FARSALIA

Posiblemente César pasó la peor noche de su vida, pero no es algo que confiese en su libro La guerra civil. Al día siguiente reunió a sus tropas y las arengó, como había hecho después de Gergovia. Hasta entonces todo les había ido bien, les recordó, pero de repente la suerte les había fallado. La culpa no era de ellos, pues la fortuna era la principal fuerza en los asuntos de la guerra. A partir de ahora, como habían hecho después de Gergovia, debían esforzarse por compensar con su valor los errores cometidos la noche anterior.

Para alivio de César, la moral de la tropa apenas había bajado. Sus soldados lo aclamaron, se echaron la culpa a sí mismos por aquel revés y se mostraron dispuestos a entrar en combate aquel mismo día para lavar su honor. César les mandó paciencia y les dijo que ya llegaría su ocasión.

Después de aquello degradó a algunos portaestandartes, porque su falta al abandonar sus puestos era mucho más grave que la del resto de los soldados: aquellas insignias no solo poseían valor religioso y simbólico, sino que eran el punto de referencia al que se levantaban las miradas de todos los soldados, ya que marcaban la posición y los movimientos de cada unidad. Un estandarte perdido era una unidad desorientada.

César comprendió que no tenía sentido continuar allí. Pompeyo había conseguido romper su cerco por el sur, convirtiendo en inútiles tanto trabajo y tantas privaciones. Pero en la guerra siempre había que mirar adelante. Lo mejor era dejar atrás la costa e internarse en Grecia: si Pompeyo lo seguía, eso lo alejaría de su flota y le haría más difícil recibir suministros para su ejército.

Por supuesto, existía la posibilidad de que Pompeyo decidiera invadir Italia olvidándose de él. Pero César sospechaba que ni él ni los optimates que lo rodeaban iban a hacerlo. En esa cacería, él era la pieza mayor, y no renunciarían a perseguirlo ahora que lo veían tocado tras la derrota y con un ejército que llevaba muchas semanas en un estado cercano a la desnutrición.

Y así ocurrió, en efecto: cuando Pompeyo supo que las tropas enemigas habían abandonado todos sus fuertes y campamentos en Dirraquio, se lanzó en su persecución.

César siguió el camino de la costa hasta llegar a Apolonia, ciudad de la que se había apoderado al principio de la campaña. Allí dejó a sus heridos y lo más pesado de la impedimenta con una guarnición de ocho cohortes. Después se internó en las montañas del Pindo para dirigirse a Tesalia, en cuyas fértiles llanuras esperaba encontrar grano. Quería, además, reunirse con las dos legiones que había enviado a Macedonia con el legado Domicio Calvino para que vigilaran el camino y le cortaran el paso a Escipión, el suegro de Pompeyo, que estaba a punto de llegar de Asia.

Por su parte, Pompeyo tomó otra ruta más septentrional, siguiendo la vía Ignacia precisamente para reunirse con Escipión. Durante unos días, los caminos de cesarianos y pompeyanos se separaron.

Poco después César y sus hombres bajaron de las montañas y llegaron a Eginio, la primera fortaleza de Tesalia. Allí los soldados levantaron la cabeza con asombro para contemplar el fantástico paisaje esculpido por la erosión, las enormes columnas de roca arenisca en cuyas cimas casi inaccesibles se levantan ahora los monasterios de Meteora.

En Eginio, las legiones de César y Calvino se reunieron por fin, y prosiguieron camino hacia el este. Ante ellos se abría la llanura de Tesalia, donde el trigo empezaba a amarillear en las espigas. Estaban a finales de julio, aunque en realidad la posición del eje de la Tierra decía que todavía era mayo. Al grano de los campos le debía faltar un punto para madurar del todo, pero César confiaba en que las ciudades de la zona lo apoyarían, ya que Andróstenes, jefe de la Liga de Tesalia, le había ofrecido su alianza.

Al llegar a Gonfi, la primera población importante de la comarca, se encontraron con las puertas cerradas: la noticia de la derrota de César en Dirraquio había corrido como el fuego y muchas ciudades no querían escoger el bando equivocado. En verdad, en aquel momento todos los factores estaban en contra de César salvo dos: la calidad y la entrega de sus tropas por una parte, y por otra su talento como general. Aunque todavía estaba por ver si lograría superar al de Pompeyo, que en el primer enfrentamiento directo entre ambos lo había superado.

Cuando vio que los habitantes de Gonfi se negaban a abrirles la puertas y proporcionarles alimento, César desencadenó literalmente a sus tropas. Provistos de escalas, manteletes y las típicas vallas que se tendían para cruzar los fosos, los soldados tomaron al asalto la muralla. Por primera vez desde que empezó la guerra civil, César permitió que sus hombres saquearan una ciudad. Los legionarios descargaron toda la frustración de aquellos meses en la población de Gonfi, cuyo destino es preferible no imaginar.

Tras la violencia vino el hartazgo de comida y de bebida. Según Apiano (BC, 2.64), como era de esperar después de tantas privaciones se emborracharon como cubas; en particular los germanos, que como todo el mundo sabe —aquí va un comentario xenófobo del historiador— hacen el ridículo cuando beben de más. Pero cuando los soldados de César salieron de la ciudad y continuaron su avance se encontraron mucho mejor, con los organismos bien cargados de carbohidratos.

La crueldad de César no solía ser gratuita: las demás ciudades de la zona, como Metrópolis, supieron escarmentar en cabeza ajena y abrieron las puertas a sus tropas. Prosiguiendo viaje hacia el este, las legiones, cada vez más recuperadas, llegaron a un valle cruzado por el río Enipeo, no muy lejos de la ciudad de Farsalia.

Pocos días después, a primeros de agosto, llegó también el ejército de Pompeyo, reforzado con las dos legiones de su suegro Escipión, y se instaló a unos cinco kilómetros del de César. Ambos generales, como era de esperar, habían buscado emplazamientos adecuados para sus campamentos. En el caso de Pompeyo, se había instalado en las faldas de los montes que delimitaban por el norte la llanura del Enipeo.

Esta vez César no pensó en cercar a Pompeyo, algo en lo que ya había fracasado en Dirraquio. Además, el relieve de la zona no se lo permitía. Lo que hizo fue sacar a sus tropas un día tras otro a la llanura, desafiando a su adversario a entablar combate. Pompeyo también desplegaba a sus soldados, pero lo hacía en el piedemonte al final de la ladera, de tal manera que si los enemigos querían atacarlos tendrían que hacerlo corriendo cuesta arriba. Considerando que Pompeyo tenía casi el doble de hombres que César, este habría cometido una insensatez aceptando unas condiciones tan disparejas.

Excepto cuando se producían emboscadas como las que había sufrido Mario en Numidia o encontronazos fortuitos como el de Quinto Flaminino y Perseo en Cinoscéfalas, en la Antigüedad dos no batallaban si uno no quería. Para provocar a Pompeyo, César adelantaba cada día un poco más sus líneas acercándose paulatinamente a su campamento. Pero no estaba dispuesto a combatir si no era en el llano. Pompeyo, por su parte, se negaba a picar el anzuelo. Pensaba que si peleaba en campo abierto contra el ejército de César tenía posibilidades de derrotarlo, pero estaba convencido de que esas posibilidades se convertirían en certeza si continuaba con su táctica de desgaste.

Después de la experiencia de Dirraquio, César prefería no detenerse demasiado tiempo en el mismo sitio, por problemas de abastecimiento. La noche del 8 de agosto decidió que al día siguiente levantarían el campamento y se dirigirían hacia el nordeste. Imaginaba que Pompeyo los seguiría y en algún momento se presentaría la oportunidad de combatir, aunque lamentaba haber desaprovechado aquella llanura alargada y no demasiado ancha que ofrecía mucho juego para maniobras tácticas.

Lo que no podía sospechar era que la ocasión de enfrentarse se iba a presentar enseguida, pues se estaba discutiendo sobre ella en la tienda de mando de Pompeyo. De hecho, esos debates se llevaban produciendo desde hacía tiempo, ya que uno de los problemas del bando de Pompeyo era que su autoridad no resultaba tan incuestionable como la de César.

Los optimates criticaban a César porque se rodeaba de gente de extracción social más baja, e incluso se permitían reírse del senado que se había reunido con él en Roma porque no contaba en sus filas con personajes de verdadero abolengo. Ellos, sin embargo, eran gente distinguida. Tan distinguida que, a diferencia de los subordinados de César, que solían aceptar sus órdenes sin rechistar, no dejaban de protestar y le sacaban punta a todo.

Por ejemplo, Domicio Ahenobarbo había empezado a llamar a Pompeyo «Agamenón», sugiriendo con ello que estaba dilatando tanto aquella guerra como el rey de Micenas, que tardó diez años en conquistar Troya. De paso, le recordaba a Pompeyo que, como Agamenón, no dejaba de ser un primus inter pares, un primero entre iguales. Otros decían que en realidad no tenía ninguna prisa por ganar, porque mientras existiera la amenaza de César él podría conservar un poder extraordinario y seguiría dando órdenes a senadores consulares como si fueran sus esclavos y él un «rey de reyes», otro de los apodos que le habían puesto. Un tal Favonio, en particular, sacaba a Pompeyo de quicio cuando le preguntaba en tono zumbón: «¿Qué pasa? ¿Este año tampoco vamos a comer higos de Tusculum?». Al menos, Pompeyo se había librado de Catón, uno de los anticesarianos más beligerantes, dejándolo en Dirraquio a cargo de la flota y los suministros. Catón, como demostraba cuando recurría al filibusterismo parlamentario para boicotear las leyes de César y otros adversarios, podía ser un auténtico tormento para los oídos.

Pompeyo era vanidoso, pero también realista, y los reveses de su campaña contra Sertorio le habían enseñado más que sus precoces victorias al lado de Sila. Mas sus legados no eran tan prudentes como él y estaban convencidos de que iban a aplastar a César casi sin despeinarse. Algunos ya habían empezado a repartirse sus cargos y propiedades sin haberlo derrotado todavía. Entre Ahenobarbo, Metelo Escipión y Léntulo Esfínter discutían quién iba a ser el próximo pontifex maximus cuando eliminaran a César, mientras que otros ya habían preparado una lista de cónsules para los años venideros.

A Pompeyo le resultaba muy difícil aguantar las presiones de su entorno, porque, como decía Plutarco, le importaba demasiado la opinión ajena y no soportaba defraudar a sus amigos (Pompeyo, 67). Aunque esos amigos fueran tan recientes como los optimates, que lo despreciaban cuando hablaban a su espalda.

Por eso, finalmente cedió y anunció que el día 9 de agosto presentarían batalla. La noche de la víspera, reunió en su tienda a los legados y oficiales y les contó su plan.

La afamada infantería de César ni siquiera iba a entrar en acción, explicó Pompeyo. En cuanto comenzara el combate, su caballería lanzaría una carga contra el flanco derecho. Allí, en la parte norte de la llanura, más abierta, se encontrarían también la mayoría de los jinetes enemigos (por el lado sur corría el río Enipeo y no era buen terreno para las monturas). Pero la caballería de Pompeyo barrería a la de César en cuestión de segundos, ya que iban a ser seis mil contra apenas un millar.

Una vez superado ese insignificante obstáculo, los jinetes pompeyanos atacarían en masa la retaguardia de César y sembrarían el caos y el terror entre sus filas. Como todo el mundo sabía, el efecto de una carga de caballería no era el mismo si se lanzaba contra el frente formado de una legión que contra sus últimas filas, siempre más desorganizadas y compuestas por efectivos de menor calidad.[52]

Al mando de esa trascendental carga, anunció Pompeyo, estaría Tito Labieno, experto en esas lides. El antiguo legado de César tomó la palabra para explicar que el ejército que tenían frente a ellos no era realmente el que había conquistado la Galia, pues muchos de los veteranos de César habían perecido en combate, otros habían muerto de una epidemia en Italia y había muchos más que ya estaban licenciados. Así pues, iban a combatir contra legiones prácticamente bisoñas.

La realidad no era esa. Tal vez Labieno disimulaba la verdad por animar a los demás, o quizá su arenga no era más que una muestra de wishful thinking. En cualquier caso, estaba decidido: el ejército de Pompeyo iba a combatir. Los optimates se hallaban tan convencidos de su triunfo que hicieron preparativos para celebrarlo al día siguiente, disponiendo mesas para un gran banquete y coronando con flores y parras no solo las tiendas de los mandos, sino incluso las de los soldados rasos.

En la mañana del 9 de agosto, César dio orden de levantar el campamento. Como todos los días, observó cómo a lo lejos los hombres de Pompeyo también salían de su empalizada. Pero no hizo demasiado caso de sus movimientos, pues suponía que se iban a plantar otra vez en la ladera y no pensaba combatir allí.

A pesar de todo, al poco rato sus batidores le informaron de que el ejército de Pompeyo no se había quedado en el piedemonte, sino que había salido a la llanura y había empezado a girar a sinistrórsum —esto es, en el sentido de las agujas del reloj— para quedarse con su flanco derecho junto al río Enipeo y el izquierdo mirando hacia las colinas que cerraban la llanura por el norte.

César ordenó abortar los preparativos para la marcha y disponerse para el combate. «¡No vamos a volver a encontrar una ocasión como esta!», explicó a sus oficiales. Sobre su tienda se izó el pabellón rojo que indicaba zafarrancho de combate. César tenía tanta prisa por sacar a sus hombres —no fuera a arrepentirse Pompeyo— que hizo derribar la empalizada y rellenar la fosa de tierra en varios puntos para que sus cohortes pudieran salir ya desplegadas y no perdieran el tiempo estirándose en hileras. Tan solo dejó atrás a dos mil de sus soldados más veteranos, encargados de levantar de nuevo el vallado y proteger el campamento.

Los dos ejércitos fueron formando frente a frente, una operación laboriosa que siempre requería su tiempo. Pompeyo tenía unos cuarenta mil legionarios dispuestos en triple línea. En el flanco derecho, junto al río, había apostado a seiscientos jinetes acompañados de algunos efectivos de infantería ligera. Pero la cabeza del martillo que formaba su ejército se hallaba en el flanco izquierdo. Allí había más de seis mil jinetes entre galos, germanos y aliados de los diversos pueblos del este: gálatas, tracios, capadocios, macedonios y sirios. También a la izquierda se encontraban las mejores legiones, la Primera y la Tercera, previendo que allí se produciría el choque con la Décima de César. Cada cohorte formaba con diez filas, un despliegue más profundo de lo habitual. Era algo que se hacía a veces con tropas no muy experimentadas, pues las formaciones profundas tenían más empuje, se torcían menos al avanzar y ofrecían más seguridad a los soldados.

Frente a ellos, César disponía de unos veintidós mil legionarios. Con el fin de igualar la longitud del frente enemigo, sus cohortes formaban con seis filas de profundidad. Había dividido el frente en tres secciones. En el ala izquierda, pegada al río, había cuatro legiones, entre ellas la Octava y la Novena, que debido a las bajas sufridas en combate funcionaban combinadas como una sola unidad. Al mando de ese flanco estaba Marco Antonio. Del centro se encargaba el legado Domicio Calvino, que tenía a Publio Sila, pariente del dictador, a la derecha. Ya en el extremo se encontraba el propio César junto a la Décima legión. En el flanco formaba su caballería, apenas mil efectivos para enfrentarse a la masa de jinetes que sabía que se le iba a venir encima.

Antes de empezar la batalla, se distribuyeron las consignas para que los soldados, que iban equipados prácticamente de la misma forma en ambos ejércitos, se reconocieran durante el combate y no mataran a los suyos creyéndolos enemigos. El santo y seña de los pompeyanos era «Hércules invicto» y el de los cesarianos «Venus portadora de la victoria», como homenaje a la divina madre de la gens Julia.

Como se solía hacer si había tiempo, César cabalgó por la línea de batalla deteniéndose en algunos puntos para arengar a la tropa y, sobre todo, para que lo vieran a lomos de su caballo y ondeando su vistosa capa roja. Después regresó a su puesto, entre la Décima y la caballería. Allí había una pequeña unidad formada por ciento veinte evocati, soldados licenciados que se habían reenganchado para combatir por su antiguo general. Los mandaba Cayo Crastino, que el año anterior había sido primipilo de la Décima legión; lo que es tanto como decir el centurión más prestigioso de todo el ejército.

Al ver a César, Crastino le dijo: «General, hoy voy a comportarme de tal manera que estarás orgulloso de mí, vivo o muerto». Después se dirigió a los demás evocati y exclamó: «¡Seguidme, vosotros que una vez servisteis bajo mis órdenes! ¡Luchad por el general al que jurasteis lealtad! Solo nos queda un último combate. ¡Cuando termine, César recuperará su dignidad y nosotros nuestra libertad!» (César, BC, 91).

Dicho esto, Crastino arrancó a correr el primero, adelantándose a todo el ejército. Segundos después, los ciento veinte voluntarios de su nutrida centuria lo siguieron. Para algunos expertos, esta especie de carga suicida fue en realidad una devotio, un antiguo ritual por el que el ejército enemigo al completo era ofrecido como víctima a los manes, los dioses infernales. El poder de este sacrificio, que era también una maldición, se basaba en que quien pronunciaba el voto de algún modo chantajeaba a los dioses ofrendándose a sí mismo. Gracias a la moral que insuflaba la devotio en los soldados que escuchaban las palabras del ritual convencidos de su poder mágico, los romanos habían ganado batallas tan comprometidas como la del Vesubio en el año 340 o la de Sentino en el 295. En Roma victoriosa ya aparecía la terrible fórmula de este voto:

Jano, Júpiter, padre Marte, Quirino, Belona y vosotros lares, novensiles e indigetes, deidades que tenéis poder sobre nosotros y nuestros enemigos; y vosotros también, divinos manes: os rezo, os reverencio y os ruego que bendigáis al pueblo romano con poder y con victoria, y que lancéis sobre sus enemigos miedo, terror y muerte. Ahora, por el bien del pueblo romano, del ejército, de las legiones y de sus aliados, ofrezco en sacrificio a los manes y a la Tierra las legiones y los auxiliares del enemigo, del mismo modo que me ofrendo a mí mismo.

