desviarlo de su cauce. No contentos con ello, actuando con la violencia de los gigantes que quisieron asaltar el Olimpo, desgajaron árboles y los arrojaron al Adiso con raíces y grandes bloques de tierra y de roca. Cuando la corriente arrastró los troncos y los hizo chocar contra los pilares del puente, este empezó a tambalearse. Comprendiendo que su única vía de escape iba a venirse abajo, los soldados acampados en el fuerte principal lo abandonaron y se retiraron al otro lado del río.
La versión de Plutarco sobre lo que ocurrió a continuación es muy llamativa:
Y aquí Catulo, como debe hacer un consumado general, demostró que le importaba más la reputación de sus hombres que la suya propia. Puesto que no lograba convencer a sus soldados para que aguantaran la posición, al ver que estaban abandonando el campamento aterrorizados, ordenó a su portaestandarte alzar el águila, corrió hacia la vanguardia de las tropas que se retiraban y se puso a guiarlos el primero. Lo que pretendía era que aquella vergüenza recayera sobre él y no sobre su patria, y que no pareciera que los soldados huían, sino que se retiraban siguiendo a su general. (Mario, 23).
Hay que tener en cuenta que Plutarco utilizó para su biografía de Mario, entre otros materiales, las memorias de Catulo y de Sila. Parece bastante evidente que esta explicación un tanto alambicada proviene de la autobiografía de Catulo. En realidad, muchos indicios sugieren que no fue una retirada tan ordenada y que Catulo no intentaba tanto salvar el honor de sus hombres como su pellejo.
Para demostrar que aquello fue más bien una desbandada, buena parte de la caballería no se conformó con cruzar el río, sino que siguió cabalgando sin detenerse hasta llegar a la mismísima Roma. El jefe de aquella tropa era el hijo del princeps senatus Emilio Escauro. Este, avergonzado por aquella cobardía, le dijo a su hijo que habría preferido recoger sus huesos del campo de batalla antes que verlo vivo e infamado, y que no quería volver a saber nada de él. El joven no pudo soportar ni la ignominia ni el vacío que le hacía su padre y se arrojó sobre su propia espada.
No obstante, no todos los soldados que defendían el río Atiso se comportaron de aquella manera. Al otro lado del puente, en el fuerte, se había quedado aislada una unidad. El tribuno que la mandaba no se atrevía a salir, ya que una masa de cimbrios los había rodeado. Pero si se quedaban dentro del campamento era evidente que acabarían aniquilados como les había ocurrido a las tropas de Cepión y Malio en el desastre de Arausio. El centurión primipilo, Cneo Petreyo Atinas, mató al tribuno, tomó el mando de las tropas y se abrió paso combatiendo con ellas hasta el otro lado del río.
Fue la única acción que salvó el honor de los romanos aquel día. Por ella, Petreyo Atinas recibió una de las condecoraciones más valiosas del ejército, la corona de hierba, que otorgaban por aclamación las mismas tropas al oficial que hubiese salvado a una unidad entera. Curiosamente, siendo una distinción tan alta, estaba confeccionada con una humilde guirnalda de flores, hierbas y espigas de trigo.
En su retirada, Catulo y sus legiones no se detuvieron en la margen derecha del Atiso, sino que prosiguieron hacia el sur hasta cruzar a la orilla sur del Po. Eso significaba dejar toda la Galia Cisalpina en manos de los cimbrios. Por primera vez desde Aníbal, un ejército enemigo se hallaba de nuevo en las puertas de Italia. Y si bien los cimbrios no contaban con un genio de la estrategia como el púnico, a cambio gozaban de la ventaja de su enorme número y de la moral que les otorgaba haber derrotado una y otra vez a los romanos.
Por suerte para la República, los cimbrios se quedaron a pasar el invierno en el valle del Po, disfrutando de sus recursos y de un clima más suave que el que habían sufrido en los Alpes. ¿Por qué no se decidieron a continuar hacia el sur? Es una lástima que lo ignoremos casi todo sobre ellos, incluidos los motivos que los impulsaban. Puede que estuvieran aguardando a sus aliados teutones y ambrones para lanzar la invasión final sobre Italia. Pero también hay que tener en cuenta que no se trataba de un ejército, sino de un pueblo entero que llevaba casi veinte años de peregrinación: quizá las verdes llanuras transpandanas les parecieron un buen lugar para establecerse definitivamente.
