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LA GUERRA DE LAS GALIAS
LA GALIA Y SUS PUEBLOS
En la dedicatoria de Roma victoriosa ya mencioné la primera frase de La guerra de las Galias, una de las más célebres de la literatura universal:
Gallia est omnis divisa in partes tres, quarum unam incolunt Belgae, aliam Aquitani, tertiam qui ipsorum lingua Celtae, nostra Galli apellantur.
La Galia entera se divide en tres partes. De ellas, una la habitan los belgas, otra los aquitanos y la tercera los que en su propia lengua se llaman celtas y en la nuestra galos.
En realidad, para ser exactos la Galia se dividía en cinco partes. Lo que ocurre es que hay dos que no menciona César y que ya se hallaban en poder de los romanos.
La primera en orden de anexión era la Galia Cisalpina, la gran llanura que se extendía desde la orilla norte del río Po hasta los Alpes. Allí se habían instalado tribus celtas desde principios del siglo IV, coincidiendo con el saqueo de Roma por Breno. A estas alturas del siglo I, esos pueblos se hallaban muy romanizados. César llevaba tiempo tendiendo en esa región su propia red de clientelas y presionando para que se concediera a sus habitantes la ciudadanía romana. De allí salieron una gran parte de los reclutas de sus legiones, muchos de los cuales seguramente tenían más aspecto de celtas que de itálicos.
La segunda Galia era la Transalpina, que César denominaba simplemente «Provincia». Se trataba de la larga franja costera que se habían anexionado los romanos para disponer de un paso seguro desde Italia hasta Hispania. Se hallaba encerrada entre montañas: al este los Alpes, al oeste los Pirineos y por el norte las diversas estribaciones del Macizo Central francés, como las Cevenas. No obstante, desde la Provincia se abrían dos amplios pasillos que conducían hacia el interior del continente: por un lado, el Ródano, de norte a sur, y por otro el corredor del Aude y el Garona, que llevaba hasta el Atlántico. En esta Galia sometida hacía unos sesenta años habitaban pueblos como los tectósages y los alóbroges, que llevaban ya bastante tiempo en contacto con la civilización grecorromana.
Más al norte empezaba la Galia que César menciona con la frase tertiam qui ipsorum lingua Celtae, nostra Galli apellantur. Por distinguirla de las otras dos Galias ya anexionadas, los romanos llamaban a esta Comata o «Melenuda», ya que sus habitantes se dejaban crecer mucho el cabello. Era la región más extensa de todas, limitada por el Atlántico al oeste y por los ríos Garona al sur, Sena al norte y Rin al oeste. Allí habitaban tantos pueblos que resulta muy fácil perderse con sus nombres. De entre ellos encontraremos mencionados a menudo en las campañas de César a los eduos y los secuanos, que vivían en el este; a los arvernos, tan situados al sur que prácticamente limitaban con la Provincia; a los carnutos, enclavados en pleno centro de la Galia; y también a los vénetos, que moraban en las costas de Bretaña.
La población predominante en las regiones que he enumerado hasta ahora era celta. Pero no solo había celtas en las tres Galias. A partir del siglo V se había producido una gran expansión de los pueblos célticos desde su núcleo originario, que estaba situado en las regiones del Marne, el Mosela y Bohemia. Por el este dicha expansión los había llevado hasta el corazón de Asia Menor, en la región conocida como Galacia (el parecido con el nombre de la Galia no es casual). Por el suroeste los celtas habían penetrado en Hispania, y por el noroeste habían llegado hasta Britania e Irlanda.
¿Qué tenían en común las diversas tribus celtas para recibir esta denominación? Básicamente, la lengua. O mejor habría que decir «las lenguas». Los idiomas que hablaban todos esos pueblos pertenecían al grupo céltico, una gran rama que a su vez pertenecía a un árbol de lenguas mucho mayor conocido como «indoeuropeo».
Los idiomas de una misma rama se parecían entre sí, de tal manera que también podríamos considerarlos dialectos. Eso no significa que un gálata de Asia Menor pudiera entenderse con un britano: cuanto más separados en el tiempo y en el espacio se hallaban dos dialectos, más difícil era que sus hablantes pudieran comunicarse entre ellos. Así y todo, había suficientes elementos comunes como para que un observador externo, griego o romano, juzgara que estaba oyendo idiomas emparentados.
La lengua no era el único elemento común que caracterizaba a los celtas. Compartían también divinidades como Lugus o Lug, al que los romanos identificaban con Mercurio; la diosa de la fertilidad Epona, que también estaba relacionada con los caballos; o Cernunnos, el dios con cuernos de ciervo.
De rendir culto a estos dioses se ocupaban los sacerdotes conocidos como druidas. Se cree que su nombre significa «los que conocen el roble», puesto que este era su árbol sagrado. Precisamente el conocimiento era lo que distinguía a los druidas del común de los mortales: para dominar sus secretos estudiaban durante veinte años y pasaban una serie de pruebas muy exigentes. Todo lo aprendían de forma oral, ya que pensaban, como Platón, que plasmar los conocimientos por escrito era una forma de debilitar la memoria. Seguro que ese ejercicio mnemotécnico les venía muy bien a sus neuronas; pero, por desgracia para nosotros, significa que prácticamente no nos ha llegado nada de la sabiduría de los druidas.
Los romanos acusaban a los druidas de realizar sacrificios humanos. El mismo César menciona que a veces introducían a prisioneros dentro de figuras de mimbre y les prendían fuego. Aunque los romanos consideraran esto como una costumbre bárbara, hay que recordar que en ocasiones de emergencia como la guerra contra Aníbal ellos también habían inmolado a personas en pleno Foro para aplacar a los dioses, siguiendo las instrucciones de los libros sibilinos. Por otra parte, ¿qué eran las luchas de gladiadores sino sacrificios humanos que poco a poco se habían desprendido de sus rasgos rituales para convertirse en mero espectáculo?
Los druidas poseían una enorme influencia en la sociedad celta. No solo ejercían como sacerdotes, sino que también juzgaban crímenes, sacrilegios e incluso disputas por lindes y herencias. El castigo más habitual que imponían era prohibir al condenado que participara en los ritos y sacrificios de la comunidad, una mezcla de comunión y ostracismo que suponía apartar a una persona de la sociedad y convertirla en una especie de paria.
Todos los años, los druidas celtas se reunían en concilio en el país de los carnutos, que se consideraba el corazón sagrado de la Galia. Además, existía entre ellos un druida supremo, una especie de autoridad espiritual que mantenía este puesto de por vida.
Este concilio de druidas era lo más parecido a una organización internacional que compartían los pueblos celtas de la Galia. A primera vista, parece extraño que existiera más unidad religiosa que política, pero en realidad no lo es. Podemos encontrar paralelos en Grecia, que en la Antigüedad nunca llegó a unificarse: allí aparecieron desde muy pronto instituciones religiosas con representantes de varias ciudades, como la llamada Anfictionía que administraba el oráculo de Delfos. Otro ejemplo es el de los Juegos Olímpicos, en los que participaban todos los griegos y que servían para imponer unos cuantos días de tregua entre pueblos que no dejaban de guerrear entre sí el resto del tiempo.
En cierto modo, la sociedad de la Galia en los tiempos de César estaba atravesando una evolución parecida a la de Grecia o Italia unos cuantos siglos antes. Por lo que sabemos, muchas tribus celtas habían tenido reyes hasta no hacía mucho. Pero esas monarquías estaban siendo paulatinamente sustituidas por aristocracias, formadas por nobles que se consideraban iguales entre sí y se reunían en consejos similares al senado de la República. Incluso tenían gobernantes que elegían todos los años, como el llamado «vergobreto» de la tribu de los eduos, un magistrado que poseía amplios poderes judiciales.
Los nobles galos compartían otros rasgos con los de Roma. Básicamente, su ocupación era la guerra, donde ellos mismos combatían en la caballería. Sus líderes más destacados, al igual que los generales romanos, buscaban las victorias militares para obtener prestigio personal y, de paso, repartir botín entre sus seguidores. Existía entre estos y sus caudillos una relación similar a la de patrono-cliente que había en Roma: el noble galo se comprometía a proteger a los miembros de su séquito y ellos a seguirlo a la guerra, prestándole un juramento de fidelidad personal. Lógicamente, el prestigio de un caudillo se medía por el número de sus partidarios. Los más importantes, como el helvecio Orgetórix, podían movilizar hasta diez mil seguidores.
Por debajo de la élite formada por druidas y nobles se hallaba el pueblo llano, que vivía en aldeas y fincas dispersas y se dedicaba sobre todo a la agricultura. Pero aunque la mayoría de los galos fueran campesinos, existían muchas otras actividades que iban ocupando cada vez a más gente conforme la sociedad gala evolucionaba, como los diversos oficios artesanos, el comercio, la pesca o la minería.
Los tópicos griegos y romanos presentaban a los galos como bárbaros incultos y sanguinarios que cortaban las cabezas de los enemigos y las colgaban en el umbral de su puerta. Físicamente eran altos, de piel clara y cabello rubio o pelirrojo, con largos bigotes siempre manchados de restos de comida o de cerveza. Eran muy valientes en el combate; tanto que algunos, por demostrar su desprecio al enemigo, incluso peleaban desnudos. A cambio, les faltaba disciplina; en parte debido a que, según los romanos, eran unos borrachuzos que pagaban lo que fuera por un ánfora de vino. Para vencerlos, lo importante era superar el miedo que despertaban su estatura y sus gritos de guerra en la primera arremetida. Si se les aguantaba un rato, se desanimaban enseguida, puesto que les faltaban resistencia física y constancia mental.
Una lista de tópicos, como he dicho. Algunos se basaban en la realidad, como el de la gran estatura y la piel muy blanca, al menos como promedio (aunque hay que añadir que en las legiones de César reclutadas en el valle del Po debían verse también muchos cabellos rubios y ojos claros). Otros, como el del bigote, mezclaban una característica existente con un juicio estético y moral. Es cierto que existía en algunas tribus la costumbre de cortar cabezas a modo de trofeos, pero poco podían criticarla los romanos que habían rellenado de plomo el cráneo de Cayo Graco para cobrar su peso en oro o que habían exhibido cabezas de enemigos políticos clavadas en la Rostra de los oradores en pleno Foro.
Por otra parte, como ya comentamos hablando de los cimbrios y los teutones, los ejércitos de estos supuestos bárbaros mostraban más disciplina de la que se suele dar a entender. Desplegaban estandartes como las legiones, lo que indica que se organizaban en unidades, y su armamento no era muy distinto del de los romanos. De hecho, la cota de malla con que se protegían los legionarios romanos era un invento galo, y la espada hispana un desarrollo de los herreros celtas, cuyo dominio de la metalurgia era proverbial.
No era el único campo tecnológico en el que destacaban los celtas. Gracias a su ingenio, llegaron a fabricar un curioso artefacto descrito por Plinio y conocido como Gallicus vallus: se trataba de un carro empujado por bueyes que llevaba incorporado delante una especie de rastrillo. Las púas de este arrancaban los granos de trigo de las espigas y los hacían caer en un recipiente. En suma, se trataba de una primitiva cosechadora que separaba el grano de la paja y ahorraba mucho trabajo a los campesinos.
Los celtas también eran maestros fabricando ruedas con llantas curvadas al fuego y protegidas por aros integrales de hierro. Eso explica que la palabra latina para carro, carpentum, sea de origen celta.
Los carros de los galos, por cierto, se desplazaban por sus propias calzadas. Las construían con planchas de roble atravesadas sobre guías de otra madera más flexible, como abedul, y muchas eran tan anchas que podían cruzarse dos carros. La mayoría de esas vías han desaparecido, bien porque los romanos aprovecharon el tendido para construir encima sus calzadas o porque la madera se ha podrido. Pero han llegado algunas muestras en rincones más apartados del mundo romano, como el togher de Corlea, en Irlanda: el estudio dendrocronológico ha demostrado que los robles de sus tablas fueron talados entre el año 148 y el 146 a.C.
Otra muestra de que la sociedad gala estaba evolucionando, aunque con algo de retraso respecto a la romana, era su desarrollo urbano. Desde principios del siglo II habían ido apareciendo cada vez más ciudades en la Galia. El término que utilizaban los romanos para ellas era oppidum, que se refería a una población amurallada. Es cierto que muchas eran poco más que fortalezas situadas sobre colinas fáciles de defender, pero había también auténticas ciudades como Bibracte, Vesontio o Gergovia que tenían muchos habitantes y servían como centros comerciales y administrativos, lo que explica que en ellas se acuñaran monedas.
Toda esta evolución estaba más avanzada en el centro y en el sur, donde las rutas comerciales ponían en contacto a los galos con la ciudad de Masalia y con los negotiatores romanos. Pero César, como hemos visto, menciona a otros dos grandes grupos étnicos aparte de los celtas: los aquitanos y los belgas. Estos pueblos se hallaban en un estadio social anterior, por lo que entre ellos aún gobernaban reyes, su economía estaba menos desarrollada y sus centros urbanos eran más escasos y de menor tamaño.
La región de Aquitania aparecerá de una forma más tangencial en este relato, puesto que el mismo César no se implicó apenas en su conquista, sino que la dejó en manos de sus legados. Las tribus que moraban allí se diferenciaban de los galos por sus costumbres y su aspecto, y sobre todo por su lengua. Los aquitanos hablaban un idioma que podríamos llamar euskera o protoeuskera. Según varias teorías, la lengua que conocemos como vasca no se habría desarrollado originariamente en el País Vasco, sino en tierras de Aquitania. Después, durante los últimos siglos de la República y los primeros del Imperio, sus hablantes se habrían ido desplazando hacia el sur, más allá de los Pirineos, precisamente por la presión romana.[37]
Los belgas sí ocupan un lugar importante en La guerra de las Galias, porque fueron un hueso duro de roer para César. De hecho, pudo muy bien haber perdido un ejército entero y su propia vida en una batalla contra su tribu más belicosa, la de los nervios.
Los belgas, que habitaban más o menos entre el Sena y el Rin, no se veían a sí mismos como galos. Aunque su lengua era céltica, parece que ellos mismos eran una mezcla de germanos y celtas. Su sociedad se hallaba menos centralizada que la del centro de la Galia, sus poblaciones eran más fortalezas que ciudades y en lugar de magistrados seguían teniendo reyes o caudillos similares a reyes.
La razón de que estuvieran más atrasados y al mismo tiempo fuesen más aguerridos la explica el propio César: «De todos [los galos], los más valientes son los belgas, porque son los que se encuentran más lejos de la civilización y la cultura de la Provincia. También se debe a que son vecinos de los germanos que habitan al otro lado del Rin, con los que sostienen guerras constantes» (BG, 1.1).
Hemos mencionado a los germanos. Los romanos tenían una gradación de una cualidad que podríamos denominar «bruticie» —espero que se me perdone el neologismo— y en la que se mezclaban algunos rasgos positivos, como el valor guerrero y la vida sencilla, con otros negativos, como el salvajismo y el atraso. En dicha gradación, el puesto más bajo lo ocupaban los galos de la Provincia, que a fuerza de disfrutar de los lujos de la civilización se habían ablandado. Después venían los habitantes de la Galia central, por encima se hallaban los belgas y en lo más alto se encontraban los germanos, que eran, por así decirlo, los bárbaros de los bárbaros.
Lingüísticamente, los germanos se diferenciaban de los celtas porque sus dialectos procedían de otra rama del indoeuropeo. De todas formas, en zonas de contacto como el país de los belgas, las lenguas, las costumbres y la sangre se mezclaban tanto que a veces resultaba difícil saber si una tribu era germana, celta o un híbrido (algo que ya salió a colación a propósito del discutido origen de los cimbrios).
