IV
LA GUERRA DE YUGURTA
ROMA AMENAZADA
Tras la muerte de Cayo Graco, Roma no solo no conoció la paz, sino que apenas unos años después se encontró sumida en una de las peores crisis de su historia. Las tensiones internas que Opimio había intentado reprimir de manera tan salvaje seguían allí, pero la amenaza que se cernía ahora sobre ella era externa. Los habitantes de Italia y de la propia ciudad de Roma llegaron a sentir muy cerca la amenaza de los enemigos, y el fantasma de los galos, que saquearon la ciudad en 387, hizo estremecerse de nuevo a todos.
Por supuesto, Roma era ahora muchísimo más poderosa que cuando Breno y sus celtas la atacaron a principios del siglo IV. Pero a cambio, en esta ocasión, se encontró combatiendo en tres e incluso cuatro frentes de forma simultánea, y sufrió reveses militares tan graves como no se recordaban desde los tiempos de Aníbal.
Las obras escritas de la Antigüedad se han transmitido de una forma alguna veces aleatoria y otras sometidas a una especie de darwinismo literario: las que tenían más éxito en su momento o resultaban más breves y sencillas de entender eran copiadas más veces y, por tanto, gozaban de más posibilidades de sobrevivir a la putrefacción, las ratas o los incendios.
Debido a esa transmisión azarosa y fragmentada, conocemos mucho mejor unas épocas que otras. Incluso al estudiar periodos supuestamente bien atestiguados nos damos cuenta de que, aunque existen bastantes datos sobre ciertos años y lugares determinados, otros puntos que nos gustaría conocer se hallan hundidos en sombras casi impenetrables. Por eso, el relato histórico que encontramos en los libros suele estar limitado a lo posible: el foco de la linterna del cronista alumbra un año la ciudad de Roma, otro año una región de Numidia y un tiempo después los alrededores de Aquae Sextiae, como si en el resto de los lugares del mundo no hubiese pasado nada en el ínterin.
Por ejemplo, las luchas que libraron los romanos contra los escordiscos y otros pueblos de Iliria y Panonia debieron de ser épicas, y en ellas algunos generales ganaron gloria y otros perecieron. Pero, como no sabemos gran cosa de esas guerras, apenas ocupan unas líneas en los manuales de historia.
En cambio, está mucho mejor documentada la única amenaza de aquellos años que provino del sur, de un reino que durante décadas había sido un fiel y útil aliado de Roma: Numidia. Dicha amenaza no pareció la más grave en su momento, puesto que no llegó a suponer para Italia ni para la urbe un peligro tan directo como el de los invasores del norte. Sin embargo, provocó muchos problemas en Roma y agravó la brecha que se había abierto entre los llamados optimates y los populares.
EL AUGE DE NUMIDIA
Como se explicó al hablar de la Tercera Guerra Púnica, Numidia había resultado muy beneficiada por la derrota de Aníbal. Hasta entonces, el país se hallaba dividido entre las dos tribus principales, los masilios y los masesulios, y el joven príncipe Masinisa se veía emparedado entre el poder hegemónico de Cartago al este y el de su rival Sífax, caudillo de los masesulios, al oeste. Pero al final de la guerra, gracias a que supo elegir el bando ganador, Masinisa consiguió librarse de Sífax y se convirtió en soberano de un gran reino que abarcaba parte del actual Túnez y toda la zona norte de Argelia.
Bajo el largo mandato de Masinisa, el reino de Numidia creció tanto que, como diríamos ahora, «entró en la escena internacional». Masinisa llegó a intercambiar embajadores con estados orientales tan lejanos como Rodas, Bitinia o Egipto. Su hijo Mastanábal incluso participó en los Juegos Panatenaicos, un gran festival religioso y deportivo que se celebraba en la ciudad de Atenas. Aquello suponía una muestra de prestigio: aunque la grandeza de Grecia fuese únicamente un recuerdo del pasado, su cultura todavía se revestía de un barniz de cierto renombre.
Como ya vimos también, Masinisa falleció en el año 148, poco antes de la destrucción de Cartago. Antes de morir, había nombrado albacea a Escipión Emiliano. Siguiendo las instrucciones del difunto, Escipión repartió el poder entre tres de sus hijos. A Gulusa, que destacaba por sus dotes militares, le confió el mando supremo del ejército, y después se lo llevó consigo a Cartago. A Mastanábal, que había recibido una esmerada educación («Era un erudito en las letras griegas», cuenta de él Tito Livio), le entregó la autoridad judicial. En cuanto a Micipsa, el hijo mayor, le correspondió el tesoro y también el trono de Cirta, la ciudad más próspera del reino, que albergaba una población mixta de bereberes, púnicos, griegos y hombres de negocios itálicos y romanos.
Este arreglo a lo Montesquieu resulta un tanto extraño, y tal vez demasiado perfecto, con esa tendencia que tenían tantos autores clásicos a simplificar las cosas y delimitarlas con líneas tan rectas como la frontera que separa hoy día Argelia de Libia. ¿No será que los tres hermanos habían acordado también un reparto territorial como el que el propio Micipsa llevó a cabo a su muerte, años más tarde? Se trata de una hipótesis verosímil, pero imposible de comprobar por ahora.
En cualquier caso, Gulusa y Mastanábal no tardaron demasiado en morir por causas naturales ahorrando posibles problemas a Micipsa, quien, de este modo, se convirtió en soberano único de un vasto territorio. Por el oeste, la gran Numidia llegaba hasta el río Muluya, que la separaba de Mauritania (reino que se correspondía con el territorio de Marruecos, no con la Mauritania actual). Por el este, se extendía hasta la fossa regia que marcaba su frontera con la provincia romana de África, creada tras la destrucción de Cartago. Los dominios de Micipsa alcanzaban incluso regiones más orientales, pues tanto Leptis Magna como otras ciudades de la Tripolitania se hallaban sometidas al poder de Numidia desde que Masinisa las conquistara en 162.
Los habitantes de este gran reino, los númidas, eran un pueblo de lengua bereber. Así lo atestigua, por ejemplo, el término gld que aplicaban a sus monarcas, relacionado con la actual palabra bereber aguellid, «rey». Por otra parte, se hallaban tan influidos por la cultura cartaginesa que sus soberanos también utilizaban el título fenicio de melek. El púnico era una de las lenguas oficiales del reino, y muchos nombres númidas, como Adérbal o Mastanábal, contenían el nombre del dios fenicio Baal.
Al sur de Numidia, más allá de las montañas del Atlas y la línea de los cuatrocientos milímetros de lluvia, empezaba la región presahariana. En ella habitaban pueblos nómadas conocidos colectivamente como «gétulos», a ratos aliados y a ratos vasallos de los númidas. Más al sur todavía, tras la isoyeta de los cien milímetros, se extendía la vasta desolación del Sahara. Pero incluso allí moraban pueblos bereberes, como los fabulosos garamantas, cuya capital Garama se hallaba a setecientos kilómetros del mar, en pleno desierto.
Volviendo a la región de Numidia, los historiadores antiguos cuentan que tanto Masinisa como Micipsa promovieron la urbanización y, sobre todo, el desarrollo de la agricultura. Sin embargo, la ganadería seguía siendo una de las actividades principales de sus habitantes, por lo que muchos de ellos —sobre todo en la parte occidental del país— se desplazaban a lo largo del año por rutas de trashumancia, buscando las tierras altas en verano y los valles en invierno. Es posible que el mismo nombre con que los conocían los romanos, Numidae, esté relacionado con el término griego Nomádes, «nómadas».
Hay que añadir que griegos y romanos compartían una visión despectiva de los nómadas, a los que consideraban semisalvajes piojosos que robaban el ganado de otras tribus, saqueaban sus comarcas y por pura desidia dejaban que el suelo se convirtiera en un yermo estéril. Por eso conviente relativizar la identificación entre nómadas y númidas, un estereotipo que hoy día suscita bastantes críticas de historiadores magrebíes.
En realidad, Numidia contaba con un territorio fértil más extenso y productivo de lo que se suele creer, como se demuestra en el hecho de que a menudo exportaba grano a Roma. El rey Masinisa incluso contribuyó con donaciones de cereal a la isla griega de Delos, donde se erigieron estatuas en su honor.
Los arqueólogos han encontrado en muchos lugares de Numidia restos de canales subterráneos o foggaras, similares a los qanats persas, que conducían el agua de pozos y fuentes a las zonas de cultivo. También se han hallado terrazas excavadas en las laderas de los montes para retener el agua de la lluvia y prevenir la erosión. Siguiendo el prejuicio que podríamos llamar «antinómada», antes se consideraba que todas esas obras databan de época romana. Ahora, no obstante, hay expertos que piensan que esos sistemas hidráulicos forman parte de una evolución tecnológica que se desarrolló con independencia de la presencia romana en el Magreb. Desmintiendo los estereotipos, Numidia no era, por tanto, un erial pedregoso habitado por nómadas que esperaban a ser civilizados por los romanos, sino un país con un grado considerable de prosperidad y desarrollo. Es algo que hay que tener en cuenta para entender la guerra contra Yugurta.
EL ASCENSO DE YUGURTA
Ya quedó dicho que Mastanábal, hermano de Micipsa, fue aceptado como participante en los Juegos Panatenaicos. Allí, en el año 158, obtuvo la victoria con un carro tirado por sus caballos. El auriga debió de ser otra persona, no el propio Mastanábal: quien obtenía el mérito en las pruebas hípicas era el propietario de la cuadra, no el conductor del carro.
Probablemente su hijo Yugurta nació ese mismo año. Esto recuerda a la historia de Filipo de Macedonia, que se enteró de que sus caballos habían ganado en las Olimpiadas el mismo día en que nació su hijo Alejandro. ¿Sería consciente Yugurta de ese paralelismo? Ambición al estilo de Alejandro no le faltaba, sin duda.
Según los historiadores, Yugurta era hijo ilegítimo de Mastanábal con una concubina. En teoría, siendo bastardo de alguien que era a su vez el tercer hijo del gran Masinisa, no habría tenido ninguna posibilidad de reinar. Pero cabe preguntarse si los romanos no identificaban de manera incorrecta el estatus de hijo legítimo o ilegítimo en culturas como la númida, donde se practicaba la poligamia. En cualquier caso, los indicios señalan que Yugurta nació lo bastante pronto como para ser el mayor de los nietos de Masinisa, lo cual seguramente se convirtió en un punto a su favor.
Yugurta es un personaje célebre gracias a la monografía que le dedicó Salustio, La guerra de Yugurta. El historiador romano lo describe así:
En cuanto Yugurta creció, pletórico de fuerzas, de rostro atractivo, y sobre todo dotado de una inteligencia poderosa, no se dejó corromper por el lujo ni la pereza. Al contrario, como es costumbre entre su pueblo, se dedicó a montar a caballo, a disparar la jabalina y a competir en carreras con sus iguales. Aunque aventajaba en gloria a los demás, sin embargo, todos lo apreciaban. Además, pasaba buena parte del tiempo cazando, y cuando había que herir al león o a otras fieras era el primero o estaba entre los primeros. (Yug., 6).
Conviene poner este retrato un poco en cuarentena. Los antiguos eran tan incapaces de resistirse a los tópicos literarios como muchos periodistas políticos o deportivos de hoy día. A pesar de todo, hay algunas cosas claras sobre este personaje. Como estratega se hallaba muy por encima de sus primos, los hijos de Micipsa, y de la mayoría de los generales romanos de la época. También resulta indudable que poseía un gran carisma. Así lo demostró poniendo en apuros a la maquinaria militar de la República, algo que solo consiguieron caudillos como el lusitano Viriato, el germano Arminio o el celta Vercingetórix, personajes capaces de convocar y aglutinar en torno a ellos a ejércitos mucho menos organizados que el romano precisamente gracias a que eran líderes carismáticos capaces de inspirar a sus hombres.
En el año 134, cuando ya habían muerto los hermanos de Micipsa y este gobernaba solo, Escipión Emiliano le pidió que, como cliente y amigo, le enviara refuerzos para asediar Numancia. Micipsa accedió, y nombró jefe del contingente númida a Yugurta.
En opinión de Salustio, el rey actuó así por celos. Yugurta estaba empezando a descollar tanto que su tío temía que su popularidad entre los númidas acabara convirtiéndolo en un posible rival no solo para sus hijos, sino incluso para él mismo. Enviarlo a Numancia era una forma de alejarlo de la corte. Por otra parte, cabía la posibilidad de que muriese en combate y dejase de ser una amenaza.
Como suele ocurrir, es muy posible que nos encontremos ante una explicación de los hechos post eventum. A decir verdad, mandar a Yugurta en aquella misión suponía una muestra de respeto y honor. Había suficientes miembros de la amplia familia real entre los que elegir un jefe para aquellas tropas. Si Micipsa escogió a Yugurta, debía de estar muy convencido de que su sobrino lo dejaría en buen lugar ante Escipión. Quedar bien con los romanos no era únicamente una cuestión de prestigio, sino también de supervivencia.
Durante el asedio, Yugurta se empapó de las técnicas militares romanas, que años después aplicaría para cercar la ciudad de Cirta. También, aprovechando que entre las élites de pueblos distintos se establecían vínculos de hospitalidad y clientela que podríamos llamar «transversales», adquirió muchas amistades que con el tiempo le resultaron muy útiles. En ello debió influir su carácter: todo hace sospechar que se trataba de un auténtico encantador de serpientes.
Entre los romanos que rodeaban a Escipión había muchos que, según Salustio, alentaron al joven númida a volar alto convenciéndolo de que, cuando Micipsa muriera, él podría convertirse en único soberano. Puede haber buena parte de verdad en ello, pero la conducta de Yugurta a lo largo de su vida indica que poseía bastante ambición de por sí sin necesidad de que nadie la avivara.
En esta campaña, Yugurta conoció también a un tribuno militar de su misma edad. Al igual que él, se trataba de un joven muy dotado para el arte de la guerra. Su nombre era breve y más bien corriente, Cayo Mario, y ni siquiera tenía cognomen como los miembros de otras familias egregias. Pero era un hombre que ni por su conducta ni su físico pasaba inadvertido. Es casi seguro que cuando décadas después sus destinos se cruzaron de nuevo Yugurta no se había olvidado de él.
El asedio terminó en el año 133 con la rendición de Numancia. Yugurta regresó a Numidia con dos grandes ventajas sobre los demás príncipes de la familia real númida: experiencia de combate con el mejor ejército del mundo y contactos entre la élite romana. Para demostrarlo, le enseñó al rey Micipsa una carta de recomendación escrita de puño y letra por Escipión Emiliano:
El valor de tu Yugurta en la guerra de Numancia ha sido enorme, cosa que estoy seguro que te alegrará saber. Gracias a sus méritos se ha hecho muy querido para nosotros, y vamos a procurar con todas nuestras fuerzas que sea igualmente apreciado por el senado y el pueblo de Roma. En nombre de nuestra amistad, te felicito, pues en él tienes a un hombre digno de ti y de su abuelo Masinisa. (Yug., 9).
En opinión de algunos autores, fue esta recomendación la que hizo que Micipsa superara sus suspicacias respecto a Yugurta y le otorgara rango de príncipe real. Desde aquel momento, sus probabilidades de ascender al trono o conseguir al menos una parcela de poder se multiplicaron.
Transcurrieron unos años en los que Yugurta continuó tejiendo su red de influencias, que se extendían sobre todo por la parte occidental del reino. A ello contribuyó el hecho de que el rey había empezado a dar muestras de debilidad física y mental. En 121, con sus facultades ya bastante mermadas, Micipsa decidió dar un paso más, adoptando a Yugurta y nombrándolo heredero junto con sus dos hijos varones legítimos, Adérbal y Hiémpsal. ¿Obró así por voluntad propia, presionado por los amigos romanos de Yugurta o por el propio Yugurta? Lo ignoramos.
Micipsa falleció en el año 118. Como había ocurrido tras la muerte de Masinisa, el reino quedó dividido entre tres herederos. Pero esta vez la transición no resultó tan pacífica; quizá porque faltaba alguien con la personalidad de Escipión Emiliano para verificar que se cumplía el testamento, o porque la relación personal entre los nuevos soberanos era peor.
