IX

HACIA EL PRIMER TRIUNVIRATO

LA CAMPAÑA DE POMPEYO CONTRA LOS PIRATAS

Poco después de llegar a Roma, César volvió a contraer matrimonio en el año 68 o en el 67. Su nueva esposa se llamaba Pompeya. Era nieta, por parte de padre, de Quinto Pompeyo, el colega consular de Sila que había muerto asesinado en un motín, y por parte materna del mismísimo dictador. Después de haberse jugado la vida ante Sila por no querer divorciarse de Cornelia, resulta sorprendente que César se casara ahora con su nieta. Pero las relaciones familiares, amistosas y políticas de la élite romana dibujaban un auténtico laberinto en el que resultaba difícil orientarse, ya que los enlaces que se establecían entre los diversos individuos no solo se ramificaban en una complicada red, sino que además esos vínculos no dejaban de moverse, romperse y repararse constantemente.

Una buena razón para casarse con Pompeya era que su familia poseía una gran fortuna. A esas alturas de su carrera, César ya acumulaba enormes deudas. Por un lado, ascender en política suponía invertir mucho dinero en imagen, en favores o directamente en sobornos. Por otra parte, César era hombre de gustos caros. Como buen aristócrata de esmerada educación, coleccionaba estatuas, pinturas, joyas y grabados, y sus ropas no eran baratas. Se decía de él que para presumir de esclavos excepcionalmente apuestos pagaba tales precios que después le daba vergüenza anotarlos en sus libros de contabilidad, y que en sus campañas hacía transportar suelos enteros de mosaico para ponerlos en la tienda de mando. Según otra anécdota, en una ocasión hizo demoler una casa que le habían construido junto al lago de Nemi cuando ya estaba terminada porque no le agradaba el efecto que producía a la vista. En estas historias siempre hay un punto de exageración, pero revelan algo sobre el carácter del personaje, que era un perfeccionista.

Aunque los nombres coincidan, su esposa Pompeya solo era pariente lejana de Pompeyo el Grande, por lo que aquel matrimonio no sirvió para relacionarlo con César. Sin embargo, ambos se conocían: la élite romana no era un grupo tan numeroso y, además, los dos formaban parte del senado.

En realidad, a Pompeyo el senado le aburría mortalmente. No era buen orador, las sutilezas de la nobilitas se le escapaban y no tenía paciencia para las altas intrigas de la política. Durante su consulado en el año 70, ya que debía presidir el senado, Pompeyo había encargado al erudito Marco Terencio Varrón que le escribiese un breviario para explicarle cómo funcionaba, una especie de Manual del perfecto senador para dummies.

Al terminar aquel consulado, cuyo principal hito fue recuperar las atribuciones de los tribunos que les había arrebatado Sila, ni Pompeyo ni Craso solicitaron el gobierno de una provincia. No les interesaba. Justo antes de ser cónsules ambos habían servido en campañas militares importantes, uno contra Sertorio y otro contra Espartaco; por otra parte, los dos tenían muchísimo dinero, de modo que no les era necesario esquilmar a los súbditos de una provincia para pagar deudas.

Craso prefería seguir en Roma, dedicado a sus negocios y a aumentar su red de influencias entre los senadores y los équites. Básicamente, las conseguía prestándoles dinero a bajo interés, como hizo con César en más de una ocasión. Lo curioso es que años más tarde, cuando ya era sesentón, a Craso le invadió un irresistible deseo de conquistar la gloria militar, y ese deseo lo llevó a hacer la guerra en la lejana Mesopotamia, como ya contaremos.

En cuanto a Pompeyo, estaba deseando conseguir un mandato militar, ya que donde se sentía como pez en el agua era dirigiendo tropas. Además, pasada la emoción de su segundo triunfo, percibía que la admiración que el pueblo romano sentía por él empezaba a marchitarse, y quería hacerla reverdecer. Pero no estaba dispuesto a conformarse con un mando militar de medio pelo en una guerra de segunda librada contra alguna tribu montañesa de nombre impronunciable. Alguien como él, que había entrado por la puerta Triunfal antes de cumplir los treinta años, necesitaba una campaña espectacular, y lo que más le atraía en aquel momento era el señuelo de Oriente.

Allí se estaba librando la llamada Tercera Guerra Mitridática. La primera, como ya vimos, la ganó Sila, pero la situación en Roma le forzó a negociar unas condiciones muy ventajosas para el enemigo. La segunda, que duró del año 83 al 81, fue cosa de su legado Murena, quien había invadido por su cuenta y riesgo los territorios de Mitrídates. Tras ser derrotado, a Murena no le quedó otro remedio que retirarse y firmar la paz por orden del propio Sila.

El origen de este tercer enfrentamiento arrancaba de la guerra contra Sertorio. Para llevar a cabo sus planes, el rey del Ponto había aprovechado que la República tenía un buen número de legiones ocupadas en Hispania. Tras cinco años de paz, Mitrídates había conseguido reunir un ejército muy numeroso, entrenado y equipado al modo romano gracias en buena parte a los asesores enviados por Sertorio. Según Apiano, contaba con ciento cuarenta mil soldados de infantería y dieciséis mil de caballería (unas cifras hinchadas, para variar). Con esas tropas, Mitrídates atacó Paflagonia y Bitinia a principios del año 74, decidido a recuperar el imperio que había conquistado durante su primera campaña.

En el 73, el senado envió a los dos cónsules del año, Licinio Lúculo y Aurelio Cota, para frenar la nueva amenaza. Sin embargo, primero la guerra contra Sertorio y después la amenaza de Espartaco no permitieron emplear suficientes recursos en el conflicto. En el año 70, Aurelio Cota regresó a Roma y Lúculo se quedó al cargo de aquella guerra. Lúculo era un buen general que ya había demostrado sus dotes de mando durante el primer conflicto contra Mitrídates cuando se encargó de reunir una flota para Sila. De todos modos, no poseía el don de su antiguo superior para ganarse el afecto de las tropas, que se quejaban de que no recibían suficiente botín. Para empeorar las cosas, Lúculo se había enemistado con los influyentes publicanos de Asia por tratar de poner coto a sus abusos.

En el año 67, la guerra se había estancado. Las tropas de Lúculo se negaron a seguir luchando para él, mientras los équites que controlaban los tributos asiáticos lo acusaban de prolongar a propósito la guerra para que no le quitaran el imperium. Pompeyo empezaba a frotarse las manos pensando en recibir el mando de esa campaña. Pero entonces le surgió otra oportunidad gracias a una plaga endémica del Mediterráneo que había sufrido, entre otros, el mismo César: los piratas.

En el Mediterráneo existían piratas desde que se tenía noticia. El mismo Ulises se había dedicado a la piratería durante su largo regreso de Troya, atacando el país de los cicones y la isla de los fabulosos lestrigones con fortuna desigual.

Normalmente, la piratería se hallaba más o menos limitada, pues había reinos poderosos que poseían grandes flotas de guerra con las que mantenían limpios los mares. Pero a lo largo del siglo II, Roma derrotó a los grandes estados de la zona, como el imperio seléucida, o causó de forma directa la decadencia de otras potencias navales como Rodas o Egipto. Eso dejó un vacío de poder en los mares que ella misma no se molestó en llenar y que provocó un nuevo auge de la piratería. Por otra parte, la economía romana e italiana demandaba cada vez más esclavos, y eso animaba a mucha gente a dedicarse a la lucrativa profesión de pirata para traficar con seres humanos.

A partir de la Primera Guerra Mitridática, la piratería se disparó fuera de todo control. En realidad, podría decirse que el colectivo de los piratas llegó a convertirse en una especie de estado propio. Muchas de las personas que se dedicaban a ello no tenían otra forma de ganarse la vida, pues las guerras habían devastado sus países y por eso, como señala Apiano, se dedicaban «a cosechar el mar en lugar de la tierra» (BM, 92).

Si los primeros piratas utilizaban naves pequeñas y ligeras, los de la época de Pompeyo y César usaban ya birremes y trirremes de combate. Y no actuaban precisamente de incógnito: muchos exhibían con orgullo su reciente prosperidad luciendo remos plateados, toldillas de color púrpura y velas doradas.

Muchos piratas se organizaban en flotas comandadas por auténticos almirantes. Con ellas asaltaron islas como Delos y Egina, y ni siquiera los santuarios de Hera en Samos y Asclepio en Epidauro se libraron de sus depredaciones. Cualquier ciudad cercana al litoral, aunque estuviese amurallada, corría peligro. En los últimos años cuatrocientas poblaciones habían sufrido su pillaje, y el temor por los piratas llegaba hasta tal punto que en muchos lugares la gente huía de la costa donde llevaba generaciones viviendo.

La principal base de operaciones de los piratas era la región de Cilicia, y en particular la llamada Cilicia Traquea o «abrupta». Allí las montañas llegaban hasta el mar creando escarpados salientes rocosos separados por pequeñas ensenadas ocultas. En ellas los piratas tenían sus guaridas, donde retenían encadenados a miles de artesanos de todo tipo para que fabricaran sus naves y sus armas con la madera, el hierro y el cobre que les traían de todas partes.

La comunicación lateral entre las calas y promontorios donde se cobijaban los piratas resultaba prácticamente imposible, sobre todo para ejércitos numerosos. La única forma de asaltar esos bastiones era llegando por mar. Pero eso tampoco bastaba, pues si una flota atacaba una de sus bases, los piratas no tenían más que retirarse hacia las montañas del interior, donde contaban con aliados que los protegían.

Los romanos llevaban más de una generación combatiendo en vano contra esta plaga. En el año 102, Marco Antonio llevó a cabo la primera operación destinada a acabar con la piratería, y dos años después se aprobó una lex piratica que no sirvió de gran cosa. En torno al año 80 se creó la pequeña provincia de Cilicia, y desde ella su gobernador Servilio Vatia lanzó varias campañas para someter las montañas del interior, que le valieron el sobrenombre de Isáurico. Pero el enclave principal de Cilicia Traquea seguía sin conquistar.

La situación había empeorado todavía más debido a las guerras contra Mitrídates, que no dudaba en utilizar a los piratas como aliados pagándoles y entregándoles barcos. En las décadas de los 70 y 60 había decenas de miles de ellos repartidos desde Levante hasta las Columnas de Hércules, y sus naves ya asaltaban incluso las costas de Italia. Así, cerca de Miseno raptaron a Antonia, precisamente la hija del general que había intentado combatirlos por primera vez, y pidieron un enorme rescate por ella. La audacia de los piratas llegaba a tal extremo que incluso secuestraron a dos pretores junto con sus lictores. Al menos, estos dos pretores se salvaron; otros prisioneros corrieron peor suerte, ya que sus captores los hacían caminar por el tablón para que cayeran al mar adelantándose a las costumbres de piratas más modernos.

Las incursiones de aquellos bandoleros de los mares estaban perjudicando al comercio de todo el Mediterráneo. Roma, que superaba de largo el medio millón de habitantes y no dejaba de crecer, necesitaba el trigo que llegaba de Sicilia, del norte de África y de lugares más lejanos como Egipto. Pero ya no era seguro ni el puerto de Ostia, pues allí, a pocos kilómetros de la mismísima Roma, los piratas se habían atrevido a atacar a una flota consular.

Cuando la situación llegó a un punto insostenible en el año 67, ante la amenaza de que la ciudad de Roma sufriera una hambruna, el tribuno Aulo Gabinio propuso una ley destinada a acabar definitivamente con la piratería. Su idea era escoger a un senador consular para dirigir la tarea y poner bajo su autoridad a quince legados con rango de pretores. Para combatir contra los piratas, aquel magistrado especial contaría con doscientos barcos y su mandato duraría tres años.

Gabinio no mencionó a Pompeyo por su nombre, pero ambos eran amigos y todo el mundo supo para quién estaba destinado ese puesto. En el senado se suscitó una gran oposición, ya que los poderes que la ley concedía eran inusitados. Uno de los pocos que habló a favor de la medida fue precisamente César, algo de lo que Pompeyo tomó buena nota.

Después de muchas discusiones aderezadas con dosis de violencia e intimidación, Gabinio llevó la propuesta a la asamblea. Finalmente, el pueblo concedió el mando a Pompeyo y le otorgó incluso más medios de los que preveía la primera propuesta del tribuno. Pompeyo tendría a su disposición quinientos barcos, veinticuatro legados, ciento veinte mil soldados de infantería y cinco mil de caballería. Asimismo se le asignaron fondos y provisiones suficientes para mantener una flota y un ejército tan grandes. El imperium de Pompeyo abarcaba todo el Mediterráneo y una amplia franja costera que se internaba setenta y cinco kilómetros tierra adentro, y en ese territorio su autoridad prevalecía sobre la de cualquier otro magistrado.

La titánica labor de coordinar todos esos medios de un extremo a otro del Mediterráneo habría intimidado a cualquiera, pero no a Pompeyo, que poseía una singular aptitud para organizar operaciones a enorme escala. La gente confiaba tanto en él que, en cuanto se supo que le habían otorgado aquel mando, el precio del pan bajó, ya que todos estaban convencidos de que el suministro de trigo no tardaría en reanudarse.

Pompeyo se puso manos a la obra enseguida. Pensó que si perseguía a los piratas en Cilicia, correrían a buscar nuevas guaridas en las costas de África o Dalmacia, y viceversa. La manera de acabar con ellos era actuar simultáneamente en todo el Mediterráneo. Para tal fin, Pompeyo, que era un hombre meticuloso, dividió el mar en trece regiones, seis en el este y siete en el oeste. Al mando de cada una de ellas puso a un legado cuya misión era perseguir a los piratas de su zona y expugnar las fortalezas donde se cobijaban. Ninguno de ellos debía sobrepasar los límites que se le habían asignado. En cuanto a los once legados restantes, se cree que Pompeyo los puso al cargo de flotas móviles que sí podían cruzar de una zona a otra para perseguir a los barcos piratas que escapaban del cerco. El hecho de nombrar tantos legados, de paso, le permitió crear nuevos vínculos de cliente-patrón y aumentar su poder.

La campaña arrancó a principios de la primavera del año 67, con ataques simultáneos en todas las zonas del Mediterráneo occidental, mientras el propio Pompeyo hacía una labor de barrido de oeste a este con una flota de sesenta barcos. En tan solo cuarenta días, aquella mitad del Mediterráneo quedó libre de piratas y el tráfico entre Roma y sus principales suministradores de grano se restableció.

