III

LOS HERMANOS GRACO

LA NUEVA RIQUEZA Y LOS CAMBIOS SOCIALES

Por fin, en el año 133, había caído Numancia. Hispania seguiría dando quebraderos de cabeza, pero ya no sería el foco principal de preocupaciones para el senado y el pueblo romanos.

Ese mismo año ocurrieron muchas otras cosas. Una de ellas, que la influencia que desde hacía tiempo poseía la República en la costa de la actual Turquía, que por aquel entonces se conocía como Asia Menor, se convirtió en una posesión mucho más concreta.

Uno de los reinos más opulentos de aquella zona era Pérgamo, heredero del efímero imperio de Alejandro Magno. También era de los aliados más fieles de la República, pues su rey, Átalo I, ya había ayudado a Roma en la Primera Guerra Macedónica. Gracias a ese apoyo, Pérgamo había aumentado sus dominios hasta convertirse en el estado más extenso de la península de Anatolia.

El último soberano de la dinastía gobernante se llamó Átalo, el tercero de su nombre, y era un personaje muy peculiar. Fue conocido con el sobrenombre de Filométor, «amante de su madre», y mucho debía amarla, porque cuando ella falleció culpó de su muerte a sus amigos y parientes e hizo asesinar a un buen número de ellos. Después se retiró de la vida pública, dejándose crecer la barba y el cabello como si fuera un reo, y dedicó todo su tiempo a cultivar su jardín y a modelar figuras en cera que luego convertía en vaciados de bronce. Según Justino, hacía esto como si hubiera enloquecido[4] porque lo acosaban los manes, los espíritus de aquellos a quienes había asesinado. Pero da que pensar si su problema mental no vendría de antes y sería la causa y no la consecuencia de aquellos crímenes.

Finalmente, Átalo decidió levantar una estatua en honor de su madre. Lo hizo al aire libre y con una dedicación tan obsesiva que pilló una terrible insolación y murió siete días después. No tenía hijos. Como este misántropo había liquidado a muchos de sus parientes y con los que quedaban vivos no debía de llevarse bien, en su testamento le legó el reino entero a la República de Roma.

Y eso ocurrió, como decíamos, precisamente en el año 133, fecha muy señalada en la historia romana.

La herencia de Átalo incluía una gran cantidad de dinero, que se sumó al caudal que entraba en Roma sin cesar. La República recibía todos los años tributos de las provincias, que se sumaban a los ingresos obtenidos de las minas, sobre todo en Hispania. Además, gracias a los conflictos armados, obtenía indemnizaciones de guerra, y también cuantiosos botines y tesoros que iban a parar en parte al bolsillo de los generales y sus soldados y en parte el erario público. Al final, de un modo u otro, todo aquel río de oro y plata acababa desembocando en Roma. Hasta tal punto habían aumentado las riquezas de la República que desde 167 los ciudadanos dejaron de pagar el tributum, un impuesto directo que el Estado les exigía casi todos los años.

El ejemplo del tributum puede hacer pensar que toda la población de Roma se benefició de las conquistas. Pero suele ocurrir que, cuando una sociedad se enriquece con mucha rapidez, no lo hace de forma equilibrada, y a menudo las diferencias entre los más ricos y los más pobres se disparan.

¿Sucedió algo así en Roma? Todo indica que sí.

Los romanos seguían mirando con devoción su prestigioso pasado, la época fundacional de la República, cuando personajes como el cónsul y dictador Cincinato labraban la tierra con sus propias manos.

Esta unión con la tierra seguía existiendo. La obsesión que hoy tenemos con poseer una casa era más primordial en el caso de los romanos, que querían sentir cómo sus pies se clavaban directamente en el suelo con profundas raíces. Por eso sus legiones las componían pequeños propietarios, dispuestos a defender con sangre la tierra de la que vivían y en la que cuando morían eran enterrados. Esto último era sumamente importante para ellos: cuando luchaban contra un invasor, sus generales los exhortaban a defender las tumbas de sus antepasados. También los santuarios, que para los antiguos eran puntos clave, poseedores de una especie de energía mística que emanaba de las profundidades.

Por eso, la tierra siempre había sido un signo de diferenciación social. En los primeros tiempos de la República, la riqueza de un ciudadano se medía en iugera o yugadas, la extensión de terreno que una yunta de bueyes podía arar en un día y que equivalía a un cuarto de hectárea o veinticinco mil metros cuadrados. En aquella época, el ideal de un hombre era bastarse para mantener a su familia. Lo que se producía en sus tierras lo consumían los suyos y el grano sobrante lo almacenaban para los malos tiempos. El campesino y sus hijos fabricaban la mayoría de sus herramientas y las mujeres de la familia tejían la ropa, en una economía autárquica.

Pero las cosas ya habían empezado a cambiar en el siglo III, y ahora las conquistas masivas del siglo II aceleraron las transformaciones. Existía una ingente cantidad de monedas en circulación, dinero que caía sobre todo en manos de la élite. ¿En qué podía emplearse tanta liquidez? La mentalidad de los nobles romanos seguía siendo muy tradicional, así que la inversión más honrosa y segura era la tierra.

Después de la guerra contra Aníbal había abundancia de terrenos para comprar. Muchos habían quedado desocupados porque sus dueños habían muerto combatiendo. Otros habían sufrido años de devastación y, debido a los incendios y el abandono, habían quedado prácticamente inutilizables. Para recuperarlos hacía falta invertir un dinero que los pequeños propietarios no tenían. O bien se rendían, vendían sus parcelas a vecinos más ricos y emigraban a la ciudad, o aguantaban un tiempo endeudándose y al final, cuando no podían pagar, perdían sus tierras. Por último, estaban las tierras comunales, el ager publicus, sobre el que hablaremos un poco más adelante.

Poco a poco se fueron aglutinando propiedades más extensas, sobre todo en el sur de Italia y en las zonas más llanas del centro. No se trataba de latifundios muy amplios, pues no solían superar las cien hectáreas. Pero sus dueños poseían muchas de estas fincas repartidas por diversos lugares, lo que los convertía por acumulación en grandes terratenientes. Puesto que les era imposible atender todas sus parcelas y además pasaban la mayor parte del tiempo en Roma dedicados a la política, dejaban su explotación en manos de personal especializado.

Ese fue otro cambio que perjudicó a los pequeños propietarios. Por el contacto con los griegos, tanto en el sur de Italia como en los reinos helenísticos, los romanos descubrieron nuevos métodos de explotación. En lugar de diversificar produciendo cereales, legumbres y pasto a la vez para ser autosuficientes, aprendieron a concentrar sus esfuerzos en los cultivos más rentables. La idea era producir excedentes, venderlos y seguir enriqueciéndose. Pero eso solo podían hacerlo personas acomodadas que tenían dinero suficiente para invertir.

Quien mejor explicó los nuevos métodos fue Catón el Censor en su obra Sobre la agricultura. No deja de ser curioso, porque Catón se consideraba el depositario de las auténticas tradiciones de la República. Seguramente, si alguien le hubiese dicho que él mismo estaba contribuyendo a cargarse esas tradiciones, se habría llevado las manos a la cabeza escandalizado.

Su tratado estaba dirigido a aquellos medianos propietarios que querían enriquecerse con la agricultura. Una actividad honrada, no como la odiosa usura, y de la que «provienen los hombres más valientes y los soldados más fuertes».

Catón aconsejaba al terrateniente adquirir fincas cerca de buenas vías de comunicación para poder vender fuera sus productos. Lo mejor era concentrarse en la vid y el olivo, que ofrecían más beneficios, aun manteniendo pequeñas parcelas de cereales para no tener que adquirirlos fuera. El ideal de Catón se resumía en esta frase: «Conviene que el paterfamilias sea vendedor y no comprador».

Para que la propiedad fuera más rentable, había que explotarla con trabajadores que costaran lo menos posible. ¿A quiénes recurrían los terratenientes, tanto en la obra de Catón como en el campo real?

A los esclavos.

Esclavos habían existido siempre en Roma, pero en un número reducido. Fue a partir de la Segunda Guerra Púnica cuando inundaron Italia. Las guerras de conquista ofrecían el mayor suministro de esta mano de obra barata: entre el año 200 y el 150 se calcula que doscientos cincuenta mil prisioneros de guerra fueron vendidos como esclavos. Por sí solo Emilio Paulo, el vencedor de Pidna, esclavizó a ciento cincuenta mil personas en el Epiro en el año 168.

Había otras fuentes para conseguir siervos. Los vernae o hijos de esclavos también lo eran por nacimiento, al igual que los niños a los que sus padres vendían o abandonaban. Además, estaban aquellas personas que se convertían en esclavos por no poder pagar sus deudas. También hay que contar con los que caían en manos de piratas, una plaga endémica en el Mediterráneo oriental.[5] Precisamente allí, merced a la piratería, se hallaba el mayor mercado de carne humana, la isla de Delos, donde cada día se hacían transacciones de miles de esclavos, lo cual había dado origen a un dicho: «Mercader, desembarca y descarga, que ya se ha vendido todo lo que había».

Se daba el caso, incluso, de quienes se vendían a sí mismos como esclavos. ¿Cómo podía ocurrir algo así? Algunas personas se encontraban en situación desesperada, y gracias a la servidumbre conseguían al menos comida, ropa y un techo donde dormir. Los criados domésticos eran considerados parte de la familia y, según el talante de los dueños, podían recibir un trato humano. Por otra parte, los que trabajaban como artesanos especializados gozaban de mejores condiciones, retenían parte del fruto de su trabajo y podían llegar a comprar su libertad.

El trato que recibía un esclavo dependía, básicamente, del precio que se hubiera pagado por él. El récord lo marcó Lutacio Dafnis, un gramático que costó setecientos cincuenta mil sestercios, un dineral que habría servido para pagar el sueldo de un año a mil quinientos legionarios.

El precio para un esclavo destinado a la agricultura era mucho más bajo, entre mil y dos mil sestercios. Las condiciones en el campo resultaban muy duras, tanto que el único lugar peor eran las minas.

La mayoría de las fincas romanas tenían unas cárceles llamadas ergastula, a menudo subterráneas y apenas iluminadas por estrechas troneras. Era allí donde los amos o más a menudo los capataces encerraban y encadenaban a los esclavos remisos o desobedientes.

En realidad, para el dueño de una finca sus siervos eran simple maquinaria agrícola. Así lo demuestra Catón en su obra cuando calcula con precisión cuánto hay que gastarse en vestir y dar de comer a un esclavo y cuánto tiempo debe descansar si el amo no quiere que se debilite y rinda menos o que, directamente, se desplome reventado. Ahora bien, si el esclavo cae enfermo, como no tiene que hacer tanto desgaste físico, Catón recomienda disminuir su ración.

Añadiría el tópico «sin comentarios», pero no me resisto a poner aquí el final de este capítulo de Catón:

Vende los bueyes viejos, el ganado y las ovejas en malas condiciones. Vende la lana y el cuero, tu carro y tus herramientas viejas, y también a tus esclavos ancianos y enfermos y cualquier otra cosa que te sobre. (Sobre la agricultura, 2).

Con estas condiciones, no es extraño que los esclavos del campo se sublevaran de forma periódica. La más conocida de estas revueltas fue la de Espartaco, que narraremos en su momento, pero a mediados del siglo II ya empezaban a producirse rebeliones masivas, sobre todo en Sicilia.