Al final de la primavera de 101, Mario, que venía de Roma, y sus tropas, que habían acudido desde el oeste, se reunieron con Catulo al sur del Po. Como hemos visto, Mario había sido nombrado cónsul por quinta vez. En cuanto a Catulo, pese a que no había sido capaz de contener al enemigo ni en los Alpes ni en el Atiso, el senado había decidido prorrogarle el mandato como procónsul. La razón era que Aquilio, el colega consular de Mario, estaba en Sicilia luchando contra los esclavos. De todos modos, en descargo de Catulo hay que decir que no contaba con demasiados hombres y que ejércitos más numerosos que el suyo habían sido aplastados por los cimbrios.
Ahora las tropas de Mario y Catulo sumaban cincuenta y dos mil hombres, un ejército muy potente. Pero el número no era una garantía de éxito: los cimbrios seguían siendo más, quizás el doble, y en Arausio habían mordido el polvo más soldados de los que tenía a su disposición Mario.
En lugar de esperar como habían hecho hasta entonces en sus batallas contra los cimbrios, los romanos cruzaron el Po y marcharon al encuentro de su enemigo. Para entonces, los invasores se encontraban en la parte occidental del valle del Po, muy alejados de la zona por la que habían penetrado en Italia. De nuevo, los historiadores han hecho todo tipo de especulaciones: que regresaban a Galia, que habían ido consumiendo todos los recursos a su paso como una plaga de langostas, que aguardaban todavía la llegada de sus aliados teutones o que no habían entrado en Italia por el paso de Brennero sino por el de San Bernardo, más al oeste.
En cualquier caso, allí estaban los cimbrios, en las inmediaciones de Vercelas, una ciudad a media distancia entre las actuales Turín y Milán. Romanos y bárbaros intercambiaron emisarios. Los germanos pidieron de nuevo tierras para establecerse, probablemente las mismas del valle del Po que ocupaban en aquel momento y en las que su invasión debía de haber producido un éxodo masivo.
Mario les ofreció la misma tierra que les había dado a los teutones —una tierra que sería suya para toda la eternidad, añadió sarcástico—. Para demostrar a los cimbrios que había derrotado a sus aliados les mostró a varios de sus caciques, a los que sus hombres traían encadenados. Pese a lo lento de las comunicaciones, resulta extraño que los cimbrios no se hubieran enterado todavía de la derrota de sus aliados.
Tras estas breves y fallidas negociaciones, el caudillo Boyórix desafió a Mario a escoger lugar y día para la batalla, y el cónsul aceptó. La fecha acordada fue el 30 de julio del año 101, tres días después de la entrevista, en una amplia llanura.
Al alba del día elegido, Mario hizo a Catulo desplegar a sus veinte mil hombres en el centro. Él dividió a sus legiones y las repartió en las dos alas, con caballería a ambos lados y tomando para sí el mando del flanco derecho. En cuanto a Sila, formaba en el centro con las tropas de Catulo. En sus memorias, Sila narró esta batalla a su manera; su afán de minimizar el mérito de su enemigo Mario hizo que la versión de los hechos que le llegó a Plutarco fuera bastante tendenciosa, por lo que para entender mínimamente lo que pasó hay que complementar el relato de Plutarco con otros autores como Orosio o Floro.
Era temprano y había bancos de niebla a ras del suelo, lo que no permitía contemplar el campo de batalla en toda su extensión ni el ejército enemigo en toda su magnitud. Aquello beneficiaba psicológicamente a los romanos, que tan solo veían a los bárbaros que tenían frente a sí.
Como antes de cada batalla, se llevaron a cabo sacrificios. Mario prometió una hecatombe a los dioses y, cuando le mostraron el hígado de las víctimas sacrificadas en los auspicios, alzó las manos al cielo y exclamó con voz potente: «¡La victoria es mía!».