Si en verdad se trató de una devotio, como sospecho, los dioses aceptaron la vida de Crastino, algo que era de esperar tomando en cuenta que se había adelantado a los demás de forma tan temeraria: cuando trató de romper las filas enemigas, un soldado pompeyano le clavó su espada en la boca y lo mató.

Mientras las filas de infantería de César cargaban contra el enemigo, la caballería de Pompeyo hacía lo propio. Todo debió de ocurrir muy rápido y de forma simultánea, pero como la literatura es secuencial y no multisensorial como el cine, resulta imprescindible dividir la acción por sectores para relatarla, como hace César en La guerra civil.

Empecemos por la infantería. Cuando las cohortes de la primera línea cesariana avanzaron contra las pompeyanas, lo normal habría sido que estas hicieran lo propio. Pero Pompeyo, siguiendo consejos de varios legados, había instruido a sus soldados para que aguantaran la posición sin mover los pies del sitio. De ese modo no se desordenarían —se ve que no confiaban mucho en su disciplina— y, además, al no correr no sumarían su velocidad a la de los pila enemigos y el impacto sería más débil. César critica en su texto esta decisión, porque priva a los hombres del «ardor y animosidad de espíritu que se enardece por el deseo de luchar» (BC, 92), un brío instintivo que los hombres poseen de forma innata y que sirve para vencer su miedo.

Al ver que el enemigo ni se movía y ellos tenían que recorrer el doble de distancia, los centuriones de César, por propia iniciativa, ordenaron a sus hombres que se detuvieran con el fin de enderezar las filas y tomar algo de aliento: una muestra de disciplina y organización que seguramente no era improvisada, sino que había sido entrenada. Más adelante, el militar anónimo que escribió La guerra africana comentó que César era un obseso del adiestramiento y que preparaba a sus tropas no como un general a unos veteranos, sino como un instructor de gladiadores a sus alumnos (B. Af., 71). Sin duda, el entrenamiento constante tenía mucho que ver con las altas prestaciones de las legiones de César.

Recobrado el resuello, los soldados de César reanudaron la embestida, lanzaron una andanada de pila, desenvainaron las espadas y se lanzaron al cuerpo a cuerpo, en la mayor batalla entre ejércitos romanos que se había librado hasta entonces.

Por el momento, el combate se trabó escudo contra escudo. Entretanto, la caballería mandada por Labieno había cargado contra la de César y, como era de esperar, la había puesto en fuga en cuestión de minutos o segundos. A continuación, según el guión programado, los jinetes pompeyanos hicieron una variación derecha para sorprender por detrás a la tercera línea de cohortes de César.

Pero los sorprendidos fueron ellos.

Conociendo la superioridad en caballería del enemigo, César había previsto la maniobra de Pompeyo. Por muy feroces que fueran sus germanos, no confiaba en que con tan solo mil efectivos pudieran detener la carga, de modo que les había dado instrucciones para que resistieran de forma casi simbólica hasta oír su señal y después se retirasen.

Todo era una trampa. Antes de la batalla, César había sacado de la reserva situada en la tercera línea seis cohortes. Con ellas había formado una cuarta línea que, en lugar de quedarse atrás, constituía una especie de bisagra en un ángulo de cuarenta y cinco grados con el resto de las unidades. Las legiones situadas al frente y, sobre todo, la caballería habían ocultado a los ojos del enemigo la posición de estas seis cohortes. Es probable, incluso, que estuvieran aguantando rodilla en tierra a que llegara su momento.

Y llegó.

En su primer choque contra la caballería enemiga, la de Labieno había perdido impulso. En cualquier caso, las galopadas frenéticas contra una línea enemiga al estilo de los Rohirrim en El retorno del rey eran imposibles, por muy estéticas que puedan quedar en el cine. Cuando los jinetes pompeyanos se disponían a cobrar velocidad de nuevo, se encontraron de cascos a boca con una línea de escudos y pila perfectamente formada.

En esta ocasión no hubo descarga de jabalinas, pues César había ordenado expresamente a sus soldados que en lugar de soltarlas las usaran a modo de lanzas.

Según Plutarco, los legionarios de César levantaron sus pila y amenazaron con sus puntas los rostros de los jinetes, que apartaban la cara para que no los desfiguraran, ya que eran poco menos que unos petimetres presumidos (César, 45). Es un comentario bastante absurdo, porque los soldados de caballería formaban parte de una élite guerrera y no iban a asustarse tan fácilmente por algo así. Otra cosa bien distinta debió de ocurrirles a los corceles, que al verse ante una muralla de escudos de la que brotaban aguzados pinchos metálicos que se agitaban, se espantaron y empezaron a recular.

Allí estuvo la clave de la batalla. Tras una breve pugna, se desató tal caos entre la caballería pompeyana que los jinetes empezaron a huir en desbandada. Al despejar el terreno, dejaron al descubierto a los arqueros y honderos que venían detrás dispuestos a lanzarse sobre los soldados de la Décima legión y disparar contra sus costados derechos, siempre más desprotegidos. Al verse vendidos, aquellos soldados de infantería ligera emprendieron la huida, y muchos de ellos fueron aniquilados por las cohortes de la cuarta línea.

Mientras tanto, el combate entre las dos grandes líneas de infantería continuaba. Pasados unos minutos y viendo que la caballería enemiga había huido, César decidió mandar más efectivos a la refriega y dio la señal de avanzar a la tercera línea. Al mismo tiempo, ordenó a las cohortes de la cuarta, las mismas que habían abortado la carga de los jinetes de Labieno, que dejaran de perseguir a los arqueros enemigos y se cobraran una pieza más valiosa: el flanco izquierdo de la infantería pompeyana.

Cuando empezó a cerrarse aquella pinza, los soldados de Pompeyo aguantaron todavía unos minutos, pero él no. Al ver que las cosas se ponían feas, hizo que su montura volviese grupas y se retiró a uña de caballo. Abandonados por su general, los restos de su ejército se dieron a la fuga también o se rindieron. Como señala F. E. Adcock, «En Dirraquio César había sido el último soldado de su ejército que resultó derrotado; en Farsalia, Pompeyo fue el primero».[53]

Cicerón, que había visitado el campamento pompeyano tiempo antes, pero no estuvo presente en la batalla, lo expresó de otra forma. Para él, la culpa de lo ocurrido era de la victoria de Dirraquio, que había hecho a Pompeyo confiarse demasiado.

Desde aquel día aquel varón insigne dejó de ser un general. Con un ejército de novatos reclutado a toda prisa se atrevió a combatir contra las legiones más poderosas de todas. Una vez derrotado, para su gran vergüenza abandonó el campamento y huyó solo. (Ad Fam., 7.3.2).

La victoria de César fue casi total. Entre aquel día y el siguiente, más de veinte mil soldados enemigos se rindieron ante él, que perdonó la vida a la mayoría. Entre aquellos que recibieron su clemencia se hallaba Marco Junio Bruto, hijo de su amante Servilia y uno de los principales protagonistas de los idus de marzo.

En el campo habían quedado tendidos quince mil pompeyanos, de los cuales seis mil eran ciudadanos romanos; uno de ellos, el viejo rival de César, Domicio Ahenobarbo. Mientras paseaban entre los cadáveres, César comentó: «¡Ellos lo han querido así! Si no hubiese pedido ayuda a mi ejército, me habrían condenado pese a las gestas que he llevado a cabo» (Plutarco, César, 42). En su propio ejército murieron únicamente doscientos hombres, treinta de ellos centuriones. Como siempre, hemos de recordar que la mayoría de las bajas no se producían mientras las formaciones cerradas chocaban de forma pareja, sino cuando una de ellas se desorganizaba y huía.

He dicho una victoria «casi total». La mayoría de los mandos importantes del ejército enemigo, entre ellos el mismo Pompeyo, habían huido. César se encontró ante un dilema: ¿debía regresar a Italia o perseguir a los fugitivos? Muchos de ellos, como Escipión, Labieno, Afranio o Catón —que no había estado presente en la batalla—, se dirigieron a la provincia de África para reorganizarse allí.

Cuando supo que Pompeyo había tomado un camino diferente, César decidió que aquella presa tenía prioridad. Aunque lo hubiera superado en el campo de batalla, un enemigo vencido no tenía por qué ser un enemigo hundido, como él mismo podía atestiguar tras haberse sobrepuesto al fracaso de Dirraquio. Además, Pompeyo poseía una enorme red de clientes y aliados en Oriente con los que podría recomponer sus fuerzas.

César lo organizó todo rápidamente. Marco Antonio regresaría a Italia con las legiones más veteranas, y una vez en Roma se encargaría de velar por los intereses de Italia. A Domicio Calvino le entregó tres de las legiones pompeyanas y lo nombró gobernador de Asia.

En cuanto a él, tomó a su caballería y a apenas mil hombres de la Sexta, una legión que había formado en el año 52 en la Galia Cisalpina, y con esa reducida hueste emprendió la persecución de Pompeyo. Los hombres de la VI resultaban especialmente adecuados porque, sin ser bisoños, eran más jóvenes y tenían más energías que los de la Novena y la Décima.

Durante varias semanas, César se desplazó con su celeridad habitual: de día partía con sus jinetes hasta el final de la siguiente etapa y allí aguardaba la llegada de los legionarios de la Sexta. Mas, pese a su velocidad, César se sentía como Aquiles en la célebre aporía de Zenón, incapaz de alcanzar nunca a la tortuga por más que corría.

De Larisa fue a Anfípolis y desde ahí, olfateando la pista de Pompeyo como un sabueso, recorrió cuatrocientos kilómetros en ocho días para llegar al estrecho de los Dardanelos. Allí confiscó unos cuantos barcos, y mientras cruzaba el estrecho para pasar a Asia le salió al paso una flota pompeyana mandada por Lucio Casio. En lugar de rendirse ante sus naves, que eran muchas más, César exigió que se las entregara. El almirante enemigo le obedeció, cuando podría haber enviado su mísera flotilla al fondo del estrecho. Le habían llegado noticias de la batalla de Farsalia y, como tantos otros, se apresuraba a acudir en ayuda del vencedor.

Mientras bajaba por la costa oeste de Asia Menor, César fue recibiendo noticias de Pompeyo. Lo habían visto primero en Mitilene, donde había recogido a su esposa Cornelia, y después en Chipre. Eso hizo imaginar a César que se dirigía a Egipto. Allí reinaba el joven Ptolomeo XIII, cuyo difunto padre estaba en deuda con Pompeyo y con el propio César. Este pensó que si su rival se ganaba el favor de Ptolomeo, conseguiría ese dinero y también naves y otros suministros con los que podría reforzar el ejército que sus partidarios estaban reorganizando en África.

A César le constaba que Pompeyo no llevaba apenas tropas dignas de tal nombre, pues quienes lo acompañaban eran sobre todo esclavos que había ido reclutando por el camino. Pero si se le daba tiempo, podía recabar el apoyo de los llamados «gabinianos».

Los gabinianos eran unos ocho mil legionarios que el legado Aulo Gabinio y Marco Antonio habían llevado a Egipto para reinstaurar a Ptolomeo XII en el trono; una misión que, dicho sea de paso, les había encargado Pompeyo sin autorización del senado. Aquellos hombres se habían quedado en Alejandría, convirtiéndose en una fuerza paramilitar que creaba más problemas de los que solucionaba. En el año 50, Bíbulo, que a la sazón gobernaba Siria y quería defender su provincia de la amenaza de los partos, envió a sus dos hijos a Egipto con la misión de llamar a filas a los gabinianos. Estos, acostumbrados a la buena vida que llevaban en Alejandría, se negaron y asesinaron a los hijos de Bíbulo.

Decidido a evitar que Pompeyo se rearmara de una forma o de otra, César tan solo esperó a que otra de sus legiones se reuniera con él, probablemente en Rodas. Allí embarcó a todos sus hombres en una pequeña flota de transportes y naves de guerra, y sin dudarlo un instante se dirigió hacia Egipto. Llevaba en total cuatro mil combatientes: tres mil doscientos legionarios y ochocientos jinetes, la mayoría germanos.

En cierto modo fue un error y en cierto modo quizá no. Sin que él lo supiera, Pompeyo ya había dejado de ser un peligro. Si en lugar de dirigirse a Egipto, César hubiera regresado a Italia y desde ahí hubiera cruzado a África para combatir a los optimates antes de darles tiempo a organizar un gran ejército, la guerra civil habría durado mucho tiempo.

Pero es posible que la historia del mundo hubiera sido menos interesante, y que la posteridad ni siquiera hubiese oído hablar de Cleopatra.

ALEJANDRÍA JUNTO A EGIPTO

A principios de octubre del año 48, César y su pequeña flota llegaron a Alejandría. Lo primero que debieron divisar a lo lejos fue el Faro. Suele escribirse con mayúsculas, puesto que Faro era un topónimo, el nombre de la isla donde asentaba sus cimientos, Pháros en griego. Los romanos se referían a él como torre o luminaria, pero la palabra «faro» acabó convirtiéndose en un nombre común para referirse a ese tipo de edificio.

El Faro fue erigido durante el reinado de Ptolomeo II Filadelfo. (Los monarcas antiguos no utilizaban ordinales, pero como todos los de aquella dinastía se llamaban igual e incluso repetían epítetos como «Soter», «Filadelfo» o «Filópator», los historiadores actuales suelen recurrir a la numeración para evitar confusiones). Su construcción había requerido doce años de trabajos y una inversión de ochocientos talentos. El arquitecto, Sóstrato de Cnido, se sentía tan satisfecho de su obra que quería que la posteridad lo recordara por ella. En aquella época, el nombre que solía figurar en este tipo de construcciones era el de quien las encargaba y consagraba; en este caso, el rey de Egipto. A Sóstrato se le ocurrió la astucia de escribir la dedicatoria oficial de Ptolomeo en una placa de yeso. Cuando esta se desgastó y cayó con el tiempo, apareció debajo el nombre del propio Sóstrato, grabado de forma indeleble en la piedra.

Es comprensible que Sóstrato se sintiera orgulloso, ya que el Faro era considerado una de las Siete Maravillas del mundo antiguo. Aquella enorme torre se erguía sobre un islote unido al extremo este de la isla de Faros por una rampa.[54] Su base era un gran zócalo de cien metros de lado, decorado con columnas, arcos y estatuas. Sobre él se alzaba la gran torre, diseñada en tres niveles: el primero era de planta cuadrada, el segundo octogonal y el último una torre cilíndrica rematada por una estatua de Zeus que se alzaba a más de ciento veinte metros de altura sobre las aguas del puerto.

La razón para construir el Faro fue que aquella costa era extremadamente plana y carecía de puntos de referencia elevados; algo imprescindible para los marinos en una época en que se podía medir la latitud, pero no la longitud. Alejandría estaba situada en el extremo oeste del Delta del Nilo, cerca de la llamada boca Canópica del Nilo. Todo el Delta en sí era tierra de aluvión, un «don del Nilo» como lo llamaron Hecateo y Heródoto: las arenas y fangos que arrastraba el gran río iban apilando y creando un nuevo terreno sumamente fértil que se adentraba año tras año en el Mediterráneo. Al no ser resultado de una verdadera orogenia, aquella tierra oscura apenas se levantaba sobre el nivel del mar.

La costa al este de Alejandría también era muy lisa y apenas ofrecía refugio para los barcos. La propia Alejandría era la excepción: la isla de Faros, alargada y paralela al litoral, ofrecía un abrigo contra los vientos y las olas. Por eso Alejandro Magno había decidido levantar allí una ciudad, que empezó a construirse en el año 331. Gracias a su localización estratégica y a la gran inversión que puso en ella el rey macedonio, Alejandría no tardó en prosperar. Pero para que fuese más seguro arribar a sus dos puertos, que estaban rodeados por escollos, se necesitaba algún punto de referencia, y el Faro fue la solución. De día su silueta blanca bastaba para verlo a lo lejos. De noche, se encendía la luminaria, que podía divisarse a cincuenta kilómetros. Como el Faro, que sobrevivió en parte hasta la Edad Media, acabó totalmente destruido, no sabemos cómo era por dentro. Algunos autores cuentan que en el primer nivel había rampas por las que subían acémilas cargadas de combustible para la hoguera. Se ha discutido bastante acerca de la naturaleza de aquel combustible —leña, carbón vegetal, aceite, incluso petróleo crudo—, pero considerando la prolongada historia del Faro es muy posible que se utilizaran varias materias distintas a lo largo del tiempo.

Una vez sobrepasado el Faro, los barcos de César entraron en el Puerto Grande, situado en la parte oriental de la ciudad. Mirando a su derecha los romanos podían ver a cierta distancia el Heptastadion, un gran puente llamado así porque medía siete estadios, unos mil doscientos metros. El Heptastadion unía la ciudad con la isla del Faro y al mismo tiempo servía de separación entre el Puerto Grande y el que se abría en la parte oeste, el de Eunosto o «Buen regreso». No obstante, los barcos podían pasar de uno a otro por los arcos que sustentaban el Heptastadion.

Entre los muelles de Eunosto y el Puerto Grande podían atracar más de mil doscientas naves. Pero Alejandría recibía tanto tráfico que a menudo había barcos atados a boyas en el centro de cada uno de los dos puertos, esperando a que les tocara el turno de amarrar y descargar su mercancía. No era para menos, puesto que la ciudad servía de puente entre el Mediterráneo y el Nilo. Gracias a que desde este partía un canal hacia el mar Rojo, también era una puerta hacia el océano Índico y la fabulosa ruta de la India; puerta que los soberanos de Alejandría tenían abierta desde finales del siglo II gracias a los viajes del audaz marino Eudoxo de Cízico.