A los romanos, sin embargo, les gustaban las diferencias claras y las fronteras nítidas. Desde el punto de vista de César, germanos eran básicamente los pueblos que moraban al otro lado del Rin. Así había sido y así debía seguir siendo. Por eso, si alguna tribu germana osaba cruzar la divisoria, había que tomar cartas en el asunto.
A no ser, claro está, que lo hicieran para servir en el ejército de César, quien los valoraba mucho como mercenarios. Tenía sus razones. Durante las campañas de César, los jinetes germanos pusieron en fuga una y otra vez a tropas de caballería gala muy superiores en número.
¿A qué se debía esto? No resulta fácil de comprender. Desde luego, no era por los caballos germanos. Cuando en el año 52 César hizo venir a jinetes del otro lado del Rin, cambió sus monturas por los corceles de sus propios tribunos y oficiales porque eran muy pequeñas; tanto que debajo de los enormes germanos debían de parecer más ponis que caballos.
Tampoco da la impresión de que el dominio de la equitación de los germanos fuera superior al de los galos. Cuando el combate se complicaba mucho desmontaban —lo cual no les resultaba difícil dada su estatura—, se metían bajo las patas de los caballos enemigos sin temor a ser aplastados, los acuchillaban en el vientre y levantaban a sus jinetes con ambos brazos para derribarlos. Los indicios sugieren que la superioridad de los germanos era moral, y se debía a su extremada ferocidad y al pavor que infundían en sus adversarios. Del mismo modo que algunos equipos de fútbol juegan peor con ciertos rivales a los que son incapaces de ganar, los jinetes galos parecían tener perdida la guerra psicológica con los germanos.
LA MIGRACIÓN DE LOS HELVECIOS
Precisamente los germanos tuvieron mucho que ver con la forma en que se desarrollaron las campañas galas de César, primero indirectamente y unos meses después con un choque frontal.
En el año 61, mientras él se encontraba en Hispania Ulterior como propretor, empezaron a producirse movimientos políticos entre los helvecios. Este pueblo ocupaba un precioso valle verde que se les empezaba a quedar pequeño. Dicho valle se hallaba encajonado entre los Alpes y la cadena montañosa del Jura. Por su extremo nordeste limitaba con el Rin, haciendo frontera con los germanos, y por el suroeste con el lago Lemán y el río Ródano, colindantes con la provincia romana.
Los helvecios estaban hartos de combatir contra los germanos, que no hacían más que presionarlos desde el norte. Ellos, por su parte, no tenían la salida fácil de otras tribus galas, que era hacer incursiones en el territorio de los vecinos, pues se lo impedían las montañas. Tan solo podían atacar el territorio de los alóbroges; pero estos eran aliados y amigos de la República, lo que significaba que meterse con ellos era molestar a los romanos, algo que no resultaba demasiado conveniente.
Al parecer, la situación de los helvecios se estaba agravando por un constante aumento de población. El estrecho valle donde vivían apenas podía sustentarlos, así que un noble llamado Orgetórix propuso una salida drástica: una emigración en masa. La idea era cruzar la Galia y llegar hasta el Atlántico para instalarse en el territorio de los santones, junto a la desembocadura del Garona. Aquel era un país mucho más llano y con una interesante salida al mar. ¿Qué pensaban hacer con los santones? Es de suponer que conquistarlos, expulsarlos o directamente aniquilarlos, pues los helvecios confiaban mucho en sus fuerzas.
Orgetórix propuso que se tomaran un plazo de dos años con el fin de reunir carros y animales de tiro y hacer acopio de provisiones —sobre todo grano— para aquel viaje de quinientos cincuenta kilómetros a vuelo de pájaro. Mientras los demás llevaban a cabo estos preparativos, él se puso en contacto con aquellos pueblos cuyas tierras debían atravesar. Una cosa era aplastar a los santones y otra enfrentarse por el camino con dos de las tribus más poderosas de la Galia, los secuanos y los eduos.
Orgetórix no trató con los consejos de nobles que gobernaban esos pueblos, sino con dos individuos que, como él, pretendían alcanzar el mayor poder posible entre los suyos: Cástico, un caudillo secuano, y Dumnórix, un líder de los eduos. Según explica César, no solo les pidió permiso para pasar por sus tierras, sino que les ofreció el apoyo de los guerreros helvecios. ¿Para qué? Para volver a tiempos anteriores y más felices —para ellos— y convertirse en reyes. Juntos los tres, formando una especie de triunvirato como el de César, Pompeyo y Craso, podrían convertirse en los amos de la Galia.
Tanto a Cástico como a Dumnórix la idea les sonó a música celestial. Sin remontarse mucho en el tiempo, el padre de Cástico había sido rey de los secuanos. En cuanto a Dumnórix, aunque la tribu de los eduos era la principal aliada de Roma en la Galia central, él se sentía tan rabiosamente antirromano como prorromano era su hermano mayor, el druida Diviciaco. Para reforzar esta alianza, Orgetórix entregó a su hija en matrimonio a Dumnórix.
Pero las tribus galas que habían dejado atrás la época de la monarquía no querían regresar a ella. Sobre todo los nobles, que, como los senadores de Roma, estaban dispuestos a cortar la cabeza de todo aquel que destacara demasiado entre ellos. Cuando los aristócratas helvecios se enteraron de que Orgetórix pretendía convertirse en rey, tirano o algo similar, le ordenaron acudir ante un tribunal para ser juzgado.
El juicio debía celebrarse con el acusado cargado de cadenas, de modo que no pudiera escapar. Si el veredicto era culpable, su condena consistiría en ser quemado vivo. Orgetórix, que no estaba dispuesto a pasar ni por las cadenas ni por las llamas, se presentó el día fijado para el proceso con un enorme séquito de partidarios: nada menos que diez mil según César, aunque estas cifras tan perfectas siempre hacen sospechar que la fuente que informa redondea al alza.
El juicio no se pudo celebrar por la presión de los partidarios de Orgetórix. Pese a ello, para oponerse a él y evitar que asaltara el poder, el resto de los nobles empezaron a congregar a sus propios seguidores en números aún mayores.
La guerra civil parecía inminente cuando se supo que Orgetórix había muerto. Entre los helvecios corrió el rumor de que se había suicidado debido al fracaso de su plan. Pero una parte de su proyecto siguió adelante, pues los helvecios pensaron que la idea de emigrar era buena y continuaron con los preparativos. Cuando consideraron que ya tenían suficientes provisiones para el viaje, decidieron privarse ellos mismos de cualquier posibilidad de volverse atrás. Para ello quemaron todos los lugares habitables: doce ciudades, cuatrocientas aldeas y todas las alquerías aisladas. No contentos con eso, también prendieron fuego a los silos con todo el grano que no podían llevar encima.
Disponían de dos rutas para salir de su valle. Había una que atravesaba las montañas del Jura por el paso de l’Ecluse y llegaba hasta el territorio de los secuanos. Aquel camino era tan estrecho que en muchos puntos únicamente podía pasar un carro. Los helvecios llevaban miles o decenas de miles de vehículos, de modo que el Jura parecía una elección desaconsejable. Además, cualquier tribu enemiga que se apostara en las alturas podría impedirles el paso.
La segunda opción se antojaba mucho más cómoda. Consistía en dirigirse hacia el sur, cruzar el Ródano por el puente y atravesar el territorio de sus vecinos alóbroges. A estos podían convencerlos o vencerlos, según plantearan resistencia o no.
El problema, por supuesto, eran los romanos.
Cuando a César le llegó la noticia de que un pueblo entero se ponía en marcha hacia una de las provincias que tenía asignada —la Provincia—, le pilló con el pie cambiado. Al parecer, el objetivo que tenía pensado para su primera campaña era el rey dacio Burebista, que había ampliado sus fronteras más allá del Danubio y empezaba a acercarse al Adriático y al nordeste de Italia. Una prueba de ello es que de las cuatro legiones que tenía bajo su mando solo una (probablemente la Décima) se hallaba en la Galia, mientras que las otras tres (Séptima, Octava y Novena) estaban acampadas junto a la ciudad de Aquilea, a orillas del Adriático.
Era el mes de marzo cuando César salió de Roma y se dirigió hacia el norte. Por el momento no se tomó demasiado en serio la amenaza y mantuvo a las tres legiones en Aquilea. Pero tampoco se demoró en el camino, sino que recorrió setecientos kilómetros en tan solo ocho días. Siempre fue muy rápido tanto de pensamiento como de obra, y al convertirse en general acentuó esa cualidad, procurando adelantarse a sus enemigos y aparecer cuando no se le esperaba y por donde no se le aguardaba. Como él mismo explicó a sus hombres a punto de cruzar el mar en pleno mes de enero: «El arma más poderosa en la guerra es la sorpresa». No obstante, a veces esta rapidez podía convertirse en apresuramiento e imprudencia, como le ocurrió junto al río Sabis en una batalla con los nervios.
Cuando llegó a Genava (actual Ginebra) una ciudad de los aliados alóbroges construida a orillas del lago Lemán, César comprobó que la situación era más grave de lo que sospechaba. Al otro lado del Ródano se estaba congregando una inmensa multitud que superaba con mucho a sus modestos efectivos, tan solo una legión. César ordenó a sus hombres que cortaran el puente que cruzaba el río y al mismo tiempo reclutó fuerzas auxiliares en la comarca para reforzar a la Décima.
Poco después llegó una embajada de los helvecios, dirigida por los nobles Nameyo y Veruclecio. Según le explicaron, no querían causar ningún daño a los romanos ni a sus aliados, sino únicamente pasar por sus tierras de camino al oeste, lejos de las fronteras de la República.
César respondió que tenía que pensárselo, y que volvieran el 13 de abril para conocer su decisión. En realidad, ya la había tomado, como él mismo confiesa sin el menor pudor en su libro: no estaba dispuesto a dejar pasar a los helvecios de ningún modo; lo único que pretendía era ganar tiempo.
¿Habría podido permitir a los helvecios que atravesaran las tierras de los alóbroges? Tal vez, pero existían razones poderosas para no hacerlo.
La primera era que no quería. César había presionado todo lo posible para librarse de aquel humillante mando de «bosques y caminos» que el senado había procurado endilgarle, porque deseaba llevar a cabo una gran campaña militar que le concediera prestigio y riquezas. Ahora se le ofrecía la ocasión.
Además, una de las subtribus que formaba el contingente helvecio era la de los tigurinos, que casi cincuenta años antes habían humillado a un ejército romano haciendo pasar a los soldados bajo el yugo después de matar al cónsul Lucio Casio. Si César les daba su merecido, podría presentar ese triunfo ante el pueblo romano como una revancha —«El plato de la venganza es mejor servirlo frío», como diría Khan—. De paso, lo enlazaría simbólicamente con los de su tío Mario, que hasta ahora había sido su principal baza para conseguir popularidad.
Los críticos de César que piensan que esta guerra era innecesaria tal vez se detendrían aquí. Pero existían otros motivos ajenos a su persona. Cuando los helvecios desfilaran por la Provincia en una interminable caravana durante días y días, ¿quién iba a controlar que nadie se desmandara y se dedicara a saquear la comarca? Eso ocurría incluso con ejércitos disciplinados, conque mucho más con una horda como aquella. Por otra parte, los helvecios aseguraban que se iban a instalar en las tierras de los santones, a orillas del Atlántico. Eso estaba lejos de Genava, pero no tan lejos de Tolosa y de la frontera oeste de la Provincia.
Todavía existía un motivo ulterior. Hasta finales del siglo II, los helvecios habían vivido al norte del Rin, pero la presión constante de los germanos los había empujado hasta el sitio donde habitaban. Si ahora se marchaban de allí y dejaban desierto el valle, los germanos no tardarían en ocupar su lugar. César pretendía que los helvecios siguieran donde estaban a modo de colchón; la opinión de los romanos —y de muchos galos— era que los germanos podían ser unos vecinos tan molestos como unos estudiantes de alquiler en el piso de arriba.
Mientras transcurría el plazo estipulado, unas dos semanas, César ordenó a sus hombres que construyeran un muro de tierra entre el lago Lemán y las montañas del Jura. Fue la primera vez que puso a sus legionarios a trabajar, pero no la última. En pocos días levantaron una muralla de casi treinta kilómetros de longitud y más de cinco metros de altura, dotada de fuertes y torres de vigilancia.
Cuando los embajadores regresaron, seguramente se dieron cuenta de que César los había engañado. No obstante, tuvieron que oír de sus labios que, obedeciendo a las costumbres y ejemplos del pueblo romano —more et exemplo populi Romani—, no podía dejarles pasar. Es llamativo que César mencione en su libro hasta cuarenta y una veces al pueblo romano, muchas más que al senado: eso parece dejar claro dónde estaban sus simpatías, dónde sabía que tenía su apoyo y a quién dirigía sus Comentarios. Podemos imaginarnos a los ciudadanos de clase media y baja escuchando una lectura pública en Roma, apretando los puños y mascullando: «¡César hizo bien en no dejar pasar a esos bastardos!».
El consejo de nobles de las tribus decidió que, si no quedaba otra opción, tomarían el otro camino atravesando el Jura. Pero no todos los helvecios estaban de acuerdo ni eran tan pacientes, y muchos intentaron cruzar el Ródano en balsas o saltar la muralla de tierra. No obstante, los hombres de César se las arreglaron para rechazarlos y evitar que nadie pasara por allí.
Así pues, el grueso de los helvecios dio media vuelta y se dirigió hacia las montañas. A esas alturas, César no tenía forma de saber cuántos eran. Más adelante se apoderó de unos documentos escritos en caracteres griegos, según los cuales los helvecios que habían abandonado sus tierras eran trescientos sesenta y ocho mil. Considerando que uno de cada cuatro era un varón en edad militar, eso significaba más de noventa mil potenciales guerreros.
La cifra parece exageradamente alta. El historiador militar Hans Delbrück, siguiendo a Napoleón III en sus comentarios sobre César, calculó que en la hipótesis más optimista el convoy de los helvecios habría medido al menos ciento veinticinco kilómetros.
En cualquier caso, el contingente helvecio era muy superior en número a las tropas que César tenía en la Provincia. Previendo ulteriores problemas —o quizá queriendo buscarlos—, el procónsul dejó al mando de su única legión al más dotado de sus legados, Tito Labieno, un veterano que ya había combatido con Pompeyo en la guerra civil.
A continuación, él mismo viajó a toda prisa a la Galia Cisalpina para traerse a las otras tres legiones. Pero no se conformó con esto, sino que reclutó otras dos legiones que numeró Undécima y Duodécima. Así lo cuenta él, como de pasada. Obviamente, alistar una legión no era un procedimiento tan sencillo, lo que hace pensar que en su primer paso por la Galia Cisalpina camino de Genava ya había dado órdenes a ese respecto.
El mandato proconsular de César no lo autorizaba a reclutar nuevas legiones sin pedir permiso al senado, pero él no se preocupó. Cuantos más soldados tuviera bajo su mando no solo le sería más fácil vencer a los helvecios y otros potenciales enemigos, sino que dispondría de una base de poder para el futuro mucho más amplia. El único problema era que, al no haber recibido la venia del senado, tampoco podía contar con fondos públicos, de modo que era él mismo quien debía pagar a aquellas dos nuevas legiones. Por eso, cuanto antes se asegurase un buen botín, mucho mejor para él.
En cuanto tuvo listas esas dos legiones, se puso en camino hacia la Provincia para reunirse con Labieno. El camino más sencillo era recorrer la costa hasta Masalia y desde ahí remontar el curso del Ródano hacia el norte hasta llegar a Genava. Pero César no era hombre de senderos fáciles ni de tomarse las cosas con calma, de modo que se dirigió a una ruta más directa atravesando los Alpes por pasos que en muchos puntos seguían nevados. Mientras cruzaba las montañas, diversas tribus locales que no habían sido sometidas atacaron a sus tropas. Las marchas duras y las escaramuzas contra aquellos enemigos sirvieron de entrenamiento para desanquilosar a los veteranos y endurecer a los bisoños de la Undécima y la Duodécima.