En estos tiempos en que se deslocalizan empresas, se busca mano de obra más barata en otros países y se nos intenta convencer de que debemos empeorar nuestras condiciones de trabajo para ser más competitivos, nos resultará fácil comprender cuál era el problema para los pequeños campesinos. Si perdían sus tierras, o si lo que sacaban de ellas no bastaba para alimentar a sus familias, muchos de ellos intentaban ganarse un extra trabajando como jornaleros para otros.

Sin embargo, estos hombres libres no podían competir con los esclavos como mano de obra. Había que pagarles más, no se los podía azotar ni encerrar en los ergastula y, para colmo, en cualquier momento el Estado podía reclutarlos para las legiones.

Expulsados del campo por la concentración de tierras en manos de los más ricos y por la competencia de los esclavos, los pequeños propietarios acababan emigrando a la ciudad. El destino más buscado era la propia Roma, donde se calcula que acudía una media de al menos seis mil personas al año. De ahí que en los dos últimos siglos de la República su población pasara de ciento cincuenta mil a más de quinientos cincuenta mil, y que en época imperial alcanzara y quizá superara el millón. Una auténtica monstruosidad para la época que se puede comparar, salvando las distancias, a megalópolis actuales como Ciudad de México, Bombay o Yakarta.

Es cierto que la urbe ofrecía muchas posibilidades. Era un centro de poder y de negocios por el que corría cada vez más dinero. Los miembros de la élite que se dedicaban a estas actividades tan lucrativas necesitaban personas que les ofrecieran servicios de todo tipo, incluido el abastecimiento de víveres. Además, gran parte de la riqueza que entraba en la ciudad se empleaba en levantar y reparar calzadas, acueductos, templos y edificios públicos, por no hablar de los senadores y caballeros que encargaban lujosas mansiones. Este boom de la construcción daba trabajo a albañiles, carpinteros y todo tipo de artesanos.

A pesar de esto, no todo el mundo encontraba empleo, e incluso quienes lo conseguían se topaban con condiciones de vida muy difíciles. Había una inflación constante y de cuando en cuando fallaba el abastecimiento de víveres, pues Roma era como un inmenso estómago con una boca muy pequeña, el río Tíber.

La vivienda era otro de los problemas acuciantes. Conforme llegaba más gente a la ciudad y aumentaba la demanda, su precio no dejaba de subir. A mediados del siglo II, los alquileres estaban ya tan caros que un rey exiliado, Ptolomeo VI de Egipto, tuvo que compartir alojamiento en la ciudad con un tal Demetrio para dividirse los gastos.

LA CASA ROMANA

En la ciudad existían dos tipos principales de viviendas: la domus y la insula.

La primera era una casa individual, propia de los más acomodados. Su planta era cuadrangular y se organizaba alrededor del atrium, un patio central con una abertura en el techo por la que se recogía el agua de la lluvia en un pequeño estanque o impluvium. Este atrio era el núcleo original de la casa, donde se rendía culto a los dioses del hogar y se conservaban los retratos de los antepasados. En los primeros tiempos había en él un fuego siempre encendido cuyo humo ennegrecía el techo alrededor de la abertura: su nombre provenía precisamente del adjetivo ater, «negro, oscuro».

A los lados del atrio se abrían estancias usadas para diversos fines. Entre ellas estaban los dormitorios o cubicula. Pasado el atrium, en línea recta con la puerta de entrada, se encontraba el tablinum, un despacho donde el paterfamilias atendía visitas y resolvía sus asuntos. Junto a él se hallaban el comedor o comedores, según el nivel económico de la casa. El nombre latino era triclinium, que en origen se refería al diván de tres plazas donde los romanos se reclinaban para comer. Al principio las mujeres comían sentadas y con la espalda estirada, pues no se consideraba decoroso que se recostaran, pero esa diferencia fue cayendo en desuso.

Desde la época de las Guerras Púnicas, por influencia griega, los romanos empezaron a construir también un segundo patio, el peristilum, rodeado de columnas y adornado con plantas y una o varias fuentes. Dependiendo del espacio disponible y la fortuna de los dueños, la casa podía contar incluso con más patios.

Por fuera, estas casas apenas ofrecían ventanas, ya que estaban volcadas hacia el interior. Con todo, en el siglo I a.C. empezaron a fabricarse ventanas de cristal. Las primeras eran claraboyas de vidrio oscuro y grueso que apenas dejaban pasar la luz, pero con el tiempo se refinaron, aunque en Italia su uso nunca llegó a extenderse tanto como en la Galia.

Las viviendas más numerosas de Roma eran las insulae, «islas» o bloques de apartamentos. En la época de las Guerras Púnicas ya se construían al menos de tres plantas: Livio cuenta cómo en el año 218 un buey se escapó del mercado, subió por las escaleras de una insula y cayó a la calle desde el tercer piso. Con el tiempo se intentó limitar la altura de estos bloques: Augusto prohibió levantarlos a más de veinte metros, aunque se sabe que la norma se saltaba a menudo. La razón de estas leyes era que, por defectos en los materiales —la corrupción de los constructores no es un invento de nuestra época—, se derrumbaban con cierta facilidad.

En el primer piso a veces había tabernae —locales comerciales de todo tipo, no solo para vender vino—, y en otras ocasiones viviendas de cierto lujo que ocupaban toda la planta y se consideraban domus. Las condiciones empeoraban conforme se ascendían las escaleras, que solían ser angostas y empinadas. Mientras que al nivel de la calle podía haber agua corriente, los inquilinos de los pisos superiores debían subírsela ellos mismos en cubos, con lo que la higiene de las viviendas era inversamente proporcional a su distancia al suelo. Además, en esos apartamentos, que eran más baratos, los vecinos más pobres vivían apiñados, porque en muchas ocasiones subarrendaban habitaciones a otros inquilinos para que les ayudaran a pagar el alquiler.

Vivir en las alturas no reducía solo la higiene o la comodidad, sino también la seguridad. Así lo refleja el poeta satírico Juvenal. Aunque escribió a finales del I d.C., por comentarios de otros autores sabemos que las condiciones que describe eran extrapolables a finales de la República:

¿Quién teme o ha temido que se le cayera la casa en la fría Preneste o en Bolsena? Pero nosotros vivimos en una ciudad construida sobre endebles vigas. Cuando una vieja grieta se ensancha mucho, el casero la tapa y nos dice que durmamos tranquilos mientras la ruina amenaza nuestras cabezas.

Mejor vivir donde no haya incendios ni miedos nocturnos. ¡El tercer piso humea ya bajo tus pies y tú ni te enteras! Pues como el fuego empiece por los pisos de abajo, el último que arderá será aquel a quien solo protegen de la lluvia las tejas donde las blandas palomas ponen sus huevos (Sátiras, 3.190 y ss.).

No obstante, en Ostia, el puerto de Roma, se han encontrado insulae muy sólidas de hormigón recubierto de ladrillo, lo que demuestra que no todos los constructores eran iguales y que había edificios de tanta calidad que se han mantenido en pie hasta nuestros días.

Debido a estas dificultades, empezó a formarse en la urbe una clase social cada vez más numerosa, la plebs urbana. Para ese proletariado que vivía apenas por encima del nivel de la subsistencia, las mayores preocupaciones eran poder llevarse un trozo de pan a la boca y, como hemos visto, tener un techo bajo el cual alojarse. El problema de la vivienda en Roma no hizo sino agravarse con el tiempo, pero el del pan —literalmente— era más perentorio. Algunos políticos, con una mezcla de humanidad y oportunismo, lo comprendieron y aprovecharon para sus propios fines.

En Roma habitaba, pues, una plebe cada vez más numerosa que veía cómo se ensanchaba año tras año la brecha que la separaba del nivel de vida de la élite. ¿No parece un caldo de cultivo ideal para una revolución? Pues no fue así. El pueblo llano nunca llegó a organizarse, y las ansias de vivir mejor que sin duda sentían sus miembros no se concretaron en deseos políticos determinados. Por lo general, los miembros de la plebe, más que actuar, reaccionaban a las acciones de otros.

La verdadera lucha que ensangrentó las calles de Roma y los campos de batalla de Italia no se libró entre los proletarios y la nobleza, sino entre facciones rivales de senadores, e incluso a veces entre el senado e individuos que pertenecían a sus filas, pero que en lugar de seguir el procedimiento habitual para alcanzar poder y gloria preferían recurrir a métodos menos ortodoxos.

LA NOBLEZA, LOS OPTIMATES Y LOS POPULARES

En realidad, las luchas que se produjeron entre 133 y 33 a.C. —un siglo especialmente convulso— tuvieron su origen dentro de las propias filas del senado. En Roma victoriosa ya hablé de la nueva élite que se había formado en Roma en el siglo III, conocida como la nobilitas. Formaban parte de esta nobleza aquellos senadores que tenían entre sus antepasados algún cónsul, y había en ella por igual familias patricias y plebeyas.

Los miembros de la nobleza tenían como objetivo seguir el camino de sus antepasados y mantener a su linaje en lo más alto. Para ellos, el consulado era el gran premio final. Pero muchos eran los llamados —decenas de aristócratas que empezaban su carrera política como cuestores— y pocos los elegidos que alcanzaban ese galardón, ya que únicamente se designaba a dos cónsules al año.

La competencia entre los nobles por acaparar los puestos de poder no dejó de crecer con el tiempo. Al principio, para destacar tan solo servían los triunfos militares, por lo que si no existía una causa justa para declarar la guerra, se la inventaban. Pero a partir del año 200, cuando los romanos empezaron a conquistar inmensos botines y conocieron por primera vez el opulento y fabuloso mundo helenístico donde la norma era «el tamaño sí que importa», los aristócratas descubrieron una nueva forma de competir entre sí: exhibir en público sus riquezas. Por eso empezaron a construir mansiones más grandes, a forrarlas de mármol y a decorarlas con obras de arte que expoliaban sobre todo en Grecia y Asia Menor (ya le tocaría el turno a Egipto).

Muchos senadores contemplaban con alarma esta escalada de ostentación; especialmente los que no podían mantenerse a la altura o los que, como Catón el Viejo, eran tan tacaños que sabían cuántos cominos entraban en un puñado. En el año 182 el propio Catón defendió la lex Orchia, que limitaba el número de invitados que podían asistir a un banquete, y después se dictaron normas para reducir el dinero que gastaban los magistrados al celebrar fiestas o espectáculos públicos.

Pero no sirvió de nada. Los nobles romanos necesitaban conquistar prestigio ante sus iguales y, sobre todo, ante el pueblo llano que votaba en las asambleas. Por eso invertían buena parte de su patrimonio en ofrecer festejos públicos en los que la gente comía hasta hartarse (y a veces bebía vino de más de cuarenta años, como el que ofreció Sila en una ocasión) y en organizar espectáculos teatrales o luchas de gladiadores.

Esta escalada en la competencia coincidía con la época de mayor influencia del senado. En teoría, esta cámara formada por aristócratas era únicamente un órgano consultivo, mientras que la soberanía residía en las asambleas. Pero el senado poseía muchos recursos para controlar lo que votaba el pueblo.

