VI
LA ÉPOCA DE SILA
LOS TRIBUNADOS DE SATURNINO
Mientras Mario y sus legiones combatían en el norte, el tribuno que le había ayudado a obtener su quinto consulado seguía en Roma dedicado a la política. Antes lo definimos como una bomba de relojería; la espoleta que llevaba incorporada no tardó en estallar.
Lucio Apuleyo Saturnino es uno de los personajes más demonizados de la historia de Roma. No se puede negar que recurría a la violencia y la agitación sin el menor reparo. Pero si en lugar de hacerlo para oponerse a la oligarquía del senado lo hubiese hecho para apoyarla, tal vez los autores clásicos lo habrían considerado más un patriota que una especie de terrorista antisistema.
Como todos los líderes políticos de la época, Saturnino pertenecía a la aristocracia. En su caso, a la pretoriana: uno de sus antepasados, probablemente su abuelo, había desempeñado el cargo de pretor. Aspiraba, por tanto, a una carrera política que emprendió en el año 104 con el cargo de cuestor. Como ya comentamos, Saturnino estaba encargado del suministro de trigo a través del puerto de Ostia. Durante su gestión se produjo una grave escasez de grano; para aliviarla, el senado lo apartó de su cargo y encargó la tarea a Emilio Escauro, el princeps senatus.
Un fracaso como aquel no era una buena manera de empezar su ascenso en el cursus honorum. Al parecer, aquella carestía no había tenido nada que ver con la gestión de Saturnino, lo que redobló su impresión de que el senado lo había usado como chivo expiatorio. Puede que ya antes hubiese decidido llevar a cabo una política «popular»; en cualquier caso, desde el año 104, se dedicó a oponerse al senado con todas sus energías, que eran muchas.
Para tal propósito, su aliado natural era Cayo Mario. Como tribuno de la plebe en 103, Saturnino presentó una ley destinada a repartir veinticinco hectáreas a cada veterano licenciado del ejército de Mario. Puesto que en Italia apenas quedaba tierra pública disponible, las parcelas debían asignarse en África.
Aquella propuesta, como solía ocurrir con todas las leyes agrarias, suscitó mucha oposición; en este caso, dicha oposición se agudizó porque favorecía a Mario, que por su carácter y su condición de advenedizo contaba con más adversarios que amigos en el senado. El bando senatorial recurrió a otro tribuno de la plebe, Bebio, para vetar la ley de Saturnino. Pero este, demostrando cómo se las gastaba, exacerbó los ánimos de sus partidarios en la asamblea popular, que echaron a Bebio con una lluvia de piedras.
Tras aquel incidente la ley se aprobó. En el registro arqueológico han quedado abundantes pruebas del reparto de tierras: hay en Túnez numerosas inscripciones antiguas que hablan de colonias «marianas», y las ciudades de Tuburnica y Uchi Maius veneraban a Mario como su fundador. De modo que, aunque se promulgó con irregularidades y cierta dosis de violencia, la ley trajo consecuencias positivas para muchas personas que, de no ser por ella, seguramente habrían pasado a engrosar la masa del proletariado urbano.
Hay que añadir que la intimidación por la fuerza no era monopolio de los llamados políticos «populares». Así se demostró cuando Saturnino presentó una lex frumentaria que reducía el precio del trigo que el Estado distribuía al pueblo de Roma. La bajada era de casi un 90 por ciento: no faltaba mucho para repartirlo gratis. El cuestor Quinto Servilio Cepión trató de impedirlo, argumentando que el erario no podía costear aquella medida. Al ver que ni el veto de los tribunos partidarios del senado disuadía a Saturnino, el joven Cepión entró en la asamblea del pueblo con seguidores armados, derribó las pasarelas de madera por las que subían los votantes y rompió las urnas.[18]
Eso le costó caro a Servilio Cepión padre, que era el general derrotado por los cimbrios en Arausio. Un tribuno llamado Norbano lo llevó a juicio por alta traición al mismo tiempo que Saturnino acusaba a Malio, el otro responsable del desastre. El juicio fue muy turbulento. Cuando los tribunos prosenatoriales trataron de impedirlo, se desató una batalla a pedradas. Una víctima colateral fue el princeps senatus Escauro, que acabó con una herida en la cabeza.
La sentencia final privó a Cepión de su ciudadanía, lo multó con una suma fabulosa y lo condenó a destierro a más de ochocientas millas de Roma, pena que cumplió en Esmirna. A Malio, siguiendo una arcaica fórmula de exilio, también se le negaron el agua y el fuego.
En 102, un año después del primer tribunado de Saturnino, fue elegido censor Cecilio Metelo Numídico, cabeza visible del poderoso grupo de los optimates. Los censores revisaban cada cinco años la lista del senado y tachaban los nombres de aquellos a quienes se consideraba indignos del cargo. En este caso, Metelo trató de expulsar a Saturnino y a su aliado político Servilio Glaucia.
La razón que alegó el censor fue que ambos personajes pretendían inscribir ilegalmente en la tribu Sempronia a un supuesto hijo natural de Tiberio Graco. Al parecer, se trataba de un esclavo o liberto llamado Equicio que no tenía nada que ver con su presunto padre. Pero quienes recordaban la época de Tiberio Graco le encontraban cierta semejanza física, y entre el pueblo todavía despertaba pasiones el recuerdo del difunto tribuno, al que se consideraba una especie de mártir.
El intento de Metelo de expulsar a Saturnino y a Glaucia del senado no prosperó, porque el otro censor, su primo Metelo Caprario, se negó a ello. Además, Saturnino y Glaucia organizaron una algarada popular contra Cecilio Metelo. La situación se puso tan peliaguda para Metelo que tuvo que correr a refugiarse en el Capitolio para salvarse de que lo lincharan.
La violencia de Saturnino no cesó durante el año siguiente, el 101. En parte fue verbal, como cuando insultó a los embajadores del rey Mitrídates del Ponto acusándolos de sobornar al senado. Pero esa violencia llegó a su extremo cuando se celebraron las elecciones a tribuno de la plebe. Saturnino había decidido presentarse por segunda vez. Uno de los candidatos votados para el puesto fue Aulo Nonio, que ya antes se había opuesto con vehemencia al tándem Saturnino-Glaucia. Los matones de estos, veteranos de las legiones de Mario, persiguieron a Nonio a la salida de la asamblea y, cuando el tribuno recién elegido se refugió en una taberna, entraron tras él y lo cosieron a puñaladas.
Ahora que había terminado la guerra contra los cimbrios y teutones, Cayo Mario tenía muchos más soldados que licenciar. El general se había comprometido a cuidar del bienestar de aquellos hombres y a reintegrarlos a la vida civil. Para eso necesitaba repartirles más tierras. Sabía que los senadores se opondrían, entre otros motivos porque no iban a permitir que miles de veteranos le debieran agradecimiento a él, se convirtieran en sus clientes y eso acrecentara su influencia. A Mario no le quedaba, pues, otro remedio que seguir colaborando con Saturnino y su nuevo aliado, Glaucia.
Así pues, en el año 100, se estableció una especie de triunvirato extraoficial entre Mario, cónsul por sexta vez, Saturnino, tribuno de la plebe, y Glaucia, recién elegido pretor.
A decir verdad, se trataba de una alianza antinatural. Saturnino y Glaucia estaban tan decididos a minar el poder del senado que, de haber existido explosivos como en la época de Guy Fawkes, probablemente habrían conspirado igual que él para volar por los aires la Curia Hostilia donde se reunían los padres conscriptos. Lo que anhelaba Mario, en cambio, era ser aceptado por los nobles a los que consideraba sus iguales, pero que seguían mirándolo por encima del hombro pese a sus éxitos militares.
De momento, Mario se vio obligado a colaborar con los dos populares para conseguir su ley agraria. El proyecto que presentó Saturnino proponía repartir tierras a soldados licenciados en Sicilia, Grecia, Macedonia y África. Lo más importante para Mario era que a los veteranos que habían combatido contra los germanos se les entregarían parcelas al norte del Po, en los mismos territorios que habían ocupado previamente los cimbrios.
Esta última parte de su ley agraria fue la que más resistencia despertó en el senado.[19] Para doblegarla, Saturnino propuso algo inusitado. Una vez que la ley fuese aprobada por la asamblea del pueblo, todos los senadores tendrían que jurar ante los dioses que la respetarían y que no tratarían de boicotearla. Si algún senador no lo hacía, antes de cinco días sería expulsado de la cámara, desterrado de Roma y multado con veinte talentos.
Aquello puso a Mario entre la espada y la pared. En una reunión del senado, declaró que él no prestaría ese juramento. Pese a que la ley era buena, añadió, suponía un insulto a la dignidad de los senadores obligarlos de esa forma en vez de convencerlos recurriendo al noble arte de la persuasión.
Sin embargo, cuando se presentó en la Rostra del Foro actuó de manera muy distinta. Allí, ante la asamblea del pueblo, el seis veces cónsul dijo que juraría obedecer la ley siempre que fuera una ley válida. A continuación, fue al templo de Saturno y prestó el juramento.
Aquella alegación de Mario tenía su sentido: si la ley quedaba anulada por algún defecto de forma o por haber roto algún tabú religioso, el juramento perdería su validez. A pesar de todo, su biógrafo Plutarco opina que no se trataba más que de un subterfugio para disimular su vergüenza.
En cualquier caso, los demás senadores se tragaron su indignación y pasaron por el templo a jurar, no sin guardársela a Mario por aquella jugada. El único que se negó a la componenda fue Cecilio Metelo, que se aplicó directamente la pena y se exilió a Rodas.
Aunque la ley agraria beneficiaba a los veteranos de Mario, este se distanció a partir de aquel momento de sus recientes aliados. Mientras tanto, la violencia callejera seguía aumentando.
Según la lex Villia Annalis, cuando un magistrado cesaba, debía dejar pasar dos años como mínimo antes de desempeñar otro cargo. En el ínterin, podía ser juzgado por las faltas o delitos que hubiera cometido durante su mandato. Saturnino y Glaucia sabían que en su caso esa posibilidad era una certeza, ya que se habían ganado una larga lista de enemigos que ansiaban denunciarlos.
Dispuestos a evitarlo, decidieron saltarse a la torera la ley y presentarse a las elecciones. Saturnino pretendía repetir como tribuno y Glaucia pasar de pretor a cónsul sin perder la inmunidad de magistrado ni un solo día. Al fin y al cabo, ¿no llevaba Mario cinco consulados seguidos incumpliendo las normas?
Para su sorpresa, Mario hizo bueno el refrán «Consejos vendo que para mí no tengo». Aunque Saturnino consiguió ser renovado como tribuno, cuando Glaucia se presentó a las elecciones, Mario, que las presidía como cónsul en ejercicio, lo rechazó diciendo que incumplía la ley.
El tándem no estaba dispuesto a rendirse. Ese mismo día, sus seguidores mataron a golpes en plena calle a Memio, uno de los candidatos a cónsul. Se da la circunstancia de que este Memio había empezado su carrera con políticas populares cuando en 111, siendo tribuno de la plebe, presionó tanto a la opinión pública que el senado no tuvo más remedio que declararle la guerra a Yugurta. Ahora, su asesinato hizo que se aplazaran indefinidamente las elecciones.
Ante la situación, el senado recurrió al mismo expediente que en la época de Cayo Graco: el senatus consultum ultimum o estado de emergencia. Esa noche pocos debieron dormir en Roma. Según Plutarco, Mario recibió en su casa a una comisión de senadores presidida por Escauro, quien le presionó para que cortara amarras con sus aliados e interviniera como cónsul aplicando el SCU.
Entretanto, en el ala opuesta de su mansión tenía a otro visitante, que no era otro que Saturnino. Para tratar con él y con los senadores al mismo tiempo sin que unos ni otros se enteraran, Mario alegó que debía ausentarse cada pocos minutos por culpa de un ataque de diarrea. (A los romanos, que departían amigablemente mientras estaban sentados en asientos contiguos de las letrinas públicas, no les incomodaba nada comentar la calidad de sus deposiciones y tránsitos intestinales).
Fuera real esta historia o un infundio de sus enemigos, Mario se decidió al final por el bando senatorial. ¿Podría haber actuado de otra forma? Tal vez sí. Aquella crisis le ofrecía la posibilidad de convertirse en amo de Roma y reformar el Estado, como haría otro personaje unos años después (aunque su reforma fuese dirigida en sentido opuesto).
Si Mario no lo hizo, fue porque realmente no lo deseaba. Él, como ya hemos dicho, quería que la élite romana dejara de considerarlo un outsider. Con el tiempo, ser elegido censor y quizá princeps senatus, envejecer convertido en una figura venerable y respetada y ver cómo los demás padres de la patria asentían aprobando sus discursos.
Para conseguir todo eso, Mario no tenía más remedio que aplicar el SCU. Al día siguiente repartió armas entre los ciudadanos —probablemente, muchos de ellos veteranos suyos— y organizó a toda prisa una milicia. Tras una breve batalla en el Foro, Saturnino y sus partidarios se retiraron al Capitolio, el mejor sitio para resistir un asedio. El único magistrado que se unió a ellos fue el cuestor Cayo Saufeyo. Todos los demás, incluidos los tribunos de la plebe, obedecieron el decreto de emergencia y se unieron a Mario.
El asedio del Capitolio no se prolongó demasiado tiempo, pues los sitiadores cortaron el suministro del agua; esta llegaba por el aqua Marcia, el acueducto más largo de Roma, que se había construido cuatro décadas antes. Apremiados por la sed, los cercados se rindieron, confiándose a la protección de Mario. Mientras se decidía qué hacer con ellos, Mario los encerró bajo custodia en la Curia Hostilia.
Pero unos cuantos exaltados treparon al techo de la Curia, levantaron varias tejas y empezaron a lanzarlas desde las alturas contra Saturnino y sus compañeros, hasta que los mataron a todos. En cuanto a Glaucia, se había refugiado en casa de un amigo llamado Claudio. Sus perseguidores lo encontraron allí, lo sacaron a la calle y lo asesinaron.
¿Hasta qué punto Mario y otras autoridades intentaron impedir que aquellos fanáticos mataran a Saturnino y las demás personas encerradas en la Curia? Se ignora. El asesinato era la salida más rápida contra gente que también había recurrido a la violencia, ciertamente. Pero no se podía ocultar que tres magistrados en ejercicio —un tribuno, un pretor y un cuestor— habían muerto sin juicio previo.
Aquel no dejaba de ser un peligroso precedente que arrastraría consecuencias durante mucho tiempo. En el año 63, Julio César llevó a juicio a un anciano senador, Cayo Rabirio, por su implicación en la muerte de Saturnino; según se contaba, este Rabirio había llegado al extremo de exhibir la cabeza de Saturnino en un banquete. Resulta curioso que un César todavía en su camino de ascenso al poder eligiera una causa como esta para ganar popularidad. Eso demuestra que, lejos de las versiones tenebrosas de Saturnino que nos han dejado los historiadores, años después de su muerte el vehemente tribuno seguía siendo un símbolo e incluso un mártir para buena parte del pueblo romano.
Las consecuencias de la caída de Saturnino no fueron tan drásticas como las de la muerte de Cayo Graco. De entrada, no se produjo una represión generalizada ni se anularon todas las leyes propuestas el tribuno. Lo que intentaron los oligarcas del senado fue no ponerlas en práctica. Sin embargo, no debieron de conseguirlo por completo, pues hay pruebas numismáticas que demuestran que se asignaron parcelas en el valle del Po tal como había propuesto Saturnino.
En ello debió de influir Mario, que aunque en el año 99 dejó por fin de ser cónsul, mantenía un gran poder. Poder he dicho, que no prestigio: pese a que había encabezado la represión contra Saturnino, el senado no se lo agradeció. De hecho, el grupo de partidarios de Metelo Numídico, encabezado por su hijo, empezó a presionar enseguida para que el máximo rival de Mario regresara de su exilio en Esmirna.
Cuando los optimates se salieron con la suya y Metelo volvió, Mario decidió abandonar la ciudad y se dirigió a Asia para visitar las regiones de Capadocia y Galacia. Alegó como razón que tenía que cumplir una promesa y rendir culto a Cibeles, diosa oriental a la que la mitología grecorromana identificaba con Rea, la madre de Zeus/Júpiter.
Nunca hay que subestimar la piedad religiosa de los antiguos. Por otra parte, muchos miembros de la élite romana hacían viajes que, por su finalidad, únicamente podríamos calificar como «turísticos». Sin embargo, parece más probable que Mario se fuera de Roma por huir de un ambiente político cada vez más adverso.
Varios autores antiguos sospecharon que su verdadera razón era incluso más retorcida: puesto que Mario había descubierto que la política en tiempo de paz no se le daba demasiado bien, quería buscar un nuevo escenario de guerra en Oriente.
Por eso, según narra Plutarco, Mario se reunió en privado con Mitrídates del Ponto, un rey cuyas tendencias expansivas y belicistas auguraban ya el conflicto que no tardaría en producirse. En esa entrevista, Mario le espetó con su habitual falta de diplomacia: «O consigues hacerte más poderoso que los romanos, o haces lo que se te ordene sin rechistar».
La ausencia de Mario hizo que el péndulo del poder oscilara de nuevo hacia el senado. Algunos políticos populares sufrieron represión, como el tribuno Furio, que se había opuesto al regreso de Metelo y fue linchado por una multitud. (Saturnino y sus secuaces no eran los únicos que recurrían a la violencia, como se ve). Pero, en general, los métodos no fueron tan drásticos y se limitaron a llevar a juicio a personajes como el tribuno Ticio, que había presentado en 99 otra ley agraria, o a otros cuyo delito consistía en tener en su casa imágenes de Saturnino.
Para reforzar el poder del senado y debilitar el de las asambleas populares, los cónsules del año 98 presentaron la lex Caecilia Didia. Esta norma prohibía presentar paquetes de leyes, con lo que se pretendía evitar que los tribunos u otros magistrados mezclaran medidas atractivas y difíciles de rechazar con otras consideradas revolucionarias y peligrosas.
La lex Caecilia Didia también establecía un plazo de tres nundinae o días de mercado entre la promulgación de una ley y su aprobación en asamblea, de modo que el senado pudiera preparar medios para contrarrestar las propuestas que no fueran de su agrado. Por si eso fuera poco, si se infringían los auspicios al preparar una ley, esta quedaría invalidada. La decisión de si se había pasado por alto algún mal augurio —un trueno, una estrella fugaz, incluso un estornudo inoportuno si llegaba el caso— debía tomarla, por supuesto, el senado.
En esta época en que el senado recuperó buena parte de la influencia perdida tras la guerra de Yugurta, destacó cada vez más el antiguo lugarteniente de Mario, Lucio Cornelio Sila, que acabó convirtiéndose en el auténtico paladín de la causa de los optimates. Algo curioso, porque a su manera también era un outsider. Aunque Sila ya ha aparecido en este relato varias veces, es hora de que posemos nuestra lupa sobre él.
LOS PRINCIPIOS DE SILA
Sila, que nació en 138, pertenecía a una de las siete ramas de la prestigiosa gens patricia Cornelia. Para su desgracia, la suya era la más oscura. De sus antepasados directos, el único que llegó a cónsul fue Publio Cornelio Rufino, que alcanzó esa magistratura y en 285 fue nombrado dictador. Sin embargo, su prestigio se mancilló cuando en 275 el censor Fabricio lo expulsó del senado por exhibir su riqueza y su amor al lujo usando una vajilla de plata de diez libras (algo más de tres kilos).
Esa expulsión otorgó a Rufino una fama duradera, aunque no deseable, pues los moralistas lo utilizarían a menudo como ejemplo negativo. Refiriéndose a él, Valerio Máximo escribió que le parecía increíble que en la misma ciudad en que diez libras de plata habían parecido una propiedad ahora se considerase una vergüenza no ser rico (2.9.4).
Después de Rufino, nadie de su rama familiar llegó a cónsul. El abuelo de Sila, Publio, fue pretor en el año 186 y tras su mandato gobernó Sicilia. En cuanto a su padre, que se llamaba también Lucio, es un personaje gris del que no sabemos gran cosa. Al menos se sospecha que debió de participar en alguna de las comisiones senatoriales que viajaban a Asia, porque en una ocasión el rey Mitrídates le recordó a Sila, para ganarse su benevolencia, que él había sido amigo de su padre.
Este progenitor que apenas dejó huella en la historia no legó nada a su hijo. O eso cuentan los historiadores antiguos, pero es una afirmación exagerada. Habría que matizar la frase «no legó nada» o sustituirla por «no le dejó una gran fortuna».
Para empezar, Sila recibió la educación típica de los nobles, de modo que dominaba el griego y también las letras latinas. Una formación así no salía barata: recordemos que el récord de precio de venta de un esclavo lo había batido un gramático.
Como muestra de su pobreza, Plutarco explica que Sila vivía en una casa alquilada en la planta baja de una insula, por la que pagaba tres mil sestercios al año. Para que tengamos una referencia con la que comparar, un legionario ganaba cuatrocientos cincuenta sestercios al año, muy lejos de la renta que le cobraban a Sila. Añadamos a esto que se trataba de un jinete consumado, y que la equitación no era una práctica que se pudieran permitir los pobres de solemnidad.
A decir verdad, Sila era un hombre acomodado si se lo comparaba con la inmensa mayoría de la población de Roma. El problema para él era que no le interesaba compararse con los de abajo, sino con los de arriba, y ahí era donde quedaba en ridículo.
En los tiempos que corrían, las diez libras de plata de su antepasado Rufino eran cosa de risa. Si uno quería ascender en el cursus honorum, tenía que mantener un tren de vida muy elevado, dar suntuosos banquetes y mostrarse muy generoso con las personas que contaban en la alta sociedad. El patrimonio de Sila no alcanzaba para eso, de modo que desde un punto de vista relativo sí se puede considerar que era pobre. Así lo consideraban también los demás aristócratas, que lo miraban con desdén.
Si su falta de dinero ya suponía un obstáculo para su carrera política, peores eran sus costumbres. En lugar de juntarse con otros jóvenes patricios como él, Sila frecuentaba la compañía de actores, bailarines y demás personas relacionadas con el teatro que entonces, como en tantas otras épocas, eran consideradas «gentes de mal vivir».
¿Lo hacía por gusto o porque se veía rechazado por sus supuestos iguales? En buena parte se debía a lo primero, y así lo demuestra que mantuviera estas amistades poco recomendables toda su vida, incluyendo una relación amorosa con el actor Metrobio. Las combinó, además, con su afición a la literatura, escribiendo farsas atelanas que se seguían representando cincuenta años después de su muerte.
Viendo a aquel calavera que se pasaba el tiempo bebiendo, cantando y bailando hasta altas horas de la noche, ¿quién podría imaginarse que llegaría a ser el hombre más poderoso de Roma y, por tanto, de todo el Mediterráneo?
Quizá cuando era joven ni siquiera tenía previsto emprender carrera política. En cualquier caso, poseía cualidades innatas para triunfar. Todos coincidían en que irradiaba un encanto personal irresistible, mucho más que el tosco Mario. Siempre procuraba ganarse a los demás haciéndoles favores, dentro de lo que le permitían sus recursos. Por otra parte, tenía una memoria de elefante para recordar a quién le debía cada favor y quién se lo debía a él y, como los Lannister de los famosos libros de George R. R. Martin, Juego de tronos, siempre pagaba sus deudas.
Su aspecto físico también le ayudaba a destacar, pues se salía de lo habitual entre los romanos. Era pelirrojo y tenía la piel tan blanca que enseguida se le marcaban manchas encarnadas, sobre todo cuando montaba en cólera. Sus ojos eran claros, de un color azul puro e intenso que fascinaba e inquietaba al mismo tiempo a quienes quedaban prendidos en su mirada.
Gracias a su atractivo, Sila consiguió que se fijara en él una mujer rica llamada Nicópolis (un alias para una cortesana o actriz, o ambas cosas a la vez). Constituía un tópico que los hombres se encaprichaban de las cortesanas hasta el punto de perder la razón y a menudo la fortuna. Pero en el caso de Sila fue Nicópolis quien se enamoró de él y lo nombró su heredero.
La madrastra de Sila, que poseía un patrimonio considerable, también se acordó de él en su testamento. Cuando ella y Nicópolis murieron más o menos por la misma época, la suma de ambas herencias permitió a Sila presentarse a cuestor, cargo que obtuvo en el año 107.
Precisamente como cuestor se encargó de alistar caballería para la primera campaña de Mario contra Yugurta, y después llevó a África las tropas que había reclutado. Es posible que le correspondiera el puesto por sorteo. Sin embargo, los magistrados superiores también podían seleccionar cuestores extra sortem, fuera de sorteo, así que no se puede descartar que Mario y él ya se conocieran de antes y que el general lo hubiera elegido personalmente por algún vínculo que existiera entre ambos. En teoría, Sila carecía de experiencia militar y no había cumplido las diez campañas obligatorias. Eso podría explicar por qué sirvió tantos años con Mario en diversos puestos para compensar el retraso inicial.