Cuando llegó junto al lago Lemán y se reunió con Labieno, César contaba ya con seis legiones, de la Séptima a la Duodécima. Eso suponía entre veinticinco mil y treinta mil soldados. Era una cifra más que respetable que aumentó pidiendo cuatro mil efectivos de caballería a los aliados galos, sobre todo a los eduos.
Precisamente los eduos fueron quienes le brindaron la excusa perfecta para continuar la campaña. Hasta entonces, puesto que los helvecios habían renunciado a atravesar la Provincia, César no tenía realmente un casus belli, un motivo justo para declararles la guerra. Pero después de cruzar las montañas del Jura y el territorio de los secuanos —con permiso de estos—, los helvecios entraron en tierras de los eduos y empezaron a saquearlas.
Como amigos y aliados del pueblo romano, los eduos enviaron embajadores a César para solicitar que interviniera. No era justo, le dijeron, que a la vista del ejército romano ellos tuvieran que contemplar impotentes cómo sus campos eran devastados, sus hijos raptados y convertidos en esclavos y sus ciudades asaltadas. De lo mismo se quejaron los alóbroges, lamentándose de que aquella plaga de langosta no les había dejado más que el suelo pelado.
Puesto que Roma tenía un pacto de alianza y amistad con los eduos, a César, el legítimo procónsul de la zona, no le quedaba más remedio que defenderlos. Así, al menos, lo explica él en sus Comentarios. Casi nos lo podemos imaginar frotándose las manos al recibir esas noticias. Pero ¿hasta qué punto se trataba de una guerra justa?
Todo depende de cómo interpretemos lo que estaba ocurriendo. Tal como lo expresaban los eduos, da la impresión de que los helvecios estaban dejando a su paso un reguero de sangre y fuego. Sin embargo, es posible que tan solo estuvieran actuando grupos aislados de saqueadores. En cuanto a la queja de los alóbroges sobre cómo les habían dejado los campos, se antoja algo exagerada. El mismo César afirma más tarde que las cosechas de cereal aún no estaban maduras, porque el clima es más frío en la Galia que en Italia. ¿Qué habrían ganado los helvecios segando un trigo todavía verde?
Además, cuando César se refiere a «los eduos» parece que estos hablaran con una única voz, y no era así. Había entre ellos partidarios de seguir pactando con los romanos, como el influyente druida Diviciaco, que magnificarían cualquier incidente para decirle justo lo que quería oír —«¡Tienes que defendernos de los helvecios!»—. Y, por supuesto, delante de testigos que informaran por carta al senado.
Pero también había muchos eduos que no se mostraban tan entusiastas de aliarse con Roma. Uno de ellos era Dumnórix, el hermano de Diviciaco. Mientras que este representaba a la aristocracia que en los últimos tiempos se había hecho con el poder, Dumnórix era un líder más populista que pretendía convertirse en rey de su pueblo y, a poder ser, en el líder más importante de la Galia.
Curiosamente, era Dumnórix quien se hallaba al mando de los cuatro mil jinetes galos que acompañaban al ejército romano. Sin que César lo supiera, el noble eduo llevaba un doble juego, pues era él quien había actuado como intermediario entre los helvecios y los secuanos para que intercambiaran rehenes y se aseguraran de no hacerse daño los unos a los otros.
Que César tal vez exagerara la devastación causada por los helvecios no significa que estos fueran unas víctimas inocentes; se trataba de un pueblo que se jactaba de sus virtudes guerreras y que estaba dispuesto a apoderarse de las tierras donde vivía otra tribu, la de los santones. En la Antigüedad las cosas funcionaban así: si uno observaba que su vecino poseía tierras fértiles, tesoros valiosos o ambas cosas y percibía debilidad en él, atacaba como el lobo al olor de la sangre.
En esta forma de actuar los romanos se diferenciaban de otros pueblos por dos cosas. La primera, porque eran mucho más eficaces combatiendo y destruyendo gracias a su organización y a la cantidad de efectivos que podían reclutar —el manpower del que hablaba en Roma victoriosa—. La segunda, porque maximizaban los beneficios: en lugar de saquear una vez y retirarse, solían quedarse como conquistadores y nombraban gobernadores y publicanos que se encargaran de cobrar impuestos, convirtiendo el pillaje en una institución.
César y su ejército se pusieron en marcha rápidamente para alcanzar a los helvecios. No les resultó difícil, puesto que un pueblo entero en marcha como aquel, con sus familias, sus bestias de carga y sus carromatos, avanzaba muy despacio y cada vez que debía atravesar algún paso estrecho se formaban atascos y cuellos de botella.
Cuando dieron alcance a los helvecios, tres cuartas partes de estos habían cruzado el río Saona, un afluente del Ródano que en aquella zona discurría tan despacio que resultaba difícil distinguir a simple vista en qué dirección fluía la corriente. Aun así, los helvecios llevaban veinte días cruzándolo a bordo de botes y balsas, lo que sugiere que no se desplazaban en un único convoy sino en multitud de grupos.
Entre los que quedaban por cruzar el río sin saber lo que se les avecinaba por la espalda estaban la mayoría de los tigurinos, los mismos que habían hecho pasar por el yugo al ejército romano en Burdigala. Aquello, según César, se debió a la casualidad o a la voluntad de los dioses inmortales (se trata de una de las pocas ocasiones en que los menciona en su obra, por cierto).
Para pillarlos aún más desprevenidos, César los atacó de noche, saliendo del campamento con tres legiones a medianoche, en la tercera guardia. Más que una batalla, aquella primera acción bélica del flamante procónsul fue una carnicería. La mayoría de los helvecios que seguían en la orilla oriental del río fueron masacrados. Los pocos supervivientes huyeron dejando atrás sus carromatos y se refugiaron en los bosques cercanos.
César explicaría más tarde que aquello no fue únicamente una venganza en nombre de Roma, sino también en el de la familia de su esposa Cornelia, ya que el abuelo de su suegro, Cornelio Pisón, había muerto a manos de los tigurinos en aquella infausta batalla del año 107.
Tras el combate, César ordenó tender un puente para cruzar el río. Sus pontoneros lo construyeron en tan solo un día ante el asombro de los helvecios, que habían tardado veinte en atravesar la corriente. Preocupados, enviaron una embajada encabezada por un noble llamado Divicón. Cincuenta años antes, Divicón había sido uno de los generales de los tigurinos en la batalla de Burdigala, lo que implica que al menos debía de ser ya octogenario.
El anciano le dijo a César que estaban dispuestos a instalarse donde él les ordenara y a firmar un tratado con Roma. Pero todo por las buenas, añadió; por las malas, seguían siendo un pueblo poderoso. Si César había aniquilado a una parte de ellos se debía únicamente a que los había atacado a traición.
César respondió que debían regresar al valle del que habían salido y, por si acaso, entregar rehenes a los romanos para garantizar que no volverían a abandonar sus tierras. Por supuesto, aquella contrapropuesta resultó inaceptable para los helvecios.
Rotas las conversaciones, los helvecios continuaron su viaje, esta vez tomando muchas más precauciones para proteger su retaguardia. César los siguió a cierta distancia y envió por delante a la caballería gala para que le informara del camino que tomaban los enemigos.
Durante la marcha, los jinetes de César se acercaron demasiado a la retaguardia de los helvecios. Estos se revolvieron, los atacaron con tan solo quinientos jinetes y los pusieron en fuga, pese a que los eduos eran ocho veces más. Considerando que el jefe de la caballería aliada era Dumnórix, el incidente olía a trampa por todas partes. Pero César todavía no sospechaba que Dumnórix era más enemigo que amigo.
A partir de esa escaramuza la moral de los helvecios mejoró tanto que de cuando en cuando desplegaban a sus guerreros para retar a los romanos al combate. César, por el momento, contenía a sus hombres. Se hallaba en inferioridad numérica y no quería entablar batalla hasta que encontrara un lugar apropiado.
Sin embargo, lo acuciaba un grave problema: empezaban a quedarse sin provisiones. Durante varios días los romanos habían recibido suministros en embarcaciones que subían por el Saona. Pero ahora los helvecios se habían alejado del río. César, que no quería perderlos de vista, dependía ahora de los aliados eduos para alimentar a sus soldados. Los eduos no dejaban de darle largas con diversas excusas y el trigo que le habían prometido nunca llegaba.
César empezó a sospechar que la alianza de los eduos no era tan fiable, de modo que reunió a sus principales jefes en consejo y les preguntó qué estaba ocurriendo. El vergobreto, magistrado principal de los eduos, le insinuó que había nobles muy poderosos que no deseaban la alianza con los romanos y que además estaban revelando todos los planes y movimientos de César a los helvecios.
El procónsul despidió a todos los demás para quedarse a solas con el vergobreto, que se llamaba Liscón. Este, ya en confianza, le confesó que su verdadero enemigo era Dumnórix: era él quien había causado la huida y derrota de sus jinetes ante una fuerza enemiga muy inferior en número. Cuando César se entrevistó después con Diviciaco, el hermano de Dumnórix, el noble druida le confirmó lo que había contado Liscón.
A continuación, César hizo venir a su presencia a Dumnórix y le dijo que se había enterado de su doble juego. Únicamente le perdonaba la vida por el respeto que sentía por Diviciaco, añadió, pero a partir de entonces lo tendría vigilado. Si no lo eliminó directamente era porque Dumnórix poseía mucha influencia entre los eduos, y César no se sentía todavía lo bastante fuerte como para enemistarse con ellos.
A todo esto, el problema de las provisiones seguía sin solucionarse. César empezaba a necesitar una batalla decisiva para derrotar a los helvecios y apoderarse de su grano. La ocasión se le presentó cuando los exploradores le informaron de que el enemigo había acampado a unas ocho millas al pie de una colina que no se habían molestado en tomar. Dejar desprotegida una posición que se alzaba sobre sus cabezas, descuidando el abecé de la sabiduría militar, demuestra que en su migración actuaban más como una horda que como un ejército organizado.
Por la noche, César envió a Labieno con dos legiones para que describiera un rodeo y subiera a esa colina por la ladera oculta a los helvecios. Su idea era atacarlos al día siguiente de frente con el grueso del ejército y que al mismo tiempo las tropas de Labieno cayeran sobre ellos bajando por la falda del monte.
Uno de los problemas de la guerra es que sobre el terreno las cosas no se ven tan claras como en los mapas o en la mente. Al amanecer César mandó por delante a uno de sus oficiales, Publio Considio, y le dijo que averiguara si Labieno había tomado la colina. Al poco rato Considio regresó y le informó de que la cima estaba ocupada, pero por tropas enemigas.
Se supone que Considio lo sabía porque había divisado de lejos los estandartes y armaduras de los enemigos. Por desgracia, los ejércitos de los galos y de los romanos no se diferenciaban tanto como se suele creer y Considio se había equivocado: eran las dos legiones de Labieno las que dominaban la colina y aguardaban la ofensiva general de César.
Aquel malentendido hizo que César perdiera una magnífica ocasión, pues los helvecios levantaron el campamento y prosiguieron viaje mientras él seguía esperando noticias de Labieno y Labieno de él. Publio Considio pagó su error principalmente ante la posteridad. Aunque muchos historiadores lo mencionan como un hombre experto en cuestiones militares, lo que dice César de él no es eso exactamente, sino Qui rei militaris peritissimus habebatur, es decir, «Que estaba considerado un grandísimo experto en cuestiones militares». En ese verbo habebatur, «estaba considerado», se encuentra la pulla con la que César se vengó del error de su subordinado, pues se sobreentiende: «Pero en realidad era un inepto». Hay que añadir que cuando César mencionaba por su nombre a oficiales o centuriones —sobre todo a centuriones— era casi siempre para alabarlos, no para criticarlos de manera tan sibilina como en este caso.
En cualquier caso, el error debía asumirlo el jefe, no el subordinado. Seguro que a César, que a esas alturas no era más que un general novato (su experiencia en Hispania apenas contaba), le pitaron los oídos durante unos cuantos días. Sobre todo por la parte de Tito Labieno, al que había dejado tirado en lo alto de aquella colina. Labieno, que era natural del Piceno como su patrón Pompeyo, tenía más o menos la misma edad de César y todo hace pensar que en su fuero interno se consideraba mejor militar que él.
Faltaban dos días nada más para la fecha en que se debía repartir grano a los soldados, lo que significa que a estos apenas les quedaba comida. César decidió desviarse del camino y dirigirse a Bibracte, la principal ciudad de los eduos, donde estaba seguro de que encontraría provisiones por las buenas o por las malas. Al fin y al cabo, la larga caravana de los helvecios se movía tan despacio que no le resultaría difícil alcanzarla de nuevo.
En cuanto las legiones tomaron el camino de Bibracte, unos miembros de la caballería gala desertaron y partieron al galope para informar a los helvecios de lo que ocurría. Los helvecios, que estaban ya hartos de tener tras sus espaldas a esos tábanos romanos, decidieron pagarles con su misma moneda, dieron media vuelta y emprendieron su persecución.
¿Por qué actuaron así? Es posible que ellos mismos sufrieran problemas de abastecimiento. Por otra parte, debían de sentirse confiados en sus fuerzas, puesto que César no había demostrado todavía nada como general. Cierto es que había masacrado a miles de helvecios, pero porque los que había sorprendido por la espalda a las orillas del río. A la primera ocasión que había tenido de combatir de verdad, la había pifiado por indecisión (es casi seguro que los desertores llevaban consigo la información sobre el fiasco de Considio).
Cuando César supo que el grueso de las tropas helvecias venía tras sus pasos, envió a la caballería aliada contra ellas. Los jinetes galos ya le habían demostrado que no eran muy de fiar; pero por eso mismo sus bajas no le importaban demasiado y esperaba de ellos que como mínimo refrenaran el avance del enemigo.
Protegidos momentáneamente por la caballería, los romanos tomaron una elevación cercana. Allí en lo alto, César apostó a las legiones novatas, la Undécima y la Duodécima, junto con las provisiones y el equipo, y les ordenó que empezaran a cavar una trinchera. A media ladera formó a las otras cuatro legiones en la triple línea habitual, con la Décima en el flanco derecho, el lugar de honor.
Los romanos tuvieron tiempo de desplegarse, pues los enemigos, que eran más que ellos, también necesitaban organizarse. Los helvecios improvisaron un campamento en la retaguardia con sus carros. Después de eso avanzaron, rechazaron a la caballería gala y formaron filas apretadas para avanzar contra los romanos. Al describirlas César utiliza la palabra «falange», aunque seguramente los helvecios dejaban más hueco entre guerrero y guerrero que los hoplitas griegos, pues combatían con espadas largas y necesitaban espacio para blandirlas.
De joven, César había librado escaramuzas con tropas reclutadas por su cuenta, y como propretor había ganado refriegas sin demasiada importancia en Hispania. Ahora, por primera vez, se enfrentaba a una batalla multitudinaria. Todas las miradas recaían sobre él. Estaba por ver si aquel dandi que llevaba el cinturón flojo y se depilaba el cuerpo tenía que ver con el gran Cayo Mario más allá del parentesco político. Más cuenta les traía a todos: si los helvecios los derrotaban allí, lejos de las fronteras de la Provincia, muy pocos de los legionarios regresarían vivos a casa.
Muy consciente de aquellas miradas, César decidió que era un buen momento para empezar a fabricar su leyenda como general. Ante la vista de sus hombres, desmontó y exclamó: «Solo usaré este caballo para perseguir al enemigo cuando haya vencido. Ahora, ¡carguemos contra ellos!».