En primer lugar, el sufragio no era secreto. A la hora de votar, un individuo podía recibir todo tipo de presiones: halagos, sobornos, amenazas o directamente coacción física.

En segundo lugar, el sistema no contabilizaba los sufragios de todos los ciudadanos. Primero, los hacía votar en tribus o centurias y después contaba cada una de estas como un solo voto. Si una tribu con cinco mil miembros decía SÍ y dos tribus que sumaban trescientas personas decían NO, el resultado final era que ganaba el NO por dos a uno. Esto hacía que la élite contara con mucho más peso electoral del que le correspondía, pues se repartía en más tribus y, sobre todo, en más centurias.

Si a pesar de todo esto, el pueblo votaba una ley que a la aristocracia senatorial no le gustaba, todavía existían medios para echarla atrás. Los miembros de los diversos colegios sacerdotales —pontífices, augures y flámines, todos ellos pertenecientes a la élite— tenían la potestad de anular cualquier ley o derogar cualquier votación con pretextos religiosos. ¿Que los pollos sagrados se negaban a salir de la jaula para comer? Adiós al reparto de trigo barato. ¿Que había caído un rayo en el templo de Saturno o que el hígado del ternero que acababan de sacrificar tenía un tumor? Se anulaba el reparto de tierras para los ciudadanos pobres.

En los primeros años de la República, el pueblo había encontrado su propio defensor contra los abusos de la aristocracia en los tribunos de la plebe. No poseían imperium, pero sí una herramienta muy poderosa para impedir los abusos de la élite: el veto. Bastaba con que uno de ellos dijera «¡Veto!» para echar por tierra cualquier actuación o decisión del resto de los magistrados. Era como un hechizo, una especie de rayo mágico que al brotar de las manos del tribuno lo paralizaba todo.

Pero con el tiempo, la sociedad romana había cambiado. Las magistraturas ya no eran monopolio exclusivo de los patricios y la distinción entre estos y el estrato superior de los plebeyos se había desdibujado. El pueblo llano apenas hacía distingos entre todos aquellos senadores ricachones que vestían togas con franjas púrpura: para ellos eran básicamente los de arriba.

Una consecuencia de esto fue que los tribunos, que antes constituían casi un estado aparte, fueron absorbidos por el sistema. El puesto seguía vedado para los patricios, pero no para los miembros de las familias plebeyas más importantes. Muchos de los jóvenes de esa aristocracia plebeya empezaban su carrera en el cursus honorum como tribunos para acabar llegando a pretores o a cónsules. ¿Podía un humilde estibador del Tíber presentarse a tribuno de la plebe, presidir la asamblea plebeya y vetar una ley propuesta por un cónsul? En teoría, sí. En la práctica, jamás ocurría.

Con tales premisas, se comprende que los tribunos no se buscaran demasiados problemas con el resto de senadores, pues compartían con ellos intereses e ideales y podían pensar: «Hoy por ti, mañana por mí». En cierto modo, el sistema había conseguido «domesticar» a los tribunos.

Sin embargo, las cosas empezaron a cambiar a mediados del siglo II. Como ya vimos en el capítulo anterior, en el año 151 había tan pocos jóvenes dispuestos a aliarse para la guerra en Hispania que los cónsules Lúculo y Galba intentaron reclutarlos a la fuerza. Aquello provocó un rechazo popular tan grande que los tribunos de la plebe tomaron cartas en el asunto arrestando y encarcelando a ambos cónsules.

¿Los dos magistrados supremos de la República encerrados en prisión? Así funcionaba el complejo sistema de equilibrios de la República. Mientras los tribunos justificaran que actuaban así por defender al pueblo, podían anular cualquier actuación pública. Incluso, como veremos que hizo Tiberio Graco, estaba en su mano paralizar el funcionamiento de toda la República.

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A mediados del siglo II, había en el senado dos facciones principales que orbitaban alrededor de dos familias, los Escipiones y los Claudios. Entre ellas luchaban por poder y prestigio, no por ideología. Por oponerse a los Claudios, los Escipiones defendían políticas que vistas desde ahora pueden parecer a veces progresistas y a veces conservadoras, y viceversa.

Además, las alianzas entre clanes e individuos no eran estables, y los pactos se hacían y deshacían con la facilidad con que fluye el mercurio. Si hoy día, con ideología y disciplina de partido, existen los tránsfugas, imaginemos qué ocurría entonces.

Hay que tener otra cosa en cuenta. No importaba a qué facción perteneciera uno: si un noble romano empezaba a destacar demasiado, se convertía en una amenaza para todos los demás, que llegado el caso lo señalaban con el dedo —«¡Este quiere convertirse en rey!»—, unían filas contra él y lo apisonaban.

En estas despiadadas luchas de poder algunos miembros de la élite descubrieron que, si no podían imponerse en el terreno de juego del senado, el sistema les ofrecía otra posibilidad: usar los poderes de los tribunos de la plebe para puentear a los demás senadores acudiendo directamente a la asamblea del pueblo. Había dos formas de hacerlo: si uno era ya un político experimentado, podía aliarse con un tribuno. Si uno era más joven y activo, podía convertirse directamente en tribuno.

Para esto último había que ganarse a los votantes. Y eso solo se podía conseguir con políticas «populares». El término lo empezó a usar de forma sistemática Cicerón, pero la realidad ya existía mucho tiempo antes.

¿Cuáles eran esas políticas? Las que favorecían a los más humildes. Las más típicas eran cancelar o reducir deudas, distribuir trigo barato a los ciudadanos pobres y repartirles tierras.

Todas estas medidas mejoraban objetivamente las condiciones de vida de la mayoría de la gente, evitando que pasaran hambre o se quedaran sin hogar. ¿Los políticos populares las proponían por sentimientos humanitarios, por oportunismo o por una mezcla de ambos? Resulta complicado saberlo, y cada caso personal era distinto. Pero hay que tener claro que ni los más populares de entre los populares pretendieron una revolución radical que transformara la sociedad de arriba abajo. Si les hubiéramos preguntado, todos los romanos habrían contestado: «¡Nosotros somos conservadores!». Para ellos la palabra «nuevo» poseía tantas connotaciones negativas como para nosotros el adjetivo «viejo».

Frente a estos políticos que recurrían a procedimientos populares, otros en su misma élite preferían mantenerse dentro del orden tradicional donde era el senado el que siempre tenía la sartén por el mango. Con el tiempo, por oposición a los populares, estos senadores se llamaron a sí mismos optimates, que significa «los mejores». De todos modos, aunque lo usaremos en ocasiones, este término no se extendió hasta entrado el siglo I; pues hasta entonces, con gran modestia, se habían denominado simplemente boni, «la gente de bien».

Algunos senadores eran optimates toda su vida, otros populares, y los había que cambiaban de táctica según el momento. Unas páginas más adelante veremos cómo, con el fin de vencer al popular Cayo Graco en su propio terreno, los optimates utilizaron al tribuno Livio Druso para proponer políticas aún más populares; tanto, que eran directamente demagógicas e imposibles de llevar a cabo. Insistamos, pues: ser optimate o popular no era una ideología, sino una forma de hacer política.

TIBERIO GRACO

Con la ventaja que nos da mirar hacia atrás, podemos decir que la situación política de Roma atravesó un punto de transición de fase en el año donde comenzábamos este capítulo, el 133, siendo cónsules Publio Mucio Escévola y Lucio Calpurnio Pisón. Pero no fueron ellos los personajes determinantes de aquellos trepidantes días, sino Tiberio Sempronio Graco, uno de los diez tribunos de la plebe de aquel año.

Tiberio Graco pertenecía por parte de su padre a una gens de gran antigüedad, la Sempronia: ya en el año 497 uno de sus miembros fue elegido cónsul. Había varias ramas en la gens, como solía suceder. Una de ellas, la de los Atratinos, era patricia, mientras que el resto eran plebeyas, entre ellas la de los Graco.

Tiberio Graco padre era un hombre muy respetado que fue elegido dos veces como cónsul y una como censor. Estaba casado con Cornelia, la hija más joven del gran Escipión Africano. Cornelia era una mujer de marcada personalidad que dio a luz nada menos que a doce hijos.

Según cierta historia que corrió años después, Tiberio Graco encontró un día dos serpientes en la cama. Al consultar a los adivinos, estos le dijeron que si dejaba ir a la serpiente macho y mataba a la hembra, su esposa fallecería en breve plazo; mientras que si hacía lo contrario, sería él quien moriría. Graco, enamorado de su mujer, acabó con la serpiente macho y no tardó en caer enfermo y morir.

De esta anécdota se burlaba el racionalista Cicerón preguntándose por qué demonios Graco no dejó marchar a ambas serpientes. El siguiente en transmitirla, Plutarco, que era un hombre mucho más religioso y creía en presagios y prodigios, añadió la explicación de que los adivinos le habían dicho a Graco que no podía soltar a la vez a los dos ofidios.[6]

Cornelia crió sola a los doce hijos, a los que ofreció una educación tan esmerada como la que había recibido ella, incluyendo la lengua y la literatura griegas. También se encargó de la hacienda familiar. Nunca quiso volver a casarse, aunque no le faltaron ofertas, como la de Ptolomeo VI, el rey desterrado del que hemos hablado antes (si el tipo tenía que compartir gastos de alquiler, hay que reconocer que tampoco era un gran partido). Para desgracia de Cornelia, únicamente sobrevivieron hasta la edad adulta dos varones, Tiberio y Cayo, y una mujer, Sempronia, que se casó con Escipión Emiliano. En aquella época la mortalidad infantil era muy alta, y no se salvaban de ella ni las familias pudientes.

El mayor de los hijos de Cornelia, Tiberio, nació entre los años 168 y 163; no podemos estar muy seguros de las fechas por ciertas discrepancias entre los textos. Su primer puesto público fue el de tribuno militar junto a su cuñado Escipión, durante la Tercera Guerra Púnica. Según Plutarco, Tiberio fue el primero en escalar los muros de Cartago, algo que de ser cierto debió de valerle la preciada condecoración de la corona muralis. Sin embargo, él y Escipión no tardaron en distanciarse, sobre todo cuando Tiberio se casó con Claudia, hija de Apio Claudio, el mayor rival de Escipión en el senado.

En el año 137, Tiberio fue nombrado cuestor. Como tal, acompañó al cónsul Hostilio Mancino a Hispania y sirvió en la campaña de Numancia. Como ya vimos, la campaña no salió bien y el ejército del cónsul cayó en una trampa. Los numantinos solo aceptaron como mediador a Tiberio Graco, en quien confiaban por el honor que había mostrado siempre su padre en sus tratos con los hispanos. Tiberio hizo lo que se le pedía, negoció las condiciones y aceptó entregar como botín todo lo que había en el campamento romano. De este modo, salvó las vidas de veinte mil legionarios más un número indeterminado de auxiliares y sirvientes.

Plutarco añade otra anécdota que muestra el respeto que sentían los numantinos por Tiberio (Tiberio Graco, 6). Este, mientras su ejército se retiraba, se dio cuenta de que se había dejado en el campamento las tablillas donde llevaba la contabilidad que le correspondía como cuestor. Como conocía cuál era el percal de la lucha política en Roma, pensó que si volvía sin las tablillas lo acusarían de haberlas perdido a propósito para ocultar algún desfalco. De modo que regresó y pidió a los numantinos que se las devolvieran. Ellos no solamente lo hicieron, sino que le abrieron las puertas, lo acogieron como un huésped y le ofrecieron un banquete.