Después le tocó el turno a la mitad oriental, tarea que se preveía más complicada. Sin embargo, Pompeyo la llevó a cabo con una sorprendente facilidad. Aquel a quien habían llamado «el carnicero adolescente» demostró que sabía ser humano y clemente, y que comprendía que las causas principales de la piratería eran la miseria y la falta de otros medios para ganarse la vida.

En lugar de crucificar a los piratas como había hecho César, Pompeyo les entregó tierras en el interior de Asia Menor —bien lejos del mar para evitar que cayeran en la tentación de volver a la piratería—, o los instaló en ciudades que habían quedado casi despobladas por las guerras mitridáticas. Una de ellas, Soli, fue rebautizada con el sonoro nombre de «Pompeyópolis». Curiosamente, la población que más nuevos colonos recibió no se hallaba en Asia Menor sino en Grecia, y fue Dime, en la comarca de Acaya. En total, Pompeyo reasentó de ese modo a veinte mil antiguos piratas. Era algo que los romanos ya habían probado con éxito trasladando a muchas tribus ligures al sur de Italia.

La campaña progresó con rapidez. Sabiendo que si se rendían obtendrían el perdón, tripulaciones enteras arrojaban las armas al agua y aplaudían en señal de rendición cuando las naves romanas se acercaban para abordarlas. Pompeyo dejó para el final la ofensiva contra el corazón del problema, la escarpada costa de Cilicia. Allí libró una batalla naval en la que derrotó a la principal flota pirata, y luego puso sitio a la fortaleza de Coracesio. Con la rendición de esta terminó una guerra que apenas había durado seis meses.

Por supuesto, la piratería no desapareció por completo, aunque algunos, como Cicerón, se dejaron llevar tanto por el entusiasmo que dijeron que ya no quedaba un solo pirata en las costas de Asia. Pero lo cierto es que la plaga como tal dejó de asolar el Mediterráneo gracias la eficacia de Pompeyo. Aquello de por sí le habría valido un triunfo, pero a Pompeyo todavía le quedaba por delante la campaña que lo haría verdaderamente grande.

LA GUERRA CONTRA MITRÍDATES Y LA CONQUISTA DE ORIENTE

Tras su éxito contra los piratas, Pompeyo y el grueso de sus tropas pasaron el invierno en la provincia de Cilicia. Mientras en Roma, en enero del 66, uno de sus aliados, el tribuno Cayo Manilio Crispo, presentó una propuesta para entregarle el mando de la guerra contra Mitrídates y su aliado Tigranes de Armenia. No solo a Pompeyo no se le quitaba el imperium que se le había otorgado para la campaña de limpieza de los mares, sino que se le añadían las provincias de Bitinia y Cilicia. Todo ello por tiempo indefinido y con plenos poderes para dirigir según su propio criterio las operaciones y la política exterior.

Ningún magistrado o promagistrado había acaparado jamás tanto poder. En el senado se oyeron voces en contra que advertían de que una concentración de poderes como esa suponía una amenaza para la libertad de la República, ya que Pompeyo podría tener la tentación de convertirse en tirano o rey.

Pero había muchos más interesados en concederle el mando a Pompeyo. A los équites que manejaban las sociedades de publicanos y cobraban los tributos de Asia les convenía que la situación de la zona, castigada ya por tres guerras contra Mitrídates, se asentara de una vez. No lo pensaban solo ellos, sino muchos senadores: Asia debía ser pacificada, y para ello había que acabar de una vez con Mitrídates. Pompeyo podía caerles mejor o peor, pero sabían que era un general eficaz.

Entre los senadores que hablaron a favor de la lex Manilia estaba César, y también Cicerón, que pronunció un elocuente discurso. En él aseguró que Pompeyo poseía las cuatro cualidades de un general eficaz: dominio de la ciencia militar, valor, autoridad y buena suerte. Es de suponer que en nuestros días un orador habría suprimido esa última cualidad, la felicitas de la que tan orgulloso se sentía Sila; pero para los romanos era muy importante saber que los dioses en general y la Fortuna en particular estaban de parte de los hombres a los que le confiaban el mando.

Una vez aprobada la moción, el senado envió una carta al interesado para comunicarle su nombramiento. Al recibirla, según Plutarco, Pompeyo se quejó: «¡Ay de mí, mis trabajos no tienen fin! Mejor me iría en la vida si fuese alguien desconocido. Así, en cambio, nunca dejaré de servir en el ejército ni me libraré de la envidia que me persigue, y jamás podré retirarme a vivir al campo con mi mujer» (Pompeyo, 30).

Aquella hipocresía hizo sonrojarse incluso a sus amigos: todos sabían que Pompeyo llevaba mucho tiempo intrigando para quitarle el mando a Lúculo. Este, de hecho, lo comparó con un buitre que venía a devorar los restos de un cadáver al que ya había matado otra fiera.

Lúculo habría podido ganar aquella guerra, que había librado con efectivos más bien escasos y combatiendo al mismo tiempo contra dos reyes, Mitrídates y Tigranes. Este último, que había engrandecido tanto el reino de Armenia que recibía el título de «rey de reyes», se había reído de Lúculo comentando que sus hombres eran muy pocos para ser un ejército, pero demasiados para ser una embajada. La risa no le duró demasiado, ya que poco después de hacer aquel chiste, Lúculo y sus tropas lo aplastaron.

El problema era que Lúculo era impopular tanto entre los équites como entre muchos senadores. Sobre todo, sus soldados no lo podían ni ver. Por no apoyarlo, el Estado había permitido que Mitrídates contraatacara y que tanto él como Tigranes recuperaran parte del territorio que habían perdido en esos años. Eso le venía bien a Pompeyo, evidentemente: cuando peor estuviera la situación, más gloria para él.

Pompeyo no fue nada generoso con Lúculo. Pese a que él traía ya muchos efectivos, cuando tomó el relevo de las tropas de su antecesor, le dejó únicamente mil seiscientos hombres para que lo acompañaran a Roma a celebrar el triunfo, y además procuró seleccionarlos entre los más proclives a amotinarse. Por otra parte, no cejó hasta anular todos los acuerdos que había firmado Lúculo, pues quería que los reyes y dinastas de la región estuvieran atados a él por acuerdos personales.

Antes de ponerse en marcha, Pompeyo inició una ofensiva diplomática para aislar a sus enemigos. Prefería no tener que guerrear contra Mitrídates y Tigranes a la vez, de modo que se puso en contacto con el rey parto Fraates. Tras pactar que la línea divisoria entre Roma y Partia estaría en el Éufrates, Fraates prometió a Pompeyo que atacaría la frontera oriental de Armenia con el fin de tener entretenido a Tigranes mientras los romanos invadían el Ponto.

Cuando Mitrídates se enteró de las maniobras políticas y militares de Pompeyo, comprendió que iba a verse en graves apuros y envió embajadores al general romano para negociar la paz. A Pompeyo no le interesaba que aquella campaña terminara sin batallas ni saqueos, así que respondió que, si Mitrídates quería la paz, debía entregarse sin condiciones en una deditio ad fidem.

Obviamente, Mitrídates no podía aceptar algo así. Rotas las breves negociaciones, Pompeyo se puso en marcha hacia el norte con treinta mil soldados de infantería y dos mil de caballería. Mitrídates disponía de los mismos efectivos de infantería y de tres mil jinetes, y con ellos se dirigió a la cabecera del río Lico, junto a la fortaleza de Dastira, para detener al invasor. El rey, que estaba a punto de cumplir setenta años, seguía combatiendo personalmente; poco tiempo antes había recibido una herida de espada en un muslo de la que no murió gracias a que su médico personal Timoteo consiguió detener la hemorragia.

La zona que había elegido Mitrídates, situada en Armenia Menor, ofrecía un relieve muy agreste, idóneo para defenderse. Pero el rey tenía un problema: por culpa de las campañas de Lúculo, que habían asolado toda la región, resultaba complicado conseguir provisiones por los alrededores. Debido a eso y a los últimos reveses, la moral en el ejército del Ponto era baja y se producía un flujo constante de desertores, a pesar de que a los prófugos se les castigaba crucificándolos, sacándoles los ojos o quemándolos vivos.

Cuando llegó al valle del Lico y comprobó que Dastira era casi imposible de asaltar, Pompeyo decidió asediar la fortaleza. Aunque el relieve de la zona impedía rodear al enemigo con un cerco perfecto, los hombres de Pompeyo levantaron un perímetro de treinta kilómetros provisto de fuertes y empalizadas, una obra comparable a la que había llevado a cabo Craso en la punta de la bota italiana para encerrar a Espartaco.

A pesar de que el sistema logístico de Pompeyo era muy superior al de su enemigo, sus forrajeadores sufrían por los ataques de la caballería de Mitrídates, que superaba a la de Pompeyo. Este decidió tender una trampa al enemigo, y una noche apostó a tres mil soldados de infantería ligera y quinientos jinetes entre la espesura de un valle que se abría entre su campamento y la fortaleza de Dastira.

En cuanto amaneció, Pompeyo mandó al resto de los jinetes contra el enemigo. Al verlo, Mitrídates reaccionó enviando contra él al grueso de su caballería. Los jinetes de Pompeyo no esperaron a resistir la carga, sino que volvieron grupas en una retirada fingida. Esta no duró mucho: cuando vieron que habían sobrepasado el punto donde se hallaban sus compañeros emboscados, volvieron a dar media vuelta y embistieron contra la vanguardia de la caballería enemiga, que los venía siguiendo.

En ese momento, la caballería de Mitrídates se vio atacada simultáneamente de frente y por los flancos. Encerrados y sin poder dar impulso a sus monturas, los jinetes pónticos fueron presa fácil de los soldados de infantería ligera, que se dedicaron a acuchillar sin piedad los costados de los caballos. Tras esta batalla, Mitrídates perdió la única ventaja que poseía sobre Pompeyo, su caballería.

Esta emboscada demostró que Sertorio llevaba razón cuando dijo que le iba a enseñar una lección al pupilo de Sila: Pompeyo la había aprendido y aplicado a la perfección.

Después de aquello, Mitrídates renunció al combate. Para empeorar su situación, Pompeyo recibió refuerzos de Cilicia, con lo que sus efectivos ascendían ya a más de cuarenta mil legionarios.

Cuando sus hombres empezaron a matar a las bestias de carga para alimentarse, Mitrídates decidió que no le convenía esperar a que empezaran a pasar hambre. Una noche, mientras los fuegos de su campamento seguían ardiendo, huyó con el grueso de sus tropas por senderos escarpados más apropiados para cabras que para humanos. Eso demuestra, lógicamente, que Pompeyo no había podido completar la circunvalación de Dastira.

Cuando descubrió que la presa había escapado, Pompeyo partió en su persecución. Su caballería no dejaba de hostigar a la retaguardia de Mitrídates, pero este seguía adelante sin detenerse a luchar, siempre hacia el este. El rey del Ponto procuraba viajar de noche, aprovechando que él y sus hombres conocían bien la zona, y gracias a que aquellos parajes eran montañosos siempre encontraban posiciones elevadas donde acampar.

Pompeyo no quería que Mitrídates cruzara el Éufrates y penetrara en territorio armenio, así que una noche decidió atacar su campamento, pese al riesgo que implicaban siempre las operaciones nocturnas. Mientras sus hombres avanzaban con todo el sigilo posible, Mitrídates tuvo un sueño, o así lo contó (la oniromancia o interpretación de los sueños era una de sus grandes aficiones). En su visión, estaba navegando por el mar Negro con viento propicio y ya tenía a la vista el Bósforo. Pero cuando se volvía para saludar a sus compañeros de travesía y congratularse con ellos de haber llegado a salvo al final del viaje, descubría de pronto que estaba solo, flotando en el agua y agarrado a un madero flotante.

Aquel sueño predecía su futuro inmediato y a largo plazo, como enseguida veremos. Sus sirvientes lo despertaron entonces y le avisaron de que el enemigo atacaba. Mitrídates se levantó para organizar a sus tropas en la defensa del campamento, pero ya era demasiado tarde. Plutarco ofrece un detalle muy sensorial sobre esta batalla: como los romanos venían con la luna a sus espaldas y estaba a punto de ponerse, sus sombras se veían tan alargadas que engañaban a los defensores y les hacían calcular mal las distancias y errar los disparos.

Con ayuda de la luna o no, los romanos destrozaron al ejército de Mitrídates, que perdió diez mil hombres en aquel ataque. El rey logró escapar en la oscuridad con ochocientos jinetes y tres mil soldados de infantería, y se dirigió a una fortaleza llamada Sinora o Sinorega, cerca de la frontera armenia. Allí guardaba abundantes tesoros con los que recompensó y despachó a muchos de sus hombres. Él mismo cogió seis mil talentos para el viaje, una suma que no era precisamente calderilla, pues equivalía a casi doscientas toneladas de plata. (Es de suponer que una buena parte sería en forma de monedas y objetos de oro, con más valor por menos peso).

Con una fuerza más reducida y móvil, Mitrídates marchó hacia las fuentes del Éufrates. Junto a las tropas que lo acompañaban viajaba una de sus concubinas. Su nombre era Hipsicracia, pero el rey la llamaba en broma Hipsícrates, masculinizando su nombre porque cabalgaba como un persa y combatía con el valor y la energía de un hombre.

Al llegar al Éufrates, Mitrídates descubrió que no solo se había convertido en persona non grata en Armenia, sino que además su antiguo aliado Tigranes había puesto precio a su cabeza. Rápidamente, cambió de planes y se dirigió al norte, a la Cólquide. Pasó el invierno en la ciudad de Dioscurias, donde las estribaciones del Cáucaso llegaban prácticamente hasta el mar. Según el mito, era en aquellas montañas donde Zeus encadenó a Prometeo y un águila devoraba el hígado del titán todos los días.

En primavera, Mitrídates cruzó las montañas hasta llegar a las estepas costeras, que recorrió a una distancia de la costa siempre prudencial para que la naves romanas que patrullaban el mar Negro no lo encontraran. Tras rodear el lago Meotis llegó al Quersoneso Táurico (hoy día son el mar de Azov y la península de Crimea). Allí, en su fortaleza de Panticapeo, se hallaba uno de sus hijos, Macares, que se había rebelado contra él. Ahora, al saber que su padre venía y sabiendo cómo se las gastaba, Macares se suicidó; al menos, eso le permitía elegir la forma de morir.