Los problemas empezaron casi al instante. Tras los funerales regios se celebró la primera reunión entre los herederos. Hiémpsal desairó a su primo al ocupar el sitio de honor sentándose en el centro, pese a que era el más joven de los tres. Por el momento, Yugurta se tragó la ofensa. A continuación, el propio Yugurta propuso que se anularan las leyes decretadas por Micipsa durante los cinco últimos años debido a que se encontraba ya senil. Hiémpsal demostró al mismo tiempo sus buenos reflejos y su hostilidad contestando que le parecía perfecto, pues una de esas decisiones había sido la de adoptar como heredero a Yugurta.
Con comentarios de este tipo, no es sorprendente que no consiguieran llegar a un acuerdo similar al de sus antecesores. En lugar de dividirse el poder por parcelas, decidieron partir directamente el reino en tres y hacer lo mismo con los tesoros.
Los tres reyes se dirigieron al lugar donde debían llevar a cabo la distribución del dinero, viajando por caminos separados y cada uno con su propio séquito. El joven Hiémpsal se instaló en una ciudad llamada Tirmida cuya localización se desconoce. El gobernador del lugar lo alojó en una mansión, como correspondía a su rango. Pero en secreto le hizo llegar a Yugurta una copia de las llaves de esa casa —llaves adulterinas las llama Salustio—. Por la noche, un grupo de guerreros de Yugurta entró en Tirmida y asaltó la mansión. Aunque Hiémpsal intentó esconderse en el dormitorio de una sirvienta —quién sabe si no andaría allí por otros motivos—, los soldados lo encontraron y lo mataron. Después le llevaron su cabeza a Yugurta, que acababa de demostrar que era tan rápido de actos como su joven primo lo había sido de lengua, y mucho más implacable a la hora de tomar decisiones.
No se sabe si Yugurta se había limitado a planear el asesinato de Hiémpsal por el odio que existía entre ambos, o si también trató de acabar con Adérbal y este consiguió escapar. En cualquier caso, aquel crimen hizo estallar entre Yugurta y Adérbal un conflicto que no tardó en convertirse en guerra civil, con las tribus númidas divididas en dos facciones opuestas.
Adérbal consiguió atraer a más hombres a su causa, pues unió los seguidores de su hermano asesinado a los suyos propios. Pero los partidarios de Yugurta poseían más experiencia en la guerra, al igual que su general. Cuando ambos primos se enfrentaron en el campo de batalla, Adérbal resultó derrotado, tal como cabía esperar.
Adérbal huyó al este y se refugió en la provincia romana de África. Desde allí se encaminó a Roma, como aliada y amiga de Numidia que era. Una vez en la ciudad, expuso su caso ante el senado, ya que era este quien tomaba las decisiones de política exterior según la tradición; una tradición que, por cierto, no tardaría mucho en romperse.
Por supuesto, Yugurta no se quedó mano sobre mano, sino que despachó a Roma sus propios enviados. Después de que ambos bandos presentaran sus alegaciones ante los senadores, estos decidieron repartir el reino entre ambos pretendientes. Se trataba de la medida que más convenía a Roma: un vecino dividido, y no una gran Numidia a la que se le pudieran subir los humos en cualquier momento.
Para concretar los detalles del reparto, el senado envió una comisión. La presidía Lucio Opimio, el mismo que como cónsul en 121 había ofrecido el peso en oro de la cabeza de Cayo Graco a quien se la trajera, y que también había ordenado ejecutar a tres mil de sus partidarios.
Tal como explica Salustio, «cuando se efectuó la división, la parte de Numidia vecina a Mauritania, que era la más fértil y poblada, le correspondió a Yugurta. En cambio la otra, mejor por su aspecto que por su utilidad, ya que poseía más puertos y edificios, le cayó en suerte a Adérbal» (Yug., 16).
El motivo que se suele alegar para este reparto desigual es que Yugurta había sobornado a muchos senadores, entre ellos a Opimio. Como ya hemos visto, había trabado amistad con bastantes miembros de la élite romana durante el asedio de Numancia. Es evidente que ahora no iba a perder la ocasión de utilizar esas influencias para presionar y conseguir una decisión favorable.
No obstante, sin entrar en la cuestión de los sobornos, que seguramente existieron, la interpretación que hace Salustio sobre el reparto es discutible. Resulta dudoso que la peor parte del reino fuese la que se hallaba más cerca de Cartago, una región famosa por su desarrollo agrícola. Ahora bien, sí que es probable que las tribus más aguerridas del país se encontrasen en la parte que le correspondió a Yugurta.[10]
No es la primera vez que critico los puntos de vista de Salustio, ni será la última. Poner en duda a la principal fuente de la que disponemos para este conflicto no deja de ser delicado, pues la verdad de los hechos se nos puede acabar escurriendo como arena entre los dedos hasta que nos quedemos sin nada. Pero también conviene conocer los prejuicios de cada autor para leer entre líneas.
En el caso de Salustio, hay que tener en cuenta que en el año 50 el censor Apio Claudio Pulcro tachó su nombre de la lista de senadores, acusándolo de corrupto e inmoral. En realidad, si lo expulsó de forma tan ignominiosa fue porque era partidario de César en un momento en que este se hallaba enfrentado a la mayoría del senado.
Salustio no tardó en recuperar su puesto, gracias precisamente a César. Pero si hasta entonces se había opuesto al grupo más conservador del senado, los llamados optimates, su inquina contra ellos se multiplicó a partir de ese momento. Una forma de reivindicar su propio honor era demostrar que la corrupción del bando que lo había acusado a él de inmoral ya venía de antiguo. Por otra parte, criticar sus propios tiempos por decadentes, relajados e inmorales y compararlos con un supuesto pasado de virtud, sobriedad y honradez era una tradición muy propia de los romanos; y hay que reconocer que, en este sentido, las críticas de Salustio apuntaban no solo al bando senatorial, sino a toda la sociedad romana.
Volvamos con Yugurta y su primo. La decisión que había tomado el senado de repartir el reino entre ambos devolvía a Numidia al statu quo que tenía antes de que Masinisa la unificara, cuando se hallaba dividida entre masilios y masesulios. Un arreglo así no podía satisfacer al ambicioso Yugurta. Después de haber crecido en un reino poderoso y extenso, ¿cómo iba a conformarse con gobernar sobre migajas del esplendor pasado?
En aquel momento, Yugurta debió de pensar que los romanos no interferirían. Como mucho, si atacaba a su primo se limitarían a protestar. Él, por su parte, se vería obligado a gastar parte del tesoro real para tapar algunas bocas; una inversión que estaba más que dispuesto a hacer.
La intención de Yugurta era enfrentarse a Adérbal en una segunda batalla decisiva y aplastarlo definitivamente. Con el fin de conseguir que saliera a campo abierto con sus tropas, se dedicó durante varios años a provocarlo, ordenando incursiones contra sus fronteras. Mas, pese a que las bandas de saqueadores de Yugurta incendiaban sus poblados y robaban su ganado, Adérbal no acababa de morder el anzuelo. En parte se debía a que poseía un talante más pacífico que el de su difunto hermano Hiémpsal, pero sobre todo a que sabía que Yugurta era mejor general y disponía de tropas de más calidad.
No obstante, las provocaciones llegaron a tal punto que en la primavera del año 112 Adérbal no tuvo más remedio que aceptar la batalla por cuestión de prestigio. Ser rey o, en el caso de Roma, patrono no consistía únicamente en recibir honores y presentes: el superior se comprometía a proteger a sus vasallos o clientes de los ataques de terceras partes. Un soberano incapaz de proteger a los suyos de las depredaciones del vecino no habría tardado en ser depuesto por sus propios súbditos.
El campo elegido para el combate se hallaba cerca de Cirta, la ciudad más importante de Numidia. Ambos ejércitos se avistaron de lejos (normalmente, los exploradores reconocían a las tropas enemigas y calculaban su composición por la forma y el tamaño de la nube de polvo que levantaban), pero ya estaba a punto de oscurecer, de modo que acamparon. Mientras tanto, Adérbal envió emisarios a Roma para pedir ayuda ante las tropelías de su primo.
Durante la noche, Yugurta atacó mientras la mayoría de los hombres de Adérbal dormían. Aunque en los campamentos númidas no reinaba tanta disciplina como en los romanos, una operación nocturna siempre era muy arriesgada. Por eso, el hecho de que Yugurta fuese capaz de lanzar con éxito una ofensiva de este tipo demuestra que ejercía un control de hierro sobre sus hombres y que poseía un talento militar nada desdeñable.
Adérbal consiguió huir con unos cuantos jinetes y se refugió tras las murallas de Cirta. Esta ciudad era un emporio comercial donde se vendía y compraba grano sobre todo. Micipsa la había fortificado y embellecido con edificios y lujosos monumentos, y según el geógrafo Estrabón, albergaba tantos habitantes que podía movilizar diez mil jinetes y veinte mil soldados de infantería.
Cuando entró en Cirta, «una multitud de togados» acogió a Adérbal. Con estas palabras, Salustio se refiere a la numerosa colonia de mercaderes romanos e itálicos instalados en la ciudad. Aquellos hombres treparon a las murallas y lanzaron una lluvia de proyectiles sobre los perseguidores de Adérbal. De ese modo, según nuestro historiador, evitaron que lo atraparan y acabaran con aquella guerra civil. Sin embargo, considerando que Cirta era una ciudad populosa, muchos de sus habitantes debieron de acudir también al adarve para rechazar el ataque. El exagerado protagonismo que da Salustio a los itálicos no deja de ser una muestra de etnocentrismo.
Decidido a capturar a su primo, Yugurta trató de asaltar la ciudad con arietes, torres de asedio y manteletes. Pero los bastiones resistieron todos los embates. La ciudad estaba rodeada de barrancos que la hacían muy difícil de expugnar, salvo por la zona suroeste. La única posibilidad, pues, era rendirla por hambre.
Días después, llegaron a Roma los enviados que Adérbal había despachado antes de la batalla. Para investigar el asunto, el senado envió a Numidia una comisión formada por tres miembros que Salustio describe como adulescentes. Este adjetivo indica que se trataba de senadores de escasa entidad, seguramente pedarii. También implica una crítica, pues para cometidos de este tipo se solía recurrir a personajes de rango consular.
Yugurta se las arregló para torear a los enviados, o directamente los sobornó; en cualquier caso, no permitió que entraran en la ciudad para reunirse con Adérbal. Según les explicó, él era la auténtica víctima de las conjuras de su primo y hermano adoptivo, que había conspirado para asesinarlo. Por eso no le había quedado otro remedio que defenderse.
Yugurta añadió que no tardaría en enviar a Roma sus propios embajadores para que expusieran la verdadera situación. Convencidos, los comisionados se marcharon. Apenas desaparecieron de la vista, Yugurta apretó todavía más el asedio, excavando una zanja y levantando alrededor de la ciudad una empalizada provista de torres defensivas, tal como había visto hacer a Escipión Emiliano en Numancia.
Pese a lo estrecho del cerco, Adérbal consiguió que dos de sus mejores hombres lo burlaran amparados en la oscuridad de la noche. Aquellos dos enviados cabalgaron hasta el mar y embarcaron hacia Roma con una carta escrita por Adérbal.
La misiva estaba redactada en términos tan desesperados que el senado decidió enviar una segunda comisión, constituida en esta ocasión por senadores de mayor rango. La presidía Marco Emilio Escauro, un patricio que había sido cónsul en 115 y por aquel entonces tenía unos cincuenta años. A la sazón era el princeps senatus o «príncipe del senado»; es decir, el senador cuyo nombre se había inscrito el primero en la lista que los censores confeccionaban cada cinco años. Se trataba de un gran honor que se otorgaba exclusivamente a patricios de los linajes más importantes, las gentes maiores, y que solía mantenerse de por vida. Así sucedió en el caso de Escauro hasta su muerte en el año 89. Sin tratarse de un cargo oficial, el princeps poseía una gran dignidad y tenía derecho a hablar el primero en las reuniones del senado: era una especie de presidente honorario del Congreso.
Enviar a un hombre de tal categoría indicaba que la República por fin se tomaba un poco en serio la guerra dinástica que se libraba en Numidia. No obstante, Roma seguía sin enviar tropas. ¿Por qué no se embarcó en una guerra abierta para ayudar a Adérbal, cuyo destino estaba unido además a los ciudadanos romanos e itálicos sitiados con él en Cirta?
A estas alturas, los romanos todavía podían confiar en que bastaría con chasquear los dedos para que Yugurta obedeciera como un perrillo amaestrado. ¿No había hecho lo mismo un rey mucho más poderoso como Antíoco IV cuando Popilio Lenas lo rodeó dibujando aquel círculo en el suelo?
Lo cierto es que, en aquel momento, Roma se veía con problemas en varios frentes. La tribu de los escordiscos había invadido Macedonia y Grecia, mientras que por el nordeste se cernía una amenaza prácticamente desconocida, pero formidable: los cimbrios. Para los romanos las fronteras septentrionales eran, como se diría ahora, «un asunto sensible». Una amenaza allí suponía un peligro mucho mayor para su seguridad que cualquier cosa que pudiera ocurrir en territorio africano.
La segunda comisión senatorial partió en tan solo tres días. Una vez llegados a Útica, la ciudad más importante de la provincia romana de África, Escauro ordenó a Yugurta que se presentara ante ellos.
El númida, sabiendo lo que le convenía, acudió a la citación escoltado por una pequeña tropa de caballería. Ya en Útica, el princeps senatus lo amenazó con terribles represalias si no interrumpía el asedio de inmediato y regresaba a su parte del reino.
Yugurta fingió acceder. Después, cuando los senadores se marcharon de regreso a Roma, se encontró ante un dilema. ¿Qué debía hacer? ¿Doblegarse a las presiones de Escauro y sus compañeros ahora que tenía a su primo donde quería, confinado en una ciudad que, según sus cálculos, no tardaría en caer? Si eliminaba a Adérbal, lo más fácil era que los romanos acabaran desentendiéndose del asunto. ¿Qué más les daba a ellos quién gobernara en Numidia mientras esta siguiera siendo un reino aliado y amigo?
Al quinto mes de asedio las condiciones dentro de la ciudad se habían deteriorado tanto que la comunidad de comerciantes itálicos convenció a Adérbal de que lo mejor era rendir Cirta y entregarse. «Yugurta no se atreverá a hacerte ningún daño —adujeron—. Eso significaría provocar las iras de Roma».
Se equivocaron. Cuando Adérbal les hizo caso y se entregó a su primo, este lo mató después de torturarlo. El término que utiliza Salustio es excruciatum, que deriva de crux, pues la cruz era el tormento más usual en las ejecuciones romanas. Esto no tiene por qué significar que Yugurta crucificara literalmente al desdichado Adérbal, ya que el verbo excrucio se utilizaba en sentido general. Sin embargo, tampoco es descartable que lo hiciese: la crucifixión era un método que los cartagineses usaban de forma habitual para castigar a los generales incompetentes, y los númidas podrían haberlo copiado de ellos. En su forma más primitiva, consistía en atar al condenado a una viga vertical y dejarlo allí colgado para que muriera; el travesaño perpendicular que daba a la cruz su forma de T fue un añadido posterior.
Yugurta no se limitó a matar a Adérbal. Según se puede encontrar en bastantes textos que tratan sobre este conflicto, también llevó a cabo una masacre entre todos los habitantes varones, particularmente entre los mercaderes itálicos y romanos. Esta «atrocidad», en palabras de Salustio, habría sido la gota que colmó el vaso y no dejó a la República otro remedio que declararle la guerra.
Una matanza de este tipo habría supuesto un acto especialmente irracional e insensato en alguien como Yugurta, cuya conducta habitual demuestra que era un individuo calculador (aunque una vez sopesada una decisión, la realizaba con asombrosa celeridad). En lugar de intentar explicar por qué cruzó esa raya roja, conviene revisar lo que dice exactamente Salustio:
[Iugurtha] omnis puberes Numidas atque negotiatores promiscue, uti quisque armatus obvius fuerat, interficit. (Yug., 26).