Pese a dicho retraso, Sila era un líder nato que pronto destacó en la campaña de África. Su estilo de mando resultaba muy cercano. Se portaba de forma afable con sus subordinados, les ayudaba en los trabajos y en las guardias, les hacía favores e incluso les prestaba dinero. En resumen, intentaba, como buen político, que todos se hallaran en deuda con él.
Eso sí, el juerguista empedernido seguía escondido debajo de la coraza militar. Como señala Salustio: «Aunque deseaba los placeres, ansiaba más todavía la gloria. Si no tenía nada que hacer, era un disoluto, pero nunca dejó que el placer lo retrasara a la hora de actuar».
En poco tiempo, Sila consiguió convertirse en hombre de confianza de Mario. En calidad de tal, mandó la caballería en las dos batallas que Yugurta y los romanos libraron en las cercanías de Cirta. Mario y Sila parecían llevarse bien, lo cual no deja de ser paradójico considerando que su rivalidad posterior fue una de las más sonadas de la historia. Pero la paradoja solo es aparente si tenemos en cuenta que los amigos que se creen traicionados, con razón o sin ella, pueden convertirse en los enemigos más encarnizados.
El magnetismo de Sila encandiló también al rey Boco, y gracias a eso fue él quien gestionó personalmente la entrega de Yugurta. Un éxito a corto plazo, y a la larga una semilla de rencor entre Mario y él.
No obstante, las relaciones entre ambos siguieron siendo lo bastante estrechas como para que Sila sirviera con Mario en los años 104 y 103 en su campaña contra los germanos. En 102 la situación cambió cuando Sila se convirtió en legado de Catulo. ¿Se habían alejado ya definitivamente, o se debía a que Mario quería tener cerca de Catulo a un militar de probada valía para controlarlo? Es imposible saberlo.
Aunque se ignora qué papel desempeñó Sila en los turbulentos acontecimientos del año 100, podemos estar seguros de que no se alineó en el bando de Saturnino. En el año 99 se presentó a las elecciones de pretor. Por edad podía hacerlo, pero se había saltado un peldaño inferior, el cargo de edil. En cualquier caso, no resultó elegido.
Con el tiempo, Sila escribió unas largas memorias en veintidós libros. Por desgracia, se han perdido (¿cuántas veces habré usado ya esta frase?), pero nos quedan muchas referencias en las obras de otros autores. En este caso, conocemos gracias a Plutarco qué explicación daba Sila a su primer fracaso electoral.
Según él, su amistad con Boco, que mantenía desde los tiempos de África, se había convertido en un caramelo envenenado. Los votantes esperaban que el rey de Mauritania le proporcionara elefantes, leones y todo tipo de animales salvajes para celebrar juegos espectaculares durante su cargo de edil. Por eso, para obligar a Sila a pasar por el puesto inferior, se negaron a votarlo como pretor.
Esta explicación se antoja algo pueril al contemplarla desde nuestra perspectiva. Pero hay que tener en cuenta que, si el propio Sila consideraba que el motivo había sido ese, algo más sabría de la psicología de sus contemporáneos que nosotros. Es cierto que muchos ediles procuraban convertir esta magistratura en trampolín encandilando a los votantes con juegos y espectáculos nunca vistos. Cuando le correspondió a César, por ejemplo, hizo traer a Roma a más de seiscientos gladiadores a los que equipó con armaduras de plata.
Sila, en cualquier caso, se empeñó en saltarse el puesto de edil y volvió a presentarse a las elecciones a pretor para el año 97. En esta ocasión lo consiguió. Las lenguas maledicentes lo acusaban de haber comprado a los votantes. Quizá lo hizo con promesas y no con dinero: una de sus acciones como pretor fue dar los fastuosos espectáculos que la plebe le solicitaba como edil. Bajo su patrocinio, los ludi Apollinares o juegos en honor de Apolo se celebraron con una ostentación inusitada. El rey Boco contribuyó con cien leones que se exhibieron por primera vez sin cadenas —es de suponer que el muro que delimitaba la arena era muy alto—, y también envió guerreros númidas que los cazaron con flechas y venablos.
Al salir del cargo, Sila viajó como propretor a Cilicia, una región montañosa situada en el sureste de la actual Turquía. Debido a su relieve y al perfil recortado de su costa, esta zona era una madriguera de piratas. Pero Sila no llegó a combatir contra ellos, sino que intervino en Capadocia, situada al norte de Cilicia. Allí gobernaba en aquel momento un tal Gordio, un monarca títere al que había instalado en el trono su poderoso vecino Mitrídates, rey del Ponto.
Sila cruzó el Tauro —una cadena montañosa con muchos picos que se elevan por encima de los tres mil metros—, entró en Capadocia y en una rápida campaña restauró en el trono al anterior rey, Ariobarzanes. Tras aquella operación, sus tropas, que no eran demasiado numerosas, lo saludaron como imperator, un honor que los soldados concedían a sus generales en algunas ocasiones.
Durante toda su carrera militar, Sila mantuvo una relación excelente con sus soldados. Sus detractores lo achacaban a que descuidaba la disciplina, les daba rienda suelta e incluso los adulaba como si les tuviera miedo. Resulta difícil de creer, porque los generales de ese tipo nunca consiguen el respeto de sus hombres. Es algo parecido, salvando las distancias, a lo que ocurre entre profesores y alumnos. ¿Quién no recuerda al profesor que los primeros días va de «colega» y después es incapaz de restaurar la disciplina y hacerse con la clase por más duro que intente volverse? En el caso de Sila, sus resultados como general demuestran que sabía controlar a sus hombres. Pero no adelantemos acontecimientos.
Mientras estaba en Capadocia, se reunió con Orobazo, un embajador de Arsaces, rey de los partos. Fue el primer encuentro oficial entre Roma y Partia, la potencia que rivalizaría durante largo tiempo con la República y después con el Imperio. Durante la entrevista a tres bandas con el rey de Capadocia y el diplomático parto, Sila, muy celoso de su dignitas y de la de Roma, ocupó el asiento central. De esa manera demostraba, al estilo de Popilio Lenas, dónde estaba el auténtico poder. Aquel gesto no le hizo ninguna gracia al rey Arsaces, que ordenó ejecutar al embajador Orobazo cuando este regresó a su patria.
Con la comitiva parta viajaba un adivino caldeo experto en fisiognomía. El llamativo rostro de Sila le impresionó tanto que le dijo: «Tú serás un hombre muy grande, e incluso me extraña que no seas ya el más poderoso del mundo».
Pura adulación, por supuesto: sospecho que al bizco Pompeyo Estrabón o al cejudo Mario les habría contado algo parecido. Pero a Sila le impresionó aquel vaticinio. Era un hombre convencido de la grandeza de su destino y de que poseía felicitas, una felicidad que los romanos identificaban con la buena suerte que los dioses enviaban a quien se la merecía.
En el año 92, Sila regresó a Roma. Allí, como les ocurría a tantos gobernadores provinciales, fue acusado de corrupción. Un tal Marcio Censorino lo denunció por haber pedido dinero a Ariobarzanes para restaurarlo en el trono de Capadocia, acusación que resultaba bastante verosímil. Sin embargo, Censorino la retiró y el juicio no llegó a celebrarse. ¿Le faltaban pruebas? ¿Lo amenazó o lo sobornó Sila? Se ignora.
Al año siguiente, el rey Boco envió a Roma varias estatuas recubiertas de oro que se consagraron en el Capitolio. El grupo escultórico representaba el momento en que él mismo entregaba a Yugurta en manos de Sila. Mario, que ya no aparecía por ninguna parte en la escena, montó en cólera y se movilizó para conseguir que quitaran aquellas estatuas del Capitolio. Sila, como era de esperar, se opuso, y la polémica entre ambos dividió a la ciudad como si de un partido de fútbol de máxima rivalidad se tratara. Aunque a su manera Sila era otro outsider, los numerosos senadores que detestaban a Mario empezaban ya a convertirlo en el campeón de su causa.
Fue entonces cuando estalló una crisis que venía larvándose desde hacía décadas, y durante un tiempo el antagonismo entre Mario y Sila pareció desvanecerse en segundo plano.
EL TRIBUNADO DE LIVIO DRUSO
Tras la muerte de Saturnino, ningún tribuno de la plebe había adquirido tanto protagonismo como él. Pero en el año 91 resultó elegido Livio Druso, que no tardó en poner patas arriba la política romana.
Visto en retrospectiva, Livio Druso resulta un personaje contradictorio. Hay quienes ven en él a un idealista y un reformador progresista (relativizando mucho el uso del término «progresista», claro está), mientras que para otros sus medidas tan solo intentaban devolver el poder a la oligarquía de familias que dominaban el senado desde hacía siglos.
Como prueba de lo segundo, Druso propuso que los senadores recuperaran el control de los tribunales que juzgaban la corrupción en las provincias. Bien es cierto que los équites estaban extorsionando a los habitantes de esas provincias de una forma tan escandalosa que menoscababa el prestigio de la República. La situación resultaba especialmente grave en Asia, donde estaba alimentando una hoguera de odio que Mitrídates del Ponto supo aprovechar poco tiempo después para provocar una auténtica orgía de sangre.
La idea de Druso era controlar estos excesos. Puesto que los senadores no podían asociarse en negocios comerciales con los équites —al menos teóricamente—, cabía esperar que juzgaran con más objetividad sus abusos que cualquier tribunal compuesto por miembros del orden ecuestre.
Había también una razón de índole personal, algo que los antiguos no consideraban ningún descrédito. En el año 91, el tío de Druso, Rutilio Rufo, al que vimos como legado de Cecilio Metelo en la guerra de Yugurta, había sido condenado por un tribunal de équites. Los cargos eran por extorsión, lo cual resultaba hiriente en grado sumo, ya que precisamente Rutilio había intentado evitar que los publicanos que recaudaban los impuestos en Asia extorsionaran a los habitantes de la región. La pena que le impusieron fue la habitual en esos casos, el destierro.
Para demostrar que las acusaciones eran falsas, Rutilio se exilió primero a la isla de Mitilene y luego a Esmirna, donde los ciudadanos a los que supuestamente había maltratado lo acogieron con grandes honores. Aunque tiempo más tarde se le propuso regresar a Roma, nunca lo hizo. En su retiro de Esmirna escribió sus memorias y varios textos históricos que se han perdido —para variar—, pero que sirvieron de fuente a otros autores como Salustio.
Con la reforma de los tribunales, Druso pretendía que no se volvieran a cometer injusticias como la que había sufrido su tío. Sabía que esto pondría en su contra a los miembros del poderoso orden ecuestre. Para contentarlos, el tribuno propuso duplicar el número de senadores, que pasarían de trescientos a seiscientos. Los nuevos padres de la patria se entresacarían de las filas de los équites. En cierto modo, Druso estaba proponiendo la misma concordia ordinum o armonía entre las dos clases sociales más poderosas que décadas después defendería Cicerón.
Druso también presentó otras medidas más dirigidas a la plebe a la que al fin y al cabo representaba, como crear nuevas colonias o repartir el trigo a un precio más barato. Como ocurre siempre, no se sabe hasta qué punto sus propuestas obedecían a una genuina preocupación social, a pura demagogia o a una mezcla de ambas. Hablando de mezclas, una de sus ocurrencias fue financiar estos dos proyectos aleando las monedas de plata con un octavo de cobre. El equivalente hoy día sería dar a la máquina de imprimir billetes o conceder créditos baratos: el resultado, devaluación e inflación (que quizás en el momento en que escribo esto no nos vendrían mal).
El trigo barato era una forma de congraciarse a la plebe urbana. Y buena falta le hacía, porque la propuesta «estrella» que presentó Livio Druso, conceder la plena ciudadanía romana a todos los aliados latinos e itálicos, no agradó en absoluto a los habitantes de la urbe.
Algunas de estas medidas fueron aprobadas en el senado gracias a que Druso contaba con el apoyo del influyente Emilio Escauro y también con el del excónsul Licinio Craso, un brillante orador. Pero cuando Craso murió en septiembre, Druso empezó a quedarse cada vez más solo. Uno de los cónsules del año, Marcio Filipo, aglutinó a su alrededor la oposición a Druso, a la que también se sumó Cayo Mario.
Mario no se oponía tanto a que se otorgara la ciudadanía a los aliados itálicos como a que el tribuno se beneficiara de ello. Por tradición familiar, Druso mantenía buenas relaciones con los aliados, y en particular con Popedio Silón, líder de la tribu de los marsos. Si se aprobaba la ley, decenas o cientos de miles de nuevos ciudadanos le deberían un agradecimiento personal y se convertirían en clientes suyos. Eso podría convertirlo en el hombre más poderoso de Roma, algo que Mario, quien consideraba que ese privilegio le correspondía únicamente a él, no estaba dispuesto a consentir.
Al acercarse el final de su mandato como tribuno, Druso había conseguido ponerse a casi todo el mundo en contra. Por una parte, los senadores no querían que sus privilegios se diluyeran repartiéndolos con trescientos senadores nuevos. Por otra, los équites también se hallaban resentidos porque Druso les había quitado el monopolio de los tribunales y porque pretendía que aceptar sobornos se convirtiera en delito. («¿Hasta dónde vamos a llegar?», debían de comentar entre ellos). Que los senadores nuevos salieran del orden ecuestre no significaba gran cosa para ellos. Sabían que, tal como les ocurre a los futbolistas que cambian de club y descubren que el que los ha fichado es su equipo del alma de toda la vida, los trescientos équites elegidos no tardarían en convertirse en ardientes partidarios del poder del senado. Por último, la mayoría de la plebe urbana se oponía a que los demás itálicos consiguieran la ciudadanía.
En parte, las antipatías que se ganó Druso se debían a su temperamento. Se hallaba tan convencido de que poseía la verdad que a menudo se mostraba antipático y altivo. Así lo demostró cuando los enviados del senado le pidieron que asistiera a una sesión para explicar sus propuestas y les respondió que era mejor que los senadores acudieran adonde estaba él. En una ocasión, discutiendo sobre las leyes agrarias delante de la asamblea, el cónsul Filipo le interrumpió. Ni corto ni perezoso, Druso ordenó a sus clientes que lo sacaran de allí, misión que cumplieron con tanta energía que el cónsul salió de allí sangrando a chorros por la nariz.
Pero Filipo obtuvo su venganza. A propuesta suya, todas las leyes de Druso fueron anuladas con un solo senatus consultum. La excusa era que habían sido promulgadas en contra de los auspicios: la lex Caecilia Didia entraba en acción.
Druso empezó a sospechar que su vida corría peligro, por lo que procuraba salir de su casa lo menos posible. No obstante, tenía esta abierta para quienes acudían a consultarle, pues una de sus principales obligaciones era la de estar siempre disponible para prestar auxilium a los miembros de la plebe. Se daba la circunstancia, además, de que cuando se hizo construir su mansión en el Palatino, el arquitecto le ofreció levantar unos muros muy altos para que nadie pudiera espiar lo que hacía en su interior. Druso, que se jactaba de no tener que ocultar nada, respondió: «Si tanta habilidad tienes, edifica mi casa de tal manera que todo el mundo pueda ver lo que hago».
Precisamente en el umbral de su casa, cuando acababa de regresar del Foro, una persona camuflada entre la pequeña multitud que solía rodear a Druso lo apuñaló en un costado. El tribuno se desplomó y a las pocas horas murió. Antes de expirar se le atribuyen unas palabras que reflejarían bien el alto concepto que tenía de sí mismo y de su misión: «Amigos y parientes, ¿cuándo creéis que volverá a tener la República un ciudadano como yo?».
LA GUERRA SOCIAL
Desde hacía tiempo, los aliados itálicos de Roma tenían la misma reivindicación: querían compartir los frutos del imperio en igualdad de condiciones, ya que en cada campaña aportaban la mitad o más de las tropas y sus jóvenes derramaban su sangre por la República.
La relación entre esos aliados y Roma había empeorado a partir del año 133, con las reformas de Tiberio Graco. En tierras italianas se requisaron bastantes terrenos que estaban siendo explotados por campesinos que no eran ciudadanos romanos para entregárselos a otros que sí lo eran. Aquello creó nuevas tensiones entre las comunidades itálicas y Roma, y muchos acudieron a la urbe para protestar contra la ley de Graco y pedir los mismos derechos que los romanos. Para evitar esta agitación, en 126, el tribuno Junio Peno propuso que se expulsara a los itálicos de la ciudad. Al año siguiente la colonia latina de Fregelas se sublevó y la revuelta fue aplastada con dureza.
Las tensiones entre los aliados y la República siguieron fermentando durante décadas. Puede que dichas tensiones estuvieran más o menos soterradas o que, simplemente, nuestras fuentes olvidaran mencionarlas. Pero es indudable que existía un profundo malestar entre los aliados, y la prueba es que la muerte de Livio Druso, el campeón de su causa, desencadenó un estallido súbito y brutal.
Al parecer, a los romanos los pilló por sorpresa. Pero no es que no se hubieran dado ciertos avisos. Por ejemplo, en el año 91, en una reunión de líderes itálicos celebrada en el monte Albano se tramó una conjura para asesinar a los cónsules del año. Si se salvaron fue porque el mismo Druso, que tenía contactos con los conspiradores, advirtió a Filipo.
Ahora, tras la muerte de Druso, los aliados pensaron que por las buenas no obtendrían nada y decidieron ir directamente a la guerra. Como se solía hacer en tales casos, los pueblos rebeldes negociaron primero entre ellos en secreto e intercambiaron rehenes entre sí como garantía de lealtad a la nueva coalición. Eso estaba prohibido de manera tajante por Roma, que había organizado su alianza de una forma absolutamente centralizada: si se dibujara un diagrama para representarla, habría líneas rectas a modo de radios uniendo a cada comunidad con Roma, pero ninguna línea transversal enlazando esas comunidades entre sí.
Cuando los romanos empezaron a sospechar lo que ocurría, enviaron emisarios a las diversas ciudades para que averiguaran qué se estaba tramando. Uno de ellos fue el pretor Quinto Servilio, que, al enterarse por un informante del intercambio de rehenes, viajó a la ciudad de Ásculo, situada en el Piceno. Cuando se dirigió a sus ciudadanos en tono altivo, como si fueran esclavos en lugar de aliados, estos pensaron que sus planes habían sido descubiertos. Su reacción fue drástica: no solo dieron muerte al pretor, sino también a los miembros de su séquito y a todos los ciudadanos romanos que vivían en Ásculo. Como es habitual en tales casos, la codicia se sumó a los rencores enquistados, y los rebeldes saquearon las propiedades de los romanos asesinados.
La chispa de Ásculo terminó de prender la hoguera y los aliados declararon abiertamente la guerra a Roma. El nombre de este conflicto, Guerra Social, puede provocar confusión. No se trató de una lucha entre distintas clases sociales, sino de un enfrentamiento instigado por las élites de los pueblos rebeldes contra la élite romana. En este caso, el adjetivo «social» deriva del término latino socii, «aliados», así que una denominación quizá más correcta sería Guerra de los Aliados.
No todos los pueblos de Italia se sublevaron contra Roma. La revuelta se centró sobre todo en las regiones montañosas del centro y el sur de Italia, en torno a dos núcleos: el marso, situado en la parte central, y el samnita, al sur. Para coordinarse, los rebeldes situaron su capital en la ciudad de Corfinio, situada en un cruce de las rutas que unían a marsos y samnitas.
Como muestra de sus intenciones, los aliados rebautizaron Corfinio con el nombre de Italia. También establecieron un senado formado por quinientos representantes de las ciudades confederadas y acuñaron sus propias monedas. Algunas de estas se conservan, y son muy significativas: en ellas aparece un toro que representa a Italia corneando a la loba romana y con el miembro erecto como si fuera a violarla.
La nueva alianza podía movilizar a unos cien mil hombres, que se organizaban en unidades y combatían con tácticas prácticamente iguales que los romanos. Durante el primer año de la guerra, el 90, consiguieron tomar por sorpresa a los ejércitos de la República y les infligieron varias derrotas. Resultaba paradójico, porque lo que deseaba la mayoría de los rebeldes —exceptuando a los samnitas, que guardaban un odio ancestral por los romanos— no era destruir Roma, sino incorporarse a ella como miembros de pleno derecho.
Los romanos lo acabaron entendiendo; aunque más bien tarde, como suele suceder. En octubre del año 90, el cónsul Lucio Julio César promulgó una ley por la que se concedía la plena ciudadanía romana a todos los aliados que habían permanecido leales, pero también a quienes abandonaran las armas en un breve plazo de tiempo. Debido a esta norma y a otras que la ampliaron, los sublevados fueron perdiendo efectivos rápidamente: las comunidades que se pasaban al bando romano engrosaban los ejércitos de la República con sus propias tropas, de modo que diez mil hombres que abandonaban la alianza rebelde significaban de pronto una diferencia de veinte mil a favor de Roma.
Aun así, la guerra se prolongó durante los años 90 y 89, y dio coletazos hasta el 88. Dada la gravedad de la situación, Roma había movilizado a todos sus hombres disponibles, de modo que Sila tuvo que servir como legado a las órdenes del cónsul del año 90, Lucio Julio César. Al principio de la campaña no llevó a cabo grandes cosas. Pero al acercarse el final del año, el azar hizo que rematase una operación que había iniciado precisamente su rival Mario.
El veterano general, que había cumplido ya los sesenta y siete años, se había convertido en comandante de las tropas del norte después de que el cónsul Rutilio Lupo muriera en una emboscada junto al río Liris y su legado cayera en una trampa que le tendió el líder enemigo, Popedio Silón. Este intentó que Mario se enfrentara a él en campo abierto, enviándole mensajes desafiantes: «Si de verdad eres tan gran general, Mario, baja a campo abierto a luchar conmigo». A lo que Mario, siguiendo la prudente táctica de Fabio Máximo en la guerra contra Aníbal, contestaba: «Si tú eres tan buen general, oblígame a combatir aunque no quiera».
Sin embargo, en la operación mencionada, Mario no tuvo más remedio que luchar, pues una tropa de rebeldes marsos atacó a sus hombres. Los romanos consiguieron repeler la ofensiva y poner en fuga a los marsos, que se internaron en una extensa zona de viñedos separados por tapias. Mario, prudente o tal vez lento de reflejos por la edad, dio orden de no perseguir al enemigo.
Al sur del viñedo se encontraba acampado Sila, que al ver la desbandada de los marsos desplegó a sus hombres y los atacó. Como resultado de las dos batallas, murieron más de seis mil enemigos y muchos más huyeron abandonando las armas sobre el terreno. Esta fue la última colaboración —si bien parece que fortuita e involuntaria— entre Mario y Sila.
Después de este éxito, Sila adquirió más protagonismo en las operaciones del año 89. Al principio sirvió bajo el nuevo cónsul, Porcio Catón. Pero cuando este pereció en combate, Sila se hizo cargo de sus tropas, y a partir de ese momento fue cosechando éxitos en Campania y en el Samnio. En cambio, Mario no conseguía ninguna victoria que le diera lustre. Al final, amargado, decidió renunciar al mando alegando que el cuerpo no le daba más de sí; algo que seguramente era cierto.
No todo fueron luces en las campañas de Sila. Aunque sus hombres lo recompensaron con la corona de hierba, también lo pusieron en un brete cuando asesinaron al legado Albino Postumio con palos y piedras. En lugar de sancionarlos, Sila dejó correr el asunto asegurando que sus hombres, por temor al castigo, lucharían a partir de ese momento con más valor para ganarse su benevolencia. Quizá no fue capaz de localizar a los culpables individuales, o es que odiaba a Postumio y no quería compartir el mando con él. Pero aquella lenidad manchó su reputación y justificó a los críticos que decían que Sila se ganaba a sus hombres no con el ejemplo, sino dejándoles manga ancha.
Tras los primeros reveses, los romanos iban reduciendo poco a poco a los rebeldes, actuando tanto en lo político como en lo militar. En el año 89 se aprobaron nuevas leyes que concedían la ciudadanía a más aliados, lo cual hace pensar que, si hubieran actuado así antes, podrían haberse ahorrado esa guerra fratricida.
Por otra parte, en noviembre cayó una de las principales fortalezas rebeldes, Ásculo. El general que la tomó fue el cónsul Pompeyo Estrabón, que la arrasó y masacró a sus habitantes en venganza por lo que habían hecho con sus convecinos romanos al principio de la guerra. La matanza no debió turbar sus sueños, pues Pompeyo Estrabón no era conocido precisamente como un alma caritativa; sus propios soldados lo temían más que respetaban. Entre los jóvenes que servían con él se encontraban tres personajes que con el tiempo se convertirían en protagonistas importantes de la historia de Roma: su hijo Cneo Pompeyo, Lucio Catilina y Marco Tulio Cicerón. Sin duda este último, hombre poco marcial, se sintió horrorizado por la matanza de Ásculo.