Era una forma de comunicar a sus soldados, como había hecho Espartaco ante su última batalla, que su general iba a compartir su mismo destino. De la misma forma había actuado Cayo Mario en Aquae Sextiae en una situación similar, con las tropas desplegadas en la ladera. César no tenía mejor forma de convencer a los soldados de que era uno de ellos. Al combatir a pie con los demás, perdía la visión y la movilidad que le otorgaba el caballo. Pero si obtenía la victoria, estaba convencido de que los legionarios comerían en su mano a partir de ese momento.
Igual que habían hecho los teutones en Aquae Sextiae, los helvecios, confiados en su vigor y en su superioridad numérica, cargaron contra los romanos cuesta arriba. Los legionarios de César, siguiendo la mecánica habitual de combate, dispararon sus pila. Cierto porcentaje de venablos hirió a los enemigos y muchos más se clavaron en los escudos y los inutilizaron.
A continuación, los legionarios desenvainaron y cargaron colina abajo. Después de una breve refriega, los helvecios, cuyas filas se habían descompuesto por las andanadas de pila, no pudieron aguantar y empezaron a retroceder hacia el valle, hasta toparse con una ladera ascendente situada a kilómetro y medio. Los romanos continuaron presionando tras ellos sin desorganizarse demasiado.
En ese momento, el flanco derecho de César recibió el ataque de quince mil boyos y tulingios, pueblos aliados que se habían unido a la migración de los helvecios. Venían frescos, seguramente por pura casualidad, no porque se hubieran mantenido a la espera. En cambio, los romanos, siguiendo su doctrina táctica habitual, mantenían como reserva las cohortes de la tercera línea, que formaron rápidamente una línea para enfrentarse a aquellos nuevos enemigos.
La batalla, que había empezado pasado el mediodía, se prolongó durante horas. Cuando empezó a oscurecer, los helvecios no aguantaron más y rompieron filas. Muchos de ellos, los que no perecieron en el sitio, huyeron a los bosques. Otros se retiraron a los carromatos, donde se desató una lucha tan fiera como la que se había librado en circunstancias similares en la batalla de Vercelas. Pero al final el campamento cayó en poder de los romanos. Allí hicieron prisioneros al hijo y a la hija del difunto Orgetórix.
Fue una victoria importante, pero nada fácil. Aunque se ignora cuántas bajas sufrió César, no debieron de ser pocas. Había tantos heridos que, en lugar de perseguir a los helvecios, las legiones se quedaron en aquel sitio tres días para atenderlos y también para enterrar a los muertos.
Al menos ciento treinta mil helvecios, entre combatientes, ancianos, mujeres y niños huyeron hacia el norte, a las tierras de los lingones. César envió mensajeros a esa tribu para advertir que si daban cobijo a los helvecios los consideraría como enemigos. Tras la demostración de fuerza de sus legiones en la reciente batalla, los lingones decidieron que no les convenía malquistarse con César y obedecieron.
Los supervivientes helvecios, que habían dejado atrás todas sus posesiones, enviaron embajadores. Al llegar ante César, se arrodillaron y le pidieron clemencia. Él les exigió que entregaran sus armas y también un buen número de rehenes, y que después regresaran al valle del que habían salido.
Fue en el campamento helvecio donde los romanos encontraron tablillas grabadas en caracteres griegos que contenían un censo completo de la tribu. Gracias a ellas averiguó César que en la migración habían participado trescientas sesenta y ocho mil personas; cifra que, por muy exagerada que parezca, es la única que nos ofrecen las fuentes. Según el mismo César, de toda aquella gente únicamente regresaron a sus hogares ciento diez mil.
ARIOVISTO Y LOS GERMANOS
Esta fue la primera gran batalla que libró Julio César. Quien había sido conocido hasta entonces más como político populista y abogado, y también como vividor y mujeriego, dedicó desde entonces tanto tiempo a la milicia que acabaría pasando a la posteridad principalmente como general. Según Plinio, César mandó a sus tropas en cincuenta combates. En cambio, su tío Mario tan solo había llegado a dirigir dos combates de envergadura en la guerra de Yugurta y otros dos en la lucha contra los cimbrios y teutones.
Tras esta gran victoria, César informó al senado de que la Provincia e Italia ya no corrían peligro. Por su parte, la batalla le reportó un buen botín y, sobre todo, esclavos con los que pudo hacer caja: a partir de entonces, no volvería a pasar estrecheces financieras personales.
Después de su triunfo, César recibió embajadas de diversas tribus. En aquel momento, muchos galos debían de sentirse satisfechos al ver cómo los helvecios supervivientes regresaban a su valle y dejaban de merodear por sus tierras. Todavía no podían sospechar que César empezaba a albergar planes de conquista. Al fin y al cabo, los romanos siempre se habían mantenido cerca del Mediterráneo, en tierras más luminosas donde se bebía vino al calor del sol. ¿Qué se les había perdido en los fríos bosques del corazón de la Galia?
Confiados en que los romanos no tenían intereses más allá de la Provincia, diversos notables galos recurrieron al druida Diviciaco para que ejerciera de mediador ante César. En una reunión secreta, esos líderes le pidieron ayuda contra Ariovisto, rey de la tribu germana de los suevos.
Aquella historia se remontaba a unos años atrás. En las luchas constantes por la supremacía en el centro de la Galia, los arvernos y los secuanos se habían unido contra los eduos, que en aquel momento eran los más poderosos. Para derrotarlos, habían buscado refuerzos allende el Rin. Atendiendo a su llamada, Ariovisto había acudido con miles de guerreros y les había ayudado a derrotar a los eduos y sus aliados.
Lo malo era que después el rey suevo se había negado a regresar a Germania y se había instalado en territorio secuano. Desde entonces, no dejaban de llegar más y más germanos a la Galia. Ariovisto, según le explicaron a César, se había convertido en un tirano opresor que exigía rehenes al resto de las tribus. Si alguna no obedecía sus órdenes, mataba a esos rehenes con espantosas torturas. Incluso los secuanos, que eran quienes habían invitado a Ariovisto, estaban hartos de aquellos fastidiosos huéspedes.
Todavía era verano. Había tiempo de sobra para una segunda campaña y una nueva victoria. El problema para César era que Ariovisto y sus germanos se encontraban muy al nordeste, lejos de la frontera que se le había asignado como procónsul. Ya la había traspasado para luchar contra los helvecios, pero en ese caso cabía aducir que lo hacía por defender las fronteras de la Provincia. ¿Qué podía argumentar ahora? Como ironía, se daba la circunstancia de que Ariovisto había sido nombrado «amigo y aliado del pueblo romano» precisamente cuando César era cónsul.
Pese a todo, César estaba decidido a emprender esa nueva campaña. Sabía que sus enemigos en Roma, con Catón al frente, lo acusarían de extralimitarse. Por eso en sus Comentarios se encuentran más argumentos para justificar la guerra contra Ariovisto que en cualquier otra de sus campañas. En primer lugar —razona César—, él tenía que defender a sus aliados los galos, y sobre todo a los eduos, que le habían pedido ayuda. Por otra parte, no podía permitir que miles y miles de germanos siguieran cruzando el Rin, pues eso provocaría movimientos masivos de galos hacia el sur, lo que supondría para Italia una amenaza tan grave como la de los cimbrios y teutones.
¿Se trataba de una guerra justa? Depende del punto de vista de cada historiador. Los detractores de César piensan que sus argumentos eran cínicos y propios del imperialismo más descarnado. Sus defensores encuentran que tenía razón en atender las peticiones de los eduos y en hacer retroceder a los germanos más allá del Rin.
Antes de ponerse en marcha, César envió embajadores a Ariovisto para pedirle un encuentro a mitad de camino, en territorio neutral. El rey germano contestó que si César quería pedirle algo, debía acudir él a su encuentro. El procónsul respondió a su vez con otra carta en la que exigía a Ariovisto tres condiciones: que dejara de traer germanos del otro lado del Rin, que devolviera a los rehenes que retenía en su poder y que no declarara ninguna guerra más a los galos, y en particular a los eduos.
El tono de aquella conversación a distancia iba calentándose. Ariovisto respondió que él era tan conquistador como los romanos y que no estaba dispuesto a que César se entrometiese en sus asuntos. Que los romanos regresaran a sus dominios y le dejasen a él gobernar los suyos como mejor le pareciese. En cualquier caso, que César no olvidase que sus guerreros germanos nunca habían sido derrotados.
Al mismo tiempo que la carta de Ariovisto le llegó a César una noticia preocupante. Según informaba la tribu de los tréveros, que habitaba cerca del Rin, un enorme número de germanos, hasta cien clanes completos, se estaba congregando al otro lado del río para cruzar.
César se puso en camino hacia el norte con sus hombres, no sin antes asegurarse de que tenía una línea de suministro segura. Al saber que Ariovisto quería apoderarse de la importante ciudad de Vesontio —la actual Besançon—, se dirigió hacia ella a marchas forzadas. Se trataba de una fortaleza casi inexpugnable donde había grandes reservas de provisiones. La descripción que hace César de ella es muy interesante, porque se reconoce perfectamente en fotos aéreas de Besançon, salvando que el monte no parece tan alto como él dice.
Está tan fortificada por la naturaleza del terreno que ofrece una magnífica base para dirigir la guerra. El río Dubis rodea prácticamente la ciudad entera, como si lo hubieran dibujado con un compás. En el hueco que el río no cierra, de unos quinientos metros, se levanta un monte de gran altura, cuyas laderas llegan hasta la orilla del río por ambos lados. Alrededor de este monte hay una muralla que lo convierte en ciudadela y lo conecta con la ciudad. (BG, 1.38).
Allí en Vesontio, César se encontró por primera vez en problemas con sus tropas. Durante los días de descanso, empezaron a correr rumores escalofriantes. Los germanos, aseguraban, eran gigantes invencibles, y tan extraordinariamente feroces que incluso su mirada dejaba paralizados a sus enemigos, como la de las Gorgonas.
Curiosamente, quienes propalaban esas historias no eran los soldados, sino los tribunos militares y otros miembros de la aristocracia que habían venido de Roma a adquirir experiencia militar, como había hecho el mismo César de joven en la isla de Lesbos.
Muchos de ellos alegaron excusas para regresar a Roma, mientras que otros se escondían a llorar de miedo en las tiendas. Puede sonar exagerado, pero debemos recordar que, por lo general, aquellos hombres contenían menos que nosotros la expresión de sus emociones, tanto las buenas como las malas.
El temor es una de las emociones que se contagia con más rapidez en un ejército. Pronto todos los soldados andaban tan asustados que muchos decidieron dictar su testamento a los compañeros que sabían escribir.
César se dio cuenta de que hallaba al borde de la situación más temida por un general: un motín. La única explicación que él ofrece a esa inquietud es el miedo.
Pero el historiador Dión Casio aduce otra causa para este conato de rebelión (38.35): César estaba a punto de llevar a sus legionarios a una guerra muy lejos de la provincia que le habían asignado. Y no tenía autorización del senado para ello ni lo hacía por el interés de la República, sino por conseguir más gloria personal. Todo esto parece más creíble como opinión de algunos tribunos y miembros de la aristocracia; no tanto para los soldados, a los que les importaban menos los detalles legales.
César reunió a los tribunos y también a los centuriones, pues sabía que estos tenían más contacto directo con la tropa y, por tanto, influían más en ella. Primero les echó un buen rapapolvo. ¿Quiénes se creían que eran para cuestionar las órdenes de un procónsul con imperium? Su misión era callar y obedecer. Además, incluso si Ariovisto no se avenía a razones y se veían obligados a luchar contra él, ¿por qué le tenían tanto miedo? Su tío Cayo Mario había derrotado a los cimbrios y teutones, que también eran germanos (esa era la opinión más extendida en tiempo de César). Ellos mismos acababan de vencer a los helvecios, que se las habían tenido tiesas con los germanos en más de una ocasión.
Finalmente, les dijo que, si tanto los encogía el pavor, estaba dispuesto a seguir solo con la Décima, a la que en muy poco tiempo había cogido un cariño extraordinario.
La respuesta fue automática. La Décima legión le dio las gracias por esa deferencia y las demás dijeron que no querían quedarse atrás. Fue el último incidente grave que sufrió César con sus soldados hasta nueve años después, en el 49.
Esa misma noche el ejército se puso en camino, no sin antes dejar una guarnición en Vesontio. César tuvo la precaución de pedirle a Diviciaco que los llevara hacia el norte por un camino casi cincuenta millas más largo, pero más despejado. Así se evitaban emboscadas, y por otra parte, viajar a cielo abierto resultaba menos deprimente que abrirse paso entre aquellos bosques densos, húmedos y oscuros que minaban la moral de los hombres.
Siete días después, en la región de la actual Alsacia, sus exploradores le dijeron que habían avistado el campamento de Ariovisto. Al saber que César había venido, el rey germano pudo pensar que había hecho caso a su primera petición —«Si tienes algo que decirme, ven tú a verme»—, por lo que, una vez a salvo su honor, envió emisarios para pedir otra entrevista en terreno neutral. Como condición, Ariovisto estipuló que no debían traer infantería, sino una escolta a caballo únicamente.
La campaña anterior había provocado que César desconfiara de su caballería gala. Para asegurarse de que no le tendían ninguna acechanza, tomó prestados sus caballos y montó en ellos a soldados escogidos de la Décima. Estos bromearon diciendo que su general los había ascendido de repente a équites. Con el tiempo, esta unidad fue conocida como Legio X Equestris; algunos atribuyeron tal título a esta anécdota, aunque no existen pruebas de ello.
La entrevista se llevó a cabo en un otero aislado en la llanura, con tan solo diez jinetes por bando y sin desmontar de los caballos. Fue un diálogo para sordos, en el que ambos repitieron los mismos argumentos que habían intercambiado por carta. En cierto momento, Ariovisto comentó que, según sus noticias, había muchos optimates en Roma deseando que él y sus germanos aplastaran a César para librarse de él.
Sin llegar a ningún acuerdo, ambos se separaron. Dos días después, Ariovisto pidió una nueva entrevista. César envió a dos emisarios de confianza y el rey germano los hizo encadenar.
Se había acabado el tiempo de los parlamentos. Durante cinco días seguidos, César sacó a sus tropas del campamento y las desplegó en campo abierto para presentar batalla. Sin embargo, Ariovisto, el mismo que había rechazado cualquier propuesta —llevaba razón en que eran más bien imposiciones—, ahora se negaba a aceptar el combate. César podría haber atacado su campamento; pero lanzar una ofensiva contra una posición fortificada suponía muchas bajas, máxime si el enemigo conservaba sus tropas intactas.
Al sexto día, César ordenó levantar el campamento y construir otro al oeste, pues los germanos estaban cortando su línea de suministros y empezaban a escasear los víveres. Las legiones marcharon en triple línea hasta el nuevo emplazamiento, a poca distancia de los enemigos. Mientras las dos primeras líneas adoptaban una formación defensiva, la tercera se dedicó a excavar una zanja y levantar un terraplén y una empalizada. Una vez terminada la obra, César dejó allí dos legiones y volvió con las otras cuatro al primer campamento. Gracias al segundo fortín, podía proteger los convoyes que le traían provisiones desde el sur.
Al día siguiente, Ariovisto rechazó de nuevo la batalla. Merced a unos prisioneros, los romanos se enteraron por fin del motivo de su renuencia a combatir. Las mujeres que ejercían de adivinas para el rey arrojando las sortes, unos trozos de madera con signos grabados, le habían dicho que para vencer a los romanos tenía que esperar hasta la luna llena.
César debió de pensar que, si luchaban antes del plenilunio, sus enemigos no se quitarían de su cabeza aquella profecía y eso minaría en parte su moral. Al día siguiente sacó a sus legiones de ambos campamentos dejando una guarnición mínima y marchó en formación de combate contra la posición enemiga.
