I
LA CAÍDA DE CARTAGO
ENTRE DOS GUERRAS
Oficialmente, la vencedora de la Segunda Guerra Púnica había sido Roma. En África, sin embargo, quien más beneficio territorial obtuvo de la derrota de Aníbal fue Numidia. Y más en concreto su joven rey, Masinisa.
A Cartago no le quedó más remedio que tragarse el sapo y contemplar impotente cómo a su lado aparecía un nuevo reino, una gran Numidia que se extendía más de mil kilómetros de este a oeste y que se había apropiado de buena parte de sus territorios. Por si fuera poco inquietante tener a una potencia de tal magnitud pegada a sus fronteras, los cartagineses no podían defenderse de sus posibles agresiones, que no tardaron en producirse. El tratado de rendición les ataba las manos: para dirimir cualquier diferencia, estaban obligados a someterse al arbitraje de la República.
A Roma no le desagradaba esa situación, puesto que prefería no implicarse demasiado en los asuntos de África. Antes de la guerra ya poseía las provincias de Sicilia, Córcega y Cerdeña, las tres grandes islas del Mediterráneo central. Ahora, además, sus legionarios acababan de plantar sus botas claveteadas en Hispania. Por el momento, a los romanos no les interesaba más que la zona costera de la península, la más rica y civilizada. Pero para protegerse de los ataques de las tribus del interior (o para que sus generales pudieran celebrar triunfos y conseguir botín), tuvieron que internarse cada vez más en un territorio cuya verdadera extensión, el doble de Italia, seguramente se les escapaba.
Hispania, como veremos en el siguiente capítulo, resultó un bocado muy grande y duro de roer. Por otra parte, tras su victoria contra Cartago, Roma se vio envuelta en varios conflictos en Grecia. Aquel era un teatro de operaciones que necesitaba y quería controlar: con buenas condiciones, una flota invasora podía cruzar el Adriático en una sola noche y plantarse en Italia imitando el ejemplo de Pirro. Desde el punto de vista de los romanos era mucho mejor adelantarse, ya que no tenían nada en contra del concepto de guerra preventiva.
Con todo ello, África no se antojaba una cuestión tan urgente, y menos teniendo la gran isla de Sicilia en medio a modo de cojín. En lugar de controlar a Cartago personalmente para evitar que volviera a convertirse en una superpotencia, Roma podía recurrir a Masinisa, que había demostrado ser un fiel aliado contra Aníbal.
El problema, como diría Platón, era quién iba a vigilar al guardián. Pues el rey númida fraguaba sus propios planes, y no se puede negar que su política para llevarlos a cabo fue muy coherente. Durante cinco décadas, del año 201 al 151, Masinisa no dejó de acosar a su vecino, atacando sus ciudades costeras, lanzando incursiones contra sus tierras y enviando colonos a sus territorios para llevar cada vez la frontera un poco más lejos.
Le favorecía el tratado de paz, que había sido redactado en términos muy ambiguos. Sus cláusulas estipulaban que Cartago debía devolver a Masinisa todo territorio que le hubiera pertenecido a él o a sus antepasados. El límite eran las llamadas «zanjas fenicias», unas fosas y terraplenes construidos en tiempos por los propios cartagineses. Pero su localización no estaba demasiado clara; algo que resulta comprensible, ya que no se trataba de murallas de piedra sólida, sino de construcciones que con el tiempo se erosionaban hasta casi desaparecer.
Cada vez que los númidas atacaban esas borrosas fronteras, Cartago apelaba a Roma, que envió varias comisiones para investigar. La primera llegó en 193, presidida por Escipión Africano. Como era de esperar, se decidió a favor de los númidas. Durante las décadas siguientes se produjeron muchas más disputas fronterizas, y Roma casi siempre arbitró beneficiando a Numidia, que no dejaba de expandirse.
Mediados los años 60 del siglo II, Masinisa incluso sobrepasó el territorio cartaginés por el oeste y se apoderó de la zona conocida como Emporia, alrededor de la Sirte Menor, el golfo situado al sur de Cartago. Se trataba de una región célebre por la asombrosa fertilidad de su tierra. Además, su ciudad más importante, Leptis Magna, era el punto de llegada de las caravanas que atravesaban el Sahara y traían del sur ébano, marfil, plumas de avestruz y oro en polvo. Gracias a su prosperidad, Leptis había estado pagando un tributo de un talento al día a Cartago. Ahora, esa riqueza pasó a engrosar el tesoro de Masinisa.
La verdadera intención del rey númida no era otra que anexionarse Cartago. Primero sus dominios, que iba reduciendo poco a poco a modo de lima, y después la gran joya: la propia ciudad con sus puertos. Sin embargo, debía actuar con cuidado si no quería despertar los recelos de Roma. Dispuesto a mostrarse como el mejor de los aliados de la República, Masinisa no dejó de enviarle soldados, caballos y elefantes para sus guerras en Hispania y Macedonia, e incluso surtió de grano a sus tropas.
En cuanto a Cartago, siempre respetó de forma escrupulosa el tratado de paz con Roma. De hecho, su economía se había recuperado tan rápido que en 191 propuso liquidar el montante total de esa indemnización. Roma se negó, ya que aquella deuda, garantizada con rehenes, era una manera de tener atados de pies y manos a los púnicos. Pero todo indica que Cartago, pese a sus problemas, seguía poseyendo un tejido social y económico muy rico que le permitía prosperar sin necesidad de un imperio ni aventuras militares. Incluso es posible que el hecho de no tener que pagar un ejército de mercenarios le posibilitara emplear esos recursos en campos más productivos.
LA CHISPA DE LA GUERRA
La crisis final estalló a mediados de la década de los 50. La fuente principal para todo lo que ocurrió en aquellos años, Apiano,[1] nos informa de que por entonces existían tres facciones políticas dentro de Cartago (BP, 68). Un grupo prorromano encabezado por un tal Hanón, otro pronúmida dirigido por Aníbal el Estornino, y otro democrático liderado por Amílcar el Samnita y Cartalón.
Leyendo entre líneas y a la luz de los acontecimientos posteriores, se intuye que las facciones prorromana y pronúmida eran, en realidad, la misma, formada por un grupo reducido de miembros de la élite que podríamos calificar como lobby. Cuando Apiano habla de bando «democrático», todo indica que se refiere a la opinión mayoritaria del pueblo cartaginés. Esta, lógicamente, tenía que estar en contra de Numidia y de su rey Masinisa, que no hacían más que añadir una ofensa tras otra, arrebatarles sus territorios y privarles de sus ingresos.
Lo que prendió la chispa fue una nueva ofensiva de Masinisa, en esta ocasión sobre la región de los Grandes Llanos, muy cerca de Cartago. De nuevo, Cartago tuvo que pedir a Roma que terciara, y en 153 el senado envió una comisión a investigar.
Para desgracia de los cartagineses, esa comisión la presidía Marco Porcio Catón, conocido como el Censor. Este personaje, ya octogenario, era uno de los hombres más respetados de Roma, si no el que más, y representaba o creía representar las esencias de la vieja República. A decir verdad, como veremos en el capítulo sobre los hermanos Graco, las ideas y las prácticas que reflejaba Catón en su obra Sobre la agricultura estaban socavando los cimientos de la sociedad romana tradicional. Pero en una época en que la economía no existía como ciencia —si es que existe ahora—, Catón difícilmente podía ser consciente de esa paradoja.
Cuando Catón llegó a Cartago, en ningún momento se interesó por averiguar quiénes llevaban razón en la disputa, si los númidas o los púnicos. Se limitó a observar la prosperidad de aquella ciudad, sus grandes puertos, la altura de sus edificios —que se levantaban hasta seis pisos en el distrito residencial cercano a la ciudadela de Birsa—, la belleza de sus templos y la riqueza de sus habitantes. No se le pasó por alto que sus arsenales estaban repletos de armas, y que la gente los miraba a él y a sus compañeros de comisión con hostilidad. Ciertamente, los habitantes de Cartago podrían haberle preguntado: «¿Y qué esperabas?».
Cuando regresó a Roma y habló ante el senado, Catón demostró que a sus más de ochenta años todavía conservaba recursos como orador. Primero, expuso los peligros. Cartago, dijo, no era la ciudad débil y pobre que los romanos creían. Al contrario, seguía siendo muy rica, rebosaba de hombres jóvenes y vigorosos y tenía armas de sobra como para declarar una nueva guerra. Lo urgente en aquel momento no era ocuparse de los asuntos de Numidia, sino evitar que Cartago, el enemigo ancestral, se rearmara y se convirtiera de nuevo en una amenaza para la libertad de Roma.
Después, como golpe de efecto, abrió los pliegues de su toga y sacó de allí un higo de aspecto tan apetitoso que hizo salivar a más de un senador. Aquel higo, explicó, provenía de Cartago. Podían ver que estaba muy fresco. ¿Por qué? Porque el país donde crecía se hallaba a tan solo tres días de Roma en barco.