Esto es: «Yugurta mató a todos los adultos, númidas y hombres de negocios por igual, que le salieron al paso armados». La frase sugiere que, cuando sus tropas entraron en Cirta, se encontraron con bolsas de resistencia armada, algo que parece lógico en una ciudad tan grande, y que fue a esa gente a la que sus soldados eliminaron.[11] Una actuación que difícilmente podría denominarse masacre, y muy distinta de la que llevó a cabo Mitrídates en las «Vísperas asiáticas» de las que hablaremos cuando llegue el momento.
Cuando Salustio habla aquí de una «atrocidad» no tiene por qué referirse a esa pretendida matanza de ciudadanos itálicos y romanos, sino a la cruel muerte de Adérbal. Este se había rendido con la condición de que se respetara su vida, y Yugurta no lo había hecho, violando así el derecho de gentes (el derecho internacional, para entendernos). Se trataba de un crimen de por sí condenable. Además, Adérbal había confiado su vida al pueblo romano. Si este, como patrono, no era capaz de defenderlo, ¿qué opinarían el resto de los aliados y clientes de la República?
La situación parecía insostenible. Pese a ello, había senadores que seguían intentando templar los ánimos. Seguramente habría entre ellos partidarios sobornados por Yugurta; pero la renuencia del senado como cuerpo a embarcarse en una guerra era razonable, pues las nubes de tormenta que se cernían sobre Italia eran cada vez más oscuras.
De todas formas, tras las turbulencias del periodo de los Gracos el senado ya no controlaba la política con tanta facilidad como en otras épocas. De nuevo fue un tribuno de la plebe, Cayo Memio, quien puso a los patres conscripti en jaque con una virulenta campaña antisenatorial. Memio exigió venganza por los crímenes de Yugurta y aseguró en público que la codiciosa aristocracia romana estaba comprada por el rey númida. A los senadores no les quedó más remedio que declarar la guerra, y se decidió que las provincias asignadas a los cónsules del año 111 fueran Italia y África. Los cónsules elegidos fueron Publio Escipión Násica y Lucio Calpurnio Bestia, y fue a este último a quien se le encomendó dirigir las operaciones contra Yugurta.
LA GUERRA CONTRA YUGURTA
La campaña del año 111 empezó con objetivos limitados. Ahora que los dos hijos de Micipsa habían muerto, su heredero más directo era el propio Yugurta, de modo que ya no existía conflicto dinástico alguno en el que terciar. Lo que pretendía Bestia no era derrocarlo, sino darle un escarmiento y cobrar una indemnización. Una vez que Yugurta entrara de nuevo al redil, volvería a ser un fiel aliado de Roma. En aquella fase del conflicto, los senadores todavía pensaban de él algo parecido a lo que F. D. Roosevelt dijo del dictador nicaragüense Anastasio Somoza: «Puede que sea un hijo de perra, pero es nuestro hijo de perra».
Por desgracia, Salustio no incluye las cifras del ejército de Bestia, ni de casi ningún otro. Lo más probable es que el cónsul llevara consigo dos legiones romanas más otras dos de tropas auxiliares, lo que sumaría entre dieciocho y veinte mil hombres. Con este contingente, Bestia desembarcó en la provincia de África, invadió las fronteras de Numidia, expugnó unas cuantas ciudades y tomó muchos prisioneros.
Aunque Yugurta había derrotado a su primo Adérbal en campo abierto y disponía de un ejército bien entrenado, no era tan temerario como para enfrentarse abiertamente contra las legiones romanas; al menos, no en aquella fase de la guerra. Por tanto, no tardó en negociar.
El cónsul Bestia y Escauro, el princeps senatus, al que había llevado como legado, aceptaron los términos de rendición de Yugurta. Las condiciones que propuso el númida no eran tan malas. Para empezar, surtió de grano al ejército romano mientras duraron el armisticio y las negociaciones, lo que supuso un ahorro para el erario de la República. Por otra parte, se sometió oficialmente a Roma, algo que no dejaba de resultar humillante para un rey y que, por tanto, servía para reparar el honor del pueblo romano. Además, pagó como indemnización treinta elefantes de guerra, muchos caballos y cabezas de ganado y una cantidad de dinero que, según Salustio, era escasa (parvo argenti dice, sin concretar más).
Pero los que se oponían al poder senatorial, encabezados de nuevo por el tribuno Memio, consideraron que este acuerdo era demasiado blando. Según ellos, Bestia y Escauro habían aceptado la paz porque Yugurta los había corrompido con sobornos.
En condiciones normales, el senado dirigía la política exterior romana. Pero lo hacía por tradición, no porque se tratase de una prerrogativa exclusiva y garantizada por una constitución que no existía realmente. Como comentamos a colación de las elecciones consulares que ganó Escipión, las asambleas del pueblo tenían, en principio, soberanía para legislar sobre cualquier cosa.
En esta ocasión, Memio decidió llevar la política exterior al comicio, y logró que se aprobara un plebiscito por el que se ordenaba al pretor Lucio Casio que viajara a Numidia. Una vez allí, Casio debía ordenar a Yugurta que se presentara de inmediato en Roma y denunciara públicamente a quienes habían aceptado sobornos de sus manos.
El pretor Casio llegó a Numidia y comunicó a Yugurta sus instrucciones. Para el rey, viajar a Roma significaba meterse en la boca del lobo. Pero Casio le juró, en nombre de la República, que se respetarían su integridad física y la de su séquito. Para terminar de convencerlo, añadió a esta garantía una promesa privada.
Yugurta aceptó finalmente y se presentó en Roma. Una vez allí, el tribuno Memio lo llevó ante la asamblea del pueblo y lo conminó a que revelara los nombres de sus cómplices en el senado.
Aunque gracias a los juramentos la vida de Yugurta no corría peligro, se encontraba en una situación muy delicada. ¿Cómo iba a denunciar a los mismos amigos a quienes debía su influencia en Roma? Delatarlos suponía arrojar no ya piedras, sino cascotes sobre su propio tejado.
Lo salvó el hecho de que cualquier tribuno podía interponer su veto para bloquear las decisiones de otro magistrado, incluso aunque se tratara de un colega tribuno. En esta ocasión, fue un tal Cayo Bebio quien se levantó y ordenó callar a Yugurta. Este, ni que decir tiene, obedeció gustoso la orden. Aquello provocó el escándalo que era de esperar, pero todo quedó en un monumental griterío y la asamblea se disolvió.
¿Por qué actuó Bebio así? La respuesta parece obvia: había recibido un soborno. O quizá dos, uno de Yugurta y otro del lobby de senadores que podían verse imputados si el rey tiraba de la manta.
Aquello no fue lo único que sucedió durante la estancia de Yugurta en Roma. Por aquel entonces residía en la ciudad otro miembro de la familia real númida. Se llamaba Masiva y era nieto de Masinisa y primo, por tanto, de Yugurta. Espurio Postumio Albino, que acababa de suceder a Bestia como cónsul y había conseguido que le asignaran el mando militar de la provincia de África, animó a Masiva a que reclamara el reino de Numidia.
Eso habría supuesto para Yugurta retornar a la situación anterior a la muerte de Adérbal o algo incluso peor: perder el trono. Pero el númida poseía una mente endiabladamente rápida. Sin vacilar, aun hallándose en el corazón del territorio enemigo, encargó a su hombre de confianza, Bomílcar, que contratara asesinos para que siguieran los pasos del príncipe Masiva y lo mataran en las calles de Roma. La conspiración salió bien tan solo a medias: los sicarios liquidaron a Masiva, pero uno de ellos se dejó atrapar y acabó confesando.
Merced al juramento que el pretor Casio había prestado en nombre de la República, Bomílcar gozaba de inmunidad diplomática, ya que pertenecía al séquito del rey. Pese a ello, el cónsul Albino decidió llevarlo a juicio. Dispuesto a evitarlo, Yugurta volvió a aflojar los cordones de su bolsa, untó unas cuantas manos y consiguió sacar a Bomílcar de Roma a escondidas.
Incluso a los amigos que Yugurta tenía en el senado les pareció que esta vez se había pasado de la raya. Temiendo que cometiera nuevas e imprevisibles fechorías, las autoridades ordenaron al rey que abandonara Italia cuanto antes.
Salustio cuenta que Yugurta, cuando acababa de cruzar las puertas de Roma, se volvió para contemplarla (el mejor lugar sería el monte Janículo, que ofrecía un magnífico panorama de la urbe). Abarcándola con un gesto de los brazos, exclamó: «¡Toda una ciudad en venta! Como encuentre un comprador, no tardará en perecer (Yug., 35)». Desde entonces, estas palabras han sido muy citadas para demostrar hasta qué punto la República se estaba corrompiendo y alejando de las antiguas esencias. Sin embargo, la frase no parece tanto una transcripción literal de lo que pudo decir Yugurta como una opinión del propio Salustio sobre sus enemigos políticos.
Casi pisándole los talones a Yugurta, el cónsul Postumio Albino se plantó en África y se hizo cargo de las legiones acantonadas en la provincia. Este personaje pertenecía a la principal familia de la gens patricia de los Postumios, tan antigua que había conseguido su primer consulado seis años después de la expulsión de Tarquinio el Soberbio.
Después de todo lo que había ocurrido, con escándalos públicos, sobornos y un asesinato en las mismas calles de Roma, ya no podía bastar un acuerdo de paz limitado a una indemnización. Yugurta había llegado demasiado lejos, y ahora la intención de Postumio era arrebatarle el trono.
Pero el rey númida demostró ser un enemigo muy escurridizo y evitó en todo momento enfrentarse en campo abierto contra las fuerzas consulares. Se trataba de una estrategia sensata. En una batalla a gran escala se arriesgaba a ser aplastado. Si en el mejor de los casos vencía a los romanos, con eso únicamente los incitaría a emplearse a fondo en Numidia y acabar con él de una vez por todas. Mientras la situación no llegase a tal extremo, Yugurta calculaba que siempre quedaba la posibilidad de alcanzar un arreglo pacífico.
Durante meses, Postumio se dedicó a saquear villas y ciudades. Leptis Magna se entregó voluntariamente, mientras que, más al oeste, el rey Boco de Mauritania, pese a que era suegro de Yugurta, ofreció a Roma su alianza. El monarca númida, por su parte, no tardó en intentar nuevas negociaciones.
Los meses fueron transcurriendo. Sin que se hubieran producido operaciones decisivas, Albino Postumio volvió a Roma para presidir las elecciones al consulado del año 109. El hecho de que el encargado fuese él y no su colega Minucio Rufo, que andaba por Macedonia combatiendo contra los escordiscos, demuestra que el senado consideraba menos importante la campaña de Numidia.
Albino tenía pensado regresar a África cuanto antes, pero las cosas se complicaron. Dos tribunos de la plebe se habían empeñado en que sus mandatos se prorrogaran, y a fuerza de vetos consiguieron retrasar las elecciones de todas las magistraturas.
Mientras tanto, el ejército consular se quedó en la provincia de África. Según los comentarios que corrieron luego por la urbe, la corrupción se había extendido también por sus filas. Se decía que muchos soldados y oficiales habían entrado en tratos con el enemigo, y que incluso los treinta elefantes que Yugurta había entregado por el anterior tratado de paz le habían sido revendidos.
Al mando de este desastrado ejército había quedado Aulo Postumio, hermano de Albino. Al comprobar que el cónsul tardaba en regresar, Aulo decidió aprovechar la ocasión para ganar una reputación y un botín que en realidad no le correspondían. En el mes de enero, cuando ya deberían haber recibido su nombramiento los nuevos cónsules, Aulo convocó a sus tropas desde sus cuarteles de invierno y se encaminó a la ciudad de Sutul, donde se encontraba el tesoro real.
No fue una decisión acertada. Las murallas de Sutul eran muy sólidas y la lluvia convertía la llanura donde acampaban los romanos en un cenagal.
Aulo era mucho peor general que Albino, y Yugurta lo sabía, bien porque lo conocía personalmente o porque le había llegado su fama. Por eso decidió tenderle una trampa. Enviándole emisarios, lo convenció para que renunciara al asedio, tomara sus legiones y lo siguiera a él, que a su vez había levantado el campamento con su propio ejército para internarse en el país.
La explicación que aporta Salustio para lo que ocurrió a continuación resulta un tanto retorcida, lo cual no quiere decir que no sea cierta. Según el historiador, Aulo se fue tras Yugurta para alejarse lo más posible de los ojos y los oídos del senado y el pueblo romano por si llegaba a un acuerdo con él que implicara un soborno.
Es posible que Aulo pensara en alcanzar un pacto que lo enriqueciera personalmente, o puede que marchara detrás de Yugurta con la intención de enfrentarse a él en la batalla decisiva que su hermano no había conseguido librar. En cualquier caso, la jugada no le salió bien. A las pocas jornadas de marcha, el rey númida lo atacó de noche, demostrando de nuevo el control que sabía ejercer sobre sus tropas en plena oscuridad.
Los romanos habían construido un campamento fortificado, como llevaban haciendo desde sus mismos orígenes. Tras la fosa y la empalizada, y protegidos por los pelotones que montaban guardia, el resto de los soldados podían descansar tranquilos. Era una buena inversión a cambio de las tres horas que, como promedio, costaba levantar el campamento después de una jornada entera de marcha.
Se conocen muy pocos ejemplos de campamentos romanos tomados por el enemigo, a no ser que las legiones alojadas en ellos hubiesen sido derrotadas previamente en campo abierto. El de Aulo Postumio fue uno de esos raros casos. Ello se debió no solo al caos que desató el inesperado ataque de Yugurta, sino a pura y simple traición.
Durante los meses previos, los agentes númidas habían tanteado y sobornado a ciertos elementos de las tropas auxiliares y también a algunos romanos. Una cohorte de ligures y dos escuadrones de caballería tracia se pasaron al enemigo en plena noche. Pero lo más grave fue que un centurión, nada menos que el primipilo de la Tercera legión, abrió las puertas de la empalizada que le tocaba vigilar.
Cuando el enemigo penetró en el campamento, se desató el pánico entre los soldados romanos, que emprendieron la desbandada, muchos de ellos sin armas, y se refugiaron en un monte cercano.
Al día siguiente, Yugurta negoció la rendición con ellos. La situación era tan desesperada que Aulo Postumio tuvo que aceptar unas condiciones ignominiosas. No solo los romanos se comprometieron a salir de las fronteras de Numidia en diez días, sino que los supervivientes de aquella derrota tuvieron que pasar antes bajo el yugo.
No sabemos si los númidas compartían con los romanos la costumbre de vejar así a sus enemigos o si Yugurta los imitó a propósito para recordarles la afrentosa derrota que habían sufrido dos siglos antes, a manos de los samnitas, en la jornada negra de las Horcas Caudinas. El caso es que Yugurta había derrotado a un ejército consular completo, demostrando, como afirma el historiador Gareth Sampson,[12] que el problema para la República era que el mejor general romano no mandaba al ejército romano, sino al númida.
Cuando la noticia de esta humillación llegó a Roma, la rabia y la consternación cundieron en proporciones difíciles de precisar. El senado se negó a ratificar el tratado firmado por Aulo Postumio, como había hecho con el de Mancino y Graco en Numancia. Además, el tribuno Cayo Mamilio propuso nombrar una comisión especial para juzgar por traición a todos aquellos que hubieran ayudado a Yugurta.
En ese tribunal fueron condenados, entre otros, Lucio Opimio, Calpurnio Bestia y Albino Postumio. Se ignora cuál fue la pena, pero debió de consistir en una cuantiosa multa y posiblemente el destierro. Escauro, el princeps senatus, se salvó; entre otros motivos porque manejaba tantos resortes que consiguió que lo designaran para presidir la comisión.
Hasta ahora, se habían enfrentado contra Yugurta dos cónsules, y el único resultado espectacular había sido la derrota del hermano de uno de ellos. Por fin, con bastante retraso, se eligió a los cónsules del año 109: Quinto Cecilio Metelo y Marco Junio Silano. El primero pertenecía a una rama plebeya, pero muy destacada, de la gens Cecilia. En esta época, los Cecilios Metelos llegaron a sumar en doce años otros tantos cónsules, censores y generales celebrando triunfos.
