VIII
LOS PRINCIPIOS DE CÉSAR
FAMILIA Y CARÁCTER
Como sugiere su segundo nombre, Cayo Julio César pertenecía a la gens Julia. Los miembros de esta estirpe decían remontarse a Julo, otro nombre de Ascanio, el hijo de Eneas y nieto de Venus. Estos Julios no se instalaron en Roma con Rómulo, sino que llegaron a la ciudad después de que el tercer rey, el belicoso Tulo Hostilio, destruyera Alba Longa (precisamente fundada por Julo).
Era un linaje patricio que, por tanto, gozaba de gran prestigio, pero que no desempeñó un papel tan importante en la República como los Cornelios, los Claudios o los Emilios, por poner algún ejemplo.
Dentro de esa estirpe había una rama, la de los Césares, que es la que nos interesa. No se sabe en qué momento apareció este cognomen, pero el primer personaje conocido que lo llevó fue Sexto Julio César, pretor en el año 208.
Sobre el origen del nombre César corrían diversas historias. Algunos aseguraban que uno de la familia nació tras haber sido «cortado», caesus, del vientre de su madre.[31] Otros lo relacionaban con el sustantivo caesaries, «cabellera»; algo que no dejaba de ser una ironía para nuestro personaje, puesto que César empezó a quedarse calvo bastante pronto y siempre trató de disimularlo como pudo. Incluso un texto tardío, la Historia Augusta, relataba que el primero que llevó sobrenombre de César se lo ganó por matar a un elefante, pues en lengua bereber el nombre para este paquidermo era caesai. En este mismo pasaje se presenta otra conjetura: que el primer César tuviera los ojos caesi, esto es, de un azul celeste, pues el adjetivo deriva de la misma raíz que caelum, «cielo» (Historia Augusta, Elio, 2).
Como se ve, una larga historia para un nombre que, a su vez, ha engendrado sus propios descendientes, como el término «césar» en español, Kaiser en alemán o Tzar en ruso. De todas estas hipótesis, la que parece más probable es la relativa a la cabellera, pues era muy frecuente que el cognomen o tercer nombre proviniera en origen de una característica física, que en ocasiones era también un defecto: Estrabón, «bizco»; Rufo, «pelirrojo»; Bruto, «pesado»; Calvo, lo mismo que en español; Cicerón, «garbanzo» (¿por culpa de una verruga tal vez?).
La familia se había dividido a principios del siglo II en dos ramas. Ambas, para confusión de los lectores, se llamaban Julio César. Aquella de la que no descendía nuestro César tuvo algo más de éxito, con un cónsul en 157 y un pretor en 123. En la rama que nos interesa no hubo ningún cónsul hasta el año 91, en que recibió tal honor Sexto Julio César, probablemente el tío de Cayo Julio César.
Así pues, aunque no era propiamente un homo novus, César no procedía de una familia que pudiera garantizarle una carrera política tan exitosa como la que finalmente recorrió, sino de una situada, por así decirlo, en el segundo escalón del pódium. Aparte de su talento indiscutible —basta leer sus obras históricas para comprender que aquel hombre poseía una inteligencia penetrante y una gran claridad de ideas—, le ayudó mucho que su tía paterna Julia estuviera casada con Cayo Mario. En ese enlace, Julia ponía la sangre azul y Mario el poder y probablemente el dinero.
En cuanto a la madre de César, provenía de los Aurelio Cota, una familia plebeya que gracias a sus cuatro antepasados cónsules había entrado en la nobleza. Como era de esperar, se llamaba Aurelia. Era una mujer inteligente y culta, y de personalidad fuerte. Su papel en la educación de César y de sus hermanas (ambas llamadas Julia) tuvo que ser por fuerza importante, ya que su marido murió en el año 84 mientras se vestía, lo que hace pensar en un infarto fulminante o en un derrame cerebral. Casi dos siglos más tarde, el historiador Tácito elogió a Aurelia por encargarse personalmente de la formación de César, a diferencia de otros niños que se criaban prácticamente en manos de nodrizas.
César nació el 13 de quintil del año 100 a.C., un año redondo del que, obviamente, no podían ser conscientes en la época.[32] Era cónsul por sexta vez su tío Mario. Un año muy revuelto: cuando era todavía un bebé, se produjeron los desórdenes que acabaron con los asesinatos del tribuno Saturnino y del pretor Glaucia.
Por esta alianza política, César tendió siempre a alinearse con los llamados populares. Que se preocupara más por el bienestar de la plebe urbana que otros patricios puede deberse también al lugar donde se crió: no en el Celio o el Palatino, donde se levantaban las mansiones de los aristócratas, sino en la Suburra, un barrio popular situado entre la ladera sur del Viminal y la falda oeste del Esquilinio.
Allí residían muchos extranjeros, entre ellos una nutrida colonia de judíos, y también había bastantes casas de prostitución. La mayoría de los vecinos vivían en insulae, pero no da la impresión de que los padres de César se vieran obligados a alquilar una planta baja a modo de mansión como hizo Sila. Seguramente poseían una domus, una casa individual, aunque fuera modesta, que se encontraría rodeada de tiendas, tabernas y bloques de apartamentos.
Como hijo de una familia noble, César recibió una esmerada educación. Aprendió griego muy joven con un gramático liberto de origen galo llamado Marco Antonio Gnifo. Gnifo había estudiado en Alejandría y sin duda le habló de esa ciudad con la que con el tiempo César tendría una relación tan especial. Más tarde, César perfeccionó sus conocimientos de la lengua helena en Atenas y Rodas. En sus primeros tiempos, como tantos otros jóvenes de la élite, compuso ejercicios literarios, entre ellos un elogio de Hércules en verso y una tragedia titulada Edipo.
La mayoría de los aristócratas romanos hacían carrera en el ejército, aunque en las postrimerías de la República ya no era la única forma de ascender en política: poseer una buena oratoria y hacer de abogado en procesos judiciales eran otra buena forma de alcanzar reputación. De esa manera logró destacar Cicerón, al que el dios Marte no había dotado con grandes virtudes militares.
César, que sí las poseía, se ejercitó desde muy joven, como tantos otros romanos, en el Campo de Marte, la explanada situada entre la ciudad y la curva del Tíber. Allí practicó natación y aprendió a manejar las armas y a montar a caballo. Su dominio de la equitación le permitía cabalgar a pelo y con las manos a la espalda incluso a galope tendido.
Físicamente César era alto, de piel blanca, complexión delgada, facciones afiladas como si las hubieran tallado a cincel y ojos negros y penetrantes. Algunos autores aseguran que su salud era delicada; pero viendo cómo compartía las marchas de sus soldados bien pasados los cuarenta e incluso los cincuenta años, está claro que por naturaleza o por entrenamiento poseía una gran resistencia física. Ello se debía en parte a que era un hombre de costumbres moderadas, que ni comía ni bebía en exceso. Otra cosa era que con la edad padeciera de problemas concretos como dolores de cabeza, insomnio e incluso ataques de epilepsia, que sin embargo debían de ser poco frecuentes (y es posible que en realidad fueran lipotimias o ataques de migraña).
Debido a lo famoso e influyente que llegaría a ser, sabemos más cosas de él que de otros personajes antiguos, aunque no tantas como nos gustarían. Poseía atractivo y procuraba explotarlo, pues era muy coqueto. Se afeitaba y cortaba el pelo a menudo, y también se depilaba el vello corporal. Su estilo vistiendo era muy personal. En lugar de llevar la túnica de manga corta habitual en los demás senadores, él usaba otra prenda de manga larga con ribetes a la altura de las muñecas. Además, llevaba el cinturón más suelto de lo habitual.
Por influencia de su familia y, sobre todo, de su tío Mario, César se relacionó desde el principio de su carrera con las tendencias populares. De niño estuvo prometido a Cosutia, una joven cuya familia pertenecía al orden ecuestre y tenía mucho dinero. Pero en el mismo año en que murió su padre, el 84, rompió este compromiso y se casó con la hija de Cinna, que a la sazón era cónsul por cuarta vez consecutiva. Como correspondía a una mujer de la familia de los Cornelios, ella se llamaba Cornelia, y con el tiempo alumbró a la única hija de César. A estas alturas, a los lectores no les sorprenderá que esa niña se llamara igual que la tía de César y sus dos hermanas, Julia.
El matrimonio de César y Cornelia obedecía a causas políticas. En aquel momento había quedado vacante el puesto de flamen dialis o sumo sacerdote de Júpiter,[33] que solo podía desempeñar un patricio y que gracias a Cinna se le ofreció a César. Este cargo suponía un gran honor, pero conllevaba a cambio muchos tabúes y limitaciones. Uno de ellos era que el flamen dialis debía casarse para toda la vida por el ritual conocido como confarreatio, que únicamente podía unir a patricios. Puesto que Cosutia era plebeya, no resultaba adecuada para este matrimonio. De paso, se sellaba la alianza entre Cinna y el sobrino del difunto Mario.
Para un joven de dieciséis años este sacerdocio suponía un gran honor, pues el cargo le permitía llevar un lictor y sentarse en el senado. A cambio, las restricciones que implicaba le cortaban las alas de una futura carrera política. El flamen dialis era depositario de un poder mágico y tenía que evitar cualquier cosa que pudiera deteriorarlo. Simbólicamente se manifestaba por el apex, un gorro que más parecía un casco puntiagudo atado bajo la barbilla. También debía vestir en toda ocasión un manto tejido por su propia esposa, y no podía llevar un solo nudo en la ropa.
Algunas restricciones eran comprensibles, como la de no tocar cadáveres ni asistir a entierros, pues la muerte siempre comportaba una impureza. Otras resultaban más extrañas: tenía prohibido montar a caballo, comer pan sin levadura, no se le podía poner delante una mesa que no tuviera comida, le tenía que cortar el pelo un hombre libre con una cuchilla de bronce… En teoría, tampoco debía desempeñar una magistratura, aunque el último flamen dialis, Cornelio Mérula, había llegado a cónsul; pero no se le había asignado ninguna provincia, ya que no le era lícito salir de la ciudad ni una sola noche, como tampoco ver hombres armados.
Como se ve, a poco habría llegado César con este cargo. Pero por el momento no estaba mal. Al fin y al cabo, su padre únicamente había alcanzado el segundo escalón, el de pretor. ¿Cómo vaticinar qué conseguiría su hijo?
Un año después de la boda de César, Sila desembarcó en Brindisi, y al año siguiente, tras la crítica batalla de la puerta Colina, entró en Roma y empezaron las purgas políticas. A esas alturas, Cinna ya había muerto. César, siendo su yerno y además sobrino político de Mario, resultaba un candidato perfecto para ver su nombre en las infames proscripciones.
A su edad, César no podía haber participado realmente en las luchas intestinas de los últimos años. No obstante, eso no servía de excusa, pues las proscripciones afectaban también a los descendientes. Si de entrada César se salvó probablemente se debió a que nadie codiciaba su casa de la Suburra —recordemos a Quinto Aurelio viendo su nombre en una lista y diciendo: «¡Ay de mí! Mi finca en Alba me ha matado»—. También a que su familia, pese a las inclinaciones populares de los últimos tiempos, no dejaba de ser un antiguo linaje patricio y tenía buenas agarraderas.
Pero Sila no estaba dispuesto a permitir que César continuara casado con la hija de Cinna, un personaje al que aborrecía, de modo que le exigió que se divorciara de ella.
Y César se negó.
Considerando la situación, el valor del joven no deja de ser admirable. Sila se había convertido en una especie de Stalin de la época (salvando las distancias). Nadie se atrevía a oponerse a él. Pompeyo, por ejemplo, se había separado de su esposa estando embarazada para casarse con una hijastra de Sila; claro que, en este caso, el divorcio y posterior matrimonio comportaban ventajas políticas que a César no se le ofrecieron. De todos modos, el dictador ante el que tantos se doblegaban debió de quedarse estupefacto cuando aquel jovenzuelo prácticamente imberbe se atrevió a plantarle cara.
¿Por qué se arriesgó de esa manera César? Puede ser que estuviera en su forma de ser, que amara sinceramente a su esposa Cornelia o que consideraba que el matrimonio per confarreationem era indisoluble y si lo rompía incurriría en la ira de los dioses.
Las represalias de Sila contra César fueron inmediatas: le confiscó la herencia de su padre, la dote de su mujer y lo despojó del cargo de flamen dialis, que no había llegado a ejercer (en esto seguramente le hizo un favor para el futuro). Y, por supuesto, su nombre apareció escrito en las listas malditas.
Una cosa era ser testarudo y otra suicida. César se marchó de Roma y se dirigió a las montañas del país de los sabinos. Pero todos los lugares se hallaban atestados de soldados licenciados por Sila y, aunque en la época no hubiera Internet, no resultaba fácil para un miembro de la nobleza pasar desapercibido. César se trasladaba cada noche a un escondrijo diferente para no caer en manos del dictador. Para colmo, contrajo la malaria, que era endémica de aquellas tierras. Aquejado por las fiebres, un esbirro de Sila llamado Cornelio Fagites lo encontró. César tuvo que pagar a aquel hombre dos talentos, un buen dineral, para que fingiera no haberlo visto.
Mientras tanto, los contactos de César en la ciudad imploraron por él. Entre ellos se hallaban las vírgenes vestales, custodias del fuego sagrado de la ciudad, y un hermano de su madre, Aurelio Cota.
No eran malas influencias: Sila no solo le perdonó la vida, sino que consintió en que llevara una carrera pública, a diferencia de los hijos de otros proscritos. Se cuenta, eso sí, que ante la insistencia de sus allegados exclamó: «¡Habéis ganado! ¡Quedaos con él! Pero quiero que sepáis una cosa: ese al que queréis salvar como sea será la perdición para el bando de los optimates que habéis defendido conmigo. ¡Pues César solo vale como muchos Marios!».[34]
Por supuesto, es posible que esta última frase sea el típico añadido de la tradición posterior, igual que esta otra: «Tened cuidado con el chico del cinturón flojo».
LA JUVENTUD DE CÉSAR
César había salvado la vida por el momento, pero era lo bastante sensato para saber que no convenía tentar a la fortuna, esa aliada de Sila, así que se marchó de Roma.
Ahora que ya no tenía que cumplir con los tabúes del sacerdocio, nada le impedía emprender una carrera militar. Con diecinueve años se alistó bajo el mando de Marco Termo, propretor en la provincia de Asia, y sirvió cerca de él como uno de sus contubernales. El término se aplicaba a los legionarios que compartían una tienda y formaban una especie de pelotón, pero también a los jóvenes de la aristocracia que acompañaban a un general a modo de séquito, le ayudaban en todo lo que les mandara y así iniciaban su aprendizaje para convertirse en futuros mandos.
Marco Termo estaba asediando la ciudad de Mitilene, en la isla de Lesbos, que tras las Vísperas asiáticas todavía no había vuelto al redil romano. César, como Sila, tenía carisma y encanto personal, de modo que el propretor decidió encargarle una misión diplomática. César viajó a Bitinia para pedir a Nicomedes que, como amigo y aliado del pueblo romano, enviara a Termo barcos de guerra para terminar el asedio.
César cumplió bien la misión. Demasiado bien para su reputación. Entabló tanta amistad con Nicomedes que empezaron a correr rumores de que se había convertido en su amante. Estos comentarios se adornaron con el tiempo con detalles como que César le había servido de copero en un banquete delante de invitados romanos o que había dejado que unos soldados lo llevaran a la alcoba de Nicomedes, le pusieran un vestido púrpura y lo acostaran en un lecho dorado esperando al rey.
Aquello era un escándalo para los romanos. No porque se tratara de relaciones homosexuales, sino porque se suponía que César había adoptado claramente un papel pasivo que únicamente correspondía a mujeres o a esclavos.
Las hablillas lo persiguieron toda su vida. Sus propios soldados hacían chistes sobre el tema, y al celebrar el triunfo sobre los galos cantaban:
César conquistó las Galias, pero Nicomedes conquistó a César.
¡Mirad cómo ahora triunfa César por someter a las Galias,
mientras que no triunfa Nicomedes, que sometió a César!
Es imposible saber si había algo de verdad en los comentarios sobre esta relación. Se juntaban demasiados tópicos: un rey —los romanos aborrecían a los reyes—, que además reinaba en Oriente —todos los orientales eran unos afeminados—, y para colmo César llevaba el cinturón flojo, mangas largas como una mujer y se depilaba todo el cuerpo. En mi opinión, no era más que un rumor propalado por sus enemigos. No sería extraño que César hubiera mantenido a lo largo de su vida relaciones que podríamos calificar de homosexuales, pero que desde el punto de vista romano serían activas y, por tanto, no menoscababan su virilidad.
Pullas aparte sobre su presunta relación con el rey de Bitinia, la sexualidad de César fue un asunto muy comentado en su tiempo. Tenía un gran gancho con las mujeres. Estuvo casado tres veces, pero eso no cuenta tanto como su número de amantes. La más conocida de ellas fue Servilia, nieta de Servilio Cepión, el general derrotado en el desastre de Arausio al que acusaban de haber robado el oro de Tolosa. Servilia era la madre de Marco Junio Bruto, uno de los conjurados de los idus de marzo. César sentía un gran aprecio por el joven, lo que hizo que se llegara a comentar que en realidad era su hijo natural. Algo más que dudoso, porque cuando nació, César solo tenía quince años (Servilia era mayor que él).
Amén de su prolongada relación con Servilia, César parecía sentir un placer especial en acostarse con mujeres de otros senadores, y lo hizo con las de Gabinio y sus socios de triunvirato, Craso y Pompeyo. Su romance con Cleopatra es bien conocido, y más tarde todavía tuvo uno con Eunoe, la esposa del rey Bogud de Mauritania.
Sus amoríos con romanas casadas no nos hablan solo de la sexualidad del propio César, sino de la de esas mujeres. Las esposas de los nobles pasaban gran parte del tiempo sin sus maridos, ya que estos podían ausentarse de Roma durante años enteros para desempeñar puestos en el extranjero. A finales de la República, para escándalo un tanto hipócrita de los moralistas, muchas de esas mujeres gozaban de bastante libertad y tomaban la iniciativa en asuntos sexuales. La anécdota de Valeria arrancando una pelusa de la toga de Sila nos habla de una sociedad en la que las mujeres también usaban sus recursos para «ligar», por usar términos actuales. La obra El arte de amar de Ovidio, escrita no mucho después del final de la República, no es otra cosa que un manual de seducción para ambos sexos. Personalmente, me agrada saber que en la sociedad romana las mujeres gozaban de una libertad mucho mayor de la que tenían, por ejemplo, en la Atenas clásica.
Por terminar con esta digresión sobre el sexo y los sexos en una historia donde las mujeres desempeñan un papel tan callado, no me resisto a copiar el retrato que hace Salustio de una mujer noble de la época, porque ofrece una visión de aquellas cualidades que a la vez atraían y asustaban a un hombre como él:
Entre estas mujeres se contaba Sempronia. […] Por su linaje y su belleza, así como por su marido y por sus hijos, era bastante afortunada. Estaba instruida en la literatura griega y latina, sabía tocar la lira y bailaba con más elegancia de lo que una mujer decente necesitaría, y también poseía otros dones que sirven como herramientas de la sensualidad. […] Era tan apasionada que seducía a los hombres más a menudo de lo que la seducían a ella. […] Ciertamente, poseía cualidades extraordinarias: sabía escribir versos, hacer bromas, mantener una conversación seria, relajada o incluso pícara; poseía, en fin, mucha gracia y un gran encanto.[35]
Volviendo a la controvertida misión de César en Bitinia, finalmente llevó a Lesbos las naves que Termo le había pedido. Gracias a ellas los romanos pudieron lanzar el asalto contra la ciudad. En el combate, César se destacó tanto que se le concedió la corona cívica, condecoración trenzada con hojas de roble que se otorgaba a quien salvara la vida de otro ciudadano camarada. No valía hacerlo en cualquier circunstancia, sino matando al enemigo que amenazaba al ciudadano y manteniendo el terreno sin retroceder.
Se valoraba tanto a quien poseía la corona cívica que, cuando aparecía en unos juegos o una festividad religiosa, todos, incluso los senadores, se levantaban en señal de respeto. Obviamente, esto hacía que el condecorado llamara mucho la atención en las reuniones públicas y que empezara a ser conocido por los demás ciudadanos; algo que le venía muy bien a alguien como César que quería hacer carrera política ante los votantes.
Tras la caída de Mitilene, César continuó sirviendo en Oriente. En el año 78, se encontraba en Cilicia, al servicio del gobernador Servilio Vatia. Cilicia seguía siendo una región infestada de piratas, y Vatia había recibido la orden de combatir contra ellos.
Fue entonces cuando César se enteró de que Sila había fallecido. «Muerto el perro, se acabó la rabia», debió de pensar, y se trasladó a Roma.
Además de las hazañas militares, otra forma de hacerse conocido para ascender en política era participar en juicios, como abogado o acusador. No es que existiera la abogacía profesional realmente. Quienes actuaban como abogados lo hacían gracias sobre todo a su habilidad como oradores, aunque también era importante que conocieran el laberinto de leyes que constituían el derecho en Roma.
En su origen, el término advocatus, «persona a la que se llama», se aplicaba a cualquiera que ayudase a otro en negocios o cuestiones legales, incluso haciendo de testigo. El papel más parecido al de nuestros abogados correspondía al del llamado patronus. Sus clientes realmente no lo contrataban. Si eran ciudadanos romanos, le pedían como un favor personal que los ayudara en el juicio, y si no eran ciudadanos le rogaban que los representara.
Al no ser profesionales, a los abogados no se les permitía cobrar por sus servicios; algo que habría sido impensable, por otra parte, en miembros de la élite que veían recibir un salario como algo servil. Sin embargo, es evidente que quien hacía de patronus por un cliente algo sacaba a cambio, bien fuera bajo cuerda o bien en forma de favores posteriores.
Los juicios de la época eran auténticos espectáculos que se celebraban en dos estrados permanentes erigidos en el Foro o en las basílicas cercanas. El público asistía en gran número para admirar las facultades oratorias de los participantes. Los discursos podían ser muy largos, tanto que cuando Pompeyo fue cónsul intentó limitar los alegatos de la defensa a solo tres horas y los de la acusación a dos.
Pero ¿la gente se entretenía con estas cosas?, podríamos preguntarnos hoy día. Pues sí. Para los antiguos el poder de la palabra era casi mágico. Así lo demuestra que en griego el mismo adjetivo deinós que significaba «temible, espantoso», indicando algo que producía estupor, se aplicaba también a los oradores hábiles debido al trance que provocaban en sus oyentes. Por otra parte, hay que tener en cuenta que la gente disponía de menos actividades con las que divertirse.
César empezó su carrera en el Foro actuando contra un partidario de Sila, Cornelio Dolabela, al que acusó de haber extorsionado a los habitantes de Macedonia mientras había sido gobernador de la provincia. Aunque perdió el caso, el hecho de haberse enfrentado al abogado más famoso del momento, Quinto Hortensio —Cicerón todavía no era el número uno—, le reportó a César un enorme prestigio, y su discurso todavía se seguía leyendo para estudiarlo dos siglos después.
Curiosamente, otro de los defensores de Dolabela fue Aurelio Cota, tío de César, el mismo que había intercedido por él ante Sila. Eso no significa que estuvieran enfrentados. A veces, da la impresión de que los competitivos aristócratas romanos se tomaban estos procesos como un deporte. Aunque no lo era para los acusados: normalmente, la condena para alguien acusado de extorsión era el destierro.
César repitió después la jugada: clientes griegos contra otro partidario de Sila, Cayo Antonio Híbrida, que había aprovechado la guerra de Mitrídates para saquear sin escrúpulos. El procesado se libró de la condena únicamente porque tenía de su parte a varios tribunos de la plebe que interpusieron su veto y anularon el juicio.
Después de aquellos dos juicios, César decidió marcharse por segunda vez de Roma. Según Suetonio, lo hizo porque con sus acusaciones había despertado hostilidades entre gente poderosa. Otra razón quizá más convincente es que sus dos primeras intervenciones forenses le habían hecho comprender que necesitaba mejorar como orador. El mejor lugar para perfeccionar sus habilidades era Rodas, donde enseñaba el profesor más famoso de la época, Apolonio Molón, con quien también estudió Cicerón.
Sin embargo, cuando su nave pasaba junto a la pequeña isla de Farmacusa, a unos diez kilómetros de Mileto, fue atacada por piratas cilicios. La piratería era una plaga que en cierto modo se habían buscado los romanos al reducir o neutralizar el poder naval de grandes potencias como el reino seléucida, Macedonia o incluso Rodas, que durante mucho tiempo habían ejercido de gendarmes de los mares. Por otra parte, la exagerada demanda de esclavos de Roma e Italia había provocado que muchos piratas se dedicaran a la lucrativa profesión de atacar barcos y poblaciones costeras para raptar personas y venderlas en mercados como Delos.
En el caso de alguien como César, venderlo como esclavo no tenía sentido. Tratándose de un miembro de la élite, era mucho mejor pedir rescate por él. Los piratas liberaron a los acompañantes de César y los enviaron por diversos lugares de la costa para que reunieran un rescate de veinte talentos, casi medio millón de sestercios. El joven se carcajeó con desdén y dijo el equivalente en latín de «Usted no sabe con quién está hablando». Veinte talentos eran una miseria, les explicó: debían pedir por lo menos cincuenta por alguien como él.
Durante casi cuarenta días César permaneció en poder de los piratas, acompañado por dos sirvientes y un amigo, que al parecer también era médico. Durante ese tiempo se comportó como si los piratas fueran sus criados. Les mandaba callar cuando quería dormir, practicaba deporte con ellos, los usaba como audiencia para sus poemas y discursos y si alguno no apreciaba su arte lo llamaba «bárbaro analfabeto». A veces los amenazaba con ahorcarlos, algo que seguramente se tomaban a broma, pues parece que se llevaban bien con su prisionero y hasta lo admiraban, como si sufrieran un síndrome de Estocolmo invertido.
Por supuesto, la única fuente posible de esta historia es el mismo Julio César, así que los detalles que más lo realzan a él conviene tomarlos con un poco de escepticismo o, como dirían los latinos, mica cum salis. Pero si hay dos cosas que demuestran todos los hechos de César desde el momento en que osó oponerse a la voluntad Sila es que jamás le faltaron seguridad en sí mismo ni audacia.
Los amigos de César reunieron el rescate recurriendo a las élites y a los dirigentes de las poblaciones costeras, que al fin y al cabo dependían de Roma. Para evitar que los secuestradores se quedaran con el dinero y mataran al prisionero, los piratas dejaron en las ciudades que aportaban los fondos sus propios rehenes, que debían ser liberados cuando César estuviera sano y salvo. Como se ve, existía cierto código de honor en estas transacciones.
Una vez libre, César viajó a Mileto. Allí equipó barcos con hombres armados, se dirigió a la isla donde lo habían tenido prisionero y capturó a los piratas junto con el rescate y el resto del botín de sus depredaciones. Al hacerlo así actuó como privatus; no era algo tan raro considerando que Pompeyo había obrado de igual manera reclutando nada menos que tres legiones para Sila.
La historia no lo cuenta, pero es de suponer que César devolvió los cincuenta talentos a las ciudades que habían puesto dinero para su rescate, descontando los gastos de armar esa pequeña flota. A los piratas se los llevó a Pérgamo, y exigió a Marco Junco, gobernador de Asia, que los ejecutara. Este gobernador, por cierto, se encontraba en Bitinia, donde el rey Nicomedes, presunto amante de César, acababa de morir legando su reino a Roma.
Junco no se mostró por la labor, ya que, en un curioso giro de las cosas, pretendía actuar a su manera como un pirata vendiendo a los prisioneros o cobrando rescate por ellos. César se negó a compincharse con él, regresó a Pérgamo e hizo crucificar a los piratas tal como les había prometido. Pero como se había llevado bien con ellos, para ahorrarles largas horas de agonía hizo que les cortaran el cuello. Este pormenor lo refiere su biógrafo Suetonio como ejemplo de la famosa clemencia de César, aunque en otros muchos pasajes de Los doce césares no tiene el menor empacho en criticarlo con dureza (César, 74).
PRIMEROS HONORES
Después de este incidente, César llegó por fin a Rodas y estudió con Apolonio, tal como pretendía. Mientras estaba allí, Mitrídates volvió a las andadas y envió tropas a Asia con la intención de saquear y provocar una revuelta contra Roma. César, que tenía veintiséis años y seguía siendo un simple ciudadano privado, reclutó tropas entre las ciudades de la zona y rechazó a los invasores, que no debían de constituir un gran ejército. No obstante, la guerra contra Mitrídates que acababa de empezar se enconaría y complicaría en otros escenarios hasta prolongarse durante otros diez años.
En el 73, tras sus aventuras en Oriente, César regresó a Roma. Los miembros del colegio de pontífices, quince sacerdotes, lo habían elegido por cooptación para cubrir una vacante entre ellos, que precisamente era la de su tío Aurelio Cota. Eso demuestra que César tenía buenos contactos. Como solía ocurrir en la élite romana, sus tentáculos se extendían en diversas direcciones, y gozaba de amistades con algunos personajes cercanos al bando optimate y otros de tendencias más populares. Para el nombramiento de pontífice en concreto, la influencia de su madre Aurelia fue fundamental.
Este cargo no era algo meramente simbólico. Los pontífices eran los que organizaban el calendario. Como este era lunar, había que intercalar cada cierto tiempo meses adicionales. Esta decisión la tomaban los pontífices, por lo que dependía de ellos que el mando de un magistrado se prolongara más o menos tiempo. Asimismo ellos decidían cuáles eran los días fastos y nefastos, o sea, cuándo se podían celebrar asambleas y votaciones y cuándo no.
Además de obtener ese importante puesto, después de su regreso César fue elegido tribuno militar. Para su satisfacción, quedó el primero entre los veinticuatro votados por los ciudadanos. (En aquella época había muchos más tribunos a los que se nombraba directamente, ya que el número de legiones que se movilizaba era muy superior al de los primeros tiempos de la República).
Su tribunado coincidió con la época de la sublevación de Espartaco. Se ignora dónde sirvió César; pero, teniendo en cuenta que más tarde mantuvo una estrecha relación con Craso, es probable que lo asignaran a su plana mayor en la campaña contra los esclavos.
Después de aquello, César empezó su ascenso por los peldaños inferiores del cursus honorum, y resultó elegido cuestor para el 69. En ese mismo año falleció su tía Julia. Puesto que tanto su marido Cayo Mario como su hijo Mario el Joven estaban muertos, recayó en César, como pariente varón más cercano, la tarea de pronunciar un elogio fúnebre por la difunta. El pasaje más conocido de este discurso es aquel en el que el todavía joven cuestor presume del linaje de la hermana de su padre y, de paso, del suyo:
El linaje materno de mi tía Julia desciende de reyes, mientras que el paterno está unido a los dioses inmortales. Pues los Marcios Reges, cuyo nombre llevaba su madre, descendían de Anco Marcio, y los Julios de Venus, a cuya estirpe pertenece nuestra familia. Así pues, en nuestro linaje se reúnen la majestad de los reyes, que poseen el poder supremo entre los hombres, y la santidad de los dioses, bajo cuya potestad se hallan los propios reyes. (Suetonio, César, 6).
El pasaje está elegido con bastante mala intención. El autor que lo transmite es Suetonio, que suele criticar a César más a menudo que lo alaba y aquí insiste en relacionarlo con los reyes a sabiendas de lo mal visto que estaba aspirar a la corona entre los romanos. De hecho, ni en época del propio Suetonio los emperadores osaban utilizar el título de reyes para sí mismos a pesar del enorme poder que acaparaban.
Si bien es cierto que en este discurso César se permitió alardear de su linaje paterno, el elogio de su tía Julia tenía un objetivo político de más alcance. César manifestó cuál era cuando en el cortejo exhibió los trofeos militares del esposo de Julia, el gran Mario, y un actor se puso su imago o su máscara funeraria.
Era la primera vez que la imagen de Mario volvía a las calles de Roma después del triunfo de Sila, que había intentado borrar a su odiado enemigo incluso del recuerdo. A algunos asistentes partidarios de los optimates les desagradó aquella exhibición. Pero la mayoría de la gente guardaba más la memoria del vencedor de Yugurta y de los cimbrios y teutones que del anciano trastornado que había terminado sus días entregado a la violencia y el rencor. Sobre todo, Mario seguía siendo popular entre el pueblo llano, y por eso los aplausos que escuchó César fueron mucho más sonoros que los abucheos.
Elogiando a su tía y, sobre todo, sacando a la luz los trofeos de su tío político César hacía una declaración de intenciones: aunque se sintiera orgulloso de ser un Julio, descendiente de Venus, su verdadero capital político lo había recibido de su tío Mario, y estaba proclamando ante toda Roma que él era su auténtico heredero.
LAS MÁSCARAS DE LOS ANTEPASADOS
Las muertes de miembros de la familia, sobre todo si ya tenían cierta edad, suponían una ocasión para enaltecer a todo el linaje recordando las proezas de los antepasados. Estos participaban también simbólicamente, en la forma de actores que desfilaban llevando sus imagines. Dichas imágenes eran máscaras moldeadas con cera directamente sobre los rasgos de los difuntos. Después la cera se pintaba, o se sacaba una copia en otro material, y la máscara ya terminada se exhibía en el atrio de la casa en unos nichos o armarios dispuestos para tal fin. Debajo de cada máscara había un rótulo en el que se detallaban de forma meticulosa el nombre y los hechos del antepasado en cuestión.
Cuando llegaba el día de una fiesta especial o un nuevo funeral, los miembros de la familia o los allegados sacaban estas máscaras de sus nichos y las llevaban en el cortejo, como una fantasmal procesión que por unas horas venía del otro mundo para acompañar a los vivos. El derecho a poseer y exhibir estas máscaras, denominado ius imaginum, estaba restringido a las familias de la aristocracia que tenían entre sus antepasados algún miembro que hubiese desempeñado una magistratura curul: un cónsul, un pretor o al menos un edil curul.
Poco después de su tía Julia murió también su esposa Cornelia. César volvió a pronunciar un discurso funerario por ella, un honor más desusado para una mujer tan joven. A la gente le agradó que César se mostrara como un esposo amante, y a él le sirvió de paso para subrayar sus vínculos con su suegro Cinna, otro político popular.
Después de aquello, César viajó a Hispania Ulterior acompañando como cuestor al gobernador Antistio Veto. Debía de tener buena relación con él, porque años más tarde, siendo él mismo gobernador, eligió como cuestor al hijo de Veto. La misión principal de César fue recorrer la provincia y administrar justicia. Cumplió bien su labor, o al menos él lo pensaba así. Más de veinte años después, en un discurso del que he extraído la cita que aparece al principio del libro, César recordaría a los ciudadanos de Híspalis los favores que les había hecho y les reprocharía su ingratitud. Pues, como había hecho Pompeyo durante la guerra de Sertorio, él también procuró crear su propia red de amigos y clientes para el futuro.
Una anécdota muy conocida cuenta que César visitó el templo de Hércules en la ciudad de Gades y allí vio un busto de Alejandro Magno. Tras contemplarlo pensativo durante un rato, se lamentó de que a la misma edad que tenía él, algo más de treinta años, el macedonio ya había conquistado medio mundo conocido. En cambio, él no había hecho nada de provecho.
La historia es tan célebre que no he querido pasarla por alto, pero seguramente sea espuria. Exceptuando el caso de Pompeyo o en un pasado más lejano el de Escipión Africano, ningún romano podía esperar alcanzar la gloria como general a una edad tan temprana como Alejandro. César seguía su camino al paso que marcaban las leyes, consiguiendo las magistraturas suo anno, es decir, en la edad mínima estipulada.[36]
Al regresar de Hispania, César pasó algún tiempo en la Galia Cisalpina. Sus habitantes eran una mezcla de romanos, itálicos y celtas ya muy romanizados. Las poblaciones al sur del Po disfrutaban de la ciudadanía romana, mientras que al norte solo poseían la latina. Allí se estaban reclutando tropas para la guerra que se libraba en Oriente, por lo que los habitantes de esas comunidades estaban protestando para que se les concediera también la plena ciudadanía. César apoyó su causa, aunque las acusaciones de algunos enemigos de que incitó a la revuelta a los habitantes del lugar no resultan verosímiles. César nunca se sumó a una revolución violenta, aun cuando tuvo ocasiones de unirse a Lépido, a Sertorio o a Catilina. Si bien sus simpatías se inclinaban hacia el bando popular, él prefería hacer las cosas desde dentro del sistema. Sobre todo, no estaba dispuesto a embarcarse en las guerras de otro pudiendo librar las suyas propias.