Por supuesto, Catón bien pudo haber comprado el higo en el mercado o, puesto que era bastante tacaño, arrancarlo de su propio huerto. Pero lo que aseguraba era cierto: con vientos favorables, se podía llegar desde Útica o Cartago en tres días o menos, como demostró Cayo Mario en el año 108.
Catón terminó su discurso con un lema que, a partir de ese momento, no dejó de repetir cada vez que intervenía en el senado: «Mi consejo es que Cartago deje de existir». Esa es la expresión que utiliza su biógrafo Plutarco, aunque a los lectores les sonará más la frase Delenda est Carthago, «Cartago debe ser destruida». Lo cierto es que en ninguna fuente antigua aparece Catón pronunciando esas palabras, del mismo modo que Sherlock Holmes no dice: «Elemental, querido Watson» en ninguna de sus novelas. En cualquier caso, el Delenda est Carthago refleja el espíritu de las palabras de Catón, que se empeñó hasta el final de sus días en borrar del mapa aquella ciudad.
Cartago también contaba con sus valedores. En 152 visitó la ciudad otra comisión, encabezada en esta ocasión por P. Cornelio Escipión Násica, «el de la nariz puntiaguda». Násica, un prestigioso senador que había sido dos veces cónsul, informó a favor de Cartago y argumentó que, si Roma la destruía, se quedaría sin un rival a su altura. El miedo a Cartago servía, además, como una brida para frenar al pueblo. Cuando desapareciera aquel espantajo, nada evitaría que la agresividad innata de los romanos se volviera contra ellos mismos.
El discurso de Násica suena muy clarividente, pero me temo que la razón es que se trata de una creación a posteriori de los autores que ya conocían las guerras civiles que sufrió Roma décadas después. Para ellos, la Tercera Guerra Púnica fue el detonante de la corrupción generalizada y la discordia que un siglo después acabarían con la República. Incluso San Agustín opina así en un pasaje de La ciudad de Dios (1.30). El hecho de que hubiera nacido en la región de Cartago quizá influyó en ello, claro está.
Los motivos de Escipión Násica para favorecer a Cartago seguramente eran otros. Puede que hubiera comprendido que la verdadera potencia regional y, por ende, la amenaza para el futuro de Roma era Numidia. O quizá se trataba de una rencilla familiar con el viejo Catón, que durante la Segunda Guerra Púnica había tratado de boicotear a Escipión Africano, suegro y tío segundo de Násica.
Para desgracia de Cartago, Catón representaba mucho mejor que Násica la opinión mayoritaria en Roma. A pesar de los años transcurridos, las guerras anteriores habían dejado como poso un hondo sentimiento antipúnico. Por supuesto, lo recíproco también debía de ser cierto. Una cosa es que Cartago cumpliera el tratado de paz con Roma y otra es que lo hiciera de buena gana. Si existía ese supuesto lobby prorromano mencionado por Apiano, seguro que no era demasiado popular entre el pueblo cartaginés.
Dejando aparte emociones enquistadas, existían razones para que los senadores se sintieran inquietos. En 151 se cumplirían los cincuenta años que estipulaba el tratado de paz. A partir de ese momento, Cartago dejaría de pagar la indemnización anual de doscientos talentos, algo de lo que se iban a resentir las arcas romanas. Si se mantenía la alianza entre Cartago y la República, sería en un nivel de igualdad, algo a lo que los romanos no estaban acostumbrados. Cuando oían «amigo y aliado del pueblo romano», ellos en realidad escuchaban «vasallo».
Por otra parte, el razonamiento del higo de Catón y los tres días de navegación entre Roma y África parece demagógico, porque el tratado limitaba la flota de guerra cartaginesa a diez tristes barcos. Pero cuando ese acuerdo caducara, ¿quién garantizaba que los astilleros de Cartago no empezarían a producir trirremes en serie?
Todavía queda un argumento que los historiadores antiguos no suelen presentar, y que el senado, o el reducido grupo de senadores que decidió finalmente la guerra, debió de mantener en secreto. Por mucho que las comisiones senatoriales favoreciesen a Masinisa, no estaban ciegos, y tenían que darse cuenta de que la intención del anciano rey era acabar anexionándose Cartago. Eso convertiría a Numidia no en una potencia, sino en una superpotencia. Convenía anticiparse y quitarle la presa de entre los dedos a Masinisa antes de que se la llevara a la boca. Además, la recompensa era muy suculenta. Tal como había informado Catón, las riquezas de Cartago volvían a ser formidables. ¿Por qué dejar que se las llevaran los númidas?
No hay que desdeñar el peso de la pura codicia. Como señala William V. Harris:
Era casi inevitable que, a mediados de la década de 150, muchos senadores influyentes hubieran estado calculando dónde podía encontrar Roma un nuevo teatro de guerra que ofreciera mejores oportunidades que las tribus de los Alpes o de Dalmacia. Luchar contra los feroces y empobrecidos rebeldes hispanos era un trabajo que compensaba muy poco si se comparaba con una guerra contra Cartago.[2]
Hay que tener en cuenta, asimismo, que entre 155 y 153 los rebeldes hispanos habían propinado varias palizas a los ejércitos romanos. Esos reveses estaban minando el prestigio internacional de la República. El prestigio no era únicamente una cuestión inmaterial: puesto que Roma no era capaz de proteger a las tribus hispanas aliadas —léase vasallas—, estas se sublevaban también, con lo cual cada vez se le acumulaban más enemigos contra los que combatir.
Una buena forma de recuperar su reputación para que los antiguos aliados volvieran al redil era derrotar por tercera vez a Cartago. Y los romanos estaban convencidos de que lo iban a conseguir prácticamente sin bajarse del trirreme, por parafrasear la famosa frase de Helenio Herrera.
Sumando unos motivos y otros, la guerra ya estaba decidida antes de que expirase el tratado. El problema para los romanos era encontrar un pretexto, un casus belli para poder alegar que se trataba de una guerra justa.
El casus belli que buscaban llegó en 150. Ese año, la facción democrática de Cartago —término que ya hemos visto que se refería a la mayoría de sus ciudadanos— expulsó a cuarenta hombres de Masinisa que trabajaban como una quinta columna dentro de la ciudad. Los desterrados se refugiaron junto al rey, y este envió a Cartago a sus hijos Micipsa y Gulusa para exigir que aquellos hombres fueran readmitidos. Los cartagineses no solo no les hicieron caso, sino que ni siquiera les dejaron entrar en la ciudad, e incluso se produjo un ataque contra su comitiva en el que murió un ayudante de Gulusa.
Como respuesta, Masinisa invadió el territorio púnico y asedió la ciudad de Horoscopa, cuya localización exacta se desconoce. Puesto que el tratado con Roma había caducado, las autoridades cartaginesas decidieron que no tenían por qué pedirle permiso para actuar y movilizaron a veinticinco mil infantes y cuatrocientos jinetes dirigidos por un general llamado Asdrúbal. Era un ejército muy corto de caballería, pero recibió refuerzos cuando dos caudillos númidas llamados Asasis y Suba y sus seis mil jinetes desertaron de las filas de Masinisa. Aunque Apiano no lo explique, parece obvio que esa deserción no fue improvisada, sino que Asasis y Suba ya llevaban un tiempo en tratos con los púnicos.
Tras algunas escaramuzas favorables a los cartagineses, Masinisa se retiró hasta llegar a una gran explanada desértica y rodeada de colinas y quebradas. Allí acampó, y Asdrúbal tomó posiciones en una elevación cercana.
La batalla, por mutuo acuerdo, se libró al día siguiente en la llanura. Un tribuno militar romano la presenció desde otro monte. Se trataba de Escipión Emiliano, que venía desde Hispania enviado por el general Licinio Lúculo para pedirle elefantes de guerra a Masinisa. Escipión comentaría más tarde a sus amigos que se había sentido como un espectador en un teatro, o más bien como Júpiter desde el monte Ida contemplando la guerra de Troya.
El combate se prolongó hasta que oscureció, y se produjeron muchas bajas por ambos bandos. El resultado favoreció a Masinisa, aunque no fue tan determinante como para considerarlo una gran victoria.
Por la noche, Escipión se presentó en el campamento númida. Una vez allí, lo condujeron ante el rey, que lo saludó con gran cortesía, ya que había sido amigo de su abuelo Escipión Africano. A Escipión, por su parte, le sorprendió la vitalidad de Masinisa. A sus ochenta y ocho años, había dirigido a sus tropas cabalgando a pelo como buen númida. Su estado físico era envidiable, y para demostrarlo, la víspera de la batalla lo habían visto en pie delante de su tienda masticando pan duro.