El recibimiento en Roma no fue tan cordial. Aunque, en realidad, quien se llevó la peor parte fue el cónsul Mancino, al que el senado dejó con el trasero literalmente al aire cuando lo entregó desnudo y encadenado a los numantinos.

Aquella malhadada campaña en Hispania marcó el futuro político de Tiberio Graco, amenazando con cortar de raíz una carrera política que acababa de empezar. De todos modos, de la misma forma que se encontró con el rechazo y el desprecio de los senadores, Tiberio descubrió que de pronto había ganado millares de partidarios: los familiares y amigos de los veinte mil soldados a los que había salvado la vida se acercaban a él en el Foro, lo abrazaban y besaban para darle las gracias por lo que había hecho y lo aclamaban como un héroe. Su desprestigio en el senado se convertía en apoyo popular en las calles, algo de lo que tomó buena nota.

Por otra parte, durante aquella campaña Tiberio no había dejado de pensar en lo que había visto en 137, cuando atravesaba Etruria para viajar a Hispania y asumir su cargo de cuestor militar. Por el camino había observado que las aldeas estaban despobladas y los campos prácticamente abandonados.[7] En los terrenos donde había trabajadores, estos eran esclavos, en muchas ocasiones cargados de cadenas.

En aquel momento Tiberio pensó que esa situación era tan peligrosa como un barril lleno de serpientes. En Apulia ya había estallado una revuelta servil en 185, y en Sicilia llevaban años produciéndose incidentes con esclavos que culminaron en una guerra a gran escala en 135.

¿A qué se debía la despoblación del campo? En una época en que no existían las ciencias económicas, es dudoso que Tiberio pudiera darse cuenta de que un modelo de pequeñas propiedades con economía de consumo propio estaba dando lugar a otro en el que el capital se invertía en una agricultura más especializada e intensiva destinada a vender los excedentes para obtener más beneficios.

Lo que sí podía comprender era lo que estaba ocurriendo con el ager publicus, las tierras que Roma había conquistado en Italia durante sus guerras y que pertenecían al Estado. Este había cedido buena parte de esos terrenos en usufructo. A cambio, los campesinos que las trabajaban debían pagar un canon llamado vectigal que consistía en una décima parte del grano y una quinta parte de los frutos de los huertos, mientras que los pastores contribuían con una tasa por cada cabeza de ganado que apacentaban.

Lo que ocurrió después con este ager publicus lo explica Apiano en Las guerras civiles:

Esto [ofrecer el ager publicus a quien lo quisiera cultivar] lo hicieron para que se multiplicara la raza itálica, a la que consideraban la más dura, pensando que así tendrían muchos aliados en casa. Pero ocurrió justo lo contrario. Pues los ricos, que ya habían ocupado la mayor parte del ager publicus y esperaban que con el tiempo se les reconociera su propiedad, se dedicaron a añadir a sus propias posesiones las parcelas vecinas y más reducidas de los pobres. En parte lo hicieron comprándolas y en parte quitándoselas por la fuerza. De este modo, al final, poseían extensas fincas en lugar de pequeñas parcelas.

Además, empezaron a comprar esclavos como labradores y pastores para evitar que el ejército les arrebatara a los trabajadores de condición libre. Poseer esclavos les reportó grandes beneficios, pues tenían muchos hijos y se multiplicaban sin riesgo, ya que no tenían que hacer el servicio militar.

Por estas causas, los poderosos se enriquecieron muchísimo y el campo se llenó de esclavos. En cambio, los itálicos sufrían de despoblación y falta de varones, ya que los diezmaban la pobreza, los impuestos y el servicio militar. Y si a veces conseguían aliviarse de estas cargas, se encontraban en paro, porque la tierra estaba en poder de los ricos, que se servían de esclavos para trabajarla y no de hombres libres. (BC, 1.7).

El servicio militar era una de las claves, el principio y el final de los males. La Segunda Guerra Púnica exigió a la República un enorme esfuerzo en hombres, aparte de cobrarse muchísimas bajas. Pero cuando terminó, Roma siguió embarcada en conflictos por todo el Mediterráneo. Cada año mantenía movilizados a cerca de cincuenta mil soldados, y a veces más, lo que suponía entre el 15 y el 20 por ciento de sus ciudadanos varones.

Esos hombres que servían en las legiones pertenecían a la clase llamada de los adsidui, propietarios con un mínimo de patrimonio, ya que tenían que pagarse su equipo. Es cierto que el Estado les daba una paga, pero esta era muy exigua y además se les descontaba el coste de la ropa y el equipo.

La mayoría de esos soldados eran dueños de pequeñas y medianas plantaciones. Para su desgracia, el momento ideal para hacer la guerra coincidía con la mayoría de las labores agrícolas, por lo que tenían que ausentarse de sus campos en el momento crítico (hay que añadir que eso no era una novedad del siglo II, pues ya ocurría antes cuando combatían únicamente en tierras de Italia).

En teoría, el máximo de campañas que podía servir un ciudadano era de dieciséis. Pero a partir del año 200 los escenarios bélicos se hallaban cada vez más alejados, por lo que los soldados no regresaban a Italia ni siquiera en invierno. En la práctica, las supuestas dieciséis campañas estacionales se fundían en un servicio continuo que duraba entre cuatro y seis años. Pero si la situación lo exigía, incluso soldados que ya habían cumplido este tiempo podían ser reenganchados otra vez. Si de los generales dependía, preferían alistar de nuevo a soldados veteranos, que ofrecían mejores prestaciones en combate.

A perro flaco todo se le vuelven pulgas, y así le ocurría al pueblo romano. Hasta el año 140 la construcción había ofrecido miles de puestos de trabajo en Roma, pero a partir de ese momento se produjo una recesión en el gasto público. La razón era que las guerras que luchaba la República ya no eran tan productivas, por lo que habían dejado de afluir esos fabulosos caudales de botín de las décadas anteriores.

El conflicto de Hispania, en concreto, se hacía cada vez más sangriento y ofrecía menos posibilidades de enriquecerse. Como ya vimos, a la gente le acobardaba aquella guerra y trataba de escaparse del alistamiento con todo tipo de excusas.

El otro conflicto continuo se libraba en la zona de los Balcanes, donde pueblos como los belicosos escordiscos no hacían más que atacar la nueva provincia romana de Macedonia. El motivo básico de sus invasiones era obtener botín, puesto que su cultura material era más pobre que la de sus vecinos del sur. Eso significaba que cuando los romanos los derrotaban —cosa que no siempre sucedía—, apenas conseguían ganancias.

Teniendo en cuenta todo esto, no extraña que cada vez hubiera menos ciudadanos reclutables. El censo del año 163 había registrado 337.022 ciudadanos. Desde entonces la cifra, en lugar de aumentar como cabría esperar, había ido disminuyendo hasta un mínimo de 317.993 en 135, poco antes de que Tiberio fuese elegido tribuno.

Hay varias explicaciones posibles para estos hechos. La primera, que realmente se produjera una caída demográfica debido a las bajas sufridas en las guerras, que entre el final de la Segunda Guerra Púnica y el tribunado de Tiberio pudieron ser más de cien mil. No se trataba solo de los varones jóvenes que morían, sino de los hijos que no llegaban a engendrar.[8]

La segunda explicación es que, al perder sus propiedades en el campo y verse obligados a emigrar a la ciudad, muchos ciudadanos se habían empobrecido tanto que ya no cumplían con el mínimo de patrimonio que se exigía para entrar en las legiones y se quedaban fuera del censo.

Existe una tercera posibilidad, claro está: que muchos hicieran trampas, o como se decía en la mili «se escaquearan» del alistamiento. Hoy día algo así sería impensable, pues la información que maneja el Estado sobre nosotros es cada vez mayor. Pero en las sociedades preindustriales, sin ordenadores, datos cruzados ni nóminas, resultaba mucho más fácil eludir a los encargados del censo o engañarlos.

En cualquier caso, el resultado era el mismo. Roma cada vez tenía más problemas para encontrar reclutas. La base de la reforma que propuso Tiberio Graco era precisamente esa: él no era un agitador antisistema que quisiera cargarse la República, sino más bien un patriota que creía tener un diagnóstico de su problema más grave y también una solución.

Para aplicar dicha solución necesitaba un cargo político. El de tribuno de la plebe era el más apropiado, de modo que se presentó y fue elegido a finales de 134.

Tiberio tenía bien meditado su programa, y por eso en los primeros días del año 133 presentó su lex Sempronia agraria. No es que fuese del todo novedosa. De entrada, pretendía que se cumpliera una ley mucho más antigua, la lex Licinia.

Esa norma, promulgada en el año 367, cuando los territorios dominados por Roma eran todavía muy reducidos, establecía que nadie podía acaparar más de quinientas yugadas de tierras públicas (unas ciento veinticinco hectáreas). Sin embargo, la ley se había convertido en papel mojado, pues los más ricos llevaban siglos saltándosela y acumulando ager publicus con toda impunidad.

Tiberio propuso que todos aquellos propietarios ilegítimos devolvieran al Estado las parcelas comunales que pasaran de las quinientas yugadas. Las tierras confiscadas de esta manera se repartirían en fincas de treinta yugadas y se entregarían a ciudadanos sin tierras a cambio de un pequeño canon anual.

Cabía la posibilidad de que los nuevos colonos se dejaran tentar o presionar por sus vecinos más ricos para venderles las tierras, y que con el capital obtenido emigraran a la ciudad. Eso habría anulado cualquier efecto social de la reforma, así que Tiberio añadió una disposición: estaba prohibido vender los terrenos, ya que seguían perteneciendo al Estado. A cambio de esta limitación, los colonos y sus hijos podían dormir tranquilos, ya que se les iba a permitir seguir trabajando en ellos a perpetuidad.

No se trataba de una ley tan revolucionaria. De hecho, sus términos eran muy moderados: no solo no se iba a multar a los terratenientes que se habían apoderado ilegalmente de grandes extensiones de terreno público, sino que se les iba a pagar por esas parcelas.

Tiberio esperaba solucionar de una tacada varios problemas graves. Por una parte, reduciría el éxodo rural y la aglomeración de proletarios en la propia ciudad de Roma, donde ya hemos visto que la inversión pública estaba disminuyendo y el paro aumentaba.

Por otra parte, los nuevos propietarios, aunque no fuesen precisamente latifundistas, mejorarían económicamente y regresarían a la clase de los adsidui, de modo que serían reclutables. A primera vista, esto planteaba de nuevo el mismo problema: si los llamaban a filas, abandonarían sus campos y condenarían a sus familias a no poder atender los campos y pasar hambre.

Pero, como acabamos de comentar en una nota, quienes constituían el grueso de las legiones eran jóvenes solteros. Muchos padres ya maduros se quedaban en sus fincas, ayudados por los niños y por las mujeres de la familia, que no hay que subestimar como fuerza de trabajo. Además, un hijo en la legión suponía una boca menos que alimentar en casa y, si la campaña iba bien y conseguía botín, incluso podía aportar ingresos a la familia.