Metelo, que se alineaba con la facción más aristocrática del senado, era un militar mucho más capacitado que sus dos predecesores. Había servido en Numancia con Escipión Emiliano y era partidario de imponer su misma disciplina a rajatabla.
Tras reclutar soldados en Italia, Metelo cruzó el mar hasta África, donde recibió de Albino Postumio los restos desmoralizados de su ejército. El anterior cónsul había tenido a sus hombres acantonados en campamentos sin fortificar en los que no se organizaban guardias y cada soldado se ausentaba cuando le venía en gana. Ni siquiera la higiene funcionaba como debía, con la consecuencia de que de vez en cuando tenían que mudarse de campamento porque las letrinas sin limpiar despedían un olor insoportable.
Un síntoma significativo de la situación era que muchos soldados estaban vendiendo el grano que les daba el Estado. Normalmente, los soldados recibían trigo para todo el mes, que se les descontaba del sueldo. Ellos mismos lo molían y cocían en forma de pan o bizcocho. Ahora, por el contrario, estaban vendiendo ese cereal y a cambio compraban pan fresco todos los días. Seguramente la operación les costaba dinero: que estuvieran dispuestos a gastárselo con tal de trabajar menos y comer pan más crujiente era una muestra de molicie y de pereza intolerable para alguien como Metelo.
LA COMIDA DE LOS LEGIONARIOS
En circunstancias normales, un legionario debía consumir una media de tres mil calorías al día, repartidas en dos comidas: el almuerzo y la cena. El Estado repartía a los soldados raciones con los alimentos que se consideraban básicos, aunque luego se los descontaba del sueldo.
La base principal de su nutrición era el cereal, en concreto, el trigo. Si no quedaba otro remedio, se distribuía cebada a los soldados, pero eso provocaba sus protestas. Como dice un refrán: «Pan de cebada, comida de burro disimulada». A veces, una unidad a la que se quería castigar por cobardía o indisciplina recibía cebada durante una temporada, lo que suponía una humillación ante sus compañeros.
Lo normal era que la ración de grano, como de otros alimentos, se repartiera cada cierto número de días. En cualquier caso, se calcula que podía andar entre tres cuartos de kilo y un kilo diarios. Se les entregaba en forma de trigo entero. Los soldados debían triturarlo con una mola que compartían los soldados que dormían en la misma tienda (los contubernales). En esencia, la mola consistía en un molino en miniatura formado por un juego de dos discos de basalto, tan pesados que los transportaban a lomos de una mula.
Se ha calculado que moler trigo para todos los contubernales requería más de hora y media, una tarea que realizaban por turnos o encomendaban a sirvientes, si es que disponían de ellos. Una vez obtenida la harina, todavía les quedaba amasar el pan, esperar a que subiera la levadura y cocerlo sobre brasas o piedras calientes, tareas que llevaban entre una y dos horas. Así se entiende mejor por qué los soldados de África vendían su ración de trigo para comprar pan hecho todos los días, y también por qué Metelo lo consideraba una muestra de haraganería.
A veces, cuando no se encontraba leña, o porque llovía, había que hacer una marcha o se acercaba la batalla, resultaba imposible hacer pan. Para esas contingencias, los soldados llevaban siempre encima buccellatum, cereal preparado en forma de galleta, pero no la que conocemos hoy día, que es dulce, sino la llamada «galleta náutica», más parecida a la regañá andaluza. Como se cocía dos veces quedaba seca y dura. A cambio, al no tener agua, aportaba más calorías con el mismo peso y aguantaba mucho tiempo. Aunque a los legionarios no les entusiasmaba, debían de pensar en un equivalente en latín de nuestro refrán «A falta de pan, buenas son tortas». El buccellatum se convirtió en una comida tan característica del ejército que los miembros de los ejércitos privados romanos y bizantinos a partir del siglo IV d.C. se llamaron buccellarii; literalmente «los bizcocheros».
El trigo suponía unas tres cuartas partes de la ingesta total de calorías. Para complementarlo, el Estado repartía legumbres —las más habituales eran las lentejas y las habas—, queso y aceite de oliva. La carne no faltaba. Por los huesos que se han encontrado en restos de campamentos, la más consumida era la de vaca o buey. Comían además mucha carne de cerdo, sobre todo en forma de salchichas o lardum (panceta salada).
También se les repartía sal. Se valoraba tanto que el sustantivo «salario» deriva de ella. La sal ayuda a retener el agua en el organismo, una propiedad que en nuestros tiempos de abundancia puede ser un inconveniente (pensemos en las bolsas bajo los ojos al levantarnos después de tomar una cena demasiado rica en sal), pero que resultaba vital para no deshidratarse en las largas marchas bajo el sol de Numidia. Obviamente, los romanos desconocían el proceso por el que el cuerpo humano precisa sal, pero algo intuían. Hablando de esa necesidad, Frontino cuenta: «Cuando los habitantes de Mutina estaban sitiados por Antonio y sumamente necesitados de sal, Hirtio se la hizo llegar escondida en barriles a través del río Escultena». (Estr., 3.14.4).
Más importante que el suministro de alimentos, o al menos más urgente, era el de agua, como mínimo dos litros diarios. Los antiguos solían tomarla mezclada con vino en proporciones variables. Amén de alegrarles el espíritu, ayudaba a prevenir ciertas infecciones. No obstante, los mandos procuraban racionarlo por ahorrar dinero y evitar borracheras. En el siglo IV d.C., una época ya tardía, sabemos que se entregaba a cada soldado medio sextario, poco más de un cuarto de litro.
Había un sucedáneo más barato, la posca. Era vinagre diluido en agua y mezclado con hierbas: el vino de los pobres y, a menudo, de los soldados. Cuando Jesucristo estaba en la cruz y se quejó de que tenía sed, un legionario le acercó a la cara un palo con una esponja empapada en agua con vinagre. En realidad era posca, y no lo hizo por aumentar sus sufrimientos, sino para que se refrescara con lo mismo que bebía él.
Normalmente, los soldados hacían dos comidas, almuerzo y cena. El primero solían tomarlo de pie, fuera de la tienda, mientras que la cena la hacían dentro, con los compañeros. Lo habitual y lo que se consideraba marcial era cenar sentados, no reclinados como los civiles. El historiador Veleyo Patérculo alabó al césar Tiberio por comer sentado como un soldado y no tumbado como los invitados que lo rodeaban en campaña. (2.114).
Se esperaba del cónsul Metelo una victoria rápida y tan espectacular como lo había sido la derrota de Aulo. Sin embargo, lo primero que tuvo que hacer fue endurecer a sus novatos y restaurar la disciplina de los veteranos. Para ello, obligó a los soldados a levantar cada mañana las tiendas, caminar durante todo el día y montar un campamento nuevo al atardecer, como si se encontraran ya en territorio enemigo. En esas marchas no podían llevar esclavos ni bestias de carga, sino que debían cargar ellos mismos con la impedimenta y las provisiones. Prohibió también que los vendedores ambulantes siguieran al ejército y que los soldados compraran pan o cualquier otro alimento cocinado. Curiosamente, muchos de estos cambios se atribuyen a Mario, pero ya trataremos sobre ello más adelante.
Sabiendo que se enfrentaba a un general de más entidad que los anteriores, Yugurta intentó entablar de nuevo conversaciones de paz. Tan solo pedía que se respetara su vida y la de sus hijos; el resto del país, aseguraba él, se lo podía quedar Roma.
El cónsul desconfió de estas ofertas. Según Salustio, su recelo se debía a que sabía que los númidas eran por naturaleza volubles y traidores: de nuevo, estereotipos raciales. Pero el propio historiador nos cuenta a continuación que Metelo tanteó a los emisarios de Yugurta para que le entregaran al rey vivo o muerto, una táctica eficaz, pero que difícilmente podría calificarse de honrosa o leal.
Por el momento, no consiguió nada, de modo que decidió entrar en Numidia. Aunque acababan de atravesar la frontera de un país enemigo, al principio no notaron que se encontraran en un país en guerra: había ganado y agricultores en los campos, y gente en las aldeas. Lejos de quemar sus cabañas y destruir sus provisiones, ofrecían alimento al cónsul en nombre del rey.
Metelo aceptaba los víveres, pero no se confiaba. El ejército iba en orden de campaña en todo momento. La infantería pesada, más susceptible a un ataque por sorpresa, marchaba en cuadro en el centro, rodeada por todos sus flancos por caballería, honderos, arqueros y otras tropas ligeras. El mismo Metelo iba en vanguardia, mientras que cerraban la formación escuadrones de caballería mandados por uno de sus legados, Cayo Mario, de quien hablaremos con mayor extensión en su momento.
Poco después, el ejército del cónsul llegó a Vaga, un importante emporio comercial. Allí había una numerosa colonia de comerciantes itálicos, lo que demuestra que Yugurta no tenía ninguna intención de exterminarlos ni expulsarlos de su reino, a diferencia de lo que haría Mitrídates en Asia veinte años más tarde.
Metelo dejó en Vaga una guarnición para proteger el almacén de provisiones y también a los negotiatores itálicos, y siguió internándose en territorio enemigo. Aunque no dejaban de intercambiar emisarios con palabras de paz, Yugurta comprendió que se hallaba ante una invasión en toda regla. Seguía sin plantearse una batalla frente a frente, en la que las tropas pesadas romanas siempre tendrían las de ganar, así que se dedicó a seguir con su propio ejército y a distancia el avance de las legiones para averiguar sus intenciones.
Una vez que supo el camino que iban a tomar los romanos, Yugurta se adelantó a ellos para tenderles una emboscada. El lugar que eligió era casi perfecto y recuerda a escenarios de películas del Oeste o de la India colonial inglesa como Gunga Din. Por la riqueza de detalles con los que describe el lugar, se deduce que Salustio lo visitó en persona cuando acompañó a César en el año 46 durante su campaña africana o después, cuando se convirtió en gobernador de la provincia de África Nova.
Se hallaban todavía en la parte oriental de Numidia, la región que le había correspondido a Adérbal en el reparto. Por allí pasaba el río Mutul, que se suele identificar con el actual oued Mellag, un afluente del Bagradas. En cierto paraje, el Mutul corría en paralelo a unos montes pelados, y entre ambos se extendía una llanura prácticamente desprovista de vegetación.
Yugurta, que se había adelantado al ejército de Metelo, sabía que este tenía que descrestar aquellos montes y atravesar la llanura para llegar hasta el río, el único sitio de los alrededores donde podía conseguir agua potable en esa época del año, las postrimerías del verano. Pero desde la línea montañosa se proyectaba en perpendicular una especie de espolón, una colina muy alargada y poblada de olivos silvestres y arbustos.
Observando la ruta que seguían los romanos, Yugurta calculó que tendrían que pasar al pie de ese espolón, por lo que dispuso a sus hombres agazapados entre la vegetación, con los estandartes abatidos para que no llamaran la atención. Su plan era esperar a que la larga columna de marcha enemiga desfilara entera para atacarla a la vez por la vanguardia, el centro y la retaguardia, en una maniobra similar a la que había llevado a cabo Aníbal en la batalla del lago Trasimeno, una de las victorias más espectaculares del estratega cartaginés.
Con el fin de abarcar toda la longitud de la columna romana, Yugurta estiró mucho sus filas. En la parte oriental del espolón se apostó él mismo con toda la caballería y un grupo de infantería selecta. Más al oeste, para atacar a la vanguardia enemiga, colocó a su lugarteniente Bomílcar con cuarenta y cuatro elefantes y el resto de la infantería. En aquel momento, el ejército númida cubría una extensión de al menos cinco kilómetros.
Poco después, la columna romana asomó por la ladera de la línea de montes y los jinetes de la vanguardia empezaron a atravesar aquella árida llanura. Al levantar la mirada a la derecha, Metelo reparó en la estribación que dominaba su ruta. Lógicamente, se dio cuenta de que se trataba de una posición muy adecuada para tender una emboscada, por lo que tanto él como sus exploradores aguzaron la vista todo lo que pudieron. La vegetación del monte no era tan alta como para ocultar por completo a los hombres de Yugurta, pero sí lo bastante espesa para disimular su número y su disposición. La impresión era que allí no había nada más que un destacamento, como tantos otros que llevaban días siguiendo la marcha de los romanos para observarlos y hostigarlos. Pero Metelo, zorro viejo, no se confió.
Antes de que el resto de sus legiones bajaran a la llanura, el cónsul dio orden de detenerse y reorganizarse. Puesto que la elevación donde se ocultaban los enemigos se hallaba a su derecha, la primera fila de combate se situó a ese lado, mientras que las demás se dispusieron a la izquierda, en la habitual formación triple de batalla. Metelo también colocó caballería en la vanguardia y en la retaguardia: lo que hizo, en suma, fue convertir una columna de marcha en una formación de combate. Con aquel despliegue bastaba un toque de trompeta para que los soldados se detuvieran, soltaran su impedimenta, giraran noventa grados a su derecha y se quedaran mirando de frente al previsible ataque enemigo.
Antes de decidirse a atravesar el llano, Metelo envió por delante a uno de sus legados, Publio Rutilio Rufo. Era este un hombre de larga experiencia militar que había servido como tribuno en el asedio de Numancia. Dotado de gran talento literario y retórico, años más adelante escribiría unas memorias, hoy perdidas, que sirvieron como fuente a Salustio.
Las instrucciones de Rutilio eran llegar hasta el río y empezar la construcción de un campamento que les garantizase el acceso al agua potable. Mientras el legado se adelantaba con parte de la caballería y tropas ligeras, Metelo aguardó con el grueso del ejército. Su intención al esperar era fijar en su posición a las tropas enemigas emboscadas en lo alto de la estribación y evitar que persiguiesen a Rutilio. Lo que el cónsul ignoraba era que más adelante estaba apostado Bomílcar, con instrucciones de atacar a las tropas romanas de vanguardia.
Pasado un rato, Metelo dio la orden de avanzar, y toda la columna se puso en marcha lentamente. Por lo que podía ver en las alturas, el cónsul esperaba sufrir una serie de escaramuzas que dificultarían su avance, no un ataque a gran escala.
Por fin, los últimos hombres de la retaguardia, protegidos por escuadrones de jinetes bajo el mando de Cayo Mario, abandonaron la ladera.
Todo el ejército romano, salvo la avanzadilla que debía construir el campamento junto al río, se encontraba en aquel extenso y árido llano. En aquel momento, Yugurta envió por las alturas a dos mil guerreros de infantería con el fin de que ocuparan la ruta por la que habían descendido los hombres del cónsul. De este modo, les cortaba la retirada y cerraba la trampa. Solo entonces dio la señal para una ofensiva general.
De repente, toda la ladera de aquella estribación se convirtió en una marabunta de enemigos que bajaban gritando y disparando proyectiles y levantando nubes de polvo. Había entre ellos infantes acostumbrados a correr largas distancias, protegidos con escudos ligeros y armados con jabalinas, y algunos de ellos con cuchillos y espadas. Pero los más temibles eran sus jinetes. Cabalgaban a pelo y manejaban a sus monturas con las rodillas y desplazando el peso del cuerpo de uno a otro lado, pues tenían ambos brazos ocupados. En el izquierdo sostenían su única protección, un escudo, junto con un puñado de venablos, y con la mano derecha iban cogiendo y lanzando los proyectiles.
Se trataba de una caballería que no servía como fuerza de choque, pero resultaba muy valiosa para acosar a los enemigos y, si estos rompían sus filas, perseguirlos. Los animales que montaban eran de pequeña alzada, pero muy resistentes. Así los describe Claudio Eliano:
Son los caballos más veloces, y la fatiga o la acusan muy poco o nada en absoluto. Son enjutos y no de muchas carnes, y dispuestos a aguantar hasta las desatenciones del amo. Y es que los amos no les prestan atención, porque ni los restriegan ni se preocupan de que se revuelquen ni les peinan el pelo ni les trenzan las crines ni los bañan cuando están cansados, sino que, nada más acabar el viaje proyectado, descabalgan y los echan a pastar. Los libios son enjutos de carnes y escuálidos, y montan caballos de iguales características. (Historia de los animales, 5.2, traducción de José Vara Donado).