Normalmente los tribunos militares eran bastante jóvenes, pero Escipión tenía treinta y cinco años: si se había presentado voluntario al puesto era para dar ejemplo a otros nobles, puesto que nadie quería ir a la guerra de Hispania. Con esa edad y siendo hijo biológico de Emilio Paulo, el vencedor de Pidna, y nieto adoptivo del gran Escipión Africano, poseía ya suficiente prestigio como para que tanto los númidas como los cartagineses le pidieran que arbitrase en el conflicto.
Y así hizo Escipión. Al principio, Asdrúbal aceptó las condiciones: los cartagineses se resignarían a que Masinisa se quedase con el territorio conquistado, e incluso le darían doscientos talentos de plata inmediatamente y ochocientos más a plazos. Pero cuando el rey exigió además que le fueran entregados los caudillos desertores y sus seis mil jinetes, Asdrúbal se negó.
Aquello rompió las negociaciones. Mientras Escipión regresaba a Hispania con sus elefantes, Masinisa cercó a los cartagineses en el monte donde estaban acampados.
En aquellos parajes desolados no había nada que comer. Cuando agotaron sus provisiones, los cartagineses devoraron todo lo que tenían a mano. Primero cayeron las acémilas y después los caballos. Tanta hambre pasaban que llegaron a hervir los arneses de cuero para poder masticarlos y, como no tenían leña, usaron de combustible sus propios escudos. Para colmo, sin agua y bajo el sol, los muertos causaban una terrible pestilencia, ya que no podían tan siquiera sacarlos del campamento.
Cuando ya no soportaban más aquella situación infrahumana, los púnicos se rindieron sometiéndose a condiciones más duras que las que habían rechazado al principio. Además de entregar a los desertores, acordaron recibir de nuevo en Cartago a los agentes del rey, y darle a este una indemnización de cinco mil talentos pagadera en cincuenta años. Con un plazo tan largo, Masinisa estaba pensando en sus hijos y el futuro de su reino; a no ser que su salud y su longevidad le hubieran hecho creer que de verdad iba a vivir para siempre.
Los cartagineses, para colmo, tuvieron que soportar la humillación de pasar entre sus enemigos, vestidos tan solo con una túnica, y aguantar sus insultos y escupitajos. Como toda situación es susceptible de empeorar, mientras regresaban a la ciudad desarmados, Gulusa los atacó con un escuadrón de caballería y mató a muchos de ellos.
La victoria para Masinisa era total. Había destruido al ejército de Cartago y reducido su territorio a una estrecha franja pegada al mar, y para mayor satisfacción el acuerdo le permitía seguir extorsionando a su enemigo. Ahora que el tratado con la República había prescrito, Cartago se acababa de convertir en realidad en vasalla de Masinisa, no de Roma.
Eso era algo que, como ya hemos comentado, los romanos no podían consentir, de modo que inmediatamente empezaron a reclutar un ejército. Su pretexto para tomar represalias contra Cartago era que esta se había atrevido a declararle la guerra a Numidia sin pedir permiso a Roma. ¿Seguía en vigor en ese aspecto el tratado de paz de 201? Al parecer, los cartagineses pensaban que no y los romanos que sí. Nosotros no vamos a enfangarnos ahora en esa cuestión.
Por si acaso, los cartagineses enviaron una embajada a Roma para preguntar cómo podían evitar la guerra. Antes, con el objetivo de congraciarse al senado romano, condenaron a muerte a Asdrúbal y Cartalón como incitadores de la guerra contra Masinisa. El primero se salvó porque no llegó a presentarse en Cartago, sino que se hizo fuerte en la ciudad de Néferis con los restos del ejército y otros hombres que pudo reclutar. De Cartalón no se vuelve a saber nada en esta historia, así que es posible que le echaran el guante. En tales casos, el destino para un líder fracasado era la crucifixión.
En Roma, los senadores se hicieron los misteriosos. Si Cartago no quería guerra, respondieron, debía dar satisfacción al pueblo romano. Pero no explicaron en qué consistía esa satisfacción ni a los embajadores ni a los miembros de una segunda legación.
Mientras tanto, los preparativos bélicos seguían en marcha y los diplomáticos y los espías actuaban entre bambalinas. Útica, la segunda ciudad del territorio púnico, que distaba unos cuarenta kilómetros de Cartago, se pasó al bando romano. Teniendo en cuenta que medio siglo antes había sido el puerto elegido por Escipión para desembarcar en África, aquello suponía un presagio siniestro para los cartagineses.
A principios de 149 los senadores se reunieron en el Capitolio y aprobaron una declaración de guerra, que fue refrendada en los comicios por centurias. En contra de la costumbre, el senado no encomendó las operaciones a un solo cónsul, sino a los dos de aquel año. Manio Manilio, que hasta entonces había destacado más como orador y jurista que como general, mandaría las legiones, mientras que Marcio Censorino dirigiría la flota.
Eso demuestra que esta campaña no era la de Hispania y que había bofetadas para apuntarse. De hecho, no surgieron problemas para encontrar reclutas. El doble ejército consular, formado por más de cincuenta mil hombres, embarcó en una flota formada por cincuenta quinquerremes, cien naves de combate ligeras y un número indeterminado de barcos de transporte. Con ellos viajaba Escipión Emiliano, de nuevo con el puesto de tribuno militar.
Los cartagineses enviaron una nueva embajada a Roma. El senado dijo a los diplomáticos que, si entregaban como rehenes a trescientos niños de las mejores familias de la ciudad y obedecían el resto de sus instrucciones, Cartago conservaría su libertad y sus territorios. Fue una respuesta bastante cínica, puesto que la guerra ya estaba más que decidida.
Dispuestos a casi todo por evitar una contienda que sabían que estaban condenados a perder, los cartagineses obedecieron, eligieron a trescientos críos y los embarcaron para enviarlos a Lilibeo, en Sicilia, donde se hallaban los cónsules con sus tropas. Aquí el historiador Apiano da rienda suelta a su pluma y se extiende unas cuantas líneas describiendo cómo las madres se arrancaban los cabellos, se arañaban los pechos e incluso se arrojaban al agua nadando detrás del barco que se llevaba a sus hijos. Adornos retóricos aparte, lo cierto era que estaban entregando a aquellos niños como rehenes sin condiciones y sin saber si les iba a servir para algo.
Y, de momento, no sirvió. Los cónsules se limitaron a enviar a los trescientos chicos a Roma, y después zarparon de Lilibeo y desembarcaron en Útica.
Allí acudió una nueva legación cartaginesa. Manilio y Censorino los recibieron sentados en un alto estrado, rodeados de tribunos y legados. Para humillar todavía más a los embajadores, les obligaron a quedarse abajo, al otro lado de un cordón. Ante ellos, todo el ejército formaba con las armas relucientes como para un desfile.
Los cartagineses estaban dispuestos a ofrecerse en deditio in fidem, una rendición incondicional. Censorino les exigió que empezaran por entregar todas sus armas. Los embajadores preguntaron cómo se defenderían entonces de Asdrúbal, el general al que habían condenado a muerte, pues se hallaba acampado cerca de Cartago con un ejército de veinte mil hombres y suponía una amenaza para la ciudad. «Dejad que yo me encargue de Asdrúbal», respondió Censorino.
Los cartagineses no tuvieron otro remedio que aceptar. En la entrega del armamento ejerció de mediador Escipión Násica, que mantenía buenas relaciones con los púnicos. Un enorme convoy viajó de Cartago a Útica. Según las fuentes antiguas, aquellos carromatos llevaban dos mil catapultas de diversas clases y la friolera de doscientas mil panoplias; es decir, el equipo completo para armar a doscientos mil hombres.
El número de catapultas parece exagerado. El de panoplias es simplemente imposible. ¿Para qué querrían los cartagineses armar a doscientos mil hombres, un ejército que ni tenían ni habían tenido en su vida? Una posibilidad es que esa cifra se refiera a piezas individuales: yelmos, escudos, lanzas, corazas, etc. La otra, más sencilla, es que los romanos falsearan las cuentas para demostrar que la amenaza de Cartago era real (pensemos en ciertas «armas de destrucción masiva»).
En cualquier caso, los cartagineses entregaron a los romanos armas suficientes como para demostrar que su rendición iba en serio. Sin embargo, Censorino, que seguía un plan ya decidido, fue mucho más allá. «Abandonad Cartago —exigió—. Llevaos todo lo que queráis con vosotros y asentaos al menos a quince kilómetros del mar, pues hemos decidido arrasar vuestra ciudad hasta los cimientos».
Los embajadores acogieron estas palabras como era de esperar, arrastrándose por el suelo, rasgándose las vestiduras y arañándose el cuerpo. Expresiones que hoy día suenan tópicas, pero que en aquel entonces eran gestos que formaban parte del lenguaje corporal. Censorino, como si se dejara conmover, les dijo que no lo destruirían todo: al menos respetarían sus templos y sus tumbas, y les dejarían visitarlos de cuando en cuando.