En esta ocasión, los romanos se acercaron tanto que Ariovisto no pudo rechazar el combate. Los germanos salieron del campamento repartidos por contingentes tribales. Detrás de ellos se hallaban sus carromatos, desde los cuales las mujeres los exhortaban a vencer en la batalla para que ellas no se convirtieran en esclavas de los romanos.
César formó en esta ocasión con las seis legiones, incluidas la Undécima y la Duodécima, que a fuerza de marchas y escaramuzas ya estaban preparadas para librar una batalla campal. Él mismo formó en el flanco derecho, ya que veía que frente a él, en el ala izquierda del enemigo, las líneas parecían más débiles y existían más posibilidades de romperlas.
Cuando los estandartes y las trompetas dieron la señal de cargar, los legionarios avanzaron a paso ligero. Los germanos, por su parte, se lanzaron contra ellos a la carrera. Todo fue tan rápido que no hubo tiempo de lanzar los pila, por lo que los soldados los dejaron caer al suelo para recogerlos más tarde y directamente desenvainaron las espadas.
El primer choque fue extraordinariamente violento. César cuenta cómo muchos de sus hombres saltaban sobre la falange enemiga, arrancaban los escudos de los germanos con las manos y luego los herían desde arriba, aprovechando sin duda que la mayoría de sus adversarios no llevaban armadura como ellos.
El ala izquierda de Ariovisto empezó a perder terreno rápidamente. A cambio, el flanco izquierdo romano también estaba sufriendo apuros, demasiado lejos de César como para que este pudiera acudir en su ayuda. En esta ocasión lo sacó del aprieto el joven hijo de Craso, que mandaba la caballería y tenía más libertad de movimientos. Al percatarse de lo que ocurría, tomó tropas de la tercera línea de reserva y las mandó al flanco izquierdo.
La llegada de estos refuerzos cambió el curso de la batalla. Cuando las mejores tropas germanas —probablemente los mismos suevos con su rey Ariovisto— rompieron filas ante la acometida romana, el resto de sus líneas se desplomaron sufriendo el habitual efecto dominó. Los germanos huyeron en tropel hacia el Rin, que estaba a algo menos de ocho kilómetros, perseguidos por la caballería de César. Algunos lo cruzaron a nado y otros lo hicieron en barcas. El propio Ariovisto se hallaba entre estos últimos y logró así salvar la vida. ¿Qué ocurrió con él después? No se le vuelve a mencionar hasta el libro quinto de La guerra de las Galias, en un texto que hace suponer que debió de morir en el año 54.
En la matanza posterior a la batalla perecieron dos de sus esposas y una hija, mientras que otra hija cayó prisionera de los romanos. En el campamento germano se hallaban también los dos emisarios que había enviado César unos días antes y a los que no esperaban encontrar con vida. Uno de ellos, Valerio Procilo, le explicó la razón. Sus captores querían quemarlos; pero cuando las adivinas consultaron a los dioses arrojando las sortes, estas respondieron hasta por tres veces que no lo hicieran. Quizá los germanos pensaban sacrificarlos en el plenilunio; de ser así, César había salvado a sus mensajeros obligando a los germanos a adelantar la batalla.
En una sola campaña César había obtenido dos victorias de prestigio. Los germanos, al menos los de Ariovisto, habían dejado de ser una amenaza para la Galia. En cuanto a las tribus congregadas junto al Rin para cruzarlo, dieron media vuelta y regresaron a su país de origen, mientras que los germanos que ya lo habían atravesado fueron atacados por los habitantes de la región.
En octubre, César envió a sus legiones a los cuarteles de invierno en territorio de los secuanos. Era una posición estratégica para vigilar a estos y a los eduos, de cuya facción antirromana no se fiaba, y también para mantener un ojo atento al Rin. Pero aquello dio mucho que pensar a los galos. ¿Por qué los romanos no se retiraban a la Provincia? Muchos empezaron a sospechar que las intenciones de César iban más allá de mantener la seguridad de los territorios que gobernaba como procónsul.
Al cargo de aquellas tropas se quedó Labieno, mientras que César viajó al sur para pasar el invierno en la Galia Cisalpina. Allí tenía tareas administrativas que cumplir, y de paso se encontraba más cerca de Roma para controlar a distancia lo que pasaba en la urbe.
Mientras estaba en la Cisalpina, César reclutó dos legiones más, la Decimotercera y la Decimocuarta. De nuevo lo hizo sin permiso del senado. A esas alturas disponía ya de ocho legiones, el doble que al empezar su mandato como procónsul. Eso, y el hecho de haber dejado a sus legiones en territorio secuano, más allá de la frontera norte de la Provincia, sugieren que ya tenía en mente la conquista de la Galia.
LOS COMENTARIOS DE CÉSAR
En esa conquista debía de estar pensando César cuando escribió aquella frase que ya mencionamos, Gallia est omnis divisa in partes tres. Seguramente fue en ese mismo invierno del 58-57 cuando empezó a escribir el primer libro de los Comentarios sobre la guerra de las Galias, la obra a la que solemos referirnos como La guerra de las Galias o, simplemente, como Comentarios.
En su forma definitiva, estos Comentarios constan de ocho libros que narran las campañas anuales de César desde el año 58. Los siete primeros los escribió él mismo. En cambio, el último es obra de un oficial y amigo suyo, Aulo Hircio, que lo redactó tras la muerte de César.
¿Por qué los escribió? Siguiendo los modelos de los historiadores griegos, muchos aristócratas romanos se habían dedicado a componer sus propios textos en prosa. Ya hemos hablado en diversas ocasiones de las memorias que redactó Sila. En su caso, el dictador trataba de justificar una vida entera y escribía para la posteridad; al menos, para su posteridad inmediata, ya que mientras componía los últimos libros debía de ser consciente de que le quedaba poco tiempo de vida.
Lo que narraba César era más cercano. Él no escribía tanto para la posteridad como para sus contemporáneos. Su obra era una justificación en el momento, destinada a contrarrestar las acusaciones que Catón y otros enemigos vertían contra él en Roma afirmando que César había iniciado dos guerras innecesarias e injustas por su propio provecho. Eso salta a la vista sobre todo en el primer libro, que es donde más argumentos utiliza para razonar sus acciones militares.
También se trataba de una forma de hacerse propaganda. César sabía que durante varios años no iba a pisar Roma. Eso suponía una gran desventaja, pues su imagen podía volverse cada vez más borrosa en la memoria de los ciudadanos, que a cambio se dejarían influir por los políticos que tenían más a mano en el Foro. Los Comentarios, enviados a Roma libro por libro para que se hicieran lecturas públicas, traían el recuerdo de César de nuevo a la memoria de los ciudadanos. Además, ese recuerdo venía ahora nimbado por una aureola nueva y luminosa, la de gran general.
César procuró ser muy cuidadoso en su tono para no caer en el panegírico propio. No hay nada que estrague más el paladar que escuchar o leer el autobombo de otra persona. Es de sospechar, por ejemplo, que una crónica de las conquistas del vanidoso Pompeyo escrita por él mismo habría resultado insoportable (como no poseía la formación literaria de César, Pompeyo había confiado esa tarea a Teófanes de Mitilene, que se encargó de poner por escrito sus campañas en Asia).
César no cayó en esa tentación. Al menos, no demasiado. Si hay algo que puede aburrir al lector o al oyente es la repetición constante del pronombre «Yo, yo, yo…». Él lo evitó refiriéndose a sí mismo en tercera persona, hasta el punto de que, si no supiéramos con certeza que él escribió La guerra de las Galias, podríamos creer que se trata de una obra de otra persona.
Por otra parte, César utilizó un estilo conciso, prácticamente desprovisto de la retórica a la que tan aficionados eran otros autores y que tanto empalaga, por ejemplo, en los inacabables discursos de Dión Casio. Cicerón, rival suyo la mayoría de las veces, alabó sus Comentarios (Bruto, 262): «Son sencillos, directos y elegantes, despojados de todo adorno estilístico como un cuerpo desnudo». Decidido a que la mayoría de la gente los entendiera, César limitó de forma consciente su vocabulario a unas mil quinientas palabras. Salvando las distancias, es algo parecido a lo que hacía Isaac Asimov como divulgador.
La idea de César era mostrar solo hechos prácticamente desprovistos de opiniones. Con eso conseguía ofrecer impresión de objetividad, aunque por supuesto no alcanzaba la objetividad real, un ideal imposible. Al seleccionar qué hechos contaba u ocultaba, en cuáles ponía el foco y cuáles quedaban en segundo plano, César no dejaba de llevar a sus lectores por donde quería. Pensemos, por ejemplo, en la forma en que echó la culpa a Considio por haber confundido a los hombres de Labieno con guerreros enemigos en aquella colina.
Como buen líder popular que quería que su obra llegara al corazón de las clases sociales más humildes, César destacó a propósito mucho más el papel de la tropa y de los centuriones (especialmente estos) que el de los tribunos y legados que pertenecían a los órdenes ecuestre y senatorial. Asimismo, mientras que él era siempre Caesar, en tercera persona, los soldados eran nostri, «los nuestros», en primera persona del plural. Cuando en las lecturas públicas los ciudadanos de Roma y de otros lugares de Italia escuchaban en relatos de victoria ese posesivo, «los nuestros», se emocionaban y se identificaban con aquella guerra que se libraba en el lejano norte.
Se ha discutido mucho hasta qué punto podemos confiar en lo que nos cuenta César. Sin duda, manipulaba la verdad como habría hecho cualquier otro, y probablemente se mentía a sí mismo más de una vez y se disculpaba ante sus propios ojos. Ahora bien, hay que tener en cuenta que sus Comentarios se leían y se escuchaban en Roma. Allí había tribunos y legados que habían participado en algunas de sus campañas y podían contar de primera mano lo que habían vivido en la Galia. También se recibían muchas cartas de soldados, centuriones y oficiales que escribían a sus familiares. Si César hubiera contado mentiras palmarias, cambiando las derrotas por victorias, inventándose campañas o multiplicando por diez el número de enemigos, lo habrían dejado en evidencia al instante. Eso quiere decir que podemos estar seguros de que lo que cuenta César ocurrió en realidad, y que ocurrió más o menos como él lo narra, aunque a menudo haya que leer entre líneas.
Con La guerra de las Galias disfrutamos de una ventaja enorme sobre otro tipo de fuentes históricas, como Apiano o Plutarco: se trata del relato de alguien que lo vio todo con sus propios ojos. Y no solo eso, sino que estuvo en el meollo de todas las decisiones, porque él era ese meollo.
Pensemos en otros autores como Heródoto. Cuando el llamado «padre de la historia» escribía sobre las decisiones que tomaban los generales griegos, lo que contaba a menudo no eran más que las conjeturas que hacían los soldados sobre lo que sucedía, una especie de «radio macuto» convertido en historia porque el autor no disponía de otras fuentes a mano.
Con César es muy distinto. Él era el general que tomaba las decisiones y presidía los consejos, y el que desplegaba las legiones en el campo. Él estuvo allí, contemplando con sus propios ojos la batalla del río Sambre o el sitio de Alesia. Si además resulta que era un hombre excepcionalmente inteligente que sabía separar la paja del grano y organizar las ideas con claridad y elegancia sin caer en tentaciones retóricas, ¿qué más se puede pedir?
Está claro que hay que estudiar sus Comentarios con ojo crítico. Pero, al mismo tiempo, debemos dar gracias de que nos hayan llegado prácticamente intactos, pues son un auténtico tesoro. En el vasto campo de ruinas que es la literatura grecorromana, ojalá tuviéramos más monumentos intactos como La guerra de las Galias.
CAMPAÑAS EN EL NORDESTE
Durante el invierno, mientras componía el primer libro de sus Comentarios y gobernaba sus provincias, César recibió informes preocupantes de Labieno: los belgas, los más belicosos de los habitantes de la Galia, consideraban una provocación que las legiones invernaran en el territorio de los secuanos y estaban haciendo preparativos bélicos para prevenir una posible invasión de su territorio.
Una profecía de autocumplimiento, pues esos preparativos fueron la excusa para que César los invadiera. El motivo pretextado era el de casi siempre en esos casos: proteger las fronteras. Para ello, Roma procuraba tener al otro lado de ellas a pueblos aliados a modo de colchón. Pero, como también había que proteger a esos socii para que el colchón no se desinflara, los romanos se internaban en su territorio para guerrear contra los enemigos que los amenazaban.
Lo malo para los pueblos amigos y antaño independientes era que, una vez que las legiones se plantaban en un sitio, no solían retroceder. Pasado un tiempo, como quien no quiere la cosa, los aliados descubrían que ya se encontraban dentro del territorio romano y que las fronteras se habían desplazado más lejos. Por supuesto, había que preservar los nuevos límites, pactar alianzas con otros pueblos, protegerlos de los agresores, mover de nuevo las legiones… Un proceso de nunca acabar que solo se detenía ante obstáculos físicos insalvables, como el Sahara, o cuando Roma topaba con enemigos duros de roer, como el imperio parto en el este.
En ese sentido, César no se comportó de manera muy distinta a otros generales antes que él. Lo que los diferenció a Pompeyo y a él fue la enorme escala de sus conquistas. Pero quienes lo atacaban en Roma no lo hacían porque pensaran que era un despiadado imperialista, sino porque eran enemigos personales suyos y no soportaban que fuese él quien estuviese adquiriendo poder, riqueza y gloria en una escala tan desaforada.
A finales del invierno, César envió por delante a sus dos nuevas legiones para que se unieran al resto del ejército, bajo el mando del legado Quinto Pedio. Al no estar autorizadas por el senado, era él quien las pagaba: eso demuestra que en un solo año de campaña había conseguido botín suficiente como para que sus problemas financieros se convirtieran en un recuerdo del pasado. A partir de ahora, César podía hablar de tú a tú a sus aliados Craso y Pompeyo.
Él mismo permaneció en la Cisalpina hasta que llegó la primavera y supo que disponía de forraje para la caballería sobre el terreno. Después viajó hasta Vesontio para asumir el mando de sus legiones y las llevó a marchas forzadas hacia el territorio belga, al que llegó en dos semanas. Tenía en aquel momento entre treinta y dos mil y cuarenta mil soldados, más tropas auxiliares de caballería, y también arqueros númidas y cretenses y honderos baleares.
El ejército que habían congregado las diversas tribus belgas era inmenso, tanto que las hogueras de su campamento se extendían más de trece kilómetros. Durante unos días, romanos y belgas se miraron a distancia. En ese tiempo se produjeron algunas escaramuzas de caballería, y también una refriega más generalizada cuando los belgas intentaron destruir el puente que cruzaba el río Aisne (un afluente del Sena), lo que habría cortado la línea de suministros de César.
El intento fracasó, y los belgas sufrieron muchas bajas. A esas alturas les resultaba imposible mantener reunido un ejército tan grande, pues ya no tenían provisiones. Una de las grandes ventajas de los romanos sobre la mayoría de sus enemigos era, precisamente, que podían mantener sus ejércitos movilizados durante mucho más tiempo que ellos gracias a una meticulosa organización logística.
Así pues, los belgas decidieron dividirse por tribus y regresar cada una a su territorio para aguardar acontecimientos. Cuando los romanos atacaran a alguna tribu, las demás acudirían en su ayuda. Decidido esto, emprendieron la retirada.
Al principio, César no se creyó lo que pasaba, pensando que le tendían una trampa. Pero después los exploradores le confirmaron que los belgas se estaban retirando sin plantar emboscadas y sin demasiadas precauciones. César envió tras ellos a Labieno con la caballería y tres legiones, y la retaguardia belga sufrió muchísimas bajas aquel día.