Por último, la reforma de Tiberio era una respuesta al miedo que sentían muchos romanos al ver que en los campos había cada vez más esclavos. En Sicilia se estaba librando una guerra encarnizada contra ejércitos de esclavos rebeldes. ¿Cuánto tardaría en ocurrir lo mismo cerca de Roma? Tener en los campos a miles de ciudadanos dispuestos a tomar las armas para defender lo suyo suponía una garantía contra esa quinta columna de siervos infiltrados (contra su voluntad, bien es cierto) en territorio romano.

Las medidas de Graco encontraron un gran apoyo cuando pronunció en la Rostra de los oradores un célebre discurso que nos ha llegado a través de Plutarco. Aunque no sea una transcripción literal (no había grabaciones ni taquígrafos), seguramente refleja el espíritu de sus palabras:

Las bestias salvajes que campan por los bosques de Italia tienen sus propias cuevas y guaridas donde cobijarse. En cambio, los hombres que combaten y mueren por Italia únicamente participan del aire y de la luz comunes, pero de nada más. Sin techo y sin hogar, vagan errantes con sus mujeres y sus hijos. Por eso mienten los generales cuando antes de las batallas arengan a sus soldados para que luchen contra el enemigo por defender sus templos y sus sepulcros. Pues la mayoría de los romanos no tienen ni altares familiares ni túmulos de sus ancestros. En realidad, pelean y mueren para que sean otros quienes consiguen lujos y riqueza. Y aunque se dice de ellos que son los amos del mundo, no poseen tan siquiera un puñado de tierra que sea suyo. (Tiberio Graco, 9).

Al acercarse el momento en que se debía votar la ley, empezó a crecer la tensión en Roma. Había muchos posibles beneficiarios que la apoyaban y que empezaron a acompañar a Tiberio a modo de escolta personal; más de tres mil según un historiador contemporáneo, Sempronio Aselión. Pero además fueron llegando a la ciudad gentes procedentes de diversos lugares de Italia que, al no ser ciudadanos romanos, temían que les quitaran aquellas tierras del ager publicus que, con derecho o sin él, llevaban mucho tiempo cultivando.

También existía oposición en el senado. Era, en parte, la típica rivalidad entre la facción de Apio Claudio y el propio Tiberio y el grupo de Escipión (que seguía en Numancia). En general, había muchos senadores recelosos: si se ratificaba la ley, los beneficiados con esas tierras no le darían las gracias a la República, sino a Tiberio Graco, que aumentaría enormemente su influencia y su poder gracias a la deuda que decenas de miles de ciudadanos tendrían con él.

Para evitar que la asamblea aprobara la reforma, los adversarios de Tiberio recurrieron a Marco Octavio, amigo personal de Graco —al menos hasta entonces— y también tribuno de la plebe. Octavio era un hombre joven y deseoso de ascender en política, por lo que estaba dispuesto a seguirle el juego al senado. Se daba la circunstancia, además, de que poseía muchas hectáreas de ager publicus de las que tendría que desprenderse si la ley salía adelante.

Cuando llegó el momento de votar, Octavio se levantó y exclamó: «¡Veto!». Se produjo un gran escándalo, como es de esperar, pero no hubo más remedio que interrumpir la votación y disolver la asamblea. Lo que acababa de hacer Octavio no era ilegal, ya que los tribunos podían vetar cualquier cosa, pero resultaba más que sospechoso que hubiera aplicado ese veto a una ley que favorecía los intereses del pueblo romano.

De haber seguido el cauce habitual, la propuesta habría regresado al senado para seguir debatiéndose e introducir algunas enmiendas. Era un lugar apropiado para hacerlo, pues allí cada miembro podía hacer uso de la palabra y exponer sus motivos en un ambiente más propicio para la discusión sosegada y argumentada (lo cual no quiere decir que a veces las sesiones no fueran tormentosas).

En las asambleas, en cambio, resultaba mucho más fácil que los ciudadanos se dejaran llevar por las pasiones y cayeran en las trampas de la demagogia. ¿Por qué? No porque los asistentes fuesen una masa inculta y descerebrada, tal como los veían muchos nobles, sino por las limitaciones de procedimiento. En esas reuniones los ciudadanos no podían tomar la palabra, solo votar, aclamar a gritos o abuchear, de modo que más que asambleas de verdad parecían mítines políticos.

En ese sentido, una de las causas por las que el sistema romano distaba mucho de ser una democracia era que la cámara donde se discutía con argumentos, el senado, no representaba a los ciudadanos en su conjunto, sino únicamente a una pequeña oligarquía.

En cualquier caso, Tiberio se negó a cualquier componenda con el resto de los senadores. En lugar de moderar su ley, la endureció con una enmienda por la que las personas que poseían terrenos públicos de más tendrían que desprenderse de ellos sin recibir indemnización alguna.

Después convocó una nueva asamblea para votar, pero Octavio volvió a levantarse y a exclamar: «¡Veto!». Aquello se repitió una y otra vez. Delante de todos los asistentes Graco intentaba convencer a su amigo de que dejara de obstruir la aprobación de la ley; pero Octavio, con lágrimas en los ojos, le decía que no podía (la efusión sentimental era un recurso retórico más).

Como Tiberio no conseguía que Octavio se apeara de su veto, él mismo decidió boicotear todas las actividades públicas de Roma. Para ello interpuso el iustitium, un edicto por el que prohibió que los magistrados llevaran a cabo actuación ninguna hasta que se votara la reforma agraria. No contento con eso, Tiberio selló con su propio anillo las puertas del templo de Saturno, sede del tesoro público, de modo que los cuestores no podían entrar para sacar fondos ni ingresarlos. Por supuesto, quedaba prohibido celebrar juicios, pero es que ni siquiera se podía vender ni comprar en el mercado.

Lo que estaban haciendo Tiberio y sus adversarios no era tanto recurrir a triquiñuelas legales como al poder casi mágico del iustitium y del veto, en una especie de duelo de hechizos y contrahechizos. Pero la tensión creciente hacía que la violencia empezara a palparse en el aire. Los enemigos de Graco se dedicaron a conspirar para atentar contra su vida; él, por su parte, procuró rodearse de partidarios armados que lo defendieran, y todo el mundo sabía que bajo la ropa llevaba escondida una espada corta.

Cuando llegó el día de una nueva votación, los «ricos» —en palabras de Plutarco— se llevaron las urnas para impedirlo, mientras que Octavio volvió a interponer su veto. La asamblea se disolvió una vez más.

¿Cómo salir de este callejón sin salida? A Tiberio se le ocurrió una solución inusitada y drástica que podía salirle bien o costarle la cabeza. Al día siguiente, de nuevo en asamblea, subió a la Rostra y propuso al pueblo un decreto para despojar a Octavio del cargo de tribuno.

De nuevo se desató una algarabía mayúscula. Octavio intentó impedirlo, como era de esperar, pero a los ciudadanos ya no les impresionaba su veto y empezaron a desfilar ante las urnas. Tribu tras tribu fueron aprobando la propuesta de Tiberio. Ni siquiera hizo falta llegar hasta el final: había treinta y cinco tribus en total, con lo que la mayoría se alcanzaba con dieciocho. Cuando terminó de votar la tribu decimoctava, Tiberio anunció que desde ese momento Octavio dejaba de ser tribuno de la plebe, y ordenó a sus libertos que se lo llevaran de allí, a rastras si hacía falta. En ese instante, se produjeron varios conatos de violencia, porque Octavio y el bando senatorial tenían sus propios seguidores, pero por el momento la sangre no llegó al río.

Lo que había hecho Tiberio era una maniobra sin precedentes que escandalizó a mucha gente. Sus enemigos empezaron a acusarlo de manipular a la plebe en aras de su ambición personal para convertirse en amo de la República. En una reunión del senado, el consular Tito Anio lo acusó de haber violado lo inviolable, la sacrosanta dignidad de un colega tribuno al que no se podía quitar el cargo hiciera lo que hiciera.

Tiberio, en un tono quizá excesivamente enardecido que no ayudó a su causa, respondió que un tribuno de la plebe podía destruir el templo de Júpiter o quemar los astilleros de la ciudad si así le parecía; lo que no podía hacer en ningún caso era ir contra la soberanía de la asamblea del pueblo, porque si lo hacía dejaba de ser digno del nombre de tribuno.

Eliminado el obstáculo de Octavio y sustituido este por otro tribuno, la asamblea aprobó por fin la reforma agraria. Para llevarla a cabo, Tiberio propuso que se formara una comisión de triunviros, esto es, tres varones que organizaran el reparto de tierras. Uno de ellos sería él mismo; el otro su hermano Cayo, que tan solo tenía veinte años, y el tercero su suegro Apio Claudio, el gran rival político de Escipión Emiliano.

Pero la historia no había terminado ahí. Aunque el proyecto y la comisión estuvieran aprobados, existían otras formas de boicotearlos. Básicamente, cortar el grifo del dinero: una ley sin recursos asignados suele ser papel mojado.

Los comisionados tenían que recorrer las tierras de Italia para inspeccionar y medir las parcelas. El senado ofreció a esta comisión una dieta de seis sestercios diarios (la propuesta la hizo Escipión Násica, uno de los terratenientes que acaparaba más terreno público de forma ilegal). Con esa miseria había que pagar agrimensores, animales de carga y entregar una pequeña suma a los nuevos propietarios para que compraran un mínimo de herramientas. Por no dar, el senado ni siquiera le dio a Tiberio una tienda de campaña para que se alojara durante los viajes por el campo.

Fue en ese momento cuando murió Átalo III y en su testamento legó el reino de Pérgamo al pueblo romano (aunque fuera un poco excéntrico, era una manera de resignarse a lo inevitable y ahorrarles a sus súbditos costosas guerras). Amén de las prósperas ciudades de las que se podían recaudar tributos, había una importante cantidad de dinero pagadera inmediatamente.

En cuanto Tiberio se enteró, demostrando unos reflejos excelentes, propuso a la asamblea del pueblo repartir esos fondos entre los beneficiarios de la ley agraria para que pudieran comprar aperos de labranza y animales. De nuevo, se acababa de saltar todas las normas y costumbres que decían que el senado era quien controlaba la política exterior y financiera.

Indignados, varios adversarios, como Metelo Macedónico, Escipión Násica o Quinto Pompeyo, trataron de culparlo de todo lo habido y por haber: desde que se juntaba con la peor escoria de las calles de Roma hasta que el enviado del difunto Átalo le había ofrecido la diadema real y el manto de púrpura para que se convirtiera en rey.

Esta última era la peor acusación, la palabra maldita: «rey». Viniera o no viniera a cuento, a los romanos les rechinaba en los dientes y despertaba en ellos tales connotaciones irracionales como hoy día «fascista» o «comunista» según en qué sitios.

Se acercaba el final del mandato de Tiberio, y era bien consciente de que sus adversarios lo iban a denunciar por haber ejercido la coerción contra Octavio, un colega tribuno. La única forma de salvarse de que los senadores que monopolizaban los tribunales lo juzgaran y condenaran era presentarse otra vez a las elecciones de tribuno para mantener la inmunidad. No se trataba únicamente de salvar su persona, sino también sus leyes, pues estaba convencido de que sus enemigos las iban a abolir inmediatamente después de condenarlo a él.