Cuando los enviados regresaron a la ciudad, el adirim, el senado de Cartago, rechazó la propuesta. La reacción popular fue mucho más violenta: los senadores que habían aceptado entregar a los rehenes fueron despedazados por la multitud, al igual que muchos mercaderes itálicos que residían en Cartago o estaban de paso. La ira se mezcló con el miedo, la incredulidad y la consternación. Como cuenta Apiano:
Algunos increpaban a sus dioses por no haber sido capaces de defenderlos. Otros acudían a los arsenales y lloraban al verlos vacíos, o corrían a los muelles y gemían por las naves que habían entregado a aquellos hombres sin palabra. Había quienes llamaban a los elefantes por sus nombres como si siguieran allí, y se maldecían a sí mismos y a sus antepasados por no haber perecido espada en mano junto con su país en lugar de pagar tributo y renunciar a sus elefantes, sus barcos y sus armas. (BP, 92).
Pasado el primer estupor, todos se pusieron en acción con la presteza propia de aquella ciudad tan diligente y emprendedora. El adirim despachó emisarios a los cónsules para solicitar un armisticio de treinta días, con el fin de enviar una nueva embajada a Roma. En realidad, su único propósito era ganar tiempo. De puertas adentro, el adirim declaró la guerra. Como medida de emergencia, anuló la condena a muerte de Asdrúbal y le envió mensajeros a Néferis para pedirle que organizara las operaciones para defender Cartago desde el exterior con sus tropas.
Dentro de las murallas, nombraron jefe de las defensas a otro Asdrúbal, un individuo que tenía algo de sangre númida, pues era hijo de una hija de Masinisa. Asimismo, se decretó la libertad para los esclavos que defendieran su ciudad. Con el fin de reemplazar las armas que habían entregado, los templos y edificios públicos se convirtieron en talleres y herrerías donde hombres y mujeres trabajaban y comían juntos por turnos, en una muestra de auténtica economía de guerra.
Pensar en las cartaginesas trabajando en aquellos talleres evoca lo que ocurrió en Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, y la influencia que eso tuvo en la segunda fase del movimiento de liberación femenino. Demostrando su compromiso con la patria, muchas mujeres se cortaron los cabellos para que los ingenieros los utilizaran en los mecanismos de torsión de las catapultas.
PRIMEROS ASALTOS
Pasados unos días, el doble ejército consular se puso en marcha hacia Cartago. Cuando los cónsules pidieron ayuda a Masinisa, este respondió con ciertas reservas, diciéndoles que les enviaría refuerzos en cuanto le diera la impresión de que los necesitaban. Estaba muy molesto con Roma. Desde su punto de vista, era comprensible. Tras décadas provocando y hostigando a los cartagineses, cuando por fin había conseguido sacarlos al campo de batalla y derrotarlos, llegaban los romanos con la mano abierta para recoger la fruta madura que estaba a punto de caer.
En este punto de su relato, Apiano hace una descripción de Cartago que viene muy bien para comprender mejor cómo transcurrió el asedio. La ciudad estaba construida sobre un promontorio unido al resto del continente por un istmo de unos cinco kilómetros de anchura. Tanto el istmo, situado al oeste, como la parte sur de la ciudad estaban protegidos por una triple fortificación, con torres de vigilancia de cuatro pisos repartidas a intervalos de sesenta o setenta metros. La muralla en sí medía quince metros de alto y tenía diez de espesor. Por su interior corrían dos series de bóvedas formando dos pisos. En el inferior había establos para trescientos elefantes y en el superior, cuadras para cuatro mil caballos, amén de almacenes para el pienso y el forraje de ambas especies.
Por el norte y el este, donde la ciudad limitaba con el mar, la muralla era simple, pero de altura igualmente imponente. En el rincón sureste se abría un entrante natural que se podía bloquear con una cadena y que daba paso al Cotón, un complejo formado por dos puertos. El primero era rectangular y de uso comercial, mientras que el segundo era circular y daba servicio a los barcos militares. En el centro de este último había una pequeña isla con hangares cubiertos que podían albergar hasta doscientas veinte naves.
Únicamente había un punto en las defensas que podía calificarse como «débil». Al sur, entre el lago de Túnez y la entrada del puerto, se extendía una lengua de tierra de cien metros de anchura. En ese sector el muro no era triple, sino simple, y estaba más descuidado.
Pese a estos formidables baluartes, cuando los romanos llegaron ante la ciudad pensaron que no tardarían en tomarla. Tenían sus buenas razones: los cartagineses habían entregado sus armas y la mayor parte de lo que podía considerarse su ejército se encontraba con Asdrúbal en Néferis. Todo les hacía pensar que la población se hallaba aterrorizada y desmoralizada.
Sin aguardar más, ambos cónsules atacaron a la vez, Manilio por el istmo y Censorino por el supuesto punto débil con barcos y hombres de a pie. El asalto, cuyo propósito era poner a prueba las defensas, fue más una tentativa que una ofensiva de verdad. Para sorpresa de los romanos, los cartagineses los rechazaron con más brío del previsto.
Cuando un segundo asalto más en serio también fracasó, los cónsules decidieron construir dos campamentos, uno a orillas del lago y otro en el istmo. Puesto que no traían suficientes máquinas de guerra, enviaron partidas de hombres para traer madera.
Mientras tanto, el Asdrúbal que mandaba las tropas del exterior trajo a sus soldados al otro lado del lago y se dedicó a hostigar a los romanos. El comandante de su caballería, Himilcón Fámeas, atacó a los hombres que buscaban leña y provocó una escabechina en la que cayeron quinientos del bando romano. A partir de ese momento, las partidas de leñadores y forrajeadores tuvieron que andar con mucho más cuidado.
Tras un tercer asalto fallido, los cónsules ordenaron construir dos arietes de tamaño descomunal. Los artefactos de ese tipo se protegían con un mantelete construido a modo de tejado de madera a dos aguas y cubierto con pieles empapadas para evitar el fuego. Dentro de cada mantelete había un tronco gigantesco colgado de cadenas que servía para balancearlo y darle más impulso en el choque.
Los dos arietes eran tan grandes que los romanos tuvieron que rellenar parte del lago para llevarlos hasta la muralla. Allí empezaron a batir una y otra vez contra los sillares de la pared exterior, hasta que consiguieron abrir una brecha y a través de ella tuvieron el primer atisbo del interior de la ciudad.
Los cartagineses acudieron a proteger aquel hueco en sus defensas y tras una encarnizada lucha consiguieron rechazar el ataque en las últimas horas de la tarde. Durante la noche, mientras trataban de reparar los daños a toda prisa, una partida de guerreros salió en la oscuridad con la intención de prender fuego a los arietes. Aunque no los destruyeron del todo, lograron dejarlos inservibles por un tiempo.
En cuanto amaneció, los romanos vieron que todavía quedaban grietas abiertas en la muralla y lanzaron una ofensiva. Fue demasiado precipitada, porque la abertura no era lo bastante grande para que se introdujeran en gran número. Los soldados que entraron se vieron rodeados y, al mismo tiempo, acribillados por todo tipo de proyectiles desde los edificios aledaños. Cuando se retiraron a toda prisa y en desorden, quienes les cubrieron las espaldas fueron los hombres del tribuno Escipión Emiliano.
Esta fue la primera ocasión en que Escipión destacó durante el asedio, pero no sería la última. Sin dudar de sus virtudes militares, hay que recordar que la fuente principal de la que bebe este relato es Polibio, que había sido su tutor y que era íntimo amigo suyo. Aunque los libros de Polibio relativos a la Tercera Guerra Púnica nos hayan llegado reducidos a fragmentos, su influencia es evidente en Apiano y los demás autores. Eso explica que el foco alumbre tan a menudo a Escipión cuando, como en toda campaña de esta magnitud, es inevitable que destacaran asimismo muchos otros centuriones, tribunos y soldados.
Poco después, tras meses de estar ausente del cielo, reapareció Sirio, la estrella del perro. Su orto helíaco marcaba la canícula, la época más calurosa del año. El cónsul Censorino había levantado su campamento junto a la laguna, que en verano se infestaba de mosquitos. Para colmo, los muros de Cartago eran tan altos que impedían que llegara la brisa marina y saneara el aire, de modo que Censorino tuvo que trasladarse a la lengua de tierra que separaba la laguna de las aguas del golfo de Cartago, y ordenó que la flota amarrara en las cercanías.