En cuanto a Pompeyo, tras su victoria, pensó que Mitrídates estaba acabado y no se esforzó en seguirlo, ya que prefería ocuparse antes de Tigranes. En aquel momento, el monarca armenio se veía acosado por los partos en su frontera oriental, y además su hijo y tocayo Tigranes se había sublevado contra él; considerando que el rey tenía setenta y cuatro años, parece lógico que el joven Tigranes empezara a pensar en jubilarlo.

Cuando Tigranes se enteró de que los romanos habían cruzado su frontera occidental, decidió que lo más sabio era rendirse. Mientras Pompeyo se acercaba por el curso superior del Éufrates a la capital, Artaxata, Tigranes salió a su encuentro y se presentó en su campamento. Para demostrar su sumisión, dejó su tiara real a los pies del general romano y se postró ante él en el ritual de la proskýnesis, que era tradicional en esas tierras y que Alejandro había intentado imponer a sus oficiales macedonios con bastante polémica.

Pompeyo se agachó, ayudó a levantarse al anciano rey y volvió a ponerle la diadema; la diplomacia de gestos grandiosos y munificentes se le daba mucho mejor que las intrigas senatoriales y la intrincada sintaxis de los discursos retóricos.

Pompeyo permitió que Tigranes se quedara con el reino que había heredado, pero le arrebató las conquistas que había hecho durante su reinado y con las que había creado una especie de Gran Armenia. Al joven Tigranes, que se estaba frotando las manos pensando en que los romanos ejecutarían o al menos derrocarían a su padre, Pompeyo le entregó tan solo el pequeño territorio de Sofene.

Esa sería la política de Pompeyo en los países de Oriente: mantener a los dinastas locales siempre que aceptaran ser «amigos y aliados del pueblo romano», es decir, vasallos. Por supuesto, mantener el trono no salía gratis. Tigranes pagó seis mil talentos a Pompeyo, y los oficiales y soldados del ejército romano recibieron también sus correspondientes bonificaciones. Gracias a eso, el rey evitó que saquearan Artaxata. Recordaba bien el destino sufrido por su otra gran capital, Tigranocerta, que él mismo había fundado. Lúculo y sus hombres la habían saqueado y habían obtenido un botín de más de ocho mil talentos.

Durante el invierno del 66-65, Pompeyo repartió sus fuerzas en tres campamentos, una medida que habitualmente se tomaba para dividir entre varias poblaciones la carga de alimentar a las tropas. Aprovechando aquello, el rey albano Oroeces cruzó con sus fuerzas el río Ciro (Kurá), que desemboca en el Caspio, y atacó a los romanos. La ofensiva fracasó, y Pompeyo lo persiguió hasta el río. Allí alcanzó a su retaguardia y mató a muchos de sus hombres. Cuando Oroeces le pidió una tregua, Pompeyo se conformó con eso y no se internó en su territorio, pues no le parecía aconsejable hacerlo en invierno (el territorio de los albanos se correspondía más o menos con Azerbaiyán).

Ya en primavera, las legiones se adentraron en el país de los iberos, un pueblo situado en el territorio de la actual Georgia. Según habían informado a Pompeyo los espías, su rey Artoces pensaba seguir el ejemplo de Oroeces, de modo que decidió que quien golpea primero da dos veces. Tras ser derrotado, Artoces pidió también la paz y entregó a sus propios hijos como rehenes.

Después de la batalla, Pompeyo y sus tropas prosiguieron su avance por el valle del Fasis, que atravesaba la Cólquide hasta desembocar en el mar Negro junto a la ciudad del mismo nombre. Aquel río era tan sinuoso y su valle tan angosto que, según cuenta Estrabón, había que cruzar hasta ciento veinte puentes para salvar sus constantes meandros (11.3.4)

En Fasis se reunió con su legado naval Servilio, que había atracado en la ciudad con parte de la flota. Al saber que Mitrídates se dirigía al Bósforo Cimerio, Pompeyo pensó que por el momento no representaba ningún peligro. Tras encargar a Servilio que mantuviera vigilado al rey para que no escapara por mar, regresó a Armenia.

Cuando las noticias llegaron a Roma, sus adversarios empezaron a criticarlo por haber dejado escapar una vez más a Mitrídates. ¿Acaso Pompeyo ignoraba que aquel tipo era igual que la mítica ave Fénix? Pero él aseguró en tono un tanto desdeñoso que había dejado al rey del Ponto solo ante un enemigo peor que un ejército romano: el hambre. En eso no parecía estar muy bien informado, ya que las llanuras al norte del mar Negro eran uno de los principales graneros del mundo antiguo.

En el camino de regreso a Armenia, Pompeyo decidió que era buen momento para tomar represalias contra los albanos por el ataque del invierno anterior. Mientras se adentraba en su territorio, se enteró de que Oroeces había movilizado un ejército de sesenta mil infantes y doce mil jinetes. Los primeros, si es que en verdad había tantos, serían milicias reclutadas a toda prisa y de poca calidad. Pero la caballería sí le preocupaba, sobre todo porque en ella había catafractos, guerreros expertos y blindados de pies a cabeza al igual que sus caballos.

Desde la guerra contra Sertorio, Pompeyo había adquirido afición a las estratagemas y los engaños, y así lo demostraría en Dirraquio durante la guerra civil. En esta ocasión escondió un buen número de cohortes en el terreno que había elegido para la batalla: apostó algunas a ambos lados de un valle, en las laderas sembradas de vegetación, y otras al fondo, detrás de la caballería y de rodillas para que no destacaran. Además, instruyó a sus soldados para que se cubrieran con telas los yelmos, la parte de su equipo donde más se reflejaba el sol.

Tendida la trampa, Pompeyo envió el cebo, que era su propia caballería. Tras una breve refriega los jinetes fingieron retirarse ante el empuje enemigo. Los catafractos los persiguieron sin temor, ya que no parecía haber grandes contingentes de infantería a la vista. Pero a continuación, los jinetes romanos se dividieron por escuadrones y se colaron por los huecos abiertos entre las cohortes que habían permanecido ocultas tras ellos. Los legionarios se levantaron y cargaron contra la caballería albana, mientras sus compañeros emboscados por ambos flancos hacían lo propio.

Como era de esperar, los romanos causaron una gran mortandad entre sus enemigos. Según Plutarco, Pompeyo luchó en aquella ocasión en combate individual contra Cosis, hermano del rey. Pero la trayectoria militar de Pompeyo sugiere que no era muy dado a lanzarse personalmente a lo más duro de la refriega, por lo que probablemente se trate de una anécdota inventada por sus cronistas para glorificarlo.

Durante toda esta campaña, el propio Pompeyo procuró venderse a sí mismo como un nuevo Alejandro, y la imagen de sí mismo cargando a caballo contra los caudillos enemigos era perfecta para recalcar esa semejanza. En ese sentido resulta muy reveladora otra anécdota que también refiere Plutarco. Cuando Pompeyo venció a Mitrídates y tomó su campamento, sus hombres llevaron a su presencia a varias concubinas reales a las que habían hecho prisioneras. Pompeyo no solo no las tocó, sino que las envió de vuelta con sus familias. Era la misma conducta caballerosa que Alejandro había tenido con la familia del rey persa Darío. Esto no significa que al obrar así no fuese sincero, pues Pompeyo tenía fama de ser muy galante y cortés con las mujeres.

Con duelo singular o no, Pompeyo consiguió también que los albanos se le sometieran y le entregaran rehenes. Desde su país se dirigió al Caspio, pero avanzar por aquellos parajes era tan penoso que renunció a la empresa y decidió regresar a Armenia Menor y el Ponto. Desde ese momento, su ejército prácticamente no llegó a combatir. Poco a poco, las fortalezas de la región que aún resistían se fueron rindiendo. La tarea más fatigosa que tuvieron que llevar a cabo los hombres de Pompeyo fue llevar la contabilidad de los enormes tesoros del rey Mitrídates. Solo en su castillo de Talaura pasaron treinta días.

En total, Pompeyo se apropió de treinta y seis mil talentos, la mayoría en moneda acuñada. Sus escribas y cuestores tomaban nota de todo para que nadie pudiera acusarlo de corrupción al volver a Roma. En las diversas fortalezas encontraron además valiosas obras de arte; los nobles romanos se mataban por las antigüedades orientales, como se puede comprobar leyendo las cartas de Cicerón.

A propósito de cartas, Pompeyo también encontró muchas escritas por Mitrídates. Aparte de la relación de sus envenenamientos y las interpretaciones de sus sueños y los de sus esposas, un tema que parecía apasionar al rey del Ponto, Pompeyo pudo leer varias cartas de tono muy erótico que Mitrídates había intercambiado con Monime, una de sus esposas.

Además de hacer acopio de botín, Pompeyo y sus legados se dedicaron a reorganizar toda la región. Para ello firmaron pactos con los numerosos reyes y caudillos de las diversas naciones de Anatolia, y también con el rey parto Fraates, aunque en este caso los términos eran de igualdad. Emulando de nuevo a Alejandro, Pompeyo también fundó varias ciudades. Una de ellas, levantada en el lugar donde venció a Mitrídates, se llamó Nicópolis, «ciudad de la victoria».

Ya terminado el invierno, Pompeyo viajó hacia el sur, atravesó Capadocia y Cilicia y entró en Siria. Antíoco XIII, el último seléucida, cuyo reino se había quedado prácticamente reducido a la ciudad de Antioquía, se presentó ante él para pedirle que lo mantuviera como rey aliado y amigo de Roma. Pero Pompeyo decidió convertir Siria en provincia romana, ya que quería evitar que siguiera sufriendo razias de árabes y judíos, algo que venía ocurriendo desde que el imperio seléucida se desmoronó ante los partos. En general, fue lo que hizo en aquella región cuando no encontró ningún gobernante local que le pareciera fiable.

Después de aquello, Pompeyo prosiguió su avance hacia el sur. En Judea se estaba librando una guerra civil entre los hermanos Aristóbulo e Hircano, que se disputaban el trono y el sumo sacerdocio. Pompeyo se decidió por Hircano y puso sitio a Jerusalén, donde se había hecho fuerte su rival. A principios de octubre, tras un asedio de tres meses, la ciudad cayó en poder de los romanos. Pompeyo se dio el capricho de entrar en el sanctasanctórum del templo sagrado, algo que muchos judíos consideraron un sacrilegio, pero no se apoderó de ningún tesoro por respeto. A Hircano lo nombró sumo sacerdote y etnarca, un título distinto de rey, lo que satisfizo sobre todo al clero, que no quería obedecer a un monarca secular. En cuanto a su hermano Aristóbulo, se lo llevó prisionero a Roma.

Más al sur quedaba otro reducto problemático: el reino de los árabes nabateos, cuya capital era la famosa ciudad de Petra. Su rey Aretas no dejaba de lanzar incursiones contra Siria y Judea. Pero en el año 62, cuando Pompeyo y sus tropas se disponían a atravesar la llamada Arabia Pétrea, llegaron noticias del norte relativas a Mitrídates. Pompeyo emprendió el regreso al Ponto y dejó que su legado Emilio Escauro se encargara de la campaña contra los nabateos. Escauro hizo algunas incursiones en sus territorios y después llegó a un acuerdo con Aretas. Este se sometió de palabra y entregó trescientos talentos al legado para que no siguiera adelante.

Mitrídates había llegado a Panticapeo en el verano del 65. Una vez allí, descubrió que estaba rodeado de intrigas familiares. Cuando se enteró de que uno de sus hijos, Xifares, intentaba desertar con los romanos, lo hizo ejecutar sin contemplaciones.

En el Bósforo, Mitrídates trazó planes para recuperar su poder, como ya había hecho más de una vez en el pasado. A sus setenta años, seguía concibiendo planes grandiosos, como si le quedara por delante todo el tiempo del mundo. Según Apiano, tenía pensado organizar un gran ejército para remontar el curso del Danubio hasta las tierras de Tracia y desde allí invadir el territorio romano. El mismo Apiano añade que era un plan quimérico; en griego, una paradoxología, término que se utilizaba para referirse a los relatos fantásticos (BM, 101-102).

Si es verdad que barajó ese plan, pronto debió descartarlo por las enormes dificultades prácticas que conllevaba. En realidad, Mitrídates se hallaba prácticamente encerrado en su reino, mientras los barcos romanos recorrían impunemente el mar Negro. Intentó negociar de nuevo, pero la respuesta que recibió de Pompeyo fue que solo trataría con él si se presentaba en persona en la ciudad de Amiso y se entregaba a él.

Sospechando que era inminente una invasión, el rey trató de reforzar con guarniciones las ciudades vecinas. Pero todo se desmoronaba a su alrededor. Su hijo Farnaces se rebeló, y si Mitrídates no lo ejecutó fue porque un consejero intercedió por él. En otra de sus ciudades, Fanagoria, la guarnición se rebeló y entregó a los romanos a cuatro de sus hijos y una hija que se alojaban allí.

Sin saber a qué recurrir ya, el monarca del Ponto envió a algunas de sus hijas solteras a las tribus escitas para entablar alianzas matrimoniales y conseguir refuerzos. Pero al salir de Panticapeo, los soldados de la escolta asesinaron a los eunucos que las custodiaban y llevaron a sus hijas a los romanos.

Las deserciones continuaban. Llegó un momento en que la propia guarnición de Panticapeo se sublevó contra él. Cuando Mitrídates intentó convencer a sus oficiales y soldados para que no lo abandonaran, le respondieron: «Preferimos que tu hijo Farnaces sea el rey. Lo que queremos es un hombre joven, no un viejo que se deja mandar por eunucos y que ha matado a muchos de sus hijos, sus generales y sus amigos».

La larga carrera de Mitrídates tocaba a su fin. Incluso los miembros de su guardia personal lo abandonaron y acudieron al campamento donde se habían hecho fuertes los desertores. Estos dijeron que solo los admitirían si les traían el cadáver del rey.

Los guardias regresaron al palacio y, como no encontraron a Mitrídates, que se había escondido, mataron a su caballo para que no pudiera huir. Después localizaron a Farnaces y lo coronaron con una ancha hoja de papiro a modo de corona.

Mitrídates presenció la escena desde un pórtico elevado y comprendió que estaba perdido. Envió un mensaje a su hijo para pedirle que al menos le dejar huir con vida, pero Farnaces no le respondió.