Después de eso, la infantería romana empezó a avanzar. No se trataba de un ataque sorpresa, puesto que ambos ejércitos habían acordado batallar. Pero la rapidez y disciplina de los legionarios, que en el caso de las tropas de Mario se habían convertido en rutinas casi mecanizadas, les permitían coordinarse y ponerse en acción con mucha más rapidez que sus enemigos. Los cimbrios no debían de haber tenido tiempo para disponer todas sus unidades, de modo que el ataque romano los pilló con sus filas todavía sin formar y probablemente con muchos guerreros todavía en sus carromatos.
Para detener el avance de la infantería romana, los cimbrios lanzaron a su caballería. Sus jinetes cabalgaban protegidos con escudos blancos y cotas de malla, y cada uno de ellos llevaba dos lanzas arrojadizas y tenía además una espada larga para el combate cuerpo a cuerpo. Tocados con yelmos que representaban cabezas de bestias salvajes y coronados con crestas aladas que los hacían parecer incluso más altos, ofrecían un espectáculo magnífico.
Buena parte del éxito de una carga de caballería contra una tropa de infantería dependía de la intimidación. Si los soldados de las primeras filas vacilaban y retrocedían, se abrían huecos por los que los caballos podían penetrar, y a partir de ese momento los infantes estaban perdidos.
Pero los legionarios aguantaron sin ceder, mientras lanzaban las primeras andanadas de pila contra el enemigo. Por su naturaleza, los caballos no embisten contra un objeto sólido, y la pared de escudos romanos lo era en aquel momento. Como solía ocurrir en esas circunstancias, la carga perdió su impulso, los jinetes refrenaron a sus monturas antes de chocar, las hicieron volver grupas y se retiraron.
Esa maniobra en sí no significaba una huida, puesto que la caballería nunca ha sido un cuerpo estático que aguante la posición como la infantería, y en una misma batalla los jinetes podían reagruparse y cargar varias veces. Sin embargo, aquella nube de jinetes cimbrios no encontró suficiente espacio para retirarse de forma organizada, sino que se topó con sus propias filas de infantería, entre las cuales sembró el caos.
Era algo que ocurría en muchas batallas donde la actuación de la caballería acababa siendo contraproducente. A los romanos les había sucedido en 295 en la batalla de Sentino, cuando su caballería huyó de la acometida de los carros galos y trató de refugiarse entre las legiones, lo que estuvo a punto de provocar su derrota.
En aquel momento, las líneas cimbrias, que en otras ocasiones habían aguantado compactas, se rompieron y se convirtieron en una mezcla confusa de unidades de infantería a medio formar y escuadrones de caballería que cruzaban por entre ellas apartándose del inexorable avance de las legiones. Los bancos de niebla empezaban a despejarse y sobre ellos salió el sol, lo bastante bajo para que sus rayos dieran directamente en los ojos de los cimbrios, cuyo frente estaba orientado hacia el sureste, y los deslumbraran.
La primera línea romana cayó sobre los germanos. Esta vez, después de tantas humillaciones y masacres, las tornas cambiaron. La mayor parte de la infantería cimbria cayó combatiendo allí mismo. Un detalle llamativo que cuenta Plutarco es que, para evitar que la primera fila germana se desplomara, en ella formaban sus mejores guerreros unidos por largas cadenas que habían pasado a través de sus cinturones. La historia recuerda a la batalla de las Navas de Tolosa y a la Guardia Negra del califa al-Nasir, que también se había encadenado a estacas clavadas al suelo para formar una muralla alrededor de su tienda. Del mismo modo que los miembros de esa guardia estaban juramentados para proteger con sus vidas al califa, es posible que aquí nos encontremos ante un ritual guerrero, un voto pronunciado ante sus dioses de vencer o morir en el sitio.
Y en el sitio perecieron por millares, como sucedía cuando uno de los bandos contendientes perdía el orden y la moral en plena batalla. Muchos otros guerreros se retiraron hacia su campamento, pero los romanos, decididos a acabar de una vez por todas con la amenaza que los había tenido en vilo más de diez años, los persiguieron.
El campamento cimbrio no era un fuerte vallado ni amurallado, sino una enorme ciudad errante formada por círculos de carromatos. Allí muchas mujeres lucharon de pie sobre los carros con tanta fiereza como los varones. Algunas de ellas, para evitar caer en la esclavitud, mataron a sus hijos pequeños estrangulándolos o arrojándolos bajo las pezuñas del ganado, y después se cortaron el cuello.
Lo que había empezado como batalla terminó como masacre. Las fuentes oscilan entre cien mil y ciento sesenta mil enemigos muertos; yo me quedaría con la cifra más baja e incluso la reduciría. Pero en lo que varios autores coinciden es en que los romanos tomaron sesenta mil prisioneros. De los caudillos cimbrios, perecieron en combate Boyórix y Lugio, mientras que otros dos líderes llamados Claódico y Cesórix fueron capturados.[17]
También cayeron en poder de los romanos más de treinta estandartes, símbolos que valoraban tanto o más que los enemigos caídos. Por ellos y por otros despojos se produjeron roces entre las tropas de Mario y Catulo después de la batalla. Plutarco nos ofrece de nuevo un detalle muy curioso. Puesto que ambos ejércitos se disputaban el mérito de la victoria, unos embajadores de Parma que estaban presentes ejercieron de árbitros. Los soldados de Catulo los llevaron entre las montoneras de cadáveres enemigos y les enseñaron que la mayoría de ellos habían sido heridos por sus pila. Para que quedara claro, antes de la batalla su general les había ordenado que grabaran el nombre Catulus en las astas de madera. Según la cuenta, los muertos «catulianos» eran mucho más que los «marianos». Pero de nuevo hemos de recordar que la información de Plutarco provenía del propio Catulo y de Sila. (Aquí podríamos darle un tirón de orejas póstumo a Mario: si se hubiera molestado en adquirir una formación más literaria y hubiese escrito sus propias memorias, tendríamos también su propia visión de su carrera y no solo la de sus enemigos).
En cualquier caso, cuando las noticias de esta victoria definitiva llegaron a la urbe, el pueblo romano no tuvo dudas de quién era la persona que había acabado definitivamente con la amenaza del norte que durante tantos años había tenido en vilo a la República: Cayo Mario.
Italia no volvería a sufrir una invasión hasta las migraciones germanas de finales del Imperio. Para comprender hasta qué punto habían estado encogidos los corazones de los romanos, cuando Catulo y Mario desfilaban por las calles de Roma celebrando un triunfo conjunto, la gente aclamó a Mario proclamándolo «el tercer fundador de Roma». Al hacerlo, lo estaban elevando a las alturas donde únicamente se hallaban Rómulo y Camilo.
¿Cuál era el verdadero mérito de Mario como general? En la mayoría de sus batallas, salvo en Aquae Sextiae cuando hizo a Marcelo emboscarse con tres mil hombres, no encontraremos tretas sorprendentes ni complicadas maniobras tácticas. Su triunfo no fue el de la genialidad, sino el de la sensatez y el trabajo: transpiración contra inspiración.
Mario comprendía que las batallas no eran partidas que se jugaban en un tablero con piezas de madera, sino que las ganaban y las perdían soldados de carne y hueso, hombres de verdad. Su misión como general no se redujo a organizar y arengar a sus tropas los días de las batallas clave, sino que venía de mucho más atrás, cuando empezó a trabajar para convertir a los hombres bajo su mando en combatientes individuales y al mismo tiempo conjuntarlos dentro de una máquina eficiente. Gracias a eso, sus legiones alcanzaron el mismo nivel de aquellas que le habían brindado a la República sus grandes días de gloria en las décadas que transcurrieron entre las victorias de Zama y de Pidna.
El prestigio ganado en Aquae Sextiae y Vercelas permitió a Mario obtener un sexto consulado que resultaba innecesario, pues la emergencia había pasado. Terminada la guerra de Yugurta, eliminada la amenaza germana y con Aquilio sofocando la revuelta servil en Sicilia, parecía que lo peor para Roma había pasado.
Pero una vez conjurados los peligros exteriores, los demonios interiores volvieron a salir a la luz. En ello tuvo mucho que ver Mario, que una vez situado en el escenario del poder se resistía a abandonarlo, y su legado, una figura emergente: Lucio Cornelio Sila, uno de los personajes más fascinantes de la historia de Roma.