El conflicto aún se mantuvo un tiempo con algunos focos encendidos, como la ciudad de Nola, cerca de Nápoles, que resistía el asedio de las tropas de Sila. Este, dejando allí varias legiones, regresó a Roma a finales del año 89 para presentarse a las elecciones como cónsul. De todos los generales que habían servido en la Guerra Social, él era quien podía presentar mejor hoja de servicios; desde luego, muchísimo mejor que la de Mario, lo que sin duda colmaba de satisfacción a Sila. Como bono a favor para los votantes, había humillado en varias batallas a los enemigos más odiados de todos, los samnitas.
Esta vez no se produjo un primer intento fallido, como le había ocurrido con el cargo de pretor. A los cincuenta años, una edad relativamente tardía, Sila se convirtió en cónsul. Había vuelto a poner a su rama familiar en lo más alto del cursus honorum. Ahora, si todo iba bien, podía alcanzar logros aún mayores. La Guerra Social había distraído los recursos y la atención de la República, pero ya era hora de volver los ojos a Oriente. Allí, el expansionismo agresivo del rey Mitrídates exigía una respuesta.
Sila sabía que aquella sería una guerra como las de principios del siglo II, en la que podría conseguir la gloria y, al mismo tiempo, un botín mucho mayor que el que Mario había arrancado a cimbrios y teutones. Cuando el senado le asignó el mando de esa campaña —el otro cónsul, Pompeyo Rufo, se encargaría de apagar los últimos rescoldos de la rebelión aliada—, Sila se las prometió muy felices. Demostrando que la diosa Fortuna le sonreía, ese mismo año se casó con Cecilia Metela, viuda de Escauro, el princeps senatus, e hija del pontífice máximo. De vivir en el bajo de un bloque de apartamentos y emborracharse con actores y prostitutas, había pasado a formar parte de la élite de Roma, la ciudad más poderosa del mundo.
Poco podía sospechar Sila que las cosas se le iban a complicar. Y mucho.
Pero antes de continuar con él, debemos viajar al este para averiguar qué se cocía, o más bien qué hervía en Asia Menor.
MITRÍDATES, EL ENEMIGO
El personaje al que debía enfrentarse Sila era ya una leyenda en vida; en buena parte, porque él se había esforzado para que así fuese. Según cuenta Justino (37.2), el año en que fue engendrado Mitrídates apareció un cometa que brilló durante setenta días y arrastraba una cola tan larga que ocupaba una cuarta parte del firmamento. Del mismo modo, cuando quince años después empezó a reinar volvió a contemplarse otro cometa tan espectacular como el primero.
Los antiguos solían ver a los cometas como heraldos de desastres. En este caso, gracias a la propaganda del propio Mitrídates se consideraron indicios de su futura grandeza. ¿Llegó esta propaganda tan lejos como para inventar incluso la existencia de dichos cometas?
Esa ha sido la opinión de algunos historiadores desde hace tiempo. Sin embargo, las observaciones de los astrónomos de la corte de la dinastía Han en China confirman que en 135 y 119 aparecieron dos cometas que brillaron durante unos dos meses entre finales del verano y el otoño. En concreto, el cometa de 135 apareció en la constelación de Pegaso, lo cual explica por qué Mitrídates escogió a este caballo alado como emblema personal.
La forma más correcta de su nombre es Mitrádates, que significaría «regalo de Mitra»; por comodidad, utilizaré la forma más conocida en español. Él fue el sexto monarca de tal nombre en el Ponto y el octavo sucesor del primer Mitrídates, el llamado Ktistés o Fundador, que se independizó del gran reino seléucida hacia el año 280.
Mitrídates aseguraba asimismo que era el decimosexto descendiente del gran rey Darío de Persia y que por sus venas corría sangre de Alejandro Magno. A este lo imitaba de forma consciente en los retratos que hacía acuñar en sus monedas, y para reforzar ese vínculo simbólico se hizo con un manto que había pertenecido al rey macedonio.
La grandeza era una obsesión en Mitrídates, y todo en este personaje bigger than life resultaba desmesurado. Para empezar, él mismo. Tenía una gran estatura, cercana a los dos metros, como se podía comprobar por las armaduras que consagró en Nemea y en Delfos. Su resistencia física le permitía cabalgar ciento ochenta kilómetros en una sola jornada cambiando de monturas, y gracias a sus enormes manos y a su fuerza descomunal llegó a manejar las riendas de carros tirados por dieciséis caballos.
Su mente privilegiada se hallaba a la altura de su cuerpo. En Sínope, donde se crió, recibió una esmerada cultura griega, pero también se educó en las tradiciones iranias. Se decía de él que dominaba más de veinte idiomas y que se relacionaba con los diversos pueblos de su reino sin recurrir a intérpretes.
En estas descripciones había mucho de hipérbole, sin duda. Todo indica que era un hombre de gran tamaño, pero es posible que enviara a los santuarios griegos unas armaduras mayores de lo que le correspondían para impresionar a quienes las contemplaban, imitando un truco del que se había servido Alejandro Magno durante su campaña india. Sobre el carro, parece que la historia original hablaba de diez caballos, no de dieciséis. (La anécdota era tan popular que el emperador Nerón intentó imitarlo en una carrera en Olimpia, unció diez caballos a su carro, no consiguió hacerse con ellos y acabó dando con los huesos en la arena). En cuanto a los idiomas, probablemente dominaba algunos y otros simplemente los chapurreaba, como tantas personas que hoy día inflan sus currículos.
Otra de las leyendas que creció en torno a Mitrídates fue la de su inmunidad a los venenos. La desconfianza que sentía hacia los tóxicos era natural, puesto que su padre, Mitrídates V, murió envenenado durante un banquete en la ciudad de Sínope. Por eso el joven príncipe se dedicó a estudiar todo tipo de fármacos, que él mismo utilizaría a su debido tiempo con las personas de las que se quería librar.
Se cuenta asimismo que sus experimentos lo llevaron a ingerir cantidades minúsculas de diversos venenos, y que después las iba aumentando progresivamente con el fin de conseguir la inmunidad. Ese proceso, debido a la fama del rey, se conoció posteriormente como «mitridatismo» o «mitridatización». ¿Se trata de algo más que una leyenda? Con dosis crecientes se pueden conseguir niveles de tolerancia cada vez más altos para ciertos tóxicos, como por ejemplo el arsénico, o para las ponzoñas de algunos animales. Para protegerse de otros venenos, se supone que usó sus lecturas y sus experimentos con el fin de conseguir la fórmula de una triaca o antídoto general que se conoció como mithridatium o mitridato.[20]
Durante los primeros años, fue su madre Laódice quien gobernó en nombre de Mitrídates y de su hermano menor, Cresto, a quien prefería. Tras un sospechoso accidente de equitación, el joven Mitrídates decidió que, si quería sobrevivir, le convenía apartarse de su madre, que estaba actuando en connivencia con los asesinos de su padre. Para ello, huyó de Sínope junto con algunos amigos fieles y pasó siete años oculto en los frondosos bosques situados en la región oriental del reino. En aquellos lugares apartados endureció su cuerpo acostumbrándolo a la intemperie y dedicándose a la caza.
Transcurridos esos siete años de iniciación guerrera —un número sospechosamente místico, como tantas cosas en su vida—, Mitrídates regresó a la corte y hacia el año 113 asumió de forma efectiva el poder. Para ello tuvo que librarse de su madre y su hermano; según algunas fuentes los mató, y según otras a su madre se limitó a encarcelarla y ella falleció por causas naturales.
El reino que había heredado Mitrídates era de por sí rico en recursos, tanto materiales como humanos. En la costa norte se hallaban las ciudades griegas como Sínope o Amastris, que poseían instituciones helenas —consejos, asambleas, arcontes— y que prosperaban gracias al comercio. Más al sur había una serie de fértiles valles fluviales que corrían paralelos a la costa por detrás de las montañas; constituían el verdadero corazón del reino, y sus habitantes eran de origen asiático, gobernados por nobles de sangre irania desde sus castillos montañeses. Gracias al clima húmedo y suave, los bosques eran muy densos, sobre todo en la zona oriental, y de ellos se obtenía una madera muy apreciada para construir barcos. El Ponto abundaba también en minerales, sobre todo en hierro, y era la tierra de origen de los afamados cálibes, que según la tradición habían sido los inventores de la metalurgia del acero.
Este reino tan interesante resultaba, no obstante, muy pequeño para las ambiciones de Mitrídates, que no tardó en mostrar sus ansias de conquista. Para empezar, se dedicó a reforzar su dominio en las orillas del mar Negro. Las primeras tierras que cayeron en su poder fueron Armenia Menor y la mítica Cólquide. Esta última, la patria de la legendaria Medea, ofrecía entre otros recursos oro aluvial en forma de pepitas arrastradas por los ríos que bajaban de las montañas, y le abría una importante ruta comercial al mar Caspio.
Después de eso, entre 114 y 110, Mitrídates añadió a su reino las tierras del Quersoneso y el Bósforo Cimerio (actualmente, la península de Crimea y el estrecho de Kerch). El mar Negro se convirtió desde entonces prácticamente en un lago que dependía de él.
A partir de ese momento, sus rutas de expansión natural hacia el oeste y hacia el sur lo llevaban a chocar indefectiblemente contra los romanos. Mitrídates ya estaba resentido contra ellos, porque aprovechando la regencia de su madre le habían arrebatado territorios en Frigia, en el corazón de la península de Anatolia. Para él, Roma era un oscuro nubarrón en el oeste que, conociendo el destino que habían sufrido macedonios y cartagineses, no tardaría en abatirse sobre su propio reino.
El joven rey se preparó cuidadosamente. Entre 109 y 108 viajó de incógnito a Bitinia y a la provincia romana de Asia para espiar al enemigo. Allí descubrió que la mayoría de la gente odiaba a los romanos y a los itálicos —que para los asiáticos venían a ser lo mismo—, porque los identificaban con los recaudadores de impuestos y los prestamistas que les chupaban la sangre.
Ese rencor era aún más visceral en las capas inferiores de la sociedad, que vivían apenas por encima del nivel de subsistencia, y sobre todo entre aquellos que se habían convertido en esclavos por los abusos y las deudas. Mitrídates tomó buena nota de ello para el futuro, aunque tardaría todavía dos décadas en asestar su golpe devastador.
Durante unos años, aprovechando que los romanos andaban enfrascados en sus guerras contra Yugurta y los germanos, Mitrídates se dedicó sobre todo a los países que se extendían al sur de su reino, Galacia y Paflagonia, menos desarrollados que el Ponto. Después, en los 90, intentó apoderarse de Capadocia, un estado más extenso que hacía frontera con Cilicia. En esta última, como ya vimos, se encontraba Sila como propretor. Sila actuó con rapidez y expulsó a Gordio, el rey títere puesto por Mitrídates, para volver a poner en el trono al rey Ariobarzanes. Fue el primer choque serio entre Roma y el monarca del Ponto.
La tensión entre ambos se agravó en el año 90, cuando Mitrídates se atrevió a ir más lejos e invadió no solo Capadocia, sino también el reino de Bitinia, amigo y aliado de Roma. El rey no actuaba así a tontas ni a locas, sino aprovechando el estallido de la Guerra Social, que conocía bien gracias a sus contactos entre los rebeldes.
Pese a esa guerra, el senado decidió tomar cartas en el asunto y envió una comisión presidida por Manio Aquilio, que había sido colega de Mario como cónsul en el año 101 y durante su mandato había sofocado la revuelta de esclavos de Sicilia. Estaba considerado un buen militar, pero también un individuo codicioso y corrupto, y como tal había sido denunciado por sus abusos en Sicilia.
Para sorpresa y tal vez frustración de Aquilio, Mitrídates reculó sin combatir y abandonó Capadocia y Bitinia, a cuyos tronos regresaron los anteriores monarcas, Ariobarzanes y Nicomedes. Seguramente el rey del Ponto estaba pensando que, en cuanto se fueran los romanos, podría volver a invadir a sus vecinos.
Pero Aquilio le exigió una indemnización de guerra que Mitrídates se negó a pagar. Dispuesto a cobrársela de una manera o de otra, Aquilio ordenó a Ariobarzanes y Nicomedes que invadieran el Ponto.
En general, los romanos subestimaban a Mitrídates. Después de veinte años viendo cómo se retiraba una y otra vez como un perro al que se amenaza con un palo, creían que era tan cobarde o timorato como otros reyes de la zona y que obraría como Antíoco ante Popilio Lenas, cediendo sin rechistar. Al fin y al cabo, ¿no se trataba de un oriental? Los tópicos grecorromanos insistían en que los orientales eran blandos y afeminados, algo que se evidenciaba, por ejemplo, en que no vestían túnica sino pantalones.
Ariobarzanes, más prudente, se negó a llevar a cabo la invasión que le sugería Aquilio. Pero Nicomedes de Bitinia, que debía una gran cantidad de dinero a los prestamistas romanos, atravesó las fronteras del Ponto y llegó hasta la ciudad de Amastris, que saqueó, y además cerró la salida del mar Negro a los barcos de Mitrídates. Este envió a Pérgamo a su general Pelópidas como embajador para quejarse ante Aquilio por aquella incursión. La respuesta de Aquilio fue cargar de cadenas a Pelópidas y enviarlo de vuelta con su rey con la orden de que no se atreviera a presentarse de nuevo ante él.
Cuando Pelópidas regresó al Ponto, Mitrídates lanzó una nueva invasión contra Capadocia y en el invierno de 89/88 expulsó a Ariobarzanes por cuarta vez. Luego actuó de forma prácticamente simultánea contra todos sus atacantes, Nicomedes, Casio —gobernador de Asia— y Opio —gobernador de Cilicia.
El resultado fue un éxito total para el rey del Ponto. En cuestión de meses, logró derrotar a cuatro ejércitos. No contento con repeler las agresiones enemigas, él mismo persiguió a los invasores hasta apoderarse de Bitinia y la provincia romana de Asia. La población de esta, harta de los abusos romanos, acogió con entusiasmo la llegada de Mitrídates «el Libertador» y el «nuevo Dioniso». Muy metido en su papel, Mitrídates empezó a acuñar desde ese momento monedas en las que se proclamó a sí mismo «Grande» y «Rey de Reyes», como sus ancestros Alejandro y Darío.
Después de cuarenta años de dominación sin apenas sobresaltos, los romanos habían sido expulsados de su provincia de Asia. Las noticias llegaron a la urbe en otoño del año 89. La República, como era de esperar, declaró la guerra a Mitrídates. Pero al principio los romanos se tomaron los preparativos con cierta calma. La campaña se encomendó al cónsul del año siguiente, Sila, que en cuanto entró en el cargo empezó a organizar el reclutamiento. Debido a la Guerra Social, la República andaba tan justa de dinero que Sila incluso se vio obligado a vender tesoros que el antiguo rey Numa Pompilio había reservado para los sacrificios a los dioses, y de ellos sacaron tres toneladas de oro.
Pero lo peor estaba todavía por llegar.
LAS VÍSPERAS ASIÁTICAS
En la primavera del año 88, Mitrídates envió cartas lacradas a todos los gobernadores y autoridades que había nombrado en las ciudades de Asia Menor. El plan que exponía en ellos era de una sencillez escalofriante.
Trece días después de la fecha indicada en el mensaje, los destinatarios debían llevar a cabo sus órdenes y matar a todos los residentes romanos e itálicos de Asia. No se respetaría la vida de las mujeres ni de los niños, y sus cadáveres se abandonarían a la intemperie como pasto de perros y cuervos. En cuanto a los esclavos de esas personas, únicamente se salvarían los que hablaran otro idioma que no fuera latín. Es más, si algún siervo ayudaba a descubrir o matar a sus amos, sería gratificado con la libertad. A quien liquidara a prestamistas romanos se le condonaría la mitad de la deuda. También habría recompensas para quien denunciara dónde se escondía algún romano, y las propiedades de los muertos se repartirían al 50 por ciento entre el tesoro real y los asesinos. Si, por el contrario, alguien trataba de proteger o esconder a un romano, debía ser ejecutado.
Cuando llegó el día señalado, las órdenes de Mitrídates se cumplieron de una forma letalmente eficaz que combinó el método con el ensañamiento y el odio. Muchas personas murieron en sus casas, mientras que otras huyeron a los santuarios buscando salvación. No les sirvió de nada. Apiano cuenta cómo los efesios asesinaron a los fugitivos que se refugiaron en el templo de Ártemis, violando el recinto sagrado. Los de Pérgamo abatieron a flechazos a los que huyeron al templo de Asclepio. En Trales, un mercenario llamado Teófilo mató a sus víctimas en el santuario de la Concordia, cortando las manos a quienes se abrazaban a las estatuas de los dioses.
Escenas así se repitieron por toda la antigua provincia romana. Se dice que en un solo día, conocido por los historiadores como las «Vísperas asiáticas»,[21] perecieron ochenta mil personas. La cifra puede estar algo exagerada, pero no creo que falle en cuanto al orden de magnitud.
Fue un acto atroz, y además se llevó a cabo contra población civil. La conducta de Mitrídates en otros casos permite pensar que tenía en su interior cierta vena de sadismo, pero ahora se trataba de una acción calculada por razones políticas. Su intención era convertir en cómplice de aquel crimen a toda la población de Asia para que, unida a él por el vínculo de la sangre derramada, ya no pudiera pasarse al bando de los romanos. Y a fe que lo consiguió, pues el rencor acumulado durante tantos años estalló con una violencia y una bajeza que, por desgracia, resultan demasiado humanas como para no comprenderlas.
Si las cosas pintaban mal para Roma, todavía tenían que empeorar. Mitrídates no se conformó con borrar la presencia romana de Asia, sino que se lanzó a la conquista de Grecia. La necesitaba por razones geoestratégicas, como primer parachoques contra una invasión romana, y también por motivos de ideología y propaganda, debido al prestigio cultural de los griegos.
En otoño del 88, mientras los romanos continuaban con sus problemas internos, Mitrídates atacó las islas del Egeo. Una de las presas más deseadas por el rey era Rodas, donde se había refugiado Lucio Casio, procónsul de la provincia de Asia. Los rodios, prevenidos, reforzaron sus murallas y construyeron piezas de artillería para defenderse. Del mismo modo que habían resistido más de dos siglos antes el asedio de Demetrio Poliorcetes, ahora aguantaron todos los embates de la flota del Ponto.
Lesbos, por el contrario, sí cayó en su poder. Allí las tropas del Ponto encontraron a Aquilio, cuya codicia había encendido la chispa de la guerra. Lo montaron en un burro como escarnio y lo llevaron a Pérgamo. Mitrídates, que poseía un gran sentido teatral, lo hizo ejecutar en el teatro de Dioniso delante de miles de personas. Para saciar su sed de oro y castigar en su persona la codicia de los publicanos romanos, el rey ordenó que fundieran monedas en un crisol, le abrieran la boca a la fuerza y le vertieran el metal fundido por la garganta.
La invasión prosiguió, pasando de isla en isla para atravesar el Egeo. La flota póntica mandada por el general Arquelao tomó la isla de Delos a sangre y fuego. Allí murieron veinte mil personas. La cifra puede parecer inverosímil para una isla rocosa y sin agua que mide poco más de tres kilómetros cuadrados. Pero desde que Roma la convirtió en un puerto franco controlado por Atenas y por negotiatores itálicos, Delos había prosperado tanto gracias al comercio —sobre todo de esclavos— que buena parte de la superficie de la isla se había urbanizado. Su teatro, con capacidad para cinco mil espectadores, da idea de la población que albergaba el lugar. Después de la masacre, no obstante, Delos no volvería a ser la misma, y en algunos momentos quedó totalmente despoblada. Hoy día, según el censo de 2001, residen oficialmente en la isla catorce personas, empleadas en el yacimiento arqueológico.
En el continente, Atenas se pasó al bando de Mitrídates gracias a Aristión, filósofo epicúreo y considerado un político demagogo; esto es, líder de la facción más popular de su ciudad. Cuando Arquelao se apoderó de Atenas también se hizo con el control del Pireo, un puerto con unas defensas prácticamente inexpugnables. Desde allí pudo extender sus tentáculos al centro de Grecia y dominar la gran isla de Eubea y las regiones de Beocia y Acaya. El gobernador romano de Macedonia, de quien dependía Grecia, no pudo actuar contra él porque las tribus de Dacia, incitadas por Mitrídates, lo atacaron por aquella misma época.
LA MARCHA CONTRA ROMA
Mientras tanto, la situación en Roma no dejaba de complicarse para Sila. Cierto era que había conseguido llegar a lo más alto al ser elegido cónsul; pero, para su desgracia, ese mismo año también se convirtió en tribuno de la plebe Sulpicio Rufo, un individuo cuya personalidad lo hacía heredero de los Graco o del mismo Saturnino.
Como resultado de la Guerra Social que ya casi había concluido, muchos pueblos itálicos habían conseguido la ciudadanía romana. Sin embargo, a sus habitantes los habían inscrito en ocho nuevas tribus. Como las tradicionales eran treinta y cinco y las votaciones se hacían por bloques enteros contando cada tribu como un solo «sí» o un solo «no», a la hora de la verdad casi todo solía estar decidido antes de que les llegara el turno de votar a las últimas ocho tribus donde se aglomeraban los aliados.
Sulpicio propuso que los nuevos ciudadanos fueran repartidos dentro de las treinta y cinco tribus de toda la vida, de modo que su peso fuera equitativo. Ambos cónsules se opusieron a él, aunque uno de ellos, Pompeyo Rufo, era amigo suyo.
Buscando otras alianzas, Sulpicio se volvió hacia Mario y los équites. Entre los jóvenes de esta clase reclutó una especie de ejército privado al que llamó «el antisenado». Como favor adicional al orden ecuestre, presentó una ley para que los senadores que tuvieran deudas de más de dos mil denarios fueran expulsados de la cámara: era un golpe al senado y al mismo tiempo un favor a aquellos équites a los que se debía dinero.
Por supuesto, Sulpicio no podía evitar que el senado se opusiera a sus medidas, de modo que decidió imitar a otros tribunos como Saturnino o los hermanos Graco y llevó sus propuestas a la asamblea del pueblo. Para evitar la votación, los cónsules Pompeyo Rufo y Sila intentaron disolverla decretando un iustitium, una suspensión temporal de todos los negocios públicos.
Sulpicio no se amilanó y se presentó con seguidores armados mientras los cónsules estaban delante del templo de Cástor y Pólux celebrando una contio (una asamblea informativa, no legislativa, para entendernos). Se desató una sangrienta batalla en pleno Foro en la que perdió la vida el hijo del cónsul Pompeyo. Este se escabulló como pudo, y el mismo Sila tuvo que huir y se refugió nada menos que en la casa de Mario.
¿Fue casualidad o buscó a Mario sabiendo que poseía cierta influencia sobre Sulpicio y era el único que podía detener los disturbios? Algo debieron de negociar ambos; aunque los historiadores no cuentan qué fue, lo más probable es que Sila accediera a levantar el iustitium y dejar que la asamblea siguiera adelante.
Después de aquello, Sila pudo salir de casa de Mario, y se dirigió a Capua y a Nola, donde tenía al grueso de sus legiones manteniendo el asedio de la ciudad.
Roma quedó, pues, en poder de Sulpicio y su hueste privada. Cuando llegó la asamblea, no se limitó a presentar las propuestas de las que hemos hablado, sino otra que suponía una puñalada en la espalda de Sila y que los votantes aprobaron: retirarle el mando de la campaña contra Mitrídates y entregárselo a Mario.
Mario andaba a punto de cumplir los setenta y sus problemas de salud le habían hecho renunciar al generalato unos meses, durante la Guerra Social. A pesar de todo, estaba obsesionado con volver a conquistar la gloria militar para convertirse de nuevo en el primer hombre de Roma, ya que había comprobado que como político y excónsul el senado no le trataba con el respeto que merecía alguien que había sido saludado como tercer fundador de la ciudad.
Una vez que la asamblea convocada por Sulpicio otorgó el mando a Mario, ambos enviaron a Nola a dos tribunos militares con la orden de relevar a Sila, conducir las tropas al norte y entregárselas al anciano general.
Sila, al que habían pillado por sorpresa, reaccionó con rapidez. Si accedía a lo que se le exigía, toda su carrera dirigida a obtener el consulado habría sido en vano. Imaginemos a un hombre de cincuenta años recapitulando sobre su vida anterior y descubriendo que de pronto todo carecía de sentido y que su trayectoria se podía resumir en una palabra.
Fracaso.
Hay que añadir que, si Sila renunciaba a sus tropas, su vida probablemente corría peligro. De todas formas, el motivo principal para lo que hizo no fue su seguridad personal, sino su honor.
Sila convocó a sus soldados a una asamblea y les expuso la situación. Manipulándola a su manera, evidentemente. Les aseguró que no solo le iban a arrebatar a él el mando de la guerra contra Mitrídates —lo cual era cierto—, sino que Mario estaba dispuesto a licenciarlos a ellos para llevar a cabo su campaña con soldados diferentes —algo que ya resultaba más difícil de demostrar—. Serían otros hombres y no ellos, les dijo, quienes vengarían los crímenes de Mitrídates, quienes conquistarían la gloria y, sobre todo, un botín como no se había visto en Roma desde hacía mucho tiempo.