Los defensores cartagineses, demostrando su ingenio, subieron decenas de barcas al parapeto que protegía el puerto, las ataron con sogas y las descolgaron por fuera en un tramo de muralla que quedaba fuera de la vista de Censorino y sus hombres. Una vez en el agua, las llenaron de ramas secas, azufre y pez y las remolcaron a lo largo del muro. Cuando los botes aparecieron ante la vista del enemigo, sus tripulantes izaron las velas. Aprovechando que el viento soplaba hacia la flota romana, se arrojaron al agua y dejaron que las barcas siguieran solas su camino. Mientras tanto, los hombres de las murallas dispararon flechas incendiarias contra los botes y los convirtieron en auténticos brulotes que, al chocar contra las naves romanas varadas, prendieron fuego a muchas de ellas.
Habían pasado ya varias semanas. La campaña que tan fácil se imaginaban los romanos prometía alargarse. Censorino tuvo que regresar a Roma para presidir las elecciones consulares del año 149. Manilio, que quedó como único general a cargo de la expedición, reforzó su campamento con un muro y construyó un fuerte junto al mar para proteger los barcos.
Durante este tiempo, no dejaron de sufrir el acoso de los jinetes de Himilcón Fámeas. La caballería, limitada a la hora de chocar contra tropas de infantería en formación cerrada, era el arma perfecta para perseguir y cazar a las patrullas que buscaban leña o forraje.
Para evitar estas incursiones, Manilio decidió asestar un golpe de mano. Con la característica agresividad romana, el cónsul lanzó un ataque contra el campamento de Asdrúbal, que estaba en Néferis, a unos quince kilómetros al suroeste de Cartago. Escipión, aunque lo acompañó, manifestó su desaprobación, ya que había que atravesar una zona que era prácticamente un desfiladero y las alturas las ocupaba el enemigo.
Al llegar a la vista del cuartel de Asdrúbal, los romanos comprobaron que tenían que bajar un declive, atravesar un río y después cargar cuesta arriba. Escipión volvió a desaconsejarlo. Cuando los demás tribunos se burlaron de su excesiva prudencia, propuso que al menos levantaran un campamento al que pudieran retirarse si las cosas iban mal. Esta segunda sugerencia, que no era más que el abecé del manual del buen legionario, también fue desdeñada.
Los romanos cruzaron el río y se enzarzaron en una sangrienta refriega contra el enemigo. Al cabo de un rato, Asdrúbal, que sí tenía un campamento fortificado a sus espaldas, se retiró. Por su parte, las tropas de Manilio recularon hacia el río en formación. Pero cuando llegó el momento de vadear la corriente no les quedó otro remedio que separarse por grupos. En ese momento, la caballería de Asdrúbal atacó y mató a muchos hombres; entre otros, a tres de los tribunos que habían tildado a Escipión de timorato.
Escipión, por su parte, se destacó de nuevo aquel día protegiendo la retirada de sus compañeros con dos escuadrones de caballería. Pero sus gestas no quedaron allí. Cuando estuvieron al otro lado del río, lejos del alcance de los enemigos, los soldados de Manilio comprobaron que cuatro de sus unidades se habían quedado rezagadas. Al ver que tenían cortada la retirada, aquellos hombres se habían refugiado en una colina.
Eran entre quinientos y dos mil legionarios, según interpretemos el término speîrai de Apiano como manípulos o como cohortes. En cualquier caso, demasiados como para abandonarlos a su suerte. Sin embargo, la mayoría de sus compañeros, desmoralizados por los reveses anteriores, preferían darlos por perdidos antes que arriesgarse a entablar un nuevo combate.
Escipión, que hasta ese momento no había hecho más que aconsejar prudencia a los demás, aseguró que llegada una emergencia como aquella ya no era momento de deliberar, sino de actuar con intrepidez, pues corrían peligro muchos camaradas y estandartes. Aquí Apiano, como todos los autores antiguos, incide en la importancia de los símbolos militares, reflejando la devoción que sentían por ellos los soldados.
Tras elegir voluntarios de la caballería, Escipión les ordenó que cogieran raciones para dos días (en eventualidades similares, cuando se preveía que no podrían cocinar, el alimento elegido era el buccellatum, una especie de bizcocho o pan seco). Después cruzó el río de nuevo, tomó una colina cercana a aquella en la que se defendían sus compañeros y no tardó en poner en fuga a los hombres de Asdrúbal que los sitiaban. La salvación de aquellas cuatro unidades fue la única buena noticia de aquella jornada, que terminó con el propio Escipión parlamentando con Asdrúbal para que le devolviera los cadáveres de los tribunos caídos.
A principios del año 148, cuando las noticias de los últimos contratiempos llegaron a Roma, el senado decidió recurrir a la ayuda de Masinisa, a quien hasta entonces habían tenido postergado. Pero este acababa de morir, a los noventa años. A lo largo de una vida tan activa había tenido tantos hijos que, incluso con los elevados porcentajes de mortalidad infantil de la época, siempre habían vivido simultáneamente al menos diez de ellos.
Tres de sus vástagos eran legítimos: Micipsa, Gulusa y Mastanábal. Al menos, según el punto de vista de los historiadores romanos; es posible que más que legítimos debamos considerarlos hijos de las esposas o concubinas favoritas. En cualquier caso, el último deseo de Masinisa era que, debido a los viejos vínculos de amistad y hospitalidad que había mantenido con el abuelo de Escipión Emiliano, este fuera el albacea de su testamento y se encargara de repartir el reino entre sus tres herederos.
Así pues, Escipión tuvo que ausentarse del campamento romano durante unos días para viajar a Cirta, donde se hallaba la corte real de Numidia. Cuando llegó, Masinisa ya llevaba tres días muerto.
Sobre lo que ocurrió con sus hijos y demás descendientes hablaremos con detenimiento más adelante, ya que fue el origen de otra guerra en la que los romanos se involucraron mucho más de lo que habrían deseado. Por el momento, baste con saber que Escipión organizó todo como quería Masinisa o como pensó que mejor convenía a Roma. Terminadas las gestiones, convenció a Gulusa, el más belicoso de los tres hermanos, para que lo acompañara a Cartago con tropas de refuerzo.
Cuando Escipión apareció de regreso con Gulusa, su prestigio entre la tropa creció todavía más. Gracias a los escuadrones de caballería númida y a sus unidades de infantería ligera, que eran capaces de aguantar el paso de los caballos, los romanos lograron acabar con las correrías de Himilcón Fámeas.
En la primavera, sabiendo que estaba a punto de llegar un nuevo cónsul, Manilio decidió resarcirse de su primer fiasco y atacó de nuevo el campamento de Asdrúbal en Néferis. En esta ocasión llevó comida para quince días y rodeó a su enemigo con una zanja y una valla, tal como debió hacer antes. Pero no consiguió nada y se retiró cuando se les acabaron las provisiones, con tanto descrédito como antes.
El único que sacó provecho de aquella operación fue, de nuevo, Escipión Emiliano, que consiguió que Himilcón Fámeas desertara con más de dos mil hombres. En casos como este, igual que había sucedido con las tropas de Gulusa, se establecía un vínculo personal entre patrón y cliente que, si bien resultaba beneficioso para Roma, aumentaba sobre todo el prestigio de Escipión.
Aprovechando el momento, Escipión, con permiso de Manilio, decidió regresar a Roma y presentar allí a Fámeas como nuevo aliado. Antes de embarcar, miles de soldados lo aclamaron en el puerto y le pidieron que regresara a África como cónsul, ya que estaban convencidos de que únicamente él podía acabar bien con aquel asedio.
Sin duda, se había convertido en el hombre del momento, por lo que no está de más que centremos nuestra mirada en él. Escipión era hijo de Emilio Paulo, el vencedor de Pidna, de modo que el nombre que recibió en su dies lustralis fue Lucio Emilio Paulo. A los pocos años su padre se lo entregó en adopción a Publio Cornelio Escipión, primogénito del vencedor de Zama, un hombre de mala salud que no había tenido hijos de su esposa.
La adopción era una práctica muy frecuente en Roma. Cuando un varón no tenía descendencia, adoptar al hijo de otro matrimonio era un modo de asegurar que no se perdiera el nombre de la familia y que los dioses domésticos siguieran recibiendo culto.
El procedimiento ritual era complicado y al mismo tiempo peculiar. El padre biológico llevaba a cabo una venta ficticia de su hijo hasta tres veces. En las dos primeras, el adoptante compraba literalmente a su nuevo hijo, después lo manumitía y el niño regresaba a la patria potestad de su padre.
Cuando se producía la tercera venta, según el código de las Doce Tablas («Si un padre vende tres veces a su hijo como esclavo, el hijo quedará libre del padre»), el hijo quedaba definitivamente emancipado de su progenitor. Entonces el adoptante lo reclamaba, y a partir de ese momento pasaba a formar parte de su familia y recibía su nombre, añadiendo como cognomen el apellido de su familia biológica más el sufijo -anus. De este modo, el hijo de Emilio Paulo pasó a llamarse Publio Cornelio Escipión Emiliano.