El problema residía en que la reelección que pretendía Tiberio era ilegal, o al menos atentaba contra la costumbre. Uno de los principios básicos de las magistraturas era que al salir de ellas uno debía convertirse en un ciudadano privado al menos un año para responder de los actos llevados a cabo durante su mandato: se trataba de una forma de evitar la impunidad total.

UNA MATANZA Y UNA MUERTE MISTERIOSA

Para sus enemigos, la pretensión de Tiberio de ser tribuno dos años seguidos fue la gota que colmó el vaso. Incluso muchos de sus partidarios más moderados en el senado empezaron a recular, asustados, y a retirarle su apoyo.

Las elecciones se celebraron en junio de 133, en la época de la cosecha, por lo que muchos de los partidarios de Tiberio no se encontraban en la ciudad. Necesitaba el apoyo de la plebe urbana, que no sentía tantas simpatías por él. Al parecer, eso le hizo anticipar algunas propuestas que luego presentaría su hermano, como la posibilidad de apelar las sentencias de los jueces senatoriales ante la asamblea popular o la reducción del servicio militar. Sin embargo, no está claro que ocurriera así.

El día de los comicios ya habían votado dos tribus a favor de Tiberio cuando sus opositores empezaron a protestar a gritos diciendo que aquello era ilegal. El tribuno que presidía el acto, Rubrio, no sabía qué hacer; al verlo, otro tribuno llamado Mumio, más decidido, se ofreció para sustituirlo. Entre unas cosas y otras iban pasando las horas, de modo que Tiberio propuso que las elecciones se aplazaran hasta el día siguiente.

Temiéndose lo peor, por la noche, Tiberio se puso un manto negro en señal de luto y encomendó la protección de su hijo a sus amigos. Al día siguiente apareció ante su casa el pullarius, el encargado de los pollos sagrados que en la Primera Guerra Púnica dieron lugar a la famosa anécdota de Claudio Pulcro arrojándolos al mar —«Si no quieren comer, que se harten de beber»—. En este caso, las aves ni siquiera querían salir de la jaula, salvo una que lo hizo, pero se negó a alimentarse.

Pese a tan siniestros augurios, Tiberio se dirigió al Foro, donde sus partidarios ya se habían congregado en tal número que muchos de ellos ocupaban la ladera del monte Capitolio. Cuando sus enemigos trataron de impedir que se procediera a la votación, los echaron con palos y porras.

Al mismo tiempo, los senadores estaban reunidos cerca de allí, en el templo de la diosa Fides (la Confianza), que se alzaba en la ladera sur del Capitolio. Escipión Násica se dirigió a los cónsules y les dijo que la República misma se hallaba en peligro, y que para salvarla debían eliminar a Tiberio Graco.

Uno de los senadores llamado Fulvio Flaco, partidario de Tiberio, corrió a informar a este abriéndose paso entre la muchedumbre. Cuando a Tiberio le llegó la noticia, se desató a su alrededor un gran griterío en el que resultaba casi imposible entender nada de lo que se decía. Como muchos preguntaban a Tiberio qué estaba ocurriendo y no había forma de oír nada, este se tocó la cabeza varias veces indicando con ese gesto que su vida corría peligro.

Desde la entrada del templo de Fides alguien vio el gesto de Tiberio e irrumpió en la sesión del senado gritando: «¡Tiberio está exigiendo que le den la diadema real!». Una acusación manifiestamente absurda, pero que había calado: según sus adversarios, si Tiberio se salía con la suya impunemente, conseguiría tal cantidad de poder y partidarios que nada podría impedir que se convirtiera en tirano o rey. A las mentes de los senadores acudieron los ejemplos de Espurio Casio y Manlio Capitolino, que habían intentado alcanzar la tiranía en 485 y 384 y lo habían pagado con su vida, o el de Agatocles de Siracusa que había empezado como demagogo para convertirse finalmente en tirano.

Násica se dirigió al cónsul Mucio Escévola y le exigió que hiciera algo para pararle los pies a Tiberio Graco. Escévola respondió que no autorizaría la ejecución de un ciudadano romano sin juicio previo. En ese momento, Násica exclamó: «¡Puesto que el cónsul traiciona a la República, quien quiera protegerla que me siga!». Después se echó la toga sobre la cabeza y se la ciñó a la cintura a la manera gabina, tal como hacían los sacerdotes en los sacrificios, sugiriendo así que lo que estaba dispuesto a hacer era un sacrificio humano en nombre del bien común.

Muchos senadores se remangaron las togas y, armados con porras y palos, corrieron tras Násica por la falda del Capitolio hasta el lugar donde se encontraba Tiberio. Los seguidores de este también habían venido con armas, pero los senadores cargaron con tal ímpetu que se abrieron paso entre ellos como un ariete y los dispersaron. Eran menos, ciertamente, pero una minoría articulada y decidida a menudo puede amedrentar a una mayoría desorganizada. Además, eran nobles criados en la ética de la competencia violenta y de la guerra, y seguramente habían traído con ellos a muchos de sus clientes para hacer de matones.

Tiberio trató de huir. Alguien agarró su toga; él se desprendió de ella y escapó tan solo con la túnica. Pero el pánico desatado entre la multitud había provocado muchas caídas, y Tiberio tropezó de bruces sobre varios cuerpos que yacían en el suelo. Uno de sus colegas como tribuno, Publio Satureyo, aprovechó para golpearlo en la cabeza con un palo, probablemente una pata arrancada de un banco. Después, como una bandada de buitres, lo rodearon más atacantes, y Tiberio ya no se levantó.

Ese día perecieron con él más de trescientas personas por golpes de palos y de piedras, ninguno por herida de espada, según Plutarco. Quizá parezcan demasiadas víctimas para no haberse utilizado armas blancas, pero es posible que muchos sucumbieran aplastados o asfixiados en las estampidas provocadas por el pánico.

Se podría alegar que la muerte de Tiberio había sido un accidente debido a una escalada espontánea de violencia. Sin embargo, el hecho de que tantos senadores hubieran acudido armados a la sesión indica que se trató de una acción premeditada. También lo que hicieron con su cadáver y los de sus partidarios, que arrojaron al Tíber en lugar de enterrarlos. Además, los cónsules elegidos para el año siguiente no recibieron instrucciones de investigar el asesinato del tribuno, sino de detener y ejecutar a quienes habían compartido con Tiberio Graco la supuesta conspiración para alzarse con la tiranía.

Eso no significa que los enemigos de Tiberio se hubieran convertido en los amos de la ciudad sin más. Las tensiones seguían existiendo, y la facción favorable a Graco convirtió en blanco de su ira a Escipión Násica, que con su soflama en el templo de Fides había provocado aquel estallido de violencia. Para evitar problemas, el senado lo envió como embajador a Asia, a pesar de que siendo el pontifex maximus no tenía permitido salir de Italia. Násica nunca regresó de esa especie de exilio dorado y murió en Pérgamo poco tiempo después.

Pese a lo que se podría haber esperado, la muerte de Tiberio Graco no significó que sus leyes fueran anuladas. Su baja en la comisión de triunviros la cubrió el suegro de su hermano Cayo, Licinio Craso, que también fue elegido como nuevo pontifex maximus cuando se supo que el anterior, Escipión Násica, había fallecido. El hecho de que Craso recibiese un nombramiento tan importante demuestra que la facción de Graco mantenía influencia también en la élite senatorial, con dos importantes adalides: el propio Licinio Craso, que fue elegido cónsul en 131, y Apio Claudio, cabeza del poderoso clan de los Claudios.

No se sabe exactamente qué resultado dio el reparto de tierras que había iniciado Tiberio Graco. Aunque es un asunto que los historiadores siguen debatiendo, lo cierto es que en el censo del año 125 se registraron setenta y cinco mil personas más que en el 131, algo que habría hecho sonreír de satisfacción a Tiberio.

Hubo problemas, sin duda, para repartir las tierras, sobre todo porque no era fácil demostrar cuáles eran públicas o privadas. Además, los propietarios itálicos que no eran ciudadanos romanos crearon su propio grupo de presión para evitar que les confiscaran sus terrenos, y encontraron un valedor en Escipión Emiliano.

Para este era una buena forma de recuperar con los aliados la popularidad que había perdido entre el pueblo romano por oponerse a Tiberio. Todo había empezado en Numancia, cuando le llegó la noticia de la muerte de su cuñado y respondió con un verso de Homero en el que la diosa Atenea decía de Egisto, el asesino de Agamenón: «¡Que así perezca todo aquel que cometa acciones semejantes!».

Ya de regreso en Roma, el tribuno Papirio Carbón le preguntó qué opinaba de lo que le había ocurrido a su cuñado. Escipión contestó que, a su parecer, Tiberio Graco había muerto justamente. Cuando el pueblo reunido en la asamblea empezó a abuchearlo, él respondió en tono altivo: Taceant quibus Italia noverca est!, «Que callen todos aquellos para los que Italia no es más que una madrastra».

Desde ese momento, Escipión perdió mucho apoyo entre el pueblo. Así lo prueba lo ocurrido cuando se decidió el mando para una guerra en Asia contra Aristónico: únicamente dos de las treinta y cinco tribus votaron a Escipión, pese a que todos sabían que no había en Roma ningún general más prestigioso y capacitado que él.

En el año 129, los aliados que temían perder sus tierras presionaron ante Escipión para que les echara una mano. Él presentó ante el senado una ley para que los litigios sobre tierras públicas que afectaran a los socii no se resolvieran en la comisión de triunviros, sino en otro tribunal. En la práctica, eso habría supuesto el final de la ley agraria, pues habría dejado sin competencias a los triunviros, que se opusieron furibundamente a la propuesta de Escipión.

En esta ocasión, Escipión tuvo que oír en el Foro los gritos que había escuchado su cuñado en el senado: «¡Abajo con el tirano!». Después regresó a su casa para componer el discurso con el que defendería su propuesta al día siguiente.

Nunca llegó a pronunciarlo. Por la mañana apareció muerto en su cama. A su lado estaban las tablillas en las que iba a anotar las ideas para el discurso.

Pese a que Escipión ya no era tan querido como antaño, su fallecimiento causó una gran consternación en Roma y pronto empezaron a propalarse extraños rumores. Para algunos se había suicidado porque era incapaz de soportar que se opusieran a su ley y lo llamaran tirano. Pero muchos otros aseguraban que su cuerpo presentaba marcas de violencia, indicio de que lo habían asesinado, tal vez estrangulándolo. Se sospechó de su esposa Sempronia, con la que no se llevaba bien —según Apiano, porque era fea y no le había dado hijos—, y que además era la hermana de Tiberio Graco. También de la madre de este y suegra del finado, Cornelia. Hubo asimismo quienes señalaron a los triunviros, y en particular a Papirio Carbón, de quien todavía en tiempos de Cicerón se decía que había sido el asesino.

En cualquier caso, el asunto ni siquiera se investigó. La muerte del mayor general de su época es uno de esos misterios históricos que, probablemente, nunca se resolverá.

CAYO GRACO

La carrera política del menor de los Graco empezó a una edad muy temprana, cuando su hermano lo nombró uno de los triunviros encargados de llevar a cabo la reforma agraria. Estaba considerado un gran orador, y la primera ocasión en que pronunció un discurso importante fue en el año 131, cuando Papirio Carbón, amigo de la familia, presentó una propuesta para que la reelección de un tribuno de la plebe dos años seguidos se convirtiese en legal.