¿Estaban dispuestos a ello?
«¡No!», fue el clamor unánime de los soldados.
Los oficiales, por su parte, asustados ante lo que se avecinaba, abandonaron a Sila. Únicamente se quedó con él el cuestor Licinio Lúculo, uno de sus hombres más fieles. En cualquier caso, la espantada de los oficiales no era tan importante, puesto que los centuriones, los auténticos profesionales del ejército, podían hacerse cargo perfectamente de las cohortes e incluso, en el caso de los primipilos, de las legiones.
Cuando llegaron los dos tribunos enviados por Sulpicio y exigieron a Sila que les entregara las fasces, las tropas los apedrearon hasta matarlos. Después, representantes de los propios soldados le pidieron a Sila lo que este ya había imbuido en sus cabezas y que veía como la única solución:
Marchar contra Roma.
Aquello era inconcebible, algo que jamás había ocurrido en la historia de la ciudad. En los primeros tiempos de la República, Coriolano había tratado de atacar Roma, pero al frente de un ejército enemigo, no de legiones formadas por romanos.
Para muchos autores, el hecho de que los soldados estuvieran dispuestos a seguir a Sila era una consecuencia lógica de las reformas que habían empezado con Mario y que habían profesionalizado hasta cierto punto el ejército: los legionarios, pensando en el botín presente y en unas tierras futuras a modo de jubilación, eran más leales al general que les podía conseguir ambas cosas que a la misma República.
Es una interpretación verosímil, pero no la única. Por una parte, los soldados no eran leales por igual a todos los generales. Así se demostró durante los años siguientes, cuando tropas de ejércitos diversos desertaron en masa abandonando a sus mandos para pasarse al bando de Sila.
Es evidente que Sila se ganaba a sus hombres gracias a su carisma y a su talante cercano. Pero también gracias a algo que se suele pasar muy alto: a que era un gran general. Los soldados bajo su mando podían confiar más que los de otros jefes en que con él ganarían batallas, lo que se traducía en las dos prioridades fundamentales de los soldados de casi todas las épocas: mantenerse con vida y conseguir botín.
Al dirigirse a la urbe con legiones armadas, Sila parecía estar saltándose todas las normas divinas y humanas. Pese a ello, él podía aducir que en Roma había dejado de imperar la ley, puesto que dos cónsules habían tenido que huir del Foro para salvar la vida y la violencia y el matonismo se imponían en las calles. Cuando le salió al paso una delegación encabezada por los pretores Bruto y Servilio y le preguntó la razón por la que marchaba contra su patria, Sila contestó con sincera convicción: «Para liberarla de sus tiranos».
Los soldados de Sila, demostrando hasta qué punto apoyaban a su jefe, atacaron a los lictores de ambos pretores y les rompieron las fasces, mientras que a ellos dos les arrancaron a jirones las togas senatoriales. Cuando Bruto y Servilio regresaron a Roma y se presentaron sin los símbolos visibles de su imperium, cundió el pánico.
Mientras Sila proseguía su avance con seis legiones completas, unos treinta y cinco mil hombres, Mario y Sulpicio trataron de organizar la defensa de la ciudad. No se trataba de un asunto fácil: por falta de amenazas cercanas, las murallas de Roma no se encontraban en buen estado y era dudoso que resistieran un asedio. De momento, Mario y Sulpicio tomaron represalias contra algunos amigos de Sila, a los que dieron muerte. Los demás huyeron de la ciudad y se unieron al ejército sublevado, incluido su colega de magistratura Pompeyo Rufo.
Sila debía de albergar dudas sobre lo que iba a hacer. Aunque lograra vencer a sus enemigos, ¿cómo lo verían los romanos? ¿Como un libertador o más bien como un tirano peor que Mario y Sulpicio?
Según contó él mismo en sus memorias, su confianza creció cuando se le apareció en sueños Ma, una divinidad a la que había conocido en Capadocia y que los romanos identificaban con Belona, diosa de la guerra. Ma le puso en la mano un relámpago, como si de un nuevo Júpiter se tratara, nombró a sus enemigos uno por uno y les dijo que los aniquilara. Él así hizo, y todos desaparecieron. Al despertar se sintió mucho más seguro de lo que iba a hacer, y así se lo contó a Pompeyo Rufo. Incluso encargó que le grabaran en un sello el momento en que Ma le entregaba el relámpago.
¿Era sincero Sila o se había inventado aquello? Todo en su vida induce a pensar que creía ser un elegido de los dioses, en particular de Ma-Belona y de Apolo. Al fin y al cabo, los sueños, a su manera ilógica y desordenada, representan ante nuestra visión interior los contenidos de la mente, mezclando recuerdos antiguos con elementos de nuestro imaginario y con preocupaciones recientes. ¿Por qué no iba a soñar Sila lo que en realidad deseaba soñar, que su marcha contra Roma contaba con el beneplácito de los dioses?
El senado todavía le mandó más embajadas. Conforme se acercaba a la ciudad, el tono de los intermediarios sonaba cada vez menos amenazante y más conciliador. La cuarta llegó cuando Sila y sus legiones se hallaban en un lugar llamado Pictas, a menos de diez kilómetros de Roma.
Los miembros de la legación le dijeron que el senado había decidido por votación mantenerle todos sus derechos. Sila prometió pensárselo y ordenó a sus agrimensores que midieran el campamento como si pensara instalarse allí. Pero en cuanto partieron los enviados, mandó tras ellos un destacamento que se apoderó de la puerta Esquilina, situada en la zona este de la ciudad, y de las murallas adyacentes. Parte de esa avanzadilla incluso cruzó la puerta y se adentró en las calles, pero tuvo que retroceder cuando la gente empezó a arrojar piedras y tejas desde las azoteas.
Sila no tardó en llegar con el grueso de sus tropas. Tras dejar una legión en la puerta Esquilina, otra en la puerta Colina al mando de Pompeyo, una tercera en el puente Sublicio y una cuarta en reserva, entró con las otras dos. Al comprobar que los defensores seguían disparando desde los tejados, él mismo tomó una antorcha en la mano y ordenó a sus hombres que prendieran fuego a los edificios y soltaran flechas incendiarias, igual que había hecho Escipión Emiliano en Cartago. Ante la amenaza, muchos ciudadanos se escondieron en las casas renunciando a la violencia y otros se retiraron hacia el centro de la ciudad.
La resistencia todavía no había terminado. Cerca del Foro, en el Esquilino, las tropas que Mario y Sulpicio habían reclutado a toda prisa se enfrentaron contra los hombres de Sila. Como señala Apiano, fue la primera vez que la lucha política, que más de una vez había ensangrentado las calles de Roma, se convirtió en una guerra formal bajo las águilas y a golpe de trompeta.
Los hombres de Sila no podían maniobrar bien por falta de espacio, lo que anulaba su ventaja numérica, de modo que empezaron a retroceder. El propio cónsul, como haría más de una vez en batallas posteriores, tomó un estandarte y se lanzó a combatir en primera fila. Espoleados por el ejemplo de su general, los soldados cargaron con fuerza y pusieron en fuga a los enemigos.
Desesperado, Mario llamó a gritos en su ayuda incluso a los esclavos que contemplaban la batalla, prometiéndoles la libertad. Al ver que nadie acudía, renunció a seguir combatiendo y huyó de la ciudad, acompañado por parte de sus seguidores.
Pese a los rumores que tildaban a sus soldados de turba indisciplinada, Sila logró contenerlos para que no saquearan la urbe, recordándoles que estaban en Roma y no en una ciudad conquistada. Para ello, hizo ejecutar en la vía Sacra a algunos a los que habían sorprendido en pleno pillaje. Después de una noche muy tensa, al día siguiente convocó a la asamblea y dijo que a partir de ese momento todas las leyes que se votaran tendrían que pasar antes por la aprobación del senado. De ese modo, esperaba domesticar de nuevo a los tribunos y evitar que se repitieran situaciones como las que había vivido desde joven y que, en su caso particular, habían estado a punto de arrebatarle la gloria.
Todas las leyes aprobadas por Sulpicio fueron revocadas. Al tribuno se le declaró enemigo público y se le condenó a muerte junto con Mario y otros diez líderes populares; un número relativamente moderado, teniendo en cuenta el cariz que habían tomado las cosas. El único de ellos al que echaron el guante encima fue a Sulpicio, que fue descubierto y ejecutado en su villa de Laurento gracias a la traición de un esclavo. Este recibió la libertad como recompensa, y después fue arrojado por la Roca Tarpeya como castigo por su deslealtad.
¿Qué ocurrió con Mario? El viejo general había recuperado en parte su forma física, ya que desde que se le concedió el mando de la guerra se había dedicado a ir todos los días al Campo de Marte para entrenarse con los jóvenes. Eso le vino bien, pues en su huida de Roma corrió mil peripecias que darían para una novela entera. Tras llegar a Ostia tomó un barco hacia el sur, pero una tormenta le obligó a tomar tierra en el promontorio conocido como monte Circeo. Durante días vagó por esas tierras sin apenas alimentos, acompañado únicamente por unos cuantos partidarios a los que trataba de animar asegurándoles que, según una profecía, todavía estaba destinado a conseguir un séptimo consulado.
Al llegar a las cercanías de la ciudad de Minturnas, les salió al paso un escuadrón a caballo que los andaba buscando. Mario y sus compañeros huyeron a la playa, y al ver dos barcos mercantes que navegaban cerca de la costa se arrojaron al agua y nadaron hasta ellos. Los acompañantes de Mario lograron escapar en una nave, pero los tripulantes de la otra, por temor de los perseguidores, llevaron a Mario a la orilla y lo abandonaron en la desembocadura del río Liris con algunas provisiones.
El vencedor de los cimbrios y los teutones, el gran Mario —a punto de cumplir los setenta, no lo olvidemos—, se encontraba ahora completamente solo. Tras atravesar las marismas y pantanos de la región, un lugar insalubre y plagado de mosquitos, llegó a la cabaña de un anciano, que lo escondió en un agujero junto al río y lo camufló echándole cañas por encima. Pasado un rato, Mario oyó ruidos que provenían de la choza y supo que sus perseguidores estaban casi encima de él. Abandonando sus ropas, salió del agujero y se zambulló en las aguas cenagosas del pantano para huir a nado. Allí lo atraparon y, desnudo como estaba, lo llevaron a Minturnas y lo confinaron en casa de una mujer llamada Fania.
Los magistrados de la ciudad sabían que Mario se había convertido en enemigo público y que su deber era ejecutarlo. Pero nadie en la ciudad estaba dispuesto a ser su verdugo, hasta que un soldado de caballería de origen cimbrio, que sin duda guardaba cuentas pendientes con él, se presentó voluntario para la tarea.
Acero en mano, el cimbrio entró en la casa, que se hallaba en penumbras. Al acercarse al jergón sobre el que reposaba Mario, este se levantó, y al cimbrio le pareció ver que de los ojos del viejo general brotaban chispas sobrenaturales. «¡Tú! —exclamó Mario—. ¿Vas a atreverte a matar a Cayo Mario?».
El vencedor de Aquae Sextiae y Vercelas conservaba todavía una presencia tan imponente que el cimbrio, preso de un terror supersticioso, salió corriendo de la casa sin dejar de gritar: «¡No puedo matar a Cayo Mario! ¡No puedo matar a Cayo Mario!».
Aquello conmovió a la gente de Minturnas. No olvidemos que tenían en su ciudad a una leyenda viviente, al hombre que había salvado a Roma e Italia del peligro más grave desde los tiempos de Aníbal. Alguien así, a sus ojos, irradiaba un brillo y un poder similar al de un dios, por lo que matarlo era una especie de sacrilegio.
Para comprender hasta qué punto lo veían así, cuando lo llevaban hacia el mar para embarcarlo en una nave con provisiones, los habitantes de la ciudad se toparon con la tesitura de perder tiempo rodeando el bosquecillo sagrado de Marica, lo que podía significar que aparecieran los perseguidores de Mario. Un anciano dijo en ese momento: «¡Ningún camino está prohibido si sirve para salvar a Mario!». Aquello hizo que todos vencieran sus escrúpulos religiosos, atravesaran la arboleda y llevaran a Mario hasta la nave.
Así llegó Mario a la pequeña isla de Enaria, la actual Isquia, en el golfo de Nápoles, donde se reunió con sus anteriores compañeros de viaje. De allí, tras nuevas aventuras, arribó a tierras de Cartago, pero el gobernador Sextilio lo expulsó como enemigo público. Mario volvió a huir y se dirigió a Cercina, un pequeño archipiélago situado en el golfo de Túnez. En aquel lugar se reunió con su hijo Mario, que había escapado de Numidia después de tener su propio romance novelesco con una de las concubinas del rey Hiémpsal.
Mientras Mario sufría todas estas tribulaciones, Sila se dedicó a hacer reformas en Roma para recortar el poder de la asamblea de la plebe y evitar que una situación como la de Sulpicio se volviera a repetir. Pero cuando llegó el momento de presidir las elecciones a cónsul para el año 88, comprendió que, pese a sus legiones, el poder que mantenía en Roma era precario. El candidato al que apoyaba, Servilio Vatia, fue rechazado por los votantes. Los dos elegidos fueron Cneo Octavio y Lucio Cornelio Cinna. Este, sobre todo, era declarado enemigo de Sila y seguidor de Sulpicio y Mario.
Sila aceptó los resultados a regañadientes. Actuar contra Mario, que era un ciudadano privado, y contra Sulpicio, un tribuno de la plebe, era una cosa. Utilizar a sus tropas contra dos cónsules electos otra bien distinta.
Lo cierto era que se hallaba en un brete. La situación en Oriente era cada vez más grave. Mitrídates tenía en su poder Asia Menor y buena parte de Grecia. Si no lo frenaban pronto, ¿quién sabía de qué sería capaz? Macedonia se hallaba en peligro, y tal vez incluso Italia.
Sila no podía demorar su partida por más tiempo. Antes de marchar, exigió a Cinna que jurara respetar las leyes que había promulgado desde su entrada en Roma. El nuevo cónsul subió al Capitolio y, delante de testigos, agarró una piedra, la tiró y dijo en tono solemne: «Si no mantengo mi benevolencia hacia Sila, que me arrojen fuera de la ciudad del mismo modo que yo arrojo esta piedra».
Era todo lo que podía pedir Sila de momento. Había otra amenaza pendiente, un ejército situado en la comarca del Piceno y al mando de Pompeyo Estrabón, que había sido cónsul en el año 89 y mantenía un imperium proconsular. Sila consiguió que el senado derogara ese mandato y le entregara las tropas a su colega Pompeyo Rufo, que en pocos días iba a salir del cargo como él. Rufo era hombre de su confianza, por lo que Sila pensaba que, con aquellas legiones en territorio italiano, podría tener controlado a Cinna.
Para su desgracia, cuando Pompeyo Rufo llegó a Piceno, las tropas se amotinaron contra él y lo lincharon. Pompeyo Estrabón, tras manifestar hipócritamente su pesar por lo ocurrido, volvió a tomar el mando de aquel ejército.
Las cosas no pintaban bien para Sila. Sin embargo, no le quedaba otro remedio que partir ya, pues el imperium proconsular que le había otorgado el senado valía únicamente para la campaña contra Mitrídates. Por fin, tras dejar algunas tropas en Nola con Apio Claudio para que concluyera el asedio, se dirigió a Brindisi para embarcar hacia Oriente.
Todavía no había abandonado Italia cuando un tribuno de la plebe, obedeciendo instrucciones del nuevo cónsul Cinna, presentó una acusación contra Sila por alta traición. Por el momento, no sirvió de nada, pues el poder del tribuno no alcanzaba fuera de las murallas de la ciudad y Sila, como procónsul, no podía ser juzgado. Esa era una de las pocas ventajas de las que gozaba: una vez fuera del recinto de la ciudad, un magistrado con imperium como él tenía menos limitaciones que en la propia Roma, e incluso poseía un poder de vida y muerte representado simbólicamente por las hachas que sus lictores introducían dentro de los haces de abedul.
Aquella acusación instigada por Cinna era un siniestro presagio de lo que le aguardaba. Pese a ello, a principios del año 87 Sila embarcó con cinco legiones, cruzó el estrecho de Otranto y se plantó en el Epiro. Que actuara así, sabiendo que tenía a un temible adversario enfrente y a sus verdaderos enemigos detrás, y que lo más probable era que su propia ciudad no le enviara refuerzos ni dinero, demuestra que se hallaba muy convencido de que era un hijo predilecto de la Fortuna.
EL ASEDIO DE ATENAS Y EL PIREO
La situación en ambas orillas del Egeo era complicada. Sila había conseguido cruzar el Adriático en naves de transporte, pero no contaba con el apoyo de una flota digna de tal nombre y apenas llevaba consigo fondos para mantener al ejército.
Lo más urgente era recuperar el control de Grecia. Sila se puso en marcha desde Tesalia y atravesó Beocia en dirección a Atenas. Cuando se acercó a Tebas, que se había declarado a favor de Mitrídates, la ciudad cambió rápidamente de bando. Sila aceptó su alianza, pero tomó nota para el futuro de lo volubles que eran los tebanos.
Mientras tanto en Atenas, el supuesto tirano Aristión ordenó reforzar las defensas. Al mismo tiempo, el general póntico Arquelao, el mismo que había devastado la isla de Delos, se instaló con su flota en el Pireo, el puerto de la ciudad.
Cuando llegó al Ática, la comarca de Atenas, Sila decidió llevar a cabo dos cercos simultáneos. En el pasado se habría tratado de un solo asedio, puesto que en tiempos los Muros Largos, un estrecho corredor fortificado de unos seis kilómetros, unían la ciudad y el Pireo. Pero en la época de Sila las murallas se hallaban casi en ruinas y Atenas había quedado separada del mar: justo lo que quería evitar el gran Pericles cuando ordenó construirlas.
Sila empezó el doble cerco en otoño del año 87. El lugar que más le interesaba y donde concentró sus esfuerzos personales era el Pireo. La tarea se presentaba harto complicada. Las murallas medían casi veinte metros de altura, tanto como un edificio de cinco plantas, y estaban construidas en gruesos sillares de piedra. En su interior albergaban una pequeña ciudad dotada de un puerto grande y dos más pequeños, todos ellos protegidos por bocanas que podían cerrarse con cadenas en el remoto caso de que Sila hubiera tenido barcos para atacarlos.
Como era habitual al principio de un asedio, Sila intentó sorprender a los defensores o al menos tentar sus fuerzas, y apenas llegó envió a sus hombres al asalto con escalas y poco más. La ofensiva fracasó y perdió suficientes hombres como para darse cuenta de que iba a necesitar algo más que escalas para tomar aquellas enormes murallas.
Sila instaló su campamento principal en la zona de Eleusis, a unos veinte kilómetros de Atenas. Allí, lejos de posibles ataques enemigos, empezó a construir máquinas de asedio que luego remolcó a Atenas y el Pireo usando diez mil mulas. En ello le ayudó Tebas: aunque los tebanos fuesen poco fiables como aliados, siempre que se tratara de perjudicar a los atenienses estaban dispuestos a apuntarse, y en esta ocasión proporcionaron a los romanos hierro y catapultas ya manufacturadas.
Al mismo tiempo, Sila ordenó levantar terraplenes para llegar a la altura de las murallas. Como material extrajo de las ruinas de los Muros Largos sillares, vigas y tierra de relleno. Para el cerco de Atenas, además, taló los bosques sagrados de la Academia y del Liceo, donde en tiempos habían dado clases Platón y Aristóteles. (No fue la única acción que los griegos le echaron en cara como impía. Andaba tan corto de fondos que para mantener a su ejército tuvo que requisar los tesoros de los principales centros religiosos de Grecia: el oráculo de Apolo en Delfos y los santuarios de Zeus en Olimpia y Asclepio en Epidauro).
Como en todos los asedios, el ejército sitiador no podía estar constantemente reunido y alerta, por lo que los defensores realizaban salidas de cuando en cuando para pillar desprevenidos a grupos de forrajeadores o para destruir las máquinas de guerra. Por suerte para Sila, disponía de sus propios informantes dentro del Pireo: dos esclavos que, por obtener su libertad o alguna otra recompensa, grababan mensajes en bolas de plomo que lanzaban con hondas al exterior, fingiendo que defendían la muralla. Así averiguaron los romanos, por ejemplo, que la infantería de Arquelao iba a hacer una salida contra los obreros que trabajaban en el terraplén al mismo tiempo que la caballería debía atacar a las tropas por los flancos. Gracias a esa sorpresa pudieron abortar la operación y matar a bastantes atacantes.
Tras levantar el terraplén, Sila hizo transportar dos bastidas o torres de asedio cuesta arriba para acercarlas a la muralla. Arquelao, a su vez, ordenó erigir otras dos torres en el interior. Sin ser colosos de cuarenta y cinco metros como la Helépolis que construyó Demetrio Poliorcetes para expugnar Rodas, esas bastidas se levantaban a gran altura y tenían varios pisos provistos de ventanas. Desde ellas, las máquinas balísticas disparaban sin cesar sobre los trabajadores del terraplén y los operarios de las máquinas romanas.
Aunque no hubiera llegado la era de la pólvora, las armas de artillería poseían gran alcance: al hablar de César y Pompeyo, veremos cómo los barcos las usaban para castigar posiciones de infantería en la costa en auténticos bombardeos mar-tierra. Algunas de estas máquinas, como las que usó Sila en este asedio, podían disparar hasta veinte grandes bolas de plomo a la vez. Sin duda, los duelos entre estas torres debían de ser espectaculares, con enormes proyectiles silbando por los aires y dejando estelas de fuego y humo a su paso.
Arquelao recibió refuerzos por mar, y decidió aprovecharlos para sacar a sus tropas y romper el cerco. El combate estuvo indeciso durante un rato, hasta que una legión que se había alejado para cortar leña apareció como refuerzo y decidió la lucha a favor de los romanos. En esa acción destacó un legado de Sila, Licinio Murena. Por parte enemiga, el propio Arquelao, en una operación en que demostró su valentía, se quedó aislado fuera de la muralla y se salvó de ser muerto o capturado gracias a que le tiraron unas cuerdas desde el parapeto y lo izaron por los aires hasta el adarve.
Sila había comprendido que mientras las tropas de Mitrídates dominaran el mar no tendría nada que hacer: ni podía asegurar sus vías de comunicación y suministro, ni le era posible asaltar el Pireo ni, por supuesto, reconquistar las islas del Egeo o pasar a Asia Menor.
Rodas sufría sus propias dificultades y no podía enviar barcos, de modo que Sila decidió mandar a uno de sus legados, Lúculo, en una arriesgada misión para reunir naves. Lúculo, que más tarde destacaría como general en aquellas mismas tierras, partió con una flotilla compuesta por seis naves ligeras griegas. Cambiando de barcos de cuando en cuando para no ser descubierto, llegó primero a Creta, y después viajó a Cirene y Alejandría.
EL TIEMPO DE CINNA
Llegó el invierno del año 87, y con él malas noticias de Roma. Como era de esperar, Cinna se había dedicado a desmantelar todo lo que Sila había intentado construir. Para empezar, repartió por las treinta y cinco tribus a los nuevos ciudadanos itálicos tal como había propuesto el difunto Sulpicio.
La violencia regresó a las calles, en esta ocasión entre los partidarios de ambos cónsules, Octavio y Cinna. Tras varios combates callejeros y mucho derramamiento de sangre, Cinna se vio obligado a huir de la ciudad. El senado lo declaró enemigo del Estado y nombró cónsul a Lucio Cornelio Mérula, el flamen dialis o sacerdote principal de Júpiter.
Cinna se dirigió a Campania, donde Apio Claudio seguía al mando de la legión que había dejado Sila para tomar Nola. Por el camino se le unió Quinto Sertorio, antiguo legado de Mario y uno de los militares más dotados de su tiempo. Cuando ambos llegaron a Nola, los hombres de Apio Claudio se pasaron en masa a su bando. Como cónsul depuesto, Cinna imitó a Sila y marchó contra Roma con un ejército que se fue engrosando por el camino gracias a miles de voluntarios que se sumaban a sus filas, muchos de ellos antiguos aliados itálicos y ahora nuevos ciudadanos a los que sus medidas favorecían.
Al mismo tiempo, un viejo conocido apareció en liza. Al enterarse de lo que estaba ocurriendo en Italia, Mario y sus seguidores abandonaron su retiro en África y desembarcaron en tierras etruscas. Allí, Mario ofreció la libertad a todos los esclavos que abrazaran su causa y emprendió el camino hacia Roma, que ahora se veía amenazada simultáneamente desde el norte y desde el sur. El antiguo salvador de la República, lleno de un odio salvaje por sus enemigos, llevaba ropas raídas y no se había cortado el cabello ni la barba desde que lo expulsaron de Roma, lo que le confería un aspecto aterrador.
Cinna y Mario se aliaron de nuevo, pero Mario demostró enseguida que las operaciones militares corrían a su cargo. Tras tomar Ostia y apoderarse de las naves cargadas de grano, avanzó hasta el Janículo, el monte que dominaba la margen oeste del Tíber, y asedió Roma. El hambre obligó a los sitiados a capitular, y enviaron una delegación a Cinna y a Mario proponiéndoles abrirles las puertas siempre que mostraran clemencia con los ciudadanos.
Cinna pareció aceptar, pero no sirvió de gran cosa. La entrada de ambos en la ciudad se convirtió en un baño de sangre. Durante cinco días y cinco noches, los invasores dieron rienda suelta a su furia y saquearon la ciudad, dando muerte a los enemigos de Mario y de Cinna. Al cónsul Octavio, que se había negado a abandonar la ciudad, le cortaron la cabeza y se la llevaron a Cinna. Este la clavó a la Rostra, el estrado de los oradores en pleno Foro, una bárbara costumbre que se repetiría desde entonces en varias ocasiones.
No fue Octavio el único noble romano que encontró la muerte. También cayeron el célebre orador Marco Antonio, Publio Craso y Lucio César, todos ellos excónsules. Mario no respetó tan siquiera a su colega en el mando en la batalla de Vercelas, Lutacio Catulo, quien al saber que le esperaba la muerte llenó una habitación de carbones encendidos, cerró las ventanas y murió asfixiado por los gases. Sila se salvó porque estaba en Grecia, pero se le declaró enemigo público, sus propiedades fueron confiscadas y los seguidores de Mario incendiaron su casa. A esas alturas, su esposa Metela había huido ya de la ciudad con sus dos hijos.
Los desmanes más terribles los cometían los llamados «bardieos», esclavos liberados que servían como guardaespaldas de Mario y que asesinaban obedeciendo sus órdenes o, a veces, un simple cabeceo de su barbilla. Pero sus tropelías no se limitaban a esto, sino que entraban a asaltar casas, asesinaban a los hombres y violaban a sus mujeres delante de sus hijos. Finalmente, el propio Cinna decidió tomar cartas en el asunto y mandó a Sertorio con tropas que sorprendieron a los bardieos durmiendo en el campamento y acabaron con aquella plaga.
En cuanto a Mario, estaba decidido a cumplir la profecía y convertirse en cónsul por séptima vez, de modo que se hizo elegir con Cinna como colega. A estas alturas, la mente del vencedor de los cimbrios se había desquiciado; quién sabe si por las privaciones sufridas durante su huida, por el odio, por la edad o por una mezcla de todo. Según Plutarco, empezó a sufrir pesadillas y terrores nocturnos, y pensando en que Sila pudiera regresar oía en sus sueños un hexámetro que repetía: «Temible es la guarida del león aunque esté ausente» (Mario, 45).
El miedo y la obsesión le impedían dormir bien, de modo que bebía y se emborrachaba en juergas poco apropiadas para un septuagenario; algo de lo que dio testimonio el gran filósofo y científico Posidonio, que a la sazón visitaba Roma y se entrevistó con él.
Durante uno de esos banquetes, Mario se dedicó a repasar su vida delante de sus amigos. Tras reflexionar sobre las grandes mudanzas que había sufrido su fortuna, les dijo que no le parecía sabio confiar por más tiempo en la suerte. Después se metió en cama para no levantarse más, y murió siete días más tarde. El término que utiliza Plutarco para su enfermedad es «pleuritis», una inflamación de la pleura. Considerando su edad, los abusos cometidos y la prolongada inmovilidad en la cama, es muy verosímil que se le encharcaran los pulmones.
Un final triste para el hombre que había salvado a Roma. Si se hubiera retirado de la política después de su victoria en Vercelas, el veredicto de la historia sobre Cayo Mario habría sido mucho más positivo. Como político, no supo estar a la misma altura que como general. O no le dejaron: si sus colegas senadores lo hubieran respetado como tanto deseaba, si hubieran admitido que aquel homo novus se convirtiera en censor o incluso en princeps senatus, tal vez Mario se habría conformado con mantenerse en el honroso segundo plano de una vieja gloria y la República se habría ahorrado muchas vidas.
O no. Los posibles futuros del pasado son tan imprevisibles como nuestro propio porvenir.
LA CAÍDA DE ATENAS
En invierno del año 87, aunque era una época peligrosa para la navegación, Metela y sus dos hijos cruzaron el mar junto con otros partidarios de Sila para reunirse con él.
Para Sila debió de ser un momento muy amargo cuando supo que se había convertido en enemigo público, que su casa era un montón de escombros y cenizas y que muchos amigos y seguidores suyos habían sido asesinados. El doble asedio, además, se prolongaba, y para mantenerlo necesitaba unos fondos que Roma no le iba a enviar. No sería de extrañar que en las largas noches de invierno Sila se dedicara a rumiar su venganza.
Pero había asuntos más urgentes que atender. Decidido a acabar con Sila, Mitrídates envió desde Asia un gran ejército que atravesó Tracia y Macedonia para luego dirigirse hacia el sur. Por suerte para los romanos, su general, un hijo de Mitrídates llamado Ariarates, murió en Tesalia, y el ejército se demoró mientras se nombraba a su sustituto Taxiles.
Entretanto el cerco de Atenas empezaba a rendir sus frutos, aunque fuera en la siniestra forma de la hambruna. Si bien Arquelao se esforzaba por llevar provisiones a la ciudad desde el Pireo y en ocasiones lo conseguía, las tropas de Sila abortaban la mayoría de sus intentos. Pronto el escaso trigo que quedaba en Atenas empezó a venderse a precios desorbitados. Algunos hervían sus propios zapatos para comerse el cuero, otros intentaban sustentarse con los hierbajos que crecían en la Acrópolis y los más desesperados incluso cayeron en el canibalismo.
La gente empezó a murmurar contra Aristión. Este intentó negociar la paz, pero Sila se negó, sobre todo cuando los oradores de la comitiva pretendieron darle una lección de historia. De creer a Plutarco, había algo personal en el rechazo de Sila, ya que Aristión se dedicaba a lanzarle pullas desde las murallas, metiéndose con las manchas rojas que le salían en la cara y comparándolo con un pastel de harina salpicado de moras. Aunque no suene demasiado convincente como motivo, resulta un pasaje interesante por la descripción física de Sila.
A finales de febrero del año 86, a los romanos les llegó información de que había un punto débil en la muralla de Atenas, la zona del Heptacalcón, entre la puerta Sagrada y la del Pireo. Sin perder tiempo, el 1 de marzo Sila envió hombres con escalas mientras otros atacaban la muralla. Los defensores se hallaban tan debilitados por el hambre que apenas pudieron oponer resistencia.
Los romanos entraron con gran estruendo de trompetas y mataron y saquearon a su antojo hasta el punto de que, en un tono algo hiperbólico, Plutarco cuenta que por el barrio del Cerámico corrían ríos de sangre. Muchos atenienses se dieron muerte a sí mismos por temor a los romanos. No es de extrañar si conocían aquel pasaje de Polibio en que explicaba cómo los romanos, cuando tomaban una ciudad enemiga, despedazaban incluso a los perros.
Los indicios arqueológicos señalan que Atenas sufrió enormes daños en aquel asalto final. En el año 480 había conocido una gran destrucción material cuando la tomaron los persas; pero en aquella ocasión la ciudad se hallaba prácticamente desierta y únicamente murieron los testarudos defensores de la Acrópolis. Después, en 404, cuando se rindió tras un largo asedio, sus habitantes se salvaron de la matanza indiscriminada que proponían los tebanos y los corintios gracias a la generosidad de los espartanos, que alegaron que una ciudad que había combatido contra el invasor persa no merecía ser destruida.
Eso mismo salvó ahora a Atenas de una masacre peor. Cuando varios senadores y exiliados griegos rogaron a Sila que detuviera la carnicería, el procónsul contuvo a sus hombres y declaró que, en honor de los antiguos atenienses y de sus grandes gestas, perdonaba a los vivos a cuenta de los muertos. En cualquier caso, Atenas nunca se recuperó de aquel golpe ni volvió a actuar como estado independiente.
En cuanto a Aristión, él y unos cuantos seguidores se refugiaron en la ciudadela de la Acrópolis, que era prácticamente inexpugnable. Por si acaso, antes de subir, Aristión ordenó quemar el Odeón, un monumento de los tiempos de Pericles, con el fin de que los romanos no aprovecharan sus vigas para construir máquinas de asedio. Sila encargó a uno de sus oficiales, Curión, que cercara la Acrópolis, y se concentró a partir de ese momento en la segunda presa, el Pireo, mucho más difícil de conquistar y más importante estratégicamente.
Allí, en la muralla, se habían producido combates constantes que Apiano narra de una forma casi cinematográfica, basándose con toda probabilidad en las memorias de Sila. Cuando el terraplén llegó por fin a la altura del muro, los romanos llevaron encima las máquinas de asalto. Pero los defensores no se quedaron mirando mano sobre mano, sino que abrieron galerías por debajo de su propia muralla y se dedicaron a sacar tierra de debajo del terraplén enemigo.
El gran talud empezó a hundirse de repente. Los romanos, percatándose de lo que sucedía, retiraron las máquinas y rellenaron de nuevo el terraplén. Después imitaron a los enemigos y perforaron túneles hacia la muralla. Llegó un momento en que los hombres que excavaban por ambos bandos se encontraron bajo tierra. En aquellas galerías angostas y oscuras como toperas se libró un siniestro combate a punta de lanza y espada.
Entretanto, los romanos habían vuelto a acercar las máquinas y empezaron a batir las murallas con los arietes, hasta que un lienzo se desplomó. Por la brecha se colaron asaltantes que dispararon andanadas de proyectiles incendiarios contra la torre enemiga más cercana, al mismo tiempo que los soldados más valientes trepaban a las alturas con escalas. Pese a la enconada defensa de los soldados de Arquelao, la torre acabó ardiendo.
Bajo tierra, los hombres de Sila habían logrado minar parte de los cimientos de la muralla, que ahora se sostenía únicamente sobre vigas de madera atravesadas en el vacío. Los zapadores romanos llenaron los huecos con estopa, azufre y brea y prendieron fuego a la mezcla. La conflagración hizo que la pared se derrumbara en varios puntos, arrastrando en su caída a los hombres que combatían sobre ella. El estrépito asustó al resto de los defensores; temiendo que la parte de muro bajo sus pies pudiera colapsarse también, muchos de ellos abandonaron sus posiciones.
No obstante, al acercarse la noche, Sila comprobó que sus hombres se hallaban agotados y ordenó toque de retirada. Los defensores repararon los daños, y al día siguiente los romanos se encontraron ante un nuevo muro construido a modo de media luna. Aprovechando que el mortero estaba húmedo, decidieron atacarlo enseguida. Pero la forma cóncava de aquella especie de baluarte invertido permitía que los defensores concentraran sus disparos desde tres puntos a la vez sobre los soldados de Sila, por lo que estos tuvieron que retirarse.
Toda esta escena que Apiano narra como si hubiera ocurrido una sola vez debió de repetirse en más de una ocasión. Después, en marzo, la caída de Atenas permitió a los romanos redoblar sus esfuerzos contra el Pireo concentrando más recursos. Sila volvió a lanzar un asalto general, con andanadas de proyectiles que barrían los muros para obligar a los defensores a agazaparse o huir del adarve, mientras los arietes protegidos por manteletes golpeaban la pared sin cesar.
El entrante en forma de media luna, que seguía húmedo, fue el primero en caer. Pero cuando los romanos penetraron por la brecha, descubrieron que al otro lado se alzaba un segundo muro, y detrás de este aún más bastiones, de modo que tomarlos se convirtió en un trabajo interminable.
Sila, no obstante, estaba decidido a culminar aquel asalto y se multiplicó entre sus hombres, animándolos a insistir en la ofensiva. Arquelao, dándose cuenta de que aquella ofensiva era propia de locos —maniode la llama Apiano—, decidió abandonar su posición y se retiró con sus hombres a Muniquia, un reducto incluso más inexpugnable dentro del propio Pireo y que además estaba rodeado por mar, de modo que Sila no podía atacarlo.
De todas formas, Arquelao no se quedó demasiado tiempo allí. El ejército del Ponto ya se había puesto en marcha desde Tesalia, y Mitrídates envió a Arquelao la orden de que abandonara el Pireo y relevara a Taxilas al mando de aquellas tropas.
Según Plutarco, en aquella enorme hueste había cien mil soldados de infantería, diez mil de caballería y noventa carros provistos de hoces en las ruedas. Aunque poner en duda las fuentes antiguas siempre es problemático, resulta difícil de creer un número tan elevado, principalmente por cuestiones logísticas, porque organizar a un ejército tan grande habría sido una pesadilla. Tengamos en cuenta, además, que no estaba formado por «mulas de Mario», lo que significa que por cada soldado había al menos un asistente. Si reducimos a la mitad el número de soldados, obtendremos una cifra más razonable y similar a la que movían otros ejércitos helenísticos. En cualquier caso, no deja de ser una conjetura.
LAS BATALLAS DE QUERONEA Y ORCÓMENO
Cuando supo que aquel ejército venía hacia el sur, Sila decidió abandonar la comarca del Ática y dirigirse a la región vecina de Beocia. Pero antes de irse, ordenó destruir las fortificaciones del Pireo para evitar que volvieran a servir de base al enemigo. Fue otra gran desgracia para la posteridad, porque no perdonó ni tan siquiera la Skeuotheke o Arsenal. Aquel edificio de ciento veinte metros de longitud que unía el puerto militar al Ágora del Pireo era una obra maestra de tiempos de Alejandro diseñada por el arquitecto Filón. Como tantas obras perdidas del pasado, ahora solo podemos imaginar cómo habría sido en su momento de esplendor.
Algunos criticaron a Sila por dirigirse a Beocia, ya que allí había algunas llanuras que resultaban apropiadas para desplegar los carros y la caballería, y eso, en teoría, favorecía al enemigo. Pero Sila se hallaba convencido, como casi todos los generales romanos, de que podía vencer en campo abierto. Además, tras el prolongado asedio de Atenas y el Pireo, en el Ática apenas quedaba alimento para sus hombres y necesitaba el trigo de los fértiles llanos de Beocia.
Existía una razón más. En Tesalia había seis mil hombres al mando del legado Lucio Hortensio, un general muy competente que había venido desde Italia en algún momento después de Sila. Es posible que aquellas tropas fueran la avanzadilla del ejército que Cinna había decidido enviar a Grecia bajo el mando de su colega Valerio Flaco, el cónsul que había nombrado tras la muerte de Mario.
La intención de Cinna era que Flaco relevara a Sila como general en Grecia y Asia. Eso quiere decir que, si Hortensio era legado de Flaco, debería haberse opuesto a Sila. Pero una vez en Tesalia, Hortensio comprendió que si quería que él y sus hombres sobrevivieran, lo mejor era pasarse al bando del procónsul, por lo que le envió mensajeros para unirse a él.
Ambos quedaron en reunirse en Beocia. Gracias a los servicios de un guía que lo llevó a través del monte Parnaso, Hortensio pudo viajar por una ruta paralela a la que seguía el ejército de Arquelao sin que los enemigos lo descubrieran. Sus seis mil soldados supusieron un refuerzo bienvenido para Sila, que veía cómo la Fortuna a la que tanto se encomendaba le guiñaba un ojo.
Cuando Arquelao llegó a Beocia, él y Sila jugaron al ratón y al gato durante tres días en una serie de complicadas maniobras con las que el general de Mitrídates buscaba cortar las líneas de comunicación romanas. Por fin, la batalla se libró en una llanura cerca de la ciudad de Queronea. Si hacemos caso a Plutarco, eran ciento diez mil pónticos contra quince mil romanos. Que fueran cincuenta mil contra treinta y cinco mil suena mucho más verosímil.
Sila colocó al grueso de su infantería en el centro y desplegó a la caballería en las alas, poniendo a su legado Murena al mando del flanco izquierdo. Hortensio y sus hombres se apostaron en la ladera que dominaba la llanura de Queronea por la parte sur. Su misión era actuar como reserva y no perder de vista la acción para acudir en auxilio allí donde fueran necesarios. Sila sabía de sobra que tendría que recurrir a las cohortes de Hortensio, porque el frente del enemigo era más amplio que el suyo. Además, Arquelao disponía de amplia superioridad en caballería e infantería ligera, unidades de gran movilidad con las que, a buen seguro, intentaría flanquear a las legiones romanas.
Apenas empezaron las hostilidades, Sila ordenó a su infantería avanzar hacia el enemigo a través de la llanura. Al tomar la iniciativa, los legionarios dejaron sin espacio al arma psicológica de Arquelao, los carros falcados. De esta manera, evitaron que adquirieran la velocidad suficiente como para que las afiladas hoces de sus ruedas sembraran estragos. En palabras de Plutarco, cuando aquellos vehículos no lograban acelerar eran tan ineficaces como un proyectil que no tiene impulso. Los hombres de Sila detuvieron la carga de los carros sin dificultad y, cuando la mayoría de los aurigas hicieron volver grupas a sus caballos, se mofaron de ellos y gritaron entre aplausos «¡Que salgan más, que salgan más!», como si se encontraran en el circo contemplando las carreras.
A continuación, la primera fila romana cargó contra el centro enemigo, compuesto por una falange de escudos apretados entre los que sobresalían las afamadas sarisas macedónicas, picas de más de cinco metros de longitud que ofrecían un espectáculo pavoroso. Pero los romanos, siguiendo el ejemplo de sus antepasados en Pidna, lanzaron sus pila para desordenar la falange y después intentaron apartar las sarisas moviendo sus espadas de lado a lado para abrirse paso y llegar al cuerpo a cuerpo, donde los hoplitas enemigos se hallaban en desventaja. Simultáneamente, por encima de sus cabezas, sus compañeros disparaban flechas incendiarias y jabalinas, que poco a poco sembraron la confusión entre las tropas enemigas.
Mientras ambas infanterías chocaban, Arquelao estaba intentando —y consiguiendo— flanquear a Murena en el ala izquierda del ejército romano. Hortensio acudió en su ayuda con cinco cohortes, pero Arquelao mandó dos mil jinetes contra él antes de que pudiera tomar contacto con Murena y lo sorprendió al pie de la ladera, amenazando con rodearlo.
Desde el otro lado del campo de batalla, Sila divisó el peligro. Sin perder tiempo, tomó a la caballería de su ala derecha, que todavía no había trabado contacto con el enemigo, y la llevó por detrás de sus legiones para acudir en socorro de Murena y Hortensio.
Arquelao distinguió el estandarte de Sila entre la nube de polvo que levantaban los jinetes enemigos y comprendió que ahora era el flanco derecho romano el que había quedado desprotegido. Demostrando sus reflejos como general, dejó allí para luchar contra Murena a sus khalkaspídes o «escudos de bronce», una unidad de infantería de choque. Olvidándose por el momento de Hortensio, tomó de nuevo a su caballería y se la llevó hacia el otro extremo del campo.
¿Qué podía hacer Sila? De pronto, en medio de la polvareda, oía gritos que le llegaban de ambos lados, repetidos además por el eco de las colinas que lo rodeaban. No podía acudir a todas partes al mismo tiempo, así que decidió dejar a Hortensio con cuatro cohortes para reforzar a Murena y él mismo tomó a la otra cohorte con la caballería y acudió de nuevo a la derecha.
La llegada del general a un punto del campo de batalla siempre reforzaba la moral de los soldados que combatían allí, máxime si venía apoyado por caballería, con el efecto psicológico del tamaño combinado de corcel y jinete y el intimidante estruendo de los cascos al galopar. Al ver a Sila, los legionarios del flanco derecho cobraron nuevos ánimos, cargaron contra el enemigo y lograron romper sus filas.
Comprendiendo que era el momento decisivo, ese instante en que un último esfuerzo logra desequilibrar la balanza, Sila ordenó una ofensiva general. Por fin, la moral del enemigo se quebró y se produjo la desbandada. Arquelao trató de refugiarse en el campamento, pero al ver que los romanos lo asaltaban huyó de allí con los supervivientes y pasó a la isla de Eubea por el canal del Euripo. Este es tan angosto que hoy se cruza por puentes, uno de los cuales no llega a cien metros de longitud. Sin embargo, los romanos no tenían barcos para atravesarlo, de modo que no pudieron evitar que Arquelao se les escapara.
Tras la batalla, Sila reunió parte del botín conquistado y prendió una gran pira para dar gracias a los dioses. También erigió dos trofeos con sendas inscripciones, una en griego para dedicarle el triunfo a Nike, la Victoria, y otra en latín para Marte y Venus. Asimismo, en la ciudad de Tebas se celebraron juegos y obras teatrales para festejar el resultado de la batalla.
Por esas fechas cayó el último reducto de Atenas, la Acrópolis. Acuciados por la falta de agua, Aristión y el resto de los defensores se entregaron a Curión, que había quedado al mando del último asedio. Al saberlo, Sila ordenó que los ejecutaran a todos menos a Aristión, aunque un tiempo después también le dieron muerte.
Poco después de la batalla, a Sila le llegó la noticia de que el ejército de Valerio Flaco, que se suponía que iba a quitarle el mando, había desembarcado en el Epiro y se dirigía a Tesalia. Él mismo se puso en marcha hacia el norte dispuesto a salirle al paso, y no precisamente para entregarle sus legiones.
Pero mientras se hallaba de camino le llegaron novedades alarmantes. Mitrídates había enviado un nuevo ejército, mandado por Dorileo. Las tropas, que llegaron a la isla de Eubea en una gran flota, se reunieron allí con los restos del ejército de Arquelao y volvieron a cruzar el canal para invadir Beocia.
Sila no podía permitirse dejar al enemigo a sus espaldas, de modo que regresó al sur con sus legiones y se dispuso a librar la segunda gran batalla del verano del año 86. El lugar donde se enfrentaron esta vez fue Orcómeno, en una llanura a unos diez kilómetros al este de Queronea. Allí, en la orilla sur del lago Copais (en realidad, más que un lago era una vasta marisma), se libró una primera escaramuza. El resultado fue adverso para el ejército del Ponto. Dorilao, que había llegado algo subido de humos, comprobó que Arquelao tenía razón al decirle que no convenía combatir de frente a los romanos, y le cedió el mando.
Decidido a una táctica de desgaste, Arquelao acampó en la parte este de la llanura, la más pantanosa. Sila quería combatir, pero eligiendo el escenario. Y, puesto que de nuevo se hallaba en inferioridad numérica y aquella explanada no le convenía, decidió transformarla como buen romano. Para ello, sus hombres empezaron a cavar zanjas de tres metros de anchura a ambos lados del campo de batalla elegido, estrechándolo de tal manera que los jinetes enemigos no pudieran flanquearlos como había estado a punto de ocurrir en Queronea.
Arquelao, percatándose de lo que ocurría, mandó a su caballería contra los hombres que excavaban. Estos, por supuesto, contaban con la protección de soldados armados. Pero los que se hallaban situados en la parte izquierda del campo no resistieron el ataque y empezaron a recular.
Aquello era justo lo que quería evitar Sila. Si aquellas zanjas no se terminaban, los carros y la caballería enemiga podrían desplegarse por allí, atravesar la llanura y atacar a su ejército por la retaguardia en una maniobra envolvente.
La situación era tan grave que Sila comprendió que debía motivar a sus hombres con el ejemplo. Sin dudarlo, bajó de su caballo, tomó con sus propias manos un estandarte y corrió entre sus hombres mientras gritaba: «¡Para mí será hermoso morir aquí, romanos! ¡Pero vosotros, cuando os pregunten dónde abandonasteis a vuestro general, recordad esto y contestad que en Orcómeno!».
Avergonzados, los fugitivos frenaron su huida y mantuvieron el terreno mientras dos cohortes del flanco derecho acudían en su ayuda. Gracias a eso, Sila consiguió hacer retroceder a la caballería de Arquelao y sus hombres prosiguieron excavando.
Sin embargo, el enemigo no se iba a rendir fácilmente, y lanzó una nueva ofensiva. La caballería atacó por el flanco derecho, donde combatió y murió con valor Diógenes, yerno de Arquelao.
Mientras tanto, en el centro, Arquelao había dispuesto una triple línea de combate: primero los carros falcados, a continuación la falange de sarisas y detrás de esta más infantería de choque, entre la que había tropas itálicas, muchos de ellos esclavos fugados.
Sila había desplegado asimismo a sus legiones en triple formación, pero a la manera romana, dejando amplios huecos entre las unidades. Sin que lo viera el enemigo, los hombres del segundo escalón habían clavado en el suelo largas estacas que apuntaban hacia delante, una técnica defensiva conocida más tarde como «caballo de Frisia».
Cuando los carros cargaron una vez más, los hombres del primer escalón abrieron pasillos ante su avance, mientras que los del segundo se refugiaron tras las estacas. Al mismo tiempo, todo el ejército gritó al unísono y los soldados de infantería ligera dispararon sus flechas y jabalinas. Muchos de los vehículos enemigos, que en esta ocasión habían cobrado algo más de impulso, se enredaron entre las estacas, donde fueron presa fácil para los romanos. Otros dieron media vuelta, pues los caballos se habían espantado con aquel griterío, y fuera de control se volvieron contra su propia falange, sembrando el caos en sus filas.
Arquelao reaccionó enviando jinetes al centro desde las alas, pero Sila le salió al paso con los suyos. En aquel campo reducido, Arquelao no pudo hacer valer su superioridad en caballería y fue rechazado. El avance romano continuó imparable, empujando a los enemigos de regreso a su campamento. Llegó un momento en que los arqueros del ejército póntico se encontraron tan presionados que ya no podían usar los arcos, de modo que sacaban las flechas de las aljabas a puñados y las agarraban como espadas para herir a los romanos con sus puntas. Finalmente, todos tuvieron que retroceder hasta la empalizada y pasaron una noche terrible entre muertos y heridos.
Al día siguiente, al ver que los romanos estaban rodeando su campamento con un foso a menos de doscientos metros de su empalizada, Arquelao comprendió que iban a quedar cercados y, pese a la derrota de la víspera, lanzó una última ofensiva desesperada. De nuevo, los romanos los hicieron retroceder, hasta que se entabló una batalla encarnizada en una esquina de la empalizada. Allí destacó un tribuno llamado Basilo, que trepó el primero al parapeto enemigo y abrió el camino a los demás para que entraran en tromba y tomaran el campamento.[22]
Por segunda vez, Sila había derrotado de forma aplastante a una fuerza superior en número. Las bajas enemigas fueron tantas que, según nos cuenta Plutarco, natural de esa región, doscientos años después de la batalla todavía se encontraban entre el agua y el barro yelmos, fragmentos de corazas y arcos y espadas (Sila, 21).
Arquelao consiguió escapar de nuevo. Esta vez, como los romanos habían dispuesto vigías en la llanura que llevaba hacia el mar, se vio obligado a huir hacia el interior y esconderse durante dos días entre los juncales de la ciénaga. Desde allí, describiendo un rodeo, logró llegar a la costa y embarcó para refugiarse de nuevo en la isla de Eubea.
Tras la victoria, Sila se vengó de las poblaciones beocias que habían acogido al enemigo imponiéndoles duras multas. A Tebas, la ciudad más importante de la zona, le confiscó la mitad de su territorio para devolver con sus rentas los tesoros que había tomado de Delfos y los demás santuarios.
LA PAZ DE DÁRDANOS
Después de aquello ya no se libraron grandes batallas en Grecia, que quedó de nuevo bajo control romano. Entretanto, en Asia las tornas también estaban cambiando y Mitrídates sufría sus propios problemas. Al conquistar la provincia romana, el rey del Ponto había beneficiado sobre todo a las clases inferiores, redistribuyendo tierras y liberando esclavos. Las élites locales no se sentían demasiado contentas con él, y cuando les llegaron noticias de las victorias de Sila, no tardaron en conspirar para asesinar a Mitrídates. En una de aquellas conjuras participaron cuatro de sus amigos, hombres influyentes de Esmirna y de Lesbos, mientras que en Pérgamo se organizó otro complot con ochenta implicados.
Para combatir contra aquella oposición, Mitrídates recurrió a la tortura y el terror, e hizo ejecutar a más de mil quinientas personas en Asia Menor. Pero pronto le llegaron malas noticias de otros flancos. En Galacia, con el fin de prevenir futuras rebeliones, había invitado a un banquete a los gobernantes locales y los había hecho asesinar a traición junto con sus mujeres y sus hijos. Sin embargo, tres de ellos lograron escapar, organizaron la resistencia y expulsaron a las tropas del Ponto.
Por otra parte, el ejército romano enviado por Cinna seguía camino hacia el este. Su jefe, Valerio Flaco, que era un mediocre general, no duró demasiado tiempo, porque un subordinado llamado Fimbria hizo que los soldados se amotinaran contra él y lo asesinaran. Después, Fimbria tomó el mando y cruzó a Asia Menor. Tan solo contaba con dos legiones, pero Mitrídates tampoco tenía demasiadas tropas que oponerle, ya que había enviado dos ejércitos a Grecia. Tras arrasar varias ciudades, Fimbria consiguió expulsar a Mitrídates de su base en Pérgamo y lo persiguió hasta la ciudad costera de Pitane, donde consiguió cercarlo.
Por otra parte, la flota que tanto esperaban los romanos había aparecido por fin: tras conseguir barcos en Chipre, Fenicia, Panfilia y Rodas, Lúculo se había dedicado a recorrer la costa de Asia Menor saqueando e infligiendo varias derrotas a los enemigos.
Fimbria pidió ayuda a Lúculo para cerrar el cerco sobre Mitrídates también por mar. Allí podría haber terminado esa guerra y las siguientes tal vez ni habrían existido. Pero Sila, que estaba en contacto con Lúculo, le prohibió de modo terminante colaborar con Fimbria: si este conseguía atrapar al rey del Ponto, toda la gloria de aquella guerra en la que Sila llevaba más de un año empeñado iría a parar a sus manos.
Lúculo obedeció a su superior y Mitrídates logró escapar. Los últimos reveses habían hecho comprender al rey que debía renunciar, al menos de momento, a sus planes de dominación sobre el Egeo, de modo que ordenó a Arquelao que se pusiera en contacto con Sila para entablar conversaciones de paz.
Pese a que habían sido encarnizados enemigos en el campo de batalla, cuando Sila y Arquelao se conocieron personalmente no tardaron en simpatizar, algo no tan inusitado entre generales de bandos contrarios que han aprendido a respetarse a fuerza de tretas y contratretas. Mientras negociaban y viajaban hacia Asia, Arquelao se convirtió en huésped del procónsul, que tuvo incluso la deferencia de detener toda la expedición para esperar a que el general de Mitrídates se repusiera de una enfermedad.
Durante las conversaciones entre ambos, Arquelao recordó a Sila que Mitrídates había sido amigo de su padre (un dato que ya mencionamos y que hace pensar que el progenitor de Sila no era un personaje tan oscuro como se suele afirmar). El general romano contestó con patente sarcasmo que Mitrídates había necesitado perder ciento sesenta mil hombres para acordarse de esa amistad. La cifra es muy exagerada, porque volvemos a algo que ya hemos comentado a menudo: derrotar a un ejército no significaba destruirlo por completo, y los autores antiguos disparaban cifras con tanta alegría como los convocantes de manifestaciones.
Por otra parte, Sila, cuyas memorias son la fuente principal de esta historia, albergaba buenos motivos para hinchar la cifra de enemigos muertos: ciento sesenta mil eran exactamente el doble que los ochenta mil romanos e itálicos asesinados en las Vísperas asiáticas. Podía presentar aquel «dos por uno» como una venganza cumplida. Porque, en realidad, Mitrídates iba a acabar yéndose de rositas, algo que Sila sabía que depertaría la indignación en muchos romanos, y necesitaba argumentos para justificarse.
La paz entre ambos se firmó en Dárdanos, un lugar situado cerca de Troya. Los términos eran los siguientes: Mitrídates se retiraría de la provincia de Asia, y también devolvería Bitinia a su legítimo soberano Nicomedes y Capadocia a Ariobarzanes, aquel rey de quita y pon. Asimismo, pagaría dos mil talentos como indemnización de guerra y entregaría a los romanos cincuenta naves de guerra perfectamente equipadas. Para sellar el acuerdo, Sila terminó abrazando y besando a Mitrídates como aliado de Roma.
Nadie que hubiera combatido antes con Roma había salido jamás tan bien librado. Las pérdidas de Mitrídates se reducían a los dos mil talentos y los cincuenta barcos, que alguien con sus recursos se podía permitir con cierto desahogo. Renunciar a los territorios que había arrebatado por la fuerza únicamente suponía regresar al statu quo anterior a la guerra sin perder nada de lo que tenía.
A las tropas de Sila no les hizo ninguna gracia aquel acuerdo. Después de haber masacrado a decenas de miles de compatriotas, se permitía a Mitrídates regresar impune a su reino y llevarse de Pérgamo todos los tesoros que había saqueado durante esos años.
Para evitar un motín, Sila explicó a sus tropas que si Mitrídates se aliaba con Fimbria —lo que significaba hacerlo con Cinna—, se iban a ver en problemas, de modo que era mejor dejar las cosas como estaban. ¿Llevaba razón?
Aunque tal vez habría podido terminar la guerra contra el rey del Ponto y ahorrarle a Roma futuros quebraderos de cabeza, Sila tenía sus motivos. Una cosa era derrotar a Mitrídates en Grecia, en campo abierto. Otra bien distinta combatirlo dentro su propio reino, un país de relieve complicado que Mitrídates conocía a la perfección y que habría que conquistar de valle en valle y de montaña en montaña. Sería una guerra larga y cara, cada vez más lejos de Roma.
Y el peor problema se hallaba, precisamente, en Roma. Allí Sila contaba cada vez con menos partidarios, mientras que Cinna había afianzado su poder todavía más haciéndose elegir para un tercer consulado.
Con Mitrídates en retirada, lo más urgente era encargarse de Fimbria, que estaba acampado en Tiatira, a las afueras de Pérgamo. Cuando Sila acudió allí, los soldados de Fimbria empezaron a pasarse en masa a su bando: el carisma que siempre había poseído Sila se veía multiplicado ahora por la aureola de vencedor que rodeaba al general que había tomado Atenas y derrotado a dos ejércitos del Ponto. Fimbria, comprendiendo que no tenía nada que hacer, renunció al mando, fue a Pérgamo y se suicidó en el templo de Asclepio.
Ahora que se había librado de la amenaza más apremiante, Sila se tomó las cosas con cierta calma. En primer lugar, tenía que reorganizar la provincia de Asia, donde Roma había perdido muchos años de ingresos. Para compensarlos y también como indemnización de guerra, condenó a las ciudades que habían apoyado a Mitrídates a pagar veinte mil talentos, diez veces más que el rey. Con el fin de recolectar esa suma, dividió la región en cuarenta y cuatro distritos y envió a sus soldados como cobradores, ya que la red de publicanos había desaparecido después de las Vísperas asiáticas.
Las represalias no se detuvieron aquí. Las ciudades que se negaron a obedecer vieron cómo sus murallas eran demolidas y sus habitantes vendidos como esclavos. Las demás —excepto las que habían apoyado a Roma, como Magnesia o Rodas— tuvieron que alojar a los hombres de Sila durante el invierno del 85-84, pagando dieciséis dracmas al día a cada soldado y cincuenta a los centuriones. Esas dieciséis dracmas equivalían más o menos a sesenta y cuatro sestercios, lo que significa que en una sola semana cobraban casi cuatrocientos cincuenta sestercios, el equivalente a su sueldo anual. No es de extrañar que con eso y con el reparto del botín los soldados olvidaran cualquier intención de amotinarse.
En verano del año 84, Sila regresó a Europa con un convoy de naves tan largo que necesitó tres días para llegar de Éfeso al Pireo. A Grecia, que había quedado muy empobrecida por la guerra, le tocó sobrellevar de nuevo la manutención del ejército romano. Curiosamente, pese a la destrucción que había sembrado en Atenas, a Sila se le levantaron estatuas en la ciudad e incluso el festival anual en honor de Teseo se rebautizó con su nombre.
Como buen aristócrata romano, Sila aprovechó aquellos meses para dedicarse a una mezcla de turismo y saqueo. En Eleusis, donde había acampado durante el asedio de Atenas, se hizo iniciar en los misterios de Deméter y Perséfone. También se apoderó de varias bibliotecas completas, gracias a lo cual se leyeron en Roma obras de Aristóteles y Teofrasto hasta entonces desconocidas. Por desgracia, algunas de las naves que transportaban aquellos tesoros culturales se perdieron, como una en la que viajaba un célebre cuadro del pintor Zeuxis.
En aquella época sufrió un grave ataque de gota, que le entretuvo algún tiempo más. Para curárselo, visitó unas fuentes termales en el norte de la isla de Eubea. No sabemos si era muy aficionado a la carne, pero al vino sí, lo que no podía venirle bien a su afección.
EL REGRESO A ITALIA Y LA GUERRA CIVIL
Mientras Sila estaba en Asia y Grecia, no había dejado de cruzar cartas con el senado. Aquel intercambio de misivas había empezado por iniciativa de Lucio Flaco, que era por entonces el princeps senatus. Para hacerse valer, Sila alardeaba en sus mensajes de los logros militares de toda su vida, que empezaban por la campaña contra Yugurta y proseguían con una larga lista hasta la derrota de Mitrídates. Después le recordaba al senado que su mujer y sus hijos habían tenido que huir de Roma para salvar su vida. Por eso, anunció, estaba dispuesto a tomar venganza y castigar a sus enemigos, que también lo eran de la República.
Temiendo las consecuencias de esta venganza y buscando la conciliación, el senado envió una delegación a Sila. Este exigió, para empezar, que se anulara su declaración como enemigo público y que se le restituyeran sus propiedades y todos sus honores. Por supuesto, lo mismo debía hacerse con sus amigos.
Mientras los senadores buscaban un acuerdo, le pidieron a Cinna que no reclutara nuevas tropas, algo que parecería una medida hostil. Haciendo caso omiso, Cinna se autoproclamó cónsul junto con su colega Papirio Carbón. De este modo ninguno de los dos tuvo que presentarse en Roma para convocar las elecciones, y en su lugar se dedicaron a reclutar un ejército por toda Italia.
Una vez dispuestas sus tropas, Cinna se las llevó a Ancona, un puerto situado en la región del Piceno. Su intención era cruzar el Adriático para enfrentarse a Sila en Grecia. De ese modo, le evitaría a Italia los horrores de una nueva guerra tan sangrienta como la que habían librado Roma y los aliados.
Aunque todavía no había llegado el invierno, la época en que el mar se cerraba a la navegación (una prohibición que muchos generales se saltaban en caso de urgencia), el segundo convoy de naves sufrió una tormenta. Para desánimo de Cinna, los supervivientes que arribaron de nuevo a la costa italiana no regresaron al campamento en Ancona, sino que desertaron y volvieron a sus ciudades de origen.
Cinna convocó a los demás soldados a una asamblea con la intención de arengarlos para evitar ulteriores defecciones. Pero la violencia flotaba en el ambiente. Cuando un soldado se negó a abrir paso a la comitiva del cónsul, un lictor le golpeó con las fasces. Un segundo legionario salió en defensa de su compañero agrediendo al lictor. Aquello desató una pelea multitudinaria y las iras se concentraron sobre Cinna. Mientras los hombres que estaban a unos metros de distancia le lanzaban piedras, los que se hallaban más cerca de él desenvainaron sus armas y lo mataron a cuchilladas.
De manera tan indigna terminó quien había sido el hombre más poderoso de Roma durante casi cuatro años, Lucio Cornelio Cinna. Hay que señalar que, pese a la forma tan violenta en que entró en Roma con Mario, luego se había comportado con suficiente moderación como para conseguir apoyos entre el senado. Como punto positivo de sus consulados, gracias a medidas como la reducción de las deudas a la cuarta parte, Cinna había logrado mejorar la situación económica, que era crítica después de la Guerra Social.
El otro cónsul, Papiro Carbón, prefería no tener un colega que le hiciera sombra, de modo que se negó a viajar a Roma para presidir la elección. Pero cuando los tribunos amenazaron con despojarlo de su cargo, no tuvo más remedio que ceder y regresar a la ciudad. Antes de los comicios, sin embargo, se produjeron diversos auspicios negativos, como un rayo que cayó en el templo de la diosa Ceres, por lo que los augures decretaron que el cónsul terminase el año en solitario. Carbón renunció al plan de Cinna de cruzar a Grecia por miedo a otro motín, e incluso hizo regresar a los soldados que ya se encontraban en Dalmacia.
Eso no significaba que deseara la paz con Sila. Tanto Carbón como los demás partidarios del difunto Cinna estaban convencidos de que, si el senado y Sila llegaban a un acuerdo, ellos iban a acabar muy mal. Su única posibilidad de supervivencia política y seguramente personal era vencer a Sila con las armas, por lo que se negaron a cualquier componenda con él.
Los cónsules elegidos para el año 83 fueron Escipión Asiático y Cayo Norbano, el mismo que había conseguido el destierro de Servilio Cepión por el desastre de Arausio y el supuesto robo del oro de Tolosa. Ambos eran de la facción «antisilana», lo que no auguraba precisamente una reconciliación con Sila.
En la primavera de ese año, por fin, las tropas de Sila se concentraron en Dirraquio, un puerto situado en la actual Albania. Al mando de Asia había dejado a su legado Murena con dos legiones. Él llevaba consigo cinco legiones, seis mil jinetes y diversos contingentes aliados que había reclutado en Grecia. En total, contaba con cuarenta mil soldados.
Eso le dejaba en inferioridad numérica ante sus adversarios. La mayoría del senado, por temor a la venganza de Sila, había decretado el senatus consultum ultimum, y con él en la mano, los dos cónsules y Carbón —que conservaba un mando proconsular en Italia— habían reclutado más de cien mil hombres en Italia.[23]
Pero Sila gozaba de una gran ventaja sobre sus enemigos. Todos sus soldados poseían experiencia de combate, tanto en escaramuzas como en asedios y grandes batallas campales, mientras que la mayoría de las legiones que lo aguardaban en Italia estaban compuestas por reclutas bisoños.
La diferencia fundamental era que, en una época en que cada vez se producían más motines, los hombres de Sila le eran leales hasta la muerte. Olvidadas las privaciones de los primeros meses de campaña, para ellos la estancia en Asia Menor y la segunda visita a Grecia habían supuesto una recompensa. Los mismos soldados que al empezar el asedio de Atenas habían amenazado con insubordinarse sentían ahora tal devoción por su general que no solo le prestaron un juramento de fidelidad, sino que incluso se ofrecieron a dejarle dinero para la inminente campaña en Italia. Sila, conmovido, aceptó el juramento y se negó a recibir el dinero; cierto es que a esas alturas fondos no le debían faltar.
Cuando Sila y sus hombres desembarcaron en Brindisi, el principal puerto del tacón de la bota italiana, no encontraron ninguna oposición. Pese a su superioridad numérica, los dos cónsules y Papirio Carbón le entregaron voluntariamente el sur de Italia.
Desde Brindisi, Sila se dirigió hacia el norte. Como ya había anticipado —las cartas cruzaban el mar sin cesar—, pronto se unieron a él nuevos aliados. Entre ellos se hallaba el hijo de Cecilio Metelo Numídico, conocido como Metelo Pío por el afán que había puesto en que su padre regresara del destierro. Venía de Liguria, procedente de África, con tropas y rango proconsular.
De África llegó también Marco Licinio Craso, que llevaba consigo dos mil quinientos hombres reclutados en Hispania. Craso, de quien hablaremos con más detalle en el capítulo sobre Espartaco, llegaría a convertirse en el hombre más rico de Roma gracias en parte a su apoyo a Sila. Otro noble que se unió a sus filas fue Lucio Sergio Catilina, famoso por los discursos acusatorios que le dedicó Cicerón y por la monografía de Salustio La conjuración de Catilina. Si atendemos a estas dos fuentes, se trataba de un tipo siniestro, aunque no se le podían negar la inteligencia y el valor militar.
Pero de todos los personajes que se unieron a Sila, el que más brillante carrera haría en el futuro era un joven de solo veintidós años. Se llamaba Cneo Pompeyo, a secas; dos nombres nada más, como Cayo Mario, aunque él mismo se añadiría más tarde el epíteto de Magnus, «grande».
Cneo Pompeyo era hijo de Pompeyo Estrabón, del cual había heredado una inmensa red de clientes en la región del Piceno. Gracias a ella había reclutado por su cuenta la legión que aportaba a la causa de Sila. Se trataba de un hecho insólito: un ciudadano privado, un jovenzuelo que apenas tenía edad para ser tribuno militar, se permitía el lujo de autoproclamarse general.
Como tantos otros estrategas de la Antigüedad, Pompeyo debía de poseer un carisma que irradiaba a su alrededor como un halo, porque los hombres corrían a alistarse bajo sus estandartes. Curiosamente, esos soldados lo amaban a él tanto como habían odiado a su padre: cuando Pompeyo Estrabón murió víctima de una epidemia, sus legionarios no solo no le rindieron honras fúnebres, sino que despedazaron su cadáver y lo arrastraron por las calles.
A Sila le venían bien todos los aliados que pudiera reclutar. En el caso de Pompeyo más todavía, puesto que su padre Estrabón le había sido hostil. De hecho, Sila no debía de ignorar que durante un tiempo el joven Pompeyo había dudado qué bando escoger e incluso había estado en el campamento de Cinna cuando se desató el motín que le costó la vida al cónsul.
Pompeyo traía consigo, además, oficiales tan valiosos como Tito Labieno, que tiempo después combatiría con Julio César en la Galia. Para demostrar cuánto apreciaba su aportación, cuando Pompeyo apareció ante él, Sila se bajó del caballo y lo saludó como imperator. Conociendo el talante de Sila, quizás había algo de zumba en aquel título. Pero si había algo que le sobraba al joven Pompeyo y que le siguió sobrando toda su vida era vanidad, y los vanidosos no suelen distinguir los halagos irónicos de los auténticos.
Para organizar la campaña contra sus enemigos, Sila nombró como legado a Pompeyo, que partió al Piceno para reclutar otras dos legiones más aparte de la que traía. También le otorgó ese rango a Cornelio Cetego, un noble que hasta entonces había sido enemigo suyo. Él mismo compartió nominalmente el mando con Cecilio Metelo, ya que ambos tenían rango de procónsul. Al menos, afirmaban tenerlo: sus enemigos en Roma les habían privado de ese título.
Durante unas semanas, el ejército de Sila recorrió Calabria y Apulia sin causar daño en los campos ni las poblaciones por orden expresa de su general. Al entrar en la región de Campania, se libró la primera gran batalla en las faldas del monte Tifata. Allí, Sila infligió una dura derrota al ejército consular de Norbano, que perdió seis mil hombres y tuvo que retirarse a Capua.
Sila no perdió tiempo asediando la ciudad y prosiguió hacia el norte por la vía Latina. Allí lo aguardaba el segundo ejército consular, mandado por Escipión Asiático. Sabiendo que la moral de sus tropas era baja, Sila despachó emisarios para parlamentar, con la esperanza de alcanzar un acuerdo o de que los hombres del cónsul desertaran. Mientras tanto, los soldados que escoltaban a esos enviados se reunieron con los del cónsul y empezaron a confraternizar con ellos, explicándoles que las condiciones en el ejército de Sila eran mucho mejores.
Sila y Escipión se reunieron en un lugar neutral, donde parece ser que pactaron algunas reformas políticas. Pero el acuerdo se estropeó cuando Quinto Sertorio, legado del cónsul y declarado antisilano, rompió la tregua y tomó la ciudad de Suesa, que se había pasado previamente al mando de Sila.
Los soldados de Escipión consideraron que la acción de Sertorio había sido una imprudencia y empezaron a negociar en secreto con Sila. Poco después este se aproximó al campamento de Escipión como si fuera a presentar batalla. Era todo una pantomima: antes de que se llegara a entablar combate, las cuarenta cohortes del cónsul desertaron y se sumaron a Sila en masa, de modo que los únicos prisioneros que terminó haciendo aquel día fueron el propio Escipión y su hijo Lucio, que ni siquiera habían visto venir la jugada. La astucia demostrada por Sila hizo que Carbón comentara que era medio león y medio zorro, pero que la mitad zorruna era con mucho la más peligrosa.
Satisfecho con aquella victoria incruenta, Sila dejó ir a Escipión y su hijo; una magnanimidad que no mostraría en muchas más ocasiones. Luego intentó repetir la misma artimaña con el otro cónsul, pero Norbano no contestó a sus propuestas y se retiró con sus tropas al norte, instalándose en la formidable fortaleza de Preneste, a treinta y cinco kilómetros de Roma.
Entretanto, en Roma, Carbón declaró enemigos de la República a Metelo y a los demás senadores aliados con Sila. Poco después, el 6 de julio —mes conocido todavía como quintil—, el templo de Júpiter Capitolino, el más importante de Roma, fue destruido por un incendio, lo que significaba un pésimo augurio. Durante mucho tiempo se discutió si había sido un accidente o alguien lo había provocado, bien fueran los partidarios de Sila o bien sus enemigos.
Durante unos meses las hostilidades se aletargaron, como si los contendientes acopiaran fuerzas. Además, aquel invierno fue especialmente crudo y el mal tiempo impedía las operaciones. Los cónsules elegidos para el año 82 fueron Papirio Carbón, que ejercía el cargo por tercera vez, y el hijo de Mario, conocido como Cayo Mario el Joven, que no tenía más que veintiséis años. Un nombramiento irregular, pero desde hacía tiempo las instituciones romanas se hallaban sumidas en el caos, así que a nadie le extrañó demasiado. Si había algo que quedaba claro siendo cónsules Carbón y Mario era que no habría pactos ni componendas con Sila.
A finales de año, Quinto Sertorio abandonó Roma por discrepancias con Carbón y sobre todo con Mario, cuyo puesto esperaba alcanzar. En teoría, suponía una pérdida importante para el bando antisilano, ya que era su general más capacitado con diferencia. Sertorio se dirigió a Hispania Citerior, la provincia que se le había asignado al final de su mandato como pretor, y usándola como base de operaciones causó a partir de entonces muchos quebraderos de cabeza a sus enemigos. Pese a ello, seguramente Sila pensó que prefería tenerlo lejos de Italia.
Las operaciones del 82 fueron más complicadas que las del año anterior, con escenarios bélicos que se extendieron desde Útica, en África, hasta Etruria y la Galia Cisalpina. Una de las batallas más importantes se libró en Sacriporto, un lugar no identificado con exactitud, pero que estaba situado cerca de la actual Segni, en el Lacio. Allí se enfrentaron en campo abierto Mario el Joven y Sila. El primero tenía un ejército muy numeroso, ochenta y cinco cohortes, y buscó forzar el combate pese a que se acercaba la noche y llovía con fuerza. Pero cuando su flanco izquierdo empezó a flaquear, cinco cohortes de infantería y dos unidades de caballería dejaron caer los estandartes y se pasaron en plena batalla al bando de Sila.
Aquello decidió el combate. Mario, desmoralizado, huyó al galope a Preneste. Los defensores de esta fortaleza, al ver que los hombres de Sila venían en persecución del joven cónsul, cerraron las puertas de la muralla para evitar que entraran. Después arrojaron una cuerda desde el parapeto; Mario se la ató a la cintura y lo izaron.
Otros no tuvieron tanta suerte como él, pues los hombres de Sila los alcanzaron al pie de la muralla y dieron muerte a muchos de ellos. Sobre todo samnitas, de los que no se molestaron en tomar ni un solo prisionero vivo. No sería la última vez que Sila actuaría con extrema dureza contra ellos.
Sila dejó a uno de sus oficiales, Lucrecio Ofela, encargado de asediar Preneste, una plaza que sabía que tardaría mucho en caer. Sin embargo, un mensajero de Mario logró burlar el cerco de Ofela. Cuando llegó a Roma, el emisario le entregó al pretor urbano, Bruto Damasipo, las instrucciones del joven cónsul, que se resumían en matar a todos los sospechosos de congeniar con Sila.
La manera de ejecutar a aquellos hombres demostró que desde hacía tiempo en Roma ya no se respetaba ninguna norma: el suegro de Pompeyo fue asesinado directamente en el senado, mientras que el pontifex maximus Quinto Escévola y Domicio Ahenobarbo, cónsul en el año 94, murieron mientras intentaban escapar. Como ulterior ultraje, sus verdugos arrojaron sus cadáveres al río Tíber.
Si lo que quería Mario era que aquellas muertes reforzaran el espíritu de resistencia de Roma, no lo consiguió. Cuando se supo que Sila se acercaba, todos los defensores pusieron pies en polvorosa y los habitantes abrieron las puertas de la urbe.
Sila acampó en el Campo de Marte, sin entrar todavía en el recinto sagrado del pomerium. Al menos en eso estaba respetando las normas que él mismo se había saltado en su primera marcha contra Roma. Aprovechó su estancia para confiscar las propiedades de sus enemigos, venderlas y hacer caja, que buena falta le hacía. También convocó una asamblea y declaró ante los ciudadanos que asistieron que lamentaba mucho lo que estaba ocurriendo, pero que todo acabaría pronto. Luego dejó una guarnición y se dirigió hacia la ciudad de Clusio, en territorio etrusco.
Allí libró una batalla contra Carbón que concluyó en tablas. A cambio, Pompeyo y Craso cosecharon varias victorias más al sur. La más importante la consiguió Pompeyo. Carbón había enviado ocho legiones para romper el cerco de Preneste y liberar a su colega Mario, pero Pompeyo les tendió una emboscada en un desfiladero. Los supervivientes quedaron aislados en una colina y poco después abandonaron las armas y se dispersaron por pequeñas unidades, salvo una legión que desertó entera y se dirigió a Arimino.
LA BATALLA DE LA PUERTA COLINA
Todo parecía ir viento en popa para Sila. Pero la situación aún se le complicaría. Cuando los samnitas se enteraron del destino que habían sufrido sus compatriotas bajo las murallas de Preneste, la indignación prendió como pólvora por la región del Samnio y se contagió a sus vecinos del sur, los lucanos. El general Poncio Telesino reclutó una fuerza de setenta mil hombres y se dirigió hacia Preneste, dispuesto a liberar la fortaleza.
Al comprender la magnitud de la amenaza, Sila se olvidó de Carbón y se apresuró a marchar a Preneste. Llegó a tiempo para tomar una posición estratégica entre las estribaciones de los Apeninos y los montes Albanos. Desde aquellas alturas dominaba el acceso a la fortaleza, gracias a lo cual pudo impedir el paso al enemigo. Su localización era tan ventajosa que también bloqueó el avance de dos legiones más que acudieron desde el norte como refuerzo, enviadas por Carbón.
Aquello fue demasiado ya para el cónsul, que acababa de enterarse de que también había perdido la Galia Cisalpina. Desmoralizado, Carbón decidió marcharse de Italia y huir a África para continuar allí la lucha. Abandonados y derrotados de nuevo por Pompeyo, los restos de su ejército en Clusio abandonaron las armas y regresaron a sus lugares de origen.
Entretanto, los jefes del ejército samnita y lucano, viendo que era imposible acercarse a Preneste para liberarla, decidieron atacar directamente Roma. Era una forma de sacar a Sila de la posición inexpugnable donde se había hecho fuerte, y si las cosas salían bien, podrían saquear la ciudad y obtener un jugoso botín.
Tras una rápida marcha, las tropas de Telesino, a las que se habían sumado los refuerzos enviados por Carbón, llegaron a las inmediaciones de Roma el día 1 de noviembre del año 82 y se detuvieron a poco más de un kilómetro de la puerta Colina. Recordando el espíritu de las monedas acuñadas durante la Guerra Social donde el toro samnita corneaba a la loba romana, Telesino arengó a sus hombres: «¡Ha llegado el último día para los romanos! ¡Nunca acabaremos con estos lobos que roban la libertad de Italia si no destruimos el bosque donde se cobijan!».
Así lo cuenta el historiador Veleyo Patérculo (2.27). Algunos autores ponen en duda que Telesino y los samnitas pretendieran realmente destruir Roma, ya que se habían aliado con un bando que era también romano, el de Carbón y Mario el Joven. Pero, conociendo el rencor que reinaba desde hacía generaciones entre romanos y samnitas, era seguro que si estos entraban en la urbe nada podría evitar que asesinaran, violaran, incendiaran y saquearan hasta saciar el odio acumulado durante siglos.
No obstante, por el momento, el ejército atacante se quedó a las afueras, aunque la ciudad no se hallaba bien defendida. Era comprensible: si Telesino y los demás generales daban rienda suelta a sus hombres y Sila aparecía por su retaguardia sorprendiéndolos en plena orgía de destrucción, no habría manera de reorganizar las filas para plantar batalla. Lo que pretendían para empezar era sacar a Sila de aquella guarida montañosa donde se había hecho fuerte. Después, una vez lo hubieran derrotado, ya tendrían tiempo de entregarse al saqueo.
En la ciudad cundió el pánico, como cabía esperar, y las calles se llenaron de gritos de alarma y llantos de terror. Una pequeña tropa de jinetes salió por la puerta para combatir al enemigo, pero fue rápidamente desbaratada.
En cuanto Sila comprendió el peligro en que se hallaba Roma, envió por delante un escuadrón de caballería formado por setecientos jinetes. Cuando estos llegaron junto a la muralla, se detuvieron el tiempo justo para limpiar el sudor de sus caballos y se dispusieron a combatir.
Ante tantos enemigos la suya era una misión desesperada, pero poco después de mediodía apareció el grueso del ejército silano, que venía a marchas forzadas desde el este. Sin perder tiempo, Sila se apostó delante de la puerta Colina listo para luchar. Dos de sus oficiales, Dolabela y Torcuato, trataron de disuadirlo. Argumentaron que los hombres estaban cansados y que además no iban a pelear contra soldados novatos y dispuestos a desertar al primer contratiempo: aquellos eran samnitas y lucanos, unos guerreros duros de roer que además aborrecían a los romanos.
Sila no les hizo caso. Aunque ya habían pasado cuatro horas del mediodía y se acercaba la noche, ordenó a las trompetas dar la orden de cargar contra el enemigo.
Como solía ocurrir cuando había tantas tropas implicadas, la batalla se dividió en dos. Por la parte derecha, Craso logró hacer retroceder a los enemigos. Pero el ala izquierda, que se enfrentaba con las mejores tropas del adversario, empezó a ceder. Comprendiendo que era su flanco más débil, el propio Sila combatió allí y cabalgó entre sus hombres exhortándolos a luchar. Dos enemigos lo reconocieron y le arrojaron sus lanzas. El palafrenero de Sila se dio cuenta y azotó las ancas del caballo, lo que hizo que el corcel diera un brinco adelante; ambos venablos rozaron su cola y se clavaron en el suelo.
La situación era tan grave que Sila lo vio todo perdido. Para acicatear a sus hombres en aquel trance y conseguir el favor de los dioses, sacó de debajo de su ropa una estatuilla de oro que había confiscado en Delfos y besándola rogó: «Oh, Apolo Pítico, que en tantas batallas has llevado a la grandeza y la gloria a Cornelio Sila el Afortunado, ¿vas a derribarlo ahora aquí, ante las puertas de su patria, para que perezca vergonzosamente junto con sus conciudadanos?».
Sin embargo, ni sus plegarias sirvieron para detener la huida de sus hombres. Muchos se refugiaron en el campamento, mientras que otros corrieron hacia la puerta Colina para protegerse tras la muralla. Los guardias que custodiaban esta, hombres ya veteranos, comprendieron que el enemigo podía entrar en Roma y accionaron el mecanismo que bajaba la puerta. El rastrillo, al caer, aplastó a bastantes soldados. Los demás, comprendiendo que no les quedaba otro remedio que reanudar la lucha o morir cazados como conejos contra la muralla, tomaron las armas de nuevo e hicieron cara al enemigo.
La pelea se prolongó durante toda la noche, y poco a poco los hombres de Sila consiguieron invertir el rumbo de la batalla. Espoleados por la desesperación, combatieron con tal fiereza que hicieron retroceder a los samnitas y los persiguieron hasta su campamento, que tomaron al asalto. Allí se encontró después el cadáver del general samnita Telesino. Otros jefes enemigos como Censorino o Carrinas lograron escapar.
En las últimas horas de la noche, Sila recibió un mensaje de Craso con buenas noticias: había derrotado por completo a los enemigos y los había perseguido hasta Antemnas, una aldea situada tres kilómetros al norte de Roma, donde el río Anio se une al Tíber.
Al amanecer del 2 de noviembre, Sila se dirigió a Antemnas. Un emisario salió de la aldea para negociar en nombre de un grupo de enemigos encerrados en la población. Sila prometió perdonarles la vida si entregaban al resto de la guarnición.
Aquellos hombres, que eran tres mil, obedecieron y mataron a sus compañeros. Después salieron de Antemnas, arrojaron las armas y se entregaron. Sila ordenó que los llevaran junto con los demás prisioneros al Campo de Marte y los encerraran en la Villa Pública, el lugar donde se alojaban los huéspedes distinguidos de la ciudad.
En total, los hombres de Sila reunieron a seis mil cautivos, muchos de los cuales eran samnitas. Más tarde, el procónsul convocó una reunión del senado en el templo de Belona, que estaba situado a poca distancia de la Villa Pública. Mientras se dirigía a los padres conscriptos para informarles sobre el resultado de la campaña contra Mitrídates, sus soldados empezaron a ejecutar a los prisioneros. Los gritos de agonía y terror de miles de hombres muriendo llegaron a oídos de los senadores. Sila siguió hablando un rato como si nada. Luego, al advertir que sus oyentes palidecían —un efecto que sin duda había previsto—, les ordenó que no se distrajeran y que atendieran sus palabras. «No tenéis por qué preocuparos por lo que estáis oyendo. Lo único que ocurre es que mis soldados están castigando a unos cuantos criminales en las inmediaciones».
Aquella fue la primera pista de que el simpático y encantador Sila, el hombre que se corría juergas con actores y cortesanas y escribía divertidas farsas, escondía en su interior un corazón implacable. Dejar rienda suelta a sus hombres durante unas horas al tomar Atenas entraba dentro de lo habitual al asaltar una ciudad enemiga: Escipión Africano y su nieto Emiliano lo habían hecho en el pasado. Pero aquella ejecución a sangre fría, traicionando la palabra que había dado a los cautivos de Antemnas y planeándolo todo para que los gritos llegaran a oídos de los senadores, demostró que Sila era capaz de una crueldad inhumana.
Después de esto, Sila se dirigió hacia Preneste, donde ya había enviado por delante las cabezas decapitadas de varios cabecillas enemigos. Cuando su oficial Afela las exhibió bajo las murallas, los defensores comprendieron que toda resistencia era fútil y se rindieron.
Mario el Joven intentó huir por los túneles de drenaje que llevaban a las afueras de la ciudad. Pero sus enemigos habían previsto ese movimiento y tenían vigiladas las salidas. Desesperado, Mario y su acompañante de fuga, el hermano pequeño de Telesino, se dieron muerte con sus espadas. La cabeza de Mario, cortada, acabó exhibida en la Rostra del Foro, donde Sila se burló de él con un verso de Aristófanes: «Aprende primero a empuñar el remo antes de manejar el timón».
En Preneste los hombres de Sila hicieron doce mil prisioneros. Cuando llegó el procónsul, perdonó a unos cuantos que le eran útiles y organizó a los demás en tres grupos: romanos, samnitas y prenestinos. A los primeros les dejó vivir, no sin recordarles que merecían la muerte, y a los samnitas y los prenestinos los hizo ejecutar. Al menos las mujeres y los niños que estaban en la ciudad pudieron irse con vida.
Poco a poco, enclaves enemigos como Norba y Capua fueron cayendo en poder de Sila. Nola se rindió en el año 80 y la fortaleza etrusca de Volaterrae en el 79. Pero fuera de Italia se mantuvieron diversos focos: en Hispania, en el norte de África y en Sicilia.
Sila encargó a Metelo Pío que acabara con la resistencia de Sertorio. A Pompeyo lo envió con título de procónsul para que se encargara de Papirio Carbón y sojuzgara Sicilia y África. Pero antes de eso todavía corrió mucha sangre en la ciudad.
EL TERROR
La victoria de Sila en la puerta Colina supuso el pistoletazo de salida para una auténtica orgía de muerte que afectó a Roma y a toda Italia. Puesto que el vencedor consideraba que sus adversarios lo eran también de la República, cualquiera que hubiese estado en su contra se convertía automáticamente en enemigo público y se le podía dar caza impunemente.
Sila había advertido al senado de que pensaba vengarse por lo que le habían hecho —confiscarle sus propiedades, quemar sus casas, declararlo fuera de la ley—. Quienes temían que, llevado por su rencor, pudiera cometer tantas atrocidades como Mario cuando entró en Roma con sus bardieos se quedaron cortos. El ansia de venganza de Sila llegaba hasta tal punto que ordenó desenterrar el cadáver de Cayo Mario y arrojarlo al río Anio. No contento con eso, hizo asimismo que derribaran los trofeos y monumentos que conmemoraban las victorias de Mario en la guerra de Yugurta y las campañas contra los cimbrios y teutones. Igual que tantos gobernantes han hecho a lo largo del tiempo y siguen haciendo, Sila quería borrar de la memoria a su adversario y reescribir la historia a su manera.
Todo ello resultaba más chocante y estremecedor porque hasta entonces Sila no se había mostrado especialmente cruel: desde que desembarcó en Brindisi, había acogido a todos aquellos que quisieron pasarse a sus filas, aunque en el pasado hubieran sido adversarios políticos suyos. Como ya se contó, al apresar al cónsul Escipión y a su hijo no solo no les hizo daño ninguno, sino que incluso los dejó en libertad. Pero o bien llevaba todo ese tiempo frotándose las manos y pensando en el momento en que podría quitarse la careta y emprender una venganza que no se olvidaría durante siglos, o bien algo se había roto dentro de él durante el terrible trance de la batalla de la puerta Colina.
Como suele ocurrir en situaciones similares, muchos de los seguidores de Sila aprovecharon para ajustarles las cuentas a enemigos con los que mantenían rencillas personales, aunque no tuviesen nada que ver con la política. La situación se descontroló hasta tal punto que en una reunión del senado uno de sus miembros más jóvenes, Cayo Metelo, preguntó a Sila si pensaba poner fin a esa masacre. «No te pedimos que se libren de castigo aquellos a los que has decidido matar. Tan solo queremos que aquellos a los que piensas perdonar salgan de esta incertidumbre».
La respuesta de Sila hizo que todos los presentes notaran cómo un sudor frío resbalaba por sus espaldas: «Todavía no he decidido a quiénes voy a perdonar la vida». «Está bien —repuso Metelo—. Al menos haznos saber a quiénes vas a castigar». «Eso sí puedo hacerlo», contestó Sila.
Al día siguiente se publicó la primera de las tristemente célebres «proscripciones», una lista con ochenta nombres, entre los cuales se encontraban los cónsules de los años 83 y 82.[24] Copias de esa lista se repartieron por toda Italia. Los que aparecían en ella eran declarados enemigos de la República, por lo que cualquier ciudadano de bien podía matarlos con toda impunidad. Quienquiera que trajese la cabeza de un proscrito para demostrar que le había dado muerte recibiría por ella dos talentos; esto es, cuarenta y ocho mil sestercios. Quien, por el contrario, cobijase en su casa a uno de los proscritos sería condenado a muerte.
Aquello desató una cacería humana, pero el terror no había hecho más que empezar. Al día siguiente, Sila hizo publicar una lista con doscientos veinte nombres más, y un día después una tercera con otros tantos. La cosa no se iba a detener ahí: en un discurso público comunicó que estaba proscribiendo a todos aquellos enemigos de los que se acordaba; pero que, si ahora le fallaba la memoria, seguro que luego recordaría más nombres.
Toda seguridad jurídica había desaparecido. Por favorecer a sus amigos, Sila permitía que se inscribieran nuevos nombres en las listas, a veces con el puro fin de enriquecerse. Pues no le bastaba con matar a sus enemigos: también les confiscaba sus bienes, y se prohibía a sus hijos e incluso a sus nietos que desempeñaran cargos públicos en el futuro.
La cifra de represaliados pasó de los cientos a los miles. Muchos no fueron ejecutados porque tuvieran enemistades políticas, sino porque poseían propiedades demasiado golosas para sus asesinos, que incluso comentaban entre ellos con toda desfachatez: «A este lo ha matado su enorme mansión, a este otro su jardín y a aquel de allá sus termas». Plutarco cuenta el caso de un hombre llamado Quinto Aurelio que nunca se metía en ningún lío, y que cuando fue al Foro y encontró su nombre apuntado en la última lista exclamó: «¡Ay de mí! Mi finca en Alba me ha matado». Antes de que pudiera alejarse demasiado, un tipo que le había seguido los pasos lo asesinó (Sila, 31).
En esos días se amasaron fortunas, porque las propiedades confiscadas se subastaban luego a precios ridículos para que las compraran amigos y partidarios de Sila (aunque las arcas públicas, que estaban casi vacías, también se beneficiaron). Por ejemplo, un liberto de Sila llamado Crisógono compró por ocho mil sestercios los bienes de Sexto Roscio, que estaban tasados en seis millones. Otro de los seguidores de Sila que se enriqueció así fue Marco Licinio Craso, que en Brutio hizo proscribir por su cuenta y riesgo a un hombre para apoderarse de su patrimonio. Curiosamente, entre los amigos beneficiados se hallaban también los viejos compañeros de juerga de Sila, los actores y cómicos, cuya alegre compañía seguía frecuentando en aquellos meses sombríos.
Uno de los casos más comentados fue el de Sergio Catilina, que tiempo antes había asesinado a su cuñado Quinto Cecilio y que consiguió que Sila incluyera a posteriori el nombre del muerto en las proscripciones con el fin de obtener impunidad. Después, para devolver el favor a Sila, torturó y mató a Mario Gratidino, sobrino de Cayo Mario, y le llevó su cabeza, por la que obtuvo su debida recompensa.[25] Y, en fin, otro que estuvo a punto de perder la vida en este baño de sangre fue el mismísimo Julio César, pero esa es una historia que explicaremos en su momento.
Las listas de proscripciones siguieron publicándose hasta el 1 de junio del año 81, fecha que Sila había puesto como límite. En aquel día, todos aquellos que se habían salvado respiraron con alivio. Según ciertas fuentes, murieron cuatro mil setecientas personas, entre ellas noventa senadores y dos mil seiscientos équites (una desproporción que se debe a que había muchos menos miembros del orden senatorial). Expertos como Arthur Keaveney, autor de una biografía sobre Sila, rebajan la cifra a mil o dos mil, todos pertenecientes a las clases altas. En cualquier caso, las proscripciones quedaron como una mancha imborrable en el recuerdo de Sila.
LA DICTADURA Y LAS REFORMAS
Durante un breve tiempo tras su victoria en la puerta Colina, Sila mantuvo el cargo de procónsul. En noviembre del año 82, el senado decretó que todos sus actos como cónsul primero y como procónsul después quedaban ratificados. También se le concedió un honor poco usual: una estatua suya bañada en oro que lo representaba montado a caballo. Se hallaba en el Foro, delante de la Rostra de los oradores, y no muy lejos de otra imagen ecuestre de Marco Furio Camilo, el «segundo fundador de Roma». (Por supuesto, las estatuas de Mario, «el tercer fundador», habían desaparecido).
En la estatua de Sila una inscripción rezaba Cornelio Sullae Imperatori Felici, pues por voluntad suya el senado le otorgó el cognomen de Felix, «Feliz», certificando de forma oficial que era un hijo predilecto de la Fortuna. También en esa época adoptó el sobrenombre de Epafrodito, «el protegido de Afrodita».
Los honores estaban bien, pero Sila quería algo más: un poder institucional que le permitiera hacer las reformas políticas que llevaba tiempo meditando. Siguiendo sus instrucciones, el senado nombró un interrex, un cargo de origen muy antiguo al que se recurría cuando ambos cónsules morían o quedaban incapacitados. Así acababa de suceder ahora: Mario el Joven había perecido intentando huir de Preneste y Papiro Carbón ajusticiado por Pompeyo en Sicilia.
El elegido como interrex en este caso fue Lucio Flaco, que poseía un gran prestigio por ser el princeps senatus y gozaba de las simpatías de Sila por haber intentado mediar con él antes de la guerra civil. Pero en lugar de designar nuevos cónsules, como se hacía en otras ocasiones, el interrex nombró a Sila dictador.
El dictador era un magistrado al que se concedían poderes extraordinarios en situaciones especiales. Su mandato duraba seis meses, un periodo durante el cual todos los demás cargos quedaban subordinados a él, cónsules inclusive. Externamente esto se manifestaba en que al dictador lo escoltaban veinticuatro lictores, tantos como a ambos cónsules juntos.
Los últimos dictadores databan de finales del siglo III. En general, se había recurrido a ellos comitiorum habendorum causa, esto es, para poder convocar las elecciones. A veces el motivo podía sonar más exótico para nuestros oídos, como los dictadores clavi figendi causa, nombrados «para clavar un clavo», ritual religioso que servía para aplacar a los dioses y alejar una pestilencia de la ciudad, tal como se había hecho en varias ocasiones entre los años 363 y 263.
El carácter de la dictadura de Sila era distinto, único en la historia de Roma. Su nombramiento se hizo legibus scribundis et rei publicae constituendae, lo que significa «para dictar leyes y poner en orden la República». Una tarea ingente para la que no se le puso límite temporal: su dictadura era indefinida. Con el fin de que nadie obstaculizara a su labor, se le confirieron atribuciones casi ilimitadas. Todos sus decretos se convertirían automáticamente en leyes —otra cosa era que él decidiera refrendarlos ante la asamblea—. Tendría poder de condenar a muerte y confiscar propiedades —poder que llevaba ejerciendo un tiempo, dicho sea de paso—, y también la potestad de declarar la guerra o la paz, de fundar colonias y de destruir ciudades.
Por tradición, cada dictador nombraba un lugarteniente denominado magister equitum o jefe de la caballería, título simbólico que desde hacía mucho tiempo no guardaba relación con el mando efectivo de tropas. Para ese puesto Sila confió de nuevo en Flaco, el princeps senatus.