A todos los efectos, un hijo adoptado era igual que uno carnal. Sin embargo, solía mantener la cognatio o lazo de sangre con su familia biológica. En el caso de Escipión Emiliano, él y su hermano, que había sido adoptado por Fabio Máximo, acompañaron a su padre en la batalla de Pidna, demostrando las buenas relaciones que existían entre ellos.
Esas relaciones se mantendrían toda la vida. Cuando Emilio Paulo murió, legó su fortuna a los dos hijos que había entregado en adopción, puesto que los otros dos nacidos de su segundo matrimonio habían muerto siendo niños. Escipión Emiliano renunció a su parte y se la entregó a su hermano natural Máximo Emiliano, a quien siempre estuvo muy unido.
Por herencia tanto de su familia natural como de la adoptada, y también por su viaje a Grecia, Escipión Emiliano fue siempre un gran amante de la cultura griega. Ya hemos comentado que fue alumno y amigo de Polibio, pero cultivó asimismo la amistad de otros intelectuales como el filósofo Panecio o los poetas Terencio y Lucilio.
Aunque podía pasar horas concentrado estudiando textos griegos, Escipión era también un gran amante de la caza y el ejercicio físico, y no vacilaba a la hora de pasar a la acción. Lo demostró durante su primer mando como tribuno en Hispania, donde mató en duelo singular a un cacique nativo y fue el primero en escalar la muralla de la ciudad de Intercacia.
Gracias a esa variedad de facetas, Escipión Emiliano se convertiría en modelo de conducta para personas de muy diferente talante. Lo fue para Cicerón, un intelectual sin nervio físico alguno; admiraba tanto como orador a Escipión que lo convirtió en personaje de varias de sus obras literarias. O para Cayo Mario, prototipo de militar chapado a la antigua que desdeñaba la cultura griega. Mario sirvió como tribuno de Escipión en Numancia e imitó toda su carrera, sus doctrinas, su disciplina férrea y su manera de inspirar a los soldados compartiendo sus peligros y sus penalidades.
Escipión no aplicó su intelecto privilegiado únicamente a cuestiones teóricas, sino que lo empleó con gran habilidad en el arte de la política. Las manifestaciones de apoyo de los legionarios que lo despidieron en el puerto eran en parte espontáneas y en parte orquestadas por él, y lo mismo podríamos decir de los cientos o miles de cartas que enviaron los soldados y oficiales del ejército a sus familiares en Roma poniendo a Escipión por las nubes. Todo estaba encaminado a un fin: conseguir el consulado y el mando del ejército africano.
Únicamente se le oponía un obstáculo, que no era baladí: todavía le faltaban cinco años para cumplir cuarenta y dos, la edad legal para ser cónsul, y además no había sido ni edil ni pretor, los peldaños anteriores del cursus honorum. Pero si su abuelo adoptivo había sorteado esas dificultades siendo incluso más joven, ya encontraría él alguna manera de hacer lo mismo.
Durante el resto del año 148, el asedio de Cartago no ofreció resultados espectaculares. Ni el nuevo cónsul Pisón ni su lugarteniente Mancino eran grandes generales. Ambos habían cosechado más derrotas que victorias durante su carrera previa en Hispania. Ahora que estaban en África, viendo que el asalto a las murallas de Cartago se antojaba imposible, intentaron tomar las ciudades de Aspis y de Hipagreta, y también fracasaron.
Roma seguía perdiendo prestigio a raudales, hasta el punto de que un tal Andrisco, supuesto hijo del rey macedonio Perseo, derrotó al ejército del pretor Publio Juvencio y se autoproclamó rey de Macedonia con el nombre de Filipo. En pleno asedio, Cartago aprovechó para firmar una alianza con este personaje.
Ahora, con el privilegio de mirar hacia atrás, el curso de la historia nos suele parecer inevitable (para una visión radicalmente opuesta, recomiendo leer el interesantísimo libro El cisne negro o el efecto de lo altamente improbable, de Nassim Taleb). Pero en aquel momento, las legiones romanas estaban demostrando ser muy inferiores a las que habían vencido en Zama, Cinoscéfalos o Pidna ¿Qué impedía a los pueblos tantas veces humillados hacerse ilusiones y soñar con que el odiado conquistador estuviera a punto de hundirse?
La percepción del presente siempre es más confusa que la del pasado, lógicamente. Desde que puedo recordar, he oído predecir la inminente caída de Estados Unidos. No obstante, pese a reveses, errores y momentos muy difíciles (pensemos que al final del mandato de Carter el prestigio del país se arrastraba tanto como el de Roma en el año 148 a.C.), Estados Unidos todavía se mantiene como potencia hegemónica. Ahora bien, ¿qué ocurrirá en el futuro? Como siempre, acertarán quienes emitan su oráculo a toro pasado, un privilegio de los historiadores.
LA CAMPAÑA DE ESCIPIÓN
Mientras en Cartago se combatía sin fruto alguno, en Roma todos opinaban que Escipión era el hombre del momento. Incluso antes de su regreso a la ciudad, un enemigo tradicional de su clan como Catón el Viejo lo había elogiado en público. Curiosamente, pese a sus prejuicios antihelenos, Catón escogió para hacerlo unos versos de Homero donde alababa al adivino Tiresias: «Solo él posee sabiduría y razón, los demás son sombras fugaces».
Cuando Escipión llegó a Roma, Catón ya había muerto a la respetable edad de ochenta y cinco años. No tan viejo como Masinisa, pero con él también desaparecía uno de los últimos supervivientes de la Segunda Guerra Púnica.
Por la edad de Escipión, treinta y seis o treinta y siete años, y por los cargos que había desempeñado, su siguiente paso en la carrera política era presentarse a edil curul, y eso fue lo que hizo. Pero cuando llegó el día en que los comicios por centurias debían elegir a los dos nuevos cónsules, los ciudadanos se saltaron las normas y lo votaron en masa a él.
Era algo irregular se mirara como se mirara. Como ya hemos comentado, Escipión no tenía la edad requerida ni había pasado antes por los cargos inferiores. Pero lo más llamativo era que su nombre ni siquiera estaba en la lista de candidatos.
He utilizado el término «irregular», y no «ilegal». Pues en Roma la legalidad se basaba en la costumbre y solía supeditarse a un hecho: pese a que por muchas razones el régimen de la República no podía definirse como una democracia, lo cierto es que las asambleas del pueblo eran soberanas prácticamente para todo. Y ahora la asamblea por centurias se había empeñado en nombrar cónsul a Escipión.
Cuando Postumio Albino, el cónsul en ejercicio que presidía las elecciones, trató de convencer a los votantes de que así no se podía actuar, un tribuno de la plebe amenazó con anular todo el proceso electoral si no se respetaba la voluntad del pueblo. Ante este callejón sin salida, el senado permitió a los tribunos que durante un año anularan la lex Villia Annalis que fijaba la edad mínima para cada cargo.
El otro cónsul electo era Livio Druso, que también ambicionaba el mando de las tropas de África. Cuando propuso que el nombramiento se sorteara como era habitual, un tribuno, probablemente el mismo de antes, volvió a saltarse a la torera las costumbres y presentó ante la asamblea la asignación de las provincias, que hasta entonces había sido monopolio del senado, al igual que toda la política exterior.
Como cabía esperar desde el principio, fue Escipión quien recibió el mando. Además, se le permitió rellenar las bajas del ejército de África con reclutas y alistar a todos los voluntarios que se presentaran.
En cierto modo, la carrera de Escipión anticipaba la de su tribuno en Numancia, Cayo Mario, que cuarenta años después obtuvo el mando de una provincia del mismo modo, por votación de la asamblea popular. Pero no conviene extrapolar demasiado, pues en el año 148 no sucedió nada que pudiera definirse como «revolucionario». Mientras que Mario les echó más de un pulso a los demás senadores, para quienes él no era más que un advenedizo, Escipión, vinculado con dos poderosas familias, gozaba de mucho predicamento entre los patres conscripti.
Leyendo las fuentes antiguas, da la impresión de que lo ocurrido pilló por sorpresa a Escipión, quien se resignó modestamente a aceptar la voluntad del pueblo romano y ejercer de salvador de la patria. Pero es obvio que no hubo nada de improvisado en su elección como cónsul. Había realizado una hábil campaña que empezó con sus actuaciones como tribuno en Cartago y que continuó con el diluvio de cartas que llegaban del ejército de África, aquel peculiar mailing que durante varios meses invadió Roma.