Después de eso, las legiones siguieron a marchas forzadas el curso del río Aisne. Primero atacaron a los suesiones en su fortaleza de Novioduno: al ver las máquinas de guerra de los romanos, los suesiones se impresionaron tanto que se rindieron al instante. A continuación se dirigieron contra los belóvacos, que se sometieron asimismo entregando seiscientos rehenes. El tercer pueblo al que sojuzgaron fueron los ambianos. Todo eso lo hicieron con tal rapidez que ninguna tribu pudo acudir en auxilio de las demás.
Posteriormente, César se dirigió al noroeste. Allí se encontraban los nervios, que se habían aliado con los atrebates y los viromanduos y tenían al menos sesenta mil guerreros. Según César, los nervios eran los más belicosos de los belgas porque tenían prohibido a los comerciantes itálicos adentrarse en su territorio y no compraban vino ni otros productos de lujo «ya que creían que estas cosas ablandaban sus espíritus y debilitaban su valor» (BG, 2.15). El geógrafo Estrabón los consideraba un pueblo germano más que galo.
Tras una marcha de tres días, César supo que se hallaba a unos catorce kilómetros del río Sabis y que los nervios y sus aliados se encontraban al otro lado, en su orilla sur. La mayoría de los investigadores identifican este río con el Sambre, aunque otros sugieren el Selle. En cualquier caso, los belgas estaban aguardando a los romanos, y para evitar una matanza entre sus familias como las que habían sufrido los helvecios o los germanos de Ariovisto, habían enviado a sus mujeres y niños a una zona pantanosa prácticamente inaccesible.
La inteligencia militar siempre funcionaba en doble sentido. Del mismo modo que César averiguó datos sobre los nervios mediante sus espías, los nervios disponían de informadores entre las filas de César. Gracias a eso sabían que los romanos solían viajar en una larga columna en la que cada legión marchaba seguida por su propia impedimenta. Eso significaba que cada unidad estaba separada de las demás por cierta distancia. El plan que sugirieron aquellos informantes era sencillo: en cuanto apareciese la primera legión del convoy, la atacarían y saquearían sus provisiones antes de que las demás tuvieran tiempo de acudir en su ayuda.
Aunque César todavía ignoraba que tenía espías entre sus filas, al acercarse al río Sabis ordenó modificar el orden de marcha, tal como se hacía siempre cuando había enemigos cerca. En lugar de avanzar legión por legión con carros y acémilas entre unidades, las seis legiones con experiencia de combate viajaban delante con la impedimenta mínima, seguidos por el tren de suministros y las dos legiones bisoñas, la Decimotercera y la Decimocuarta.
Los nervios se encontraban al otro lado del río, pero ocultos de la vista por una densa espesura que empezaba a unos doscientos metros del Sabis. Además, los romanos se acercaban por una zona sembrada de abatidas, barreras a medias naturales y a medias artificiales que los nervios habían levantado con arbolillos jóvenes doblados y atados entre sí, y reforzados con zarzas y matorrales. Aquellos bardales tapaban la vista, evitaban las incursiones de la caballería enemiga —pues los nervios confiaban únicamente en su infantería—, y de paso conducían a los posibles invasores por donde ellos querían.
Se acercaba el final del día, de modo que César escogió para acampar una colina en la orilla opuesta del río. Aunque no sabía que el grueso de los nervios se ocultaba en el bosque, sí sospechaba que había enemigos cerca. Por eso envió a la caballería y a la infantería ligera al otro lado del Sabis, que apenas cubría un metro en aquella zona, con el fin de que formaran una barrera protectora mientras las seis legiones ascendían la ladera del monte y empezaban a construir el campamento.
Unos cuantos grupos de jinetes nervios salieron de entre los árboles y se dedicaron a combatir contra los romanos, lanzando ataques rápidos y retirándose enseguida hacia la espesura. Pero ni la caballería ni la infantería ligera de César picaron el anzuelo, pues sabían que internarse entre aquellos árboles podía ser peligroso.
Mientras tanto, las seis legiones que marchaban por delante empezaron a construir el campamento. Como era habitual, dejaron sus furcae con la impedimenta en el suelo y también los escudos, bien guardados en sus fundas de piel, y se dedicaron a excavar, apilar tierra y clavar estacas para levantar la empalizada.
Aunque César no lo deja claro, da la impresión de que no sospechaba que el grueso de los enemigos se encontraba tan cerca, y que pensaba que aquellos escuadrones de caballería que estaban peleando contra sus hombres en la orilla del río no eran más que avanzadillas enviadas para hostigar. Por eso se confió en exceso, y en lugar de plantar dos líneas defensivas delante de una tercera trabajando como había hecho ante los germanos de Ariovisto, ahora tenía prácticamente a todos sus hombres cavando trincheras. Uno de los principios tácticos de César era actuar siempre muy deprisa para adelantarse a los enemigos, pero en esta ocasión la rapidez se convirtió en precipitación e imprudencia.
El hecho de que no sospechara que había decenas de miles de guerreros agazapados entre los árboles demuestra que los belgas sabían mantener una admirable disciplina, equiparable a la de los hombres de Aníbal en la batalla del lago Trasimeno. Al parecer, su jefe Boduognato se había empeñado en su plan original, atacar el tren de suministros, aunque este no había aparecido detrás de la primera legión como esperaban. Por fin, en cuanto vieron cómo se acercaba escoltado por las dos legiones nuevas, dieron la señal de cargar y salieron de entre los árboles, pero no en tropel, sino organizados por unidades.
Del bosque al río había, como hemos dicho, apenas doscientos metros que los atacantes debieron cubrir en menos de un minuto. Desde la colina, César vio cómo un enjambre de enemigos bajaba hacia el Sabis entre gritos de guerra. Su caballería y su infantería, sin ofrecer tan siquiera una resistencia simbólica, huyeron despavoridos. Como dice César recurriendo a un polisíndeton muy expresivo para recalcar la celeridad de aquella ofensiva, «casi al mismo tiempo los enemigos fueron vistos en el bosque y en el río y ya ante nosotros» (BG, 2.19).
Normalmente, los generales romanos organizaban sus filas antes de la batalla. Aunque cada legionario sabía dónde debía acudir —allí donde se alzaba el estandarte de su unidad—, colocarse en posición siempre llevaba su tiempo.
Ahora no lo tenían. No hubo despliegue cuidadoso, ni sacrificios a los dioses ni arengas. «César tenía que hacerlo todo simultáneamente: levantar el estandarte para dar la orden de acudir a las armas, dar la señal con las trompetas, llamar a los soldados que se habían alejado en busca de material para el terraplén, formar las líneas, arengar a los soldados e indicar la contraseña» (BG, 2.20).
Se trata de un recurso estilístico que intenta comunicar una sensación de atropello y urgencia. En realidad, César no podía hacer todo esto a la vez con las seis legiones. Fueron los legados, cada uno de los cuales se había quedado al mando de su unidad, quienes improvisaron las órdenes.
Aun así, aquel ataque imprevisto sembró el caos. Lo admirable es que dicho caos no se convirtiera en terror y en una desbandada general que, en aquellos parajes tan frondosos y plagados de enemigos, habría significado la aniquilación del ejército romano. Quizá los legionarios eran conscientes de ello y supieron controlar el pánico. Por otra parte, hay que tener en cuenta que todas esas legiones, salvo las dos que venían por el río con el bagaje, poseían experiencia de combate contra enemigos muy duros.
Los soldados, siguiendo órdenes de sus centuriones, trataron de formar unidades que en muchos casos eran improvisadas: los hombres que se habían alejado para cortar leña se hallaban lejos de sus centurias, así que acudían allí donde veían enarbolarse el estandarte más cercano. Mientras tanto, César acudió primero al flanco izquierdo para arengar a la Décima a toda prisa —«¡Acordaos de vuestro antiguo valor y resistid el ataque!»—, y después se dirigió a otras unidades: ya que no podía organizar la defensa, al menos quería recordar a sus soldados que estaba allí, con ellos. Pues, por mucho que recalquemos el papel moral del general en combate, siempre nos quedaremos cortos.
Si el propio César cuenta esta batalla de una forma tan impresionista que se ha convertido en uno de los pasajes más célebres de su obra,[38] es porque él mismo tuvo grandes dificultades para percibir lo que estaba ocurriendo. A la rapidez con que se desencadenó la lucha se sumaba que aquel paraje estaba sembrado de bosques y de aquellos setos levantados por los nervios que ocultaban la vista en muchos sitios.
En el ala izquierda, las cosas empezaron bien para los romanos. La Novena y la Décima tuvieron tiempo de arrojar sus pila y cargar contra la tribu de los atrebates, a los que hicieron retroceder ladera abajo hasta el Sabis, donde mataron a muchos de ellos. Después cruzaron la corriente y siguieron luchando con éxito.
En el centro, la Octava y la Undécima rechazaron asimismo a sus enemigos, en este caso los viromanduos, y bajaron también al río. En la parte derecha quedaban la Séptima y la Duodécima. Allí fue donde atacó Boduognato con el grueso de los nervios, la élite de aquel ejército. Parte de sus hombres flanqueó a los legionarios por el lado izquierdo, que había quedado desguarnecido debido al avance de la Octava y la Undécima, y otra parte embistió de frente.
La situación era crítica. El campamento inacabado estaba a punto de ser tomado por el enemigo, que después podría cargar ladera abajo para atrapar entre dos frentes a las cuatro legiones que combatían junto al río. Rodeados y sin un lugar seguro al que poder retirarse, eso los habría condenado a todos sin remisión.
Los hombres del ala derecha de César se batían como podían, pero la presión de los nervios era tan fuerte que los soldados de la Duodécima estaban apelotonados y apenas podían maniobrar. El primipilo de aquella legión, Sextio Báculo, había recibido tantas heridas que ya no se tenía en pie. También cayeron muchos otros centuriones de la Duodécima, entre ellos todos los de la cuarta cohorte, que para colmo perdió su estandarte. Los soldados de las últimas filas, en lugar de apoyar a sus compañeros, estaban empezando a recular para apartarse de los proyectiles enemigos, un movimiento evasivo que era el preludio de una huida general.
Viendo que todo pendía de un hilo y que se hallaban al borde del desastre, César bajó del caballo, le quitó el escudo a un soldado de las últimas filas y se abrió paso entre sus hombres braceando hasta el frente. Allí, en medio de una lluvia de proyectiles, llamó por su nombre a los centuriones y ordenó a los soldados que dejaran de apelotonarse y abrieran las filas a derecha e izquierda para poder usar las espadas.
Al ver que su general compartía el peligro con ellos en una situación tan adversa, los legionarios de la Duodécima cobraron nuevos bríos y contuvieron el asalto de los nervios. Después, César ordenó que cerraran el hueco que los separaba de la Séptima para protegerse mutuamente la retaguardia, y la batalla se equilibró en lo alto de la colina.
¿Qué ocurría entretanto con las legiones bisoñas que escoltaban la impedimenta? Al ver en dificultades a sus camaradas, acudieron en su ayuda, sorprendiendo a los nervios por un flanco. Al mismo tiempo, Tito Labieno, que había trepado por la loma situada al otro lado del Sabis hasta tomar el campamento enemigo, vio desde las alturas los apuros que corrían César y las dos legiones del flanco derecho. Sin perder tiempo, reorganizó a sus hombres, los hizo bajar al río, cruzarlo de nuevo y atacar la retaguardia del enemigo. Aquel refuerzo subió el ánimo de todo el ejército romano tanto que la caballería y la infantería ligera volvieron a la refriega, e incluso los sirvientes que se encargaban de la impedimenta se unieron a ella.
En cuestión de minutos, los nervios se encontraron rodeados. No obstante, siguieron combatiendo mientras una fila tras otra caía, y los últimos supervivientes trepaban sobre las pilas que formaban sus compañeros muertos para disparar desde arriba. Como ocurría siempre al final cuando la situación se decantaba por un bando, la batalla se convirtió en matanza.
Al final, lo que anduvo al borde de ser una derrota desastrosa se transformó en una de las victorias más renombradas del ejército de César. Este, sin embargo, no pudo ocultar que había cometido una imprudencia que estuvo en un tris de provocar la aniquilación de ocho legiones. No es que en su texto se criticara a sí mismo ni reconociera error alguno, sino que la mera narración de los hechos resultaba lo bastante elocuente como para que cualquier oyente o lector de los Comentarios con experiencia militar comprendiera lo que había ocurrido.
Después de la batalla, las mujeres, ancianos y niños refugiados en las ciénagas enviaron emisarios para pedir la paz a César. Este podría haberlos convertido en esclavos, pero se apiadó de ellos; era la famosa clemencia de César, que sabía manejar como buen político para obtener réditos. No obstante, no todo debía de ser cálculo, ya que los indicios sugieren que no era nunca más cruel de lo que la situación requería. Incluso un autor tan hostil hacia él como Dión Casio decía: «César era de naturaleza bastante razonable, y no se dejaba llevar fácilmente por la furia» (38.11). Aunque enseguida añade que, pese a que no permitía la ira lo dominara nunca, sabía aguardar su oportunidad para vengarse sin que las víctimas de su futura revancha lo sospecharan.
En este caso, César perdonó a los supervivientes de los nervios, y además ordenó a las tribus limítrofes que no aprovecharan su debilidad para atacarlos. Según los informes de los propios nervios, de sus sesenta mil guerreros únicamente habían sobrevivido quinientos. Aquella batalla, en palabras del mismo César, había llevado al pueblo de los nervios al borde de la destrucción.
Curiosamente, este comentario brinda una pista de que César redactaba sus Comentarios entre campaña o campaña. Si en el invierno del 57-56, mientras narraba la espectacular batalla del Sabis, creía que los nervios habían sido prácticamente aniquilados, tres años después comprobaría que no era así, cuando esa tribu atacó un campamento romano. César podría haber vuelto atrás sobre su texto para retocarlo, pero no lo hizo: puede que no se acordara de sus palabras, o que le diera cierta pereza desplegar el segundo rollo de sus Comentarios para buscar el pasaje en cuestión. Corregir en la Antigüedad era una tarea mucho más penosa que hoy día, obviamente.
La única tribu belga que se resistía era la de los atuatucos, que se habían refugiado en una fortaleza. Se decía de ellos que eran los últimos descendientes de los cimbrios y teutones al sur del Rin. Ahora, al ver cómo los romanos construían máquinas de guerra para asaltar sus murallas, se burlaron de ellos desde el parapeto preguntando cómo hombres tan bajitos y pequeños esperaban llevar hasta arriba una torre tan pesada. «Pues la mayoría de los galos desprecian nuestra corta estatura por comparación con el gran tamaño de sus cuerpos», explica César. La gran altura de los celtas y, sobre todo, de los germanos era un tópico entre los autores clásicos. Eso no significa que no fuese cierto: hay cualidades opinables, como el valor o la inteligencia, pero la estatura no es una de ellas.
Altos o no, cuando los atuatucos vieron que aquella enorme mole se ponía en movimiento entre traqueteo y rechinar de ruedas, les entró el pánico y se apresuraron a rendirse. César les exigió que le entregaran las armas y ellos las arrojaron por encima de la muralla con gran estrépito.
Aunque aquella pila de lanzas y espadas era muy alta, los atuatucos se habían guardado la tercera parte de su armamento. Por la noche, esperando pillar desprevenidos a los romanos, salieron del fuerte y los atacaron durante la tercera guardia. Pero los centinelas dieron la alarma, y se libró una batalla en la oscuridad en la que perecieron cuatro mil atuatucos. Los demás se retiraron a la fortaleza.