La intención de esta medida era obvia: evitar que en el futuro se repitiese lo que le había ocurrido a su hermano Tiberio. Cayo defendió la causa con gran elocuencia, pero por aquel entonces Escipión todavía estaba vivo y poseía influencia suficiente como para impedir que se aprobara la medida.

En el año 126, Cayo fue elegido cuestor y se le destinó a Cerdeña bajo el mando del cónsul Aurelio Orestes. Allí permaneció dos años, uno más de lo debido, porque la facción predominante en el senado prefería mantenerlo fuera de la ciudad.

En 124, dispuesto a presentarse a las elecciones a tribuno, Cayo regresó a Roma sin haber recibido autorización para abandonar su puesto en Cerdeña. Sus enemigos lo denunciaron ante los censores, y también intentaron involucrarlo en la revuelta de la ciudad aliada de Fregelas, que se había producido poco antes.

A pesar de todo, ambas maniobras resultaron inútiles. Cayo fue absuelto de las acusaciones y consiguió ser elegido como el cuarto tribuno más votado para el año 123. Durante su mandato llevó ante la asamblea muchas más propuestas que su hermano, pero aun así una legislatura no le pareció suficiente. A esas alturas, no queda muy claro en qué momento se había aprobado por fin el plebiscito que permitía reelegir a los tribunos. Cayo aprovechó para presentarse por segunda vez y ganó.

Gracias a sus dos años de tribunado, Cayo pudo introducir una serie de medidas que tenían mucho más alcance que las de su hermano Tiberio. Si este se había planteado solucionar un problema determinado —el descenso del número de ciudadanos que podían ser reclutados en las legiones—, Cayo tenía una visión más general de lo que quería para Roma. Sus leyes también iban encaminadas a cuestiones concretas, como el hambre, la corrupción judicial o la indefensión del pueblo llano; pero todas apuntaban en la misma dirección: restringir el poder del senado y aumentar el de la asamblea popular. Esto, en términos griegos, se habría llamado «más democracia», aunque en Roma nadie se habría atrevido a mencionar esa palabra.

No es fácil saber en qué orden presentó Cayo sus medidas, pues las fuentes que nos han llegado tienden a ser algo descuidadas en la cronología. Parece que una de las primeras fue prohibir que cualquier persona que hubiera sido expulsada de una magistratura pudiera desempeñar otra en el futuro. Aquel proyectil iba apuntado directamente a la frente de Octavio, el tribuno que había intentado boicotear con su veto la ley agraria de su hermano. Pero no solo a él: cualquier senador que se opusiera frontalmente a la asamblea del pueblo se arriesgaba a que un tribuno lo depusiera del cargo y arruinara así su carrera política. Aquella medida era un boquete abierto directamente bajo la línea de flotación del senado.

No fue la única en ese sentido. Hasta entonces, los tribunales que juzgaban por corrupción y extorsión a los magistrados que gobernaban las provincias estaban compuestos exclusivamente por senadores. Siguiendo la máxima de «perro no come perro», esos tribunales solían absolver a los encausados, ya que todos pertenecían al mismo orden.

Aunque los detalles no están del todo claros, la reforma que introdujo Cayo excluía a los senadores de esos tribunales. ¿Con qué jueces los sustituyó? No con miembros de las clases más humildes, que carecían de formación y tiempo para dedicarse a una actividad que no estaba remunerada. Los nuevos jueces eran équites o caballeros, personas acomodadas que pertenecían al llamado orden ecuestre.

LOS ÉQUITES Y LOS NEGOCIOS

El origen de la clase social de los équites se remonta a los tiempos casi legendarios de la monarquía. Dentro de las ciento noventa y tres centurias que se reunían en los comicios centuriados, las primeras dieciocho recibían de la ciudad el llamado «caballo público», que en realidad no era un caballo, sino el dinero necesario para comprar y mantener un corcel de guerra.

Con el tiempo, el ejército romano confió cada vez más en la caballería de los aliados, de modo que los équites se separaron de su estricto origen militar y se convirtieron en una clase social formada por la élite de la que salían los gobernantes y mandos militares.

En el año 218, por la lex Claudia —llamada así por el tribuno que la presentó, Quinto Claudio— se estableció que ni los senadores ni sus hijos debían enriquecerse en actividades comerciales. Para evitar que lo hicieran, se les prohibía poseer barcos con capacidad para más de trescientas ánforas, el equivalente a unas ocho toneladas de carga. Se suponía que una nave de ese tamaño le bastaría a un senador para transportar los productos de sus fincas, pero no para dedicarse al comercio a gran escala.

El espíritu de esta ley era sencillo. Los políticos que decidían sobre guerras en escenarios cada vez más alejados no debían beneficiarse económicamente de ellas. Los romanos ya eran bastante belicistas de por sí como para añadir el señuelo de la riqueza de ultramar.

Desde entonces, a los senadores únicamente se les permitió invertir sus riquezas en tierras y bienes inmuebles. En cambio, el resto de los miembros de las centurias de caballeros podían dedicarse a todo tipo de actividades comerciales y empresariales, y aprovecharon esa oportunidad para enriquecerse.

Para ello, los équites crearon compañías que, entre otras actividades, explotaban minas, realizaban obras públicas y se encargaban de fabricar y vender material para las legiones. El negocio más rentable —aunque también arriesgado— era cobrar los impuestos en las provincias conquistadas para después entregárselos al Estado. Por eso los publicani o publicanos que los recaudaban se convirtieron en los miembros más influyentes del orden ecuestre.

La separación entre ambas clases se acentuó a partir del año 129, cuando los senadores dejaron de pertenecer al orden ecuestre: por la lex reddendorum equorum, todo aquel que quisiera ejercer una magistratura debía renunciar a su caballo público. El caballo constituía tan solo un símbolo. La verdadera elección consistía en decidir entre el honor y el poder político de los senadores y la riqueza y la influencia económica de los équites.

A finales de la República, el orden ecuestre se había convertido en una aristocracia de segundo nivel que exhibía sus propios signos externos de honor, como el anillo de oro y la trábea, una toga blanca con una banda púrpura, más estrecha que la de los senadores. Dentro de la élite romana, los équites formaban la parte mayoritaria que prefería no aparecer en el primer frente de la política, pero eran tan numerosos y manejaban tantos recursos económicos que constituían un grupo de presión al que había que tener en cuenta. Además, équites y senadores se relacionaban por amistades y vínculos familiares, y los nuevos senadores salían de las filas del orden ecuestre. Aunque había roces entre ambos estamentos, si era necesario, se unían contra las clases inferiores, que constituían la gran mayoría de la sociedad romana.

Esta reforma de Cayo Graco pretendía acabar con la impunidad de los gobernadores provinciales, y en buena medida lo consiguió. Pero el hecho de que los équites formaran los tribunales no tardó en dar lugar a su propia corrupción.

Pese a que cada vez dominaba un imperio más extenso, la República romana no tenía funcionarios que recaudaran impuestos en las provincias, por lo que esta misión la llevaban a cabo sociedades de publicanos que en su mayoría pertenecían al orden ecuestre. Dichas sociedades pujaban entre sí y pagaban un dinero por adelantado para que se les otorgara la concesión.

Para recuperar la inversión inicial y obtener ganancias, los publicanos apretaban las clavijas a los habitantes de las provincias, a menudo hasta llegar a la extorsión pura y dura. En ese sentido, la provincia de Asia era paradigmática, y llegó a convertirse en una gallina de los huevos de oro a la que los publicanos tenían agarrada por el cuello hasta casi asfixiarla. Cuando un gobernador intentaba evitar estos abusos (algo que tampoco ocurría tan a menudo), ya sabía lo que le esperaba a su regreso a Roma: acusación por corrupción y juicio ante un tribunal formado por équites. El veredicto solía ser de culpabilidad, y la pena el destierro más una multa por el doble de lo supuestamente robado.

Probablemente Cayo Graco no había previsto esta consecuencia negativa de su reforma, pero sí sabía que estaba atentando contra el poder del senado y que eso le iba a granjear muchos enemigos, como a su hermano.

Otra medida que pretendía controlar el poder omnímodo del senado era la lex de provinciis consularibus. Hasta entonces, las provincias las asignaba el senado cuando los cónsules ya habían sido elegidos, lo que daba lugar a todo tipo de manipulaciones y corruptelas. Algunos cónsules intrigaban para conseguir las provincias que querían gobernar, a menudo por motivos espurios —básicamente, llenarse los bolsillos—. En otras ocasiones el senado se libraba de un cónsul molesto enviándolo lejos de Roma; así había hecho por ejemplo mandando a la Galia a Fulvio Flaco, miembro de la facción de los Graco.

Por la ley de provinciis, a partir de entonces, el senado tendría que asignar las provincias antes de las elecciones. La norma no era inflexible: si surgía una emergencia militar, podía cambiarse la provincia para asignársela a un general mejor. La ley no debió de funcionar mal, porque se mantuvo hasta el consulado de Pompeyo en el año 52.

Las medidas de Cayo también procuraron mejorar el destino de los jóvenes soldados. Por un lado, se prohibió reclutar a ciudadanos menores de diecisiete años, y por otro, el Estado se comprometía a proporcionar a los legionarios ropa y equipo sin descontárselo de la paga; algo que les venía muy bien teniendo en cuenta que cada vez se alistaba a gente más pobre.

La reforma agraria de su hermano había beneficiado sobre todo al proletariado del campo, no al de la ciudad. Por eso Tiberio no había contado con demasiadas simpatías entre la llamada plebe urbana. Pero Cayo no estaba dispuesto a que le ocurriera lo mismo.

El principal problema de la gente que vivía en la ciudad de Roma era asegurarse la comida diaria. Periódicamente se producían carestías de trigo que, por un motivo o por otro, hacían subir de forma desmesurada el precio del grano. A veces se debía a los piratas que robaban cargamentos de cereal, y otras a los esclavos que se sublevaban en Sicilia, uno de los principales graneros que suministraba a la urbe.

La crisis más reciente se había producido poco antes del tribunado de Cayo. En el año 124, una terrible plaga de langosta se abatió sobre el norte de África, provocando doscientas mil muertes en la zona de Cartago y Útica.[9] Esa nueva carestía decidió a Cayo a presentar una lex frumentaria, término que proviene de la palabra latina frumentum, «trigo». Por dicha ley, el Estado se obligaba a adquirir trigo y vendérselo a los ciudadanos a un precio fijo y bastante asequible. Con el fin de que siempre hubiera excedentes de trigo, este se almacenaría en graneros públicos. Al parecer, no se llegaron a construir, lo que hace pensar que el Estado alquiló silos privados.

La lex frumentaria hizo que la popularidad de Cayo entre la plebe urbana subiera como la espuma. A cambio, sus adversarios le atacaron con el argumento de que solo pretendía sobornar al pueblo romano e iba a malcriarlo.