Escipión y sus refuerzos tuvieron que entrar en acción el mismo día que llegaron a Cartago. Mancino, que mandaba la flota, había aprovechado un punto débil para tomar parte de la muralla. Pero luego se quedó aislado en las alturas de un parapeto asomado a un barranco, con quinientos soldados y tres mil marineros, y sin provisiones. Después de pasar una noche muy apurada, Mancino y sus hombres se vieron rodeados por los defensores y formaron un círculo defensivo, una maniobra desesperada. Cuando ya estaban a punto de ser arrojados desde lo alto, la flota de Escipión apareció a la vista.
El nuevo cónsul podría haber aprovechado aquella brecha en las defensas para lanzar un asalto. Pero sabía que era prematuro: todavía tenía que moldear al ejército para convertirlo en una herramienta de su voluntad. De modo que se limitó a rescatar del aprieto a los soldados y marinos de Mancino, y después evaluó la situación.
La disciplina de las legiones que le entregó Pisón dejaba mucho que desear. Seguramente ya era mediocre en el año 149, cuando Escipión sirvió como tribuno con Manilio. Pero entonces no podía hacer nada, mientras que ahora poseía el imperium de un cónsul de Roma y podía actuar con la contundencia que había heredado de su padre biológico, un hombre de carácter muy fuerte.
Para empezar, Escipión limpió el campamento expulsando a prostitutas, vendedores ambulantes y muchos supuestos voluntarios que se habían adherido a las legiones con el único propósito de conseguir botín. Todos aquellos que no eran militares tuvieron que abandonar el campamento ese mismo día. Tan solo se les permitiría venir a vender comida, y con la condición de que fuese apropiada para el ejército. Es decir, trigo sin moler, queso, panceta: nada de manjares refinados que solo servían para engordar el estómago y debilitar el espíritu.
A los demás, Escipión los increpó con la misma dureza que sabía usar Emilio Paulo en sus discursos: «¡Parecéis más ladrones que soldados, más fugitivos que guardianes y más mercachifles que conquistadores! Os estáis dedicando a buscar lujos en mitad de una guerra cuando todavía no habéis vencido. Pero yo no he venido aquí a robar, sino a conquistar, ni a pedir dinero antes de vencer, sino a derrotar al enemigo».
Cuando juzgó que sus tropas ya estaban preparadas, Escipión lanzó un asalto nocturno contra Megara, un barrio muy populoso situado en la parte norte de la ciudad. Al mismo tiempo que otras unidades llevaban a cabo una maniobra de distracción atacando en el sector sur, Escipión y los hombres que había elegido corrieron hacia la muralla. Mientras los defensores empezaban a dispararles desde arriba, los romanos descubrieron que junto al muro se levantaba una torre que pertenecía a un ciudadano privado y que posiblemente fuese un monumento funerario.
Al ver que la torre estaba vacía, unos cuantos voluntarios se encaramaron a ella, saltaron sobre el adarve de la muralla y rechazaron a los defensores. Después abrieron las puertas para que Escipión entrara con cuatro mil hombres. La historia de esta torre, con esa mezcla de casualidad e incompetencia —¿por qué no la habían derribado o puesto una guarnición en ella?—, suena perfectamente verosímil.
Los defensores de aquel sector de la muralla, presos de pánico, se retiraron hacia el sur, a la ciudadela de Birsa. Pero Escipión no llegó a aprovechar la cabeza de puente que acababa de tender. Dentro ya de Cartago, él y sus hombres se encontraron atravesando una zona de huertos, jardines y setos que dibujaban un auténtico laberinto. Temiendo que sus tropas se dispersaran y extraviaran de noche en una ciudad poblada por cientos de miles de enemigos, ordenó la retirada.
A esas alturas del asedio, el general que dirigía las defensas era el Asdrúbal que había estado acampado en Néferis. Había obtenido el cargo convenciendo a los cartagineses de que el otro Asdrúbal, nieto de Masinisa, era un traidor, por lo que lo habían linchado.
Rabioso por el asalto de la noche anterior, Asdrúbal subió a la muralla a los prisioneros romanos y, ante la vista de sus compañeros de armas, los torturó sacándoles los ojos, cortándoles la lengua, despellejándolos vivos y arrojándolos finalmente al vacío. Aparte de crueldad, había algo de cálculo en sus actos: de esa forma, los cartagineses comprenderían que la rendición ya no era una opción, puesto que los romanos querrían vengarse por lo sucedido.
Por su parte, Escipión decidió apretar las clavijas a los sitiados. Para ello, pasó el resto del verano fortificando el istmo con zanjas sembradas de estacas puntiagudas, un terraplén con torres de vigilancia y una atalaya de cuatro pisos en el centro desde la que se controlaba todo. A partir de ese momento, ya no podía entrar nada por tierra (lo que nos hace pensar que el asedio hasta entonces no había sido lo bastante estricto).
Sin embargo, los defensores todavía recibían suministro por mar. Como ya vimos, Cartago tenía dos puertos, uno militar al norte y otro comercial al sur. Era este el que tenía salida al mar, una bocana de poco más de veinte metros de anchura. Para cegarla, los hombres de Escipión arrojaron piedras pesadas al fondo con la intención de usarlas de cimiento sobre el que levantar un terraplén.
Como respuesta, los cartagineses excavaron otro canal más al norte para unir el puerto militar con el mar, una obra que llevaron a cabo en el mayor secreto y en la que participaron mujeres y niños. Asimismo a escondidas, reciclaron toda la madera que pudieron para construir trirremes y quinquerremes. Según Frontino, como les faltaba esparto usaron de nuevo los cabellos de sus mujeres para trenzar las jarcias (Estr., 1.7.3). Aunque puede que se hayan mezclado dos historias, tampoco es imposible, pues habían pasado ya dos años desde que recurrieron por primera vez a sus cabelleras para fabricar las catapultas.
Cuando llegó el día en que las naves estuvieron listas, los cartagineses abrieron el nuevo canal al amanecer, y una flota de cincuenta trirremes salió del puerto acompañada por muchas otras naves de guerra de menor tamaño.
Aquella súbita aparición pilló por sorpresa a los romanos. Si los cartagineses hubieran atacado entonces a la flota de Escipión, podrían haberla destruido, pues sus dotaciones estaban ocupadas en las obras de asedio y el combate en la muralla. Pero se limitaron a desplegarse y navegar como si hicieran una exhibición, y pasado un rato volvieron a entrar al puerto. Aunque Apiano no explica por qué actuaron así, es muy posible que las tripulaciones necesitaran unos días de adiestramiento para dominar aquellos barcos nuevos. Hace unos años, los experimentos del trirreme Olympias demostraron que coordinar a los remeros de una nave de guerra antigua era una tarea muy complicada que requería un tiempo de práctica.
Tres días después, la flota púnica volvió a salir y se libró una batalla naval en las aguas cercanas a la ciudad. Durante varias horas el resultado fue incierto. Mientras los trirremes y quinquerremes de ambos bandos intentaban abordarse y hundirse con los espolones, los botes de los cartagineses se arrimaban a los barcos romanos para hostigarlos como tábanos, tratando de taladrar sus cascos y romper sus remos y timones.
Por fin, cuando empezó a caer la tarde, los cartagineses decidieron refugiarse de nuevo en el puerto y probar suerte otro día. En primer lugar, se retiraron las embarcaciones pequeñas, protegidas por las naves de guerra. En ese momento, se demostró que a los tripulantes les faltaba pericia o les sobraba miedo. Las barcas empezaron a chocar entre sí, sus remos y sus jarcias se enredaron y se organizó un tremendo tapón en la bocana. Los navíos de guerra cartagineses, viendo que no podían pasar por ese cuello de botella, se dirigieron hacia un muelle exterior, construido al pie de las murallas para los barcos que no cabían en el puerto. Al llegar allí, amarraron los barcos con las proas y los espolones apuntando hacia fuera. La flota romana aprovechó para atacar y se entabló una segunda batalla igual de reñida que la primera. Al principio la suerte fue pareja, pero cuando cayó la noche y los trirremes púnicos se retiraron por fin al puerto, habían sufrido muchas más bajas que la flota romana.
Escipión se había fijado en aquel muelle exterior, y pensó que ofrecía una buena base de operaciones. Al día siguiente, sus tropas se apoderaron de él e instalaron catapultas y arietes con los que se dedicaron a golpear y batir la muralla.
Por la noche los defensores volvieron a demostrar su audacia y su ingenio con un nuevo contraataque. Un nutrido grupo de cartagineses salió nadando del puerto. Iban sin armas y prácticamente desnudos, tan solo provistos de antorchas que llevaban apagadas para no ser descubiertos y de bolsas impermeables con material para prender fuego.
Cuando llegaron al muelle, encendieron las teas y se dedicaron a quemar las máquinas de guerra. A la luz de sus propias llamas y sin ropa ofrecían un blanco fácil. Sin embargo, pese a la lluvia de flechas y lanzas que cayó sobre ellos, aguantaron sin emprender la huida y consiguieron destruir los artefactos enemigos.