No les sirvió de nada. Al día siguiente, los romanos atacaron. Esta vez los arietes tocaron el muro, lo que significaba que los defensores, que además habían traicionado la palabra dada, quedaban a disposición del vencedor. Como escarmiento para otras tribus, César vendió como esclavos a todos los supervivientes. Los compradores le informaron de que eran cincuenta y tres mil. Un porcentaje de los beneficios iba a parar a los soldados y mandos, pero la parte del león se la quedaba César, que campaña a campaña veía cómo su fortuna aumentaba. En cualquier caso, no era un hombre aficionado al dinero per se, sino a las influencias que podía ganar gracias a él, y lo gastaba casi a la misma velocidad con que lo ingresaba.
Cuando las noticias de sus victorias sobre los belgas llegaron a Roma, el senado decretó quince días de festejos para dar gracias a los dioses. Jamás se habían concedido tantos, ni siquiera a Pompeyo, lo que demuestra el temor que sentían los romanos por galos y germanos y el prestigio que otorgaban a los éxitos militares contra aquellos gigantescos bárbaros del norte. Incluso muchas tribus del otro lado del Rin enviaron emisarios al procónsul para aliarse con él y entregarle rehenes. De las tres partes de la Galia que él mismo había enumerado, César podía considerar que había pacificado dos, Bélgica y la Galia habitada por celtas.
EL CONVENIO DE LUCA
Durante la ausencia de César, Roma no había sido precisamente una balsa de aceite. En un capítulo anterior ya conocimos a Publio Clodio, el personaje que provocó un escándalo colándose en la fiesta de la Bona Dea en casa de César y motivó que este se divorciara de su mujer.
Los triunviros, para asegurarse su posición y recuperar la popularidad entre los ciudadanos, recurrieron a Clodio a sabiendas de que era un elemento muy difícil de controlar. Clodio concurrió a las elecciones de tribuno y fue elegido para el año 58.[39] Apenas entró en el cargo, Clodio presentó una lex frumentaria para restaurar los repartos de trigo a la plebe urbana. En este caso, los ciudadanos humildes no tenían que pagar ni siquiera el precio que había fijado en su momento Cayo Graco, sino que se les entregaba el grano gratis. Por supuesto, los optimates pusieron el grito en el cielo clamando que iba a arruinar a la República.
Su segunda actuación fue legalizar de nuevo los collegia, una especie de gremios o colegios profesionales que habían sido prohibidos en el año 64 por las actividades delictivas que llevaban a cabo en muchos casos. Después, Clodio organizó varios de esos colegios y les repartió armas, convirtiéndolos en grupos paramilitares que le servían de escolta y con los que a partir de ese momento dominó las asambleas populares por la fuerza. Sus bandas utilizaban una amplia gradación de medios de intimidación con los rivales de Clodio: los abucheaban, les arrojaban excrementos encima, tiraban piedras contra las ventanas de sus casas o las incendiaban, y si hacía falta los acuchillaban en los callejones.
El siguiente blanco de Clodio fue Cicerón, al que detestaba. El tribuno hizo aprobar una ley que condenaba a destierro a cualquier exmagistrado que hubiese ejecutado sin juicio a ciudadanos romanos. Su objetivo era el orador, que cuatro años antes había hecho matar a varios miembros de la conspiración de Catilina.
Cicerón alegó que había actuado siguiendo el senatus consultum ultimum, y trató de recurrir a la ayuda de Pompeyo. Al comprobar que sus esfuerzos eran inútiles, optó por lo más prudente y se autoexilió a Macedonia. Eso no lo salvó de las iras de Clodio, que hizo aprobar una ley para confiscarle sus propiedades e incitó a sus secuaces a incendiar la mansión del orador en el Palatino, así como otras villas que tenía en el campo.
Uno de los opositores más significados al triunvirato ya estaba fuera de circulación. Pero aún seguía Catón. Era demasiado popular para actuar de la misma manera contra él, de modo que Clodio presentó un plebiscito por el que se arrebataba Chipre al rey egipcio Ptolomeo Auletes y se convertía en provincia romana. Para organizar la anexión, propuso que se nombrara gobernador a un ciudadano incorruptible. ¿Quién mejor que Catón, el austero guardián de las costumbres? Catón no tuvo más remedio que aceptar y partió a Chipre. Era una patada hacia arriba para librarse de un rival incómodo.
Aquello molestó a Pompeyo, porque se trataba una injerencia en los asuntos de Oriente, que consideraba su finca particular. Poco después, Clodio volvió a ofenderle cuando organizó la huida de Tigranes, hijo del otro Tigranes rey de Armenia, que se hallaba como rehén en casa de Pompeyo.
Pompeyo comprendió que Clodio no le convenía como aliado y trató de ganarse el favor de Cicerón proponiendo que se revocara su exilio. El tribuno, como era de esperar, vetó la moción. Un par de meses más tarde, un esclavo de Clodio trató de matar a Pompeyo. En realidad, fue más una farsa que un auténtico intento de asesinato, pero sirvió para amedrentar a Pompeyo, que se refugió en su mansión y no volvió a actuar en público durante el resto del año.
Demostrando que era, en efecto, incontrolable e impredecible, Clodio se revolvió también contra César y propuso anular todas las leyes aprobadas por este durante su consulado. ¿Que eso podía extenderse también a la adopción que lo había convertido en plebeyo y, gracias a eso, en tribuno? A Clodio le dio igual.
Mientras llevaba a cabo sus campañas en la Galia, César recibía noticias de todo lo que ocurría en Roma. Al comprobar que Clodio le había salido rana, se puso en contacto con Pompeyo para conseguir entre ambos el regreso de Cicerón. A estas alturas, ya en el año 57, Clodio era de nuevo un ciudadano privado, pero sus collegia, auténticas bandas de gánsteres, seguían sembrando el terror en la ciudad e impedían cualquier votación que a él no le conviniera.
Pompeyo decidió recurrir al mismo expediente y apoyó a dos de los nuevos tribunos, Sestio y Milón. Este último, especialmente, organizó sus propias bandas, en las que había muchos exgladiadores.
Mientras la sangre corría por las calles de Roma con toda impunidad,[40] en verano se propuso de nuevo el regreso de Cicerón. Clodio intentó impedirlo, pero sus matones fueron contrarrestados por los de Milón y la propuesta se aprobó. El 4 de septiembre del 57, Cicerón regresó a Roma y fue recibido como un triunfador.
El beneficiario de la vuelta de Cicerón no fue César, sino Pompeyo. A propuesta del orador, se aprobó un decreto por el que se otorgaba a Pompeyo un mandato de cinco años como procónsul. Resultaba un tanto irregular, porque no era para ninguna provincia en concreto, sino para asegurar el abastecimiento de trigo a la ciudad. Pero en caso de necesidad otorgaba a Pompeyo imperium sobre cualquier gobernador provincial…, incluido César en la Galia.
Gracias a eso, Pompeyo volvió al candelero y recuperó popularidad en Roma. A cambio, Craso se sentía celoso de él. A decir verdad, César era el único vínculo entre los dos prohombres, que sentían una profunda antipatía mutua.
Aquel triunvirato extraoficial parecía a punto de romperse. Amén de los roces de Pompeyo y Craso, el creciente prestigio de César no agradaba a Pompeyo, que se consideraba a sí mismo el hombre más grande de Roma. ¿Quince días de acción de gracias cuando a él solo le habían concedido diez? ¿Dónde se había visto algo así?
Aprovechando su vanidad y sus celos, los optimates no dejaban de verter veneno en sus oídos, e incluso le sugerían, como hizo un tal Terencio Culeón, que se divorciara de Julia. Siempre habían despreciado a Pompeyo, un advenedizo del Piceno que había empezado su carrera política sin pasar por el senado. Pero pensaban que a él lo podían controlar mejor que a un patricio como César, de modo que no vacilaban en utilizarlo. Para ello contaban con la mejor herramienta posible: el propio ego de Pompeyo, que era desmesurado.
César era consciente de todo lo que pasaba, e intervenía desde la distancia empleando las riquezas obtenidas en la Galia para sobornar a todo aquel futuro tribuno o magistrado que lo apoyara. Lo que más le preocupaba era que se acercaba el momento en que su mandato se iba a acabar. Cuando eso ocurriera, se convertiría en ciudadano privado cinco años antes de que las leyes de Sila le permitieran presentarse de nuevo al consulado.
Era tiempo más que de sobra para que sus enemigos intentaran juzgarlo y condenarlo, o incluso asesinarlo. César quería una nueva prórroga de su mandato para sentirse más tranquilo. Con tal fin, convocó a Craso a un encuentro en Rávena, una ciudad situada a orillas del Adriático en la provincia de la Galia Cisalpina. Después se reunió con Pompeyo al otro lado de la península, en la pequeña ciudad de Luca, en la costa del mar Tirreno, asimismo dentro de su provincia.
¿Estaba Craso presente en la reunión de Luca? No se sabe a ciencia cierta; pero, en cualquier caso, César habló por su boca, pues le interesaba que los tres llegaran a un acuerdo. Como resultado, Pompeyo y Craso accedieron a presentarse juntos al consulado del año 55. Ambos estaban legalmente capacitados, ya que había transcurrido una década y media desde su anterior consulado conjunto.
César debía contribuir con dinero y votantes a su campaña. A cambio, los nuevos cónsules lo apoyarían para ampliar cinco años su cargo en la Galia. Ellos mismos, cuando dejaran de ser cónsules, recibirían mandatos proconsulares también por cinco años y podrían controlar grandes ejércitos y conquistar nuevas provincias. Quien más interés tenía en esto último era Craso, que envidiaba los logros de sus dos socios y anhelaba el triunfo que se le había negado tras su victoria sobre Espartaco.
En la práctica, el acuerdo de Luca significaba que durante los próximos años prácticamente todas las fuerzas militares de Roma estarían bajo el mando de tres hombres tan solo. Y a juzgar por cómo se había comportado Pompeyo en el pasado y por cómo actuaba en el presente César, dirigiendo las operaciones en la Galia sin consultar con el senado, esas fuerzas obedecerían exclusivamente a los intereses de los triunviros.
Cuando poco a poco se fueron revelando los términos de este acuerdo, muchos senadores se horrorizaron. A Cicerón no le hacía ninguna gracia la situación, pero comprendió que debía doblegarse como una caña al viento si quería sobrevivir política y tal vez físicamente. En mayo del 56, poco después de la reunión de Luca, pronunció un discurso alabando a César por sus conquistas en la Galia. Por fin, dijo, un general se decidía a llevar la guerra a las tierras de los bárbaros en lugar de esperar sus ataques a la defensiva como habían hecho siempre los romanos. ¡Aquello no lo había hecho ni el gran Cayo Mario!
El argumento no era tan descabellado, pues hay que recordar la psicosis colectiva que despertaba la amenaza celta y germana entre los romanos. Merced a la combinación de las presiones de Pompeyo y Craso y la afamada retórica de Cicerón, al final César consiguió lo que quería. No solo se le prorrogó el mando por cinco años más, sino que el senado se comprometió a financiar las legiones que el procónsul había reclutado por su cuenta.
En cuanto a Pompeyo y Craso, también obtuvieron lo que deseaban: ser elegidos cónsules. No sin problemas, cierto es. El magistrado que debía presidir los comicios, Léntulo Marcelino, se negó a aceptar sus candidaturas por estar fuera de plazo. Cuando llegó el momento de las elecciones, se produjeron disturbios callejeros tan graves que hubo que aplazarlas. Obviamente, detrás de esos tumultos estaban los triunviros.
Ya en enero, cuando Léntulo había vuelto a ser ciudadano privado, se llevaron a cabo las elecciones y el interrex nombrado para supervisarlas permitió que Craso y Pompeyo se presentaran. Tras nuevas irregularidades y actos de violencia —uno de sus rivales, Domicio Ahenobarbo, fue agredido—, ambos resultaron finalmente elegidos.
Aparte de las normas dictadas a favor de César, Craso y Pompeyo apenas legislaron. Al acercarse el final de su mandato, se les atribuyeron como provincias proconsulares Hispania y Siria. En el sorteo —por llamarlo de alguna forma—, la primera le correspondió a Pompeyo y la segunda a Craso. Este se sentía tan impaciente por conseguir la gloria militar que ni siquiera esperó a que terminara el año para abandonar Roma, y en noviembre del 55 partió hacia Oriente para organizar una gran campaña contra los partos.
En cuanto a Pompeyo, le bastó con saber que disponía de legiones fieles en Hispania, y se dedicó a gobernar la provincia desde Roma. En sentido estricto, desde los suburbios de Roma, porque como procónsul no podía atravesar el recinto del pomerio. Pero eso no suponía ningún óbice, porque cuando era necesario el senado se reunía en el Campo de Marte para que Pompeyo pudiera asistir.
LA GUERRA NAVAL DE CÉSAR
En el ínterin, César no había permanecido inactivo. Tras la reunión de Luca, partió hacia Iliria, la provincia que más abandonada tenía. Mientras estaba allí, a finales de la primavera del 56, le llegaron malas noticias de la Galia. El informe provenía de Publio Craso, hijo de su compañero triunviro y uno de los oficiales más capacitados de César, el mismo que le había salvado los muebles en la batalla contra Ariovisto.
El joven Craso y sus tropas estaban invernando en la orilla norte del río Loira, no lejos del Atlántico. Los pueblos del lugar se habían sometido a los romanos y les habían enviado rehenes. Pero cuando Craso despachó como emisarios a Quinto Velanio y Tito Silio para pedirles grano, los vénetos, la tribu más poderosa de la Bretaña francesa, los aprisionaron. Después le dijeron a Craso que, si quería volver a ver a esos hombres, les devolviera sus propios rehenes. Y, por supuesto, que se olvidara de las provisiones y del pacto de sumisión. No contentos con eso, los vénetos incitaron a la rebelión a otras tribus vecinas, como los osismos y los coriosolitas.
César comprendió que no podría derrotar a aquellos enemigos de la misma forma en que había vencido a helvecios, germanos o belgas. Al igual que los atenienses del siglo V, los vénetos basaban su influencia en la región en que poseían una flota muy poderosa, y además controlaban los escasos puertos de aquella costa tan poco acogedora. Siendo un pueblo marinero, César sabía que no querrían enfrentarse en campo abierto contra sus legiones. Por otra parte, le era imposible cortar sus líneas de suministro para obligarlos a combatir por la pura fuerza del hambre, ya que podían recibir provisiones por mar desde otros lugares de la Galia o desde Britania, isla con la que mantenían un floreciente comercio.
A sabiendas de que esta campaña iba a resultar diferente, César despachó mensajeros para ordenar que se construyera una flota en el río Loira y que se reclutaran marinos, pilotos y remeros en la Provincia. Asimismo impartió instrucciones a sus legados: Craso debía llevar doce cohortes a Aquitania para evitar que sus habitantes mandaran refuerzos a los galos; Labieno seguiría controlando a los belgas y vigilando la frontera de Rin con el fin de impedir invasiones germanas; y el legado Titurio Sabino se dirigiría a Normandía para atacar a los coriosolitas y otras tribus locales.
César en persona tomó el mando de las demás tropas y atacó a los vénetos en su territorio, situado en los alrededores del golfo de Morbihan, una especie de mar interior no muy lejos de los famosos megalitos de Carnac.
La campaña, como había previsto, resultó desesperante. Los poblados de los vénetos solían estar situados en promontorios o penínsulas casi inexpugnables. En este punto, César habla de las mareas para sus lectores y oyentes itálicos, puesto que en el Atlántico son mucho más fuertes que en el Mediterráneo. Con pleamar resultaba imposible acercarse a pie a las fortalezas de los vénetos; pero si se intentaba acceder con trirremes y la marea retrocedía, las naves se quedaban estancadas en los bajíos.