Durante el segundo tribunado de Cayo, sus adversarios recurrieron a una nueva estrategia y consiguieron que saliera elegido como tribuno de la plebe uno de los suyos, Livio Druso. Este, actuando como peón del senado, se propuso superar a Cayo en popularidad y presentó propuestas tan demagógicas que muchas no se podían cumplir. De entrada, propuso abolir el canon casi simbólico que pagaban quienes habían recibido parcelas por la reforma agraria de Tiberio. Después, cuando Cayo planteó establecer tres colonias, dos en Italia y una en África, Druso propuso fundar doce, todas ellas en suelo italiano.

Que no hubiera tierras disponibles en la península para tantas colonias a él le daba igual. Lo importante era que así se ganaba el fervor del pueblo. Además, Druso tenía mucho cuidado de declarar en todo momento que no actuaba así en su propio nombre para ganarse el favor de la gente, sino en nombre del senado. En otras palabras, que no pretendía convertirse en el amo de Roma como los hermanos Graco.

Casi todo esto ocurrió mientras Cayo se hallaba fuera de la ciudad supervisando la creación de la colonia de Junonia, en África. Se supone que como tribuno de la plebe no podía ausentarse de Roma, pero al parecer el senado le otorgó una dispensa que no venía nada mal para los planes de sus opositores.

Cuando regresó a la urbe, no tardó en comprobar que la situación había cambiado. Al ver que su popularidad estaba en declive, Cayo se mudó de su mansión del Palatino a una casa en la zona baja de la ciudad, no muy lejos del Foro, un barrio mucho más popular. Poco después, presentó una propuesta para otorgar la plena ciudadanía romana a los habitantes del Lacio y derecho de voto al resto de los aliados que residieran o estuvieran de paso en la ciudad.

No se trataba una medida tan revolucionaria, sobre todo en el caso de los latinos, que compartían desde hacía siglos idioma, religión y muchos vínculos culturales con los romanos. Pero en esta ocasión a Cayo le traicionó el cónsul Fanio, que hasta entonces había sido amigo y partidario suyo. Fanio habló contra la propuesta de Cayo utilizando argumentos xenófobos que convencieron a muchos votantes. «¿Queréis ver la ciudad llena de extranjeros que os quiten el asiento en el teatro y el circo?», vino a decirles. Al poco tiempo, él mismo proclamó un edicto para expulsar de la ciudad a todo aquel que no fuera ciudadano romano.

Cuando llegaron los comicios para elegir los tribunos de 121, Cayo intentó presentarse de nuevo, pero no consiguió que lo votaran por tercera vez. Para empeorar las cosas, los nuevos cónsules eran ambos enemigos suyos: Fabio Máximo y, sobre todo, Lucio Opimio.

Durante el año 121, sus adversarios intentaron derogar parte de su legislación. La única influencia que le quedaba a Cayo era la que le otorgaba su puesto de triunviro en la comisión para la ley agraria. Pero incluso aquí empezó a verse en apuros, porque el senado se las arregló para atraerse a su bando también a Papirio Carbón, uno de los miembros de la comisión que hasta entonces había sido partidario ferviente de los Graco.

ESTADO DE EXCEPCIÓN

La crisis final estalló por culpa de Junonia, la colonia que se había fundado en tierras de Cartago por iniciativa de Cayo. El tribuno de la plebe Minucio presentó una propuesta para desmantelarla, alegando auspicios desfavorables para demostrar que los dioses se oponían a la existencia de esta fundación colonial. Se suponía que el sitio era de mal agüero de por sí, pues cuando Escipión arrasó Cartago había arrojado una maldición sobre el lugar para que sirviera tan solo como tierra de pasto. (Ya hemos visto que lo de sembrarlo con sal era una exageración retórica).

Cayo Graco comprendió que se jugaba su supervivencia política en esta cuestión. El día en que se debía votar si la colonia seguía adelante o no, decidió tomar un papel activo en la asamblea, aunque ya no fuese tribuno de la plebe. Como no tenía intenciones de acabar como su hermano, se rodeó de amigos armados e hizo venir como refuerzo a muchos partidarios suyos del campo. Después, se situó hombro con hombro con su aliado Fulvio Flaco en una posición estratégica que dominaba el Foro, junto a un pórtico recién construido en la ladera del Capitolio.

Entonces se produjo un extraño incidente. Un hombre llamado Antilio que cargaba con vísceras para un sacrificio se acercó al grupo que rodeaba a Cayo Graco y empezó a exclamar: «¡Abrid paso, escoria! ¡Abrid paso!». Los ánimos estaban ya caldeados, y los partidarios de Cayo mataron a Antilio con los mismos punzones que se utilizaban para escribir en las tablillas de voto.

De momento no hubo más violencia, porque un aguacero interrumpió la asamblea. Pero al día siguiente, el senado se reunió después de diversos disturbios en el Foro. Opimio pronunció un encendido discurso contra Cayo Graco, acusándolo de la muerte de Antilio, que —¡oh, casualidad!— era amigo suyo. Como respuesta, los senadores votaron una medida excepcional, el senatus consultum ultimum: un estado de emergencia por el que se concedía a los cónsules plenos poderes para restaurar el orden dentro de la ciudad, incluida la potestad de matar a ciudadanos sin juicio previo.

En la práctica, era Opimio quien debía actuar, ya que su colega se encontraba en la Galia. Sin vacilar, ordenó que al día siguiente todos los senadores se presentaran armados y acompañados por sirvientes, y dio la misma instrucción a los équites. Como ulterior refuerzo, según Plutarco, contrató a una unidad de arqueros cretenses que debían de encontrarse en las afueras para alguna campaña bélica.

Al enterarse de lo que se les venía encima, Cayo Graco y Fulvio Flaco se retiraron con los suyos a pasar la noche al Aventino, la colina donde, según la tradición, se habían instalado los primeros plebeyos que llegaron a Roma. Sus seguidores también llevaban armas, pues se las había distribuido Fulvio tomándolas del botín que había traído de su campaña del año 125 contra los galos que atacaban Marsella.

Al amanecer, Fulvio envió a su hijo Quinto al senado para que ejerciera de mediador. Opimio se limitó a exigir que depusieran las armas y se presentaran ante el senado para ser juzgados.

Cuando Quinto acudió por segunda vez con un mensaje de su padre, Opimio lo hizo encerrar. Después anunció que quien le trajera la cabeza de Cayo Graco recibiría su peso en oro, y ordenó a los senadores y a los équites que lo siguieran hacia el Aventino. Mientras avanzaban, los heraldos pregonaban a grandes voces que todos aquellos seguidores de Cayo Graco que entregaran las armas y se dispersaran serían perdonados.

Aquella última proclama hizo que muchos abandonaran a Graco, de modo que la batalla no tuvo historia, sobre todo cuando los arqueros cretenses empezaron a descargar andanadas de flechas sobre la multitud. Fulvio y su hijo mayor se escondieron en unos baños públicos, pero los encontraron y les dieron muerte. Esta es la versión de Plutarco; según Apiano, se refugiaron en casa de un amigo, pero acabaron igualmente mal.

En cuanto a Cayo, que en todo momento se había opuesto a utilizar la violencia, huyó con un esclavo llamado Filócrates hacia el viejo puente Sublicio y cruzó al otro lado del Tíber. Allí se refugió en un bosquecillo consagrado a las Furias. Al ver que tenía a sus perseguidores casi encima, Cayo ordenó a Filócrates que lo matara. El esclavo así lo hizo y luego se suicidó.

Una vez muerto Cayo Graco, alguien se apresuró a cortarle la cabeza. Pero no pudo cobrar la recompensa, ya que un tal Septimuleyo se la quitó, la clavó en una lanza y se la llevó al cónsul Opimio, que era amigo suyo. Al ponerla en la balanza descubrieron que pesaba bastante más de la cuenta, porque Septimuleyo la había rellenado de plomo para llevarse más oro.

Con la excusa del senatus consultum ultimum, Opimio no detuvo su sangrienta represión hasta que hubo matado sin juicio a tres mil seguidores de Graco. Todos sus cadáveres fueron arrojados al río y sus propiedades confiscadas. El destino de Quinto, el hijo de Fulvio, fue particularmente injusto, porque tras haber actuado de mediador, lo que debería haberle concedido inmunidad, el cónsul también lo mandó matar.

Como suprema ironía, tras este baño de sangre, Opimio consagró un templo a la diosa Concordia, lo que desató la indignación entre el pueblo. Un año después, cuando dejó de ser cónsul, el tribuno Decio Subulón lo llevó a juicio por haber ejecutado a ciudadanos romanos sin haberlos procesado legalmente.

Opimio alegó que no había hecho más que aplicar el decreto de emergencia del senado para salvar a la República, y salió absuelto. Sin embargo, su argumento no tenía base legal, como demostró Julio César sesenta años más tarde: el senado podía decretar lo que le diera la gana, pero no tenía autoridad para privar a ningún ciudadano de su derecho a apelar al pueblo en casos que implicaban la pena capital.

Así acabó, pues, el segundo de los hermanos Graco. Su muerte fue muy distinta de la Tiberio y llevó un paso más lejos la violencia intestina en Roma. Si Tiberio había caído bajo los garrotes en una reyerta que se podía calificar como disturbio callejero —pese a que en ella había participado un cónsul—, Cayo había muerto por la acción premeditada de un magistrado actuando como tal.

Durante un tiempo, pareció que la causa popular estaba perdida y que el senado había recuperado el poder de sus mejores épocas. Años después, en un discurso que le atribuye Salustio, el tribuno de la plebe Cayo Memio diría que en los últimos tiempos unos pocos, los oligarcas del senado, se estaban riendo a costa del pueblo.

Pero no era así. Como señala Andrew Lintott en el capítulo correspondiente de The Cambridge Ancient History, «la lección que los futuros populares podían extraer del destino de los Graco no era que el respeto por la ley y el orden fuesen esenciales, sino que necesitaban tener más fuerza y, sobre todo, el apoyo de magistrados con imperium».

En cualquier caso, el legado de los Graco no se borró de la noche a la mañana. Algunas de sus leyes, como la que establecía la colonia Junonia, fueron derogadas, pero otras se mantuvieron durante mucho tiempo. Además, su muerte los había convertido en ídolos del pueblo. Así se demostró cuando, veinte años después, uno de sus herederos ideológicos más extremistas, el tribuno Apuleyo Saturnino, intentó atraerse a las masas presentando ante el pueblo a un presunto hijo natural de Tiberio Graco.

Hablando de familia, la historia de los Graco no quedaría completa sin una referencia a su madre. Cornelia los sobrevivió a ambos y se retiró a la ciudad de Miseno, rodeada del respeto de la gente. Cuando murió, el pueblo le erigió una estatua de bronce. Pese a que era la hija del gran Escipión Africano, vencedor de Aníbal, la inscripción de la estatua no mencionaba eso, sino que simplemente decía con un orgullo que sigue resonando a través de los siglos:

CORNELIA, MADRE DE LOS GRACO

La lucha fratricida entre romanos no había hecho más que empezar. La violencia que se había iniciado con palos y porras se intensificaría hasta tal punto que las calles de Roma acabarían ensangrentándose a toque de corneta y señal de estandarte. Pero antes, la República tendría que superar graves amenazas externas. Una de ellas provenía del brumoso norte y la otra de las cálidas tierras de África. En las guerras que se libraron contra ambas se distinguieron dos personajes que se convertirían en el paradigma del odio mutuo y la discordia civil: Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila.