XI
LA GUERRA CIVIL
EL CAMINO HASTA EL RUBICÓN
Ahora que la Galia estaba pacificada, César podía volver sus ojos a Roma. Su intención desde el año en que fue cónsul (58 a.C.) era repetir en el cargo. Por las leyes de Sila, que seguían en vigor, no podía hacerlo hasta pasada una década. Cierto es que Pompeyo se había saltado todas las normas, ¡y de qué manera!, al convertirse en cónsul único en el 52, tan solo tres años después de compartir el cargo con Craso. Pero todo en la carrera de Pompeyo estaba lleno de irregularidades: legiones alistadas como ciudadano privado, triunfos otorgados sin ser pretor ni cónsul ni tan siquiera senador, incumplimiento de plazos…
En cambio César, al que sus enemigos consideraban el peor peligro para la República, podía jactarse de que, al menos nominalmente, respetaba las instituciones, y de que había accedido a las magistraturas suo anno, es decir, con la edad mínima que establecía la ley.
El plan de César era presentarse a las elecciones en otoño del 49 para convertirse en cónsul el 1 de enero del 48, día en que pensaba celebrar también su triunfo. El problema era mantener su inmunidad política hasta el preciso instante en que entrara en el cargo. Sabía que muchos enemigos políticos estaban acechando para llevarlo a juicio por sus actuaciones como cónsul. En particular, quien había sido su colega, Bíbulo, que había intentado anular todos sus decretos con pretextos religiosos. Por otra parte, Catón insistía en que César era culpable de crímenes de guerra y que había que entregarlo a los germanos para que se vengaran de él por haber detenido a sus embajadores en contra del derecho de gentes.
Aunque no lo condenaran en el sinfín de demandas que iban a presentar contra él, César sabía que si se dejaba envolver en esa telaraña judicial no lo elegirían como cónsul. Como dice una maldición que tal vez ya existía entonces: «Juicios tengas, ¡y los ganes!».
¿Qué haría César después de ese nuevo consulado? Aparte de reforzar su poder y debilitar el de sus enemigos, al salir del puesto tenía la opción de convertirse directamente en procónsul, lo que significaría que no iba a pasar un solo día durante los próximos años como ciudadano privado. Todavía había muchas campañas que llevar a cabo y muchas tierras que conquistar: al norte de Macedonia se extendía Dacia, y más al este los partos conservaban en su poder las águilas de las legiones de Craso, una afrenta que había que vengar.
César había presionado para que los diez tribunos del año 52 propusieran la ley que le iba a permitir presentarse como candidato in absentia, sin entrar en el pomerio, el recinto sagrado de Roma. Por desgracia para él, ese mismo año se había aprobado otro decreto que prohibía expresamente presentarse in absentia a cualquier ciudadano. Sí, Pompeyo había añadido una apostilla que eximía a César. Pero lo había hecho después de que la asamblea votara la ley, por lo que esa cláusula adicional tenía tanta validez legal como una pintada sobre la puerta de un burdel.
Para agravar las preocupaciones de César, el cónsul del año 51, Claudio Marcelo, había propuesto sustituirlo de inmediato por otro gobernador, ya que su misión había terminado. ¿Acaso no estaba en paz la Galia, tal como aseguraba el mismo César? Los tribunos partidarios de este amenazaron con vetar la ley, pero Marcelo consiguió aprobar otra propuesta para que el asunto volviera a discutirse en marzo del año 50. Para entonces habría otros tribunos, quién sabía si cesarianos o anticesarianos.
La oposición de Marcelo, como la de tantos otros senadores, se debía a una enemistad personal. Uno de sus motivos era que César había intentado obligarlo a divorciarse de su esposa Octavia, que era su sobrina nieta, para ofrecérsela a Pompeyo. En la política romana lo personal era más importante que lo ideológico, que prácticamente no existía. En una muestra del odio que sentía por César, el cónsul Marcelo había hecho flagelar a un miembro del senado de Novum Comum. Esta ciudad era una colonia fundada por César en el año 59 al norte del Po, y por su estatus sus habitantes eran ciudadanos romanos a los que no se podía azotar. La acción de Marcelo venía a decir que lo que había hecho César como cónsul no tenía validez ninguna. Y todavía agravó más su desafío al decirle a aquel hombre que corriera a la Galia a llorarle a su amo César y a enseñarle las cicatrices de los latigazos.
El temor que sentían muchos senadores en Roma era comprensible. Desde los orígenes de la República, el poder que ostentaban los magistrados fuera de la ciudad era mucho mayor que dentro del pomerio. Para demostrar que ese imperium apenas tenía cortapisas, al salir de Roma los lictores introducían hachas entre las varas de abedul de las fasces, demostrando que el magistrado al que escoltaban poseía poder de vida y muerte.
César llevaba ya nada menos que ocho años como procónsul en la Galia, al mando de un gran número de legiones. Durante todo ese tiempo su palabra había sido ley, como la de un monarca absoluto, y no había tenido que molestarse en negociar con facciones de senadores rivales ni litigar en los procesos del Foro. Cuando regresara a Roma, ¿se resignaría a revolcarse de nuevo en la arena de la lucha política como los demás o pretendería estar por encima de todos sentado en una especie de trono como un… rey?
Todo indicaba que no. Según Suetonio, en aquella época las personas que andaban cerca de César solían escucharle estas palabras: «Ahora que soy el primer hombre de la ciudad será más difícil sacarme del primer puesto al segundo que del segundo al último» (César, 29). Era su dignitas lo que estaba en juego.
Nuestra palabra «dignidad» apenas puede traducir un concepto tan rico y poderoso, que implicaba la suma de la reputación, la influencia y el estatus que poseía un ciudadano romano. La dignitas era como una cuenta bancaria inmaterial que se amasaba a lo largo de una vida entera, y que los enemigos políticos y personales podían robar como atracadores con una sola acción que a uno lo pusiera en vergüenza. En un caso así la salida era el suicidio, que en la cultura romana, sin llegar a los extremos del seppuku japonés, estaba muy ritualizado. De hecho, el origen de la misma República arrancaba de un suicidio por mantener la dignitas, el de la casta Lucrecia.
César, de momento, no estaba pensando en el suicidio. No obstante, conociendo al personaje, de haber sufrido un revés político o militar tan grave que le hubiera supuesto entrar en declive sin remedio, podemos apostar a que se habría arrojado sobre su espada.
Antes de recurrir a medidas tan drásticas y pensando en que en el año 50 los senadores pretendían discutir si le quitaba el cargo de procónsul y el mando de sus legiones, César necesitaba al menos un tribuno de lealtad inquebrantable que vetara cualquier medida del senado o de los cónsules contra él. «Lealtad inquebrantable» significaba pagar a alguien una nómina tan alta que no sintiera tentaciones de cambiarse de bando. César escogió a Cayo Escribonio Curión, un personaje que había compartido una juventud salvaje de juergas y apuestas con Marco Antonio y que estaba casado con Fulvia, la viuda de Clodio.
Según se decía, Curión estaba endeudado hasta las cejas. Aparte de su afición a las juergas, había gastado muchísimo dinero en los juegos funerales en honor de su padre. Para dicha ceremonia había hecho construir un anfiteatro temporal que fue el asombro de aquel año, el 52. «Anfiteatro» significa literalmente «teatro doble», y eso era el de Curión: dos teatros de madera unidos por un gran pivote que, con los espectadores sentados en sus asientos, giraban sobre ruedas y se unían. De ese modo se podía pasar sin levantar el trasero de ver una obra de teatro a contemplar cómo peleaban varias parejas de gladiadores.
César, que tanto había dependido del dinero ajeno al principio de su carrera, podía gastarlo ahora con liberalidad, así que liquidó las deudas de Curión pagando, según algunos autores, diez millones de sestercios. Haciendo salvedad de sus excesos de juventud, Curión era un político inteligente y un excelente orador. Aunque en los años anteriores se había opuesto a César en muchas ocasiones, ahora le resultó muy útil.
Por supuesto, en el ínterin, los enemigos de César no se quedaron mano sobre mano. Su mayor problema, si se veían obligados a enfrentarse a César, era que este tenía bajo su mando diez legiones que habían adquirido una gran experiencia en una campaña larga y dura. Teóricamente, como procónsul no podía sobrepasar con ellas los límites de la Galia Cisalpina, que de sus provincias era la más cercana a Roma. Pero teóricamente Sila tampoco podía marchar contra Roma con un ejército, y todo el mundo sabía cómo había terminado aquella historia.
Los optimates necesitaban no solo influencia política en Roma, sino también alguien con poder militar para oponerlo a César. Había alguien así, por supuesto: Pompeyo, el general precoz, vencedor de los piratas y de Mitrídates y conquistador de Asia. Aunque no gozara de las simpatías de los optimates, estos pensaban, y probablemente con razón, que Pompeyo era más torpe en el juego político que César y por eso mismo más fácil de manipular. De ahí que llevaran años sembrando cizaña entre él y su exsuegro. En teoría, los dos hombres seguían siendo amigos; pero el apoyo de Pompeyo a César en las sesiones del senado sonaba cada vez más tibio e hipócrita.[48]
Por supuesto, no debemos dividir simplemente el senado en dos bandos pro y anticésar; o, como acabaron siendo conocidos, cesarianos y pompeyanos. El juego político romano era cambiante y móvil como el mercurio. Los lazos que unían a unos senadores con otros eran tan complejos que dos enemigos mortales siempre tenían varios amigos y familiares comunes. Entre los extremos de odio y sumisión a César había un término medio en el que se movían muchos senadores moderados que admiraban los logros militares de César, pero que temían que acabara abusando de su poder.
Cuando se suscitó la discusión del mandato de César, Marcelo y los demás optimates propusieron que se enviaran inmediatamente nuevos gobernadores a sus provincias para relevarlo del mando. En lugar de oponerse frontalmente, Curión fue más astuto. Le parecía muy bien, anunció, que César renunciara a su mando y sus tropas. Pero Pompeyo debía hacer lo mismo con su proconsulado y con el ejército que mantenía en Hispania. De lo contrario, se convertiría en el único hombre en Italia al mando de tantas legiones, y de protector de la República, como había sido en la reciente crisis del 52, podría convertirse en una amenaza y un tirano.
Era una jugada arriesgada de César, que movía los hilos desde la distancia. ¿De verdad estaba dispuesto a renunciar a sus tropas? Sospecho que no, y que tenía previsto exactamente lo que sucedió. Los optimates se negaron a apoyar la propuesta de Curión, y este respondió vetando sistemáticamente la ley que pretendía quitar a César sus provincias.
Así fue pasando aquel año. Durante el verano, el senado decidió mandar dos legiones al este con la misión de reforzar la frontera con el imperio parto. Para ser equitativo, ordenó a cada uno de los dos grandes generales, César y Pompeyo, que contribuyeran con una unidad. Pompeyo decidió enviar la Primera, la misma que le había prestado a César el año de la revuelta de Ambiórix.
Como la Primera seguía bajo el mando de César, en la práctica este perdió dos legiones. Por si acaso, antes de separarse de la Primera gratificó a cada soldado con mil sestercios, una suma más que considerable. La otra legión que entregó fue la Decimoquinta, una de las más bisoñas, que se hallaba acantonada en la Galia Cisalpina y que fue sustituida en aquel puesto por la Decimotercera. Lo curioso fue que aquellas dos legiones no llegaron a viajar a Oriente y se quedaron en Italia, algo que a César le olió a chamusquina.
Las cosas seguían torciéndose para él. En otoño, su candidato a cónsul para el año siguiente fue derrotado. Para colmo, el censor Calpurnio Pisón se dedicó a purgar las filas del senado de supuestos corruptos cuyo verdadero pecado era ser partidarios de César. Así fue expulsado, por ejemplo, Salustio, el autor de La guerra de Yugurta.
A cambio, César pudo contar con el apoyo de Marco Antonio, que era amigo personal y que había servido con él en las Galias. Marco Antonio fue elegido miembro del colegio de augures, un cargo muy influyente, y también tribuno de la plebe para el próximo año, algo mucho más importante en la práctica para César.
Marco Antonio era un hombre extremado, de gran fuerza física, valiente en el combate —en más de una ocasión trepó el primero a una muralla— y amante del vino, las juergas y las mujeres. Cicerón lo acusaba también de haber tenido relaciones homosexuales con su amigo Curión. El odio entre Cicerón y Marco Antonio no hizo sino crecer con los años, y fue lo que finalmente le costó la vida al gran orador.
El 1 de diciembre del 50, justo antes de que entraran en su cargo los nuevos tribunos, entre los que se encontraba Marco Antonio, se volvió a votar la cuestión del mando de César. El resultado fue muy revelador. Aunque la mayoría de los senadores votaron que César debía abandonar su cargo tal como proponía Marcelo, cuando Curión planteó que tanto él como Pompeyo renunciaran al mismo tiempo a sus mandatos hubo trescientos setenta votos a favor y únicamente veintidós en contra.
Era evidente que la cámara estaba en contra de César, pero por otro lado deseaba evitar una guerra civil. En su mezcla de odio y temor por César, los senadores se hallaban convencidos de que si entraba con sus legiones en Italia y Roma bañaría las calles de sangre, como habían hecho primero Mario y después Sila.
El espíritu del momento lo representa bien esta carta que Cicerón, recién llegado de Cilicia, le escribió a su amigo Pomponio Ático:
Tengo mucho miedo por la República. Hasta ahora no he encontrado a casi nadie que no piense que es mejor conceder a César lo que pide que luchar contra él. Sus demandas son desvergonzadas, pero tienen más validez de la que suponíamos. ¿Por qué íbamos a empezar a oponernos a él justo ahora? […] Me preguntarás: «¿Qué piensas tú?». No lo mismo que voy a decir. Pues pienso que hay que hacer lo que sea con tal de no llegar a las armas, pero diré lo que diga Pompeyo, aunque no lo haré humillándome. (Ad Att., 7.6).
Durante todo el conflicto, Cicerón no dejó de ejercer de mediador. Como intelectual y estudioso de la filosofía, le resultaba imposible no analizar los argumentos de César y de sus adversarios y ver en qué acertaban y en qué fallaban. Por otra parte, era un hombre de paz. Si al final, cuando ya había estallado la guerra, eligió el bando anticesariano fue porque se sentía obligado moralmente con Pompeyo, que había conseguido que volviera de su exilio.
En cuanto al propio Pompeyo, no dejaba traslucir ningún temor. Cuando se le planteaba qué ocurriría si César declaraba la guerra, contestaba: «¿Y qué puede pasar si mi hijo me ataca con un palo?». Otra de sus frases jactanciosas sobre este asunto era: «No tengo más que dar un pisotón en cualquier parte y brotarán ejércitos del suelo de toda Italia».
Pese a la votación que obligaba a César y a Pompeyo a renunciar a sus mandos al mismo tiempo, los optimates no estaban dispuestos a rendirse. A finales de año, César se había desplazado a la Galia Cisalpina, donde estaba más cerca de Roma y podía controlar mejor la situación política. De paso, cosechaba apoyos en aquella provincia por si las cosas se ponían feas para él. Aprovechando ese viaje, sus enemigos hicieron correr el rumor de que se hallaba en camino con cuatro legiones para invadir Italia, cuando en realidad en la Cisalpina solo estaba la Decimotercera, que había sustituido a la Decimoquinta.
Para contrarrestar esta supuesta invasión, uno de los cónsules viajó a la Villa Albana donde se alojaba Pompeyo, le entregó una espada en un gesto simbólico y le urgió a defender la República. También le concedió el mando de las dos legiones que había cedido César y que seguían en Italia, y le pidió que reclutara más tropas.
En respuesta a estos movimientos, César viajó con la Decimotercera a Rávena, muy cerca de la frontera de la Cisalpina. Y, ahora sí, ordenó a dos legiones más, la Octava y la Duodécima, que acudieran desde sus cuarteles de invierno en la Galia, y a otras tres de sus unidades que permanecieran atentas a sus instrucciones cerca de la frontera sur. Aun así, él también quería evitar la guerra, por lo que propuso un nuevo trato a sus rivales: estaba dispuesto a entregar la Galia, siempre que le permitieran mantener las provincias de la Cisalpina y de Iliria con dos legiones hasta que se convirtiera en cónsul.
A Pompeyo el acuerdo no le pareció mal, pero los optimates también lo rechazaron, pues lo que querían evitar precisamente era que César se convirtiera en cónsul en el 48.
El 1 de enero, los nuevos cónsules Cornelio Léntulo y Claudio Marcelo —otro Marcelo, y ya iban tres seguidos— tomaron posesión de sus cargos. En la sesión del senado de aquel día apareció el extribuno Curión, que había recorrido cuatrocientos kilómetros en tres días para traer una carta de Julio César desde Rávena. Sus adversarios se negaron a que se leyera en alto, pero Marco Antonio, que ya era tribuno, se empeñó en hacerlo, y todo hace sospechar que su voz era poderosa como la del mítico Esténtor.
En la carta, tras presentar un breve relato de lo que había hecho por la República a lo largo de su carrera, César insistía en que únicamente entregaría su mando si Pompeyo hacía lo propio al mismo tiempo. Los optimates, que habían interrumpido la lectura con abucheos constantes, no permitieron siquiera que se votara esta propuesta. A cambio sí se votó la moción del suegro de Pompeyo, Metelo Escipión: o César renunciaba inmediatamente a su mando y sus legiones o sería declarado enemigo público.
Entre las presiones de los optimates durante las semanas previas y el tono desafiante de la carta, que no agradó a nadie —y que probablemente sonaba todavía más retador en boca de Marco Antonio—, muchos de los senadores que habían apoyado que Pompeyo y César renunciaran a la vez al proconsulado cambiaron de opinión y apoyaron la propuesta de Escipión.
Por supuesto, Marco Antonio y el otro tribuno cesariano, Cayo Longino, vetaron la ley. Pero no sirvió de nada. La tensión siguió creciendo y unos días después, el 7 de enero, el senado aprobó el senatus consultum ultimum por el que otorgaba plenos poderes a los cónsules y, sobre todo, a Pompeyo para proteger la República. En esa misma sesión se destituyó a César y se nombró a Lucio Domicio Ahenobarbo nuevo gobernador de la Galia.
Como era de esperar, Antonio se levantó y exclamó: «¡Veto! ¡Veto!». El cónsul Léntulo ordenó a Antonio y a Casio que se marcharan de allí, pues no les garantizaba su seguridad. Esta es la versión de Apiano; en la de Plutarco los lictores de Léntulo sacaron a Antonio a rastras. Este puso a los dioses por testigos de que el cónsul estaba cometiendo un sacrilegio contra la inviolabilidad de los tribunos y predijo mil males para la República.
Curión y Casio lo siguieron. Esa misma noche, los tres viajaron a Rávena disfrazados de esclavos en un carro alquilado. Cuando llegaron ante César y le informaron, él no dejó que se lavaran ni se cambiaran de ropa. Vestidos de esa guisa, los dos tribunos pasaron ante las tropas de César mientras este explicaba a sus soldados que sus enemigos estaban dispuestos a todo, incluso a ponerle las manos encima a un tribuno de la plebe y a echarlo de la ciudad. ¿Y todo por qué? Por acabar con él y con su dignitas.
Por supuesto, César no olvidó añadir que también la dignitas de sus soldados estaba en juego, y ellos lo aclamaron, dispuestos a seguirlo adonde fuese. Llevaban con él casi desde el principio de la guerra en las Galias, se habían salvado con él del desastre en el río Sabis, habían pisado la temible Germania y la misteriosa Britania y habían vencido a Vercingetórix. Además, César les había llenado los bolsillos y les había subido la paga, y confiaban en que miraría por su futuro. Por el contrario, los optimates que decían hablar en nombre de la legítima República seguramente no querrían saber nada de ellos cuando estuviesen licenciados. Al fin y al cabo, muchos de ellos provenían del valle al norte del Po. César los consideraba romanos, pero sus enemigos insistían en que eran bárbaros galos.
César, por supuesto, sabía lo que pensaban sus hombres, porque para eso se había esforzado por manipular sus emociones. No de manera fría, como un sociópata: todo indica que sentía verdadero afecto por sus tropas. Tenía fama de que imponía una disciplina muy severa a la hora de combatir o trabajar, cuando de verdad importaba, y que en el resto de las ocasiones dejaba a sus soldados cierta libertad. El equilibrio entre el palo y la zanahoria era muy delicado: los soldados odiaban a los generales que se excedían con la disciplina, como Pompeyo Estrabón —cuyo cadáver había acabado arrastrado por los suelos—, pero despreciaban a los que no sabían imponerse, como aquel Valerio Flaco contra el que sus soldados se amotinaron instigados por Fimbria. En ese equilibrio había dos verdaderos maestros, los mismos que consiguieron llevar a sus soldados contra la República: Sila y César.
¿Qué hacer a continuación? Por el decreto del senado, Pompeyo estaba autorizado a alistar todas las legiones que quisiera para marchar contra César. Este, sin embargo, sabía que esas tropas no iban a brotar del suelo como alardeaba Pompeyo, sino que hacía falta un tiempo para reclutarlas y organizarlas.
Lo que esperaban sus adversarios era que César se hiciera fuerte con el grueso de sus legiones en la Cisalpina o incluso más allá de los Alpes. Pero él, como siempre, prefirió actuar rápido, anticiparse a sus enemigos y hacer lo inesperado.
Tras recibir las noticias de Marco Antonio y dar instrucciones con discreción a sus soldados, César pasó el resto del día a la vista de la gente: fue al teatro, vio practicar a unos gladiadores y asistió a un banquete, de modo que los espías del senado no repararan en ninguna actividad extraña. Pero después se disculpó con sus invitados y se marchó más temprano de lo habitual en esos casos. Sus tropas, entretanto, ya se habían puesto en marcha con todo sigilo.
Era la noche del 11 de enero del año 49 a.C., una de las fechas más señaladas de la historia. Tras salir de Rávena, César se dirigió hacia el sur en un carro alquilado para no despertar sospechas. A poca distancia de allí había un río llamado Rubicón, donde lo aguardaban los hombres de la Decimotercera y sus trescientos jinetes, seguramente los germanos de su escolta en los que tanto confiaba.
El Rubicón era poco más que un arroyo y no tenía mucho de especial, salvo el hecho de que marcaba la frontera de Italia con la Cisalpina.
Las versiones sobre lo que sucedió a continuación varían bastante. Al parecer, César se quedó dubitativo, y dijo a sus hombres: «Todavía podemos regresar. Pero si atravesamos este pequeño puente, a partir de ahora todo tendremos que hacerlo por las armas».
¿Se quedó vacilando realmente? ¿Se trataba de un gesto teatral para la posteridad? No hay modo de saberlo. Es posible que al acercarse a la orilla del río sintiera cómo se le encogía el estómago. Llevaba diez años ostentando el imperium, aquel poder ejecutivo que los romanos consideraban casi mágico. Hasta allí, César todavía podía alegar que lo conservaba: sus tribunos habían vetado la moción del senado que le arrebataba el mando y lo convertía en enemigo público. Aunque los senadores se hubieran empeñado en seguir adelante, no se podía ir contra el veto tribunicio, que era sagrado. Pero si daba un paso más, él mismo se despojaría de su imperium, y él y sus soldados quedarían oficialmente fuera de la ley.
Por fin, en griego o en latín según las fuentes, César exclamó: «¡Los dados están en el aire!»,[49] y cruzó el puente. Sus tropas lo siguieron. Acababa de empezar otra guerra civil.
CAMPAÑA RELÁMPAGO
César pilló con el pie cambiado a los optimates y a Pompeyo. A decir verdad, este había confiado en alcanzar una solución negociada con su antiguo socio. Por eso, pese a su bravata de que con una patada haría brotar legiones del suelo, no se había molestado todavía en reclutarlas. Además, la actitud de sus últimos años ejerciendo a distancia el gobierno de Hispania hace sospechar que a Pompeyo le apetecía llevar una vida tranquila, gozando de sus triunfos sin tener que pasar las privaciones de la milicia: recuérdense las críticas que le hacían por dedicarse a hacer turismo con su difunta esposa Julia en lugar de administrar su provincia.
Cuando se supo que César había entrado en Italia con tropas armadas, en Roma cundió el pánico. Nadie esperaba que los acontecimientos se aceleraran de aquel modo. Estaban en enero; realmente era otoño, porque el calendario andaba adelantado, pero seguía siendo mala época para una campaña militar. Pronto empezaron a llegar refugiados a la ciudad. Como solía ocurrir en aquellos casos, entre la gente corrieron relatos de portentos diversos: rayos que caían sobre los templos, sangre que llovía del cielo o estatuas que sudaban.
Cuando los optimates preguntaron a Pompeyo cuáles eran sus planes de defensa, descubrieron que el veterano general se tomaba las cosas con mucha calma. En teoría, disponía de diez legiones. Pero siete se hallaban en Hispania, y en Italia tan solo había una de reclutas muy bisoños y las dos que habían servido con César, cuya fidelidad resultaba algo dudosa.
Para indignación de sus recientes aliados, Pompeyo les dijo que tenían que evacuar Roma y reagruparse en el sur de Italia. Si era necesario, incluso cruzarían a Grecia. ¿No era lo mismo que había hecho Sila, un optimate como ellos que al final había logrado derrotar al bando de los populares? La verdadera República estaba en los corazones de los romanos, y eran los hombres y no los edificios quienes ganaban las guerras.
Pompeyo declaró el estado de tumultus y añadió que consideraría un traidor a la República a todo senador que se quedara en Roma. Después salió de la ciudad por la vía Apia en dirección a Capua. Aunque fuera a regañadientes, los magistrados superiores marcharon tras él. Por supuesto, todos los senadores enemigos de César se unieron a su séquito. Pero también lo hicieron muchos que habían flotado entre dos aguas, convencidos de que César iba a entrar en Roma a sangre y fuego.
Todo ocurrió tan rápido que, por una negligencia inexplicable, Pompeyo y los demás magistrados olvidaron ir al templo de Saturno para llevarse el oro y la plata del tesoro público. Sin autoridades oficiales, la ciudad quedó abandonada a su suerte. Sus habitantes y los miles de refugiados que habían acudido en los últimos días aguardaban la llegada de César y sus represalias, que se adivinaban sangrientas.
Curiosamente, entre Pompeyo y César seguía sin existir nada parecido al odio, tan solo desconfianza y celos. Pompeyo envió a su rival una carta en la que le aseguraba que no tenía nada personal en su contra, sino que actuaba así para proteger la República, y le pedía que por el bien de todos renunciara a aquella absurda guerra.
César contestó que únicamente quería defender sus legítimas atribuciones, que le había concedido el pueblo soberano de Roma, y también su dignitas. De todos modos, insistía, si Pompeyo licenciaba a sus tropas, él haría lo mismo. Eso era innegociable para Pompeyo: él tenía que seguir siendo el más grande, y solo podría lograrlo debilitando a César lo bastante como para que dependiera de él para sobrevivir política y físicamente.
Los mensajeros seguían cruzando Italia de norte a sur. No obstante, una vez que César se había puesto en marcha ya no había nada que lo detuviera: sabía que su situación era muy delicada y que solo la velocidad y la sorpresa podían salvarlo en aquella auténtica huida adelante. Rápidamente dividió sus escasas tropas y mandó una parte de ellas con Marco Antonio contra la ciudad de Arretio para asegurarse el control de la vía Casia, que conducía a Roma a través de los montes Apeninos.
Él mismo siguió la vía Flaminia, que corría junto al Adriático. Tras tomar Arimino sin mayores problemas, entró en el Piceno, que a principios de febrero cayó en sus manos. Considerando que allí había nacido Pompeyo, para este debió resultar humillante que sus paisanos no ofrecieran apenas resistencia. En general, la gente acogía bien a César y las guarniciones se pasaban a su bando sin luchar. César, por supuesto, no permitía a sus tropas que tocaran nada a su paso: no habían entrado en Italia para saquear, sino para salvar a la República de unos tiranos (el mismo argumento que usaba el bando contrario).
Poco después se unió a él la Decimosegunda legión, duplicando así el número de sus tropas. César prosiguió su avance y tomó Ásculo también sin combatir. Después se dirigió hacia Corfinio, la ciudad que con el nombre de Italia había sido la capital de los aliados rebeldes durante la Guerra Social.
En Corfinio se encontraba Lucio Domicio Ahenobarbo, uno de sus más enconados enemigos personales. Ahenobarbo había salido de Roma para tomar posesión de la Galia, siguiendo el dictado del senado. Ya llevaba un tiempo intentando conseguir esa provincia, que en cierto modo consideraba una herencia familiar, pues su abuelo había sido el primero en derrotar a los arvernos y a los alóbroges en el año 122. Sin embargo, las tropas de César y Marco Antonio le cortaban el camino al norte, por lo que se había hecho fuerte en Corfinio.
Pompeyo le envió órdenes de renunciar a aquella plaza y dirigirse al sur, donde él ya se estaba concentrando con sus tropas en Brindisi para cruzar el Adriático. Ahenobarbo, que era un hombre muy testarudo, se negó, dispuesto a plantar una feroz batalla contra el odiado César.
Pero no hubo tal batalla. Cuando llegó César, que tenía ahora consigo a la Octava más otras veintidós cohortes galas y trescientos jinetes de Nórico, sus hombres empezaron a cavar para cercar la ciudad, una rutina más que habitual para ellos. Ahenobarbo se dio cuenta de que no tenía nada que hacer, pues Pompeyo le había avisado de que no pensaba mandar tropas para ayudarle.
El resto del episodio fue como una ópera bufa. Para no caer prisionero de su enemigo, Ahenobarbo ordenó a su médico que le preparara una pócima venenosa. Después de bebérsela, se arrepintió, pensando que habría sido mejor huir de la ciudad. Su médico, que debía conocerlo, le dijo que podía estar tranquilo, porque lo único que había mezclado con su bebida era un sedante.
Ahenobarbo empezó entonces a preparar su fuga en secreto. Pero los centuriones y los soldados se enteraron de su plan —todo apunta a que debía de ser un hombre más escandaloso que discreto—, y pensaron que no merecía la pena perder la vida por un general dispuesto a abandonarlos. Tras arrestarlo, enviaron emisarios a César y se rindieron.
Era todavía de noche. César prefería que sus hombres no entraran en la ciudad a oscuras, pues cualquier incidente provocado por los defensores o por ellos mismos podría desatar una matanza. Quería demostrar a toda costa que no era como Sila ni como su tío Mario en sus últimos y trastornados años.
Al hacerse de día, César se apoderó de la ciudad. Como botín, se encontró con que tenía en sus manos no solo a Ahenobarbo, sino también a cincuenta adversarios más entre senadores y équites. Con la propaganda que gracias a Catón había corrido en Roma acerca del sanguinario César, devastador de la Galia, a muchos les debían de temblar las piernas.
A pesar de todo, César se limitó a soltarles un discurso: él no era ningún fuera de la ley, sino un legítimo procónsul que había entrado en Italia con la intención de restituir a dos tribunos de la plebe expulsados de forma sacrílega, y también para liberar a la República del dominio de un puñado de oligarcas.
Perdonarlos si se pasaban a su bando habría sido un acto de clemencia que entraba dentro de lo previsible. Pero César no se limitó a eso, sino que los dejó libres y les dijo que podían ir donde quisieran, aunque fuese de regreso con Pompeyo. No solo eso, sino que permitió a Ahenobarbo llevarse consigo los seis millones de sestercios que había traído para pagar a las tropas. Él, César, no era ningún ladrón. En cuanto a las trece cohortes de la guarnición que había mandado Ahenobarbo, sus miembros le ofrecieron un juramento de fidelidad, lo que aumentó considerablemente las fuerzas de que disponía.
Cicerón explicó así la situación en otra carta a Ático fechada el 1 de marzo, una misiva tuvo que dictar a un secretario por culpa de una infección ocular:
¿No ves en manos de qué clase de hombre ha caído la República, qué astuto es y que alerta y preparado está? Por Hércules, si sigue sin matar ni robar a nadie, pronto lo amarán los mismos que tantísimo lo odiaban. (Ad Att., 8.13).
La conducta de César podía obedecer a un cálculo político, pero es evidente que emanaba de un temperamento que no era cruel por naturaleza. Pronto su clemencia se hizo proverbial, y se convirtió en una baza a su favor: cuando luchaban contra él, los soldados enemigos sabían que tenían la opción de hacerlo sin demasiado empeño y rendirse, pues siempre podían contar con que los perdonara.
Había otro factor que los optimates parecían no tener en cuenta: los soldados solían pertenecer a clases medias y humildes a las que las políticas de César beneficiaban. Él sabía bien lo que hacía cuando se dirigía a ellos como «hermanos de armas» en sus arengas y discursos, y también cuando convertía en protagonistas principales de sus Comentarios a los «nuestros» y a los centuriones, o cuando aseguraba una y otra vez que obedecía la voluntad y el ejemplo del pueblo romano. Además, sus actuaciones al norte del río Po parecían demostrar que estaba dispuesto a extender la ciudadanía completa a toda Italia. ¿Cómo no iba a ser más popular que individuos tan altivos como Ahenobarbo, cómo no iban a abrirle sus puertas las ciudades de Italia? Tal como se lamentaba Cicerón en otra de sus cartas, «la multitud y las clases bajas están de parte del otro bando».
Tras la incruenta toma de Corfinio, César se dirigió rápidamente a Brindisi, pues le habían llegado noticias de que Pompeyo se encontraba allí con sus tropas y con todos los senadores y magistrados que lo acompañaban. Mientras tanto, no dejaba de enviarle cartas para pedirle que mantuvieran una entrevista personal y solucionaran sus diferencias. Pompeyo se negaba. En el pasado, cuando todavía vivía Craso, había llegado a pactos secretos con César que los optimates habían denunciado como conjuras para apoderarse de la República. Si ahora volvía a reunirse con César como había hecho en Luca y llegaba a un acuerdo, por mínimo que fuese, aquellos nobles senadores que por fin empezaban a aceptarlo lo acusarían de conspirar de nuevo.
César llegó a Brindisi el 9 de marzo, ya con seis legiones, pero no pudo entrar porque la defendían veinte cohortes. El mismo Pompeyo estaba allí, esperando que regresaran las naves del primer convoy que ya había cruzado el Adriático con los dos cónsules.
César intentó asediarlo y cerrar el puerto con terraplenes y una cadena flotante formada por balsas sobre las que se alzaban torres de dos pisos con piezas de artillería. Pompeyo contraatacó montando torres similares sobre barcos mercantes, pero de tres pisos: al fin y al cabo, él era «el Grande». Cuando apareció el convoy de transporte que venía del otro lado del Adriático, los hombres de César no pudieron impedirle el paso. Después, la noche del 17 de marzo, Pompeyo partió para Grecia con el resto de su expedición navegando en fila india para burlar el bloqueo. Tan solo dos barcos quedaron atrapados en la barrera de César.
El plan de Pompeyo era hacerse fuerte en el este, donde decenas de reyes y potentados locales le habían prestado juramentos de fidelidad y le ofrecerían tropas, alimentos y dinero. Desde allí podría reconquistar Italia, como Sila. Como solía decir a quienes lo escuchaban: Sulla potuit, ego non potero?, «Sila pudo, ¿no voy a poder yo?». Quizá ni siquiera fuese necesaria esa invasión, porque pensaba llevar a cabo un bloqueo marítimo para evitar que llegaran provisiones a Roma. Cuando la plebe urbana empezase a pasar hambre, difícilmente seguiría apoyando a César. Para ello, Pompeyo contaba con una ventaja sustancial sobre su rival: controlaba una gran flota, mientras que César apenas tenía naves.
Eso explica la estrategia que siguió César a continuación. Lo que de verdad deseaba era cruzar el mar detrás de sus enemigos y enfrentarse a ellos. Pero Pompeyo, que era un gran organizador, se las había arreglado para llevarse todos los barcos de la costa. Reunir una flota para transportar sus tropas sería una labor larga y tediosa, de modo que por el momento renunció a ella.
En Hispania estaban las mejores legiones de Pompeyo. De momento no se habían movido, pero era de suponer que no tardarían en ponerse en marcha y amenazar la Galia desde el sur. César decidió que debía llevar aquel asunto personalmente y comentó: «Primero me encargaré de un ejército sin general y después de un general sin ejército» (Suetonio, César, 34).
Por otra parte, había que asegurarse el dominio de los principales graneros que surtían de trigo a Italia para evitar que sus enemigos los vencieran por hambre. Con tal fin, envió comandantes para que se hicieran con el control de Cerdeña, Sicilia y África.
Pero antes de partir para Hispania, César tenía que arreglar asuntos en Roma. Por el camino se entrevistó con Cicerón, sabiendo que se sentía decepcionado con los optimates, y le pidió que asistiera a la sesión del senado que pensaba convocar. El orador contestó que solo lo haría si César le aseguraba que no iría con un ejército a Grecia ni a Hispania, pues no quería que perjudicara a su amigo Pompeyo. No hubo acuerdo, como era de esperar, y Cicerón cruzaría más tarde a Grecia por fidelidad a quien le había hecho regresar de su exilio.
Cuando César llegó a Roma, al principio no penetró en el pomerio, pues como procónsul le estaba vedado y quería respetar las normas dentro de lo posible. Convocados por los tribunos Marco Antonio y Casio, que tenían autoridad para ello, los senadores que seguían en la ciudad se reunieron en las afueras. Formaban una versión reducida del senado completo, pero había entre ellos catorce miembros que habían sido cónsules.
Ante ellos, César explicó sus razones, y pidió que el senado enviara emisarios a Pompeyo para reconciliarlos a ambos. Los senadores no se opusieron, pero nadie se presentó voluntario para la embajada. La razón era que Pompeyo había declarado traidores a todos los que se quedaran en Roma, y temían que si se aparecían ante él los ejecutara como a tales.
Tras la sesión con los padres conscriptos, reunió a la asamblea del pueblo y repitió un discurso parecido. Para ganarse el apoyo del pueblo, aseguró que iba a mantener los repartos de trigo y prometió asimismo trescientos sestercios como obsequio para cada ciudadano.
Todavía le quedaba una cuestión peliaguda, la principal que tenía en mente al pasar por Roma: el dinero. César se había convertido en un hombre muy acaudalado con la conquista de la Galia, pero había invertido buena parte de ese dinero en ganar partidarios por toda Italia. Por otro lado, aunque Craso había dicho que ningún hombre podía llamarse rico hasta que reclutara su propio ejército, seguramente no pensaba en uno con las dimensiones del de César, que entre tropas veteranas y recién alistadas tenía que encargarse de alimentar, equipar y pagar a trece legiones.
César intentó convencer al senado de que el tesoro financiara su guerra, pero el tribuno Lucio Metelo interpuso su veto. A César se le debieron llevar todos los demonios. ¿Cómo librarse de aquel estorbo cuando uno de sus principales argumentos para cruzar el Rubicón era que sus enemigos habían maltratado a dos tribunos de la plebe? Si intentaba algo contra Metelo, perdería popularidad. Pero si no conseguía dinero para pagar a sus tropas, ¿cuánto tardarían en amotinarse?
Era un dilema diabólico que César resolvió apostando por sus soldados y en contra de la constitución. Con una escolta armada traspasó el pomerio y se dirigió al templo de Saturno. Allí estaba aguardando Metelo, que demostró un gran coraje intentando impedirle el paso. César amenazó con matarlo si no se apartaba, ante lo cual el tribuno finalmente cedió. Después, al ver que las llaves no aparecían, César hizo traer cerrajeros para que forzaran la puerta. De allí se llevó quince mil lingotes de oro, treinta mil de plata y treinta millones de sestercios, más un fondo que llevaba mucho tiempo reservado para una eventual invasión gala como la del año 387. «Ese fondo ya no hace falta: yo he acabado con el peligro de los galos», se justificó César. Fue un buen pellizco de dinero del que se apropió, pero a cambio se dejó unos cuantos jirones de popularidad enganchados en la puerta de aquel templo.
LA BATALLA DE ILERDA
César dejó al pretor Emilio Lépido al cargo de Roma y a Marco Antonio como general de las tropas de Italia. Después se dirigió a Hispania. De camino pasó por Masalia, adonde llegó el 19 de abril. Allí se encontró con la desagradable sorpresa de que aquella ciudad estratégicamente situada se declaraba neutral y no le dejaba entrar.
Unos días más tarde, Domicio Ahenobarbo apareció en un barco y los masaliotas lo acogieron en su puerto. Eso demostraba que la ciudad, lejos de mantenerse neutral, se había pasado al bando de Pompeyo. El responsable en buena medida era el propio Ahenobarbo, cuya familia tenía clientes en Masalia desde hacía generaciones y podía argüir que el senado lo había nombrado legítimo gobernador de la Galia Transalpina.
Aunque César debió de preguntarse por qué habría permitido escapar tan tranquilo a Ahenobarbo cuando le echó las manos encima en Corfinio, no le quedó más remedio que resignarse. Las murallas de Masalia habían aguantado muchos ataques durante siglos, pero César no podía dejar una ciudad tan importante a sus espaldas sin tomar medidas. Él mismo emprendió las obras de asedio y ordenó construir una flota en Arelate (Arlés), junto a la desembocadura del Ródano. Cuando verificó que el cerco estaba bien encarrilado, dejó a dos oficiales con tres legiones sitiando la ciudad y prosiguió su camino hacia el oeste con una escolta de novecientos jinetes germanos.
En Hispania lo aguardaban siete legiones enemigas. Cinco se hallaban en la provincia Citerior, al mando de los legados Lucio Afranio y Marco Petreyo. Las otras dos estaban en la Ulterior, con el gran erudito Marco Terencio Varrón, autor del célebre tratado Sobre la lengua latina, y no llegaron a participar en el conflicto.
A César, por su parte, le esperaban en Ilerda (Lérida) seis legiones que había enviado por delante con su legado Fabio. Los legados de Pompeyo controlaban la ciudad y dominaban el puente de piedra sobre el río Segre, que bajaba muy crecido por el deshielo de los Pirineos. Gracias a eso los pompeyanos podían pasar a la orilla oriental para que los caballos forrajearan, algo que resultaba imprescindible porque la ribera occidental había quedado prácticamente pelada.
Por su parte, Fabio había hecho construir dos puentes de madera, que servían para que sus hombres cruzaran todos los días con los caballos al otro lado; pero al hacerlo, sufrían el acoso constante del enemigo, que gozaba de una posición mucho más cómoda.
Cuando comprobó lo difícil que resultaba aprovisionar a sus tropas y sus caballos, César intentó precipitar las cosas provocando a sus enemigos al combate. Además, tenía prisa: cuanto más tiempo pasara, más legiones alistaría y adiestraría Pompeyo en Grecia. Por eso planeó tomar una posición estratégica entre Ilerda y el campamento pompeyano, pensando que los legados de Pompeyo no lo permitirían y se enfrentarían a sus hombres. En eso acertó, pero la jugada no le salió bien: los soldados enemigos cargaron cuesta arriba contra los suyos y durante horas se libró una feroz batalla en la que no logró imponerse. Al final, frustrado, César no tuvo más remedio que abandonar la posición.
Días después vino una crecida que se llevó por delante los dos puentes de madera. César y sus hombres se quedaron encerrados entre dos ríos, el Segre y el Cinca. Allí les resultaba imposible recibir suministros por la ruta que llegaba de la Galia. Intentaron reconstruir los puentes, pero resultó inútil: las aguas bajaban demasiado fuertes y derribaban los pilares, y para empeorar la situación los enemigos no dejaban de acosarlos disparando con su artillería desde la otra orilla.
Así transcurrieron diez días. Las provisiones escaseaban tanto que César se vio forzado a recortar las raciones. Como no podían continuar de ese modo, ordenó a sus soldados que construyeran coracles, un tipo de bote que había visto en Britania y que consistía en una sencilla armazón de madera recubierta de cuero.[50] Por la noche, una caravana de carros transportó los coracles remontando la orilla del Segre más de treinta kilómetros. Lejos de los enemigos, una legión entera logró cruzar el río en aquellas peculiares embarcaciones. Una vez dominadas ambas orillas, los hombres de César se las ingeniaron para construir un nuevo puente en tan solo dos días.
Gracias al puente y a que había traído más caballería que los pompeyanos, a partir de ese momento fue César quien se dedicó a acosar a las patrullas de forrajeo enemigas. Asimismo, puso a sus hombres a excavar grandes zanjas al norte de Ilerda con el fin de canalizar el Segre y convertirlo en vadeable.
Afranio y Petreyo decidieron que la posición se había vuelto insostenible y se retiraron hacia el Ebro. César los siguió, hostigándolos sin cesar con su caballería. Por fin, los pompeyanos no tuvieron más remedio que detenerse y acampar en una posición en la que apenas disponían de provisiones. Los oficiales y los soldados de César le instaron a atacar y destruir al enemigo de una vez, pero él se negó, previendo que podía conseguir una victoria sin derramamiento de sangre.
Durante los días siguientes, ambos ejércitos se dedicaron a construir las fortificaciones habituales. La cercanía hizo que los hombres de los dos bandos empezaran a confraternizar, algo que ocurriría más de una vez durante esta guerra civil. Poco a poco se acercaron más, y llegó un momento en que muchos cesarianos visitaron el cuartel de los pompeyanos y viceversa.
Petreyo intentó impedirlo y ordenó matar a los enemigos infiltrados en su campamento, pero sus propios soldados los escondieron en sus tiendas y les dejaron huir por la noche. César, maestro de la propaganda, hizo todo lo contrario, anunciando que los pompeyanos que estaban en su campamento podían irse o quedarse con él, como prefirieran.
A buen seguro, los cesarianos comentaron a sus adversarios que César, amén de otras ventajas, los retribuía con el doble de sueldo. Lo curioso es que, pese a que se había apoderado del tesoro, cuando César llegó a Hispania no le quedó otro remedio que pedir dinero prestado a sus propios centuriones para pagar a los soldados. Aquello tenía su lógica: los soldados estaban contentos con la bolsa llena y los centuriones luchaban con más denuedo por su general para que este sobreviviera y les devolviera la deuda.
Con un ejército muy reducido por las deserciones, Afranio y Petreyo consiguieron romper el cerco y regresaron a Ilerda. A esas alturas ya no les quedaba más remedio que comerse a sus propias bestias de carga, que de todos modos empezaban a morir porque llevaban cuatro días sin pastar. Los hombres de César volvieron a perseguirlos y a cercarlos, esta vez en una posición donde los pompeyanos tampoco tenían agua. Por fin, Afranio se entrevistó con César y le pidió que perdonara a sus hombres; habían combatido porque tenían un compromiso con Pompeyo, pero consideraba que habían quedado libres de él, porque habían sufrido más privaciones de las que un ser humano podía tolerar.
Tras escucharle, César lo censuró por haberse opuesto unos días antes a una paz que sus hombres querían negociar. De paso, le recordó por qué estaba haciendo la guerra: a todos los demás generales de éxito se les permitía regresar a casa con honores o al menos sin ignominia. Únicamente a César se le negaba ese derecho. Pero él no pensaba tratar a los demás del mismo modo. Ni siquiera pretendía quitarles su ejército para quedarse con él: tan solo quería que lo disolvieran y que ninguno de esos soldados volviera a luchar contra él.
EL MOTÍN DE PLACENTIA Y LA PRIMERA DICTADURA
Así, sin demasiado derramamiento de sangre, César venció al primer ejército de Pompeyo, muchos de cuyos soldados se pasaron a sus filas. En cuanto a Afranio y Petreyo, regresaron con Pompeyo para seguir luchando contra César.
César continuó su camino hacia el oeste, ofreciendo el perdón a todos los que se pasaran a su bando. Varrón, que estaba al mando de la Ulterior, no tardó en rendirse. En apenas dos meses, César se había apoderado de toda Hispania. Tras organizar algunas cosas, dejó al tribuno Casio Longino como gobernador y regresó a Italia.
Durante el viaje, en octubre, César llegó a tiempo de aceptar la rendición de Masalia, que había capitulado después de siete meses. Sin embargo, no todas las noticias eran buenas. Curión, que tanto le había apoyado como tribuno, había empezado bien su labor como legado expulsando a Catón de Sicilia y asegurando el suministro de cereal que provenía de aquella isla. Cumplida esa primera misión, cruzó el mar hasta África, donde cosechó una victoria sobre los pompeyanos. Pero después el rey númida Juba, aliado de Pompeyo, le tendió una emboscada en la que pereció. África, así pues, quedaba en manos del enemigo.
De camino a Roma informaron a César de más contratiempos. Una de sus flotas, formada por cuarenta naves de guerra, había sido capturada por los pompeyanos. Empeorando las cosas, las quince cohortes que acudieron desde Iliria para rescatarlas también habían caído en poder de Pompeyo.
Todo eso, con ser grave, no fue lo que más preocupó a César. Estando todavía en Masalia recibió un despacho que le hizo acudir a toda prisa a la ciudad de Placentia, a orillas del Po. Por primera vez desde el año 58, una de sus legiones se había amotinado. Y no una de las nuevas, sino la Novena, que llevaba combatiendo con él desde la primera campaña gala.
Ya en Placentia, los soldados le presentaron una lista de reivindicaciones. Algunos habían cumplido con el periodo por el que se habían alistado y querían licenciarse ya. Pero lo que exigía la mayoría era dinero: cuando estuvieron a punto de dar caza a Pompeyo en Brindisi, César les había prometido una bonificación de dos mil sestercios que a esas alturas todavía no les había pagado. El botín tampoco les compensaba, porque César estaba siendo demasiado clemente y no les permitía saquear las poblaciones que tomaban.
Un motín era una cosa muy seria. Por mucha autoridad que tuviese César y por muchos germanos que lo escoltaran, los soldados que lo rodeaban eran muchos más que ellos. Varios generales romanos habían muerto en esas revueltas, y otros se habían salvado transigiendo con las condiciones que les exigían o relajando la disciplina. Los soldados de la Novena, sabiendo que su general no era excesivamente duro ni ordenancista, debieron de pensar que cedería. Al fin y al cabo, todavía quedaba lo más duro de la guerra, enfrentarse al mismísimo Pompeyo, y su general dependía de ellos para conseguirlo.
El mismo César omite este incidente en su libro La guerra civil, pero lo conocemos por otras fuentes como Suetonio o Apiano. Su respuesta al motín fue de una dureza inesperada. Convocó en asamblea a las tropas que tenía en Placentia y delante de todos echó una vehemente filípica a la Novena. ¿Acaso pretendían comportarse como bárbaros y no como romanos, saqueando Italia? ¿No habían luchado más allá del Rin precisamente para evitar que en el futuro nadie devastara las tierras al sur de los Alpes?
Los ejércitos, añadió, necesitaban disciplina. Por eso, para reforzarla, había decidido diezmar a la Novena legión. Uno de cada diez soldados moriría apaleado por sus compañeros, y al resto los licenciaría, pues ya no quería saber nada de ellos. Era un castigo terrible tanto para los que perecían como para sus camaradas, que se veían obligados a matar prácticamente con sus propias manos a uno de los suyos. En muchas ocasiones, a las unidades infamadas así se las obligaba a dormir al raso y se les distribuía cebada en lugar de trigo.
Los hombres de la Novena, convencidos hasta ese momento de que César no podría resistirse a su chantaje, se quedaron estupefactos. Los oficiales primero y los soldados después se pusieron de rodillas y suplicaron a su general que los perdonara y no los arrojara de su lado. César se lo pensó o fingió pensárselo; no podemos saber hasta qué punto lo dominaba la ira por aquella insubordinación, a él que se enorgullecía de que no había ningún otro general con legionarios tan leales.
Finalmente cedió. Tras ordenar que le presentaran a ciento veinte hombres que hubieran participado activamente en el motín, les obligó a hacer un sorteo entre ellos mismos y matar a los doce compañeros señalados por la (mala) fortuna. Había entre esos doce un soldado que no se hallaba presente el día de la insurrección; el engaño se descubrió a tiempo y César hizo ejecutar en su lugar al centurión que había intentado colarlo en el grupo por una venganza personal.
Tras sofocar el motín, César instruyó a sus tropas para que se dirigieran a Brindisi, pensando ya en cruzar a Grecia. Él se pasó antes por Roma: tenía muchos asuntos que organizar, empezando por su propio estatus político, que quería regularizar. Se había empeñado en ser cónsul en el 48, cumplidos los diez años completos desde que dejara el puesto. Además, era una forma de legitimar su causa.
El problema era que en Roma no había cónsules en ejercicio para presidir las elecciones, pues los dos se encontraban en Grecia con Pompeyo. César había dejado en la urbe al pretor Lépido como máxima autoridad. Un pretor no tenía potestad para organizar las elecciones. Pero sí existía un antecedente de la guerra contra Aníbal que permitía a un pretor nombrar a un dictador, y eso fue lo que hizo Lépido.
Como dictador, César organizó las elecciones. Por supuesto, él mismo las ganó. Al parecer, no se presentó nadie más, salvo el colega que salió elegido como segundo cónsul, Publio Servilio Isáurico, con cuyo padre había servido en el año 78 en Asia.
Antes de entrar en el nuevo cargo, César aprovechó el de dictador para poner en orden otros asuntos; entre ellos, restaurar como senadores a algunos a los que el censor Apio Claudio había expulsado del senado. Uno de los beneficiados fue nuestro conocido Salustio.
Otra de las medidas que tomó fue conceder la ciudadanía romana a los gaditanos. Era una recompensa por haberse rebelado contra el erudito Varrón, que gobernaba allí en nombre de Pompeyo. Además, Marco Antonio, restablecido en su puesto de tribuno, hizo aprobar un decreto que restablecía sus derechos a los hijos de aquellos que habían sido proscritos en las listas malditas de Sila: una ley que llegaba con sumo retraso, pero sin duda justa.
El estallido de la guerra civil había provocado una crisis económica y, sobre todo, crediticia; algo que suena muy actual. Como los deudores habían dejado de pagar sus deudas, nadie se atrevía ya a prestar dinero, los pocos empréstitos que se daban eran a intereses mucho más altos de lo habitual y los precios de los inmuebles se habían desplomado.
Los acreedores tenían miedo de que César actuara como un líder radical y, tal como había propuesto en su momento Catilina, aboliera todas las deudas. Al fin y al cabo, como comentaba Cicerón a menudo, ¿no estaba rodeado por una ralea de indeseables revolucionarios endeudados hasta las orejas?
César actuó de una forma mucho más moderada. Por ley, se declaró que las propiedades debían tasarse en el mismo valor que tenían antes de estallar la guerra, de modo que los deudores pudieran venderlas por dicho precio para saldar las deudas (una especie de dación en pago). También redujo las tasas de interés y reinstauró una antigua ley que prohibía tener más de sesenta mil sestercios en efectivo. Era un intento de «inyectar» liquidez en el sistema financiero haciendo que esas monedas se pusieran en movimiento. Intento, he dicho, porque si hoy no resulta fácil controlar dónde guarda uno el dinero, en aquella época era imposible.
EL CRUCE DEL ADRIÁTICO
Once días después de ser nombrado dictador, César renunció al cargo y dejó Roma para dirigirse a Brindisi, donde lo aguardaban sus legiones.
Ya en el puerto, descubrió que seguía sin haber suficientes barcos para transportar a todos sus hombres en un solo viaje. Además, ya había empezado enero. Aunque por el desfase del calendario estaban en otoño, seguía siendo una estación peligrosa para navegar, pues en mitad de una travesía podía levantarse de improviso una tormenta. Por otra parte, Pompeyo tenía más de quinientos barcos de guerra patrullando el Adriático precisamente para impedir que César pasara de Italia a Grecia.
Pero César, que al empezar el año se había convertido en cónsul por segunda vez, sabía que el tiempo corría en su contra. Cuanto más esperara, más preparado encontraría a Pompeyo. Este tenía ya nueve legiones a su lado y esperaba dos más que debían venir de Siria con su suegro Metelo Escipión. A diferencia de las de César, que andaban cortas de efectivos porque prefería no rellenar las bajas de veteranos con soldados bisoños, las de Pompeyo estaban completas, con unos cinco mil hombres cada una. Disponía asimismo de siete mil jinetes, tres mil arqueros y mil doscientos honderos, más tropas auxiliares enviadas por sus vasallos orientales. Estos aportaban también dos cosas incluso más valiosas: grano y dinero. Pompeyo, más organizado y previsor que César, estaba preparándolo todo para invadir Italia en cuanto el clima se lo permitiera. Mientras tanto, a sus cincuenta y siete años y después de trece de inactividad, se dedicaba a cabalgar y lanzar el pilum con los jóvenes para ponerse en forma.
César, en cambio, no tenía suficientes barcos, sus legiones no habían terminado de congregarse en Brindisi y tampoco disponía de equipo ni provisiones suficientes. Lo lógico habría sido esperar. Sin embargo, como les explicó a sus oficiales, él opinaba que el arma más poderosa en la guerra era la sorpresa, y estaba empeñado en cruzar el mar cuanto antes.
Así pues, en cuanto llegó la primera noche en calma, aprovechó todas las naves disponibles para emprender el viaje. Pese a que dio órdenes de dejar las pertenencias personales en Brindisi y viajar sin sirvientes, únicamente pudo embarcar a siete legiones muy reducidas —poco más de quince mil hombres— más quinientos jinetes con sus caballos. El 4 de enero se hicieron a la mar después del ocaso; aunque la navegación era más peligrosa de noche, viajar en la oscuridad era la mejor manera de eludir a la flota de Pompeyo.
César estaba corriendo un gran riesgo: en la Primera Guerra Púnica ejércitos enteros habían perecido por hacerse a la mar en mala época del año. A pesar de todo, la fortuna le sonrió y no hubo incidentes graves en la travesía. Su único problema fue que el viento lo llevó más al sur de lo que pretendía, a la ciudad de Palaeste.
La vuelta fue otra cosa. La flota regresó a Italia para recoger al resto del ejército, pero las noticias del cruce de César habían llegado a su archienemigo Bíbulo, que comandaba la armada pompeyana del Adriático. La primera vez le habían pillado por sorpresa, porque no concebía que alguien se atreviera a cruzar el mar en enero; pero la segunda ya estaba prevenido. Con una flota de ciento veinte barcos zarpó de Corcira y sorprendió al convoy de transportes cesarianos. Treinta naves cayeron en su poder y las quemó con sus tripulaciones dentro: la clemencia no era la táctica favorita de los enemigos de César.
Aunque parte de la flota logró escapar y llegar a Brindisi, el resto del ejército de César no pudo embarcar: el tiempo y, sobre todo, la vigilancia del enemigo lo impedían.
En lugar de lamentarse, César decidió, como siempre, pasar a la ofensiva. Necesitaba una base amplia en el Epiro para que el resto de su ejército pudiera desembarcar a salvo, y también para controlar más terreno donde forrajear, pues había arribado prácticamente sin provisiones. De modo que se encaminó al norte y no tardó en apoderarse de las ciudades de Órico y Apolonia (toda esta campaña transcurrió en territorio de la actual Albania).
La noticia de que César se encontraba en el Epiro sorprendió a Pompeyo todavía en Macedonia, a unos cien kilómetros de la costa. Al norte de Apolonia se encontraba Dirraquio, una base naval en la que tenía depósitos de grano y de armas, y que pensaba utilizar como punto de partida para invadir Italia. Comprendió que ese sería el principal objetivo de César y se encaminó hacia allí a marchas forzadas por la vía Ignacia.
En aquella ocasión, Pompeyo ganó la carrera. César no pudo subir más allá del río Apso, pues al llegar allí se encontró a su rival acampado en la orilla norte. De entrada, ninguno de los dos intentó entablar batalla. En el caso de César, que habitualmente usaba tácticas más agresivas, es fácil de comprender: su enemigo lo superaba casi tres a uno, y en caballería su ventaja era incluso mayor. De momento, intentó negociar con Pompeyo. Le propuso que ambos disolvieran sus ejércitos en tres días y se sometieran al arbitraje del senado y la asamblea del pueblo. Probablemente solo quería ganar tiempo a la espera de que el resto de sus legiones vinieran de Italia.
¿Por qué Pompeyo tampoco atacó? Según Apiano, sus tropas intentaron cruzar el río para enfrentarse a César, pero el puente se vino abajo y algunos hombres de la vanguardia se ahogaron. En cualquier caso, Pompeyo no intentó reconstruirlo para aprovechar su superioridad numérica. Hay que tener en cuenta que era tan paciente y meticuloso en la guerra como impaciente en la política. Gracias a que dominaba el mar podía recibir provisiones de sobra. En cambio, veía que los hombres de César estaban sufriendo dificultades para encontrar comida en los alrededores en aquella época del año: una táctica dilatoria de desgaste le parecía más provechosa que un enfrentamiento directo.
Mientras tanto, a ambas orillas del Apso sucedió lo mismo que había ocurrido en Hispania, cerca del Ebro. Como los soldados de ambos ejércitos tenían que acercarse al río para coger agua, muchos de ellos empezaron a saludarse y conversar, y no tardaron en confraternizar. Pero ese hermanamiento no duró mucho, porque un legado pompeyano ordenó disparar contra los cesarianos desde el otro lado del río, y declaró que Pompeyo y los optimates solo negociarían con ellos cuando le trajeran la cabeza de César sobre una bandeja.
¿Quién era aquel personaje que tanto odio mostraba por César? No se trataba de ninguno de sus enemigos tradicionales, como Catón o Ahenobarbo, sino del hombre que había sido prácticamente su mano derecha durante muchos años en la Galia: Tito Labieno.
De todos los legados que habían servido en aquella larga guerra, Labieno era el militar de más talento, y es muy probable que él mismo se creyera mejor que César. Cuando las hostilidades entre este y el senado fueron in crescendo, César procuró asegurarse la lealtad de Labieno confiándole el gobierno de la Galia Cisalpina para ayudarle a hacer méritos con vistas a presentarse al consulado. Quizá incluso estaba pensando en que ambos concurrieran juntos a las elecciones.
Pero los optimates se habían dedicado a criticar a César delante de Labieno, y habían encontrado en él un oyente receptivo. En parte, es posible que influyera en él una antigua relación clientelar con Pompeyo, ya que ambos provenían de la misma región, el Piceno. Es probable también que en su fuero interno se sintiera mejor general que César y que pensara que no estaba recibiendo los suficientes honores y recompensas. Tampoco hay que descartar que pensara que César era un traidor a la República, o que la suya era una causa perdida…, o que obedeciera a todos esos motivos juntos.
Cuando en enero del año 49 Labieno se pasó al bando de los optimates, su deserción supuso un duro golpe para César. No solo un general experimentado reforzaba las filas del bando contrario, sino que lo hacía con más de tres mil quinientos jinetes galos y germanos. Ahora, a orillas del Apso, Labieno se acababa de comportar como el más recalcitrante de los pompeyanos, pero todavía tendría más ocasiones de demostrar su inquina hacia César y hacia los soldados que no mucho tiempo atrás habían estado bajo su mando.
Pasaban las semanas, y el resto de las tropas de César seguía en Italia. Bíbulo, almirante de la flota de Pompeyo, había muerto de extenuación. En su empeño de no permitir que se le escapara ni un solo barco enemigo no descansaba ni de noche ni de día, aunque también debió de influir en su declive físico la tristeza por sus dos hijos, que habían sido asesinados en Egipto. Pero sus sucesores seguían patrullando el Adriático como perros de presa, y Marco Antonio no se decidía a cruzar el estrecho.
Llegó un momento en que César se sentía tan desesperado que pensó que la única forma de traer a sus hombres era encargarse él personalmente. Así pues, se disfrazó para hacerse pasar por un esclavo que llevaba un mensaje para Brindisi y, acompañado solo por una pequeña escolta, embarcó en una nave ligera que estaba varada en el río Apso.
Cuando el barco llegó a la desembocadura, empezó a soplar un viento cada vez más intenso que venía del mar y que no les dejaba avanzar. Al ver que los remeros se desanimaban y se disponían a regresar, César se bajó la capucha del manto y dijo: «No temáis, pues no transportáis un cargamento cualquiera. ¡Lleváis a bordo a César y su fortuna!». Al saber quién era, los tripulantes cobraron nuevos ánimos y remaron con más brío. Pero el oleaje y el viento eran cada vez más fuertes, y llegó un momento en que el mismo César tuvo que decirles que desistieran del empeño. Cuando regresó al campamento, sus legionarios le regañaron por aquella imprudencia: ellos solos, le dijeron, se bastaban para vencer a los hombres de Pompeyo sin ayuda.
Por fin, después de tres meses de privaciones y mal tiempo, el 10 de abril avistaron en el horizonte las velas de la flota de Marco Antonio. Pero la alegría se convirtió en alarma al observar que las naves pasaban de largo, arrastradas por el viento, y se perdían hacia el norte.
Pompeyo también las había visto, y salió de su campamento para interceptar a Marco Antonio y evitar que se reuniera con su general. Se libró una nueva carrera entre ambos ejércitos, pero esta vez ganaron los de César, que se encontraron con sus compañeros al este de Dirraquio.
César tenía ahora once legiones, dos más que Pompeyo. Pero como cada una de ellas contaba con menos efectivos, seguía hallándose en inferioridad numérica. Por otra parte, si antes le resultaba difícil alimentar a siete legiones, ahora lo tenía mucho más difícil con cuatro adicionales. Por eso decidió enviar una legión a Tesalia y cinco cohortes a Etolia. Dos legiones más mandadas por el legado Domicio Calvino tomaron la vía Ignacia hacia Macedonia para interceptar el paso al suegro de Pompeyo, que venía del este. Esas fuerzas debían asegurar líneas de aprovisionamiento, y de paso subsistir por sus propios medios lejos del Epiro, donde cada vez resultaba más difícil encontrar forraje y víveres.
LA CAMPAÑA DE DIRRAQUIO
La situación de César empeoró cuando el hijo de Pompeyo destruyó muchas de sus naves, primero en Órico y después en Liso. Necesitaba dar un golpe de mano y conseguir provisiones, de modo que levantó el campamento y se dirigió hacia el este simulando que su destino fuera Macedonia. Pero después, lejos de la vista de los hombres de Pompeyo, volvió a girar hacia el oeste y marchó a Dirraquio.
Era su segundo intento de apoderarse de aquella base. En esta ocasión logró llegar antes que su rival. Pero no pudo tomar la ciudad: Dirraquio estaba bien protegida por acantilados y marismas, y el único acceso era a través de un estrecho puente. Cuando los hombres de César estaban a punto de lanzar la ofensiva contra Dirraquio, el ejército de Pompeyo apareció por el sur.
César renunció al asalto y ordenó levantar un campamento a toda prisa al sureste de Dirraquio. Así, al menos, impedía que los enemigos se acercaran a la ciudad y pudiera utilizar sus instalaciones. Pompeyo, por su parte, escogió una zona de colinas llamada Petra para montar su castra a unos dos kilómetros del de César. Allí tenía acceso a una playa donde podían varar barcos de poco calado para traerle provisiones desde Dirraquio y otros puertos.
César desplegó varias veces a sus legiones para retar a Pompeyo, pero su antiguo amigo no aceptó. Con el tiempo, los optimates que lo rodeaban y formaban su plana mayor empezaron a impacientarse y a acusarlo de timorato. Pompeyo no les hacía caso. Sabía que en la situación actual era César quien más tenía que ganar con un combate decisivo. Aunque se hallara en inferioridad, la mayoría de sus hombres eran veteranos curtidos en las campañas de la Galia, mientras que los de Pompeyo estaban mucho más verdes. Por otra parte, él recibía suministros por mar de todos sus aliados de Asia, mientras que César y los suyos se veían obligados a subsistir sobre el terreno con raciones cada vez más escasas. Eso, lógicamente, estaba deteriorando la moral y la salud de sus tropas.
Algo de lo que era perfectamente consciente César. Sus hombres tenían que alejarse cada vez más del campamento para forrajear y buscar leña. Como estas partidas se veían obligadas a dispersarse, eran presa fácil de la caballería de Pompeyo, mucho más numerosa que la suya.
La solución habría sido retirarse de allí y reconocer que no había llegado a tiempo para conquistar Dirraquio. Pero César no soportaba recular o reconocer un fracaso, así que decidió una nueva huida hacia delante.
La caballería enemiga, precisamente, era la clave. Si rodeaba a Pompeyo con una empalizada como había hecho con Vercingetórix en Alesia, lograría dejar encerrada a su caballería y mataría dos pájaros de un tiro: los jinetes enemigos dejarían de acosar a sus forrajeadores, y sus caballos pronto agotarían los pastos dentro del vallado y empezarían a sufrir problemas. Además, sería un golpe de efecto cuando los aliados de Pompeyo se enteraran de que el todopoderoso conquistador de Oriente estaba cercado por un enemigo menor en número y no se atrevía a entablar batalla contra él.
Los hombres de César se pusieron manos a la obra, y empezaron a levantar una línea de fortificaciones que arrancaba desde su campamento, primero hacia el este y luego hacia el sur para rodear la posición de Pompeyo y encerrarlo contra el mar.
Cuando Pompeyo se dio cuenta —no hacía falta ser un lince—, ordenó a sus soldados que construyeran su propia empalizada hacia el sur. Eso obligó a los cesarianos a prolongar su fortificación, en una carrera entre ambos ejércitos. Mientras miles de hombres cavaban y clavaban troncos y estacas, otros luchaban en frecuentes escaramuzas en la tierra de nadie que se extendía entre ambas trincheras.
Los legionarios de César, con todo, lograron cerrar el perímetro girando de nuevo hacia el oeste a unos seis kilómetros a vuelo de pájaro del campamento de Pompeyo. El vallado, que aprovechaba el relieve natural del terreno, se extendía más de veinticuatro kilómetros, lo que suponía que cada hombre tenía que defender un metro. Estaba provisto de fortines y torreones y en algunos sectores reforzado con sillares de piedra arrancados de los edificios de la zona. Por su parte, la empalizada de Pompeyo medía unos quince kilómetros.
Pronto cada ejército empezó a sufrir sus propias privaciones. Como había previsto César, los caballos y las bestias de carga del enemigo no tardaron en agotar los pastos dentro del vallado. Los caballos deben alimentarse con una mezcla de grano y de pasto, en una proporción que varía según el esfuerzo físico que realicen. Del grano pueden prescindir, pero no así del pasto, que es su alimento natural; si les falta, pronto empiezan a sufrir cólicos y acaban muriendo.
Al poco tiempo, los equinos de Pompeyo habían agotado todo el forraje de la zona e incluso habían pelado los árboles. Aunque les trajeran heno por barco, resultaba insuficiente; además, el heno en aquellos tiempos en que no había empacadoras ocupaba mucho más sitio que ahora. Como reservaban el poco forraje que tenían para los caballos, las bestias de carga empezaron a morir. El hedor de sus cadáveres empeoró más todavía unas condiciones sanitarias que ya eran precarias por la aglomeración de más de cincuenta mil hombres en un espacio limitado. También escaseaba el agua potable: los hombres de César habían desviado o represado los arroyos cercanos, y los pozos que excavaban los pompeyanos no bastaban para abastecer a todos.
Al menos, al ejército de Pompeyo le sobraba la comida que les faltaba a sus monturas. En cambio, los hombres de César apenas tenían grano, por lo que, igual que en Avarico, se veían obligados contra su voluntad a seguir una dieta hiperproteica. Puesto que no disponían de trigo, comían cebada; si ni siquiera tenían cebada a mano, cocinaban una especie de pan machacando las raíces de una planta local llamada khara y mezclándola con leche. Al parecer, el resultado era cualquier cosa menos apetitoso. A veces los hombres de César arrojaban mendrugos de aquel sucedáneo de pan a los hombres de Pompeyo. Cuando le llevaron el pan de khara a su general y este lo probó, comentó desolado que no estaban luchando contra seres humanos sino contra bestias.
Privaciones aparte, los combates a pequeña escala eran constantes. Pompeyo disponía de muchos más arqueros y honderos, que de noche se internaban en la tierra de nadie y, al ver el resplandor de las hogueras al otro lado de la empalizada enemiga, disparaban a bulto por encima de esta. Al final, los soldados se veían obligados a montar guardia o descansar lejos del fuego para que no los alcanzaran los proyectiles.
Aunque técnicamente ambos bandos estaban empatados, a Pompeyo le humillaba verse cercado por un ejército inferior en número, y su prestigio se resentía entre los optimates y también entre sus aliados. Para mejorar su situación, a finales de junio decidió tenderle una trampa a su enemigo. Siguiendo sus instrucciones, los habitantes de Dirraquio fueron al campamento de César y le dijeron que estaban dispuestos a entregarles la ciudad la noche del 1 de julio.
César no sospechó que se trataba de una treta; al fin y al cabo, muchas ciudades caían por la traición de sus habitantes. A la hora prevista salió del campamento con un nutrido grupo de tropas. Pero cuando estaba en el puente recibió un ataque simultáneo por tres frentes: los defensores de Dirraquio le arrojaban flechas y dardos desde la muralla, los barcos de Pompeyo usaban su artillería para disparar contra él desde el mar y a su espalda lo acosaba una fuerza de infantería que había desembarcado en la playa.
César logró salir de aquella encerrona y regresar a su campamento. Pero al mismo tiempo, Pompeyo, experto en coordinar operaciones a gran escala, lanzó asaltos en otros tres puntos para impedir que los legados de César acudieran a defenderlo.
La noche fue muy agitada, aunque los fortines atacados resistieron. En uno de ellos, protegido por una cohorte, no hubo ni uno solo de sus defensores que no recibiera una herida. No era de extrañar, pues al día siguiente recogieron más de treinta mil proyectiles. Como era habitual, los centuriones, siempre en primera línea, fueron los que más sufrieron. Cuatro de ellos quedaron tuertos o ciegos (el hecho de que en latín no haya artículo hace que se pueda interpretar que perdieron «ojos» o «los ojos»).
Uno de ellos, Casio Esceva, pudo enseñar con orgullo su escudo, en el que se contaban ciento veinte impactos entre arañazos y abolladuras. Él también había recibido un flechazo en el ojo, pero en pleno combate tiró de la saeta sacándose el globo ocular y provocó una auténtica escabechina entre los atacantes, hasta que cayó desvanecido por la pérdida de sangre sobre una pila de cadáveres y sus soldados se lo llevaron de allí.[51]
César recompensó a los defensores de aquel fuerte, que eran un ejemplo para todos sus soldados. Les duplicó la paga, les dio ropa nueva y, sobre todo, una ración doble de trigo. Esceva, que era centurión de octava categoría, fue ascendido a primipilo y recibió una bonificación de doscientos mil sestercios, que para un militar suponía una pequeña fortuna.
La añagaza de Pompeyo no había funcionado, pero pocos días después se le presentó la oportunidad de atacar de nuevo. Dos nobles galos llamados Ego y Roscilo que eran hermanos y servían con César habían sido acusados de quedarse con la paga destinada a sus soldados. Temiendo las represalias, se fugaron llevándose el dinero y doscientos jinetes y, sobre todo, con información valiosa.
En el extremo sur de la fortificación de César había un punto débil. Allí, para protegerse de posibles ataques lanzados desde el sur, se había construido una segunda empalizada. Entre ambas quedaba un espacio abierto en la playa de unos doscientos metros que aún no había terminado de reforzarse.
Ego y Roscilo se lo contaron a Pompeyo, que decidió lanzar otro ataque masivo. Él mismo bajó desde el campamento principal con seis legiones y atacó el lado sur de la empalizada en un punto defendido por la Novena legión (la misma que se había amotinado). Antes había instruido a sus hombres para que rodearan los yelmos con protecciones de mimbre: era una manera de evitar reflejos delatores y de amortiguar los impactos de las piedras lanzadas desde lo alto de las empalizadas. Por otra parte, envió a miles de arqueros y honderos en botes para que desembarcaran en la playa. Simultáneamente, sus barcos batieron la zona disparando catapultas y escorpiones para obligar a los defensores a permanecer parapetados, en una operación de barrido que, a pequeña escala y sin armas de fuego, recuerda otras maniobras anfibias como el desembarco de Normandía.
El triple ataque coincidió con el alba. Los hombres de la Novena no pudieron resistirlo y abandonaron la posición después de sufrir muchísimas bajas. Si su campamento principal no cayó fue porque Marco Antonio y después César acudieron al ver señales de humo. La propia águila de la Novena estuvo a punto de ir a parar a manos del enemigo. Solo se salvó porque el portaestandarte que la custodiaba la lanzó por encima de la empalizada antes de morir, librando así a César de la vergüenza de perder el emblema de una legión.
Pompeyo había logrado apoderarse del extremo meridional de la fortificación de César, y aprovechó para levantar un campamento al otro lado, fuera del circuito vallado. Al mismo tiempo, otras tropas suyas ocuparon un castra que había un poco más al norte. Lo habían empezado a levantar los soldados de la Novena, pero después se habían dado cuenta de que no era un sitio adecuado para la defensa y lo abandonaron.
César empezaba a sospechar que su posición era indefendible. Se encontraba ante el mismo dilema que en Gergovia: tenía que renunciar a cercar a su enemigo, pero si se retiraba sin más, su prestigio como general sufriría un gran menoscabo. Necesitaba asestar al menos un golpe brillante para marcharse con la moral alta.
Fue entonces cuando recibió el informe de que una unidad, al parecer una legión entera, se había instalado en el fuerte abandonado. Si la Novena había renunciado a él era porque estaba rodeado de árboles que podían ocultar a un enemigo que se acercara. ¿Por qué no aprovechar esos árboles para lanzar un ataque nocturno? Si se apoderaba de aquel fuerte, podría derrotar a una legión entera y hacer prisioneros a los hombres que no perecieran en el asalto. Acabar con toda una legión del enemigo (y quizá sumarla a sus propias filas) compensaría de sobra el revés anterior.
Después del ataque de Pompeyo, César había hecho levantar un gran campamento en la zona sur para controlar mejor los movimientos del adversario. Ahora, de noche, dejó a dos cohortes vigilándolo y salió con otras treinta y tres, casi tres legiones y media.
Como era habitual, las tropas se dividieron en dos grandes grupos. El que iba por la parte izquierda, con el mismo César al mando, llegó con sigilo al fuerte y tomó la empalizada al asalto después de una breve lucha. Sin embargo, al entrar se dieron cuenta de que dentro del campamento había otra valla, un fuerte dentro del fuerte, y la guarnición de Pompeyo se había refugiado en aquel reducto.
A esas alturas, las tropas del ala derecha ya tendrían que haber llegado. Pero, como ocurre a veces en las operaciones nocturnas, simplemente se habían perdido. Desde el campamento salía una empalizada que no formaba parte del recinto, sino que llevaba a un río cercano. Creyendo que era un lateral del fuerte, los soldados la siguieron en la oscuridad. Cuando se dieron cuenta del error, en lugar de volver atrás rellenaron la zanja y arrancaron parte del vallado.
En el otro campamento enemigo, construido al sur de la circunvalación cesariana, Pompeyo se había dado cuenta del ataque. Rápidamente ordenó a la caballería y a cinco legiones que se pusieran en marcha para defenderlo. Lógicamente, los jinetes se adelantaron a los infantes. Al llegar al fuerte que estaba siendo atacado, pasaron por su lado izquierdo y lo rodearon en el sentido de las agujas del reloj.
Eso los llevó a topar de frente con los soldados extraviados del ala derecha de César, que por fin habían visto el campamento y corrían hacia él. No iban en formación cerrada, porque se habían ido separando al cruzar el vallado y además no esperaban encontrarse con ningún enemigo en el camino.
Atacar a grupos dispersos era la misión favorita de la caballería. Los jinetes de Pompeyo irrumpieron entre los legionarios enemigos y empezaron a alancearlos mientras sus caballos los pisoteaban. Los hombres de César fueron presa del pánico y dieron media vuelta para huir, atropellándose unos a otros. En el hueco que habían abierto en el cercado se formó un gran tapón; de modo que, para huir de los jinetes de Pompeyo que los estaban masacrando, muchos treparon al parapeto y saltaron al otro lado sin pensárselo. La altura seguramente no era tanta como para matarse, pero los primeros en caer apenas tuvieron tiempo de levantarse cuando otros compañeros se les precipitaron encima. Muchos murieron así, aplastados en la fosa aledaña a la empalizada; al menos, sirvieron de colchón para que otros salvaran la vida.
En el campamento atacado, los hombres del ala izquierda de César presenciaron lo que ocurría con sus compañeros, y también vieron que se acercaban las cinco legiones de Pompeyo. Al comprender que podían quedarse encerrados allí dentro, corrió la voz del «¡Sálvese quien pueda!», y todos huyeron sin orden ni disciplina.
César intentó evitar el desastre, plantándose delante de los soldados e incluso agarrando con sus manos los estandartes de los que huían. Aquello le había servido a Sila en la batalla de Orcómeno para detener una desbandada, pero los soldados de César estaban tan aterrorizados que no hicieron caso de su general. Uno de los signíferos llegó al extremo de darle la vuelta al estandarte para clavarle la punta del regatón a su general. César se salvó porque uno de sus escoltas reaccionó a tiempo y cortó el brazo de aquel hombre con su espada.
La batalla podía haber acabado mucho peor. Pompeyo sospechó que la huida de los soldados de César era una añagaza y refrenó a sus soldados para que no los persiguieran. De lo contrario, tal vez habrían tomado el campamento, masacrado a tres legiones y apresado o matado al mismo César. Este se dio cuenta y comentó más tarde a sus allegados: «Hoy mis enemigos podrían haber terminado la guerra de haber tenido a un general que supiera vencer» (Apiano, BC, 2.62).
Aun así, el resultado fue otro desastre. En el ataque de unos días antes, César ya había sufrido muchas bajas, pero en este perdió novecientos sesenta soldados, treinta y dos mandos entre centuriones y tribunos y otros tantos estandartes. Después de Gergovia era su segunda gran derrota, y en circunstancias que podrían considerarse parecidas. A la hora de coordinar operaciones nocturnas con grupos separados de tropas, Pompeyo había demostrado que era mejor general que César.
A cambio, le faltó generosidad en la victoria. Pompeyo entregó a los prisioneros a Labieno, que se burló de ellos llamándolos «camaradas», y después los mató a la vista de los hombres de César.