Para contener esas mareas, los ingenieros de César construían enormes terraplenes. Esta ingente tarea, no obstante, acababa siendo inútil: en el momento en que los vénetos veían que sus fortalezas estaban a punto de ser asaltadas, recogían sus posesiones y sus víveres, se embarcaban con ellas y sus familias y se dirigían a otro poblado.
Así transcurrió el verano de una forma harto frustrante para César, que aguardaba la llegada del grueso de la flota que se estaba construyendo en el Loira. Sin embargo, los combates con las pocas naves de guerra de las que disponía le hicieron sospechar que cuando llegaran las demás iba a tener problemas.
Los romanos estaban armando su flota al estilo griego y fenicio, con trirremes y quinquerremes de bordo bajo, más adecuados para el Mediterráneo que para el Atlántico. En cuanto se levantaba una marejada más fuerte, el agua inundaba la cubierta. Además, los barcos romanos dependían para maniobrar de los remos; pero manejar estos de forma coordinada era una tarea complicada que se convertía en imposible si las aguas se picaban y los bandazos hacían que buena parte de los remos azotaran el aire en lugar del agua.
En cambio, los navíos de los vénetos se desplazaban usando únicamente las velas, y tenían costados tan altos que era imposible tomarlos al abordaje; además, sus tripulantes podían disparar cómodamente desde arriba contra los enemigos. Por otra parte, sus cascos estaban fabricados con planchas de roble tan resistentes que los espolones de los barcos romanos apenas les hacían cosquillas.
En general, debido a que estos navíos tenían que soportar el embate de los vientos y las olas del Atlántico, toda su construcción era más sólida, con velas de cuero y no de lino y con grandes anclas atadas por cadenas en lugar de por sogas. Otra ventaja adicional era que, a pesar de la altura de sus bordos, esos barcos tenían el fondo prácticamente plano, por lo que podían navegar por aguas muy someras en las que los trirremes y quinquerremes embarrancaban.
A finales del verano apareció por fin la flota del Loira, mandada por Décimo Bruto. Al verla, los vénetos decidieron plantar batalla, puesto que se sentían en su elemento, y se hicieron a la mar en la bahía de Quiberón con su propia armada, formada por doscientos veinte barcos.
Como ya hemos dicho, las tácticas de abordaje o embestida, las únicas que se practicaban en el Mediterráneo desde hacía siglos, resultaban inútiles contra los sólidos navíos de los vénetos. Pero César y sus hombres le habían dado muchas vueltas a la cuestión y habían comprendido que aquellos barcos tenían un único punto débil: dependían por completo del viento. Por eso habían fabricado larguísimas pértigas provistas de hoces afiladas en sus extremos, parecidas a las llamadas falces murales que se utilizaban en los asedios para arrancar piedras de las murallas.
Cuando se trabó el combate y las naves de vénetos y romanos se acercaron unas a otras, los hombres de César empezaron a extender esos largos ganchos por encima de sus bordas para alcanzar las jarcias que sostenían las velas. Una vez que hacían presa, tiraban con fuerza o directamente ciaban —remaban hacia atrás, para entendernos— y cortaban los aparejos.
Poco a poco, la batalla se decantó a favor de los romanos ante los ojos de César, que observaba desde la costa igual que Jerjes había hecho en Salamina, aunque con más suerte. Con las jarcias cortadas, las velas caían flácidas y las naves de los vénetos se quedaban paradas. Los barcos romanos las rodeaban como pirañas y sus hombres tendían escalas para abordarlas como si fueran murallas.
Cuando los vénetos vieron que varios de sus barcos sufrían este destino, intentaron retirarse. Pero en ese momento dejó de soplar el viento —empezaba a caer la tarde—, y los trirremes y quinquerremes romanos pudieron alcanzar a los veleros que tantas veces los habían burlado. Muy pocos navíos vénetos lograron escapar.
Después de más de diez horas de lucha, la flota romana había alcanzado una sufrida victoria. César pudo añadir a su hoja de méritos, cada vez más extensa, que había prevalecido también en una batalla naval contra una tribu de expertos marinos, aunque él no hubiese participado personalmente en la acción.
Sin su flota, a los vénetos no les quedó otro remedio que rendirse. Pero como se habían rebelado después de intercambiar rehenes y además habían retenido como prisioneros a oficiales romanos, César decidió darles un escarmiento ejemplar. Todos sus líderes —los miembros de un consejo equivalente al senado romano— fueron decapitados, y a los reliquos, «los restantes», se los vendió como esclavos. No está claro si el término se refiere a toda la población o a los varones en edad de combatir. En cualquier caso, se trató una represalia muy dura, que autores como Luciano Canfora encuentran «muy poco edificante». Como señala este mismo autor en su biografía de César (p. 105), la victoria sobre los vénetos y el final de su flota cambiaron el equilibrio geopolítico de toda esa zona del Atlántico e hicieron posible que César empezara a pensar en ir todavía un paso más lejos para invadir Britania.
El año acabó bien para los intereses romanos: Craso sometió Aquitania y Sabino acabó con la rebelión más al norte, en Normandía. El mismo César terminó la campaña anual sojuzgando a los morinos y los menapios, que habitaban en la costa belga y el paso de Calais.
A estas alturas, las intenciones de conquista de César no eran un secreto para nadie. Sus campañas los habían llevado a él y a sus legados a rodear toda la Galia. Tan solo habían perdonado el centro, más poblado y próspero, seguramente con la esperanza de que tribus tan importantes como los carnutos o los arvernos pidieran alianza a Roma sin recurrir a la guerra.
EL CRUCE DEL RIN
El 55 era, como ya hemos visto, el año del segundo consulado de Pompeyo y Craso. Para esa campaña, César había previsto cruzar el canal de la Mancha y actuar contra los britanos, con el pretexto de que habían enviado ayuda a los galos en sus luchas contra Roma.
Pero en invierno, mientras planeaba la expedición desde la Galia Cisalpina y de paso mantenía un ojo puesto en Roma, le llegaron malas noticias del norte. Dos tribus germanas, los téncteros y los usípetes, acababan de invadir la Galia. Era la vieja historia de las migraciones forzosas: los suevos los habían echado de sus tierras y ellos habían cruzado el Rin para expulsar a su vez a los menapios.
Cuando llegó la primavera, César se dirigió a la Galia y convocó una reunión de los principales caudillos celtas con el fin de pedirles grano y tropas de caballería. Después reunió a sus tropas y se dirigió al norte para abortar la invasión, que se había extendido al territorio de los eburones. Estos eran vasallos de los romanos, así que César ya tenía su casus belli.
Por el camino le llegaron enviados de los germanos para explicarle que habían cruzado el Rin por obligación. También le solicitaron tierras para instalarse y se ofrecieron como aliados.
César contestó que no estaba en su mano permitir que se quedaran en la Galia, pero que a cambio podía ayudarlos a asentarse en la orilla oriental del Rin, en los territorios de la tribu germana de los ubios. Juntos, los dos pueblos tal vez podrían resistir el acoso de los suevos.
Los enviados germanos pidieron tres días para regresar con sus tribus y reflexionar. En el ínterin, le rogaron que se quedara donde estaba y no siguiera avanzando. César se negó, según él mismo explica, porque sabía que el grueso de sus jinetes estaban lejos de allí, saqueando el territorio de los menapios, y sospechaba que los embajadores únicamente querían ganar tiempo a la espera de que su caballería regresara.
Las legiones siguieron su marcha hasta detenerse a unos veinte kilómetros del campamento principal de los germanos. Allí se encontraron con los mismos enviados, que volvieron a pedir a César que se quedara allí y les concediera tres días de plazo mientras despachaban embajadores a los ubios. César volvió a desconfiar, pero les respondió que avanzaría tan solo seis kilómetros más para tener acceso a agua potable.
Poco después, la caballería de César, formada por cinco mil galos, tuvo un encontronazo con los ochocientos jinetes que guardaban el campamento germano. Pese a tal desproporción, los germanos mataron a más de setenta galos y pusieron en fuga a los demás.
Cuando vio llegar a su caballería en desbandada, César comprendió que no le quedaba más remedio que luchar, pues era evidente que los germanos tan solo querían ganar tiempo, y así se lo explicó a sus oficiales. «Evidente» desde su punto de vista, claro está. Los críticos de César alegan que los germanos querían realmente un acuerdo y que la supuesta derrota de su caballería no había sido más que una pantomima destinada a disponer de un pretexto para atacar.
Es difícil o imposible saber la verdad. Como ya hemos comentado, por alguna razón, la caballería germana sembraba el terror entre los galos pese a que sus monturas tenían menos alzada. Lo cierto es que César confió en ella para su escolta personal: germanos eran los jinetes que combatieron en Farsalia años más tarde y también los que se llevó a Egipto.
Al día siguiente llegó una nueva embajada germana a pedir disculpas por el ataque. En esta ocasión venían en ella los principales caudillos de los téncteros y los usípetes. César se frotó las manos al ver que todo el alto mando enemigo se ponía a su merced, y ordenó a sus hombres que aprisionaran a los germanos. Aquella era una violación del derecho de gentes equivalente a la que habían cometido los vénetos el año anterior. Pero César se sentía indignado por la doblez de los germanos, o al menos eso dijo a todo el que le quiso oír o leer. Además, aunque no lo reconociera abiertamente, no dejaba de pensar que no era lo mismo detener a unos embajadores romanos que a otros bárbaros.
A continuación, César hizo formar a sus legiones en tres columnas y se dirigió a marchas forzadas contra el campamento enemigo, que ni de lejos estaba tan fortificado como un castra romano. Aquello no fue una batalla, sino una masacre, pues los germanos estaban desprevenidos y sin jefes. Los que no quedaron tendidos en el terreno huyeron, dejando atrás todas sus pertenencias.
La noticia no tardó en llegar a Roma, y no precisamente por la versión de César. Cuando se supo en el senado, Catón se levantó y dijo que César había cometido un crimen de guerra al detener a los embajadores. La única forma de evitar que los dioses castigaran a Roma por ese sacrilegio era entregar a César a los germanos para que hicieran con él lo que quisieran, igual que se había obrado con el cónsul Mancino en Numancia en tiempos de sus bisabuelos.
Para los historiadores críticos con César, aquella fue una villanía que manchó para siempre su historial. Luciano Canfora resume algunas posturas en su obra Julio César. Un dictador democrático, desde las que lo inculpan por aquella matanza a las que la pasan por alto o, desde un punto de vista nacionalista italiano, defienden a César por «inculcar en estas regiones un sano temor a las armas romanas». El propio Canfora, aunque también sea italiano, es bastante crítico aquí con César, como en otros pasajes.
Según Plutarco, en aquella masacre murieron cuatrocientos mil germanos. La cifra, como suele ocurrir en estos casos, no se sostiene. Calculando rápidamente, cada soldado del ejército de César habría tenido que matar al menos a diez personas, algo más que improbable en una época en que se daba muerte en general con armas blancas, tan cerca que uno podía ver las pupilas de su víctima. Incluso los Einsatzgruppen de Hitler (los comandos que buscaban y asesinaban a judíos durante la Segunda Guerra Mundial), pese a que utilizaban armas de fuego, acababan sufriendo tal desgaste psicológico por su infame tarea que los nazis tuvieron que buscar otras soluciones más eficaces, como las tristemente célebres cámaras de gas.
Por otra parte, es imposible, por muchas razones, que cientos de miles de germanos se hacinaran en un solo campamento. Lo más que podemos asegurar, así pues, es que César descabezó literalmente a los usípetes y téncteros al detener a sus cabecillas, que atacó uno de sus campamentos causando una gran mortandad y que el resto de los germanos debieron de dispersarse y regresar al otro lado del Rin.
Tras esta victoria moralmente tan cuestionable, César decidió cruzar el Rin. Los ubios, el pueblo germano aliado con los romanos, propusieron al procónsul llevarlo al otro lado del río con sus barcos. Pero él se negó, pues, aparte de que no acababa de fiarse, no le parecía apropiado para «su dignidad ni la del pueblo romano» (BG, 4.17), y decidió construir un puente.
César se extiende durante un par de capítulos en la descripción de aquel puente, pues en su obra considera tan importantes las proezas de sus ingenieros como las de sus soldados: estos domaban a los enemigos y aquellos a la misma naturaleza, un adversario aún más poderoso. Se cree que el puente se construyó en el curso medio del Rin, al norte de Coblenza y al sur de Andernach, en una zona donde el río medía entre trescientos y cuatrocientos metros de ancho.
En tan solo diez días los pontoneros lograron terminar la obra. El ejército romano cruzó por primera vez el Rin, dejando guarniciones de defensa en ambos extremos del puente. Al otro lado se extendían las tierras de los sigambros, donde se habían refugiado las tropas de caballería de los usípetes y téncteros que no habían llegado a entrar en combate. César había exigido a los sigambros que les entregaran a aquellos jinetes, y ellos habían respondido con algunas bravatas. Ahora, al ver que las legiones eran capaces de cruzar el río, todos pusieron pies y cascos en polvorosa.
César se dedicó durante unos días a saquear las tierras de los sigambros, quemar sus aldeas y apoderarse de sus cosechas (es de suponer que no le habrían dejado demasiado que rapiñar antes de huir). Después viajó al territorio de los ubios, a los que prometió ayuda si volvían a verse presionados por los suevos. Fueron los ubios quienes le informaron de que precisamente los suevos habían convocado a todos sus guerreros en el corazón de los bosques, dispuestos a librar una batalla decisiva contra los romanos.
Por el momento, César no tenía intención de enfrentarse a ellos ni entretenerse más allá del Rin. Había cumplido sus objetivos, que eran limitados. Además, estaba pensando en dar otro golpe de efecto con Britania antes de que el tiempo empeorara demasiado e impidiese la navegación. Por eso, tras dieciocho días en Germania volvió a cruzar el río y ordenó destruir el puente para que ningún invasor pudiera utilizarlo.
¿Por qué había cruzado César el Rin? No se trataba de una expedición de conquista, sino de una exhibición de poderío, destinada a demostrar a los germanos que era mejor para ellos quedarse en sus tierras y no entrar en la Galia, ya que César podía invadirlos cuando le viniera en gana. También era un golpe de efecto publicitario destinado a sus conciudadanos: mal que le pesara a Catón, aquella campaña de castigo contra los germanos tuvo buena prensa en Roma. César había sido el primer general romano en penetrar en el territorio del enemigo más temido, ¡y justo durante el consulado de Pompeyo y Craso!
Para comprender cómo veían los romanos lo que estaba ocurriendo en el norte, es revelador este fragmento del discurso de Cicerón Sobre las provincias consulares (34), que el gran orador pronunció en la época en que su relación política con César era buena:
Hasta ahora, padres conscriptos, de la Galia solo poseíamos el camino de entrada. Todo el resto de ella estaba en poder de pueblos que o bien eran hostiles a nuestro imperio, o traicioneros, o desconocidos, o a todos los efectos salvajes, bárbaros y belicosos. […] Mas por causa del poder y el número de esas tribus nunca antes habíamos guerreado contra todas. Siempre nos hemos limitado a reaccionar cuando nos atacan. Ahora por fin se ha conseguido que el límite de nuestro imperio y el de aquellas tierras sea el mismo.
He puesto en cursiva el adjetivo «desconocidos», incognitis, para subrayar su lugar entre otros claramente negativos como «traicioneros» o «salvajes». Nosotros, que hace muchas generaciones que no vemos Terra ignota escrito en ningún mapa, no podemos comprender la inquietud que siembra en el espíritu la amenaza de lo que no se conoce, ese umbral oscuro del que puede brotar cualquier cosa, y que para los romanos se identificaba con los bosques y ciénagas del norte. Ahora que César y sus legiones cruzaban el Rin, por primera vez la luz iluminaba aquella zona sumergida en la niebla de guerra, que dejaba de ser desconocida y, por tanto, podía empezar a ser controlada.