Los caballos númidas eran animales de mantenimiento muy barato, pues resistían bien a los malos forrajes sin sufrir problemas intestinales. En cambio, los corceles de la caballería romana requerían más cuidados y no les bastaba con pastar, sino que tenían que suplementar su alimentación con cebada, lo que obligaba a mantener al ejército romano unas líneas de suministro que los númidas no necesitaban.
A diferencia de los caballos romanos, los númidas se movían bien por aquellas laderas pedregosas. Cuando los escuadrones de jinetes del cónsul y de Mario salían en su persecución, se limitaban a volver grupas y huir. Yugurta, que conocía bien las tácticas de su enemigo, les había dado instrucciones para que, al retirarse, lo hicieran abriéndose en abanico y dispersándose. De ese modo, las cargas en cuña de las turmae romanas no tenían una masa sólida contra la que topar. Además, los caballos de los númidas trepaban sin dificultad por las laderas sembradas de piedras y maleza, allí donde no podían alcanzarlos los corceles de los romanos, de más tamaño y cargados con más peso.
Aquellos ataques incesantes, pertinaces y molestos como enjambres de avispas, no debieron de causar demasiadas bajas al principio, pues los romanos estaban protegidos con sus grandes escudos y sus cotas de malla. A pesar de todo, la combinación de cargas, andanadas de venablos y retiradas sumadas a la irregularidad del terreno consiguió desorganizar poco a poco la formación romana. Con tácticas similares, en el año 211, los hombres de Masinisa habían logrado desordenar y desesperar a las tropas de Cneo Cornelio Escipión, que al final habían terminado aniquiladas en una colina de Hispania.
La batalla se prolongó durante horas. El sol subía, y el calor y la sed agobiaban más a los romanos, cargados de metal, que a los númidas. El ejército romano estaba rodeado, pues incluso por su flanco izquierdo lo atacaban enemigos. Puede que Yugurta los hubiera apostado allí desde el principio, pero parece más probable que fuesen jinetes que habían bajado desde el espolón situado a la derecha de los romanos y que, en lugar de retirarse ladera arriba de nuevo tras la primera arremetida, habían optado por alejarse hacia el llano antes de lanzarse de nuevo a la carga.
Sin embargo, Metelo, que no era un Aulo Postumio, supo mantener el control de sus tropas y reorganizó las líneas, desplegando cuatro cohortes de legionarios contra el grupo más numeroso de la infantería númida. Además, dejó bien claro a sus soldados que la retirada no era una opción: a esas alturas todavía no tenían un campamento ni ninguna otra fortificación a la que retirarse. Debían vencer con las armas o perecer en el sitio.
Una vez que recuperaron cierto orden, las cuatro cohortes de Metelo avanzaron ladera arriba para desalojar a los númidas de aquella posición ventajosa. Los enemigos, que no estaban dispuestos a luchar cuerpo a cuerpo contra los legionarios, se dispersaron. A esas alturas, ya estaba cayendo la tarde.
Mientras tanto, la avanzadilla mandada por Rutilio había encontrado un lugar adecuado para montar un campamento junto al río. Estaban excavando el foso que debía rodearlo cuando repararon en una gran nube de polvo. Al principio pensaron que era un fenómeno natural, tierra seca levantada por el viento. Pero la tolvanera no solo no se dispersaba en el aire, sino que cada vez se espesaba más y se acercaba a su posición.
La razón era que aquella polvareda la levantaban los pies de los guerreros númidas de Bomílcar y, sobre todo, las pesadas patas de sus cuarenta y cuatro elefantes. Al comprenderlo, los hombres de Rutilio abandonaron su tarea y cargaron contra el enemigo.
En aquella zona había árboles y arbustos de cierta altura, lo que explica que los romanos que construían el campamento no hubieran advertido antes el avance de Bomílcar. Pero esa misma vegetación obligó a los paquidermos a dispersarse, y algunos de ellos se quedaron enganchados entre las ramas. Aprovechando la situación, los romanos los rodearon de uno en uno y los fueron matando a todos, salvo a cuatro que capturaron. En cuanto a los guerreros de Bomílcar, al ver que su principal arma, los elefantes, no les servía de nada, emprendieron la huida.
Preocupado por la tardanza de Metelo, Rutilio envió un destacamento de caballería a buscarlo. Ya había caído la noche, y sus jinetes se toparon con los de la avanzadilla de Metelo. En la oscuridad, estuvieron a punto de confundirlos con enemigos, lo que habría provocado una matanza mutua. Por suerte, se reconocieron, y como cuenta Salustio, «la alegría sustituyó de repente al miedo» (Yug., 53).
No sabemos cuántas bajas se produjeron en ninguno de los dos bandos. Númidas no debieron caer demasiados, pues ya hemos visto que en cuanto la refriega amenazaba con convertirse en un combate cuerpo a cuerpo emprendían la huida y se dispersaban por un territorio que conocían con los ojos vendados.
En cuanto a los romanos, de haber perdido el orden tal como ocurrió en la batalla del lago Trasimeno o en la malhadada retirada de Cneo Cornelio Escipión en Hispania, habrían podido acabar prácticamente aniquilados. Pero habían logrado sobrevivir a la primera fase del combate, que era cuando se producían menos bajas. Entre cincuenta y doscientos muertos parece una cifra verosímil, aunque no hay forma de saberlo.
No obstante, tenían bastantes heridos, por lo que el ejército permaneció cuatro días para que se curaran en el campamento construido a orillas del Mutul.
¿Fue una gran victoria para los romanos? Habían sobrevivido a una emboscada en territorio hostil y puesto en fuga a Yugurta. Después de la humillación que Roma había tenido que soportar cuando sus soldados pasaron bajo el yugo, aquello parecía suficiente como para justificar que en la ciudad se decretaran varios días de sacrificios a los dioses en agradecimiento por lo ocurrido. Debemos tomar en cuenta que en aquel momento sus legiones estaban sufriendo reveses en otros escenarios, por lo que los romanos se sentían necesitados de buenas noticias.
Después de la batalla, Metelo trató de librar una guerra de desgaste, ya que era evidente que Yugurta no iba a desplegar un ejército de forma convencional para una batalla decisiva. Por eso el cónsul se dirigió a las regiones más fértiles de Numidia con el fin de saquearlas, quemó fortalezas y ciudades y exterminó a los varones adultos que las habitaban. La idea era causar el terror para que poco a poco los númidas fueran desertando de su propio rey.
Uno de los problemas de esta estrategia era que Metelo se veía obligado a dividir sus fuerzas. Yugurta seguía el rastro de sus destacamentos, envenenaba los pozos y las fuentes y hostigaba a su retaguardia. En alguna ocasión sorprendió a una patrulla y mató o aprisionó prácticamente a todos sus miembros.
La moral de los legionarios se resentía, pues no estaban acostumbrados a aquel tipo de lucha. Metelo decidió, por tanto, dar un golpe de efecto y atacar Zama, una de las ciudades más importantes del reino. Con suerte, esperaba, Yugurta acudiría en auxilio de la ciudad y podría derrotarlo allí.
Pero el rey se enteró a tiempo de los planes gracias a unos desertores (así los llama Salustio, pero es posible que fuesen más bien agentes infiltrados). Adelantándose a los romanos, reforzó la guarnición de Zama, y después se marchó para preparar nuevas emboscadas.
La ocasión se le presentó enseguida. Cayo Mario se hallaba con unas cuantas cohortes en la cercana ciudad de Sica, adonde había ido para adquirir grano. Cuando sus tropas salían de allí, Yugurta los atacó con la caballería aprovechando que estaban desprevenidos, al mismo tiempo que animaba a los habitantes de Sica a atacar por la espalda a los legionarios de las últimas cohortes, que todavía no habían salido de la ciudad. Pero Mario demostró su pericia militar y su sangre fría, consiguió sacar a todos sus hombres rápidamente y ponerlos en formación ofensiva, con lo cual Yugurta se retiró frustrado en su intento.
Pero a quien correspondía frustrarse ahora era a los romanos. Las tropas de Mario se reunieron con las de Metelo, y todo el ejército se lanzó a asaltar las murallas de Zama. En este punto, la narración de Salustio es tan detallada que el lector puede ver cómo el combate se desarrolla ante sus ojos: los romanos lanzando bolas de plomo con sus hondas y piedras con sus máquinas de guerra, corriendo al pie de la muralla para socavar sus cimientos y tendiendo escalas para trepar al adarve. Mientras tanto, los númidas hacían rodar grandes piedras sobre las cabezas de los atacantes, y también les tiraban estacas aguzadas, venablos y una mezcla ardiente de pez y azufre.
Mientras se luchaba en torno a la ciudad, Yugurta lanzó un ataque contra el campamento romano. La guarnición que protegía este huyó en desbandada, salvo cuarenta soldados más valientes que los demás, que se hicieron fuertes en un lugar elevado.
Al ver cómo muchos de sus hombres huían desde su propia empalizada, Metelo comprendió lo que pasaba. Si el campamento caía en manos de los enemigos, los romanos no tendrían un lugar donde refugiarse cuando se hiciera de noche y se encontrarían al descubierto, en territorio enemigo y enfrentados al mismo tiempo a los enemigos de dentro de Zama y a las tropas del rey.
Eso significaría, más que probablemente, la destrucción de su ejército; por más que insistamos en lo importantes que eran para los romanos sus campamentos, siempre nos quedaremos cortos. La gravedad de la situación quedó clara por la actitud de Metelo: tras mandar a la caballería, envió también a Cayo Mario con las cohortes de tropas aliadas y, «con lágrimas en los ojos, le conjuró a que en nombre de su amistad y de la República» salvara el campamento y castigara los enemigos (Yug., 58).
Mario cumplió las órdenes con prontitud y eficacia, y Yugurta abandonó el asalto al campamento, del mismo modo que Metelo hizo con el ataque contra Zama.
La situación había quedado en tablas por aquella noche, y así se mantuvo. Durante los asaltos siguientes, hubo un momento en que varios soldados romanos casi lograron poner el pie en el adarve de la muralla en un sector poco vigilado, aprovechando que lo más violento de la refriega se libraba en otra parte. Pero los defensores se dieron cuenta a tiempo y acudieron con piedras y proyectiles. Los impactos rompieron las escalas, y los romanos se precipitaron desde las alturas. (Trepar por una escala de asalto sin poder defenderse hasta llegar arriba, a sabiendas de que sobre la cabeza de uno podían caer desde piedras de cien kilos hasta aceite hirviendo o pez ardiente, exigía un valor que rayaba en la locura. Los romanos eran bien conscientes de ello. Por eso una de sus condecoraciones más distinguidas era la corona muralis, una corona de oro con forma almenada que se otorgaba al primer soldado que pusiera el pie encima de una muralla enemiga).
Finalmente, Metelo renunció a tomar Zama y se retiró con sus tropas para pasar el invierno en Numidia, cerca de la fossa regia que delimitaba la provincia romana. Aunque su mandato de cónsul expiraba, el senado le prorrogó un año más de imperium como procónsul; lo que demuestra que en Roma comprendían que Metelo iba por buen camino.
Durante el invierno se reanudaron las conversaciones con Yugurta. Para firmar la paz, Metelo le exigió que le entregara doscientas mil libras de plata —casi setenta toneladas—, buena parte de sus armas y caballos y todos sus elefantes de guerra. También debía devolverle a todos aquellos que habían desertado de sus filas.
Yugurta accedió, pues su situación era más que precaria. Sobre todo, influyó en él uno de los hombres en quienes más confiaba, Bomílcar, que se había entrevistado en secreto con Metelo. Este había comprendido que la clave de aquella guerra que parecía imposible liquidar radicaba en la persona carismática de Yugurta, y había decidido que había que librarse de él como fuera, incluso recurriendo a la traición, como se había hecho en el caso de Viriato. Bomílcar parecía el hombre indicado: recordemos que él había organizado el asesinato de Masiva en las calles de Roma. Podía temer, con razón, que, si se llegaba a un acuerdo de paz, Yugurta lo entregaría a los romanos como parte del trato.
Metelo prometió a Bomílcar impunidad si le entregaba a Yugurta vivo o muerto. Bomílcar aceptó y, para empezar, se dedicó a ejercer de lobby unipersonal para convencer al rey de que aceptase las condiciones de Metelo. Hasta allí, su gestión funcionó. Pero cuando el cónsul ordenó a Yugurta que se presentara ante él en la ciudad de Tisidio, el rey númida debió comprender que, si lo hacía, solo saldría de allí muerto o prisionero, y decidió reanudar la guerra.
Unos meses después, Yugurta descubrió la traición de Bomílcar. Este cometió el error de poner la trama por escrito en una carta que le envió a otro importante mandatario númida, un tal Nabdalsa. La carta fue interceptada por un subordinado y, para salvar su propio pellejo, Nabdalsa se apresuró a acudir a Yugurta y delatar a su cómplice.
El rey hizo ejecutar a Bomílcar y a otros conjurados. Desde ese momento se hizo aún más desconfiado, y cambiaba constantemente de residencia para que los posibles asesinos enviados por Metelo no lo localizaran.
Sin embargo, eso no le hizo pensar en rendirse, pues comprendía que, si lo hacía, a esas alturas ya no podría conservar el trono ni, probablemente, la vida.
Durante la campaña de aquel segundo año de Metelo no se libraron grandes batallas. Yugurta perdió una plaza importante, Sica, pero consiguió mantener Zama e incluso recuperó la ciudad de Vaga. En esta, Metelo había puesto una guarnición formada por tropas itálicas y mandada por un tal Turpilio Silano. Antes de este cargo, Turpilio, que era cliente y amigo personal de Metelo había ocupado el puesto de prefecto de los herreros y carpinteros del ejército.
Cuando se celebraban las fiestas de las Cereres, unas diosas de la fertilidad, los notables númidas de la ciudad de Vaga invitaron a cenar a sus casas a todos los centuriones y tribunos de la guarnición. A la hora convenida, aprovechando que el vino y la comida habían aletargado a sus invitados, los asesinaron. Simultáneamente, los habitantes de Vaga atacaron en masa a los soldados de la guarnición; incluso las mujeres y los niños les arrojaban tejas y piedras desde las ventanas y las azoteas. Al final, no quedó vivo nadie más que el propio Turpilio.
Este éxito de Yugurta fue efímero. Al día siguiente de recibir la noticia, Metelo volvió a tomar la ciudad. Para ello se valió de una treta, pues llevó en vanguardia jinetes africanos aliados a los que hizo pasar por hombres de Yugurta. Cuando los que vigilaban las puertas quisieron darse cuenta del engaño, ya era demasiado tarde. Las tropas de Metelo irrumpieron en la población y masacraron o esclavizaron a sus habitantes.
Tras recuperar la ciudad, quedaba el problema de qué hacer con Turpilio. Al parecer, era un hombre de buen talante que había tratado muy bien a los ciudadanos de Vaga, lo que, según sus defensores —entre ellos, el propio Metelo—, explicaba que le hubieran perdonado la vida. Pero Cayo Mario insistió en que Turpilio había cometido traición y no cedió hasta que lo juzgaron y ejecutaron.
Aquel hecho deterioró todavía más las relaciones entre Metelo y su lugarteniente, que habían atravesado muchos altibajos a lo largo de los años. Ahora, la razón principal era que Metelo se había enterado de que Mario había decidido presentarse al consulado para el año siguiente, el 107, algo que consideraba una traición personal.
CAYO MARIO
Ya hemos mencionado a Cayo Mario en varias ocasiones. Pero, dado el papel crucial que representaría en la historia de Roma durante los años siguientes, parece un buen momento para hablar de él con mayor detalle.
Cayo Mario había nacido hacia el año 157 en Cereatas, una aldea situada en el territorio de Arpino, a unos cien kilómetros de Roma. Los habitantes de esa región poseían la ciudadanía romana desde hacía algunas décadas. El biógrafo Plutarco cuenta que Mario provenía de una familia desconocida y pobre. Lo primero parece cierto, pero lo segundo resulta difícil de creer, ya que alguien sin recursos no podría haber seguido el cursus honorum como hizo él. Más bien se cree que pertenecía a una familia de la élite rural, subordinada en una relación de clientela a los Metelos.
En cualquier caso, la educación que recibió en Arpino no fue tan refinada como la que habría estado a su alcance en Roma. Ni siquiera aprendió griego, que pasaba por ser la segunda lengua de los aristócratas. Cuando más adelante lo criticaban por ello, Mario contestaba que no le hacía falta, pues no estaba demostrado que el griego volviera más valientes ni virtuosos a quienes lo dominaban.
Los retratos lo representan como un hombre de rasgos duros y acusados y cejas pobladas, un rostro que se correspondía a su fuerte personalidad; en ocasiones, sobre todo al final de su vida, excesivamente fuerte. Era un hombre que soportaba bien las privaciones de la vida militar, donde se encontraba en su salsa. Precisamente, su facilidad para compartir el mismo rancho y jergón que los soldados lo hacían muy popular entre la tropa.
Para ilustrar hasta qué punto aguantaba el dolor, Plutarco narra cómo Mario debía someterse a una operación de varices en ambas piernas. El procedimiento antiguo, tal como lo describe Celso en su obra Sobre la medicina, pone los pelos de punta, máxime porque se llevaba a cabo sin anestesia. Mario dejó que el cirujano cortara y cauterizara sin emitir ni un gemido. Pero cuando terminó con una pierna, le dijo que dejara la otra, pues había comprendido que no merecía la pena sufrir un dolor tan inhumano a cambio de la cura.
El primer cargo militar que desempeñó Mario fue el de tribuno durante el asedio de Numancia, donde coincidió con Metelo y con Rutilio Rufo. Allí empezó a destacar donde debía; es decir, delante de su general, Escipión Emiliano, ante cuyos ojos se enfrentó con un enemigo en combate singular y le dio muerte. En Numancia no solo ganó condecoraciones, sino, sobre todo, el respeto de Escipión. Cuando le preguntaron a este durante una cena dónde podrían encontrar los romanos otro estratega como él en el futuro, se cuenta que Escipión palmeó el hombro de Mario y dijo: «Puede que aquí mismo». Seguramente, los ojos de todos los presentes en la tienda de mando se clavaron en él, y entre esos ojos estarían los de Yugurta.
La siguiente noticia que tenemos de Mario es que fue elegido tribuno de la plebe en 119, cuando ya tenía treinta y ocho años, una edad bastante tardía. Pertenecer a una familia de oscuro linaje no le favoreció precisamente para ascender rápido por el cursus honorum. En esta ocasión le ayudó Cecilio Metelo, debido a la relación de patronos y clientes que existía entre ambas familias. Plutarco no especifica demasiado, pero es muy posible que no se tratara de Quinto, el mismo Metelo que dirigía las operaciones contra Yugurta, sino de su hermano Lucio, que fue elegido cónsul en 119 y que se ganó el cognomen de Dalmático por sus triunfos contra la tribu de los dálmatas.
Como tribuno, Mario demostró su carácter combativo, y también por dónde iban sus simpatías políticas, al presentar una propuesta para modificar el modo en que se votaba en los comicios.
LA HISTORIA DEL VOTO SECRETO
Los comicios centuriados eran la asamblea más importante del pueblo romano, ya que elegían a todos los magistrados con imperium, incluidos los cónsules. Se reunían extramuros, en la gran explanada del Campo de Marte. Allí había un gran recinto conocido como los Saepta, «el cercado», dividido por vallados de madera que formaban calles estrechas para evitar que los miembros de las centurias o de las tribus se mezclaran.
Dentro de cada calle, los votantes iban caminando hasta llegar a los pontes, unas pasarelas que daban acceso a una tribuna elevada. Allí arriba, un rogator preguntaba a cada ciudadano su voto y lo iba anotando en una tablilla.
Es obvio que este procedimiento permitía grandes presiones sobre los electores. Por eso, en el año 131, el tribuno Lucio Papirio Carbón introdujo el voto secreto. Desde entonces, el votante subía por la pasarela, cogía una tablilla de cera que le entregaba un asistente y escribía en ella. Si se trataba de refrendar algún decreto, marcaba una V (Vti rogas, «como propones») para aprobarlo o una A (Antiquo, «me opongo») para rechazarlo. En los juicios las letras eran L (Libero) para absolver y D (Damno) para condenar. Y en los comicios más importantes, en los que se elegía a los cónsules y otros magistrados, el votante escribía el nombre del candidato escogido. Es fácil darse cuenta de que esto presuponía un alto nivel de alfabetización en la sociedad romana…, o bien significaba que las clases más bajas quedaban prácticamente descartadas de las votaciones. En realidad, las limitaciones de espacio y tiempo sugieren que tan solo un porcentaje reducido de los ciudadanos inscritos en el censo participaba en las votaciones.
El voto secreto supuso un gran avance para evitar que los más poderosos adulteraran las elecciones. Sin embargo, todavía cabía la posibilidad de presionar a los electores, pues los asistentes que entregaban las tablillas podían ver lo que escribía cada uno y amenazar, adular o chantajear para cambiar su voto.
Por eso, en el año 119, Mario propuso una ley para reducir el ancho de los pontes. Desde ese momento, solo cabía una persona sobre la pasarela. Los asistentes se encontraban más abajo, en unos pasillos abiertos entre los pontes, y le tendían la tablilla al votante de tal manera que este se tenía que agachar para cogerla, como puede verse en una moneda acuñada en el año 113.
Una vez que llegaban al final de la pasarela, los electores depositaban su voto en una gran cesta y bajaban por una escalera. La cesta en cuestión estaba vigilada, pues había pícaros que trataban de colar varias tablillas a la vez. Cuando una centuria había terminado de votar, se recontaban sus sufragios. Por muchos ciudadanos que estuvieran inscritos en una centuria, el voto final, que era el de la mayoría, contaba como uno solo, que se proclamaba en cuanto se conocía y que podía influir en el resto de las centurias.
Cuando se alcanzaba una mayoría suficiente para elegir a un candidato o aprobar una ley, se interrumpía el procedimiento. A menudo, las centurias de las clases más humildes no llegaban tan siquiera a votar.
A pesar de todo, el voto secreto hizo mucho para debilitar la influencia de la poderosa clase senatorial y aumentar el papel que desempeñaban otras clases inferiores. Así, mucho tiempo más tarde, Cicerón se lamentaría en su obra Las leyes (3.34): «¿Quién no se da cuenta de que la ley de los votos escritos ha arrebatado toda su autoridad a los optimates?».
Cuando consiguió que la asamblea aprobara su ley, Mario se encontró con la oposición del cónsul Aurelio Cota, que convenció a los senadores para que votaran un decreto en contra. Después, Cota convocó a Mario ante el senado con el fin de que explicara por qué había intentado reducir el ancho de las pasarelas.
La intención del cónsul era intimidar a Mario; todavía estaba fresca en el recuerdo la sangre de Cayo Graco. Pero el tribuno, lejos de amilanarse, amenazó a Cota con encerrarlo en prisión si no retiraba el decreto. Mario preguntó al otro cónsul, el mismo Metelo que lo había apoyado, si estaba de acuerdo con su colega. Cuando Metelo se levantó y dijo que sí, Mario, ni corto ni perezoso, avisó a su ayudante, que estaba fuera de la Curia donde se reunía el senado, y le ordenó que entrara y detuviera a Metelo. Cuando este apeló a los demás tribunos para que interpusieran su veto contra Mario, no consiguió ningún apoyo. Ante una situación tan tensa, tanto los dos cónsules como el resto de los senadores recularon y retiraron el decreto, que tan solo era orientativo: los senadores no podían vetar las leyes aprobadas por las asambleas del pueblo. En cualquier caso, desde entonces las pasarelas se montaron con el ancho que había decidido Mario. Fue una primera lección para aquellos que se opusieran a aquel testarudo tribuno de la plebe.
De todas formas, después de este éxito su carrera política se estancó. Cuando se presentó al puesto de edil, Mario fue derrotado. En el año 116 consiguió el cargo de pretor, pero fue el que menos votos obtuvo de los seis elegidos. Para colmo, lo acusaron de ambitus o corrupción electoral porque el esclavo de un amigo suyo fue visto dentro de las vallas que delimitaban los Saepta, allí donde solo podían entrar ciudadanos libres inscritos en el censo.
No está muy claro si había algo de cierto en la acusación o se trataba de un infundio de sus enemigos políticos, pero Mario salió absuelto y pudo ejercer como pretor. Al término de su mandato, fue enviado como gobernador a Hispania Ulterior. Allí, pese a sus dotes militares, tuvo que contentarse con combatir contra bandas de forajidos, algo que no contribuyó a acrecentar su gloria y que seguramente tampoco le reportó un gran botín.
La política romana era un embudo: empezaban muchos, pues había decenas de cargos disponibles, pero a la cima del consulado únicamente llegaban dos personas por año. Habiendo sido el último entre seis pretores y sin haber obtenido un triunfo militar, Mario tenía muy difícil alcanzar el cargo de cónsul. Tal vez por eso, intentó ampliar su círculo de influencias casándose con Julia, una joven que pertenecía a una gens muy antigua, la Julia, y a la rama de los Césares. Pero esa familia poseía más prestigio que poder real, pues el último cónsul salido de ella había sido Sexto Julio César en 156.
A punto de cumplir cincuenta años, Mario podía empezar a pensar en que no le quedaba otro remedio que resignarse a asistir a las sesiones del senado y ver cómo otros más jóvenes se llevaban la gloria. Con suerte, el hijo que acababa de tener con Julia podría beneficiarse de que su padre había llegado a pretor para convertirse en el primer Mario cónsul.
Sin embargo, le llegó una oportunidad tardía cuando Quinto Cecilio Metelo obtuvo el mando de la campaña contra Yugurta. ¿Por qué Metelo escogió como legado a Mario después del enfrentamiento que había tenido con su hermano Dalmático? Puede que las relaciones entre Mario y los Metelos se hubieran arreglado un poco durante aquellos años, o puede que Quinto se llevara mal con Dalmático y quisiera contrariarlo de aquella manera. Las relaciones entre hermanos a veces son complicadas, por lo que la hipótesis no resulta en absoluto inverosímil.
En cualquier caso, si Metelo y Mario empezaron la campaña llevándose bien, durante el invierno de 109-108 su amistad se estaba deteriorando rápidamente. Aparte del asunto de Turpilio, a Metelo le sentó muy mal que Mario le pidiera permiso para abandonar el puesto de legado, viajar a Roma y presentarse a las elecciones consulares para el año siguiente. No tanto porque su subordinado se convirtiera en cónsul, sino porque todo le hacía sospechar que iba a intentar que le asignaran el mando de la guerra en África a costa de él.
Si Mario no era un ejemplo de diplomacia, la respuesta de Metelo tampoco fue como para hacer amigos. «¿Por qué no te esperas un poco más y te presentas al consulado con mi hijo, aquí presente?». Considerando que al joven Metelo todavía le quedaban veinte años para poder presentarse al cargo y que para entonces Mario habría cumplido ya los setenta, la intención de ofender era palmaria.
Mario no se resignó. Ya que no se le permitía viajar a Roma para su campaña electoral, empezó a hacerla desde África. Aunque tenía fama de hombre directo, también sabía actuar a las espaldas de otros. Durante meses, se dedicó a hablar con muchos soldados a los que convenció de que escribieran a sus familiares en Roma para contarles que aquella guerra que parecía no tener fin únicamente acabaría cuando le entregaran el mando a Cayo Mario.
Después se trabajó también a los hombres de negocios itálicos y romanos asentados en África y, en general, a los miembros del orden ecuestre. Un auténtico diluvio de cartas llegó a Roma, en una agresiva campaña de marketing electoral que nos resulta curiosamente moderna y que había aprendido de su antiguo general Escipión Emiliano, quien había hecho lo mismo para conseguir el mando durante la Tercera Guerra Púnica.
Con estas cosas, se pasó el invierno y empezó el momento de librar una nueva campaña, ya con Metelo como procónsul con mando prorrogado. Los romanos atravesaron de nuevo la frontera e invadieron Numidia. Esta vez, Yugurta parece que planteó batalla, aunque el texto de Salustio no es demasiado explícito. Los romanos vencieron, como era de esperar, pero se apoderaron sobre todo de armas y estandartes. Entre los enemigos hubo pocos muertos o prisioneros, pues «en todas las batallas a los númidas los salvan más sus pies que sus armas» (Yug., 74).
Yugurta decidió poner tierra y arena de por medio y se refugió en Tala, situada al sur. Era una ciudad grande, rica y bien fortificada, y allí guardaba buena parte de sus tesoros y se criaban sus hijos pequeños.
Cuando se enteró, Metelo decidió perseguirlo. Para ello, él y sus hombres tuvieron que atravesar ochenta kilómetros de terreno árido donde no había ríos, fuentes ni pozos. Cuando llegaron allí, construyeron un campamento y cercaron la ciudad.
Tala cayó después de cuarenta días, pero su toma no reportó grandes frutos. Mucho antes Yugurta había huido en secreto con sus hijos y buena parte de sus tesoros. Por otra parte, cuando los jefes de la guarnición se dieron cuenta de que Tala estaba condenada, se retiraron a la ciudadela interior y, tras un banquete en el que bebieron hasta emborracharse, prendieron fuego al palacio y murieron con todas sus riquezas dentro.
Sin duda, aquel asedio baldío no contribuyó a la popularidad de Metelo entre los soldados, que después de atravesar regiones semidesiertas y combatir y trabajar durante más de un mes se encontraban con las manos vacías. El botín, no lo olvidemos, era el principal señuelo que atraía a los jóvenes romanos a alistarse.
Así pues, Metelo había obtenido dos victorias más en esta campaña, pero habían resultado tan poco productivas que no hacían más que apoyar la maniobra de descrédito que libraba Mario contra él.
Harto precisamente de esas presiones, Metelo cedió por fin y licenció a Mario para que viajara a Roma. Quedaban tan solo doce días para que se celebraran las elecciones, y Mario se encontraba a más de setecientos kilómetros a vuelo de pájaro de Roma. Pero en dos días y una noche llegó al puerto de Útica. Allí, antes de embarcar, hizo un sacrificio a los dioses. El arúspice que examinó las entrañas de la víctima le dijo que conseguiría logros increíbles, mucho más allá de lo esperado.
Animado por tales vaticinios y por el viento propicio que impulsó su barco, Mario llegó a Roma en tres días. Allí desató tal entusiasmo entre los votantes que tanto los artesanos como los campesinos abandonaron sus trabajos perdiendo dinero para acudir a votarlo a los comicios (en Roma no había horas libres pagadas para votar). De todos modos, no debemos imaginarnos a una multitud de sans-culottes sacando a Mario a hombros. Cuando los romanos de finales de la República hablaban de la plebe no se referían a los estratos más bajos de la sociedad, que prácticamente no participaban en la política, sino a todos aquellos que estaban por debajo del orden senatorial: la clase media baja, media media e incluso media alta formarían, pues, parte de esta plebs.[13]
Finalmente, Mario fue elegido cónsul junto con Lucio Casio Longino. Tenía ya cincuenta años, una edad algo tardía para el cargo. En aquel momento, nadie podía vaticinar que ese homo novus que no contaba con ningún cónsul entre sus antepasados obtendría aquel honor seis veces más.
Mientras tanto, Yugurta, que cada vez tenía menos partidarios entre los suyos, decidió internacionalizar el conflicto aliándose con gétulos y moros (este es el término más correcto para referirse a los Mauri, los habitantes de Mauritania). Los gétulos, como ya comentamos, vivían en la zona subsahariana, al sur de las montañas. Según Salustio, todavía no conocían a los romanos y eran un pueblo salvaje, aunque Livio asegura que ya habían servido como mercenarios con Aníbal.
En cuanto a los moros, Yugurta tenía una alianza con su rey Boco, ya que estaba casado con una hija suya. No obstante, el vínculo no era demasiado estrecho, puesto que Yugurta debía de tener varias esposas más. Salustio explica que tanto númidas como moros eran polígamos si se lo permitían sus recursos, que en el caso de los reyes eran, obviamente, muy abundantes.
Cuando consiguió reunir una fuerza considerable de númidas, gétulos y moros, Yugurta se puso en marcha hacia Cirta, donde se hallaba el cuartel de Metelo. Este trató de desarticular la alianza entre númidas y moros recurriendo a la diplomacia, pues sabía que Boco, un paradigma de la Realpolitik en la Antigüedad, no era un aliado de fiar.
A esas alturas, probablemente en enero del año 107, a Metelo le llegó una carta de Roma. Metelo ya sabía que Mario había sido elegido cónsul, lo cual no le agradó. Pero la noticia que conoció ahora era mucho peor.
En circunstancias normales, todos los años el senado asignaba con antelación las provincias para cada cónsul. Para el 107, a Casio Longino le tocó en suerte la Galia, y todos los indicios señalan que a Mario le correspondió Italia. En cuanto al mando de Numidia, se le había vuelto a prorrogar a Metelo.
Para Mario, las cosas no podían quedar así. Su campaña se había basado en que él era la única persona capaz de acabar rápidamente con aquella guerra que estaba consumiendo los recursos de los romanos y les impedía concentrarse por completo en la amenaza del norte. Si quería cumplir su promesa, necesitaba obtener el mando de las tropas como fuese.
Y ese «como fuese» consistió en recurrir a la soberanía del pueblo romano. El tribuno Tito Manlio Mancino se presentó ante la asamblea de la plebe y propuso una ley para otorgar el mando de la campaña de Numidia a Cayo Mario. La gente, ni que decir tiene, votó a favor.
Acababa de ocurrir algo inusitado que, sin embargo, no era ilegal. Uno de los fundamentos del complejo sistema de leyes romanas era que las asambleas populares podían votar sobre cualquier asunto. De hecho, en las últimas décadas lo estaban haciendo cada vez más a menudo contra la opinión del senado, como se había demostrado con las leyes de los Gracos o con la aprobación del voto secreto.
La política exterior era otra cosa, el cortijo particular del senado, cuyos miembros se beneficiaban de la gloria y los frutos materiales de conquistas y guerras. Sin embargo, el conflicto en Numidia lo estaba revolviendo y trastocando todo. Recordemos que unos años antes la asamblea del pueblo había ordenado a Yugurta que se presentara en Roma a rendir cuentas, también a propuesta de un tribuno.
Ahora se había llegado un paso más lejos. Pero los cambios no se detuvieron aquí. Al igual que había ocurrido con Metelo, el senado no autorizó a Mario a reclutar un ejército nuevo, pero sí a alistar soldados para completar las legiones estacionadas en África y compensar las bajas por muerte, enfermedad o deserción.
Mario no se conformó con eso. Si quería terminar la guerra, necesitaba más tropas de las que había usado Metelo. No por gozar de superioridad numérica en una batalla campal contra Yugurta, ya que hemos visto que este se negaba a aceptarla, sino porque el territorio que tenía que cubrir era muy extenso.
El nuevo cónsul reclutó tropas italianas y de reinos aliados al otro lado del Mediterráneo. También recurrió a evocati, veteranos de otras campañas a los que ya conocía de su época en Hispania o de los cuales tenía buenas referencias.
No sabemos cuántos hombres consiguió de esta forma. En cualquier caso, no tantos como quería. En parte se explica porque la República andaba envuelta en otros conflictos. La guerra contra los escordiscos seguía en las fronteras de Macedonia, y en Galia su colega consular Casio Longino tenía que hacer frente a una incursión de los tigurinos.
Mario decidió dar otro paso más allá. No hizo nada que fuera estrictamente ilegal, pero sí algo que llamó mucho la atención de sus conciudadanos y de los historiadores posteriores.
Reclutó a los proletarios.
Este término se aplicaba a los ciudadanos que se agrupaban en la última centuria, los desclasados cuyo patrimonio era tan bajo que se los consideraba únicamente dueños de su prole. También eran conocidos como capite censi, o censados por cabezas, pues no se los contaba por sus ingresos sino por su número.
Cuando participaban en la guerra, los proletarios solían hacerlo como remeros en la flota. Tan solo se los alistaba para la infantería en caso de tumultus, una emergencia como la que se había producido durante la guerra contra Aníbal. Existían varias razones para ello. Según la opinión más tradicional entre los romanos, que compartían con los griegos, defendían mejor su ciudad quienes poseían haciendas que proteger, y también era más difícil que abandonaran lo que tenían para desertar al enemigo. Además, durante siglos cada soldado se había pagado su propio equipo, y el armamento de la infantería de línea, pesada, de choque o como queramos llamarla era demasiado caro para los capite censi.
Esto cambió ahora, o quizá llevaba cambiando un tiempo con reformas como la lex militaris de Cayo Graco del año 123, que prohibía al Estado descontar dinero de la paga de los soldados para costearse su ropa y su equipo. Pero muchos autores, con afán de simplificar las cosas, atribuyeron luego a Mario todas las reformas que el ejército sufrió en esta época. Hay que añadir que dicha simplificación se debe también a que buena parte del material literario que nos ha llegado consiste en resúmenes y epítomes de otras obras más extensas que se han perdido. En cualquier caso, trataremos con más detalle sobre estas reformas cuando narremos las campañas contra las tribus del norte y hablemos de las llamadas «mulas de Mario».
En aquella ocasión, Mario no estaba llevando a cabo un dilectus, el tradicional reclutamiento forzoso, puesto que el senado no se lo había autorizado, sino un alistamiento de voluntarios. Con el fin de convencer a los nuevos reclutas, Mario pronunció ante la asamblea del pueblo un discurso que Salustio transcribe con cierta extensión. Hemos de recordar que los historiadores antiguos, en una tradición que se remonta a Heródoto y Tucídides, creaban discursos que ponían en boca de sus personajes para retratarlos moral y psicológicamente, y también para exponer argumentos que consideraban verosímiles. Por tanto, no podemos considerar que la arenga que aparece en La guerra de Yugurta plasme las palabras literales de Mario ante la asamblea, pero sí el espíritu de lo que dijo, por lo que resulta interesante detenerse en él un poco y estudiar las tensiones sociales que refleja.
Aquel discurso supuso una auténtica reivindicación de un homo novus, alguien a quien no le era posible ufanarse de los consulados de sus antepasados ni sacar en procesión sus imágenes de cera como hacían los optimates. A cambio, Mario podía exhibir lanzas capturadas al enemigo, un estandarte, phalerae y otras condecoraciones que le había concedido la República, y también las cicatrices sufridas en combate. En este punto, podemos estar casi seguros de que se apartó la toga para enseñar sus heridas cuando exclamó: «¡Estas son mis imágenes, esta mi nobleza! No las he recibido en herencia como ellos, sino que me las he ganado yo mismo con muchísimos esfuerzos y peligros» (Yug., 85).
Para granjearse a la plebe se jactó de que no sabía griego, una carencia en su educación de la que se burlaban los nobles. En lugar de avergonzarse por ello, Mario contraatacó, hurgando en un prejuicio antigriego y antiintelectual arraigado en el temperamento romano. «Yo conozco a algunos que después de ser elegidos cónsules empiezan a leer las hazañas de los antepasados y los manuales militares de los griegos. Pero las cosas que ellos han leído o saben de oídas, yo las he visto y las he hecho. ¡Y lo que ellos han aprendido en los libros, yo lo he aprendido en la guerra!».
Aunque nos han llegado muy pocos manuales militares de los antiguos, estas palabras revelan que debían de ser numerosos, y atestiguan una cultura libresca muy desarrollada. Cultura que Cayo Mario despreciaba tanto como otros refinamientos del momento: «Dicen que soy zafio y de costumbres toscas porque no sé preparar un banquete, no tengo histriones y no pago más dinero por un cocinero que por un encargado que me administre las fincas». Aquí parece que por boca de Mario hablara Catón el Viejo, adalid de las costumbres tradicionales romanas. También resulta curiosa la referencia a los histriones, como si Salustio adelantara en el tiempo una crítica de Mario a alguien que andaba con actores, que en los años de la campaña africana fue uno de los lugartenientes en quienes más confiaba y que después se convirtió en su enemigo más odiado: Sila.
Al final, Mario apeló a esa mezcla de épica y codicia que tanto ha motivado a los guerreros de todas las épocas: «Con la ayuda de los dioses todo está a nuestro alcance: la victoria, el botín y la gloria». Y para terminar, los motivó con un guiño a la muerte: «Nadie se ha hecho inmortal por cobardía, y ningún padre ha deseado que sus hijos sean eternos, sino que vivan su vida con honradez y virtud». Esta última frase, sin duda, la podría haber pronunciado también una madre espartana.
LA CAMPAÑA DE MARIO
Entre voluntarios y proletarios, Mario consiguió hacerse a la mar con unos cinco mil soldados, tres mil más de los que el senado le había asignado por decreto. Cuando llegó a África, fue Rutilio Rufo quien le dio el relevo de las tropas. Metelo, que no quería ni ver a su antiguo subordinado, había vuelto antes a Roma. Allí, pese a la campaña en contra de Mario, tuvo un recibimiento mucho mejor que sus predecesores Bestia y Postumio: en lugar de criticarle, le concedieron un triunfo en 106 y permitieron que añadiera a su nombre el cognomen de Numídico.
En cuanto a Mario, ahora que por fin era cónsul y tenía el mando que tanto ansiaba, necesitaba solucionar el conflicto por la vía rápida. De lo contrario, podrían acusarlo de prolongarlo artificialmente, tal como había hecho él con Metelo. Sin embargo, no tardó en descubrir que las cosas no eran tan fáciles.
Yugurta, pese a sus derrotas, se las había arreglado para sobrevivir a tres generales. Pero su situación no había hecho más que empeorar. A estas alturas, debía de comprender que llegar a un acuerdo de paz era impensable. Como la conspiración de Bomílcar le había demostrado, los romanos estaban dispuestos a acabar con él a cualquier precio. Su única esperanza era mantener viva la lucha. Seguramente sabía que las cosas al norte de Italia se estaban poniendo cada vez más feas para sus enemigos. Con un poco de suerte, los romanos tendrían que concentrar allí todos sus esfuerzos y se olvidarían de él.
A Yugurta le quedaban cada vez menos recursos para continuar la guerra. Por eso, estaba intentando involucrar a su suegro y hacer que el conflicto se extendiera fuera de sus fronteras. Pero tenía un problema: el rey Boco no era nada de fiar. Como experto en doble juego aventajaba al propio Yugurta, y así lo demostró en esta última fase de la guerra.
Mientras tanto, Mario comprendió que era imposible atraer a Yugurta a una batalla definitiva donde pudiera caer prisionero o morir, de modo que se dedicó a socavar sus bases de poder, tomando y destruyendo ciudades, lo cual era además una forma de que perdiera el apoyo de su propia población.
Tras adueñarse así de algunas plazas menores, Mario decidió que sus tropas bisoñas ya se hallaban a un nivel parejo con las que llevaban tiempo en África. Había llegado la hora de dar un golpe de efecto parecido al de Metelo al tomar Tala. El objetivo elegido fue la ciudad de Capsa (la actual Gafsa, en Túnez). Esta se hallaba más al sur y en una zona incluso más árida que Tala, por lo que si Mario lograba conquistarla podría presumir de que había superado a su antiguo general.
El ejército de Mario cubrió una distancia de unos doscientos treinta kilómetros en nueve jornadas. Durante las seis primeras viajaron de día, y fueron alimentándose de ganado con cuyos pellejos confeccionaban odres. Al terminar el sexto día acamparon a orillas del último río de la zona. Desde allí, tras rellenar de agua todos los odres y cargarlos a sus espaldas y a lomos de las acémilas, emprendieron una auténtica travesía del desierto. Las tres últimas etapas las cubrieron de noche, en parte por el calor —estaban a finales del verano de 107— y en parte para no ser vistos.
En la tercera jornada llegaron a unos tres kilómetros de Capsa. Allí se detuvieron siendo todavía de noche cerrada, camuflados por unas elevaciones situadas al noroeste de la ciudad.
Cuando amaneció, las puertas de la ciudad se abrieron. Sus habitantes, que se creían seguros a tanta distancia de la zona de guerra, salieron como todas las mañanas a atender sus rebaños y sus cultivos (había un oasis en las inmediaciones). Mario mandó por delante a sus jinetes junto con tropas de infantería ligera que podían mantener el paso de los caballos. Esta avanzadilla logró entrar en Capsa y evitar que sus moradores cerraran las puertas, mientras el resto de los legionarios se lanzaba al asalto.
La ciudad se rindió casi en el acto. Pese a ello, Mario hizo matar a todos los varones adultos, vendió a los demás como esclavos, repartió el botín entre sus soldados e incendió la ciudad.
Conforme a las convenciones bélicas, si los habitantes de una ciudad se rendían antes de que el ariete enemigo tocara su muro, sus vidas eran respetadas. Aunque en este caso, Salustio afirma de forma explícita que Mario se saltó el ius belli o derecho de guerra. Se trataba de una forma de sembrar el terror en pleno corazón de Numidia, allí donde sus habitantes se creían a salvo de los romanos, y de dar un aviso a los pobladores de las demás ciudades: si querían conservar sus vidas, lo mejor era rendirse y abandonar a Yugurta.
Poco antes o poco después de esto —la cronología de Salustio no queda muy clara—, Mario se enfrentó cerca de Cirta con tropas mandadas por el propio Yugurta y las puso en fuga. Pero no debió de tratarse de una batalla muy importante, dado que el historiador la despacha con un par de frases.
Nuestro autor es igualmente parco en palabras al resumir el resto del invierno de 107-106: «El cónsul se dirigió a otras ciudades. Conquistó al asalto unas pocas en las que los númidas se le resistieron, e incendió muchas más que sus habitantes habían abandonado al enterarse del destino de Capsa. La muerte y el luto reinaban por doquier» (Yug., 92).
A esas alturas, el consulado de Mario se había cumplido, pero se le prorrogó el mandato como procónsul hasta que terminara la guerra. Mario atravesó el país arrasando todo lo que pillaba, hasta llegar al río Muluya, en el otro extremo de Numidia, a más de mil kilómetros de Capsa.
Allí, no muy lejos de Melilla, en la frontera entre Numidia y Mauritania, se alzaba un castillo sobre un monte muy escarpado. En aquella fortaleza se hallaban los tesoros de Yugurta, o al menos parte de ellos, por lo que Mario se empeñó en tomarla como fuera.
La empresa se reveló casi irrealizable. El lugar tenía una guarnición numerosa, grano almacenado y una fuente de agua potable en su interior. Por otra parte, las laderas eran prácticamente verticales y tan solo había un camino de acceso, tan estrecho que resultaba imposible usarlo para acercar las máquinas de asedio o construir un terraplén. Cuando los legionarios trataban de acercarse a las murallas protegidos por manteletes, los defensores los destrozaban con grandes piedras arrojadas desde las alturas o les prendían fuego.
Pasaron varios días sin hacer progresos. Pero entonces intervino el azar de una forma casi novelesca. Un soldado ligur que pertenecía a las tropas auxiliares andaba buscando agua por la ladera teóricamente más escarpada del monte, al otro lado de donde se libraban los combates. Al ver unos caracoles reptando sobre las piedras, se dedicó a atraparlos. Conforme fue encontrando más y más, el rastro de los caracoles lo fue llevando ladera arriba. Como los ligures eran un pueblo acostumbrado a moverse entre peñascos, cuando el soldado quiso darse cuenta se encontraba a bastante altura. Allí, entre los riscos, crecía una encina que se proyectaba primero en ángulo recto y después subía en vertical. El soldado se encaramó a ella y, pisando entre ramas y piedras, apareció en la cima plana del monte, al pie de la muralla. Las almenas se hallaban vacías de defensores, pues todos los númidas se encontraban al otro lado del castillo, luchando contra las tropas de Mario.
El ligur regresó por donde había venido y se presentó ante Mario para informar de que había un punto por donde se podía escalar el monte. No era una vía apropiada para lanzar un ataque total, pero sí podía servir para crear una maniobra de distracción. Mario escogió para la empresa a hombres ágiles: cuatro centuriones y cinco músicos provistos de trompetas y cornetas. Estas últimas eran la clave de la estratagema.
Mientras el grueso de las tropas seguía lanzando ataques contra la muralla por el mismo camino que intentaban tomar todos los días, el ligur guió a los otros nueve hombres. Iban todos descalzos y sin cascos, y con las espadas atadas a la espalda al igual que los escudos, que eran de cuero y sin piezas metálicas para hacer el menor ruido posible. En la ascensión, el ligur demostró que trepaba como las cabras, pues fue él quien abrió el camino atando cuerdas a piedras y árboles para que los demás escalaran más seguros. Al alcanzar los tramos más complicados cargó incluso con las armas de sus compañeros.
Una vez que llegaron al pie de la muralla, los escaladores hicieron una señal desde arriba, probablemente con banderas o reflejos, pues en aquel momento el silencio todavía era primordial. Al recibir la noticia, Mario lanzó una ofensiva total por el camino que conducía a las puertas del fuerte. Delante de ellas estaban los defensores, fuera de la protección del muro. Solía actuar así todos los días para burlarse de los romanos, tan seguros estaban de que no conseguirían trepar la ladera.
Pero esta vez los legionarios formaron la temida tortuga con sus escudos, mientras de lejos la artillería, los arqueros y los honderos disparaban contra los númidas. Fue en ese momento cuando los cinco músicos que habían trepado por el otro lado del monte hicieron sonar con potencia sus trompetas y sus cuernos. Creyendo que los atacaba por la retaguardia un segundo contingente enemigo, los defensores fueron presa del pánico y unos huyeron y otros se entregaron allí mismo. En cuestión de minutos, la fortaleza había caído en manos de sus atacantes.
La toma de aquel castillo sumió a Yugurta en la desesperación. Había perdido sus fortalezas más importantes y mucho dinero, y cada vez le quedaban menos númidas fieles. Aunque no está demasiado claro, es incluso posible que en Cirta se hubiese instalado como rey Gauda, su pariente retardado. Sin apenas recursos, Yugurta prometió a su suegro entregarle la tercera parte de sus territorios si le ayudaba a vencer a los romanos o, al menos, a conseguir un tratado de paz en el que no perdiera el reino.
En cuanto a Mario, después de conquistar la fortaleza de Muluya, se retiró a pasar el invierno de 106-105 en las ciudades costeras de Numidia, donde el clima era más benigno y le resultaría más fácil recibir provisiones por mar. Se hallaba de camino, en las inmediaciones de Cirta, cuando Yugurta y Boco lo asaltaron con un ejército en el que había númidas, gétulos y moros.
Aquel fue un ataque caótico. Esta vez, Yugurta no se confió a la táctica ni al terreno, sino a la sorpresa y a la pura fuerza de los números. El relato que ofrece Salustio es más impresionista que detallado, pero se deduce de él que en esta ocasión el ejército viajaba en orden de marcha, sin tomar tantas precauciones como había hecho Metelo en el río Mutul. Quedaban apenas unas horas de luz cuando los enemigos se lanzaron sobre ellos por todas partes a la vez, en enjambres que atacaban y se retiraban para volver a atacar, conforme a su táctica habitual. Yugurta, reforzado por los contingentes de caballería del rey Boco, contaba con una gran superioridad numérica: según Orosio, un historiador hispano tardío, tenía sesenta mil jinetes. La mayoría eran moros y gétulos, pues a Yugurta le quedaban pocos partidarios entre sus súbditos númidas.
En esta ocasión había logrado pillar desprevenidos a los romanos. Con las filas desorganizadas y sin estandartes, cada legionario luchó donde le cayó en suerte. Algunos de ellos formaron círculos defensivos; un despliegue o, hablando con más propiedad, un repliegue que adoptaban en situaciones desesperadas. Así ocurrió en el año 54 con la Octava legión de César, mandada por los legados Aurelio y Cota, que resultó prácticamente aniquilada por los galos.
Mario se había dejado sorprender en un paraje que no describen ni Salustio ni Orosio, pero que debía de ofrecer un relieve adecuado para una emboscada. Había cometido un error atravesándolo sin tomar suficientes precauciones, pero ahora demostró que sabía sacar lo mejor de sí mismo cuando empezaba la acción. En el caos del combate, Mario se movía como pez en el agua, actuando con una sangre fría que hace pensar que en plena batalla entraba en ese estado de concentración y energía completamente focalizada que el psicólogo Mihály Csikszentmihályi popularizó como «el flujo».
La batalla se prolongó hasta que cayó la noche, pues los jinetes enemigos eran tantos que se turnaban sin cesar. Recuperando poco a poco el orden, Mario hizo retirarse a sus hombres hasta dos colinas contiguas. En una de ellas, donde había un manantial, se apostó la caballería, mandada por Lucio Cornelio Sila, cuestor y en aquel momento hombre de confianza de Mario. Su misión era proteger el acceso al agua mientras el resto del ejército se instalaba en el otro monte, que por lo escarpado de sus laderas apenas necesitaba empalizadas.
Por su parte, Boco y Yugurta acamparon alrededor de ambos montes. Sus hombres prendieron miles de hogueras y pasaron la noche gritando y cantando para impresionar y desmoralizar todavía más al enemigo. Por su parte, Mario ordenó guardar una disciplina de silencio estricta, sin tan siquiera los toques de trompeta habituales en los relevos de la guardia.
Horas después, cuando el cielo se agrisaba con la primera luz del alba, Mario lanzó una ofensiva general por todas las puertas del campamento, acompañada de una gran batahola de trompetas. A los enemigos, que habían pasado la noche en vela, los sorprendió adormilados, y se dispersaron y huyeron sin apenas plantear batalla.
El relato de Orosio, que muestra ciertas diferencias, ofrece algunas pinceladas interesantes. Según el historiador hispano, la batalla se había prolongado por tres días, y fue en el tercero cuando Mario lanzó su ofensiva total contra los enemigos que cabalgaban en círculo alrededor de sus legiones disparándoles flechas y venablos.
En una primera fase del combate estos proyectiles no podían causar demasiados daños a los romanos, bien protegidos por sus escudos y blindados por sus cotas de malla. Pero, a la larga, desgastaban su moral y desorganizaban sus filas, con resultados que podían ser letales: con una estrategia similar, el general parto Surena acabó matando a veinte mil soldados romanos en la batalla de Carras en el año 53.
Si en el relato de Salustio los gétulos y moros se retiraron al sufrir la primera acometida desde el campamento, en el de Orosio la lucha se prolongó todavía unas horas, mientras subía el sol y la sed hacía mella en las energías de los hombres de Mario. Pero entonces cayó un aguacero repentino. La lluvia resultó providencial para los romanos. No solo calmó su sed y mitigó su calor, sino que empapó el armamento de los guerreros de Yugurta. Para lanzar la jabalina con más fuerza, enrollaban en el astil una tira de cuero que alargaba la palanca ejercida por el brazo y de paso imprimía al proyectil un giro similar al de las balas que salen de un rifle. Ahora, con el agua, aquellos propulsores resbalaban tanto que eran inútiles. Para colmo, sus escudos, hechos de piel de elefante curtida y estirada, absorbían la lluvia como esponjas, por lo que se volvían tan pesados que tenían que tirarlos al suelo. Frustrados, los hombres de Yugurta y Boco renunciaron al combate y se retiraron.
¿Es fidedigna la crónica de Orosio en este punto? No podemos saber si realmente la batalla que también narra Salustio se desarrolló así. Pero los detalles ambientales y concretos que nos brinda Orosio son muy interesantes y, si no se dieron en este combate, sin duda lo hicieron en otros.
En cualquier caso, ambos relatos coinciden en que los romanos sufrieron mucho por el acoso enemigo, y que, al final, Boco y Yugurta se retiraron. Salustio añade que los romanos se apoderaron de muchas armas y estandartes y mataron a más hombres que en todas las batallas precedentes. Tal vez fuera así por el puro número de sus adversarios, pero lo cierto es que el resultado de la batalla no fue una derrota clara para Yugurta.
Así lo demuestra el hecho de que él y Boco consiguieron reorganizar a sus hombres para seguir acosando a los romanos, y que estos, en lugar de perseguirlos, continuaron su marcha hacia Cirta para instalar allí su campamento de invierno.
Escarmentado tras la emboscada, Mario avanzaba ahora en formación de combate. La caballería, mandada por Sila, protegía el flanco derecho, mientras que a la izquierda marchaban honderos y arqueros y varias cohortes de ligures. También había infantería ligera en vanguardia y en retaguardia, de tal manera que los legionarios, más lentos a la hora de reaccionar, estaban protegidos por los cuatro costados.
Pero todavía no habían terminado los apuros de Mario y sus hombres. Cuatro días después de la primera batalla, Yugurta y Boco volvieron a la ofensiva. Esta vez no buscaron la sorpresa, sino que lo fiaron todo a la pura superioridad numérica, atacando al mismo tiempo por los cuatro flancos.
Más prevenidos que en la anterior ocasión, los romanos se defendieron bien, e incluso Sila lanzó una ofensiva contra la caballería mora. En las filas de vanguardia, el propio Mario se batía con los suyos contra el grueso de las fuerzas númidas. Según cuenta Salustio, Yugurta intentó una añagaza: empuñando una espada empapada en sangre, cabalgó delante de las líneas de la infantería romana gritando en latín que era inútil que siguieran luchando, pues él mismo acababa de matar a Mario con su propia mano.
Aunque los soldados situados en el centro de la formación no acababan de creerse aquello, el ataque de Yugurta los puso en apuros durante un rato. Por suerte para ellos, Sila, que había puesto en fuga a la caballería mora, apareció con sus propios jinetes y atacó a los númidas por un flanco. Mario, por su parte, que había desbaratado a sus oponentes en la vanguardia (prácticamente se estaban librando cuatro combates simultáneos), acudió asimismo en ayuda de su infantería, y aquello terminó de decidir la batalla. Los enemigos huyeron en desbandada, dejando muchos cadáveres en el campo.
Aquel había sido un esfuerzo supremo para Yugurta y Boco, el último que llevaron a cabo. El rey númida volvió a demostrar su talento como general; el problema era que a sus tropas, magníficas para hostigar y tender emboscadas, les faltaba calidad y fuerza para derrotar a los romanos en combate cerrado.
Una vez más, Mario había conseguido salvar una situación apurada. Pero seguramente no se sentía demasiado contento consigo mismo. Había dejado a su rival escoger el campo de batalla por dos veces. Era un error que en futuras campañas procuraría no repetir.
Por fin, los romanos llegaron a Cirta, la meta de su viaje. Cinco días después, se presentaron unos enviados de Boco con la misión de negociar: el rey de Mauritania no había esperado demasiado para abandonar el barco de su yerno.
Tras unas conversaciones en las que Sila ejerció de intermediario, Mario permitió que tres embajadores mauritanos fueran a Roma, junto con el cuestor Octavio Rusón que había viajado a África para traer la paga del ejército. El senado escuchó el mensaje de Boco y contestó: «El senado y el pueblo romanos suelen acordarse bien de los favores y las ofensas que reciben. Aun así, ya que Boco se ha arrepentido, se le perdonarán sus afrentas. Pero únicamente tendrá la alianza y la amistad de Roma cuando se las merezca» (Yug., 104).
Más claro, el agua. Pese a sus victorias, los romanos sabían que la guerra solo terminaría cuando Yugurta muriese o cayese en su poder. Y eso era lo que le exigían ahora a Boco.
El rey de Mauritania pidió a Mario que volviese a enviarle como mediador a su cuestor Sila, con quien había trabado amistad. No resulta extraño, puesto que Sila demostró durante toda su vida un gran encanto personal. Es un personaje apasionante y contradictorio en el que merece la pena detenerse, y lo haremos cuando llegue el momento.
Sila se dirigió hacia el oeste con una escolta apropiada para viajar con rapidez, pero bien protegido. Lo acompañaban jinetes, arqueros, infantería ligera y honderos baleares. Estos últimos eran tan apreciados como los rodios o más. Diodoro de Sicilia explica la razón:
Dirigen con tanto tino sus disparos que la mayoría de ellos no fallan el blanco. Eso se debe a que practican desde niños: cuando son pequeños sus madres los obligan a ejercitarse continuamente con la honda. Como blanco les ponen un trozo de pan sobre un palo, y no dejan que se lo coman hasta que lo alcanzan con sus tiros. (5.17.1).
Por el camino se le presento Vólux, hijo de Boco, para avisarle de que Yugurta y los restos de su ejército se encontraban en la ruta que debían seguir los romanos para llegar a Mauritania. Con gran audacia, Sila atravesó el campamento de Yugurta, que no debía de ser un recinto vallado como los castra romanos, sino una extensión de tiendas dispersas, y prosiguió su viaje con Vólux.
Ya en la corte de Boco, apareció también Yugurta. El rey había ofrecido a Sila entregarle a Yugurta, y a este a su vez entregarle a Sila. Es posible que Boco vacilara al principio de su maquiavélica jugada, pero no parece demasiado probable: aunque Yugurta hubiese capturado a Sila no le habría servido de nada. Los mismos senadores que habían presentado a un cónsul de la República atado y desnudo ante las murallas de Numancia no se habrían molestado en negociar con el enemigo por la vida de un simple cuestor. Y esa dureza de trato que los romanos se aplicaban a sí mismos era conocida de sobra.
Por unos motivos o por otros, Boco se decidió por traicionar a su yerno:
Después, cuando se hizo de día y [Boco] recibió la noticia de que Yugurta se encontraba cerca, acudió a su encuentro con unos cuantos amigos y nuestro cuestor como si fuera a rendirle honores, y subió a una colina que era fácil de divisar para los emboscados. Allí llegó también el númida con muchos de sus amigos, que iban desarmados tal como se había acordado. Enseguida, a una señal dada, los hombres que estaban emboscados se abalanzaron sobre él por todas partes a la vez. Los demás fueron degollados, y Yugurta fue entregado a Sila, quien lo llevó a su vez ante la presencia de Mario. (Yug., 113).
Sila insistiría más tarde en que el verdadero mérito de esta guerra le correspondía a él, pues era quien había capturado a Yugurta. Además, los numerosos enemigos que tenía Mario en el senado halagaban los oídos de Sila diciéndole que Metelo era quien había empezado a derrotar al rey númida y él quien había rematado la operación, y que Mario prácticamente no había hecho nada.
Tan orgulloso se sentía Sila que se grabó un sello en el que aparecía junto a Boco mientras este le entregaba a Yugurta. Lo exhibía y lo usaba constantemente, hasta que el asunto llegó a oídos de Mario. Hasta entonces ambos se habían llevado bien, pero desde ese momento creció entre ellos un recelo que se convertiría en rencor y traería muchos males a Roma.
Los romanos habían aprendido la lección, y no estaban dispuestos a consentir que la gran Numidia siguiera existiendo, de modo que la fragmentaron. Las ciudades de Tripolitania, como Leptis Magna, que habían ayudado a Roma durante la guerra, recuperaron su independencia, así como las tribus gétulas. El rey Boco obtuvo la recompensa esperada a cambio de su traición: Roma lo declaró amigo y aliado, y además le entregó la parte occidental del reino que Yugurta le había prometido.
En el centro, Roma creó dos reinos: uno al este y con capital en Zama, que le entregó a Gauda, y otro al oeste que incluía Cirta. Se sabe muy poco de estos reinos, que participaron en las guerras civiles romanas del siglo I. Entre el año 40 y el 33, tanto Numidia como Mauritania acabarían siendo anexionadas por Roma.
Terminada la guerra, Mario se quedó durante un tiempo organizando asuntos en África. Por el momento, Yugurta era su prisionero, aguardando el momento en que su vencedor pudiera celebrar su triunfo en Roma.
Se había resuelto una crisis larga y costosa. Pero el verdadero peligro para la República se hallaba ahora en el norte. Como cuenta Salustio en las últimas líneas de su obra, los ojos de todos los romanos se volvieron hacia Mario: «Y en aquel tiempo, las esperanzas y las fuerzas de la ciudad estaban puestas en él».