VII
EL ASCENSO DE POMPEYO
MAGNUS
La muerte de Sila dejó cierto vacío de grandes hombres en la política romana. Con «grande» me refiero al espacio político que llenaba el exdictador; obviamente, no se trata de un juicio moral. De entre todos los generales, oficiales y políticos que habían colaborado con él, uno destacaba sobre los demás por su confianza en sí mismo y por los éxitos militares que había logrado. Sobre todo, lo que llamaba la atención en él era su insultante juventud y la desenvoltura con que actuaba, como si las leyes no fueran con él.
Nos referimos, por supuesto, a Cneo Pompeyo. Había nacido en septiembre del 106, por lo que, cuando murió el dictador, tenía tan solo veintiocho años. Como ya vimos, era hijo de Pompeyo Estrabón, un personaje de reputación un tanto siniestra, pero que en la región del Piceno poseía una vasta red de clientes y una gran fortuna. Gracias a ellas, el joven Cneo pudo reclutar tres legiones para combatir al lado de Sila en el año 83. Fue la primera de las muchas ilegalidades de su carrera, porque no era más que un privatus, un ciudadano que no tenía autoridad ninguna para alistar ni mandar tropas.
Ahora bien, tres legiones eran muchas. Por joven que fuera, un general que las mandaba a título personal era alguien a quien había que tener en cuenta. A Sila, que acababa de desembarcar en Italia y se enfrentaba a enemigos muy superiores en número, le convenían aliados así. Por otro lado, era obvio que los soldados querían a Pompeyo, al contrario que a su padre, al que habían aborrecido por su crueldad, su extrema disciplina y, probablemente, porque era un tacaño con ellos, defecto que los soldados nunca perdonaban.
De nada le habría valido al joven Pompeyo la influencia para reclutar un ejército por su cuenta si no hubiese poseído además talento como general. Pero incluso antes de reunirse con el futuro dictador ya demostró su valor cosechando varias victorias. Cuando se encontró por fin con Sila, este bajó del caballo y lo saludó como imperator, un título que únicamente se concedía a los generales victoriosos.
Pompeyo conseguiría varios éxitos más en las campañas de la guerra civil. Cuando Sila consiguió el control de Roma definitivamente y se convirtió en dictador, pensó en qué podía hacer con Pompeyo, una fuerza difícil de controlar. Con el fin de tenerlo lo más cerca posible, decidió casarlo con su hijastra Emilia Escaura, que era hija de su reciente esposa Cecilia Metela y del difunto príncipe del senado, Emilio Escauro.
Aquel matrimonio presentaba ciertas dificultades, porque Emilia Escaura estaba casada y para colmo embarazada, y Pompeyo también tenía esposa, Antistia. Pero el joven general se hallaba tan deseoso de emparentar con el dictador que no puso la menor objeción.
Una característica curiosa de la personalidad de Pompeyo es que, pese a que cosechó más éxitos militares que ningún romano antes que él y a que en ciertos momentos acaparó un poder sin precedentes, sintió siempre un tremendo complejo de inferioridad ante la élite del senado, la poderosa nobilitas. En justicia, podía decirse que él pertenecía a esa nobleza y que no era un homo novus, puesto que su padre Pompeyo Estrabón había sido cónsul en el año 89. Sin embargo, los demás no dejaban de mirar a su familia como a unos advenedizos de una región apartada, algo que se evidenciaba en el hecho de que Pompeyo, como Cayo Mario, tan solo tenía dos nombres. El «Estrabón» de su padre era únicamente un mote que se refería a su estrabismo, y no llegó a convertirse en un cognomen tradicional. Quizá su hijo se negó a heredarlo por simple coquetería, lo que también nos dice algo sobre su forma de ser. Si había algo que saltaba a la vista a todo aquel que conocía a Pompeyo era la desmesurada hinchazón de su ego, una vanidad que se capta incluso ahora cuando uno contempla el más famoso de sus retratos, que lo representa ya en su madurez.
El matrimonio de Pompeyo y Emilia no duró apenas, porque ella murió al dar a luz. De todos modos, Sila siguió confiando en él y en otoño del 82 lo envió a Sicilia para que acabara con los simpatizantes de Mario que dominaban la isla. Por primera vez, Pompeyo viajó con imperium oficial, ya que el senado le concedió mando como procónsul.
La campaña terminó rápidamente, puesto que el jefe de las tropas antisilanas, Perperna, huyó de la isla. Pompeyo no tardó en capturar a Papirio Carbón, que teóricamente seguía siendo cónsul. Carbón le pidió clemencia basándose en que en el pasado lo había defendido contra los enemigos que querían confiscarle sus propiedades. Pero Pompeyo, decidido a demostrar su devoción por Sila, hizo que lo ejecutaran y llevaran su cabeza a Roma. (Plutarco cuenta una anécdota un tanto escatológica sobre el infortunado Carbón, que cuando vio la espada sobre su cuello pidió que le dieran unos minutos para visitar la letrina. Pompeyo, 10).
Por la dureza con que trató a Carbón y a otros prisioneros, Pompeyo recibió el mote de adulescentulus carnifex, «el carnicero adolescente». Pero si bien es verdad que en sus primeros tiempos demostró cierta crueldad que podía hacer temer que se convirtiera en alguien tan sanguinario como su padre, con los años su temperamento se moderó. Por otra parte, ya de joven, Pompeyo procuraba mantener una estricta disciplina entre sus tropas, lo cual no siempre era fácil. Al enterarse de que estaban cometiendo abusos con la población local, algo tristemente habitual, ordenó que sellaran con lacre las embocaduras de las vainas de las espadas. Si al pasar revista a un soldado se encontraba el sello roto, debía demostrar que había usado su arma por una causa justificada; de lo contrario, recibía un severo castigo.
Tras someter Sicilia, Pompeyo pasó a África con un ejército de seis legiones para acabar con la resistencia antisilana, encabezada por Cneo Domicio Ahenobarbo, que contaba con el apoyo del rey númida Hiarbas. Cuando Pompeyo y sus tropas desembarcaron en Útica, aconteció un suceso bastante ridículo. Unos soldados encontraron unas cuantas monedas enterradas, y se esparció el rumor de que toda la zona estaba sembrada de tesoros que los ricos cartagineses habían sepultado por si venían malos tiempos. Durante días, Pompeyo no pudo hacer nada de provecho con su ejército porque los legionarios se dedicaban a cavar con un afán digno de mejor causa, hasta que dejaron el lugar sembrado de pozos y zanjas como una inmensa topera. Según Plutarco, Pompeyo se limitó a reírse de ellos, aunque es dudoso que le hiciera gracia tener que demorar las operaciones mientras sus hombres se dedicaban a cazar tesoros. Por supuesto, esos tesoros no aparecieron, y Pompeyo les dijo a sus soldados que aquellos días de trabajo en vano eran suficiente castigo por su indisciplina.
Una vez que pudo empezar la campaña, Pompeyo la liquidó en cuarenta días. Tras vencer a sus enemigos, hizo ejecutar a Ahenobarbo y también al rey Hiarbas, a quien sustituyó por Hiémpsal, un sobrino de Yugurta.
En aquel momento su misión había terminado. Pronto le llegó una carta del dictador en la que le ordenaba que licenciara a todas sus tropas salvo una legión, y que después las mandara a Italia mientras él se quedaba en África aguardando la llegada del magistrado que debía relevarlo en el mando. Sin embargo, Pompeyo no estaba dispuesto a regresar así como así a la vida privada.
Al final de la campaña, sus soldados lo habían vuelto a saludar con el título de imperator, pero en esta ocasión le añadieron el de Magnus o Grande, un cognomen que incorporaría a su nombre a partir de entonces sin el menor recato. No contentos con eso, los legionarios exigieron que su general los llevara en persona a Italia para celebrar su triunfo y se negaron a abandonar África si no era con él.
Pompeyo se dirigió a ellos desde el estrado y les imploró con lágrimas en los ojos que regresaran a la disciplina y obedecieran las órdenes de Sila. Pero no era más que teatro calculado para presionar al dictador y conseguir que le permitiera volver a Italia a la cabeza de sus tropas. Considerando la extrema dureza con que trataba Sila a quienes se le oponían, no se puede negar que Pompeyo tenía agallas al echarle un pulso. Según Plutarco, su atrevimiento era tal que llegó a decirle a la cara al dictador en una ocasión: «Ten en cuenta que hay más gente que adora al sol naciente que al sol poniente» (Pompeyo, 14).
Al final, Sila comprendió que el joven general no tenía intención de usar aquellas tropas para rebelarse contra él y que únicamente necesitaba su momento de gloria, de modo que acabó accediendo. No solo hizo oficial su título de Grande, sino que incluso, a regañadientes, le concedió un triunfo. Celebrarlo por matar romanos en un conflicto civil parecía algo inapropiado e incluso de mal gusto, pero como Pompeyo había derrotado también al númida Hiarbas podía alegar que su guerra había sido un bellum externum.
Un triunfo a los veintiséis años para alguien que nunca había sido magistrado y solo pertenecía al orden ecuestre —todavía no había entrado en el senado— era algo sin precedentes. Aun así, a Pompeyo no le pareció suficiente y pretendió dar la nota exótica usando elefantes en lugar de caballos para tirar de su carro triunfal. Cuando el cortejo llegó a las puertas de la ciudad, Pompeyo descubrió que eran demasiado pequeñas para los paquidermos, con lo que hubo que desuncirlos del carro y traer de nuevo a los corceles.
Después de su triunfo, Pompeyo podría haberle pedido a Sila que lo incluyese en aquel nuevo senado de seiscientos miembros. Pero prefirió no hacerlo por el momento. De convertirse en un senador convencional, habría tenido que seguir un cursus honorum también convencional. Pero era impensable que alguien que había mandado un ejército de más de treinta mil hombres y entrado en Roma por la puerta Triunfal se presentara ahora a las elecciones de cuestor o edil para gestionar el funcionamiento de los mercados o las alcantarillas de la ciudad. Por eso, Pompeyo se retiró de momento de la política esperando que surgiera otra oportunidad extraordinaria para seguir su propia e inimitable carrera.
Para los defensores de Sila, como su biógrafo Arthur Keaveney, las reformas del dictador estaban encaminadas a restaurar la legalidad de la República y evitar que esta se desmoronase. Sin embargo, otros autores más críticos con él, como Richard Billows, opinan que todas aquellas leyes para controlar a los gobernadores provinciales y evitar que surgieran nuevos señores de la guerra no eran más que una farsa. La demostración palpable era que Sila dependía de un señor de la guerra en proyecto como Pompeyo y había accedido a sus exigencias sabiendo que eran ilegales, lo que convertía sus medidas restauradoras en una cáscara vacía.
TRAS LA MUERTE DE SILA
Cuando abandonó la dictadura, Sila debió de pensar algo similar a lo que se le atribuye a otro dictador muy posterior en el tiempo: «Todo está atado y bien atado». Pero incluso antes de su muerte el edificio que había levantado comenzó a resquebrajarse.
Para empezar, en el año 78 uno de los dos cónsules elegidos fue Marco Emilio Lépido, pese a que Sila desaprobaba su candidatura de forma expresa. Lépido tenía lazos con la familia de Saturnino, y al principio había apoyado a Mario y a Cinna, pero al inicio de la guerra civil fue lo bastante astuto como para cambiar de bando y pasarse al de Sila. Gracias a eso salvó el pellejo y de paso se enriqueció con las proscripciones. De todas formas, Sila no acababa de confiar en él. De hecho, cuando Pompeyo apoyó a Lépido para el consulado, Sila se enojó tanto con su joven protegido que borró toda mención suya en el testamento.
La desconfianza de Sila se hallaba justificada. Cuando el exdictador murió, Lépido intentó impedir que recibiera un funeral de Estado. Aunque no consiguió salirse con la suya en este primer acto simbólico, no se desanimó por ello y aseguró que iba a derogar todas las reformas de Sila. Su programa incluía devolver las competencias arrebatadas a los tribunos de la plebe, traer de nuevo a los exiliados, restituir las propiedades confiscadas y distribuir de nuevo trigo barato al pueblo.
Su colega consular, Quinto Lutacio Catulo, que era un silano convencido, se opuso a él, como también lo hizo la mayoría del senado. Tras un brevísimo tiempo de paz, la violencia volvió a sacudir la República. En esta ocasión, el descontento estalló al norte de Roma, en tierras de Etruria. Allí, los veteranos de Sila que se habían establecido en Fésulas como colonos fueron expulsados por los antiguos propietarios de sus tierras. Rápidamente la chispa prendió y se organizó una revuelta popular.
El senado reaccionó enviando a ambos cónsules para reprimir aquella sedición. Pero pronto se vio que Lépido estaba utilizando sus tropas para ponerse al frente de los rebeldes, no para aplastarlos. Cuando llegó el momento de votar a los cónsules del año 77, el senado ordenó a Lépido que regresara a la ciudad para presidir las elecciones. Él se negó y exigió que se le otorgara un segundo consulado. De lo contrario, dijo, marcharía contra Roma con su ejército igual que había hecho Sila.
Cuando empezó el nuevo año, las elecciones todavía no se habían celebrado, por lo que no había cónsules en ejercicio. El senado, no obstante, volvió a recurrir al senatus consultum ultimum y encomendó a Lutacio Catulo la defensa de la República, otorgándole rango de procónsul. Para ayudarle en su misión se nombró a un segundo general, Pompeyo, que había comprendido su error al apoyar a Lépido un año y medio antes.
La campaña fue bastante breve. Mientras Catulo luchaba contra Lépido en Etruria, Pompeyo se dirigió a la Galia Cisalpina para combatir a su principal legado, Marco Junio Bruto (padre del famoso asesino de César). Al parecer, las tropas de Bruto desertaron y este no tuvo más remedio que rendirse a Pompeyo, que lo hizo ejecutar.
Tras aquella fácil victoria, Pompeyo se dirigió a Etruria, y llegó a tiempo de combatir junto a Catulo en la batalla de Cosa. El rebelde Lépido fue derrotado, pero consiguió huir con parte de sus tropas a Cerdeña, donde cayó enfermo y murió poco después.
Muchos de sus hombres, sin embargo, abandonaron la isla y se dirigieron a Hispania, acaudillados por Marco Perperna. Allí quedaba un último reducto del antiguo bando de Mario y Cinna, dirigido por uno de los mayores talentos militares de la historia de Roma, el hombre que estaba a punto de convertirse en la némesis de Pompeyo: Quinto Sertorio.
LA GUERRA CONTRA SERTORIO
Como Cayo Mario y Cneo Pompeyo, Quinto Sertorio únicamente tenía dos nombres. Su familia provenía de la ciudad sabina de Nursia y formaba parte de la aristocracia local, pero ninguno de sus antepasados llegó a desempeñar magistraturas importantes en Roma, por lo que se le puede considerar un homo novus. Se calcula que nació en torno al año 126, y ya de joven consiguió cierta reputación como orador en diversos procesos. En el 105 participó como tribuno en la desastrosa derrota de Arausio y, como vimos en su momento, logró escapar cruzando a nado el Ródano con su armadura a cuestas a pesar de que lo habían herido. Más adelante sirvió con Mario, para quien ofició de espía gracias a que estaba familiarizado con las lenguas celtas, y a su lado participó en la gran victoria de Aquae Sextiae.
Unos años más tarde, en el 97, Sertorio viajó a Hispania otra vez como tribuno militar. Lo hizo bajo las órdenes de un individuo poco recomendable, el procónsul Tito Didio, culpable de varias masacres que recuerdan a la matanza de lusitanos que perpetró el infame Galba en el año 150. Por su parte, Sertorio demostró su astucia en varias ocasiones, y también ganó la corona de hierba.
En la Guerra Social Sertorio sirvió como cuestor durante el año 91, aunque no está muy claro qué papel desempeñó. Fue entonces cuando perdió un ojo, una mutilación de guerra que siempre lució con orgullo y que lo equiparaba con otros célebres generales tuertos como Antígono Monoftalmo o el mismísimo Aníbal. Tras la guerra se presentó a tribuno de la plebe para el año 88, pero Sila, que ya era cónsul electo, se opuso a él y consiguió que fuera derrotado.
La relación entre ambos, que no debía de ser buena, se deterioró todavía más a partir de ese momento. Sertorio se convirtió en seguidor de Mario y de Cinna, y entró con ambos en Roma cuando la tomaron mientras Sila partía a Grecia. A pesar de todo, no le agradó la brutal represión que presenció en esos días y, como ya comentamos, fue él quien acabó con los desmanes de los bardieos, los esclavos liberados de Mario que sembraban el terror en Roma. También mencionamos ya su participación en la guerra civil y cómo, por diferencias con Papirio Carbón y con Mario el Joven, decidió marcharse de Italia y se dirigió a Hispania. Para Sila supuso alivio, ya que Sertorio era, con diferencia, el más dotado de los generales enemigos.
Sertorio aguantó en Hispania un tiempo, hasta que el gobernador nombrado por Sila, Cayo Annio, lo expulsó de allí. Después guerreó durante algunos meses contra las tropas silanas en el norte de África.
En el año 80 unos legados lusitanos, atraídos por los éxitos y el prestigio de Sertorio, viajaron a Mauritania a pedirle que regresara a Hispania y los librara de la opresión del gobernador de la provincia Ulterior. Sertorio aceptó y, aunque al principio disponía de un ejército muy reducido que no llegaba a diez mil hombres, no tardó en cosechar victorias contra los generales que le mandaba Sila. Sus éxitos hicieron que acudieran a reforzar sus filas muchos romanos desterrados y proscritos por el dictador. Este, preocupado por aquel problema que amenazaba con crecer, nombró legado de Hispania Ulterior a un hombre de confianza, Metelo Pío.
Metelo empezó avanzando desde la Bética hasta el corazón de Lusitania, y en el camino fundó ciudades como Metellinum (la actual Medellín) o Castra Caecilia (Cáceres). Pero la táctica de guerrillas a la que recurrían los lusitanos acabó desesperándolo. Además, ya había cumplido la cincuentena y no se encontraba en muy buena forma, por lo que llevaba muy mal las penalidades de la campaña. Sertorio, que era unos años más joven y, sobre todo, se ejercitaba constantemente en marchas y combates, llegó al extremo de retarlo a un duelo singular. Metelo se negó, como era de esperar. Plutarco, que lo critica en otras cosas, le da la razón en esto porque, «como dice Teofrasto, un general debe morir como un general y no como un soldado de infantería ligera» (Sertorio, 13).
Tras dos años sin conseguir nada, Metelo acabó retirándose a Corduba en el 77, abandonando buena parte de la provincia Ulterior a su enemigo. Sertorio consiguió también el apoyo de las tribus celtíberas y avanzó hasta la Hispania Citerior, donde su legado Hirtuleyo había derrotado y dado muerte al gobernador Domicio Calvino. Allí se apoderó de centros neurálgicos como Calagurris e Ilerda (Calahorra y Lérida), y sobre todo Osca (Huesca), donde estableció su base de operaciones.
Fue en Osca donde Sertorio fundó su célebre escuela, en la que ofrecía educación romana a los hijos de la élite hispana. Los alumnos se vestían con togas y, entre otras enseñanzas, aprendían latín y griego. Al mismo tiempo, Sertorio adiestraba a sus tropas con el sistema militar romano, y las hacía desplegarse bajo sus estandartes y respetar la misma disciplina que las legiones. El hecho de que además constituyera su propio senado formado por trescientos miembros demuestra que su intención era montar una especie de Roma paralela. A decir verdad, seguía viéndose a sí mismo como representante de la legítima República que había sido derrocada por Sila.
Las victorias de Sertorio estaban convirtiéndolo en un personaje casi legendario. Contaba con una guardia personal formada por guerreros celtíberos que habían jurado protegerlo con sus vidas y no sobrevivirle después de su muerte; este voto de fidelidad a un caudillo, que sobrepasaba con mucho la relación romana entre patrono y cliente, era muy típica de las tribus galas y germanas. Para aumentar su carisma, sobre todo entre las tropas hispanas, Sertorio no dudaba en recurrir a lo sobrenatural y lo místico. Tenía una cierva blanca a la que había domesticado dándole de comer de su propia mano, y aseguraba ante sus guerreros que era un regalo de Diana la cazadora, y que la cierva le traía en ocasiones mensajes de la propia diosa.
Ese mismo año, el 77, los restos del ejército de Lépido, cincuenta y tres cohortes mandadas por Marco Perperna, llegaron a Hispania. A Perperna no le hacía ninguna gracia cederle el mando a Sertorio, pero sus propios hombres lo obligaron. En aquel momento, Sertorio se hallaba en la cumbre de su poder y dominaba toda Hispania excepto el sur, donde Metelo se encontraba prácticamente encerrado.
Convencido de que él solo no podía arreglar la situación, Metelo pidió refuerzos a Roma. Los cónsules de aquel año, Junio Bruto y Emilio Liviano, no tenían la menor intención de ir a Hispania. Pompeyo, por su parte, seguía al mando de las tropas que le habían asignado para la campaña contra Lépido y no quería desmovilizarlas, de modo que se ofreció voluntario para dirigir aquella operación.
Algunos senadores se opusieron a entregarle el mando, alegando que alguien que ni siquiera había sido cuestor no podía recibir un mando proconsular. Era una objeción absurda, puesto que Pompeyo ya había ejercido ese imperium antes. Para convencer a los demás senadores, un partidario suyo llamado Lucio Filipo se levantó e hizo un juego de palabras: Pompeyo no tenía por qué ir «como procónsul sino en lugar de los cónsules», non proconsule sed pro consulibus.
Pompeyo no entró en Hispania hasta la primavera del 76, pues tuvo que enfrentarse a tribus rebeldes en la provincia de Galia Transalpina y se vio obligado a pasar el invierno en Narbona. Pero en cuanto llegó se dirigió hacia el sur siguiendo la costa. Su intención era arrebatársela al enemigo y utilizarla como base para seguir avanzando hacia el interior. Gracias a su prestigio, muchas ciudades se pasaron a su bando. De hecho, en aquella campaña Pompeyo se las arregló, como solía hacer allí por donde pasaba, para establecer unas extensas redes de clientes que con el tiempo le resultarían muy útiles.
El primer objetivo importante de Pompeyo era Valencia. Sertorio, que se percató de ello, decidió tomar una de las ciudades que se encontraba en el camino, Lauro. Era la primera vez que estos dos generales, hasta entonces prácticamente imbatidos, iban a enfrentarse. ¿Qué podría suceder?
Cerca de la ciudad de Lauro había una colina estratégicamente situada. Tanto Pompeyo como Sertorio intentaron tomarla, pero fue este último quien se anticipó e instaló su campamento allí. Pompeyo decidió sacar partido de una situación que de entrada parecía desventajosa y se estableció al otro lado de la colina, de tal modo que el ejército de Sertorio quedara emparedado entre sus tropas y la ciudad aliada de Lauro. Tan confiado se sentía que envió emisarios para dar ánimos a los habitantes de Lauro, e incluso les sugirió que subieran a las murallas para contemplar el espectáculo de un ejército sitiador que se convertía en sitiado.
Cuando Sertorio se enteró, respondió que había llegado el momento de darle una lección al «pupilo de Sila», tal como llamaba a Pompeyo. Para su sorpresa, este descubrió que detrás de su campamento Sertorio tenía otro en el que se alojaba una fuerza más que considerable, seis mil hombres. ¿Quién había encerrado a quién?
Al comprender la situación, Pompeyo no se atrevió a abandonar su propia empalizada, pues temía verse atacado por el frente y la retaguardia a la vez. Es posible que Sertorio gozara de superioridad numérica gracias a los refuerzos de Perperna, pero la fuente que lo afirma, Orosio, a quien ya mencionamos con motivo de la guerra de Yugurta, no es excesivamente fiable.
No fue la única jugarreta que le gastó Sertorio a Pompeyo durante este asedio. En los alrededores de Lauro solo había dos zonas donde el ejército de Pompeyo podía conseguir forraje y leña, una cerca de su campamento y otra más alejada. Sertorio ordenó a sus tropas ligeras que hostigaran constantemente a los forrajeadores enemigos que acudían a la zona más próxima y que no se acercaran a la otra. Lógicamente, los hombres de Pompeyo acabaron decidiendo que merecía la pena hacer un viaje más largo para ir al área más alejada, ya que por allí no asomaban los enemigos y era mucho más segura.
Cuando el adversario picó el cebo, Sertorio envió veinte cohortes de infantería pesada y ligera más dos mil jinetes para que tendieran una emboscada en el camino. El oficial encargado, Octavio Grecino, partió por la noche y colocó en los bordes del camino a la infantería ligera hispana, un poco más atrás a la infantería pesada y aún más retiradas entre los árboles a las tropas de caballería, de modo que los relinchos de los corceles no delataran su posición.
Al día siguiente, a la tercera hora (las nueve de la mañana en horario solar), los forrajeadores de Pompeyo aparecieron de regreso, lo que sugiere que el lugar donde habían ido a buscar provisiones estaba tan lejos que habían tenido que pernoctar allí. En ese momento los hispanos de la infantería ligera de Sertorio cayeron sobre ellos, y momentos después, mientras intentaban reorganizarse, lo hicieron las demás cohortes.
Los soldados de Pompeyo emprendieron la huida, como era de esperar. Algunos de ellos lograron adelantarse, pero Sertorio había dado instrucciones de que nadie escapara con vida. Obedeciendo sus órdenes, el jefe de la caballería de los emboscados, Tarquinio Prisco, había dejado en el camino que conducía al campamento enemigo un segundo grupo de emboscados, doscientos cincuenta jinetes que sorprendieron a los fugitivos y acabaron con la mayoría de ellos.
No obstante, la noticia de la celada llegó al campamento de Pompeyo, quien rápidamente envió una legión en ayuda de sus hombres bajo el mando del legado Décimo Lelio. Al ver que este se acercaba, Tarquinio hizo tocar la orden de retirada como si renunciara a la persecución.
Era otra treta. Tras alejarse cierta distancia, todos los jinetes de Tarquinio giraron a la derecha, dieron media vuelta para rodear a la legión que venía de refuerzo y la atacaron por la retaguardia. Al mismo tiempo, las tropas pesadas de Octavio Grecino que habían tendido la emboscada avanzaron por el camino y cargaron de frente contra aquella unidad.
Esta vez Pompeyo decidió que tenía que emplear más efectivos, por lo que hizo salir prácticamente a todas sus tropas del campamento. Pero Sertorio respondió actuando de la misma manera, como si ofreciera batalla. Ante la amenaza de verse atacado por detrás mientras acudía en auxilio de los suyos, Pompeyo no tuvo más remedio que renunciar a su maniobra y contemplar impotente cómo los enemigos terminaban de aniquilar a su partida de forrajeadores y a la legión que había mandado para salvarlos.
Este primer asalto entre los dos generales «estrella», al que Frontino dedica una considerable extensión en sus Estratagemas (2.5.31), le costó a Pompeyo diez mil bajas, entre ellas la del legado Lelio, amén de perder el convoy de suministros. Aquella derrota convenció a los habitantes de Lauro de que Pompeyo no iba a ser capaz de rescatarlos, de modo que se rindieron a Sertorio. Este les perdonó la vida y les dejó marchar, pero arrasó su ciudad para acentuar la humillación de Pompeyo.
Fue una dura lección para Pompeyo, que hasta ahora se había enfrentado a rivales de segunda división. Por suerte para él, al año siguiente, Metelo consiguió derrotar a Hirtuleyo, el legado de Sertorio, cerca de Itálica, lo que equilibraba un poco las fuerzas. Él, por su parte, hizo lo propio con Perperna en las proximidades de Valencia, que cayó en su poder; esto demostraba que los subordinados de Sertorio estaban muy lejos de poseer su talento.[27]
Aquella victoria hizo confiarse a Pompeyo, que se convenció de que podía derrotar a Sertorio solo. Sin esperar a que llegara la ayuda de Metelo, decidió atacar a su adversario junto al Júcar. Se podría achacar esta conducta a su gran vanidad, pero no era el primer general romano que prefería arriesgarse a combatir con menos tropas por no compartir la gloria con otro.
Como ocurría tantas veces en estas batallas, el flanco derecho de cada ejército, donde se hallaban las mejores tropas, derrotó al ala izquierda de su rival. El resultado del combate no quedó claro, aunque Pompeyo mismo resultó herido en una pierna y es posible que perdiera más hombres que su adversario. Al día siguiente llegó Metelo con sus refuerzos, y al verse en inferioridad numérica, Sertorio se retiró de allí.
En esa misma campaña todavía se libró una gran batalla cerca de Sagunto. Tampoco fue concluyente, aunque en ella murió Memio, el mejor legado de Pompeyo, y esta vez fue Metelo quien recibió un lanzazo.
Durante el invierno del 75-74, ambos bandos solicitaron ayuda exterior. Pompeyo envió una carta al senado pidiendo refuerzos, dinero y provisiones. El tono era bastante duro y a ratos insolente, pues el general nunca fue un maestro de la diplomacia. Salustio nos transmite el texto de la misiva en uno de los fragmentos de sus Historias (2.98): «Por los dioses inmortales, ¿es que pretendéis que yo haga de tesoro público? ¿Creéis que puedo mantener a mi ejército sin grano ni pagas?». Había también algunas amenazas veladas en la carta que hicieron reaccionar al senado, y por fin se decidió enviar a Pompeyo dinero y dos legiones más.
Por su parte, Sertorio había entrado en negociaciones con un viejo conocido de los romanos, Mitrídates del Ponto. ¿Con el cruel enemigo que había hecho asesinar a ochenta mil romanos e itálicos en las Vísperas asiáticas? Pues sí, con ese mismo. No era la primera vez que facciones enfrentadas en Roma recurrían a ayuda extranjera. En la guerra civil, los enemigos de Sila se habían aliado con los samnitas a sabiendas de que estos odiaban a Roma, y de no haber sido por la victoria de Sila en la puerta Colina probablemente habrían saqueado la ciudad. El mismo Sila había firmado una paz con Mitrídates que muchos veían como un vergonzoso enjuague. Más recientemente, Domicio Ahenobarbo había pactado con el rey númida Hiarbas.