Por fin, el anciano rey decidió suicidarse ingiriendo un veneno que siempre llevaba en una bolsita junto a la vaina de espada. Con él se hallaban en aquel momento dos de sus hijas, Nisa y Mitrídatis, que le pidieron que las envenenara también y que lo hiciera antes de beber la pócima, pues no querían sobrevivirle. Mitrídates accedió, les dio el fármaco y las jóvenes no tardaron en morir.

Pero cuando él mismo bebió el veneno, descubrió que no le hacía efecto. Es de suponer que no se trataba de uno de los tóxicos contra los que se había inmunizado, porque no tendría sentido que intentara matarse con él. Tal vez había tomado poco antes su famoso mitridatio, ese antídoto «de amplio espectro» que él mismo había fabricado, o quizás al dar parte del veneno a sus hijas le había quedado una dosis insuficiente, considerando que era un hombre de gran tamaño.

Al comprender que así no iba a poder morir, habló con un escolta galo llamado Bituito. El breve parlamento de Mitrídates es digno de una tragedia griega o shakesperiana:

Mucho me ha hecho ganar tu brazo derecho contra mis enemigos. Pero mucho más me hará ganar si ahora me matas, pues corro el peligro de ser arrastrado en un desfile triunfal. ¡Yo, que he sido gobernante y rey de un imperio tan grande, y que ahora no consigo morir envenenado por culpa de las necias precauciones que tomé contra otros fármacos! Pero, aunque vigilé y me precaví contra todos los venenos que uno puede ingerir, olvidé protegerme del veneno más mortal y cercano para un rey: la traición de sus soldados, sus hijos y sus amigos. (BM, 111).

El galo, conmovido por las palabras del rey, lo mató con su espada. Tal fue el final de Mitrídates, llamado el Grande, de quien Apiano añade: «Luchó contra los mejores generales de su tiempo. Fue derrotado por Sila, Lúculo y Pompeyo, pero más de una vez los superó. Su espíritu fue siempre grandioso e indomable, incluso en los infortunios» (BM, 112).

Cuando la noticia llegó a Roma, se festejó el fin de aquel enemigo contra el que habían luchado abuelos, padres e hijos. Farnaces embarcó el cuerpo del monarca en un trirreme y lo envió a Sínope, junto con muchos rehenes, para pedir a Pompeyo que le dejara gobernar el reino de su padre, o al menos el Bósforo Cimerio.

Aquella fue la noticia que hizo que Pompeyo abandonara su campaña contra los nabateos. Cuando llegó al Ponto y recibió el mensaje de Farnaces, accedió a que conservara todo el Bósforo con la salvedad de Fanagoria, ciudad que recibió su libertad por haber ayudado a los romanos. A este Farnaces, por cierto, lo encontraremos mucho más adelante.

Pompeyo fue generoso en la victoria, pues sabía que había vencido a un enemigo legendario y que la posteridad lo mediría a él por la talla de sus adversarios. Por eso pagó los funerales del rey e hizo que lo enterraran con honores en Sínope, junto con sus antepasados.

La guerra había terminado. A decir verdad, Pompeyo la había liquidado prácticamente con la batalla en que venció al rey del Ponto en el mismo lugar donde luego levantó Nicópolis. Los demás años se había dedicado a reorganizar una zona en la que ya habían realizado una labor de zapa antes que él otros generales, como Lúculo.

¿Podría haber continuado Pompeyo su campaña? Más allá del Éufrates se extendía el imperio parto. Aunque había llegado a varios acuerdos con el rey Fraates, nadie como un romano para encontrar un casus belli allí donde hiciera falta. Pero seguramente Pompeyo pensó que eso sería alejarse demasiado del Mediterráneo, y sabía asimismo que Partia era un rival mucho más poderoso que los pequeños reinos con los que se había ido enfrentando.

Era hora de regresar a casa. A Pompeyo le aguardaba un triunfo que él sabría convertir en el más espectacular de la historia, en esta ocasión sin necesidad de elefantes. También confiaba en que el senado atendería sus razonables peticiones: entregar tierras a sus soldados veteranos y ratificar los tratados que con tanto trabajo y atención al mínimo detalle había firmado con las naciones de Oriente. Todos, en fin, lo reconocerían como el primer hombre de Roma, el general más grande de su tiempo y de todos los tiempos (que lo fuera o no ya era otra cuestión).

No tardaría en sufrir una amarga decepción.

EL ASCENSO DE CÉSAR

Mientras Pompeyo guerreaba en Oriente, César seguía subiendo en el cursus honorum. En el año 65 su edad le permitió presentarse a edil. Había cuatro ediles, dos obligatoriamente plebeyos y dos que podían ser patricios o plebeyos, conocidos como «curules». La llamada lucha de los órdenes de principios de la República había dado lugar a una especie de discriminación positiva, de modo que en la época de César a veces resultaba más conveniente ser plebeyo que patricio: los plebeyos podían ser tribunos de la plebe y tenían abiertas todas las demás magistraturas, mientras que los patricios no podían ocupar más de la mitad de los puestos de un año.

Si los cónsules gobernaban la República con mayúsculas y en abstracto, los ediles se encargaban de los detalles concretos: suministro de grano, alimentos, limpieza de las calles, orden en los mercados… El puesto de edil era un buen trampolín para las magistraturas superiores, ya que permitía organizar festejos y espectáculos que servían para entretener al pueblo y ofrecerle comilonas extra, y no había mejor manera que esa de ganar votos.

Había al año dos festivales muy esperados cuya organización dependía de los ediles. En abril se celebraba una semana entera en honor de Cibeles, los llamados Ludi Megalenses, y en septiembre quince días seguido dedicados a Júpiter, los Ludi Romani. El Estado contribuía con dinero para estos festivales, pero los ediles ambiciosos complementaban esta asignación gastando de su propio peculio para contratar más gladiadores y mejores actores y para ofrecer banquetes más abundantes.

En el caso de César, el dinero no era suyo sino de sus acreedores, pero eso no le coartó. El vigésimo aniversario de la muerte de su padre le sirvió como una excusa excelente para celebrar unos juegos en los que combatieron trescientas veinte parejas de gladiadores. El número era tan exagerado que más de un senador sintió escalofríos pensando en la rebelión de Espartaco.

Además de aquellos juegos, César gastó dinero a manos llenas en otras celebraciones. Su popularidad creció tanto durante aquel año que Marco Calpurnio Bíbulo, el otro edil curul, se quejó con amargura de que él también ponía fondos y sin embargo César se llevaba todo el mérito. «Pasa como con el templo de Cástor y Pólux —decía Bíbulo—. Por abreviar, todo el mundo dice solo “templo de Cástor” y se olvida de Pólux».

No fue la primera vez que Bíbulo y César coincidieron en un cargo. Su relación no era buena, y el hecho de ser colegas forzosos no hizo sino agriarla más. Bíbulo era un optimate convencido y, para colmo, yerno de Catón el Joven, el autoproclamado «guardián de las esencias de la República» y uno de los enemigos más implacables de César.

La acción más dramática e impactante que llevó a cabo César siendo edil lo relacionó de nuevo con Mario. Durante el entierro de su tía Julia ya había mostrado la máscara funeraria del gran general. Ahora, cuatro años después, los romanos se asombraron al despertar una mañana y descubrir que los trofeos conquistados por Mario en su guerra contra cimbrios y teutones y los monumentos erigidos para celebrar aquellos éxitos militares se levantaban de nuevo a la vista de todos en el Capitolio, ante el templo de Júpiter.

Sila había ordenado retirar y destruir todos aquellos memoriales, por lo que es evidente que César había tenido que reparar algunos y encargar imitaciones de otros, todo ello en secreto. A la plebe de Roma le conmovió encontrar aquellos símbolos de sus victorias. Habían pasado cuarenta años de las invasiones germanas, y muchos recordaban todavía el miedo que había encogido el corazón de la ciudad y cómo en la hora más oscura Mario se convirtió en el escudo y la espada que salvaguardaron a la República.

En el senado hubo algunos que no se alegraron tanto de aquel gesto. Quinto Lutacio Catulo, cuyo padre combatió con Mario en Vercelas y acabó suicidándose por asfixia en una sala llena de carbones encendidos para evitar que su excolega lo asesinara, se levantó indignado. «¡César ya no está tratando de minar la República excavando túneles en secreto, sino atacándola directamente con máquinas de guerra!», protestó. La respuesta de César fue lo bastante mesurada como para convencer a todo el mundo de que no era ningún revolucionario que tratara de socavar el Estado. Solo quería quedarse con lo mejor del pasado, vino a decir con evidente sentido común. ¿Por qué renunciar a las glorias de Aquae Sextiae y Vercelas?

Todos aquellos festejos y exhibiciones representaron enormes desembolsos para César. Antes incluso de entrar en el cursus honorum se decía que su deuda superaba ya los treinta millones de sestercios, y a estas alturas se había acrecentado enormemente. Cuando terminó su cargo de edil, los mayores interesados en que César saliera adelante en su carrera política eran sus acreedores, y sobre todo el principal de ellos, Craso, ya que era la única forma de recobrar su inversión. Obviamente, repartirse los pedazos de César como permitían antaño las Doce Tablas no era una solución muy provechosa. Como asegura un dicho: «Si le debes diez mil euros al banco, tienes un problema. Si le debes diez mil millones de euros, el problema lo tiene el banco».

Mientras César contaba el tiempo que faltaba para presentarse a pretor, el penúltimo peldaño del cursus honorum, y Pompeyo seguía cosechando victorias en Oriente, se produjo en Roma un oscuro complot conocido como «la conjuración de Catilina». Considerando lo convulso de la política romana desde los tiempos de los Gracos, esta conspiración no fue seguramente la mayor de las turbulencias que agitaron a la República. Pese a ello, es muy conocida por dos razones. La primera es que Salustio escribió una monografía sobre ella titulada, como era de esperar, La conjuración de Catilina. La segunda, que el hombre que la sacó a la luz no fue otro que Marco Tulio Cicerón, el mayor orador de Roma, cuyo más célebre discurso, la Primera Catilinaria, empieza precisamente: Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?, «¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?».

Lucio Sergio Catilina, que había nacido en el año 108, pertenecía a una de las familias patricias más antiguas de Roma, la gens Sergia, que sin embargo había entrado en cierta decadencia y llevaba siglos sin superar el cargo de pretor. Catilina había empezado su carrera militar en la Guerra Social sirviendo a las órdenes de Pompeyo Estrabón, y después destacó como oficial bajo el mando de Sila en la guerra civil.

La reputación de Catilina era funesta. Entre otros crímenes, se decía que había matado a su cuñado Quinto Cecilio y que durante las proscripciones cortó la cabeza de Mario Gratidino. Más adelante, en el año 73, se le acusó de haberse acostado con la vestal Fabia, cuñada de Cicerón, delito del que salió absuelto. Catilina estaba casado con una mujer llamada Aurelia Orestila de la cual, según Salustio, «ninguna persona decente alabó nada salvo su belleza» (Cat., 15,2). Se contaba que Orestila se había negado a contraer nupcias con Catilina porque este tenía un hijo adulto y ella no quería compartir la casa con él, y que Catilina, ni corto ni perezoso, había asesinado a su propio hijo para complacerla. Como consecuencia de estos crímenes, el hombre tenía la conciencia tan culpable que «el color de su piel era pálido, sus ojos terribles, su paso demasiado apresurado o demasiado lento; en resumen, su figura y su rostro delataban su locura» (ibíd.)

Considerando que también se decía que había mezclado sangre humana con vino para juramentarse con los demás conspiradores, al tal Catilina no le faltaba detalle. No quiero decir que en juramentos secretos no se llegara al extremo de beber sangre, sino que la acumulación de imágenes negativas convierten a Catilina en una caricatura grotesca, lo que nos hace preguntarnos cómo sería en verdad el personaje. De entre la maraña de acusaciones parece deducirse que se trataba de un hombre con carisma —algo que se demuestra en que tuvo muchos seguidores— y de gran valor físico, pero también de un sujeto con pocos escrúpulos, corrupto y manirroto. Debido a esto último estaba cargado de deudas como tantos otros aristócratas, un lastre del que intentaba librarse como fuese.

Entre los años 68 y 66, Catilina gobernó como propretor la provincia de África, y a su regreso no se le permitió presentarse al consulado por una acusación de extorsión. Cuando el juicio se celebró por fin, quedó absuelto; tal como Quinto Cicerón, hermano del orador, señaló con mucha gracia, se sospechaba que había conseguido librarse porque «salió del tribunal tan pobre como algunos de sus jueces lo eran antes del juicio» (Manual del candidato, 3).

En el 64, Catilina pudo por fin presentarse a las elecciones a cónsul del año siguiente, pero los elegidos fueron Antonio Híbrida y Cicerón. Para Catilina fue un fracaso muy doloroso, ya que nadie había conseguido en su familia el puesto de cónsul desde hacía siglos, literalmente. En cambio, para Cicerón supuso un éxito enorme. Al igual que Cayo Mario, Marco Tulio Cicerón era un homo novus que había nacido en Arpino y pertenecía a la aristocracia local. El sendero que había escogido para ascender en política no era el de las armas, como su paisano, sino el de la retórica y la abogacía, ya que nunca destacó como militar. Se trataba de un camino más lento, pero Cicerón estaba más que dotado para ello. Poseía uno de los intelectos más poderosos de su tiempo, aunque el hecho de ser capaz de sopesar opciones contrapuestas y de no tener un gran valor personal le hizo nadar demasiadas veces entre dos aguas en una época en que las posturas políticas se estaban haciendo cada vez más extremas y difíciles de reconciliar.

En cuanto a Catilina, no se rindió tras su derrota y decidió presentarse de nuevo a la elección el año siguiente. Su programa electoral se basaba en un único punto: cancelar las deudas. En aquellos años había una auténtica crisis de crédito que afectaba, como ya había ocurrido en otras ocasiones, a pequeños campesinos que sobrevivían como podían empeñando las cosechas futuras para poder comprar semillas, animales de labor, herramientas o simplemente comida.

Pero también había en las ciudades, y sobre todo en Roma, muchos miembros de la élite, tanto senadores como caballeros, que habían adquirido grandes préstamos para llevar un tren de vida muy superior al que se podían permitir. Algunos lo hacían por medrar en política, como César, y otros por simple ostentación y amor al lujo. En aquel tiempo un aristócrata que se preciara debía poseer al menos una gran mansión en Roma y una serie de villas de recreo por toda Italia, sobre todo en centros de lujo y diversión como Puteoli y Bayas, los auténticos resorts de la época.

Un símbolo de aquellos tiempos era el équite Sergio Orata, que se enriqueció gracias al amor de los nobles romanos por la ostentación. Orata desarrolló un nuevo sistema para criar ostras en estanques, y se le daba tan bien que Craso dijo de él que era capaz de hacer crecer ostras colgadas del techo. Orata inventó también las llamadas balneae pensiles o «baños colgantes», grandes bañeras levantadas sobre el suelo de tal manera que por debajo corrían conductos de aire caliente que caldeaban el agua. Con ellas hizo buenas suma de dinero: Orata compraba villas, las reformaba construyendo en ellas sus balneae pensiles y luego las vendía por un precio mucho más alto.

Otro de los ejemplos exagerados de amor al lujo era Lúculo. Cuando Pompeyo le arrebató el mando de la campaña contra Mitrídates, Lúculo abandonó la política y se dedicó a disfrutar de las riquezas que había amasado en Oriente. Era un auténtico gourmet de la época, y para disfrutar de pescados de agua salada se había hecho construir una serie de estanques comunicados con el mar a través de túneles que horadaban una montaña. Eso hizo que Pompeyo se riera de él y lo llamara «Jerjes con toga», refiriéndose al canal que había hecho excavar el rey persa para no tener que circunnavegar el peligroso monte Athos.

A no mucho tardar, el final de la guerra contra Mitrídates y la conquista de Oriente harían afluir a Roma un enorme caudal de dinero, pero en el año 63 había una gran crisis de liquidez y muchos nobles se veían en apuros para pagar sus deudas. El programa de Catilina era muy atractivo para toda esa gente, sobre todo para los jóvenes que se movían en su círculo y que, sin tener grandes medios, vivían muy por encima de sus posibilidades.

Aunque esta vez no competía contra Catilina, Cicerón utilizó sus dotes retóricas para presentarlo como un peligro para el Estado y la sociedad, y consiguió que fuera derrotado por segunda vez. Aquel nuevo fracaso fue demasiado para Catilina: no solo suponía un gran golpe para su orgullo, sino también para su bolsillo, pues en noviembre se cumplía el plazo en que debería pagar sus elevadísimas deudas. Ya en las elecciones del 65 le habían acusado de tramar una conspiración, probablemente sin motivos, pero en esta ocasión decidió pasar a la acción de verdad y tomar por la fuerza el poder que no conseguía en las urnas.

Catilina sabía que había dos grupos principales en los que se podía apoyar: los nobles endeudados como él y los campesinos prácticamente arruinados. En particular, en Etruria existía un nutrido colectivo de antiguos soldados de Sila que poco a poco se habían empobrecido y que estaban dispuestos a recurrir a la violencia para remediar su situación.

Según el plan de Catilina, el 27 de octubre un ejército de diez mil hombres mandados por Cayo Manlio, uno de los veteranos silanos, se levantaría en Etruria y marcharía sobre Roma. Al mismo tiempo, en la ciudad, un grupo de nobles provocaría varios incendios para crear confusión y, aprovechando el caos, asesinaría a Cicerón y a otros senadores.

El problema para Catilina era que había demasiada gente implicada en su trama y muchos de ellos se fueron de la lengua, con lo que la conspiración se desveló antes de tiempo. El levantamiento de Etruria se produjo como estaba previsto, pero el ejército del procónsul Marcio Rex, que estaba esperando celebrar su triunfo cerca de Roma, marchó a reprimirlo enseguida. En cuanto a Roma, los disturbios previstos fueron abortados gracias a la vigilancia de Cicerón, que estaba sobre aviso.

Mientras tanto, Catilina seguía asistiendo a las sesiones del senado con cara de no haber roto un plato en su vida. Por fin, el 7 de noviembre Cicerón estalló en una reunión del senado y pronunció su famoso discurso. Tras recibir aquel furioso chaparrón dialéctico, Catilina tomó la palabra y negó estar implicado en ninguna trama. Sin embargo, por la noche huyó de Roma y se dirigió al norte para unirse a Manlio y su ejército, reconociendo así su culpabilidad.

Los demás cómplices de Catilina en la urbe se pusieron en contacto con unos enviados alóbroges —un pueblo celta que vivía en el extremo norte de la provincia de la Galia Transalpina— para convencerlos de que se sublevaran como una maniobra de distracción. En lugar de hacerlo, los alóbroges acudieron rápidamente a informar a Cicerón, y el cónsul hizo que detuvieran a los cinco principales implicados.

El 5 de diciembre, el senado se reunió para decidir qué hacer con los conspiradores. Algunos enemigos de César y de Craso intentaron convencer a Cicerón de que los dos estaban también implicados y debían ser arrestados, pero el cónsul no les hizo caso. Aunque Craso había apoyado a Catilina en el pasado, la acusación era patentemente absurda: si había alguien en Roma a quien no le convenía que se abolieran las deudas era a él, el mayor prestamista de la República.

A César no le habría venido mal esa condonación, pero solo en teoría: su carrera política marchaba según lo previsto, de modo que podía confiar en que con el tiempo devolvería sus débitos. Ahora bien, si estallaba una revolución como en tiempos de Sila, ¿quién podía saber lo que ocurriría? Eso no significa que César no mantuviera contactos con personas del grupo de conspiradores o con el propio Catilina; probablemente pensó que no convenía poner todos los huevos en la misma cesta y que si llegaba la revolución debía estar preparado.

Por si acaso, Craso no asistió a aquella sesión del senado. César, a quien nunca le faltó aplomo, sí acudió. Cicerón expuso el caso ante los demás senadores y solicitó su parecer. ¿Qué debían hacer con aquellos conspiradores? El primero en tomar la palabra fue el cónsul electo para el año siguiente, Décimo Silano, quien dijo que debían ser ejecutados cuanto antes. Así se manifestaron también los demás senadores consulares.

Cuando le tocó el turno a César, que había sido elegido como pretor para el año siguiente, opinó que no había que tomar decisiones en el calor del momento y que era mejor mantener encerrados a los conspiradores para juzgarlos con todas las garantías más adelante, o enviarlos a diversas ciudades de Italia y mantenerlos encerrados de por vida para que no cometieran más desmanes. Lo contrario sería ejecutar a ciudadanos sin permitir que presentaran su caso ante el pueblo, algo que todos sabían que atentaba contra la constitución romana.

El senado parecía decidido a hacer caso de César cuando se levantó a hablar Marco Porcio Catón, que como ya dijimos era suegro de Bíbulo. Catón, llamado el Joven para distinguirlo de su célebre bisabuelo Catón el Censor, tenía poco más de treinta años y hasta el momento solo había desempeñado el cargo de cuestor, pero había sido elegido como tribuno de la plebe y estaba a punto de tomar posesión de su cargo.

De todas formas, no había nadie más alejado de los ideales populares que Catón, que pese a su juventud poseía tal convicción en sus ideas que no tardó en convertirse en el líder espiritual de los optimates. Si pertenecía a ese bando no era por desdén aristocrático ni amor a la riqueza o al lujo, sino porque estaba convencido de que el sistema tradicional de la República era perfecto y no había que cambiar ni una coma. Los defectos del Estado se debían a que los ciudadanos eran imperfectos y corruptos, no al sistema en sí. Convencido de que siempre tenía razón, Catón era tan intransigente como su bisabuelo, al que admiraba profundamente, y la idea de ponerse en la piel de otra persona ni se le pasaba por la cabeza. Personalmente, no puedo evitar que este personaje, con su afán de que el mundo fuese un lugar sencillo, de blancos y negros y sin matices, me recuerde al integrismo genérico que describe Bernard-Henry Lévy en La pureza peligrosa.

Catón era un seguidor de la filosofía estoica y partidario de someter a su mente y su cuerpo a una estricta disciplina. Tenía tanta resistencia física que podía tomar la palabra en el senado y hablar de pie y sin descanso hasta que se hiciera de noche y se suspendiera la sesión, una táctica de obstruccionismo conocida hoy como «filibusterismo parlamentario» con la que consiguió impedir más de una votación.

En esta ocasión, Catón no recurrió a ese expediente, ya que precisamente quería que el senado votara en el sentido que él proponía: ejecutar a los conspiradores para que sirvieran de escarmiento. Pero mientras hablaba se produjo un incidente bastante chusco. Mientras Catón proseguía con su soflama, alguien entró en la Curia y le llevó una carta a César, un hombre por quien Catón sentía una antipatía visceral que, por cierto, era correspondida.

Catón señaló a César con un dedo acusador, afirmó que aquella carta era un mensaje secreto de su compinche Catilina y exigió que la leyera ante la cámara. César se limitó a acercarse a Catón y, sin pronunciar palabra, le tendió la misiva. Cuando la leyó en voz baja —normalmente los antiguos leían moviendo los labios, pues aquella caligrafía sin espacios no resultaba fácil de descifrar—, Catón se dio cuenta de que se trataba de una carta de amor escrita por Servilia, que precisamente era su hermanastra y además estaba casada con el cónsul electo Silano, el primero que había hecho uso de la palabra.

Más enojado si cabe, Catón le arrojó la carta a César y prosiguió con su discurso. Era un hombre de una sola pieza que jamás dudaba de lo que decía, y su convicción y su dureza arrastraron a los demás senadores, que votaron la pena de muerte. Los conspiradores fueron llevados a la prisión del Tuliano y ejecutados, saltándose sus derechos constitucionales, ya que como ciudadanos romanos podrían haber apelado al pueblo. Cicerón tuvo su momento de gloria y se le aclamó como padre de la patria y salvador de la República; no obstante, el hecho de haber ejecutado a aquellos hombres sin juicio le acarrearía más de un dolor de cabeza en un futuro no muy lejano.

En cuanto a Catilina, no sobrevivió demasiado tiempo a sus compañeros conjurados. En febrero se enfrentó en batalla contra el ejército de Antonio Híbrida. Para entonces, de los diez mil hombres que se habían levantado en Etruria únicamente quedaba la tercera parte, ya que los demás lo habían abandonado. Consciente de que lo tenía todo perdido y decidido a tener un fin memorable, Catilina se arrojó él solo contra los enemigos. Su cadáver apareció muy por delante de la primera fila de los suyos, y Floro comentó de él: «Habría sido una muerte gloriosa si hubiera perecido luchando por su patria» (4.1.12).

Como comenté antes, la caricatura que hicieron de él sus adversarios hace que en realidad no sepamos quién era Lucio Sergio Catilina, y si aparte del interés personal por librarse de sus deudas le movía una genuina preocupación por la suerte de los ciudadanos más empobrecidos. En cualquier caso, fuera un monstruo de maldad o no, como buen aristócrata romano amante de la gloria quizá con el tiempo le satisfizo comprobar desde el Averno que su nombre se convertía en uno de los más famosos de la historia gracias precisamente a su mortal enemigo:

Quousque tandem, Catilina?

Después de tantas convulsiones, en el 62 César se convirtió en pretor. Ya antes de ese cargo había conseguido otro gran éxito al ser nombrado pontifex maximus, jefe del colegio de pontífices. Era, por tanto, la máxima autoridad religiosa de Roma, siempre que entendamos que su campo de acción se circunscribía a la esfera ritual y que no era ningún líder espiritual impartiendo dogmas morales ni de fe. Pues la religión romana, como la griega, era básicamente un asunto práctico, una relación de patronos y clientes entre dioses y hombres basada en el intercambio de favores.

El último pontifex maximus había sido Cecilio Metelo Pío, a quien Sila le otorgó el puesto en agradecimiento a los servicios prestados. Cuando Metelo murió en el año 63, lo normal habría sido que los demás pontífices eligieran de entre ellos a uno de los más veteranos y respetados. Los principales candidatos eran Quinto Lutacio Catulo y Publio Servilio Isáurico, ambos excónsules y férvidos optimates.

César estaba decidido a aprovechar una ocasión que tal vez no volvería a presentarse, ya que el puesto era de por vida. Normalmente, el pontifex maximus se escogía por cooptación entre los miembros del colegio de pontífices, lo que a él le otorgaba muy pocas posibilidades. No obstante, el tribuno de la plebe Tito Labieno, que años más tarde sería el principal legado de César en la Galia, propuso recuperar la lex Domitia del año 104 por la que el pueblo elegía también a los sacerdotes del Estado y que, cómo no, había sido abolida por Sila. El procedimiento consistía en seleccionar por sorteo a diecisiete de las treinta y cinco tribus y que estas votaran al pontifex. Ahora bien, el sorteo se llevaba a cabo el mismo día, por lo que no era posible sobornar a los miembros de las tribus selectas con antelación: si uno decidía recurrir a esos métodos deleznables que usaban todos, tenía que untar las manos de gente de las treinta y cinco tribus.

Cuando Catulo vio que corría peligro de perder ante César, le ofreció una jugosa suma para que se retirara. César no solo no aceptó, sino que pidió a su vez más préstamos para la campaña (una campaña que consistía básicamente en comprar votos). Sus deudas empezaban a ascender a niveles estratosféricos, por lo que un fracaso habría supuesto una catástrofe. Pero César nunca retrocedía si podía evitarlo. En cierto modo, recuerda al personaje de Ethan Hawke en la película Gattaca, donde gana sistemáticamente a su hermano Jude Law en una competición que consiste en nadar mar adentro hasta que uno de los dos desfallezca y se rinda. Cuando Jude Law, que está mucho más dotado físicamente que su hermano, le pregunta cómo consigue ganarle siempre, Ethan Hawke responde: «Porque nunca reservo fuerzas para la vuelta».

Así era César, y así lo veremos cruzar con sus flotas el Adriático y el estrecho entre Sicilia y África.

Al salir a la calle el día de la votación le dio un beso a su madre, a quien debía su entrada en el colegio de pontífices, y dijo: «Hoy volveré a casa como pontifex maximus o me convertiré en un desterrado».

La apuesta salió bien, y César resultó elegido. Eso cambió su vida para siempre. Pese a su juventud, pasó a ser una de las personas más influyentes y respetadas de Roma. De paso, se mudó de su casa de la Suburra a la domus publica, su nueva residencia oficial, aledaña a la casa de las Vestales y situada en pleno Foro.

Ni en la pretura ni en el inicio del mandato de César como pontifex maximus faltaron los sobresaltos. El día 1 de enero, apenas tomó posesión de su cargo, César emprendió un ataque contra Lutacio Catulo. En el año 83, durante la guerra civil, el templo de Júpiter Capitolino había ardido en un incendio cuya autoría nunca se había llegado a esclarecer. Cinco años después, se había encargado a Catulo, cónsul de aquel año, la misión de reconstruirlo. Habían pasado ya quince años y las obras iban muy atrasadas. César convocó una contio en el Foro. Allí acusó a Catulo de negligencia y también de malversación de fondos. ¿Dónde estaba el dinero que el senado le había concedido para las reparaciones? Desde luego, en el templo no se veía. Lo mejor, propuso César pensando en Pompeyo, era quitarle a Catulo la comisión y entregársela a otra persona que supiera cumplir mejor la tarea.

Cuando Catulo quiso contestar, César no le permitió subir a la tribuna y le obligó a hablar desde abajo; algo humillante para un senador consular como él. César se la tenía jurada desde que Catulo lo acusó de peligroso revolucionario por exponer los trofeos de Mario, y más por intentar implicarlo en la conjuración de Catilina. Sin embargo, cuando los amigos del excónsul acudieron en masa para apoyarlo, César dio marcha atrás en su propuesta.

Después de aquello, César se metió en un lío peor. Uno de los tribunos, Metelo Nepote, convocó una asamblea para proponer que Pompeyo —cuñado y superior suyo, dicho sea de paso— regresara a Italia para imponer el orden con sus tropas después de los desórdenes causados por Catilina. En realidad, esos desórdenes estaban ya más que controlados: a Catilina, como hemos visto, le quedaban apenas tres mil partidarios mal armados. Se trataba de un simple pretexto para que Pompeyo pudiera volver sin necesidad de desmovilizar su ejército.

César, que maniobraba ya para ganarse el favor de Pompeyo —lo cual no le había impedido acostarse con su esposa Mucia, hermanastra de Nepote—, había instalado su silla curul junto al tribuno para presidir la votación como pretor. En ese momento apareció otro de los tribunos, que no era otro que Catón, acompañado por uno de sus colegas. Catón se abrió paso hasta el estrado y subió las escaleras, pese a que Nepote había puesto a unos cuantos matones al pie para impedirlo.

Cuando el heraldo empezó a leer con voz potente la propuesta que se debía votar, Catón interpuso su veto con voz no menos estentórea. El heraldo, impresionado por el poder del veto tribunicio, se interrumpió como cabía esperar. Nepote, lejos de amilanarse por la actuación de su colega, cogió el papiro con el decreto y lo leyó en su lugar. Catón se lo quitó de las manos; pero Nepote, que se lo sabía de memoria, siguió recitándolo. En ese momento el otro tribuno que acompañaba a Catón, Minucio Termo, plantó su mano en la boca de Nepote para silenciarlo.

Cierto tipo de gestos que implican contacto físico e invaden el espacio vital son detonantes infalibles para la violencia. Nepote hizo un gesto a sus matones, y estos subieron a la tribuna para llevarse a la fuerza a Catón y a Minucio. Aparte de porras y piedras, salieron a relucir espadas y cuchillos. Catón, tenaz como siempre, aguantó el chaparrón de golpes sin bajar del estrado, hasta que aparecieron unos cuantos partidarios suyos y la asamblea se convirtió en una batalla campal. Al cabo de un rato, apareció el cónsul del año, Licinio Murena, y pese a que Catón lo había acusado de soborno poco antes, lo envolvió con su manto y lo sacó de allí.

El tumulto debió ser de consideración, porque la reacción del senado fue invocar el senatus consultum ultimum, encomendar a los cónsules a defender el estado y suspender de sus cargos a Nepote y César. Nepote se marchó de Roma y volvió con Pompeyo, lo que significaba que renunciaba a defender su puesto de tribuno y de alguna manera se declaraba culpable.

Resulta curioso cómo cambiaría todo con el tiempo, y cómo Catón, que era quien con más vehemencia se oponía a que Pompeyo regresara a Italia con tropas, se convertiría posteriormente en su aliado. Pero de momento el senado veía a Pompeyo como una amenaza por el inmenso poder que había acaparado en Oriente, y a César como uno más de los diversos agentes suyos que actuaban en la urbe trabajando por conseguir para Pompeyo algo que podía parecerse demasiado a una tiranía.

César, al principio, se negó a entregar su cargo y siguió mostrando los símbolos de su imperium. Después, cuando comprendió que los cónsules tenían la intención de arrebatárselos por la fuerza, despidió a sus seis lictores, se quitó la toga púrpura que llevaba cuando actuaba como pretor y se retiró a su casa, que por entonces ya era la domus publica.

Dos días después, se congregó delante de la domus una pequeña multitud para exigir que se le devolviera el cargo. Cuando se supo que esta manifestación no dejaba de crecer, el senado se reunió a toda prisa. ¿Qué pensaba hacer César? Los que lo tildaban de revolucionario temían que pudiera llevar a esa turba enfurecida a asaltar la Curia.

Pero César salió a la puerta y convenció a los manifestantes de que se dispersaran y regresaran a sus casas. Todo huele un poco a maniobra orquestada, aunque no tuvo por qué ser así forzosamente: parece bastante obvio que mucha gente veía ya a César como el líder popular del momento, y no es imposible que se hubieran indignado de forma espontánea al saber que lo habían destituido.

Maniobra o no, a César le salió bien. El hecho de calmar a la muchedumbre en lugar de soliviantarla convenció a los demás senadores de que era un hombre responsable y no un líder insurgente. Gracias a eso, César fue restituido en el cargo y recuperó todos los signos externos de su autoridad.

No se sabe mucho más de lo que hizo César durante este año de pretor que había empezado tan movido. Pero cuando se acercaba el final de su mandato se vio envuelto en un extraño escándalo. Todos los años se celebraba en Roma un festival religioso en el que únicamente participaban las mujeres y en el que rendían culto a la Bona Dea, la Buena Diosa. Se ignora quién era esta diosa en concreto, aunque hay teorías que la identifican con Ceres, con la Magna Mater o con la diosa de la naturaleza Fauna.

En cualquier caso, la fiesta invernal que se conmemoraba en la noche del 3 al 4 de diciembre estaba restringida exclusivamente a mujeres. La ceremonia oficial en nombre de la ciudad, pro salute populi Romani, tenía lugar en casa de uno de los magistrados con imperium, un cónsul o un pretor. Pero no era él quien se encargaba de los rituales, sino su esposa, acompañada por varias matronas y por las vírgenes vestales. Por eso, el paterfamilias debía ausentarse de su hogar, así como todos los varones que vivían en él. Incluso retiraban las imágenes de los antepasados masculinos y se llevaban a los animales machos.

En el año 62, les correspondió celebrar la fiesta de la Bona Dea a Aurelia y Pompeya, la madre y la esposa de César, por lo que este se marchó de la domus publica. A muchos varones no les debía hacer gracia que los excluyeran de esta forma y otros fantaseaban sobre lo que podría ocurrir en esas ocasiones. ¿Borracheras, orgías sexuales? En el culto de la Bona Dea estaba prohibido el vino, pero solo de nombre: las mujeres traían una jarra a la que llamaban «tarro de miel» y al vino que había dentro y que bebían lo llamaban «leche».

Estos elementos —las mujeres mandando en el culto, el vino que no es vino, matronas que lógicamente han practicado el sexo junto a vírgenes vestales— son propios de rituales denominados de «mundo al revés», como las Saturnalias, donde por unos días se fingía que los esclavos eran los amos de la casa. Paradójicamente, una de las funciones de estas ceremonias no era subvertir el mundo, sino mantenerlo como estaba.

La mezcla de curiosidad y desconfianza de los varones ante estos ritos se puede observar en la comedia ateniense Las tesmoforias de Aristófanes, donde un tipo llamado Mnesíloco se cuela vestido de mujer en una celebración también vedada a los varones, lo que provoca una serie de situaciones divertidas y absurdas.

96053.jpg

Lo que ocurrió aquel año tuvo su punto de absurdo, pero el resultado no fue tan divertido. Había un personaje llamado Publio Clodio Pulcro que acababa de ser elegido para cuestor y era uno de los «jóvenes salvajes» de la época que escandalizaban a la ciudad con sus juergas y sus gamberradas. Clodio pertenecía a la gens Claudia, una de las más poderosas de Roma, que durante el siglo anterior había protagonizado la lucha de clanes en el senado. El cambio de Claudio a Clodio ya manifestaba los gustos populares de este hombre, pues monoptongar au en o era una tendencia fonética del dialecto que se hablaba en las calles. (Pensemos en cómo taurum se convirtió en español en «toro» a partir del latín vulgar). Clodio, como tantos otros jóvenes de la época, vivía por encima de sus posibilidades gracias en parte a que sus hermanas se habían casado bien. Se decía que se acostaba con varias de ellas, cosa que tal vez fuera cierta o tal vez no, pues en las rivalidades políticas de la época la calumnia era la herramienta más utilizada.

Clodio mantenía un romance con Pompeya, la esposa de César. Mientras este vivía en la Suburra, Clodio debía tener más fácil encontrarse con ella, pero ahora que la familia se había instalado en la domus publica, en pleno Foro, hacerlo en secreto resultaba mucho más complicado. La fiesta de la Bona Dea le brindó a Clodio la ocasión de acostarse con Pompeya y de paso añadir un poco más de emoción a una vida de por sí trepidante. Se disfrazó de tañedora de arpa —obviamente, su físico tenía que ser bastante fino para ello— y entró en la casa gracias a Habra, una criada de Pompeya que oficiaba de celestina en aquella cuestión.

Habra le dijo a Clodio que esperara mientras su ama venía, lo que permite suponer que el adulterio iba a consumarse físicamente en el cubículo de la esclava. ¡Una mujer prudente Pompeya, que no quería dejar pruebas en su propia alcoba! Pero Clodio no pudo resistir la tentación de curiosear y se dedicó a vagar por la casa, lo más lejos posible de las luces (tengamos en cuenta que la iluminación provenía de antorchas y, sobre todo, decenas o centenares de pequeñas llamitas en velas y lámparas). Una criada de Aurelia se acercó a él y le dijo que se reuniera con el resto de las mujeres. Como Clodio no conseguía librarse de ella —seguramente la esclava estaba tirándole de la mano para llevárselo con las demás—, al final habló y le dijo que tenía que quedarse allí porque estaba aguardando a Habra.

Su voz lo delató. La esclava empezó a gritar: «¡Hay un hombre en la casa!». Al oírlo, Aurelia detuvo la ceremonia y ordenó tapar todos los objetos sagrados, mientras las criadas echaban las llaves a las puertas para que no escapara nadie. A la luz de una antorcha, las mujeres registraron la casa hasta encontrar a Clodio escondido en el cubículo de Habra, y después de verificar quién era lo echaron de casa.

La fiesta se suspendió por aquella profanación, y las mujeres regresaron a sus hogares para contarles a sus maridos lo sucedido. Pasados unos días, César se divorció de Pompeya. En cuanto a Clodio, uno de los tribunos de la plebe lo denunció por aquel sacrilegio. Cuando llegó el momento del juicio, César se negó a testificar contra él, ya que era un político popular al que pensaba utilizar en un futuro.

Por supuesto, no fue esta la razón que adujo para no declarar, sino que no sabía nada de las actividades de Clodio ni tenía noticia de que se acostara con su esposa. Cuando le preguntaron por qué se había divorciado de ella entonces, César respondió: «Porque pensé que de mi mujer ni siquiera se debía sospechar». La frase se ha convertido en proverbial con la forma «La mujer de César no solo debe ser honrada, sino parecerlo».

En cuanto a Clodio, gozaba de muchos apoyos populares, así que después de presiones y sobornos varios acabó absuelto. No deja de ser curioso que Pompeya engañara a César, el hombre que tenía tantas amantes, y nos da una idea de que existía bastante tolerancia sexual entre los miembros de la élite: César no pareció guardarle rencor a Clodio por lo ocurrido, del mismo modo que Craso y Pompeyo harían negocios y política con él a pesar de que se había acostado con sus esposas.

Al finalizar su mandato como pretor, César recibió el gobierno de Hispania Ulterior. Antes de partir, se vio obligado a recurrir a Craso, pues sus acreedores le exigieron el pago de parte de las deudas. El magnate lo avaló por ochocientos treinta talentos, casi veinte millones de sestercios; una cifra que parece enorme, pero que únicamente representaba una parte del total que debía.

De camino, mientras pasaban por una aldea de las montañas, un miembro del séquito de César preguntó en broma si creía que en aquel rincón perdido la gente se peleaba también por el poder, y él respondió: «Preferiría ser el primer hombre aquí que el segundo en Roma». Una de tantas frases anecdóticas que transmitían los biógrafos de la Antigüedad para retratar el carácter de sus personajes; sin embargo, los acontecimientos posteriores demuestran que a César no le bastaba con convertirse en un romano poderoso más, sino que quería ser el romano.

Ahora que tenía una provincia a su cargo, era el momento de hacer dinero para recuperar lo invertido y pagar a sus acreedores. Para eso, necesitaba una guerra, de modo que se volvió directamente contra los habitantes más levantiscos de la provincia, los lusitanos, que no estaban del todo sometidos. En los montes Herminios, la actual sierra de la Estrella de Portugal, había tribus que lanzaban razias constantes sobre las tierras de los vecinos, como venían haciendo toda la vida los pueblos montañeses. César les ordenó que abandonaran sus hogares y se asentaran en las llanuras. Ellos se negaron y así le dieron su casus belli.

En la campaña contra ellos, entre batallas y emboscadas, César fue alejándose cada vez más al oeste, hasta llegar al Atlántico. Cuando los rebeldes huyeron a una isla cercana, César envió un contingente de tropas en pequeñas embarcaciones. Sus hombres no contaban con que las mareas allí eran mucho más fuertes que en el Mediterráneo, quedaron aislados y fueron aniquilados por los hispanos. César hizo venir naves de guerra de Gades y finalmente tomó la isla. Después recorrió la costa hacia el norte, y cuando las tribus galaicas vieron cómo aquella flota de guerra llegaba a Brigantium (Betanzos) se rindieron ante él.

Gracias a aquella campaña, sus hombres saludaron a César como imperator, el título que permitía a un general solicitar un triunfo. César lo hizo, y el senado se lo concedió para cuando regresara de Hispania.

Mientras esto ocurría, en Roma se celebraba otro triunfo, el más espectacular que se había contemplado en la urbe en mucho tiempo. Pompeyo había vuelto por fin de su campaña en Oriente. Al principio, cuando se supo que regresaba, reinó cierta desconfianza en Roma. Al menos entre algunos senadores, que temían que Pompeyo utilizara su ejército victorioso para hacer lo mismo que Sila: entrar en Roma y hacerse con el poder. Craso, que no se fiaba del victorioso general, adoptó la precaución de llevarse a sus hijos de la ciudad y, por supuesto, todo el dinero que tenía en metálico.

Pero Pompeyo sorprendió a todos al llegar a Brindisi licenciando a sus soldados y enviándolos a sus hogares, no sin antes citarlos a las afueras de Roma en las vísperas del triunfo. Después marchó hacia la ciudad con un pequeño séquito, pero por el camino se le fueron añadiendo admiradores, hasta el punto de que llegó a Roma escoltado por una pequeña multitud.

Su triunfo se celebró los días 28 y 29 de septiembre del año 61. Era el tercero que llevaba a cabo, y el más legal de todos, ya que lo había obtenido contra pueblos extranjeros, como procónsul y a los cuarenta y cinco años —precisamente los cumplía el día 29—, una edad razonable para ello. El botín que exhibía era fabuloso, y en los carteles que llevaban sus soldados se leían los nombres de las naciones que había conquistado: Ponto, Armenia, Capadocia, Paflagonia, Media, Cólquide, Iberia, Albania, Siria, Cilicia, Mesopotamia, Fenicia, Palestina, Judea y Arabia, más la vasta y dispersa nación de los piratas. Tras el triunfo, se celebró un enorme banquete para toda la ciudad y Pompeyo prometió construir un magnífico teatro.

Una vez terminados los fastos, Pompeyo licenció definitivamente a sus soldados, a los que había entregado una generosa bonificación de seis mil sestercios. Les había prometido asimismo que les concedería tierras, la jubilación de los legionarios.

A partir de ese momento, Pompeyo se convertía en un ciudadano privado. Pero no pensaba ser un simple senador más: como Mario antes que él, esperaba que sus triunfos le otorgaran un aura especial, ese respeto que los romanos denominaban auctoritas. Sin embargo, tampoco ahora lo logró. Seguía sin ser buen orador y sin saber fajarse en la rápida esgrima parlamentaria.

Pompeyo tenía dos metas fundamentales: conseguir tierras para sus veteranos y que el Estado ratificara los tratados que había firmado en Oriente. Normalmente dichos tratados los negociaban comisiones del senado, pero Pompeyo los había firmado por su cuenta y riesgo.

El senado empezó a dar largas a ambos asuntos. En el año 60, Pompeyo se impacientó y decidió recurrir al voto de la asamblea del pueblo. La jugada tampoco le salió bien por diversas razones, y acabó renunciando a la lucha, al menos de momento.

Por esas mismas fechas, Craso se sentía tan resentido con el senado como Pompeyo. Los publicanos habían pujado en una subasta por la concesión para recaudar tributos, pero al ingresar estos comprobaron que los réditos obtenidos no cubrían el precio que se habían comprometido a pagar. Por eso querían que el Estado renegociara su contrato a la baja. Craso apoyaba a los publicanos por intereses personales y, probablemente, porque tenía acciones en sus compañías, aunque como senador no le estaba permitido en teoría.

El senado también estaba bloqueando esa medida, sobre todo por la terca oposición de Catón. Así pues, en el año 60, Pompeyo y Craso empezaban a descubrir que tenían algo en común: les estaban haciendo la vida imposible, por lo que a ambos les convenía unir fuerzas contra la mayoría que dominaba el senado. El problema era que no se soportaban mutuamente. Necesitaban a alguien que ejerciera de mediador entre ellos, un pegamento para unir a esos dos hombres tan distintos.

Ese pegamento se encontraba en Hispania, pero estaba a punto de venir. Y, por su edad, ya le correspondía presentarse al consulado.

Se acercaba la hora de César.

EL TRIUNVIRATO Y EL CONSULADO DE CÉSAR

Sin esperar a que llegara su sucesor en el cargo de gobernador, César abandonó Hispania y llegó a Roma en junio del año 60, dispuesto a presentarse a las elecciones a cónsul, para las que era evidente favorito. Pero debido a las normas impuestas se veía enfrentado a un dilema. Gracias a sus campañas como propretor en Hispania había conseguido que el senado le concediera un triunfo. Era el mayor honor al que podía aspirar un noble romano y la mejor propaganda posible para un candidato. Sin embargo, para celebrarlo necesitaba retener su imperium, cosa que solo podía hacer si permanecía fuera del pomerio. Si atravesaba el recinto sagrado antes del día del triunfo, tendría que despedirse de él al perder automáticamente ese imperium.

Por otra parte, una ley electoral en vigor exigía que los candidatos a las magistraturas se presentaran personalmente en el Foro. La fecha estipulada para esa comparecencia se acercaba, y era anterior a la que se le había asignado a César para su triunfo.

César solicitó al senado una dispensa especial para acceder al consulado in absentia. Los senadores se reunieron la víspera de la proclamación de candidatos para tratar el asunto, y muchos parecían dispuestos a su favor. Catón, al ver que su odiado adversario iba a salir beneficiado, se levantó y empezó a pronunciar un discurso en contra de la petición de César. Puesto que las normas establecían que un senador podía intervenir todo el tiempo que quisiera, él siguió y siguió, perorando sin descanso hasta que se hizo de noche y se tuvo que suspender la sesión. Hay que reconocerle a Catón su tenacidad y su energía, pues no era fácil aguantar tantas horas de pie y sin parar de hablar en un día de julio, cuando el sol tardaba mucho más en ponerse.

Aparentemente, Catón y el resto de los optimates habían vencido: el senado no había podido votar la dispensa y ya no podría hacerlo, porque era al día siguiente cuando los candidatos tenían que comparecer en el Foro. A César no le quedaba más remedio que conformarse con su triunfo y esperar un año mano sobre mano a que llegase otra ocasión de presentarse a cónsul. ¿Qué interés tenía Catón en retrasar el consulado de César doce meses, si al final iba a tener que tragar con aquel sapo de todos modos? La razón más verosímil es que ese año se presentaba a las elecciones su yerno Bíbulo, a quien César ya había eclipsado como edil. Catón quería evitar que eso mismo ocurriese con el consulado.

Al día siguiente, César sorprendió a todos apareciendo en el Foro vestido con la blanca toga de candidato. El rumor se propagó por toda Roma. ¡César había renunciado a un triunfo! ¿Quién hacía algo así?

Evidentemente, solo alguien que se sentía tan seguro de sí mismo que no dudaba de que obtendría mayores victorias militares en el futuro y podría resarcirse por aquel triunfo al que había renunciado.

Los optimates habían perdido una mano, pero no la partida entera. Por una ley de Cayo Graco que aún estaba en vigor, antes de la elección de los cónsules el senado debía asignar las provincias que recibirían una vez terminado su mandato. Para los cónsules del año 59 se decidió que en el 58 ambos se encargarían de supervisar silvae callesque, los bosques y las sendas rurales de Italia.

Se trataba de una decisión ridícula e insólita, una especie de declaración de guerra preventiva. Puesto que todo el mundo daba por hecho que César iba a ganar, el decreto apuntaba directamente contra él, tan certero y letal como el proyectil de un escorpión. Aquel absurdo nombramiento aseguraría que César no tuviera tropas a su mando, que no celebrara ningún triunfo y que tampoco pudiera enriquecerse en una guerra como hacían todos; algo que, considerando el montante de sus deudas, era imperioso para él.

Es evidente que detrás de esta maniobra andaban los optimates. En su odio a César, Catón llegaba al extremo de perjudicar incluso a su propio yerno. Bíbulo también detestaba a César, pero ¿tanto como para resignarse a cuidar de los bosques y los senderos rurales?

Como era de esperar, César fue el candidato más votado y Bíbulo el segundo. Una vez nombrado cónsul electo, a César todavía le quedaban unos meses para entrar en el cargo. Era el momento de maniobrar para adelantarse a sus enemigos y, sobre todo, para anular aquel grotesco mandato del senado y conseguir que se le concediera una provincia de verdad.

César necesitaba aliados poderosos que se sintieran tan molestos como él con la oligarquía que dominaba el senado. Había dos personas así en Roma con las que ya había tratado. Una de ellas era Craso, que había financiado buena parte de su carrera política. Craso estaba resentido con el senado porque este se negaba a reducir el precio que pagaban las sociedades de publicanos por la concesión de los tributos de Asia. En la sombra, Craso estaba detrás de esas sociedades, lo que significaba que la negativa del senado le hacía perder mucho dinero.

César no tuvo problemas para pactar con Craso, a quien ya le unía una buena relación. De hecho, si el magnate había decidido subvencionar la carrera de César era porque le parecía un político prometedor y pensaba que con el tiempo recuperaría lo gastado más los réditos. Ahora había llegado el momento de rentabilizar su inversión.

El otro posible aliado era Pompeyo, que llevaba tiempo intentando conseguir que el senado concediera tierras a sus veteranos y confirmara la organización de las provincias de Oriente que había pactado por su cuenta. Pero los senadores seguían mirándolo por encima del hombro como si fuera un advenedizo y rechazando sus propuestas. A Pompeyo, acostumbrado a imponer su voluntad en el ejército, no se le daban bien las sutilezas y componendas de la política. Gracias a César, mucho más fino en la retórica y con contactos entre la nobleza —aunque muchos de sus miembros lo odiaran—, Pompeyo esperaba que las leyes que necesitaba se aprobaran de una vez.

Da la impresión de que ambos hombres congeniaron bien. Para reforzar su alianza política, César le ofreció a Pompeyo la mano de su hija Julia. Ella se hallaba prometida a otro hombre, Servilio Cepión, pero eso no fue obstáculo: César, que por supuesto poseía la patria potestad sobre ella, rompió el compromiso y se la entregó a Pompeyo. El matrimonio, pese a ser de conveniencia política y a la gran diferencia de edad, funcionó muy bien y entre los esposos se desarrolló un cariño sincero no exento, según parece, de atracción sexual.

El problema para César era que Pompeyo y Craso no se llevaban nada bien, sobre todo desde que el primero había intentado arrebatarle al segundo los méritos por la victoria de Espartaco. César tuvo que recurrir a todas sus dotes de persuasión, que no eran pocas, y al final consiguió que ambos aceptaran llegar a un acuerdo con él. En aquel pacto, Craso y Pompeyo ejercían de hombres ya consagrados en el poder y César de político en ascenso que se comprometía a utilizar su cargo de cónsul para presentar todas las leyes que fueran necesarias con el fin de favorecer a sus socios.

Aquella alianza es conocida como Primer Triunvirato, pese a que no tenía carácter formal. Al principio se trató de un pacto secreto, pero cuando los tres empezaron a actuar de forma conjunta se descubrió la jugada, y se oyeron voces de indignación. El erudito Varrón, que unos años antes había preparado para Pompeyo aquel manual para comprender el senado, escribió ahora un panfleto vitriólico titulado El monstruo de las tres cabezas. Muchos historiadores posteriores, como Livio o Suetonio, opinaban que era una especie de conspiración para adueñarse ilegalmente del poder, casi un golpe de estado.

Lo curioso es que el triunvirato podría haber sido un cuadrunvirato. César propuso a Cicerón que se uniera al pacto y pusiera su afamada oratoria al servicio del grupo. Cicerón se lo pensó, como le explica a su amigo Ático en una de sus numerosas cartas. ¿Qué debía hacer? ¿Oponerse a la ley agraria que iba a presentar César para beneficiar a los veteranos de Pompeyo —aquella sería una gloriosa discusión parlamentaria, en su opinión—, abstenerse de hablar o apoyarla? Esto último era lo que quería César de él, pero Cicerón al final decidió no comprometerse.

Aparte del apoyo de Craso y Pompeyo, César sabía que necesitaba algo más: un tribuno de la plebe —al menos uno; si eran más mucho mejor— que pudiera bloquear con su veto las iniciativas de sus adversarios y con influencia en la asamblea popular para aprobar las leyes allí si César no conseguía hacerlo en el senado. El hombre al que captó para tal fin fue Publio Vatinio, que en efecto lo apoyó, pero se cobró su ayuda a peso de oro.

El 1 de enero del año 59, César y Bíbulo entraron en posesión de sus cargos. César, que ya tenía bien meditadas sus medidas, empezó aprobando una norma por la que a partir de ese momento unos escribas anotarían todas las deliberaciones del senado y las publicarían en el Foro. Era una forma de demostrar a sus enemigos que no tenía nada que ocultar y también una advertencia para los senadores: si insistían en llevar una política contraria a los intereses del pueblo romano, este no iba a tardar en enterarse de qué pie cojeaba cada uno.

Lo siguiente que hizo César fue presentar la ley agraria que tanto tiempo llevaba pidiendo Pompeyo. Era un proyecto muy meditado y detallado para evitar posibles objeciones. Se distribuirían tierras a los veteranos de Pompeyo, pero también a padres de familia de la plebe urbana que se hallaran en estado de necesidad. Aquellas parcelas no serían confiscadas, sino que se comprarían únicamente a aquellos propietarios que las quisieran vender. El Estado se encargaría de pagar a los dueños recurriendo para ello al inmenso botín que había traído Pompeyo de su campaña en Oriente y a los tributos aportados por las provincias. Para evitar la especulación, quienes recibieran un terreno no podrían venderlo hasta pasados veinte años. Por último, con el fin de supervisar el reparto de tierras se nombraría una comisión formada por veinte miembros. César no formaría parte de ella para evitar sospechas de corrupción.

Era un proyecto razonable, y además César lo presentó en tono sumamente respetuoso. Al terminar, anunció que aceptaría aportaciones y críticas de los senadores y que estaba dispuesto a cambiar o eliminar cualquier cláusula si se demostraba que la sugerencia era pertinente.

Los primeros en intervenir fueron Craso y Pompeyo, como excónsules, y se mostraron a favor. A continuación hablaron otros, que, con mayor o menor entusiasmo, apoyaron la ley. Pero cuando le tocó el turno a Catón, este recurrió a su manido truco de hablar sin parar para conseguir que se hiciera de noche y la sesión se suspendiera.