Una vez nombrado dictador, Sila se puso manos a la obra enseguida. Un rasgo que llamaba la atención en este hombre al que tanto le gustaba divertirse de parranda con sus amigos de la farándula era su gran capacidad de trabajo. Recordando el comentario ya mencionado de Salustio, Sila no era alguien que procrastinara: «Si no tenía nada que hacer era un disoluto, pero nunca dejó que el placer lo retrasara a la hora de actuar» (Yugurta, 95).
En más de una ocasión hemos comentado que la supuesta «constitución» romana consistía, como el derecho, en un complicado entramado de normas, leyes y costumbres que se habían ido acumulando con el tiempo y que a menudo se contradecían. Esas normas solían responder a necesidades concretas y eran fruto del momento, lo que ahora los políticos denominan «legislar en caliente» cuando lo hace alguien de la oposición.
En cambio, las reformas de Sila obedecían a una filosofía común y constituían un corpus completo y coherente, algo mucho más parecido a lo que entendemos por una constitución. Además, promulgó esas normas en un periodo muy reducido, lo que indica que ya las tenía pensadas desde hacía mucho tiempo como remedio para los males de los que, según su diagnóstico, adolecía la República. De hecho, algunas de ellas las había intentado introducir durante su primer consulado.
¿Cuál era el espíritu que animaba las leyes de Sila? Si nos atenemos a nuestro concepto de dictador, podríamos pensar que intentaba legitimar su asalto al poder para quedarse en él de por vida y crear una especie de monarquía. Pero no era así. Él había vivido desde niño las convulsiones políticas que sucedieron al tribunado de Tiberio Graco, y quería ponerles fin para regresar a un pasado que, a su entender y al de tantos, había sido mucho mejor.
¿Qué había cambiado en los últimos tiempos? Que el senado había perdido poder y prestigio, en buena parte por culpa de políticos que pertenecían a sus propias filas, pero que habían decidido que resultaba más fácil triunfar recurriendo a las asambleas del pueblo que tratando de convencer a sus iguales en la Curia.
Así pues, lo primero que hizo Sila fue devolver todo el poder posible al senado. Para empezar, quería recuperar el monopolio de la justicia, de tal manera que los senadores juzgasen a los senadores.
Sila mantuvo los tribunales permanentes que ya existían, y les añadió otros especializados en casos de falsificación, asesinato y envenenamiento, injurias o desfalco. Para que cada uno estuviera presidido por un pretor tuvo que aumentar el número de estos magistrados a ocho. Pero, sobre todo, necesitaba más senadores. Las guerras constantes habían dejado muchos escaños vacíos, y para colmo, él mismo había eliminado a noventa miembros de la cámara con sus proscripciones.
¿De dónde sacó a los nuevos senadores? Muchos de ellos provenían de las filas del ejército, tal como había ocurrido después del desastre de Cannas. Aquellos que se habían destacado en acciones bélicas, conseguido altas condecoraciones o despojos del enemigo entraron en la cámara rellenando las vacantes. Según Salustio, este meteórico ascenso de soldados a senadores fue la causa de que en años venideros muchos jóvenes ambiciosos buscaran provocar grandes conflictos civiles para progresar con tanta rapidez como aquellos a los que ahora veían sentados en la Curia.
De esta manera, Sila completó los trescientos escaños del senado. Aun así, con eso no bastaba para la gran cámara que tenía en mente. Por eso eligió a trescientos miembros más que procedían del orden ecuestre; no solo de Roma, sino también de muchos otros municipios de Italia. Además, todos los cuestores se convirtieron a partir de ese momento automáticamente en senadores, con lo que cada año entraban veinte miembros nuevos aportando sangre joven a la cámara.
El aumento de cuestores a veinte y de pretores a ocho era una nueva adaptación a los tiempos. Sila había comprobado en persona que la administración del imperio se hacía cada vez más compleja y quería que, en lo posible, dependiera del senado y de los magistrados que pertenecían al orden senatorial, por lo que tuvo que aumentar su número.
El dictador también reglamentó las edades mínimas para las magistraturas y los intervalos entre cada una de ellas. En realidad, lo que hizo fue revivir leyes anteriores, como la Villia Annalis, que en los últimos tiempos se saltaba a la torera demasiado a menudo, tal como había ocurrido con los cinco consulados consecutivos de Mario o los cuatro de Cinna. Según las normas establecidas por Sila, a partir de entonces, la edad mínima sería de treinta años para los cuestores, treinta y seis para los ediles curules, treinta y nueve para los pretores y cuarenta y dos para los cónsules. Una misma persona podía ser cónsul dos veces, pero a condición de que respetara un lapso de diez años entre ambas magistraturas.
Esta regulación del cursus honorum afectó también a los cargos provinciales. Ahora, en lugar de asignar provincias a los cónsules y a los pretores, todos desempeñarían su cargo en Roma. Al terminar su mandato se convertirían en procónsules o propretores y se les asignarían provincias. A los procónsules les corresponderían las mayores o aquellas donde se producían más conflictos militares y, por tanto, hacían falta más legiones. En cambio, los propretores se encargarían de gobernar provincias más pequeñas y pacificadas.
Todos los gobernadores tenían prohibido rebasar las fronteras de su provincia si no se lo autorizaba el senado, por lo que ya no podrían organizar guerras fuera de su territorio para sacar provecho personal como tantas veces se había hecho. Si alguien actuaba así, sería culpable de traición, del mismo modo que lo sería cualquier gobernador que tardara más de treinta días en abandonar su provincia tras ser relevado del mando.
La paradoja salta a la vista: con estas leyes, Sila intentaba impedir que alguien imitara su propio ejemplo cuando marchó contra Roma en el año 88 primero y después en el 83. Si algo parece intuirse con cierta claridad en su compleja y contradictoria personalidad, es que se consideraba por encima de los demás. No tanto por pura soberbia cuanto porque estaba convencido de que él era el único lo bastante clarividente para saber lo que de verdad le convenía a Roma.
En cierto modo, Sila creía que sus iguales no eran los demás senadores, sino la República en su conjunto. Al encontrarse en paralelo a ella y a su mismo nivel, no podía estar al mismo tiempo dentro, por lo que las normas que afectaban a los demás no tenían por qué servir para él. Por decirlo en las palabras del cura del chiste: «Haced lo que yo diga, no lo que yo haga».
Dentro de las magistraturas no hemos mencionado a los tribunos de la plebe. ¿Qué pasó con ellos? Para Sila, eran el principal origen de los males de la República. Tribunos habían sido los grandes aliados del odiado Mario, como Saturnino y, sobre todo, Sulpicio, que le había arrebatado el mando del ejército de Asia convirtiéndolo en un enemigo público y obligándole así a marchar contra Roma.
Sila no abolió el tribunado, pero sí metió la tijera a sus atribuciones con el fin de «domesticar» de nuevo la institución. De ahora en adelante, se prohibía a los tribunos promulgar leyes nuevas presentándolas directamente ante la asamblea: previamente tendrían que someterlas a debate ante los senadores y conseguir su aprobación. Por supuesto, los tribunos ya no podían convocar sesiones del senado por su cuenta.
Con esa medida, la mecha de los tribunos, que tantos estallidos había provocado, se convertía en pólvora mojada. Así y todo, Sila no se conformó con eso. El puesto de tribuno había servido en los últimos tiempos como atajo para que muchos aristócratas ambiciosos emprendieran su carrera política de una manera más rápida, usando un camino paralelo para ascender mediante la aprobación del pueblo y no la del resto de la élite senatorial.
A partir de ahora, quien fuera elegido tribuno de la plebe ya no podría desempeñar ninguna otra magistratura durante el resto de su vida. Eso significaba que el tribunado se convertía en una estación de fin de trayecto y no de principio. La consecuencia lógica era que los individuos con aspiraciones elevadas dejarían de presentarse a un cargo que cercenaría sus futuras carreras, y el colegio de tribunos se convertiría en un pequeño rebaño fácil de manipular.
Aunque quizá se le pasó por la cabeza, Sila no se atrevió a abolir la institución en sí. Lo que hizo fue retrasar las manecillas del reloj de la historia, poniendo a los tribunos prácticamente en la hora cero con las mismas atribuciones que tenían cuando se fundó el cargo en el siglo V. Sus personas seguían siendo inviolables y mantenían su derecho de veto contra las actuaciones de otros magistrados, pero no en cualquier circunstancia, sino tan solo para proteger los derechos de ciudadanos individuales.
Debemos mencionar una medida que produjo más resultados materiales que cualquier otra. Sila necesitaba buscar acomodo a sus veteranos; no solo a los que se había llevado a Grecia, sino a los que se habían pasado a su bando y los ejércitos que habían servido con legados y oficiales como Craso o Metelo. Según Apiano, en total eran veintitrés legiones, más de cien mil veteranos a los que repartir tierras. ¿De dónde iba a sacarlas Sila?
Muchas habían quedado abandonadas por culpa de las guerras constantes, pero no eran suficientes. Aquí Sila de nuevo recurrió a su sistema de premios y castigos. Las comunidades itálicas que habían abrazado su causa desde el principio, como Apulia, Calabria o el Piceno —este último gracias a la influencia que ejercía allí Pompeyo— no sufrieron represalia ninguna. Pero en las que se habían opuesto a él, como Campania, el Lacio, Umbría y Etruria, se produjeron confiscaciones de tierras en masa para entregárselas a los veteranos.[26] Los castigos afectaron a ciudades enteras, como Nola o Pompeya, que vieron cómo su estatus respecto a Roma se rebajaba.
La idea de aquel masivo reparto era crear estabilidad social y de paso tener repartida por toda Italia una enorme reserva de veteranos en deuda con Sila y leales a él. No obstante, las cosas no acabaron de funcionar como él quería. Las parcelas que se entregaban a los soldados licenciados seguían perteneciendo al Estado y, por tanto, no estaba permitido venderlas. A pesar de todo, en la práctica, muchos se deshacían de ellas por motivos diversos. Algunos necesitaban invertir un dinero que no tenían para recuperar terrenos abandonados. A otros los habían timado en el reparto entregándoles una ciénaga o un pedregal y se desembarazaban de su terreno. Había quienes, simplemente, se habían acostumbrado a las ventajas de la vida militar y no les apetecía trabajar de sol a sol en el campo doblando el espinazo. Quienes compraban todas esas tierras se convertían poco a poco en grandes propietarios, si es que no lo eran ya antes.
¿Qué ocurrió con los antiguos dueños de las fincas expropiadas? Si la mayoría de los campesinos vivían apenas por encima del nivel de subsistencia, quitarles la tierra que trabajaban significaba condenarlos al hambre y a la miseria. Algunos se quedaron por la zona convirtiéndose en jornaleros de unos dueños a los que aborrecían, pues los veían como usurpadores de sus antiguos terrenos. Otros, los que tenían más medios, viajaron a Hispania para unirse a la resistencia contra Sila, que se mantenía viva gracias al talento como general de Quinto Sertorio. Hubo bastantes que, en fin, se convirtieron en bandoleros.
El cuadro que pinta Salustio en La conjuración de Catilina (28.4) de la situación al norte de Roma resulta muy revelador, siempre que recordemos que era antisenatorial y, por tanto, antisilano, y que sus afirmaciones hay que tomarlas con una pizca de sal:
Mientras tanto, en Etruria Manlio trataba de sublevar a la plebe, que estaba deseando una revolución por culpa de la miseria y el resentimiento contra las injusticias que había sufrido, ya que durante la dictadura de Sila había perdido sus campos y todos sus bienes. Asimismo, soliviantaba a bandidos de todo tipo, que eran muy abundantes en aquella comarca, y a algunos que provenían de las colonias de Sila y a los que, por su vicio y amor al lujo, no les quedaba ya nada del gran botín que habían conquistado.
Hubo muchas otras reformas, un conjunto ingente de medidas si se considera que las tomó en menos de dos años. Por ejemplo, leyes suntuarias para frenar el lujo excesivo —tiene gracia que las promulgara un hedonista y un libertino como él—: ninguna comida podía costar más de treinta sestercios, e incluso se fijó el precio de las lápidas para que algunos no siguieran ostentando su riqueza hasta la tumba.
Por supuesto, estas normas no sirvieron de nada, como no habían servido antes ni servirían después. El mismo Sila era el primero que se las saltaba, aunque podía alegar que para subir la moral de una ciudad devastada por las guerras había que darle espectáculos. (Sin embargo, no puede decirse que ofreciera a los romanos panem et circenses, «pan y circo»: una de sus primeras medidas consistió en acabar con los repartos de trigo barato porque, en teoría, el erario no se lo podía permitir).
En pleno auge de las proscripciones, Sila había empezado el año 81 celebrando con gran magnificencia su triunfo sobre Mitrídates. Allí se mostraron espléndidos despojos. El segundo día del triunfo desfilaron los exiliados que habían tenido que huir de la ciudad durante la época de Cinna. Venían coronados con guirnaldas, acompañados de sus familias y aclamando a Sila como padre y salvador; evidentemente, no todo el mundo lo miraba como un monstruo sanguinario.
Ya hemos hablado de la estatua ecuestre recubierta de oro, pero ahí no quedaron los costosos honores dispensados al dictador. Entre el 26 de octubre y el 1 de noviembre se celebraron unos espléndidos juegos para conmemorar su victoria sobre Mitrídates y los partidarios de Cinna, los llamados ludi victoriae Sullanae que debían repetirse anualmente. Los premios que se otorgaron eran tan altos que en 80, cuando se celebraron por segunda vez, la mayoría de los atletas griegos que debían participar en las Olimpiadas dejaron de acudir a estas para viajar a Roma. (¿Qué habría opinado el barón de Coubertin?). En aquella ocasión, a falta de repartos de trigo para el pueblo, Sila ofreció banquetes en los que no se escatimó nada, hasta el punto de que se bebieron vinos de más de cuarenta años y, según se cuenta, todos los días se arrojaban al Tíber grandes cantidades de comida que sobraba.
El mismo hombre que había vivido en un piso de alquiler rodeado de «gentes de mal vivir» recibía ahora honores desusados. ¿Acaso sus pies se habían despegado tanto del mundo real que había caído sin darse cuenta en el culto a la personalidad?
Sin duda, podía parecerlo. Aparte de la exaltación constante de su carisma, estaba la forma de exhibir su relación especial con dioses como Apolo, Ma-Belona, Venus-Afrodita o la misma Fortuna. Tampoco faltaba la fabulosa revelación de que los augures etruscos habían vaticinado unos años antes que acababa una era y otra mejor —la era de Sila— estaba a punto de empezar.
Es posible que todo este enaltecimiento estuviera destinado no tanto a producirle una compensación interior por los sinsabores del pasado —«Mirad hasta dónde he llegado, ¡oh, romanos!»— como a proteger su obra. Si Lucio Cornelio Sila aparecía ante los demás romanos como un ser superior al que las divinidades sonreían, sus leyes y reformas tendrían algo de sagrado y cualquier crítica o cambio posterior podrían verse como una profanación. No olvidemos que siempre había frecuentado la compañía de actores y que él mismo había escrito farsas atelanas. Quizá toda esta pompa escondía algo de teatro y el gran comediante se reía en su interior.
EL FINAL DE SILA
Otra de las ocasiones en que el dictador se saltó sus propias leyes suntuarias fue el funeral de su esposa Metela. Ella había enfermado en el año 80 mientras Sila celebraba sus propios juegos, los ludi Syllani, y estaba consagrando a Hércules la décima parte del botín obtenido en sus guerras.
Cuando se enteró de que Metela agonizaba, Sila estaba oficiando como augur. Sus compañeros de colegio sacerdotal le dijeron que no podía acercarse a ella ni permitir que la muerte de su esposa manchase de impureza su hogar. Sila le envió una carta de divorcio y mandó a sus sirvientes que se la llevaran a otra casa. Después, cuando Metela falleció, el dictador trató de demostrar que no había obrado así por desprecio y celebró unos magníficos funerales en los que gastó mucho más de lo que permitían las leyes que él había instaurado.
A sus cincuenta y ocho años, Sila no tardó en volver a casarse. La historia tiene un toque entre romántico y picante, y nos dice algo de cómo eran las relaciones entre hombres y mujeres en la Roma del siglo I a.C.
Un día en que Sila estaba presenciando unas luchas de gladiadores, sintió que alguien pasaba detrás de él y arrancaba una pelusa de lana de su manto. Al darse la vuelta comprobó con sorpresa que quien le había tocado era una hermosa mujer. Cuando Sila le preguntó por qué había hecho eso, ella le sonrió y contestó: «Tranquilo, dictador. Tan solo quiero participar de una minúscula parte de tu fortuna». (En aquella época, explica Plutarco, estos juegos se celebraban en el teatro y todavía no se separaban los asientos de hombres y mujeres como ocurriría durante el reinado del puritano Augusto).
A Sila le gustó la mujer, que era bastante más joven que él, e hizo averiguaciones. Se trataba de Valeria, perteneciente a la prestigiosa gens Valeria y a la rama de los Mesala. Además, se había divorciado recientemente.
A partir de ese momento, cuenta Plutarco con un estilo más propio de Ovidio en El arte de amar, se produjeron entre ellos miradas e incluso se daban la vuelta para sonreírse cuando se cruzaban. Finalmente, se comprometieron y se casaron. Plutarco no reprocha nada a Valeria, pero sí critica que a su edad Sila se dejara llevar como un adolescente por el atractivo de una mujer (Sila, 35).
Poco después de su boda, a principios del año 79, Sila sorprendió a todos. Como cuenta Apiano:
… el pueblo, halagando a Sila, lo eligió como cónsul. Pero él no accedió, sino que nombró cónsules a Servilio Isáurico y Claudio Pulquer. Él mismo, sin que nadie se lo pidiera, abdicó de su alto puesto.
Es algo que me resulta asombroso: Sila fue el primero y único hombre hasta entonces que, sin que nadie lo obligara, renunció a un poder tan grande […]. Es increíble que después de ascender a la fuerza y en medio de grandes peligros, cuando tenía todo el poder renunciara a él por su propia voluntad.
Asimismo es extraño que no sintiera miedo, pese a que habían muerto en esta guerra más de cien mil jóvenes y él mismo había matado de entre sus enemigos a noventa senadores, quince cónsules o excónsules y dos mil seiscientos caballeros, incluidos los exiliados. Sus propiedades habían sido confiscadas y muchos de ellos no habían recibido sepultura. Pero Sila, sin temer ni a sus familiares, ni a los desterrados, ni a las ciudades a las que les había quitado ciudadelas, murallas, tierras, dinero y privilegios, se retiró y se convirtió en ciudadano privado. ¡Hasta tal punto llegaban su atrevimiento y su buena suerte! (BC, 104).
Tras renunciar a su cargo para pasmo de todos los ciudadanos, Sila declaró que cualquiera que lo deseara podría pedirle explicaciones de sus actos. Despidió a sus lictores y a sus escoltas y durante unos días se le vio paseando por el Foro, acompañado únicamente por sus amigos.
En general, la gente parecía tenerle miedo y no se dirigía a él. Pero un día un muchacho se acercó y empezó a criticarlo. Al ver que no ocurría nada, se envalentonó tanto que lo siguió hasta su morada sin dejar de insultarle. Sila, el mismo que había arrasado el Pireo y condenado a muerte a miles de hombres, aguantó impasible aquel chorreo todo el camino. Por fin, al llegar ante la puerta de su casa, el exdictador se dio la vuelta y comentó: «Este muchacho va a conseguir que nadie más renuncie voluntariamente al poder».
¿Por qué abdicó? Es posible que considerara que su obra estaba terminada. O, como piensan algunos autores, empezaba a ver grietas en el edificio que intentaba construir, sobre todo al contemplar cómo sus seguidores peleaban entre ellos por el poder, y se hartó de todo eso. O tal vez pensó que se hallaba en lo más alto de su carrera y que era mejor dejarlo ahí en lugar de entrar en decadencia: este habría sido un pensamiento muy grecorromano.
Por último, no hay que descartar que, dándose cuenta de que su salud empeoraba, Sila quisiera vivir sus últimos años tranquilo. Poco tiempo después, se retiró con su familia a una lujosa villa en el golfo de Nápoles. Allí, aunque mantuvo contactos con la política de Roma, se dedicó a escribir sus memorias, en las que explicaba qué había hecho a lo largo de su vida y, sobre todo, por qué.
No todo era trabajo literario, por supuesto. En sus últimos días, Sila no renunció a sus viejas amistades, que al parecer eran las que más lo hacían disfrutar. Aparte de Metrobio, el histrión con el que había mantenido relaciones durante tanto tiempo, Plutarco menciona a Sórix el comediante y a Quinto Roscio, un actor al que llegó a ascender al orden ecuestre. Con ellos y con otros compañeros similares Sila siguió «cenando bien y bebiendo mejor», como diría el inolvidable Augusto de la serie Yo, Claudio.
Como si todo estuviera medido en su vida, Sila terminó sus memorias poco antes de morir, y escribió en ellas que unos adivinos caldeos le habían predicho que después de una vida honrosa moriría en lo más alto de su fortuna. Cumplida su misión para con la posteridad, dos días más tarde, mientras ordenaba que estrangularan a un magistrado local por malversación —genio y figura—, empezó a arrojar sangre por la boca. Tras una noche de agonía, murió al día siguiente.
Lo más probable es que esa hemorragia se debiera a una cirrosis. Sila tenía tan solo sesenta años, pero parece que se había trabajado a conciencia el hígado hasta el último momento.
Tras su muerte, su cadáver fue transportado a Roma sobre un lecho de oro, escoltado por tropas y enseñas de mando. Ya en la ciudad, cuando colocaron su cuerpo en la pira amenazó con llover, lo que habría deslucido el funeral. Pero el aguacero no cayó hasta que se consumieron sus cenizas, «como si la Fortuna hubiera querido estar con él hasta que enterraron su cuerpo» en palabras de Plutarco (Sila, 38).
Con el tiempo corrió la historia de que Sila había muerto consumido por una extraña enfermedad, la ptiriasis o «enfermedad piojosa» que el mismo Plutarco menciona. Según la creencia de los antiguos, cuando los humores internos de algunas personas se corrompían, en su interior nacían por generación espontánea piojos, y debajo de la piel crecían bultos que estaban llenos de esos insectos. Los enfermos de ptiriasis sufrían horribles picores, y al rascarse esos quistes los parásitos salían por decenas, sin que hubiera forma de librarse de ellos por más que uno se lavara.
Se creía que este mal era un castigo divino contra asesinos, tiranos y blasfemos. Así, por ejemplo, habrían muerto según los textos judíos Herodes el Grande y Herodes Agripa, y también el rey Antíoco IV Epifanes.
Hoy, en general, se cree que esta enfermedad de la que se habló durante siglos no es más que un mito, que proviene de que algunas personas que sufrían otras enfermedades con heridas abiertas podían ver sus úlceras infectadas por piojos o larvas de mosca. En cualquier caso, lo que está descartado es la creencia antigua de que dichos parásitos nacían por generación espontánea.
Quienes sientan curiosidad por estas historias, que provocan picor solo de leerlas, pueden encontrarlas en el libro Gabinete de curiosidades médicas, de Jan Bondeson. Mi opinión personal, en cualquier caso, es que Sila no sufrió nunca ese supuesto mal de los piojos y que se trata de una venganza póstuma. A muchos no les debió de parecer justo que alguien que había arrasado ciudades y bañado en sangre las calles de Roma terminara muriendo en la cama, rodeado de honores y amigos, con una joven y bella esposa y un bebé en camino (una hija que se llamó, como era habitual en tales casos, Póstuma). Por eso tuvieron que inventarle una muerte miserable. Sin embargo, parece evidente que, en general, Lucio Cornelio Sila vivió y murió como quiso.
Resulta casi imposible comprender a este personaje fascinante, cuyo interior estaba tan lleno de sombras como luminosos eran sus ojos y su piel. En cierto modo, él ofreció una pista, pues en su monumento funerario en el Campo de Marte hizo grabar un epitafio que resumía su filosofía de la vida:
NADIE ME SUPERÓ NUNCA EN HACER BIEN A LOS AMIGOS
Y MAL A LOS ENEMIGO
La rivalidad entre Mario y Sila se convirtió en proverbial. Rodeados por grandes personajes, tanto en Roma como en otros países —pensemos en dos invitados estelares como Yugurta y Mitrídates—, ambos habían protagonizado las últimas décadas de la historia de la República, gracias en gran medida al apoyo de sus legiones.
Dice la maldición china: «Ojalá te toque vivir en tiempos interesantes». Los de Mario y Sila lo habían sido. ¿Descansaría en la paz del aburrimiento la República?
La respuesta es «no». No tardarían en aparecer nuevos señores de la guerra que lucharían por convertirse en el primer hombre de Roma, un puesto que solo podía ocupar una persona. La estrella de Pompeyo empezaba a brillar, pero a no mucho tardar aparecería otra que amenazaría con eclipsarla. Y así, después de los tiempos de Mario y Sila, llegó la época de Pompeyo y César.