En sus negociaciones, Mitrídates se comprometió a enviar a Sertorio cuarenta naves de guerra y tres mil talentos de plata, una suma más que considerable. A cambio, Sertorio debía mandarle soldados y asesores militares y reconocer sus posesiones en Asia. Sertorio accedió a que el rey se apropiase de nuevo de Bitinia y Capadocia, pero se negó a que pusiera las manos en la provincia de Asia, ya que era propiedad de Roma desde hacía décadas, y él no se consideraba ningún traidor a su patria.
A Mitrídates le sorprendió que un hombre en la situación de Sertorio, cada vez más escaso de medios, fuera tan puntilloso. «¿Qué condiciones me pondrá si alguna vez controla Roma, si estando acorralado junto a las orillas del Atlántico pone límites a mi reino y me amenaza con la guerra si intento reconquistar Asia?», comentó. No obstante, el pacto se selló y Sertorio recibió el dinero y los barcos prometidos. A Mitrídates, que tampoco era hombre que sintiera un gran respeto por su propia palabra, le daba igual: si Sertorio conseguía que los esfuerzos de la República se concentraran en el oeste, ya le llegaría el momento de poner de nuevo sus manos sobre la provincia de Asia.
En cualquier caso, el pacto llegó demasiado tarde para Sertorio. Pompeyo y Metelo, con más recursos que el año anterior, decidieron que no tenían por qué enfrentarse en campo abierto a su enemigo y que les bastaba con desgastarlo poco a poco rindiendo sus fortalezas. Durante el año 74 lograron apoderarse de Coca, Bílbilis (Calatayud) y Segóbriga. Sertorio logró frustrar los ataques sobre Palantia (Palencia) y Calagurris, pero no dejaba de perder terreno.
Y no solo lo perdía en el campo de batalla. Su popularidad entre sus propios hombres también estaba cayendo en picado. A los elementos romanos de su ejército les molestaba que se rodeara de aquella guardia de celtíberos juramentados, como si fuera un caudillo bárbaro. Perperna, que nunca había aceptado de buen grado la autoridad de Sertorio, empezó a esparcir rumores contra él, y los rumores pronto se convirtieron en una conspiración.
Los conflictos entre romanos e hispanos no dejaban de agravarse: los primeros se dedicaban a hostigar a los segundos extorsionándolos y sometiéndolos a castigos muy duros por cualquier supuesta infracción. Como resultado, muchos pueblos y ciudades empezaron a desertar del bando de Sertorio. A estas alturas, los hispanos debían comprender ya que sus objetivos no eran los mismos. Ellos querían librarse del yugo de Roma, mientras que Sertorio, aunque algunos historiadores lo hayan presentado como un adalid de la independencia de Hispania, seguía siendo un romano que luchaba por cambiar el gobierno de la República, no por liberar de su imperio a ningún pueblo.
En las campañas de los años 73 y 72, Sertorio siguió perdiendo ciudades y territorios ante el avance de Pompeyo y Metelo. En cuanto a las deserciones de sus aliados, que le dolían todavía más, trató de reprimirlas con una brutalidad que hasta entonces no había empleado, y llegó hasta el punto de ejecutar a algunos jóvenes que se educaban en su academia de Osca y a vender como esclavos a otros en represalia por supuestas faltas cometidas por sus padres.
Su buena estrella lo había abandonado. Sertorio se sentía cada vez más desesperado, pues comprendía finalmente que la suya era una causa perdida. Según Apiano, para evadirse pasaba el tiempo en banquetes, refugiándose en la bebida y en el sexo cuando hasta entonces había sido un hombre frugal y moderado.
En uno de esos banquetes, Perperna y otros nueve conjurados aprovecharon el momento en que su general y sus guardaespaldas estaban más ebrios y lo asesinaron. Es posible que en esta conspiración influyera el hecho de que Metelo Pío, imitando el ejemplo de su padre con Yugurta, había ofrecido una gran recompensa a quien le trajera la cabeza de Sertorio.
La muerte de Sertorio provocó que muchos de sus partidarios abandonaran definitivamente la lucha. Perperna, en cambio, se empeñó en resistir ahora que por fin podía ostentar el mando supremo. Pero pocos estaban dispuestos a seguirlo, y en la primera batalla que libró fue derrotado y capturado por Pompeyo. Para salvarse de la ejecución, Perperna le ofreció cartas y documentos secretos de Sertorio que supuestamente demostraban que tenía un buen número de cómplices en Roma. Pompeyo, pensando que aquella información podría avivar otra vez la discordia en la ciudad, los quemó todos y ordenó matar a Perperna.
Con la muerte de Sertorio la guerra civil terminaba por fin, diez años después del desembarco de Sila en Italia. Tras su larga estancia en Hispania, Metelo Pío regresó a Roma para celebrar su triunfo.
Pompeyo, por el contrario, se quedó unos meses allí. Tras someter los últimos focos de resistencia indígena de la provincia Citerior, abandonó su papel de general duro y adoptó el de conciliador, gracias a lo cual aumentó su prestigio y su influencia en la península. Amén de fundar varias ciudades, como Pompaelo (Pamplona), firmó pactos de clientela con los principales caudillos de las tribus que le habían sido fieles, y a cambio los recompensó con tierras y ampliándoles las fronteras.
Los cónsules de ese año, además, presentaron la lex Gellia Cornelia que permitía a Pompeyo otorgar la ciudadanía romana, si lo consideraba oportuno, a aquellos hispanos que hubieran luchado a su lado contra Sertorio. Pompeyo usó esta ley con generosidad, lo que le ganó muchos más partidarios, algo que se puede atestiguar en las inscripciones posteriores, donde el nombre «Pompeyo» aparece muchas veces, ya que los nuevos ciudadanos adoptaban el nombre de su benefactor.
Pompeyo, como se demostraría más tarde, no era un gran orador ni se sentía a gusto en los debates del senado. Sin embargo, maniobrando sobre el terreno no había otro como él. Cuando dejó Hispania en la primavera del año 71, sabía que aquel vasto país se había convertido en su territorio particular, y así se demostró más de veinte años después cuando estalló la segunda guerra civil de Roma.
Mientras Pompeyo se dedicaba a sembrar para su propio futuro, los campos de Italia sufrían la devastación de un ejército enemigo. En este caso no venía del norte, sino que había surgido en la misma Italia, prácticamente del suelo, pues eran los esclavos que trabajaban los campos quienes se habían rebelado. Pero el núcleo de aquella revuelta tenía su origen en unos hombres que manejaban las armas, aunque no para servir a la República sino para divertir a sus ciudadanos. Eran gladiadores, y su líder, por supuesto, no era otro que Espartaco.
LA REVUELTA DE ESPARTACO
Espartaco, uno de los personajes más famosos de la historia de Roma y todo un símbolo, era de origen tracio. Probablemente había nacido en una tribu conocida como los medos (el nombre coincide con el de un importante pueblo iranio, pero es pura casualidad), que habitaba en la zona montañosa situada entre el sur de Bulgaria y el norte de Grecia. Como era habitual en las tierras altas, Espartaco empezó dedicándose al pastoreo, pero cuando surgía la ocasión combinaba esa actividad con incursiones en las llanuras, lo que lo familiarizó con las armas.
Hasta aquí, su historia recuerda mucho a la de Viriato. Pero en una de esas razias, Espartaco fue capturado por los romanos. Al menos, así lo cuenta Apiano. Según el relato de Floro (3.20) las cosas ocurrieron de forma diferente: Espartaco fue primero mercenario, después se alistó como soldado auxiliar de las legiones romanas, más tarde desertó y por fin fue apresado. En cualquier caso, ambas versiones terminan igual: al observar que poseía una gran fuerza física y una sorprendente habilidad con las armas, sus captores decidieron convertirlo no en un esclavo sin más, sino en gladiador.
Los juegos de gladiadores constituyen uno de los aspectos más polémicos de la civilización romana, y también de los más populares gracias a películas, novelas y en los últimos tiempos una serie de televisión protagonizada precisamente por Espartaco.
Los romanos creían que estos espectáculos, como tantos otros elementos de su cultura, eran una herencia de los etruscos. El primer combate de este tipo que se celebró en Roma fue organizado por Décimo Junio Pera como homenaje a su padre fallecido, y consistió en una pelea entre tres parejas de esclavos en el Foro Boario. De alguna forma, se trataba de un sustituto de los sacrificios humanos que muchos pueblos antiguos ofrecían a los muertos. Estos se alimentaban de sangre, como se ve en la escena de la Odisea en que Ulises visita el reino de Hades y usa la sangre para convocar a los espíritus;[28] pero en ocasiones los difuntos no se conformaban con la de ovejas o cabras, sino que exigían beber la que corría por venas humanas.
La diferencia entre un sacrificio y un combate de gladiadores estribaba en que en el segundo no se sabía con seguridad cuál de los luchadores iba a morir y cuál iba a sobrevivir. Al principio, estos duelos eran más un ritual religioso que un espectáculo; pero ese elemento de emoción e incertidumbre prendió entre los romanos, que empezaron a apretujarse en el Foro Boario para presenciar las peleas y cruzar apuestas entre ellos.
En el siglo I a.C., los munera o juegos de gladiadores se habían popularizado tanto que muy pocos recordaban ya sus orígenes religiosos, y se celebraban por toda Italia. En esta época todavía no existía la amplia variedad de armas que exhibirían los luchadores en época imperial, y la mayoría combatían empuñando una simple espada, el gladius, que les daba su nombre.
Entre los gladiadores había muchos esclavos, prisioneros de guerra y criminales. Pero también se encontraban hombres libres que mediante el juramento conocido como auctoramentum gladiatorium renunciaban a sus derechos cívicos para huir de condiciones de vida precarias, por alcanzar la gloria o por cualquier otra razón (en época imperial hubo incluso miembros del orden senatorial que se hicieron gladiadores). Todos ellos entrenaban en escuelas llamadas ludi, a las órdenes de un empresario y adiestrados por veteranos conocidos como lanistae y también como doctores.
Puesto que los gladiadores suponían una inversión cara, no era aconsejable ni habitual que en cada pelea muriera el perdedor, de modo que había en sus duelos algo de danza ensayada. Cuando uno de los dos contendientes caía y no quería seguir combatiendo, levantaba desde el suelo el índice de su mano izquierda en señal de rendición. Quien decidía si vivía o moría era el magistrado que presidía los juegos, aunque solía atender a la opinión del público. Un pulgar extendido hacia arriba —pollicem vertere—, aunque nos parezca antiintuitivo, era un gesto de desaprobación y significaba que el perdedor debía morir. Juntar el pulgar con el índice quería decir lo contrario, y extenderlo hacia abajo era una indicación para que el vencedor dejase caer la espada sin matar a su rival. En ocasiones, el público actuaba como en las plazas de toros y agitaba trapos o pañuelos para pedir clemencia por el gladiador caído.
Hablando de toros, es inevitable pensar en festejos actuales leyendo esta inscripción encontrada en Pompeya:
LA BANDA DE GLADIADORES DEL EDIL AULO SUETIO CERTO
LUCHARÁ EN POMPEYA LA VÍSPERA DE LAS KALENDAS DE JUNIO
[31 de mayo]. HABRÁ CAZA DE BESTIAS SALVAJES Y TOLDOS.
En el caso de Espartaco, él pertenecía al ludus de Léntulo Batiato, en la ciudad de Capua. En esa escuela había gladiadores de dos grupos étnicos principales, galos y tracios. Espartaco, como hemos visto, pertenecía a los últimos, aunque Plutarco señala que por su cultura y su inteligencia era más griego que tracio. El mismo autor relata que, cuando lo llevaron a Roma para ser vendido junto a su mujer, una serpiente se enroscó alrededor de su cabeza. Su esposa, que tenía arrebatos místicos de profetisa, interpretó aquello como señal de que Espartaco llegaría a detentar un poder grande y terrible que le traería buena suerte.[29]
Las condiciones en el ludus de Batiato eran extremadamente duras. De todos modos, tiene lógica que los gladiadores estuvieran tan vigilados como en una cárcel, ya que eran hombres peligrosos y en esa escuela había más de doscientos.
El problema que no parecía captar ni Batiato ni nadie en la comarca era que ese grupo de prisioneros expertos en manejar armas se hallaba en el corazón de un territorio donde había cientos de miles de esclavos. La mayoría de ellos trabajaban en el campo, el destino más duro después de las minas. Si en el siglo II, como ya comentamos en el capítulo de los hermanos Graco, existía la tendencia a concentrar propiedades agrícolas y a explotarlas con mano de obra esclava, dicha tendencia se había acentuado durante el siglo I. Eso significaba que los gladiadores del ludus de Batiato eran como una mecha extendida sobre un enorme barril de pólvora.
Solo hacía falta que alguien la encendiera. Y ese alguien, por supuesto, fue Espartaco.
No debemos pensar que Espartaco tomó conciencia de repente de la explotación que sufrían los esclavos como colectivo. Tampoco sería apropiado describirlo como un representante genuino del antiguo proletariado, tal como hizo Marx en una carta donde comentaba a Engels Las guerras civiles de Apiano. Como la mayoría de la gente en la Antigüedad, Espartaco no se planteaba abolir la esclavitud, y de hecho su ejército hizo sus propios esclavos. Lo que anhelaba personalmente, como casi todos los que sufrían aquel terrible destino, era conseguir su libertad y la de sus allegados y mejorar sus condiciones de vida.
La revuelta estalló en el año 73. Espartaco había planeado escapar con los doscientos internos del ludus, pero su plan fue descubierto y se vieron obligados a apresurar la huida. Tan solo setenta y ocho gladiadores lograron salir del recinto. Tras asaltar una taberna, se apoderaron de los cuchillos y los espetones. Eran armas más que peligrosas en manos de tipos entrenados, y con ellas consiguieron librarse de los guardianes de las puertas de Capua y huir de la ciudad. En el camino, se encontraron por azar con unas carretas en las que transportaban armas para otro ludus. Aprovechando el golpe de suerte, se apoderaron de ellas y se alejaron de la ciudad.
El lugar que escogieron para establecer su campamento no podía ser más espectacular: el cráter del monte Vesubio, del que en aquella época se ignoraba que era un volcán. Allí eligieron a otros dos gladiadores de origen celta o germano como lugartenientes de Espartaco. Sus nombres eran Crixo y Enomao.
Pronto corrió la voz y empezaron a unírseles más esclavos, e incluso jornaleros libres de las fincas cercanas. Usando como base el Vesubio, la banda de Espartaco se dedicó a saquear los alrededores.
Al enterarse, el pretor Claudio Glabro reunió a toda prisa una fuerza de tres mil hombres. No se trataba de legionarios con experiencia, sino de una especie de milicia: los romanos no veían aquel conflicto como una guerra sino como una revuelta de esclavos que había que reprimir, pero de la que no se podía sacar gloria ninguna.
Glabro intentó asediar a los hombres de Espartaco para que no pudieran salir del volcán. Pero con sus tres mil soldados no podía cubrir toda la falda, de modo que dejó sin vigilancia una ladera tan escarpada que parecía imposible bajar por ella. Los rebeldes trenzaron escalas usando parras silvestres y con ellas descendieron por un tramo de pared prácticamente vertical. Cuando llegaron a la base, un compañero que se había quedado arriba les arrojó las armas. Con ellas, bajaron el resto de la ladera y atacaron por la espalda a los hombres de Glabro, a los que derrotaron con facilidad.
Al apoderarse del campamento del pretor, Espartaco y sus hombres consiguieron armas suficientes para equiparse como un pequeño ejército. La noticia de su victoria se propagó, y acudieron a unirse a ellos cada vez más seguidores. Pronto se convirtieron en miles, y después en decenas de miles, hasta que a finales del año 73 Espartaco acaudillaba un auténtico ejército de cuarenta mil hombres.
Con esas improvisadas tropas, Espartaco se dedicó a saquear toda la región de Campania, incluidas ciudades como Nola y Nuceria. Un segundo pretor, Publio Varinio, acudió a detenerlo. En esta ocasión, llevaba dos legiones, pero seguían estando formadas por soldados bisoños.
Espartaco se burló de él con un truco que explica Frontino en sus Estratagemas (1.5.22). El tracio plantó ante la puerta de su propio campamento estacas separadas por pequeños intervalos, y apoyó en ellas cadáveres vestidos y armados para que de lejos parecieran centinelas. Mientras en el campamento seguían ardiendo cientos de antorchas y hogueras como si no pasara nada, él y sus hombres abandonaron el lugar en silencio amparándose en la oscuridad.
Después de aquello, Varinio volvió a enfrentarse a Espartaco en Lucania. El resultado fue una derrota humillante en la que el pretor perdió el caballo y las insignias de su mando. El éxito de los rebeldes atrajo todavía a más fugitivos, de manera que a principios de 72 sus fuerzas ascendían a setenta mil hombres.
Pronto surgieron diferencias en el seno de su ejército. A esas alturas, Enomao había muerto en combate, y Crixo se separó del grueso del ejército llevándose consigo a treinta mil guerreros celtas y germanos. El pretor Quinto Arrio le dio alcance y lo derrotó junto al monte Gargano. En la batalla perecieron Crixo y dos tercios de sus seguidores.
Espartaco, mientras tanto, se dirigió al Piceno, en la costa noreste de Italia. Allí supo que al norte del río Po lo aguardaba un ejército consular mandado por Cornelio Léntulo, mientras que por el sur le seguía los pasos el otro cónsul, Gelio Publícola. El tracio, demostrando su talento como general, los derrotó a ambos en dos batallas sucesivas. Después, con justiciera ironía, obligó a trescientos prisioneros romanos a combatir entre ellos como gladiadores delante de una pira funeraria encendida en honor de Crixo.
La intención original de Espartaco era viajar al norte, cruzar los Alpes y luego dividirse por contingentes tribales, unos hacia la Galia —que todavía no estaba sojuzgada por los romanos— y otros, incluido él, a Tracia. Allí habría podido vivir en libertad con su esposa, que lo había acompañado en la huida.
Sin embargo, la mayoría de los rebeldes prefería seguir saqueando las fértiles tierras de Italia en lugar de emprender el largo camino al frío y brumoso norte. Al fin y al cabo, acababan de vencer a dos ejércitos consulares. ¿Quién se les podía oponer mientras los mandara Espartaco, un líder carismático y un genio de la estrategia?
Ese mismo año, Espartaco todavía consiguió otras dos victorias. Después, como sus hombres se negaban a proseguir hacia el norte, tomó de nuevo el camino del sur. Allí, entre el tacón y la punta de la bota, se apoderaron de la ciudad de Turios.
En Roma los senadores, como es lógico, veían la situación cada vez más preocupados. La Guerra Servil de Sicilia había supuesto un problema grave, pero lo de Espartaco era mucho peor: tenían a aquel criminal en Italia, campando a sus anchas, y en cualquier momento podía decidir atacar la misma urbe.
Nadie quería presentarse voluntario como general para combatir contra Espartaco, que había demostrado su valía humillando a pretores y cónsules. Por otra parte, si alguien conseguía vencerlo, únicamente podría alardear de haber sometido a una horda de esclavos, algo que se daba por descontado. Para colmo, los mejores generales de Roma se hallaban combatiendo en otros escenarios: Pompeyo y Metelo Pío guerreaban en Hispania contra Sertorio, y Lúculo en Asia contra Mitrídates.
En aquella difícil tesitura el único que dio un paso al frente fue Marco Licinio Craso. A esas alturas, Craso era considerado el hombre más rico de Roma. Parte de su fortuna la había amasado durante las proscripciones de Sila, confiscando las propiedades de los hombres asesinados. Su abanico de negocios, no obstante, era amplio: explotaba minas de plata, adquiría fincas y también compraba esclavos especializados cuyo trabajo era muy valorado, como orfebres, escribas o gramáticos.
Una de sus maneras de enriquecerse demuestra que Craso era un hombre con tanto ingenio como pocos escrúpulos. Había reunido un pequeño ejército de quinientos esclavos, arquitectos y albañiles. Cuando se declaraba un incendio en un bloque de pisos, Craso acudía a toda prisa y compraba a precio de ganga no solo la insula en llamas, sino también los edificios aledaños, cuyos dueños temían que el fuego se propagase y redujese sus propiedades a la nada. Solo entonces enviaba a sus quinientos operarios a extinguir el incendio. Normalmente lo hacían derrumbando el edificio donde había empezado el fuego, con lo cual Craso se quedaba con el solar y con los bloques circundantes, prácticamente intactos. Por supuesto, el alquiler que pasaba a los inquilinos era más alto que el que cobraban los anteriores caseros.
Este mismo Craso, el hombre que aseguraba que nadie podía llamarse a sí mismo rico hasta que no fuera capaz de pagarse su propio ejército, fue quien se hizo cargo de la guerra contra Espartaco en el año 71. Una vez nombrado pretor, reclutó seis legiones y se dirigió con ellas hacia el Piceno, por donde andaban haciendo correrías los gladiadores. Al acercarse al teatro de la guerra, añadió a esas seis legiones otras dos, los restos de los ejércitos consulares del 72.
Una de las primeras medidas que tomó Craso fue restaurar la disciplina en las unidades desmoralizadas que había heredado de los cónsules anteriores. Para ello, escogió a quinientos soldados y los dividió en cincuenta grupos de diez. Después, los hombres de cada uno de estos grupos tuvieron que elegir por sorteo a uno de ellos y lo mataron a golpes. Puesto que con este atroz castigo moría uno de cada diez hombres, era conocido con el nombre de decimatio, «acción de diezmar».[30] Pero Craso consiguió lo que pretendía: los legionarios que servían bajo su estandarte comprendieron que debían temerlo más a él que al enemigo. Desde entonces reinó una disciplina de acero y a nadie se le pasó por la cabeza abandonar el puesto o arrojar las armas ante el enemigo.
A partir de ese momento, las tornas empezaron a cambiar. Craso tal vez no fuese un estratega tan brillante como su antiguo mentor Sila o incluso como Pompeyo, pero sí un jefe metódico, persistente y, sobre todo, absolutamente implacable. En primer lugar, derrotó a diez mil rebeldes que habían acampado separados del grueso de las fuerzas de Espartaco. Después marchó contra este y lo venció en campo abierto.
Por primera vez, el gladiador tracio había sufrido una derrota como general. Sin embargo, no fue aplastante, ya que pudo retirarse con casi todas sus tropas. Espartaco comprendió enseguida que ahora se las tenía con un rival mucho más peligroso que los anteriores, y decidió que lo mejor era abandonar Italia cuanto antes. Así pues, se dirigió con sus rebeldes a Regio, en la punta de la bota italiana, donde tenía Sicilia a la vista. La gran isla parecía un lugar excelente para instalarse: allí había buen clima, tierras fértiles que saquear y decenas de miles de esclavos que en el pasado ya se habían sublevado dos veces contra sus amos.
Para empezar, Espartaco planeó llevar dos mil hombres a Sicilia como núcleo de una nueva rebelión. Puesto que ellos no tenían barcos, se encargarían de transportarlos unos piratas cilicios con los que había contactado previamente. Para su desgracia, los piratas no se presentaron en la fecha convenida, aunque ya habían cobrado por adelantado. ¿Los había sobornado Craso con sus ingentes riquezas? Es una hipótesis verosímil.
Mientras tanto, Craso había cercado a los rebeldes en la punta de la bota con zanjas, terraplenes y empalizadas que se extendían más de cincuenta kilómetros. Si a sus soldados les pareció un trabajo duro, nadie se atrevió a rechistar.
Cuando los sublevados empezaron a quedarse sin provisiones, intentaron abrirse paso luchando. Pero en dos enfrentamientos consecutivos, Espartaco perdió doce mil hombres. A partir de ese momento, el gladiador tracio lanzó ataques más limitados en puntos dispersos como maniobras de distracción. Por fin, aprovechando una noche de tormenta, sus hombres rellenaron la zanja en una zona con troncos y ramas y treparon a la empalizada. De este modo, consiguieron escapar y huyeron hacia Brindisi, en el tacón de la bota.
Según Plutarco, a estas alturas, Craso había escrito al senado para solicitar que hicieran venir a Pompeyo desde Hispania y a Lúculo desde Tracia (no se trataba del Lúculo que estaba guerreando contra Mitrídates, sino de su hermano Marco).
Conociendo al personaje, resulta difícil de creer. Como buen general romano, Craso prefería quedarse la gloria para sí y no compartirla con nadie más. Además, la campaña contra aquellos esclavos, aunque fuese difícil, estaba empezando a rendir frutos. Por eso quería acabar con ella antes de que llegaran Pompeyo y Lúculo, a quienes seguramente avisaron otros senadores y no el propio Craso.
Los últimos reveses habían minado tanto el prestigio de Espartaco que estalló un motín entre sus tropas. Treinta mil galos eligieron como líderes a dos hombres llamados Gránico y Casto y se dirigieron por su cuenta a Lucania. Allí Craso los sorprendió junto a un lago del que se contaba que sus aguas eran a veces saladas y a veces salobres (Plutarco, Craso, 11). Los romanos derrotaron a los rebeldes y si no los masacraron del todo fue porque Espartaco apareció a tiempo de proteger a los que huían. Aparte de la victoria, Craso logró recuperar las águilas y las fasces que los esclavos habían arrebatado a los romanos en anteriores batallas.
Espartaco demostró que todavía no estaba acabado, pues consiguió vencer a un ejército mandado por el cuestor Tremelio Escrofas. Después de eso, sabiendo que venían refuerzos, intentó entrar en tratos con Craso. Fue en vano: los romanos jamás negociarían con esclavos. Aquella rebelión tenía que ser aplastada de forma tan brutal que jamás se volviera a repetir.
Espartaco se dirigió entonces a Brindisi con la intención de embarcar hacia el norte del Adriático y regresar a Tracia. Pero cuando le informaron de que las legiones de Lúculo acababan de desembarcar allí, dio media vuelta. Al llegar cerca del río Silaro, se encontró con el ejército de Craso, que venía tras sus talones.
A estas alturas, Espartaco sospechaba que se encontraba ante su última batalla. Los números debían de estar parejos, unos cuarenta mil hombres por cada bando, pero los soldados de Craso poseían mucha más moral y experiencia que los ejércitos a los que el tracio había derrotado durante los dos primeros años de campaña.
Para demostrar que su destino se hallaba indisolublemente unido al de sus compañeros en aquella larga aventura y que triunfaría o moriría con ellos, Espartaco desmontó de su caballo y lo mató delante de todos. «Si vencemos, nos apoderaremos de los caballos del enemigo. Si perdemos, no quiero tener montura».
No existen descripciones detalladas de la batalla. Sabemos que Espartaco intentó abrirse paso hasta Craso para batirse con él y que en el camino logró matar a dos centuriones. Considerando que los centuriones eran la élite guerrera de los legionarios, no fue pequeña gesta. En ese momento, un pilum lo hirió en el muslo y tuvo que doblar la rodilla, pero siguió luchando. Por fin, cuando hasta el último de los compañeros que lo rodeaban hubo caído, Espartaco se vio rodeado por una multitud de enemigos y pereció. Su muerte terminó de cambiar el curso de la batalla, que culminó en una rotunda victoria para las tropas de Craso.
El desprecio que sentían los romanos por aquella horda de seres a los que consideraban más animales que personas se mezclaba con cierta admiración a regañadientes. Como señala Floro, los rebeldes «alcanzaron un fin digno de hombres, luchando a muerte y sin rendición, como corresponde a quienes combatían a las órdenes de un gladiador. El propio Espartaco murió combatiendo con extremo valor en la primera línea, como corresponde a un general» (3.2).
Curiosamente, el cadáver de Espartaco nunca apareció.
Los romanos pensaban que aquello no debía volver a repetirse. Por eso, no bastaba con devolver a los prisioneros a la esclavitud. Como ejemplo para todos aquellos que albergaran planes de escapar de sus amos en el futuro, Craso hizo crucificar a los seis mil supervivientes a lo largo de la vía Apia, entre Capua y Roma. Durante días, aquellos infortunados agonizaron a la intemperie de treinta en treinta metros, como siniestras farolas que alumbraran la calzada. Sin duda, un espectáculo tétrico, que Stanley Kubrick adaptó a su magistral manera al final de su película Espartaco.
El resultado final de esta guerra le dejó un sabor amargo a Craso. Un contingente de cinco mil rebeldes huyó hacia el norte, donde se encontraron con el ejército de Pompeyo. Este los barrió del mapa sin despeinarse. Después escribió al senado en su habitual tono pomposo para decir que, si bien Craso había vencido a los esclavos fugitivos en una brillante batalla, era él quien había extirpado las raíces de la rebelión.
Espartaco había derrotado a los romanos hasta nueve veces en campo abierto. De todos modos, su hueste de desclasados no se consideraba un enemigo de bastante categoría como para otorgar un triunfo. Mientras que Pompeyo celebraba con gran pompa su victoria sobre Sertorio en Hispania, Craso se tuvo que contentar con el triunfo de segunda categoría conocido como ovatio, «ovación».
El hecho de que Pompeyo no se conformara con sus victorias hispanas y tratara de robarle a Craso parte del mérito abrió una brecha entre los dos hombres, que en realidad nunca se habían llevado bien. No obstante, eran los héroes del momento, y los votantes lo reconocieron eligiéndolos como cónsules para el año 70. Pompeyo, con treinta y seis años, seguía sin tener la edad exigida por las normas que había reforzado Sila, pero ¿qué más daba otra irregularidad en su carrera?
Por intereses diversos, Pompeyo y Craso tuvieron que olvidar su antipatía mutua y aunar fuerzas en más de una ocasión. No tardaría mucho en acercarse a ellos un patricio de treinta años que empezaba a conquistar cierta notoriedad, pero de quien nadie podía sospechar aún que llegaría tan lejos.
Por supuesto, hablamos de Julio César. Y a estas horas creo que ha llegado el momento de presentárselo a los lectores.