El recurso que estaba utilizando Catón era legal, pero resulta comprensible que acabara con la paciencia de cualquiera, como ocurre con esos irritantes juegos infantiles en que uno repite lo que el otro dice o añade la coda: «Y tú más». Por los antecedentes, César ya debía sospechar que Catón iba a actuar de esa forma, pero no había gran cosa que pudiera hacer. Como era imposible acallarlo, mandó a sus lictores que lo arrestaran y se lo llevaran a prisión.

Aquel fue un error táctico. Pocos minutos después, un senador llamado Marco Petreyo se levantó y se dirigió hacia la salida. Cuando César le preguntó por qué se marchaba, Petreyo respondió: «Prefiero estar encerrado en la cárcel con Catón que aquí contigo».

Cuando más senadores siguieron el ejemplo de Petreyo, César se dio cuenta de su patinazo, reculó y ordenó que soltaran a Catón para no convertirlo en un mártir. Para su desgracia, ya era tarde y la sesión terminó sin que se pudiera votar.

Los optimates debieron de reírse mucho esa noche pensando que se habían burlado de César. Pero al día siguiente se encontraron con una desagradable sorpresa cuando el flamante cónsul convocó una asamblea y apeló directamente al pueblo.

Esta fue, desde el punto de vista de los optimates, la mayor revolución de César: utilizar los comicios para sacar adelante las leyes populares que el senado se negaba a aprobar. Hasta entonces solo habían actuado así los tribunos de la plebe, no todo un cónsul de Roma. Si antes los optimates desconfiaban de César, a partir de ese momento lo vieron poco menos que como un enemigo de clase y decidieron que tenían que destruirlo como fuera. Era como un nuevo Saturnino o un Sulpicio redivivo, con la diferencia de que poseía el imperium consular y dos poderosos aliados, Craso y Pompeyo.

Los optimates no podían contar con Catón para que reventara las asambleas del pueblo como hacía con las sesiones del senado. Aquel año no ostentaba ningún cargo público y, por otra parte, si trataba de usar la táctica del filibusterismo ante miles de ciudadanos, lo más probable era que lo apearan de la Rostra a pedradas. Decidieron, así pues, recurrir al otro cónsul, Bíbulo. Cuando César le pidió que subiera a la tribuna y le preguntó delante del pueblo qué opinaba de la ley agraria, su colega respondió que, aunque el proyecto tenía algunos méritos, él se oponía a que aquel año se introdujera ninguna reforma legislativa.

César invocó entonces a la multitud. «¡Pedidle a Bíbulo que apruebe la ley! —les dijo—. ¡De lo contrario, no saldrá adelante!». Cuando empezó a oír los gritos de la gente, Bíbulo montó en cólera y exclamó: «¡No tendréis esa ley durante este año aunque os empeñéis todos juntos!». Después, como aconsejaba la prudencia después de dirigirse así a miles de ciudadanos, se marchó a toda prisa.

A un político que actuara de esta forma hoy día se le exigiría la dimisión por no respetar la voluntad de los votantes. Pero un cónsul no representaba a nadie: una vez que los ciudadanos lo elegían, el imperium, ese poder sagrado, le pertenecía solo a él. Sin embargo, Bíbulo había cometido un grave error al demostrarle al pueblo romano a la cara que lo despreciaba.

A continuación, César solicitó a Pompeyo y a Craso que defendieran el proyecto delante del pueblo. Quien más vítores consiguió fue el conquistador de Oriente cuando afirmó que si alguien intentaba desenvainar una espada contra esa ley, él la defendería embrazando su escudo.

Tras la reunión, que era una contio o asamblea informativa, se decidió el día para la votación, a finales de enero. Era evidente cuál sería el resultado, pero los optimates no se rindieron. Uno de los problemas de la compleja constitución romana radicaba en que existían muchas herramientas para obstaculizar las iniciativas políticas. El filibusterismo era una y el veto de los tribunos otra. Pero también se podía echar mano de la religión, y eso fue lo que hizo Bíbulo.

Como cónsul, una de sus funciones era tomar los auspicios, esto es, comprobar si los dioses estaban de acuerdo con las actuaciones de magistrados y generales. Bíbulo anunció que a partir de ese momento se iba a dedicar a observar el cielo para escrutar la voluntad de los dioses. Mientras no encontrara presagios favorables —y todos sabían que no los iba a encontrar—, eso significaría que la votación propuesta por César no contaba con la aprobación divina y que, por consiguiente, no se podía llevar a cabo. Por si fuera poco, declaró que el resto de los días comiciales del año, aquellos en que se podían convocar asambleas, quedaban convertidos en días sagrados. De ese modo, se aseguraba de que no se celebrara ni una sola asamblea popular más durante el consulado de César.

O eso creía él. César no desconvocó la asamblea, como era de esperar. Cuando llegó la fecha fijada, el Foro era un hervidero repleto de partidarios de los tres triunviros; sobre todo, había muchos veteranos de Pompeyo, que eran los más interesados en que la ley saliera adelante. Se había congregado tal multitud que la asamblea se celebró, como solía hacerse en esos casos, delante del templo de los Dióscuros, Cástor y Pólux, ya que allí había más espacio que junto a la Rostra.

Cuando César acabó de pronunciar su discurso defendiendo la ley, apareció Bíbulo escoltado por sus doce lictores, por Catón y por tres tribunos de la plebe. Al principio la gente le abrió paso, pues las fasces que escoltaban a un cónsul despertaban un respeto reverencial. Pero cuando llegó al estrado donde estaba César y trató de disolver la asamblea, se organizó el alboroto que cabía esperar. La gente empezó a abuchear y zarandear a Bíbulo y a sus acompañantes. Alguien trajo un capacho lleno de estiércol y se lo echó al cónsul por encima de la cabeza, mientras que otros les quitaban las fasces a los lictores y las rompían contra el suelo. Bíbulo comprendió que era mejor dejarlo por aquel día y se marchó del Foro, seguido por los suyos.

Aunque hubo heridos, el hecho de que no muriese nadie indica que la violencia había estado muy medida y que había sido preparada por César y los otros dos triunviros. Por fin, después de todas estas vicisitudes, la ley agraria fue aprobada. César le añadió una cláusula que obligaba a los senadores a acatarla y no tratar de derogarla. Si no juraban hacerlo, serían desterrados.

Se trataba de una repetición de la jugada de Saturnino en el año 100, con la salvedad de que en esta ocasión su promotor era un cónsul. Pero César no era un exaltado como Saturnino, y además, entre él, Pompeyo y Craso contaban con un buen número de aliados en el senado. Finalmente, los senadores juraron, Catón incluido, y acabaron tragando con la ley.

Bíbulo llegó a intentar que los senadores aprobaran el senatus consultum ultimum, pero no lo consiguió. Frustrado y rabioso por su fracaso, se encerró en su casa anunciando que iba a dedicarse a consultar los augurios el resto del año y no volvió a salir en todo lo que quedaba de mandato.

Por supuesto, todos los presagios que veía Bíbulo eran negativos, y no dejaba de enviar mandaderos que así lo anunciaran para suspender todas las actividades de César. Este hizo caso omiso de su colega y gobernó por su cuenta, hasta el punto de que los chistosos aseguraban que aquel era el año «del consulado de Julio y de César».

Como pontifex maximus, César entendía lo bastante de cuestiones religiosas para saber que el magistrado que observaba los cielos debía estar presente cuando anunciaba el augurio. Según las estrictas reglas de la religión romana, aquella obnuntiatio a distancia que hacía Bíbulo desde su casa no valía nada. No obstante, César tampoco las tenía todas consigo, pues sabía que cuando terminara su consulado sus enemigos podrían tratar de anular sus leyes alegando, en una interpretación forzada del ritual, que se habían aprobado contra la voluntad de los dioses.

Y no faltaron leyes ese año. Tras la reforma agraria, César convenció a la asamblea para que aprobara por fin los tratados que Pompeyo había firmado en Oriente. Con el fin de favorecer a su otro socio de triunvirato y de paso a los équites, consiguió asimismo que el dinero que debían pagar los publicanos por la concesión de los tributos asiáticos se redujera en un 33 por ciento.

César también modificó las leyes sobre el gobierno de las provincias para disminuir la corrupción, y las medidas que propuso eran tan sensatas que incluso Cicerón, reacio a alabarlo, dijo que eran excelentes. Pero que quisiera atajar la corrupción ajena no quiere decir que fuera inmune a ella. Ese mismo año Ptolomeo Auletes, rey de Egipto al que sus súbditos habían derrocado y sustituido por su hija Berenice, consiguió que el senado y el pueblo de Roma lo reconocieran como legítimo soberano del país. Para ello tuvo que sobornar a varios senadores y magistrados, y quienes se llevaron la parte del león fueron los triunviros. Aquello tendría consecuencias años más tarde, durante la segunda guerra civil de Roma.

César había cumplido sus compromisos con sus socios de triunvirato. Ahora tenía que mirar por sus propios intereses. Según el decreto del senado, cuando terminara su mandato le tocaría cuidar durante un año de los bosques, los pastos y los senderos de Italia. Una vez agotado ese plazo, se convertiría en ciudadano privado y sus enemigos podrían denunciarlo por las actuaciones llevadas a cabo durante su consulado. Aunque moralmente estaba convencido de que había obrado como debía, sabía que arrestar a un tribuno, gobernar a espaldas del senado y hacer caso omiso de los augurios de un colega cónsul —por no hablar de incitar a la violencia excrementicia contra él— podían dar material para mil denuncias y procesos contra él.

Necesitaba un mandato como procónsul más largo y, sobre todo, más importante. Alguna provincia donde pudiera llevar a cabo campañas militares que le reportaran botín y prestigio. Si dicha provincia se hallaba junto a una frontera comprometida, el senado tendría que asignarle muchas tropas para defenderla.

En teoría, como cónsul, César había escalado a lo más alto del cursus honorum. En la práctica, sabía que se podía llegar mucho más arriba. Si conseguía mandar durante años un ejército poderoso y convertirlo en una prolongación de su voluntad como había hecho Sila, se convertiría en un auténtico señor de la guerra y se aseguraría de que sus reformas políticas y él mismo sobrevivieran.

Aquí fue donde entró en acción Publio Vatinio y demostró que valía el precio que pagaba por él. El tribuno presentó ante la asamblea una propuesta para entregarle a César el gobierno de las provincias de Iliria y Galia Cisalpina, junto con tres legiones y fondos para mantenerlas. Además, no se nombraría a su sucesor como procónsul al menos hasta el 1 de marzo del año 54. Pompeyo apoyó la llamada lex Vatinia, y la asamblea la aprobó ante la ira impotente de buena parte del senado, que veía cómo de nuevo un líder popular, y para colmo un cónsul, ignoraba sus atribuciones tradicionales en política exterior.

Gracias a la lex Vatinia, César había conseguido más de cuatro años de blindaje político contra sus adversarios: como procónsul en ejercicio no se le podía procesar. Por otra parte, las dos provincias que le habían asignado eran muy interesantes, ya que ambas tenían vecinos peligrosos. No muy lejos de Iliria, el rey dacio Burebista estaba expandiendo sus dominios. Parecía evidente que no tardaría en provocar problemas militares en las fronteras romanas, y si había algo que César deseaba era verse envuelto en ese tipo de problemas.

La Galia Cisalpina resultaba incluso más apropiada para sus fines. Era la puerta de entrada de Italia, y podía verse amenazada tanto por los celtas del oeste como por los germanos que vivían al norte de los Alpes o las tribus que moraban junto al Danubio. Al mismo tiempo, su frontera sur era el punto más cercano a Roma donde un gobernador podía tener legiones, lo que implicaba la posibilidad de dominar Italia si surgía la necesidad. Había que tener en cuenta, asimismo, que la fértil llanura del Po era un excelente vivero donde reclutar legionarios. César ya había empezado a ganarse a sus habitantes desde que pasó por allí tras servir de cuestor en Hispania, y ahora volvió a manifestar que los consideraba romanos y que procuraría que incluso los que vivían al norte del río Po se convirtieran en ciudadanos de la República.

En abril, la suerte le hizo otro guiño a César. Metelo Céler, que había sido nombrado gobernador de la Galia Transalpina, falleció en abril sin tan siquiera haber abandonado Roma. Algunos comentaron que había muerto envenenado por su esposa Clodia, a la que acusaban de acostarse con media ciudad, incluido su hermano Clodio, el del escándalo de la Bona Dea.

En cualquier caso, César maniobró con agilidad. Actuando en nombre de su aliado, Pompeyo propuso que se concediera a César como provincia adicional la Galia Transalpina. Catón se levantó y declaró que los dos socios eran unos inmorales que se dedicaban a cambiar hijas por provincias, aludiendo al matrimonio de Pompeyo con Julia. No obstante, los senadores, a sabiendas de que César recurriría de nuevo a la asamblea si se negaban y los dejaría en evidencia ante el pueblo, aceptaron.

El año terminó bien para los triunviros. En las elecciones consulares celebradas en octubre ganaron los dos candidatos que ellos querían, Aulo Gabinio y Calpurnio Pisón. Por otra parte, Clodio se convirtió a finales de año en tribuno de la plebe.

En el caso de Clodio, los triunviros acabarían comprendiendo que estaban intentando domeñar a una fuerza incontrolable. Pero de momento César no pudo evitar sentir una íntima satisfacción con una de sus primeras actuaciones como tribuno. El último día del año, el cónsul Bíbulo salió de su encierro para presentarse ante la asamblea. Cuando, siguiendo la tradición, intentó dirigirse al pueblo para jurar que había cumplido con su deber como cónsul —un juramento que César acababa de prestar—, Clodio se levantó gritando: «¡Veto! ¡Veto!», y Bíbulo no tuvo más remedio que callarse.

Aquel fue el último día de César como cónsul. A partir de entonces empezó una vida completamente distinta para él. Hasta finales del año 59, muchos romanos podían verlo como una versión, más refinada tal vez, de líderes populares como Sulpicio o Saturnino, o incluso de los hermanos Graco. Cierto que César era el sobrino de Cayo Mario, y a eso le debía buena parte de su gancho político con el pueblo. Pero, pese a que sus campañas en Hispania le habían otorgado el derecho a un triunfo, nadie se lo tomaba demasiado en serio como militar.

Era el momento de demostrarles a todos que se equivocaban. Cuando César y Pompeyo se despidieron, podemos apostar a que este le ofreció a su suegro una buena lista de consejos de táctica, estrategia y disciplina. César seguramente los escuchó con una sonrisa paciente. Pero en su fuero interno, estaba convencido de que el presunto aprendiz no tardaría en superar al maestro.