Alejandría tenía más de medio millón de habitantes, y fue la mayor ciudad del Mediterráneo hasta que Roma empezó a disputarle aquel puesto. Al contrario que Roma, que había crecido de forma caótica siguiendo el relieve de las siete colinas, Alejandría había sido diseñada sobre el plano, partiendo de cero y sobre un terreno extremadamente liso. Por eso su arquitecto, Dinócrates de Rodas, había dispuesto que sus calles se cruzaran en ángulos rectos, formando manzanas cuadradas o rectangulares y amplias avenidas.

La ciudad estaba dividida en barrios denominados con las primeras letras del alfabeto. El Alfa, situado al nordeste, junto al mar, era el distrito palaciego. El Beta era también un distrito adinerado, donde se levantaban el Ágora, el Sema o tumba de Alejandro y la mayor atracción de Alejandría —aparte del Faro—: el Museo y su principal dependencia, la Biblioteca. En el distrito Delta, situado hacia el este, vivía una numerosa colonia judía, y en el Gamma, al oeste, habitaban los metecos, residentes legales que no poseían la ciudadanía alejandrina. Había, por último, un barrio que conservaba el nombre antiguo de la ciudad, Racotis, poblado por egipcios que tampoco eran legalmente alejandrinos.

Pues Alejandría, aunque se hubiera contagiado de elementos egipcios, era básicamente una ciudad griega. Su nombre completo resultaba muy revelador: Alexándreia parà Aigýptou, «Alejandría junto a Egipto», no «Alejandría en Egipto». La dinastía que gobernaba la ciudad y que reinaba en el país era de origen macedónico y descendía de Ptolomeo I Soter, «el Salvador», uno de los generales que a la muerte de Alejandro se había repartido los restos del imperio. Como el padre de Ptolomeo se llamaba Lago, la dinastía era conocida también como «Lágida». No obstante, algunos comentaban que en realidad Ptolomeo era hijo bastardo de Filipo y, por tanto, hermanastro de Alejandro; un rumor que a sus descendientes no les molestaba en absoluto.

En los principios de la ciudad los elementos griegos y macedonios de su población estaban claramente diferenciados. Pero con el tiempo, lejos de sus respectivas patrias, se habían ido fundiendo. Desde el punto de vista de egipcios, judíos y otros pueblos, los macedonios y los griegos de Alejandría eran todos griegos sin distinción, del mismo modo que tampoco hacían grandes diferencias entre romanos e itálicos.

Cuando César llegó a Alejandría, sus barcos se dirigieron al sector palaciego y atracaron allí. Ya que venía a Egipto en pos de Pompeyo, estaba dispuesto a cobrar el dinero que le debía el joven rey Ptolomeo XIII. El padre de este, conocido como Auletes o «Flautista» por su afición a tocar la flauta en los banquetes, había sido depuesto por sus propios súbditos en el año 59. No era la primera vez que ocurría algo así: la plebe de Alejandría era mucho más levantisca que la de Roma y cuando no estaba contenta por algún motivo tenía cierta tendencia a asaltar los palacios reales.

Exiliado por sus propios súbditos, Auletes se dirigió a Roma, donde sobornó a diestro y siniestro para conseguir que los poderosos romanos lo repusieran en el trono. En particular, pagó mucho dinero a Pompeyo y Craso, y también a César, que a la sazón era el cónsul: nada menos que seis mil talentos.

En realidad, Auletes no disponía de tanto dinero, de modo que se vio obligado a pedírselo prestado a una societas, un consorcio financiero presidido por un personaje llamado Cayo Rabirio. Para que Rabirio pudiera cobrarse la deuda, Auletes se lo llevó a Alejandría y lo nombró administrador de finanzas, un honor inusitado para un extranjero. Rabirio consiguió poner al día los impuestos atrasados, pero en lugar de pagarle lo que debía, el rey Auletes lo expulsó de Egipto. César había adquirido una parte de la deuda de Rabirio, y la suprema ironía era que ahora regresaba a Alejandría para cobrar un dinero que se le debía porque el padre del rey lo había pedido prestado para sobornar… ¡al propio César!

Cuando intentó entrevistarse con el rey, César descubrió que no se encontraba en Alejandría por culpa de una guerra dinástica. En su testamento, Auletes no había designado único heredero a su hijo Ptolomeo, sino también a su hija mayor Cleopatra,[55] que de hecho ya había sido corregente con su padre durante unos años. Para que sus últimas voluntades se cumplieran, Auletes había nombrado albacea al pueblo romano.

En teoría, Cleopatra y Ptolomeo no eran solo hermanos, sino también esposa y esposo, una costumbre que se había iniciado a mediados del siglo III con Ptolomeo Filadelfo, «el que ama a su hermana». Cuando César llegó a Alejandría, Ptolomeo XIII tenía trece años y Cleopatra veintiuno. El matrimonio, por el momento, no se había consumado, y no parecía que fuera a consumarse nunca, ya que ambos hermanos se aborrecían.

Según fue averiguando César, Cleopatra había reinado prácticamente sola desde el año 51 aprovechando que su hermano era todavía un niño; así lo demuestran muchos decretos de aquella época que aparecen firmados únicamente con el nombre de ella. Pero dar de lado al jovencísimo Ptolomeo fue un error, pues a su alrededor se formó una camarilla de intrigantes que conspiraban contra Cleopatra. En ella destacaban tres personajes: el maestro de retórica Teódoto, el general Aquilas y, sobre todo, el eunuco Potino, que no tardó en convertirse en dioikétes, un cargo que equivalía a visir o a primer ministro.

Cuando César llegó a Alejandría, el país acababa de sufrir varias sequías seguidas. A decir verdad, en Egipto apenas caía una gota de agua, y habría formado parte del desierto del Sahara sin más de no ser por el Nilo. Este río, merced a las lluvias torrenciales que caían en las tierras altas de Etiopía durante el monzón, experimentaba a principios del verano una gran crecida que inundaba y regaba las tierras egipcias. Además depositaba en ellas limo, una fértil arenilla de origen volcánico que arrastraba desde sus fuentes etíopes. La inundación, que se producía paradójicamente cuando los demás ríos del Mediterráneo se secaban, era vital para la subsistencia de los egipcios. Por eso el río estaba lleno de nilómetros, medidores del nivel de las aguas que indicaban cómo venía la crecida y servían para prever las cosechas y los tributos que debían cobrarse.

La inundación del año 50, por segunda vez, había sido tan escasa que las cosechas prácticamente se habían perdido. Ese año, Ptolomeo firmó por primera vez un decreto conjunto con su hermana, una ley que establecía que todos los excedentes de grano y legumbres debían enviarse a Alejandría. Era la forma de evitar revueltas en la ciudad. A cambio, el resto de Egipto empezó a pasar hambre, porque el término «excedentes» era bastante optimista, y se produjeron disturbios por todo el país.

La sequía hizo que la popularidad de Cleopatra se resintiera, y diversos problemas relacionados con la presencia de los gabinianos y el envío de barcos y alimentos al bando pompeyano en la guerra civil la deterioraron todavía más. Gracias a eso, Ptolomeo y su camarilla consiguieron imponerse sobre la joven reina, cuyo nombre desapareció de los decretos en el verano del 49.

Poco después, Cleopatra tuvo que exiliarse de Alejandría y huyó a Siria. Pero, como tantas mujeres de su dinastía, no se resignaba fácilmente a perder en el juego del poder, y enseguida reclutó un ejército formado por sirios y mercenarios judíos. En octubre del 48, por lo que César averiguó, dicho ejército se encontraba en la frontera oriental de Egipto, en la costa norte del Sinaí. Para detener la invasión, su hermano Ptolomeo XIII había salido a su encuentro con sus propias tropas y se encontraba acampado en la ciudad de Pelusio.

Eso explicaba que César hubiera encontrado el palacio prácticamente vacío. Pero pocos días después se presentaron ante él el eunuco Potino y el rétor Teódoto. Traían un regalo de buena voluntad de parte de Ptolomeo XIII para el cónsul de Roma, explicaron. Cuando César abrió la vasija que contenía aquel obsequio, descubrió con horror que se trataba de una cabeza humana.

Era la de Pompeyo.

Unos días antes, el 28 de septiembre, la pequeña flotilla de Pompeyo había arribado a Pelusio. Allí ancló a cierta distancia de la orilla, pues en aquella costa tan lisa las aguas eran poco profundas y las naves se embarrancaban con facilidad. Tenían a la vista el campamento de Ptolomeo, acuartelado en la frontera para impedir la invasión del ejército de su hermana. Pompeyo envió un bote con una carta, recordando al joven rey la amistad que le unía con su padre y pidiéndole audiencia.

Cuando supieron que Pompeyo el Grande estaba tan cerca, el rey y sus tres principales consejeros se reunieron para deliberar. Las noticias de la victoria de César en Farsalia ya habían llegado a Egipto. ¿Qué debían hacer? Si ayudaban a Pompeyo y este se recuperaba de su derrota, conociendo cómo había actuado en el resto de Oriente era de suponer que intentaría conquistar Egipto y quitarles a ellos el poder. Y si Pompeyo perdía de nuevo en la guerra contra César, sería este quien querría vengarse de todos aquellos que le hubieran prestado auxilio.

La mejor opción parecía congraciarse con César, el vencedor, librándolo de su mayor enemigo. Pompeyo quedó condenado con una frase lapidaria del retórico Teódoto: «Los hombres muertos no muerden». Ptolomeo hizo enviar una barcaza para recoger a Pompeyo. En ella viajaban el general Aquilas y dos oficiales gabinianos que habían servido en la campaña de Oriente, llamados Septimio y Salvio.

Desde la barcaza, Septimio saludó a Pompeyo como imperator para ganarse su confianza. Luego le explicó que si quería ver al rey debía subir a bordo de esa pequeña embarcación, ya que en la orilla apenas había fondo para un trirreme. Pompeyo, aunque no estaba demasiado convencido, decidió seguir las instrucciones. Cuando su esposa Cornelia le pidió que no fuera con aquellos hombres, él respondió citando los versos de una tragedia perdida de Sófocles: «Cuando un hombre se acoge a la protección de un tirano, en esclavo se convierte aunque como hombre libre haya llegado» (Plutarco, Pompeyo, 78).

Apenas se habían alejado unos metros del trirreme cuando Aquilas y Septimio mataron a Pompeyo con sus espadas. El asesinato lo contemplaron los soldados del rey Ptolomeo, que formaban en la playa, y también su esposa Cornelia y su hijo Sexto desde la cubierta del barco. Para no sufrir el mismo destino que Pompeyo, decidieron alejarse de la costa con toda la flotilla.

Al día siguiente, Pompeyo habría cumplido cincuenta y nueve años. Aquilas hizo que le cortaran la cabeza, lo único que le interesaba junto con el sello que llevaba su nombre. El cuerpo lo abandonaron en la playa, desnudo. Su liberto Filipo, que lo había acompañado en la barcaza, utilizó las tablas semipodridas de un bote abandonado para improvisar una pira funeraria y después guardó las cenizas en una urna. Con el tiempo, merced a César, las cenizas le llegaron a su viuda Cornelia, que las enterró en su villa de los montes Albanos.

De esta manera tan indigna acabó quien había sido durante un tiempo el hombre más poderoso de Roma y de todo el Mediterráneo. Había empezado su carrera siendo vanidoso y cruel, y aunque su temperamento se suavizó con la edad no perdió nunca la vanidad, un defecto que lo hacía demasiado fácil de manipular. En el campo de batalla no era un general tan brillante como su enemigo Sertorio o como el hombre que acabó eclipsándolo, César; pero había aprendido a conocer sus limitaciones y poseía un gran talento como organizador. De no haber sentido tal complejo ante los optimates cuya amistad tanto ansiaba, quizá no les habría hecho caso, no habría librado aquella batalla que no quería luchar y la historia de Roma y del mundo habrían cambiado.

CLEOPATRA Y LA GUERRA ALEJANDRINA

Al contemplar el macabro presente que le entregaba Teódoto, César apartó la cabeza. También le entregaron el anillo de Pompeyo, cuyo sello representaba a un león agarrando una espada entre sus zarpas. Según se cuenta, César lloró al verlo. No tenía por qué ser un gesto teatral: la relación personal entre ambos nunca había sido mala y los antiguos no consideraban que hubiera que reprimir ciertas efusiones. Políticamente, no está claro que a César le conviniera la muerte de Pompeyo. Con él tal vez habría podido llegar a un arreglo amistoso, recurriendo a una mezcla de clemencia y generosidad para dejar en un lugar airoso a su antiguo socio. Pero ahora que Pompeyo estaba muerto, iba a resultar imposible firmar la paz con el resto de los optimates, al menos con los más recalcitrantes como Catón, Escipión o el reciente fichaje Labieno. César tendría que derrotarlos por completo, lo que significaba que la guerra civil no había terminado.

¿Por qué no se fue directamente para proseguir la lucha antes de que sus enemigos reorganizaran fuerzas? En La guerra civil echa la culpa a los vientos etesios, que en aquella época del año soplaban sobre todo del norte y no le permitían abandonar Egipto. A pesar de todo, no tuvo problemas para enviar mensajeros y pedir que le trajeran provisiones y más tropas de Asia, así que lo del viento suena a excusa.

Al principio, la razón básica de su estancia debió de ser económica. Si el gasto de la guerra civil había sido inmenso hasta ese momento, su victoria lo había acrecentado, pues ahora era él quien tenía que pagar a las legiones pompeyanas que se le habían rendido. Por eso, aprovechando que tenía delante al ministro Potino, César le dijo que quería cobrar parte de la deuda que Egipto tenía con él, y exigió cuarenta millones de sestercios. Con aquello, al menos, podría pagar los sueldos anuales de diez legiones.

Si quería cobrar ese dinero, César necesitaba que hubiera paz en Egipto. Por eso anunció que, como cónsul de Roma y albacea del testamento de Auletes, iba a terciar en la disputa entre Ptolomeo y Cleopatra. Con la arrogancia que solo podía mostrar un romano, ordenó que ambos hermanos disolvieran sus ejércitos y los convocó a una reunión en palacio.

Sin esperar a recibir una autorización que como cónsul de Roma no creía necesitar, César instaló a sus legionarios en el sector palaciego y estableció un campamento para la caballería en una zona de pastos a orillas del lago Mareotis, que bañaba la ciudad por su parte sur. Mientras recorría la ciudad, pudo comprobar que sus habitantes eran gente de armas tomar. Al ver que César marchaba por las calles con sus lictores, los alejandrinos se tomaron aquello como una ofensa a la dignidad de su rey y empezaron a insultarlo. Los abucheos pronto se convirtieron en pedradas y disturbios, y varios soldados que paseaban o patrullaban dispersos por la ciudad fueron asesinados.

Obedeciendo la convocatoria de César, Ptolomeo no tardó en llegar; pero, en lugar de licenciar a sus tropas, las dejó en Pelusio con Aquilas. Lo acompañaban su hermana Arsínoe, que era más joven que Cleopatra, y otro hermano pequeño que, cómo no, también se llamaba Ptolomeo.

Todavía faltaba por comparecer Cleopatra. Pero poco después en el palacio que ocupaban César y sus oficiales se presentó un visitante misterioso, un siciliano llamado Apolodoro. Llevaba al hombro un stratomatódesmon, una gran bolsa de cuero de las que se usaban para llevar la ropa a la lavandería. (En el Egipto helenístico, curiosamente, quienes se dedicaban a lavar la ropa para otras personas solían ser varones). Cuando desató los cierres de la bolsa ante César, voilà!, apareció Cleopatra.

El autor que transmite esta historia es Plutarco, en su biografía de César. Por alguna razón, la tradición popular convirtió aquel saco de cuero en una alfombra, y con el tiempo salió de ella Elizabeth Taylor en una inolvidable escena. Algunos autores incluso ponen en duda todo el relato por ser demasiado novelesco, ya que no parece propio de la dignidad de una reina que Cleopatra se infiltrara así en su propio palacio. Lo cierto es que para llegar hasta Alejandría la joven tenía que burlar la vigilancia de las tropas de su hermano por tierra o por mar. Eso únicamente se podía hacer de incógnito, y según Plutarco lo consiguió viajando con Apolodoro en un pequeño esquife. Mi opinión personal es que se trata de una historia perfectamente verosímil.

Como casi todo el mundo sabe, César y Cleopatra se convirtieron en amantes. Si no fue esa primera noche, fue pocos días más tarde, pero ocurrió. A partir de ese momento César, que debía ejercer de árbitro en la disputa dinástica entre ambos hermanos, fue cualquier cosa menos objetivo y favoreció en todas sus decisiones a Cleopatra. ¿Qué había visto en ella?

Hablemos primero de su aspecto físico, del que se ha escrito mucho. En general, los textos hablan de su gran belleza. Por ejemplo, Dión Casio la llama perikallestáte, «hermosísima» (42.34). Plutarco, más moderado, afirma que la belleza de Cleopatra no era incomparable ni dejaba atónitos a quienes la contemplaban, pero que no obstante poseía un gran encanto (Antonio, 27).

Cierto es que los retratos de Cleopatra al estilo griego no la muestran demasiado guapa, y algunos hacen pensar directamente en un loro. Pero hay que tener en cuenta que esas efigies no pretendían embellecer su imagen, sino mostrarla como una gobernante enérgica, casi como un hombre. Las monedas, en particular, la representaban con una nariz aguileña y un mentón tan prominente que llamaría la atención incluso en un hombre. Pero si se compara su perfil con el de muchas monedas acuñadas por otros Ptolomeos, se observan semejanzas que hacen pensar que se trataba de una imagen casi estándar. Para gobernar en un mundo de varones, Cleopatra tenía que irradiar una imagen en cierto modo masculina. Al fin y al cabo, una de las pocas mujeres que había reinado en el Egipto de los faraones, Hatshepsut, se hacía representar con barba.

En las imágenes de estilo egipcio Cleopatra muestra otra imagen menos dura y más serena, propia de una diosa benévola. Pero tampoco sirven para hacernos una idea de cómo era ella, porque a su manera estos retratos eran tan convencionales como los griegos. La conclusión de todo esto es que no podemos saber realmente qué aspecto tenía. No obstante, es lógico suponer que se trataba de una mujer muy atractiva.

Sobre todo, como señala también Plutarco, conversar con ella era un placer, y sus interlocutores podían caer fácilmente en la red de su encanto. Era sumamente inteligente y culta, entendida en ciencias como las matemáticas, la astronomía y la medicina, que había estudiado con los eruditos que enseñaban en la Biblioteca. También dominaba un buen número de idiomas. Entre ellos el egipcio, algo que suena a perogrullesco pero no lo es: sus antecesores, los demás Ptolomeos, usaban solo el griego y dejaban que los escribas e intérpretes tradujeran sus decretos al egipcio. Precisamente uno de esos decretos con su versión griega, jeroglífica y demótica sirvió para que Champollion empezara a descifrar los secretos de la lengua de los faraones.

En cuanto a lo que pudo ver Cleopatra en César, es cierto que existía una gran diferencia de edad, pero eso no supone un gran obstáculo: a muchas mujeres les gustan hombres que les sacan bastantes años (ya sabemos que lo contrario también ocurre, pero con menos frecuencia). Además, César era un hombre carismático y muy atractivo, como podrían certificar sus numerosas amantes, y con la vida de marcha y campamento que llevaba se mantenía en forma, sin nada remotamente parecido a una barriga cervecera. A cambio, cierto es, le clareaba mucho el cabello y seguramente tenía el rostro envejecido por el sol y el viento.

Ambos eran inteligentes, cultos, poderosos y podían mantener interesantes conversaciones en griego. ¿Qué más podían pedir?

Solo una cosa: que Ptolomeo y sus consejeros áulicos no se empeñaran en acabar con ellos. Cuando el eunuco Potino vio que César y Cleopatra se entendían, temió por su supervivencia y envió en secreto un mensaje a Aquilas para que trajese el ejército de Pelusio.

Mientras las tropas, unos veinte mil hombres entre gabinianos, egipcios y mercenarios diversos, avanzaban hacia Alejandría, el joven Ptolomeo se dedicó a incitar a la multitud contra los romanos, y en medio de una iracunda soflama pronunciada en el Ágora arrojó su diadema real al suelo. Cuando una turba de alejandrinos intentó asaltar el palacio, César tuvo que convocar una asamblea. Ante ella leyó el testamento de Auletes para explicar que la voluntad del difunto rey era que ambos hermanos reinaran juntos. Después, para contentar a esa multitud, César declaró por su cuenta y riesgo que a partir de ese momento la isla de Chipre dejaba de ser provincia romana y volvía a ser propiedad de Egipto. En ella, añadió, reinarían Arsínoe y el menor de los hermanos Ptolomeos.

Cuando le llegaron noticias de que el ejército de Aquilas venía contra él, César le envió a Dioscórides y Serapión, dos personajes que habían sido embajadores en Roma. Aquilas los hizo ejecutar a ambos y prosiguió su camino. A partir de ese momento, César, en sus propias palabras, «procuró tener al rey en su poder, pensando que su nombre poseía mucha autoridad entre sus súbditos, y para que pareciera que aquella guerra no obedecía a una decisión regia, sino a un plan privado de un puñado de mercenarios» (BC, 3.109).

Porque de una guerra se trató. Aquilas no tardó en tomar el control de Alejandría, salvo las zonas ocupadas por las tropas de César. Cuando el general intentó asaltar el palacio, las cohortes romanas lo repelieron. César comprendió enseguida que con tan pocos hombres le iba a ser imposible dominar la ciudad entera, máxime cuando tenía en contra a la población civil. Pero le era imprescindible hacerse con el puerto si no quería quedarse completamente sitiado en el distrito palaciego. Allí había más de setenta naves de guerra que podían bloquear el paso a las suyas cuando llegaran con los refuerzos que había pedido. Como tampoco tenía gente suficiente para dotarlas si se apoderaba de ellas, César decidió tomar una medida más drástica y ordenó a sus soldados que les prendieran fuego a todas.

En medio de una furiosa batalla, sus hombres cumplieron sus órdenes. Pero el incendio se escapó de su control y las llamas se propagaron a los almacenes contiguos al puerto. Uno de estos pertenecía a la Biblioteca y contenía miles de volúmenes que ardieron como yesca. La historia fue engrosando con el tiempo y se llegó a decir que César había destruido la gran Biblioteca. La prueba más evidente de que no era cierto es que la Biblioteca siguió funcionando varios siglos. En cualquier caso, había entrado en decadencia desde el año 145, cuando el rey Ptolomeo Fiscón «el Panzudo» expulsó por venganza política a buena parte de los eruditos y científicos que trabajaban en ella.

Puesto que sus hombres controlaban ya la entrada oriental del Puerto Grande, César decidió tomar también la occidental, donde se alzaba el Faro. De ese modo dominaba los dos extremos de la bocana y podía decidir quién entraba o salía de allí, aunque no tenía suficientes hombres para dominar también el puerto de Eunosto. Al hablar de esta operación y de la isla de Faros, César explica algo muy curioso sobre ella: cuando algún barco se desviaba y acababa embarrancando en su costa, bien fuera por una tormenta o por un error del piloto al entrar en los tres canales de la bocana, los habitantes de Faros lo saqueaban como si fueran piratas.

En aquellos días Arsínoe, la hermana menor de Cleopatra, escapó del palacio y se unió al ejército de Aquilas. La princesa, que no podía tener más de veinte años, estaba tan acostumbrada a la intriga y al poder como todos los miembros de su dinastía. Por la razón que fuere, no tardó en cansarse del general Aquilas, así que lo hizo asesinar y lo sustituyó por el eunuco Ganímedes, que había sido su tutor.

César, entretanto, descubrió que el otro eunuco de la corte, Potino, mantenía contactos con el ejército egipcio y le mandaba información, por lo que ordenó que lo ejecutaran. En este punto del relato, acaba La guerra civil de César. Para el resto de este conflicto, la fuente principal es una obra de carácter similar titulada La guerra alejandrina. Se cree que la escribió Aulo Hircio, el mismo autor que completó La guerra de las Galias con un octavo libro.

Para protegerse de los ataques de los alejandrinos, César hizo fortificar la zona del palacio real donde se alojaban sus hombres y la unió con el teatro adyacente mediante un terraplén y otras obras defensivas en las que se abrían salidas al puerto y a los muelles regios. También se hizo con el control de un amplio pasillo de norte a sur de la ciudad con el fin de tener acceso al campamento situado a orillas del lago Mareotis, donde tenía a la caballería germana.

Para hacer todo esto, es indudable que César tuvo que derribar muchos edificios, en parte por abrir espacios despejados y evitar que los enemigos los utilizaran como escondrijos, y en parte por reutilizar sus vigas y sillares. Ver cómo un invasor extranjero destrozaba su ciudad enfureció todavía más a los habitantes de Alejandría, que se dedicaron a construir armas y máquinas de guerra, mientras que muchos ciudadanos pudientes equiparon y pagaron a sus esclavos como soldados.

Los alejandrinos, a los que el autor de La guerra alejandrina describe como inteligentísimos, ingeniosos y productivos, no tardaron en levantar sus propias fortificaciones. Estas constaban de muros triples de más de doce metros de altura levantados con grandes sillares y enormes torres de hasta diez pisos desde las que disparaban constantes andanadas de proyectiles contra los hombres de César. Esta guerra urbana en la que ambos enemigos se hallaban en el interior de la misma ciudad fue algo que los romanos no habían visto nunca antes y que exprimió su ingenio militar al máximo.

Lo que se estaba librando allí no era tan solo una lucha dinástica entre Cleopatra, a la que obviamente favorecía César, y sus hermanos Arsínoe y Ptolomeo (que seguía como rehén de los romanos). Los alejandrinos comprendían que estaba en juego su independencia. En sus asambleas y consejos decían:

El pueblo romano ha tomado la costumbre de ocupar poco a poco este reino. Hace pocos años, Aulo Gabinio estuvo en Egipto con su ejército, y aquí se refugió también en su huida Pompeyo. César ha venido con sus tropas, y ni la muerte de Pompeyo ha conseguido que se vaya. Si no conseguimos expulsarlo, el reino de Egipto se convertirá en una provincia romana. (B. Al., 3).

Esto, escrito por el autor de La guerra alejandrina. No se puede decir que los romanos no comprendieran las razones de los pueblos a los que sometían, como cuando César afirmó hablando de los galos que «por naturaleza todos los hombres se esfuerzan por la libertad y aborrecen ser esclavos». Sin embargo, los romanos parecían ver las relaciones entre pueblos como un juego de suma cero: o conquistabas a otros o eras conquistado por ellos.

Arsínoe y Ganímedes demostraron su inteligencia atacando a los romanos en el punto más vital, el suministro de agua. Una ciudad tan grande, con más de medio millón de habitantes, necesitaba un enorme caudal de agua potable. Allí no llovía apenas ni había montañas cercanas con manantiales ni torrentes, de modo que los alejandrinos tenían que sacar el agua de la boca Canópica del Nilo. No obstante, esta se hallaba a veinte kilómetros, por lo que los constructores de la ciudad habían excavado un largo canal que la unía con el río. Cuando dicho canal llegaba a Alejandría, se dividía en una complicada red de conductos que desembocaban en centenares de cisternas subterráneas repartidas por toda la ciudad,[56] muchas de ellas excavadas en mansiones privadas. El agua que venía del río, lógicamente, arrastraba muchas impurezas, pero estas se sedimentaban poco a poco en el fondo y el líquido que quedaba decantado arriba se podía beber.

Los alejandrinos controlaban la parte de la ciudad por donde corría el gran canal. Lo primero que hizo Ganímedes fue cortar el suministro de agua potable al sector ocupado por los romanos, y después bombeó en sus conductos agua de mar utilizando grandes ruedas hidráulicas. Al principio los hombres de César empezaron a notar que el agua sabía ligeramente salobre, y poco después que se había vuelto del todo imbebible.

Aquello desató el pánico. Una cosa era andar cortos de provisiones, algo a lo que ya estaban acostumbrados, y otra bien distinta quedarse sin agua. Considerando el esfuerzo al que estaban sometidos, no aguantarían así más de un par de días, de modo que empezaron a pedir a César que los sacara cuanto antes de Alejandría.

César les dijo que la evacuación era impensable. Los enemigos controlaban todos sus movimientos, y si intentaban embarcar en masa —un momento en que las tropas eran muy vulnerables—, caerían sobre ellos al instante. Por otra parte, les explicó que si cavaban hondo no tardarían en dar con la capa freática que hay siempre en las zonas costeras. Su pronóstico acertó: esa misma noche los soldados se dedicaron a abrir pozos y en pocas horas encontraron agua potable.

Al día siguiente la situación de los asediados mejoró cuando llegó una flota que traía provisiones, máquinas de guerra y, sobre todo, a la Trigésima Séptima legión, formada por pompeyanos que se habían rendido a César. Los vientos adversos arrastraron al convoy al oeste de la ciudad, y César fue en persona a buscarlo con sus naves de guerra. En ellas llevaba tan solo marinos y no soldados, pues no se atrevía a desguarnecer las defensas. Al saberlo, los egipcios le atacaron cuando regresaba a Alejandría, pero en el combate subsiguiente los romanos lograron hundir una nave enemiga y capturar otra.

Aquella derrota escoció mucho a los alejandrinos, que se jactaban de ser grandes marineros. Siguiendo las órdenes de Ganímedes, organizaron una nueva flota en pocos días. Para ello hicieron venir a las lanchas de vigilancia aduanera que patrullaban el Nilo y repararon algunas naves que se pudrían en los astilleros. Como apenas tenían remos, arrancaron las vigas que sostenían los tejados de los pórticos, los gimnasios y otros edificios públicos. Por culpa de ambos bandos, aquella guerra estaba dejando Alejandría como una ciudad bombardeada.

César, que ya dominaba la parte oeste de Faros y la base de la gran luminaria, pensó que era imprescindible apoderarse de toda la isla y también del largo puente que la unía a la ciudad, el Heptastadion. Si lo conseguía, podría controlar también los accesos al puerto de Eunosto, que estaba en manos de los alejandrinos.

La operación fue larga y complicada. Antes de asaltar la isla, los barcos de César tuvieron que librar una batalla contra la nueva flota alejandrina. Aquel combate se ganó gracias sobre todo a la pericia de Eufranor, un marino rodio que había venido con los hombres de César y que «por su valor y su grandeza de ánimo se parecía más a nosotros que a los griegos» (B. Al., 15) un comentario chauvinista muy propio de un romano.

Tras aquella naumaquia, César lanzó un ataque anfibio contra Faros. Después de una durísima batalla, sus hombres lograron expulsar a todos sus habitantes, salvo aquellos que murieron o cayeron en su poder, nada menos que seis mil prisioneros. Luego, los romanos demolieron los edificios.

César ya tenía en su poder la isla y la parte norte del Heptastadion, que fortificó con una empalizada. También ordenó a sus hombres bloquear con piedras los arcos que sustentaban el gran puente y que servían como canal para pasar del puerto oriental al occidental. Sin embargo, todavía le faltaba controlar la parte sur, por donde el Heptastadion se unía a la ciudad.

Al día siguiente lanzó una ofensiva anfibia contra esa zona: mientras tres cohortes cargaban a pie por el Heptastadion, desde el Puerto Grande la artillería de las naves de César batía las posiciones enemigas. A pesar de todo, al otro lado del puente, en el puerto de Eunosto, los barcos egipcios usaban asimismo sus máquinas, y los defensores alejandrinos también disparaban desde los edificios cercanos.

En cierto momento, los marinos y remeros de las naves de guerra de César desembarcaron en el Heptastadion para sumarse a la refriega. Cruzaron el puente a lo ancho (se ignora cuánto medía de lado a lado, pero seguramente era bastante espacioso) y empezaron a disparar piedras y bolas de plomo para alejar a las embarcaciones que había al otro lado. Al principio lo consiguieron, pero las tripulaciones de algunas naves egipcias siguieron su ejemplo, se plantaron en el Heptastadion más al norte, hacia la mitad del puente (la batalla se estaba librando en el extremo sur), y cargaron contra sus enemigos por su flanco derecho.

Los tripulantes de los barcos de César no eran legionarios, no estaban organizados y tampoco llevaban armas defensivas, de modo que no tardaron en correr de regreso a sus naves. Al ver cómo huían en tropel, más alejandrinos desembarcaron en el lado oeste del Heptastadion para perseguirlos.

Aquellos que se habían quedado en las naves romanas junto al Heptastadion, temiendo que el enemigo las abordara, empezaron a retirar las pasarelas de embarque y a bogar para alejarse. A algunos de los marinos y remeros que huían les dio tiempo a subir, pero otros tuvieron que saltar al agua para llegar a nado a sus propios barcos.

Cuando los legionarios de las tres cohortes que intentaban conquistar el extremo sur del puente oyeron los gritos, miraron hacia atrás y vieron cómo sus compañeros huían y saltaban al agua en medio de un caos total, mientras que cientos o tal vez miles de enemigos se habían apoderado del centro del puente. Entretanto, no dejaban de recibir impactos desde el puerto oeste y los edificios vecinos. Temiendo verse rodeados, dejaron la barricada que estaban levantando y corrieron a toda velocidad hacia sus barcos. Algunos de ellos consiguieron embarcar a tiempo, otros tuvieron que nadar con los escudos sobre sus cabezas[57] y muchos otros cayeron abatidos por los enemigos. Hubo varios barcos que zozobraron por el peso de tanta gente.

Eso ocurrió precisamente con la nave desde cuya cubierta César dirigía la batalla. Al darse cuenta de que estaba a punto de volcar o de hundirse, saltó al agua y nadó hacia otro barco que se hallaba a unos doscientos metros. Por si fuera poco esfuerzo, Suetonio cuenta que llevaba la mano izquierda en alto para que no se le mojaran unos documentos y además sujetaba entre los dientes el manto para que el enemigo no se apoderara de él como trofeo. Apiano y Dión Casio afirman, en cambio, que soltó el paludamentum, ya que con su color rojo ofrecía un blanco magnífico, y que los enemigos se quedaron con él. El detalle de los documentos resulta tan llamativo y original que no creo que sea inventado. ¿Qué habría en ellos que tan valioso era?

En cualquier caso, César salvó la vida. Pero no consiguió tomar el extremo sur del Heptastadion y perdió cuatrocientos legionarios más un número ligeramente superior de marinos y remeros. No obstante, aquella derrota no desanimó a sus soldados, que siguieron lanzando ofensivas contra las defensas egipcias.

Poco después, los alejandrinos enviaron una embajada a César para decirle que estaban hartos de que Arsínoe y Ganímedes actuaran como dos tiranos. Si les enviaba a su joven rey Ptolomeo, estarían más dispuestos a llegar a una tregua. César, aunque no confiaba en la sinceridad de la propuesta, accedió. Seguramente en la decisión influyó Cleopatra, que quería estar lo más lejos posible de su aborrecido hermano. Por otra parte, Ptolomeo no era ningún genio militar, y reunirlo con Arsínoe y con Ganímedes era una buena forma de que discutieran entre ellos y su mando fuera menos eficaz.

Y así ocurrió, porque además los soldados alejandrinos se burlaban de la edad y el poco carácter de su rey. Poco después se enteraron de que venía un convoy de naves con provisiones para los romanos y enviaron barcos para interceptarlo. César también se informó de lo que ocurría y mandó toda su flota bajo el mando del legado Tiberio Nerón —padre del futuro emperador Tiberio—. La batalla se libró en la desembocadura Canópica. Venció la flota romana, pero a cambio perdió al rodio Eufranor, cuyo barco se adelantó demasiado y fue rodeado por los enemigos.

En marzo, César supo que llegaba un ejército aliado por el este. Lo mandaba Mitrídates de Pérgamo, a quien había enviado al principio del conflicto a buscar refuerzos a Siria y Cilicia. En aquel ejército había tres mil judíos mandados por Antípatro, padre del célebre Herodes el Grande.

Mitrídates logró tomar la fortaleza de Pelusio, en la frontera oriental de Egipto. Después se dirigió hacia el suroeste hasta alcanzar el punto donde el Nilo se dividía en varios ramales, pues era más cómodo avanzar así que atravesar el Delta de este a oeste cruzando las siete bocas principales del río e innumerables pantanos. Una vez allí, Mitrídates y sus tropas siguieron por la boca Canópica en dirección a Alejandría.

Cuando se enteró, Ptolomeo abandonó la ciudad para salirle al encuentro. Al mismo tiempo, César recibió un mensaje de Mitrídates. Rápidamente reunió a todos los hombres que pudo y, dando un rodeo por el lago Mareotis, logró reunirse con Mitrídates antes de que Ptolomeo lo alcanzara. Al día siguiente, el 27 de marzo, César lanzó un ataque contra el campamento egipcio. Tras una dura batalla, los romanos se apoderaron de él. Al ver que sus hombres eran derrotados, Ptolomeo huyó en un barco. Para su desgracia, le ocurrió lo mismo que había estado a punto de pasarle a César semanas antes: una multitud de refugiados intentó subir a su embarcación, el peso la hizo zozobrar y el joven rey pereció ahogado.

Con esta batalla terminó la guerra alejandrina, una trampa casi mortal en la que César se había metido por propia voluntad con muy pocas tropas, cometiendo un grave error de cálculo. Llegó a Alejandría persiguiendo a Pompeyo, se quedó para conseguir dinero y luego conoció a Cleopatra. Dejando aparte el romance, la buena sintonía que existía entre ambos significaba que, con Cleopatra como soberana, César podía convertir a Egipto en un reino vasallo igual que Pompeyo había hecho en el pasado con tantas naciones de Oriente. Para ello tenía que asegurarse de que Cleopatra, y no su hermano, prevaleciera en aquel conflicto dinástico, lo que explica que se empeñara en llevar adelante aquella guerra.

Tras la victoria, a César no se le ocurrió convertir Egipto en una provincia, sino que lo dejó en manos de Cleopatra. Ella se desposó oficialmente con su hermano pequeño, el otro Ptolomeo, que tenía solo once años y era mucho más manejable que el que había muerto en el río. Se trataba de una maniobra inteligente por parte de César. Considerando las riquezas de Egipto, cualquier senador al que nombrara gobernador sentiría tentaciones de robar a manos llenas y, tal vez, de utilizar la provincia como base para crear un núcleo de poder y desafiar al propio César. Egipto acabó convirtiéndose en provincia romana en el año 30 a.C.; pero los emperadores, que pensaban de forma parecida a César, nunca le confiaron su gobierno a miembros del senado, sino a prefectos que pertenecían al orden ecuestre.

César mantuvo su promesa de devolver Chipre a la corona de Egipto, si bien le entregó la isla directamente a Cleopatra, no a Arsínoe, la princesa que tantos quebraderos de cabeza le había dado. Arsínoe se convirtió en su prisionera y con el tiempo acabaría desfilando en su cortejo triunfal en Roma.

Parecía un buen momento para que César abandonara Egipto, pues estaban surgiendo problemas por doquier para su causa. Sin embargo, todavía se quedó tres meses más en el país. Buena parte de ellos los pasó recorriendo el Nilo con Cleopatra, a la que había dejado embarazada. Conociendo al personaje, que no daba una puntada sin hilo, parece evidente que no se trataba de un simple crucero de placer. César disfrutó sin duda de la compañía de la joven reina, quizá la mujer más interesante que había conocido en su vida, y también de las maravillas de Egipto, y de paso descansó unas semanas después de tantos años de batallas. Pero el crucero sirvió también para que Cleopatra afianzara su dominio sobre el resto del país, para que sus súbditos egipcios la vieran y para que, de paso, comprobaran que la reina gozaba del apoyo de César y sus legiones.

Unas semanas después nació el hijo de Cleopatra y César. Su nombre oficial era Ptolomeo Filopátor Filométor César, pero los alejandrinos no tardaron en rebautizarlo como Cesarión, «el pequeño César». Aunque algunos historiadores intentaron desmentir la paternidad de César, lo cierto es que él permitió que llevara su nombre, lo que suponía una forma de reconocerlo como hijo. En cualquier caso, desde el punto de vista romano no era un hijo legítimo, ya que su madre era extranjera, y César ni siquiera lo mencionó en su testamento.

Según una estela del Louvre catalogada con el número 335, Ptolomeo César nació el 23 de junio del año 47. Aunque hay interpretaciones distintas de la inscripción, si aceptamos esa fecha, el embarazo no habría llegado a los nueve meses, pues César arribó a Alejandría a principios de octubre y tardó unos días en conocer a Cleopatra. Eso significa que no pudieron tardar mucho en acostarse juntos. ¿Tal vez incluso la famosa noche en que Cleopatra apareció dentro de aquel saco de cuero?

De todos modos, César no asistió al nacimiento de su único hijo varón, pues a principios de junio abandonó Egipto. A esas alturas, Cicerón comentaba en una carta que nadie había sabido nada de él durante el último medio año, lo que a muchos enemigos y también aliados les hizo pensar que había muerto (Ad Att., 11.17a.3).

César no tardaría en demostrarles que aquellos rumores, como diría Mark Twain, eran muy exagerados.

VENI, VIDI, VICI

Mientras César luchaba por sobrevivir en las calles de Alejandría, la situación se había complicado mucho para él. Tras Farsalia y la muerte de Pompeyo podía parecer que solo había un amo en el Mediterráneo, pero se trataba de un error de diagnóstico. Aunque los optimates habían perdido a un general de gran prestigio, la principal pieza que habían utilizado en su odio contra César, mantenían intacta su enemistad. Además, la guerra egipcia les había dado tiempo de sobra para reorganizarse. Ahora sus principales líderes se hallaban en África, donde habían reunido un enorme ejército. Allí se habían congregado viejos adversarios de César. El irreductible Catón había realizado una marcha épica desde Cirene hasta la provincia romana de África. También se encontraba allí Metelo Escipión, el suegro de Pompeyo, a quien debido a su rango de consular todos trataban como comandante principal de los optimates. Les suministraba tropas y provisiones el rey númida Juba, otro que no le tenía mucho cariño a César; considerando que este le había tirado de la barba durante un juicio en Roma, resultaba comprensible. Pero quizá el más peligroso de todos sus enemigos y el más encarnizado era también el más reciente, Tito Labieno.

Esta ingente fuerza ya tenía en su poder uno de los graneros que surtían de trigo a Roma, la provincia de África. Merced a su gran flota, los optimates amenazaban también con sus incursiones otras dos regiones suministradoras de trigo, Sicilia y Cerdeña. Todavía más preocupante era que corrían rumores de que la invasión de Italia por el sur era inminente.

En Hispania las cosas tampoco marchaban demasiado bien. César se había equivocado al nombrar como administrador de Hispania a Quinto Casio Longino, como si quisiera darle la razón a Cicerón cuando le reprochaba que su facción estaba compuesta por indeseables. Como tribuno de la plebe, Casio Longino había apoyado a César en aquellos tensos días de enero del 49, y por eso había sido recompensado. Ahora, como gobernador, se dedicaba a extorsionar a los hispanos con tanta codicia que pronto estalló una sublevación contra él en Corduba. La crueldad con que la reprimió Casio no lo hizo precisamente más popular. Por su culpa, la Ulterior, una provincia que se había pasado al bando de César sin luchar, ahora se había vuelto en su contra y a no mucho tardar se convertiría de nuevo en base para los pompeyanos.

En Roma, donde siempre había problemas, estos se habían recrudecido durante el año 48. El motivo era uno de los pretores nombrados por César, Celio Rufo. Este individuo era un pragmático o un cínico, según quiera interpretarse. En realidad, había muchos como él, pero a Celio se le juzga más porque gracias a la correspondencia que intercambiaba con Cicerón se conocen más sus opiniones. En una de sus cartas al orador afirmaba que en cualquier guerra civil había que irse con el más fuerte, y que en esta guerra en concreto la mayoría del senado se iría con Pompeyo, mientras que se unirían a César los que tuvieran más temor por su pasado o menos esperanzas por su futuro, ya que su ejército era mucho mejor (Ad Fam., 8.11.3). Y eso era precisamente lo que había hecho Celio.

Sin embargo, ahora no estaba contento. César lo había nombrado pretor peregrino, por detrás en jerarquía del pretor urbano Cayo Trebonio, el legado que había conquistado Masalia. Para aumentar su popularidad, Celio propuso una ley que abolía las deudas e incluso el pago de rentas para los inquilinos. Pensaba así en ganarse a todos aquellos que no habían quedado satisfechos con la medida anterior de César, cuando este se había limitado a rebajar los intereses de los préstamos y a revaluar los bienes inmuebles.

El senado se opuso a esta medida tan radical, como era de esperar. Mordiendo la mano que le había dado de comer, Celio promovió entonces una revuelta contra César y buscó el apoyo de Milón, el mismo que había provocado tantos disturbios en Roma en sus luchas contra Clodio. Irónicamente, el senado cesariano aprobó el SCU, el mismo decreto de emergencia que dirigido contra César había desencadenado la guerra civil. En las luchas que siguieron, Milón murió en Apulia y Celio asesinado en el Brutio.

Al año siguiente, el 47, el hombre más poderoso de Roma era Marco Antonio, a quien César había ordenado regresar a Italia con el grueso de sus legiones después de la victoria de Farsalia.

Aquella decisión acarreó dos problemas; uno de ellos por causa de las legiones más veteranas, como la Novena y la Décima, que aguardaban el regreso de su general sin desmovilizarse, ya que debían formar parte de su cortejo triunfal. Mientras les llegaban noticias contradictorias sobre la suerte de su comandante y se hablaba de una posible campaña en África contra los pompeyanos, los legionarios, que se hallaban acuartelados en Campania mano sobre mano, empezaron a dedicarse a lo habitual en la soldadesca ociosa: a quejarse y organizar peleas. Querían saber si se licenciarían y, sobre todo, si recibirían las bonificaciones y las tierras que César les había prometido. Si su general había muerto allá por Oriente, ¿quién se encargaría de su futuro?

El mismo Marco Antonio era el segundo problema. Poco después de Farsalia, en septiembre del 48, Servilio Isáurico, colega en el consulado de César, propuso que este fuera nombrado dictador por un año, el doble de los seis meses constitucionales. Tradicionalmente al dictador lo acompañaba un lugarteniente conocido como magister equitum o jefe de la caballería. Esto se debía a un antiguo tabú: el dictador, nombrado en situaciones de emergencia, tenía que compartir el destino de los legionarios y por eso se le prohibía montar a caballo, de modo que el magister equitum mandaba en su nombre a los jinetes.

A finales de la República, el cargo tenía poco que ver con la caballería y simplemente ocupaba un peldaño por debajo del dictador. Pero como César se hallaba lejos de Roma, su magister equitum, que no era otro que Marco Antonio, se había convertido de hecho en el amo de Roma.

Como militar, Antonio había destacado al lado de César lo suficiente como para que este le encomendara el mando del ala izquierda en Farsalia. Pero como gobernante podía ser un desastre si lo dejaban a sus anchas, pues su temperamento desmesurado y agresivo salía a la luz. Su conducta privada, o no tan privada ya que la exhibía sin pudor, era el escándalo de Roma. Como en sus tiempos de juventud loca, Marco Antonio asistía casi a diario a fiestas en las que bebía sin parar. En una ocasión, en la boda de un mimo llamado Hipias, pasó toda la noche empinando el codo. Al día siguiente debía presentarse en el Foro para dirigirse a la asamblea del pueblo, y lo hizo tan borracho que tuvo que interrumpir su discurso para vomitar en su propia toga mientras un amigo se la levantaba a modo de delantal.

A los más viejos del lugar, Marco Antonio les debía de recordar a Sila, porque frecuentaba la compañía de actores como el tal Hipias o Sergio, otro mimo. También era amante de una actriz llamada Citeris, a la que hacía transportar en una lujosa litera cuando salía de Roma para visitar las ciudades cercanas. En general, el lujo y la ostentación le encantaban, por lo que no resulta extraño que años después Cleopatra lo conquistara exhibiendo ante él todo el fasto de Alejandría.

Aparte de estos excesos, Antonio demostró ser poco eficaz como administrador. Por lo general, prefería recurrir a la violencia que a la persuasión, lo que no contribuía a hacerle buena propaganda a César.

Las ocasiones para recurrir a ella no tardaron en presentarse. Durante el año 47, el tribuno Publio Dolabela, yerno de Cicerón, decidió resucitar la propuesta de Celio de abolir las deudas, lo que obviamente reavivó los conflictos entre quienes debían dinero y quienes lo habían prestado y deseaban recuperarlo. Además, al presentar esa ley estaba contradiciendo abiertamente una moción del senado que prohibía introducir nuevas normas hasta que regresara César.

A este le crecían los enanos en su ausencia. Al mismo tiempo que la agitación volvía a la urbe, el descontento de las legiones de César estalló finalmente en Campania. Cuando la violencia de los soldados llegó tan lejos que asesinaron a dos senadores de rango pretoriano llamados Galba y Cosconio, Antonio se vio obligado a abandonar la ciudad. Mientras él se ocupaba de este asunto, Roma quedó en manos de bandas rivales que luchaban por las calles, dirigidas por Dolabela y por un tribuno rival llamado Trebelio, como en los tiempos de Clodio y Milón.

El senado volvió a aprobar el decreto de emergencia. Marco Antonio, sin haber solucionado el motín de las legiones veteranas, regresó de Campania con tropas que no habían abandonado la disciplina. Puesto que el SCU le autorizaba expresamente a entrar en la ciudad con ellas, reprimió los disturbios con mano de hierro, irrumpiendo en el Foro con sus soldados y arrojando por la Roca Tarpeya a cientos de partidarios de Dolabela. No contento con eso, hizo destruir las tablas de bronce donde se habían inscrito los decretos del tribuno.

Así estaba el panorama cuando César salió de Egipto: Hispania al borde de la rebelión, los pompeyanos preparando la invasión de Italia, sus legiones amotinadas en Campania y dispuestas incluso a avanzar contra Roma, y Marco Antonio echando a perder su prestigio en Roma.

Puesto que toda situación es empeorable, a César le llegaron malas noticias también de Asia. La principal amenaza procedía una vez más del Ponto. Allí reinaba Farnaces, que en el año 63 se había rebelado contra su padre Mitrídates y le había forzado a suicidarse. Para demostrar sus intenciones de someterse a Roma, Farnaces había llegado al extremo de enviarle a Pompeyo el cadáver de Mitrídates. En agradecimiento, el conquistador de Oriente lo había confirmado como soberano del Bósforo Cimerio, parte del antiguo gran reino de su padre.

A río revuelto, ganancia de pescadores, debió de pensar Farnaces al contemplar cómo los romanos guerreaban entre ellos. Aprovechando que Pompeyo había muerto y que su vencedor se encontraba sitiado en Alejandría por fuerzas muy superiores en número, Farnaces se apresuró a invadir Capadocia, la Armenia Menor y la Cólquide.

En Asia César había dejado como legado a Domicio Calvino con tres legiones. Pero Calvino había enviado dos de ellas a Alejandría, de modo que solo le quedaba la Trigésima Tercera, formada por antiguos pompeyanos. Sumándole a esta tropas gálatas bastante neófitas mandadas por su rey Deyotaro, una legión reclutada a toda prisa en el Ponto y una reducida fuerza de caballería, Calvino se enfrentó a Farnaces en Nicópolis, una ciudad situada en el Ponto y fundada por Pompeyo. La batalla, que se libró en diciembre del 48, no duró demasiado: Calvino había desplegado en el centro a los gálatas, que a la primera embestida del enemigo emprendieron la huida. Al menos, él consiguió retirarse con la Trigésima Tercera legión casi intacta y se refugió en la provincia de Asia, desde donde envió a César una carta con las malas noticias.

En cuanto a Farnaces, aprovechando su victoria, no tardó en reconquistar los territorios que habían pertenecido a su padre. Fue especialmente cruel al tomar la ciudad de Amiso, donde ordenó ejecutar a todos los varones en edad de llevar armas y castrar a los niños. Esta última idea le debió gustar, porque hizo lo mismo con todo comerciante romano que cayó en sus manos.

Aunque la información que le llegaba de Italia y otros lugares del Mediterráneo occidental se antojaba más que inquietante, César pensó que la prioridad más urgente era arreglar los asuntos de Asia. La amenaza no era únicamente Farnaces, sino el imperio parto, que permanecía al acecho.

César dejó tres legiones en Egipto para garantizar la seguridad de Cleopatra, y partió únicamente con su escolta y con la Sexta, de la que después de tantas batallas apenas quedaban mil hombres. Por el camino fue arreglando diversos asuntos administrativos y recompensando a quienes lo habían ayudado durante su guerra en Alejandría. Entre ellos estaba Antípatro, al que nombró gobernador de Judea y concedió la ciudadanía romana. En cuanto a las comunidades que habían apoyado a Pompeyo, les ofreció su perdón, pero a cambio de que le entregaran todo el dinero que habían recaudado para la causa de su rival.

Cuando llegó a la ciudad de Tarso, en la costa de Cilicia, hizo llamar a los principales ciudadanos de la región y también a antiguos pompeyanos a los que ofreció su perdón. Uno de ellos era Cayo Casio Longino, que tres años después participaría en la conjura de los idus de marzo junto con Bruto.

Desde Tarso, César se dirigió hacia el norte, atravesando el corazón de la actual Turquía. En Galacia, el rey Deyotaro se le presentó sin corona, vestido como un suplicante para pedirle perdón por haber apoyado a Pompeyo. César dejó en suspenso su castigo a cambio de que le prestara tropas de infantería y toda su caballería. Sin detenerse apenas, prosiguió su viaje hacia el norte, directo al reino del Ponto. Por el camino se le unió Calvino con la Trigésima Tercera y los restos más o menos reconstituidos de las dos legiones que se habían venido abajo en la batalla de Nicópolis. Muchos de esos hombres habían sido derrotados ya por Farnaces, pero el hecho de servir con César, el vencedor de Farsalia, les sirvió para recuperar su moral.

Cuando Farnaces supo que César venía contra él, le despachó emisarios para negociar. Amén de recordarle que él no había ayudado a Pompeyo, le mandó como presente coronas de oro e incluso le ofreció a su propia hija como esposa. Al principio, César entretuvo a los mensajeros con largas para ganar tiempo mientras continuaba su avance. Pero cuando recibió una tercera embajada, la despidió con cajas destempladas y un recado para Farnaces: no podía haber perdón para alguien que había castrado a ciudadanos romanos como si fueran cochinos.

Cuando Farnaces quiso darse cuenta, ya tenía a César acampado a menos de ocho kilómetros. El rey del Ponto estaba acantonado en Zela, una ciudad fortificada y situada en lo alto de un monte bastante escarpado. La noche del 1 al 2 de agosto, César decidió sorprenderlo, salió con sus tropas del campamento y tomó una colina situada a apenas mil quinientos metros de Farnaces.

Al amanecer, cuando vio cómo los enemigos cavaban zanjas tan cerca de él que casi podía distinguir sus estandartes, Farnaces pensó que si César podía usar la sorpresa para derrotar a sus adversarios, él no tenía por qué ser menos. Sin perder tiempo, desplegó a sus tropas, incluyendo una fuerza de carros falcados, y cargó contra los romanos y sus aliados.

César no se podía creer lo que estaba viendo. Miles de enemigos bajaban por la ladera de Zela hasta el valle y se desplegaban. Pensando que Farnaces lo hacía para retarle a una batalla allí abajo, mantuvo únicamente su primera línea de soldados protegiendo las obras mientras el resto del ejército seguía atareado cavando trincheras.

Minutos después, observó con asombro cómo el ejército del rey emprendía la subida de aquella ladera, que era bastante empinada. Aquella temeridad, que iba en contra de todos los manuales de táctica y de cualquier lógica, sorprendió tanto a César que durante unos instantes no supo cómo reaccionar. Pero enseguida ordenó a los soldados que soltaran los picos y las palas, tomaran las armas y formaran una línea de batalla.

El problema era que la mayoría de esas tropas eran novatas y además habían sido ya derrotadas por el enemigo que cargaba contra ellos cuesta arriba. Hubo unos momentos de pánico, que los carros falcados aprovecharon para penetrar entre las filas romanas y desorganizarlas. Pero, evidentemente, llevaban muy poco impulso por culpa del terreno, e incluso el poco que traían lo perdieron cuando empezaron a caerles andanadas de pila.

Tras el primer momento de desconcierto, los hombres de César empezaron a hacer retroceder a los de Farnaces ladera abajo. La Sexta, situada en el ala derecha como era de esperar, fue la primera en romper las filas del enemigo. La lucha prosiguió en el valle durante varias horas, hasta que al final las tropas del Ponto emprendieron la huida y fueron masacradas.

Satisfecho, César permitió a sus hombres que saquearan el campamento real y se apropiaran de todo el botín. Farnaces logró huir, pero fue por poco tiempo. Cuando llegó a la ciudad de Sínope, un gobernador rebelde llamado Asandro lo hizo asesinar.

La campaña había sido tan fulminante que, en una carta dirigida a su amigo Cayo Macio, César acuñó su famoso aforismo: Veni, vidi, vici, «Llegué, vi, vencí». Era una forma de menospreciar las victorias de Pompeyo, de quien comentó a partir de entonces que había tenido una suerte increíble ganando su fama contra adversarios tan débiles. Esta frase la repitió sobre todo en Oriente, donde pretendía sustituir la leyenda del conquistador Pompeyo por la suya propia.

César llevaba razón en que sus campañas en la Galia habían sido mucho más duras que la conquista de Oriente por Pompeyo. Como ya hemos comentado varias veces, luchar contra estados más desarrollados suponía una ventaja, pues para que se rindieran bastaba con derrotar a sus gobernantes en una sola batalla decisiva; algo que César solo pudo conseguir en la Galia, paradójicamente, cuando la mayoría de las tribus galas decidieron unirse contra él.

INTERLUDIO EN ROMA

Después de la batalla de Zela, César recompensó a Mitrídates de Pérgamo concediéndole el Bósforo Cimerio y algunas otras zonas de Galacia que le arrebató a Deyotaro. A este, sin embargo, acabó perdonándolo gracias a la mediación de Bruto, que tenía negocios con el rey. Ahora bien, no se privó de cobrarle una suculenta indemnización.

Desde la costa de Asia, César navegó hasta Grecia, y de ahí a Tarento, donde desembarcó el 26 de septiembre. De camino hacia Roma se encontró con Cicerón, que había salido a su encuentro. El orador temía la reacción de César por su pasado apoyo a Pompeyo, pero no se había atrevido a salir de Italia, pues una orden escrita del todavía dictador a los pompeyanos les prohibía abandonar suelo italiano.

Para sorpresa de Cicerón, cuando César lo vio, desmontó de su caballo, se acercó a saludarlo con una sonrisa y lo estrechó en un cálido abrazo. Después, caminaron juntos y conversaron durante un rato. Al parecer, en aquella plática César le dijo a Cicerón que era libre de ir donde quisiera y que no tenía nada que temer de él. Aparte de ser un nuevo ejemplo de su famosa clemencia, todo sugiere que César, pese a sus diferencias, sentía una sincera admiración intelectual por el mayor orador de Roma.

Cuando llegó a la urbe en octubre, una de las primeras cosas que hizo César fue nombrar cónsules, aunque fuese para unos pocos meses. Los afortunados fueron Fufio Caleno y Publio Vatinio. Este último obtenía así su recompensa por su actuación como tribuno doce años antes, cuando consiguió que liberaran a César de su humillante mando de bosques y calzadas y lo nombraran gobernador de la Galia.

Después convocó las elecciones para el año siguiente, y se hizo nombrar cónsul para el 46 junto con Marco Emilio Lépido. Al actuar de este modo, César estaba cometiendo dos ilegalidades. En primer lugar, no podía ser cónsul de nuevo hasta que no hubieran pasado diez años. Además, las leges Liciniae-Sextiae del año 367 estipulaban que al menos uno de los dos cónsules tenía que ser plebeyo, y tanto César como Lépido eran patricios. El mismo hombre que se había enorgullecido tanto de alcanzar las magistraturas suo anno, al contrario que Pompeyo, y que había aguardado diez años entre consulado y consulado, ahora parecía considerar que las normas legales se habían convertido en fruslerías sin importancia cuando se trataba de él. La larga guerra civil, la edad, los meses viviendo con una reina oriental o todo junto lo estaban cambiando.

Quedaba solucionar la polémica de la abolición de las deudas, que tanta violencia había causado. Para sorpresa de muchos, César perdonó al tribuno Dolabela, al que invitó a acompañarlo a su expedición africana, mientras que a Marco Antonio le retiró su apoyo. Estaba enojado con él por la torpeza y brutalidad con que había gobernado Roma en su ausencia, y lo demostró al no elegirlo como colega para el consulado ni concederle ningún otro cargo. Ni siquiera lo nombró legado para la inminente campaña de África. César no quería enemistarse del todo con él, pues lo consideraba útil para el futuro. Pero de momento quería propinarle un correctivo y hacerlo de forma pública; era la única forma de que su imagen recuperara el prestigio que Marco Antonio había echado a perder.

En cuanto a las deudas en sí, César no las abolió. Eso decepcionó a quienes lo veían como un líder popular radical o, simplemente, pensaban que le convenía hacerlo, ya que debido a los ingentes gastos de la guerra se había convertido en el mayor deudor de todos. Esa fue, precisamente, la razón por la que César se negó a cancelar las deudas, alegando que no sería ético proclamar una ley cuyo principal beneficiario sería él mismo.

Al menos, aprobó un decreto por el que se condonaba parte de las sumas que debían las personas que vivían de alquiler: dos mil sestercios de franquicia para los residentes en Roma y quinientos para los del resto de Italia.

Faltaba por resolver el asunto más peliagudo de todos: el motín de sus tropas. En sí suponía un grave peligro para la seguridad de Italia, y además César necesitaba a esas legiones para enfrentarse a sus enemigos en África.

Al saber que sus soldados marchaban hacia Roma, César les mandó a varios emisarios. Uno de ellos fue Salustio, que acababa de ser elegido pretor, aunque todavía no había entrado en el cargo. El futuro historiador acudió con una promesa de César: les iba a repartir cuatro mil sestercios por cabeza. Los soldados respondieron que querían dinero contante y sonante en lugar de más promesas, y le lanzaron una lluvia de piedras de la que Salustio escapó a duras penas.

Las legiones prosiguieron su marcha y, al llegar a Roma, acamparon en el Campo de Marte para plantear sus exigencias. Para su sorpresa, y desoyendo los consejos de los allegados que pensaban que se estaba jugando el pellejo, César se plantó allí prácticamente solo y subió a un estrado levantado en el centro del improvisado campamento. Una vez allí arriba, les preguntó qué querían.

César tenía que sentirse muy seguro de sí mismo para aparecer de ese modo delante de sus soldados, que habían matado ya a dos senadores y habían estado a punto de acabar con Salustio. Los portavoces de los soldados, algo aturdidos por la inesperada llegada de su general, olvidaron sus exigencias de dinero y de tierras, y únicamente le pidieron que los licenciara, pues ya habían cumplido de sobra sus años de servicio.

Al actuar así, estaban chantajeando a César igual que había hecho la Novena en Placentia. Pero esta vez eran muchos más hombres. Por otro lado, su general no podía prescindir de ellos a sabiendas de que en África lo aguardaban catorce legiones enemigas. Sin duda, pensaban, no se atrevería a enfrentarse a ellas con unidades recién reclutadas. Ellos, como veteranos, eran imprescindibles.

Esta vez César no montó en cólera como en el motín anterior, ni habló de disciplina ni amenazó con diezmar unidades enteras. En tono calmado empezó dirigiéndose a ellos como Quirites, un término tradicional para referirse a los ciudadanos romanos, y no como commilitones o «camaradas», tal como llevaba haciéndolo años.

A continuación, añadió que comprendía sus reivindicaciones, y que estaba dispuesto a licenciarlos. Más tarde, cuando venciera por fin a sus adversarios y regresara a celebrar su triunfo con otros soldados, les pagaría el dinero prometido.

Durante unos instantes los legionarios se quedaron boquiabiertos. En vez de ira, su general estaba mostrando una serena y triste decepción que surtió un efecto mucho mayor en ellos que cualquier amenaza. Al fin y al cabo, una de las cosas que peor puede hacer sentir a una persona es saber que ha decepcionado a alguien que le importa, como un maestro, una madre, un padre… o un general carismático como César. En el fondo eran como niños que manifiestan su necesidad de cariño portándose mal. «Lo que sus hombres habían echado de menos desde hacía meses era, sobre todo, la presencia de César, y fue esa mera presencia la que serenó su enfado y restableció su voluntad de hacer cuanto fuera necesario».[58]

De pronto, se empezaron a levantar voces entre la tropa diciendo que en realidad no querían licenciarse y que lo seguirían adonde fuese. ¿Cómo iba a celebrar su triunfo con otros legionarios? Ahí César les había dado en otro punto débil: el amor a la gloria no era privativo de los generales, sino también de los soldados, que se sentían parte de algo mucho mayor que ellos, pero que al mismo tiempo los hacía más grandes.

César se dio media vuelta y se dispuso a bajar del estrado, pero se detuvo como si dudara qué hacer. Tras vacilar un rato, se giró de nuevo hacia sus hombres y dijo que aceptaba sus disculpas y que se los llevaba a África. Tan solo se quedaría en tierra la legión que había sido su predilecta, la Décima.

Tantos años después, César había dado la vuelta a las palabras que pronunciara en Vesontio antes de la batalla contra Ariovisto. Por supuesto, los oficiales y soldados de la Décima le rogaron que no hiciera eso y que los llevara también, e incluso se ofrecieron para la decimatio.

Por fin, César también cedió en llevarse a la Décima. Sin embargo, del mismo modo que había guardado resentimiento contra la Novena (lo cual explica que en Dirraquio la acampara en el sitio de mayor peligro y donde más bajas se produjeron), ahora tomó buena nota, y durante la campaña de África puso a la Décima en las situaciones más apuradas.

LA CAMPAÑA DE ÁFRICA

Después de sofocar el motín, César viajó a Lilibeo, situado en la punta oeste de Sicilia. Tenía tanta prisa por enfrentarse a sus enemigos, buscando siempre la sorpresa, que ni siquiera aguardó a que las cinco legiones veteranas que pretendía llevar estuvieran listas. En Lilibeo contaba con dos mil jinetes, cinco legiones nuevas y únicamente una veterana, la Quinta. La había formado en el año 52 con guerreros de la Galia Transalpina a los que había otorgado la ciudadanía, y era conocida como Alaudae, «las alondras», por las alas con que se adornaban los yelmos sus soldados.

Al igual que le había ocurrido antes, su mayor problema era la falta de barcos. Además, se encontraban en diciembre, lo que preocupaba bastante a los soldados que debían viajar. Pero César se sentía tan impaciente que tenía la tienda de mando montada en la playa, con la puerta apuntando hacia el oeste.

Durante una semana César esperó a que los vientos amainaran un poco. Por fin, el 25 de diciembre se decidió a embarcar a sus tropas. Por falta de transportes, igual que le había ocurrido en Brindisi casi dos años antes, tuvo que ordenar a los soldados que dejaran la mayor parte del bagaje y no pudo cargar tantas provisiones y heno como habría necesitado.

La travesía duró tres días y fue bastante accidentada. En otras ocasiones, César reunía a los pilotos antes de zarpar y les entregaba instrucciones selladas para que las abrieran en una fecha determinada y de ese modo todos se dirigieran al mismo punto. Pero ahora César no había indicado un destino claro, puesto que toda la costa de la provincia africana se hallaba en poder de los enemigos y no había ningún lugar seguro para desembarcar.

Por otra parte, como era de esperar en esa época del año, los vientos volvieron a arreciar a mitad de la travesía y dispersaron la flota. Cuando César llegó a Adrumeto, a más de cien kilómetros al sur de Cartago, contaba nada más con tres mil soldados de infantería y ciento cincuenta de caballería, e ignoraba dónde habían ido a recalar sus demás naves.

Por si fuera poco, cuando bajó de la nave dio un traspiés y cayó al suelo. Rápidamente, agarró dos puñados de arena en las manos y exclamó Teneo te, Africa, «¡Te tengo, África!», para evitar que sus hombres interpretaran el tropezón como un mal augurio —y de paso para evitar el bochorno que uno suele sentir en tales casos.

Al descubrir que Adrumeto estaba en poder de los optimates, con una potente guarnición mandada por Cayo Considio, César decidió dirigirse a Leptis, que se encontraba a unos diez kilómetros al sur. Una vez instalados en las afueras de la ciudad, no tardaron en llegar más barcos de su flota, con lo que sus efectivos aumentaron hasta cinco mil hombres.

César se apresuró a tomar medidas para mejorar su situación, y encargó a Publio Vatinio que recorriera la costa con diez naves para localizar a los demás barcos. A Salustio le ordenó navegar al sur, a la isla de Cercina, donde le habían informado de que había silos repletos de grano del enemigo. También despachó a Rabirio Póstumo a Sicilia con unos cuantos transportes para acelerar el embarque del resto de las unidades. Después dejó seis cohortes como guarnición en Leptis y llevó el resto de las tropas a Ruspina, situada en un promontorio al norte: de esta manera, con Ruspina y Leptis ya disponía de dos puertos en su poder para recibir al resto de la flota.

Es evidente que, al igual que en la campaña del Epiro y Grecia, César había actuado con bastante precipitación: andaba corto de hombres, de equipo y de víveres. A cambio, había sorprendido a sus enemigos, que no lo esperaban tan pronto; al anticiparse con su expedición, César probablemente había impedido la invasión de Italia.

De momento, las fuerzas de sus oponentes estaban repartidas, pero eran formidables. Disponían de diez legiones más otras cuatro unidades númidas reclutadas y entrenadas al estilo romano. Sobre todo, tenían catorce mil jinetes, la mayoría de ellos númidas, expertos en combatir en aquel terreno a lomos de aquellos caballos pequeños y resistentes que parecían capaces de subsistir de cualquier cosa, como las cabras. Por último, el rey Juba aportaba más de cien elefantes de guerra.

Fue una suerte para César que el general en jefe de sus enemigos fuese Metelo Escipión. Aunque no era un estratega demasiado dotado, los optimates le habían otorgado el mando por ser el senador que más rango tenía. A Labieno, el más capacitado con diferencia de todo el bando pompeyano, los demás le daban un tanto de lado: Escipión prefería escuchar antes los consejos de Afranio y Petreyo simplemente porque eran de extracción social más alta. En cuanto a Catón, la némesis de César, permanecía algo apartado de los demás, al cargo de la ciudad de Útica, donde los optimates habían formado un consejo de notables al que llamaban senado. Allí recalaba la flota y había abundantes almacenes de material.

Como hemos dicho, César sufría el sempiterno problema de la falta de provisiones. Los jinetes númidas, que aparecían prácticamente de la nada, suponían un peligro letal para sus partidas de forrajeadores. Dispuesto a evitarlo, César decidió salir del campamento con treinta cohortes y barrer los alrededores en busca de víveres.

Cuando habían recorrido unos cinco kilómetros, vieron una nube de polvo en lontananza. Aunque los antiguos eran expertos en interpretar esas polvaredas, en esta ocasión César se equivocó. Quien venía hacia él era Labieno, que al enterarse del desembarco de su antiguo general había salido de Útica con las tropas más veloces posibles para enfrentarse a él. Traía ocho mil jinetes númidas, mil seiscientos jinetes galos y germanos y miles de soldados de infantería ligera que avanzaban mezclados con los escuadrones de caballería. El astuto Labieno había hecho marchar a sus hombres en una línea muy compacta para ocupar menos sitio, de manera que al avistarlos César creyó que se trataba de un ejército normal y no de una fuerza de caballería, mucho más rápida.

Con todo, César dio orden de que los pocos jinetes y arqueros que tenía acudieran a toda prisa desde el campamento. Mientras, sus hombres se calaron los yelmos y, con las armas preparadas, siguieron avanzando muy despacio. Cuando recibió los refuerzos, César desplegó a sus tropas en una sola línea, en lugar de la triplex acies habitual, puso a los ciento cincuenta arqueros por delante y situó a doscientos jinetes protegiendo cada ala. La razón de esta formación tan estirada y sin reservas en retaguardia era, simplemente, que andaba muy corto de efectivos y necesitaba un frente alargado para que el enemigo no lo flanqueara.

En ese momento, Labieno empezó a desplegar su caballería pesada a ambos lados, y de pronto se vio que era muchísimo más numerosa de lo que había parecido a simple vista. Al ver que el enemigo amenazaba con rodearlos, los jinetes de César tuvieron que estirar todavía más su formación. Pero estaban en tal inferioridad numérica que no pudieron resistir ni la primera carga y tuvieron que recular.

En cuanto al centro de las líneas de Labieno, donde César esperaba encontrar infantería convencional, en realidad se componía de caballería númida mezclada con miles de soldados de infantería ligera, y ambas formaciones corrieron hacia ellos disparando sus jabalinas. Cuando los hombres de César cargaron a su vez, los númidas les dieron la espalda y huyeron a toda velocidad. Una vez que se hubieron alejado a cierta distancia y vieron que sus perseguidores se habían detenido, volvieron a atacar de la misma manera.

Para César aquella era una táctica nueva. Cuando sus legionarios se apartaban demasiado de la formación por perseguir a esos númidas molestos como tábanos, dejaban al descubierto su costado derecho y muchos de ellos caían heridos por los venablos. Los infantes y los jinetes de Labieno, en cambio, eran tan rápidos que huían con facilidad de los pila romanos. Por eso César hizo correr la orden de que ningún soldado debía adelantarse más de cuatro pies de la formación.

En cuestión de minutos, las cohortes de César se vieron rodeadas, con infantería ligera y jinetes númidas por delante y caballería gala y germana por detrás. En una situación similar, aunque contra un enemigo que usaba arcos en lugar de jabalinas y lanzas, el ejército consular de Craso había sido aplastado.

Labieno debió de pensar que ya tenía a César donde quería, y mientras cabalgaba alrededor de sus hombres se dedicó a burlarse de ellos con frases hirientes. «¿Cómo os habéis dejado embaucar por las palabras de César, novatos? ¡Por Hércules, en buen aprieto os ha metido! Lo siento por vosotros».

Un soldado le respondió: «¡No soy un novato, Labieno, sino un veterano de la Décima legión!». Cuando Labieno respondió que no reconocía los estandartes de la Décima, el soldado se quitó el casco y gritó: «¡Enseguida vas a saber quién soy yo!». A continuación, lanzó el pilum y, aunque no hirió al propio Labieno, logró alcanzar a su caballo en el pecho, y Labieno se revolcó por el polvo mientras su adversario decía: «¡Eso para que sepas que quien te ataca es un soldado de la Décima!» (B. Af., 16).

Pese a la gallardía de aquel soldado, las cosas iban muy mal para César, que veía cómo sus cohortes, por protegerse de los disparos enemigos, se apelotonaban cada vez más. Comprendiendo el peligro, César hizo correr la orden de extender las líneas todo lo posible. Para eso, los que estaban en las primeras filas hicieron hueco entre ellos empujando a los lados a sus compañeros, y por los pasillos recién abiertos entraron los soldados de las filas posteriores, reduciendo así el fondo y estirando el frente.

Cuando lograron hacerse un poco más de sitio, la siguiente instrucción de César fue que una de cada dos cohortes girara ciento ochenta grados. De este modo, la mitad de sus unidades que no se movió se quedó mirando a los escaramuceros y a la infantería ligera, y la otra mitad a la caballería pesada que los había flanqueado y los atosigaba por la retaguardia. A continuación, todas las cohortes avanzaron, unas detrás y otras delante de los estandartes, dejando un largo pasillo entre ambas líneas donde podían meter los vehículos que llevaban para transportar los víveres y donde los oficiales y el propio César podían moverse para dar instrucciones.

En ese momento, César ordenó que ambas formaciones cargaran y lanzaran los pila. De esta manera, consiguieron partir en dos a las tropas de Labieno y ponerlas en fuga durante unos minutos. (Incluso en simulaciones de reconstruccionistas, he podido comprobar cuánto impone el avance de una línea de treinta legionarios armados hasta los dientes y parapetados detrás de sus escudos).

Una vez que lograron sacudirse de encima a sus atacantes, los hombres de César, que apenas se habían apartado unos metros de sus estandartes, rehicieron la formación y se dirigieron hacia su campamento. César les había ordenado expresamente que las cargas contra los enemigos fueran muy cortas, lo justo para espantarlos, pero sin apartarse demasiado de la formación. Probablemente, sabía lo que le había ocurrido a su joven legado Publio Craso en Carras cuando lanzó un valiente contraataque contra la caballería de Surena: al principio había conseguido rechazarla, pero cuando sus hombres se alejaron demasiado del grueso de su ejército fueron presa fácil para los enemigos, que los rodearon y mataron o apresaron a casi todos.

Mientras volvían al cuartel, apareció Petreyo, al que Labieno había dejado atrás en su impaciencia por alcanzar el primero a César. Petreyo traía consigo arqueros, honderos, mil seiscientos jinetes y seis mil soldados de infantería ligera y pesada. Con ellos, las tropas de Labieno cobraron nuevos ánimos y se dedicaron a acosar a la retaguardia de César en su retirada.

Lo que ocurrió a continuación varía según quien lo relate. El anónimo autor de La guerra africana, un soldado o un tribuno cesariano, habla de una retirada más o menos ordenada y de cómo en cierto momento César lanzó un contraataque para hacer recular a sus perseguidores. En cambio, según Apiano, los pompeyanos iban ganando cuando Petreyo decidió que ya era suficiente y ordenó abandonar la lucha comentando con desdén: «No vamos a robarle la victoria a nuestro general Escipión» (BC, 2.95). (A Labieno, muerto su caballo, lo había recogido un escolta).

A decir verdad, ambas versiones podrían armonizarse en una más o menos verosímil: las cohortes de César se retiraron a duras penas, hostigadas por la caballería enemiga y sufriendo cierto número de bajas por sus disparos. Cada cierta distancia seguramente tenían que formar filas de nuevo, dar media vuelta y amagar con una carga para ahuyentar a sus perseguidores durante unos minutos. Así debieron proceder hasta llegar a su campamento en Ruspina.

Mientras unas cohortes en retirada conservaran su cohesión, era imposible que la caballería enemiga se acercara lo bastante como para organizar una verdadera matanza. Conservar la disciplina fue un gran mérito de César, y les salvó a él y a sus hombres de ser aniquilados como le había ocurrido a Craso en circunstancias similares. También contó la buena fortuna: se encontraban a poca distancia de su campamento, y además, en aquellas fechas del año, la noche, que interrumpió la persecución, caía pronto. Si hubieran tenido que aguantar mucho más tiempo y bajo un sol ardiente como las legiones de Craso en Carras, quizá la historia del mundo habría sido muy distinta, porque César no habría salido vivo de allí.

Después de aquello, la campaña se estancó durante varias semanas, mientras César seguía adiestrando a sus reclutas y poco a poco llegaban barcos con refuerzos. Cumpliendo el encargo de César, Salustio logró tomar la isla de Cercina y apareció con víveres que fueron muy bien recibidos. Aun así, la zona de forrajeo a la que se veían restringidos los cesarianos era muy pequeña, poco más de cinco kilómetros. Para mantener a sus monturas con vida, los soldados recogían algas muertas de la playa, las lavaban con agua dulce para quitarles la sal y después de secarlas se las daban a los caballos a modo de pasto.

Entretanto, Metelo Escipión había llegado con el grueso de sus fuerzas, que ahora estaban acampadas a cinco kilómetros del campamento de César. Aguardaban también la llegada de Juba, lo que habría otorgado a los pompeyanos una aplastante superioridad numérica. Sin embargo, el rey númida tuvo que regresar a las fronteras orientales de su reino, porque Boco de Mauritania (monarca al que César había reconocido en el año 49) las había invadido junto con un aventurero romano llamado Publio Sitio. El tal Sitio, que ya tenía sus años, había sido amigo de Sila. Cuando tiempo después lo implicaron en la conjuración de Catilina, con razón o sin ella, liquidó sus propiedades en Italia, viajó a Mauritania y ofreció sus servicios como asesor militar al rey Boco.

Mientras pasaban las semanas, también se libraba una guerra propagandística. César hacía proclamar que los romanos que servían con los optimates obedeciendo las órdenes de un rey extranjero y no las del propio César, cónsul legítimo, eran muy malos patriotas. Asimismo, para sugerir que Escipión no era más que una marioneta de Juba, hizo correr el rumor de que había dejado de usar el paludamentum, la capa de general, porque al soberano númida no le hacía ninguna gracia. Pero el reclamo más efectivo no iba dirigido a los nobles, sino a los soldados: César prometió que perdonaría a todos los que se pasaran a su bando y que les pagaría las mismas bonificaciones que a sus hombres.

Conforme pasaban los días, muchos soldados abandonaban las filas de los optimates para unirse a César, mientras que del ejército de este no desertaba nadie. En una ocasión, una nave que venía de Sicilia transportando soldados veteranos y reclutas se extravió del resto de la flota y acabó cayendo en poder de los pompeyanos. Cuando los llevaron a presencia de Escipión, este intentó ganárselos ofreciéndoles perdón y dinero si se pasaban a su bando y renunciaban a aquel criminal que tenían por general.

Un centurión de la Decimocuarta tomó la palabra en nombre de los demás y respondió que con gusto querrían seguir viviendo, pero que las condiciones les parecían inaceptables. El centurión añadió que, con el fin de demostrar el valor de los hombres de César, estaba dispuesto a que Escipión eligiera a la cohorte que él quisiera para que se enfrentara a tan solo diez de ellos. Aquella mezcla de bravuconada e insolencia sacó de sus casillas al general optimate, que ordenó a sus centuriones que mataran a aquel hombre en el acto. Después, separaron a los veteranos de los reclutas, se los llevaron del campamento y los mataron entre torturas.

Por fin, en abril, César se sintió lo bastante fuerte como para pasar a la ofensiva. Habían llegado ya dos legiones experimentadas, la Decimotercera y la Decimocuarta, y dos más que veteranas, la Novena y la Décima.

Pero él no era el único que había recibido refuerzos: tras dejar en sus fronteras un ejército para contener a los invasores, el rey Juba regresó con tres de sus legiones, miles de jinetes y sesenta elefantes.

César quería librar ya una batalla decisiva, pero en un lugar donde el enemigo no pudiera hacer valer su superioridad numérica. Tras abandonar su posición en Ruspina se movió hacia el sur, a las localidades de Uzita y Agar, donde retó varias veces a las tropas de Escipión. Pese a ello, este se negaba a aceptar el combate y todo se limitaba a escaramuzas, sobre todo de caballería y tropas ligeras.

El 4 de abril, César llegó a Tapso, un puerto clave para los enemigos, y se dispuso a asediarlo. La guarnición del lugar envió una petición de auxilio a Escipión, y este acudió, pensando que ya tenía a su enemigo donde quería.

Tapso se hallaba rodeada por el mar a un lado y una laguna de agua salada al otro. Dos lenguas de tierra, una al sur y otra al oeste, la unían al continente y eran los dos únicos accesos para llegar a la ciudad. Escipión pensó que, si lograba bloquear esos dos istmos, César no tendría forma de escapar. Si antes había sufrido problemas de abastecimiento, ahora su ejército directamente moriría de hambre.

En una marcha nocturna, Escipión llevó al grueso de sus tropas hasta el acceso situado al oeste. Mientras tanto, Juba y Afranio acamparon en el istmo sur con el resto del ejército. La idea era excavar zanjas y levantar empalizadas para encerrar a César allí.

Era lo que quería César, que había obligado a los pompeyanos a dividir sus fuerzas. Se trataba de una maniobra arriesgada, y se estaba moviendo en el filo de la navaja. Pero cuando en la mañana del 6 de abril vio a Escipión acampado al oeste, observó que sus tropas tenían el mar a su izquierda y la laguna a su derecha. Aquel terreno era relativamente estrecho y no permitía las rápidas maniobras de flanqueo y retirada que tanto le gustaban a la caballería númida.

César decidió que había llegado el momento. Dejó a dos legiones bisoñas vigilando las obras de asedio por si los defensores de Tapso intentaban una salida y avanzó con las otras ocho.

Esta vez, César recurrió al despliegue estándar y colocó a sus hombres en triplex acies. En las alas hizo formar a las legiones más veteranas: el lugar de honor se lo dio a la Décima y la Novena y a la izquierda puso a la Decimotercera y la Decimocuarta. Ambos flancos estaban protegidas por arqueros y honderos; pero, para reforzarlos todavía más como precaución contra los elefantes, dividió en dos a la Quinta Alaudae y desplegó cinco de sus cohortes detrás de cada ala. En el centro colocó a las tres legiones restantes, las menos experimentadas. La caballería formaba en el escaso hueco que quedaba a ambos lados. A César no le preocupaba demasiado, pues con gusto habría renunciado a su caballería con tal de librarse de la del enemigo.

Frente a ellos, Escipión presentaba un despliegue similar, con la diferencia de que disponía de más caballería y de que delante de cada flanco había treinta elefantes.

«Hoy es el día», pensó César. Sin apresurarse, desfiló a pie por delante de sus unidades en un paseo de dos kilómetros que en circunstancias normales le habría llevado veinte minutos, pero que le debió demorar más de una hora mientras se detenía aquí y allá para saludar y dar ánimos. En particular, cuando llegó al centro exhortó a los más novatos a emular a los veteranos para conseguir como ellos famam, locum, nomen: fama, estatus y reputación.

Mientras inspeccionaba y arengaba a sus unidades, observó que reinaba cierto desorden en las filas enemigas, como si los hombres de Escipión estuvieran inquietos o asustados, o se hubiera producido algún problema de organización en el despliegue. Los oficiales cesarianos y los evocati, los veteranos reenganchados, urgieron a César a dar la orden para atacar. ¡Aquella era una señal que les enviaban los dioses y no había que desaprovecharla!

Por alguna razón, tal vez porque no se hallaba del todo satisfecho con su formación, César no quería cargar todavía y trataba de contener a sus hombres. De pronto, en el ala derecha, donde formaban los más veteranos, resonaron unas penetrantes notas metálicas. Eran los soldados de la Décima, o quizá de la Novena, que habían obligado al cornicen a tocar la señal de ataque.

Obedeciendo las órdenes de César, los centuriones se plantaron delante de la primera fila y trataron de refrenar a los más impacientes empujándolos hacia atrás a golpe de pecho. Pero era en vano. El movimiento que había empezado en la derecha se contagiaba a toda la primera línea.

César debió de pensar lo mismo que dejó escrito al relatar Farsalia: «Todos los hombres poseen de forma innata cierto ardor y animosidad de espíritu que se enardece por el deseo de luchar» (BC, 92). Decidido a desatar aquella furia, indicó el santo y seña para sus hombres, uno que podría habérsele ocurrido a Sila: Felicitas!, «¡Buena suerte!».

Desencadenados como una fuerza de la naturaleza, los hombres de César se abalanzaron sobre los de Escipión. En el flanco derecho, los honderos y arqueros se adelantaron a los demás y descargaron andanadas de proyectiles sobre los elefantes. Estos, demostrando, como decía Apiano, que merecían el calificativo de «el enemigo común», se asustaron con los silbidos de los proyectiles y los impactos, dieron media vuelta, aplastaron a los suyos y huyeron por las puertas de la empalizada, que aún estaba a medio construir. A los paquidermos los siguió la caballería, y en cuestión de minutos toda el ala izquierda de Escipión se desmoronó.

El miedo se contagió a todo el ejército, que se retiró en tropel al campamento. Pero este no podía servirles de protección, puesto que apenas habían empezado a fortificarlo. Muchos se quitaron las armaduras para huir más ligeros, y otros que se retiraron a una pequeña elevación abatieron las armas en lugar de rendición.

Aquella campaña se había enconado tanto que los soldados de César no estaban dispuestos a ser tan misericordiosos como en Farsalia. Mataron por igual a los que empuñaban las armas y a los que seguían resistiéndose. El furor llegó a tal punto que cuando algunos oficiales cesarianos intentaron contener a sus soldados, estos los asesinaron también, en parte porque los veían como aristócratas que por sus rencillas internas habían provocado aquella larga guerra.

Diez mil soldados pompeyanos murieron ese día. A lo largo de este libro he puesto muchas veces en duda las cifras de bajas en las batallas de los romanos, pero este número tiene todos los visos de ser verosímil. En cuanto a los mandos, la mayoría de los que escaparon acabaron mal. Metelo Escipión intentó huir a Hispania en barco; pero cuando las naves del mercenario Sitio lo interceptaron, se clavó su propia espada y se arrojó al mar. Afranio cayó en manos de este mismo Sitio, y César lo condenó a muerte: una cosa era perdonar a un enemigo una vez y otra hacerlo dos veces.[59]

El rey Juba y Petreyo huyeron a Zama. Para su desgracia, no pudieron entrar en ella, pues al enterarse de la victoria de César la guarnición les cerró las puertas. Ambos se batieron en un extraño duelo a muerte para que el enemigo no los capturara con vida; Petreyo ganó y después ordenó a un esclavo suyo que lo matara con un cuchillo. (En otras versiones gana Juba).

Labieno consiguió escapar hasta Hispania. Allí se reunió con los hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto, dispuesto a mantener viva la llama de la causa optimate.

Cuando Catón, que seguía en Útica, conoció la noticia de la victoria de César, comunicó a sus allegados: «No quiero estar en deuda con un tirano por sus obras ilegales. Cuando perdona a hombres de los que no es el amo, César quebranta la ley». Después se suicidó. Con esta última decisión se ganó para la posteridad la fama de hombre íntegro e incorruptible, un romano de una sola pieza. Pero también había llamado tirano a Pompeyo antes de que le resultara útil, y en el fondo no era más que el representante de una oligarquía bastante xenófoba que se creía depositaria única de las prístinas virtudes romanas.

Tras la batalla de Tapso, César convirtió en provincia parte del reino de Juba. El resto de su territorio se lo entregó al reino de Mauritania y al renegado Sitio, que tanto le había ayudado. También impuso multas y confiscó propiedades a los individuos y comunidades que habían ayudado a los pompeyanos. Con ello, como siempre, mataba dos pájaros de un tiro: castigaba a los adversarios y hacía caja.

Para evitar ulteriores motines entre sus tropas, César licenció a los soldados veteranos más conflictivos y les concedió tierras en dos nuevas colonias, Clúpea y Cúrubis. Después nombró a Salustio gobernador de la provincia de África Nova, recién creada con los territorios arrebatados a Juba. En junio, por fin, zarpó de nuevo hacia Italia.

TRIUNFO Y DICTADURA

César regresó a Roma a finales de julio del año 46. El senado batió todas las marcas anteriores decretando cuarenta días de acción de gracias, algo nunca visto, que duplicaba los que le habían concedido tras someter la rebelión de Vercingetórix. También se le otorgó, por fin, el triunfo que tanto tiempo llevaba esperando y al que había renunciado la primera vez que tuvo ocasión a cambio de presentarse a las elecciones a cónsul.

En realidad, no fue un triunfo, sino cuatro seguidos, por derrotar a los galos, a los egipcios, a Farnaces del Ponto y a Juba de Numidia. Este último era un triunfo concedido por sus victorias en la guerra civil; pero, como se trataba de un conflicto entre romanos y celebrarlo podía resultar doloroso, el nombre de Juba lo disfrazaba un poco.

La concesión de cuatro triunfos también suponía un récord, pues los de Pompeyo a lo largo de toda su carrera habían sido tres. De esta manera, César dejaba bien claro quién era el romano más grande de su época y de todos los tiempos.

Los triunfos duraron del 21 de septiembre al 2 de octubre, aunque hubo algunos días intermedios sin desfiles. El primero empezó con un mal presagio cuando el eje del carro de César se partió al pasar por delante del templo de la Fortuna y tuvieron que traerle uno de repuesto. Como expiación o por demostrar su humildad, César subió más tarde las escalinatas del templo de Júpiter Capitolino de rodillas.

Ese triunfo fue el más fastuoso: el público romano estaba hambriento de celebraciones, y además César había conseguido aquellas victorias sobre los temidos galos, la pesadilla ancestral de los romanos. Cientos de celtas altos y pálidos desfilaban como prisioneros. El más llamativo de todos era Vercingetórix, que llevaba seis años prisionero. En los otros triunfos se vio asimismo a cautivos importantes, como Arsínoe, la hermana de Cleopatra, o el pequeño Juba, hijo del rey de Numidia, que solo tenía tres años.

A Juba con el tiempo le devolvieron el trono y se casó con una hija de Marco Antonio y Cleopatra. Arsínoe también sobrevivió al desfile, aunque unos años después fue asesinada en un templo por orden de Marco Antonio. Quien corrió peor suerte fue Vercingetórix: terminado el desfile, lo condujeron a la lóbrega celda del Tuliano y lo estrangularon de forma ritual.

Los cortejos triunfales mostraban, además de cautivos, carros llenos de monedas y lingotes arrastrados por bueyes. Buena parte de ese dinero se distribuyó entre los soldados: veinte mil sestercios por cabeza, el equivalente a más de veinte años de servicio para un legionario de César, y eso teniendo en cuenta que había doblado la paga a sus hombres. A los centuriones les correspondieron cuarenta mil sestercios y ochenta mil a los tribunos y prefectos.

No es de extrañar que los soldados desfilaran tan contentos por las calles, con sus cotas de malla y sus cascos relucientes, sintiéndose el blanco de todas las miradas. Mientras sus cáligas claveteadas resonaban sobre el pavimento, ellos demostraban que tenían una relación especial con su general y podían decirle lo que querían, y lo mismo cantaban «¡Esconded a vuestras mujeres, que viene el conquistador cabeza de calabaza!», que unos versos que ya mencionamos y que a César no le hacían tanta gracia:

César conquistó las Galias, pero Nicomedes conquistó a Cesar.

¡Mirad cómo ahora triunfa César por someter a las Galias,

mientras que no triunfa Nicomedes, que sometió a César!

Como buen líder popular, César no se olvidó de la plebe urbana: más de trescientas mil personas recibieron aceite y trigo gratis, más una bonificación de cuatrocientos sestercios. Así, el pueblo de Roma recibía parte de los frutos del imperio. Por supuesto, se puede discutir si había algo de demagogia u oportunismo en estas medidas. Pero aunque César era un genuino miembro de la élite, convencido de su superioridad innata, todos los indicios sugieren que se compadecía de los ciudadanos pobres. Si no era así, al menos comprendía intelectualmente que la excesiva miseria en una ciudad gigantesca como Roma suponía un caldo de cultivo para la violencia, y que por tanto había que paliarla. En cualquier caso, a los beneficiarios de su generosidad les daban igual sus motivos.

La celebración no se redujo a las cuatro paradas militares. Entre desfile y desfile, César organizó banquetes públicos, con veintidós mil mesas repartidas por la ciudad en las que, como diría un hobbit, llovía bebida y nevaba comida. También hubo obras teatrales, certámenes deportivos, carreras de carros y, cómo no, luchas de gladiadores.[60] Se sacrificaron cuatrocientos leones, por primera vez se vieron jirafas en Roma y cuarenta elefantes lucharon en una pequeña batalla.

En fin, sería fatigoso proseguir con tanto festejo. Desde un punto de vista más práctico, César fue elegido dictador por tercera vez. En esta ocasión se le concedió un plazo sin precedentes, diez años, con la misión de poner en orden la República (rei publicae constituendae). Como muestra de honor, podía sentarse en el senado en una silla curul junto a los cónsules y tomar la palabra el primero, antes incluso que el princeps senatus. Otro símbolo que debía halagar a esa dignitas por la que tanto había luchado era el de los lictores: doce escoltaban a los cónsules y veinticuatro a los dictadores, pero a César le concedieron setenta y dos en atención a que era dictador por tercera vez.

También se le nombró praefectus morum o guardián de las costumbres durante tres años, una especie de censor sin colega. Como tal, podía expulsar del senado a aquellos miembros que considerara inmorales.

Ciertamente, era como para tener una indigestión de dignitas y olvidar aquella frase que supuestamente un sirviente susurraba al general durante el triunfo: «Recuerda que eres mortal». Porque incluso el Estado encargó una estatua de bronce de César dominando el mundo conocido, con una inscripción que lo definía como semidiós.

Al menos, César hizo borrar esa inscripción. Y en un discurso en el senado, al darse cuenta de que la gente temía que llevado por su orgullo se comportara como algunos de sus predecesores en el pasado, declaró que él no era como Mario, Cinna, ni Sila. Cada uno de ellos antes de derrotar a sus adversarios había mostrado piel de cordero para convertirse en un lobo tras la victoria. Él no pensaba hacer eso, pues su única intención era devolver a Roma la prosperidad y el orden del pasado.

Conociendo la famosa —aunque calculada— clemencia de César, podían pensar que no mentía. Había perdonado a viejos rivales, como Cicerón, Bruto o Casio, e incluso a encarnizados enemigos como Marco Marcelo.

Sin embargo, no todos sus enemigos habían muerto ni se habían pasado a su bando. En Hispania todavía coleaban las últimas brasas de la guerra civil, avivadas por Cneo y Sexto Pompeyo, que mantenían viva la memoria de su padre. Pasada la euforia de las celebraciones, César no tuvo más remedio que pensar de nuevo en dejar la toga y colgarse el manto de general.

LA ÚLTIMA BATALLA DE CÉSAR

Los problemas de Hispania eran en buena parte culpa de César. Ya comentamos que había nombrado gobernador al antiguo tribuno Casio Longino, y que este, con su codicia y su crueldad, se había granjeado los odios de todo el mundo. Debido a ello, Hispania había vuelto a caer en manos de los pompeyanos.

Al principio, César, que debía encontrarse exhausto después de tantos años de guerra incesante (tan solo había descansado de las armas durante el crucero del Nilo), no le dio mucha importancia a lo de Hispania y pensó que sus subordinados podrían encargarse del problema. Pero Cayo Trebonio primero y Fabio Máximo y Pedio después no cosecharon más que reveses.

En otoño del año 46, Cneo Pompeyo el Joven había congregado bajo su mando una fuerza impresionante formada por hispanos y veteranos de su padre. En número, equivalía a trece legiones. Por si fuera poco, se había unido a él Labieno, que estaba dispuesto a seguir combatiendo contra el odiado César hasta la muerte.

Comprendiendo que la amenaza era grave, César pensó que o se encargaba él mismo del problema o no dejaría de crecer como una bola de nieve. En noviembre, César, que aquel año también era cónsul además de dictador, dejó a su colega Lépido encargado de gobernar Roma y partió hacia Hispania. En menos de cuatro semanas recorrió más de dos mil doscientos kilómetros con su celeridad habitual. En esta ocasión viajaba en carruaje. Como era típico en él, en lugar de dejarse adormecer por los traqueteos siguió escribiendo cartas y resolviendo asuntos diversos, e incluso encontró tiempo para escribir un poema titulado «Iter» o «El viaje». Un título apropiado: sin duda de viajes entendía mucho.

César contaba en esta campaña con ocho legiones, pero únicamente dos de ellas eran veteranas: la Quinta Alaudae y la Décima, de la cual se habían licenciado muchos soldados. Por muy buen general que fuese, las guerras las ganaban los soldados, y muchos temían que con legionarios tan bisoños César corría peligro de que esta vez se le agotara la suerte. Por temor a que eso ocurriera incluso alguien que no era nada partidario de César como Casio, futuro conspirador de los idus, escribió a Cicerón criticando la estupidez y la crueldad de Cneo Pompeyo y preguntándose si no convendría más quedarse con el amo antiguo y clemente; esto es, César (Ad Fam., 15.19.4).

Durante el invierno del 46-45, César mantuvo con sus adversarios una guerra de desgaste en la que poco a poco les comió el terreno. Fue un conflicto brutal. Tanto César como los pompeyanos poseían vastas redes clientelares en la península, por lo que la lucha entre romanos se convirtió también en una guerra civil entre hispanos extremadamente cruel.

Como siempre en estas campañas, hubo una batalla decisiva, que se libró el 17 de marzo del 45 cerca de Munda, una población cuyo emplazamiento exacto se discute, pero que estaba situada en la Bética. Las tropas de Cneo Pompeyo y Labieno se hallaban desplegadas en una colina. Bajo esta se extendía una amplia llanura perfecta para maniobras de infantería y caballería, y fue allí donde formó César a sus tropas, pues estaba deseando acabar con aquella guerra de una vez por todas. Pero los pompeyanos no parecían dispuestos a bajar. Quizá Cneo estaba siguiendo algún consejo de Labieno, que conocía bien a César y pudo decirle algo así: «El viejo es impaciente y, si esperas, te atacará».

Y el viejo —tenía cincuenta y cuatro años por entonces, pero era evidente que se conservaba en forma— decidió atacar. Aunque cargar ladera arriba siempre era una maniobra arriesgada, César observó de nuevo que sus hombres deseaban luchar y los envió de frente contra el enemigo. Convencido de que aquella iba a ser la batalla final de la guerra, el santo y seña que eligió fue «Venus», en homenaje a la diosa de la que procedía su linaje.

La batalla fue muy larga y dura, un combate de frente, sin grandes sutilezas tácticas. Los hombres mataban y morían en aquella ladera sin apenas ceder terreno. Durante largo rato la línea de combate se mantuvo en el mismo sitio, pero luego ocurrió lo que hasta entonces nunca había pasado, algo impensable.

Los veteranos de la Décima empezaron a retroceder.

Cuando vio que se estaba abriendo una brecha en sus líneas y que el ala derecha podía ser derrotada, César, tal como comentó después a algunos amigos, se dio cuenta de que estaba en peligro de perderlo todo y barajó la idea de arrojarse sobre su espada. Pero luego pensó que podía tener un final más glorioso que, de paso, le ofrecía un resquicio de esperanza.

Levantando las manos al cielo, César rogó a los dioses que no mancillaran su gloriosa hoja de servicios con un último desastre. Después desmontó del caballo, se quitó el casco para que lo reconocieran, le quitó el escudo a un soldado y se puso en la primera fila, en el hueco que habían dejado los legionarios de la Décima reacios a combatir.

Como ni así conseguía animar a sus hombres, exclamó: «¡Muy bien! ¡Este será el final de mi vida y de vuestro servicio en las legiones!». Dicho esto, corrió solo hacia el enemigo y no se detuvo hasta llegar a tres metros de su primera línea.

Cuando vieron que las jabalinas de los pompeyanos golpeaban el escudo de César y algunas se quedaban clavadas en él, la vergüenza y la devoción por su general pudieron más que el miedo, y los tribunos y centuriones de las primeras filas corrieron en su ayuda. Siguiendo su ejemplo, los hombres de la Décima recordaron sus glorias pasadas y decidieron dar un último esfuerzo por el hombre que les había hecho conquistar la Galia y vencer en Tapso y Farsalia.

La carga renovada de la Décima abrió una brecha en el ala izquierda enemiga. Al verlo, Cneo mandó tropas de refuerzo desde su ala derecha. Era el momento que esperaba el rey Bogud de Mauritania, jefe de la caballería aliada de César que se mantenía en reserva. Al observar que las filas pompeyanas raleaban en aquella zona, se lanzó por allí aprovechando el hueco y asaltó el campamento enemigo.

Cuando se percató, Labieno envió refuerzos al campamento; es de suponer que se trataba de escuadrones de caballería, aunque el relato de Dión Casio no lo deja muy claro, y también pudieron ser algunas cohortes. En cualquier caso, esas tropas pasaron por detrás de las demás unidades de su propio ejército. Al verlas, los pompeyanos que formaban en las últimas filas malinterpretaron el movimiento y pensaron que o bien eran compañeros suyos que huían o cesarianos que los habían sorprendido por la retaguardia.

El malentendido les hundió la moral y provocó una desbandada general. En la persecución que vino a continuación los hombres de César concedieron incluso menos cuartel que en la batalla de Tapso, y según se cuenta dieron muerte a treinta mil pompeyanos. Entre ellos cayó Labieno, cuya cabeza le llevaron a César como trofeo. En cuanto a los hermanos Pompeyo, Cneo logró huir pese a estar malherido. Unos días después, no obstante, lo capturaron y decapitaron, y su cabeza también le fue enviada a César. Sexto, en cambio, llegó hasta el mar, se convirtió en pirata y durante un tiempo convirtió Sicilia en su base de operaciones contra Octavio y Marco Antonio, los herederos de César.

Después de todas estas operaciones, César viajó a diversas ciudades para arreglar cuentas. Cuando se presentó en Híspalis (Sevilla), se dirigió a la asamblea del pueblo. Esa ciudad, como tantas otras, había apoyado a sus enemigos.

En un discurso, César recordó a los hispalenses que siempre se había portado bien con ellos. En su primera magistratura, cuando fue cuestor en Hispania Ulterior allá por el año 69, los había tratado con especial atención y gran afecto. ¿No recordaban que cuando fue pretor en el 62 solicitó al senado que les levantara los tributos que les había impuesto como castigo Metelo Pío tras la guerra contra Sertorio? También se había personado en muchos juicios tanto públicos como privados para ayudar a los ciudadanos de Híspalis, y eso le había granjeado la enemistad de hombres poderosos en Roma.

En un fragmento muy revelador de la mentalidad de un conquistador romano, César les echó en cara que eran unos ingratos, y que odiaban tanto la paz que las legiones nunca podían ausentarse de su territorio. ¿Acaso pensaban en librarse de ellas pasándose al bando de Cneo Pompeyo y luchando contra el pueblo romano? ¿Cómo eran tan ingenuos?

En ese momento siete siglos de historia de Roma, de triunfos y heroicidades memorables, de terribles crueldades, de reveses de los que la ciudad siempre se recuperaba y, sobre todo, de un orgullo indomable hablaron por boca de César, el romano más grande que había conocido el orbe:

—Pero ¿es que no os dabais cuenta de que, aunque me hubierais destruido, el pueblo romano tiene tales legiones que no solo podrían venceros a vosotros, sino incluso derribar el cielo?