Gracias al heroísmo de aquellos hombres, los cartagineses pudieron reparar la muralla. Pero Escipión era más tozudo que ellos y ordenó construir nuevas máquinas. Tras reconquistar el muelle, levantó allí un muro, una obra que no terminó hasta el otoño de 147. Cuando estuvo finalizado, sus hombres dominaban la nueva entrada al puerto.
Durante el invierno, Escipión se dedicó a tomar las pocas ciudades que todavía ayudaban a Cartago. También, con la ayuda de la caballería númida de Gulusa, derrotó al ejército que seguía acampado en Néferis. Con todo eso, a finales de año, Cartago se había quedado sin aliados y completamente aislada del mundo exterior.
Los cónsules elegidos para el año 146 fueron Cneo Cornelio Léntulo y Lucio Mumio. Pero Escipión mantenía sus influencias en el senado y no tuvo ningún problema para que le prorrogaran el mando sobre el ejército de África. Cuando terminó el invierno, decidió que la presa estaba madura. Había llegado el momento de lanzar la ofensiva final.
Asdrúbal, sospechando por dónde vendría el ataque principal, ordenó prender fuego a los almacenes y hangares que rodeaban el puerto comercial. Pero durante la noche, un destacamento mandado por Cayo Lelio, amigo personal de Escipión, logró entrar en el puerto militar y lo tomó.
A esas alturas, los defensores se encontraban tan debilitados por el hambre que apenas opusieron resistencia. Los romanos se abrieron paso hasta el Ágora, se apoderaron de ella y pasaron la noche allí. Por la mañana, Escipión trajo cuatro mil soldados más y se dirigió con ellos hacia la ciudadela de Birsa.
Por el camino, los hombres de Escipión se encontraron con el templo del dios Reshef, al que los romanos identificaban con Apolo. Entre la estatua del dios y otros adornos había allí más de treinta toneladas de oro. Los soldados entraron en el santuario, desenvainaron las espadas y se dedicaron a arrancar a tajo limpio las piezas de oro batido, haciendo caso omiso de las órdenes de sus oficiales. Pese a que Escipión era un general que sabía mantener una disciplina de hierro, lo que ocurrió en el templo demuestra cuáles eran las prioridades de los soldados y lo difícil que resultaba controlarlos en plena acción.
El último asalto se dirigió contra Birsa, que estaba unida a la plaza principal por tres calles a cuyos lados se alzaban edificios de hasta seis plantas. Desde el punto de vista antiguo, esas avenidas eran amplias, pero medían tan solo entre cinco y siete metros de anchura y pronto se convirtieron en ratoneras para los atacantes. Los moradores de aquellos bloques y otros defensores que se habían refugiado en ellos empezaron a arrojar una lluvia de proyectiles, tejas y piedras sobre las cabezas de los romanos.
La batalla se convirtió en una auténtica operación de guerrilla urbana. Para seguir avanzando, los hombres de Escipión se vieron obligados a tomar casa por casa, y cuando llegaban al tejado de un bloque tendían planchas de madera para cruzar al edificio de enfrente y seguir combatiendo. Miles de personas luchaban y morían en las calles, las escaleras, las viviendas y los terrados de aquellos bloques, y había cuerpos de romanos y cartagineses por igual cayendo al vacío y aplastándose contra el pavimento o ensartándose en las lanzas de los que combatían abajo.
Por fin, los romanos lograron controlar la zona. Para despejar el acceso a la ciudadela y traer las máquinas, Escipión ordenó prender fuego a las casas. Las escenas que siguieron a continuación fueron aterradoras. Aunque Apiano da lo mejor de sí describiéndolas, prefiero ahorrar a los lectores los detalles más truculentos. Los romanos se dejaron llevar por la sed de sangre típica de los sitiadores que tomaban una ciudad y descargaron meses de frustración contra sus defensores, masacrando a hombres, mujeres y niños por igual.
Los romanos cerraron el cerco sobre Birsa, el último reducto, y aguardaron. Seis días más tarde, una comitiva con ramas de olivo salió de la ciudadela. Aquellos suplicantes dijeron a Escipión que los supervivientes se rendirían si les perdonaba la vida, y él aceptó. Poco después, cincuenta mil personas entre hombres y mujeres abandonaron Birsa.
No obstante, todavía quedaban dentro novecientos desertores del ejército de Escipión, pues este se había negado a concederles clemencia. Desesperados, aquellos hombres se refugiaron en el lugar más alto de la ciudadela, el templo de Eshmún (Esculapio para los romanos), un lugar casi inaccesible al que se llegaba por una estrecha y empinada escalera de sesenta peldaños.
Asdrúbal estaba con ellos. Pero el general cartaginés no tardó en escapar a hurtadillas para presentarse ante Escipión y pedirle clemencia, también con una rama de olivo. Mientras tanto, el resto de los desertores incendiaron el templo y saltaron sobre las llamas. La esposa de Asdrúbal, que se encontraba con ellos, mató a sus dos hijos y los arrojó al fuego: por última vez, una madre cartaginesa sacrificaba a sus propios niños. Después, no sin antes llamar cobarde a su esposo desde las alturas, ella misma se inmoló en aquella gigantesca hoguera.
Se trata de un final a la altura de la tragedia Medea y muy apropiado para la leyenda de Cartago. Quién sabe, a lo mejor ocurrió de verdad: cuando una sociedad se acostumbra a un tipo de ficción puede acabar emulándola cuando llegan situaciones parecidas a las que esa ficción describe. O, por decirlo en menos palabras, la vida imita al arte.
Tal fue el final de Cartago. Los incendios duraron diez días, ya que los tejados de los edificios estaban impermeabilizados con brea. Mientras contemplaba las llamas y veía a sus hombres saqueando aquella ciudad que había florecido durante setecientos años, Escipión meditó sobre la fugacidad de los imperios. Pensando en cómo había caído Troya, y después de ella los asirios, los medos, los persas y los macedonios, lloró y recitó estos versos de la Ilíada:
Llegará el día en que perezcan
la sagrada Troya y Príamo
y el pueblo de Príamo, el de la buena lanza.
El historiador Polibio, que estaba presente, le preguntó a qué se refería. «Es un momento glorioso, Polibio —respondió Escipión—. Pero temo que llegue el tiempo en que sea otro quien dé la orden de destruir mi patria». Un estudioso del pasado como él sabía que Roma acabaría cayendo igual que Cartago, pues tal es el destino de las cosas humanas.
Por una curiosa coincidencia, ese mismo año, al otro lado del Mediterráneo los romanos arrasaban hasta los cimientos otra ciudad que poseía una larga historia y había sido un importante emporio comercial: Corinto, en Grecia. Para muchos autores posteriores, el año 146 supuso un antes y un después en la historia de Roma y su imperio, y no para bien.
Los romanos se anexionaron los territorios que todavía le quedaban a Cartago y los convirtieron en la provincia de África. Las poblaciones que les habían ayudado quedaron libres de impuestos, mientras que las demás tuvieron que pagar tributo. Una de las ciudades que se hallaba en el primer caso, Útica, se convirtió en capital de la provincia.
En cuanto a Cartago, cierta tradición cuenta que, cuando se apagaron los rescoldos, los romanos barrieron los últimos restos, araron la tierra y la sembraron de sal para que no volviera a crecer ni la mala hierba. En realidad, se trata de una invención de los historiadores posteriores; y no de los antiguos, sino de un autor del siglo XX que, tal como he leído en un ingenioso comentario, debió pensar que «una pizca de sal no le vendría mal a la historia». Cartago fue destruida, ciertamente, pero no con tal saña.
Tiempo más tarde, sobre las ruinas renació una nueva Cartago que, aunque dependía de Roma, creció y prosperó mucho con los emperadores. Algo perduró también de su sabiduría, ya que Escipión le regaló a Micipsa, hijo de Masinisa, miles de volúmenes que encontró en Cartago, y los romanos copiaron los tratados de agricultura de Magón. Para nuestra desgracia esos libros, como tantos otros tesoros del mundo antiguo, acabaron perdiéndose en la marea del tiempo.
En cuanto a Escipión Emiliano, regresó a la urbe y celebró su triunfo. Después de tantos años de guerras contra tribus hispanas a las que no se les podía saquear gran cosa, el pueblo romano disfrutó contemplando un botín como los que habían traído en su día los conquistadores de Grecia. Escipión tomó el mismo cognomen de su abuelo, Africano, que en su caso fue una herencia bien merecida.
Pero, a diferencia del primer Africano, Escipión Emiliano no entró en declive político después de aquel éxito. Al contrario, se mantuvo durante años en la cima de la República como núcleo de una influyente facción. Además, no tardaría en llegarle el momento de echarse a la espalda de nuevo la capa roja de general y tomar el mando de las tropas. Su nuevo destino sería un lugar muy familiar para nosotros: Numancia.