5. Y Dios vio sus obras

El sol estaba más alto en el azul de Las Vegas, iluminando plenamente la ciudad, y las montañas del otro lado del horizonte parecían espectadores en un anfiteatro, reunidas para ver lo que deparaba el día: las proezas y los fracasos. El pastor Keith ya se había levantado, removía el azúcar de su café sentado a la mesa de su cocina, con la radio encendida y la cuchara tintineando contra el lateral de la taza mientras contemplaba la pared e intentaba imaginarse cómo explicaría lo que había decidido. En aquel momento el Coronel ya llevaba horas en su despacho. Tenía delante los últimos planos del vestíbulo de la torre central del Centro Babilonia, y estaba decidiendo dónde finalizar una línea que indicara hasta qué lugar se extendería el mostrador de recepción hacia el este, delante de las ventanas que daban al lago. Trazó una línea y la borró; volvió a trazar la línea y volvió a borrarla. A treinta metros por debajo de él, en la planta del casino, los asistentes a la convención hacían cola para tomar café, con sus identificaciones en el interior de una funda de plástico que les colgaba del cuello. Solo estaban abiertas unas pocas mesas de juego, pero en todas las columnas de tragaperras había un jugador o dos, probando suerte. En Summerlin, al oeste, los vecinos salían de puertas idénticas y recorrían un camino idéntico para recoger el periódico. En los refugios de Foresmaster, al norte, despejaban todas las camas, y todo el que se marchaba era informado de que tenía que llegar al menos con una hora de antelación si quería asegurarse de disponer de una cama cuando volvieran a abrir las puertas aquella noche. Cómo ocuparan el tiempo durante el día era cosa suya: al fin y al cabo, aquella era una ciudad como cualquier otra. En Estambul, Lindsey y Bonnie estaban delante de la Mezquita Azul cubiertas con sus chaquetas North Face a juego. En Ámsterdam, Max y Rafik jugaban al ajedrez en la casa flotante, y entre ellos se consumían unos porros mientras hablaban. En Nueva York era ya entrada la mañana. El tráfico de los puentes y los túneles se había despejado un poco, y en las aceras aparecían los que paseaban a su perro y las camionetas de venta de comida ambulante. Milim Oh, que residía en Cornell, visitaba a algunos pacientes como parte de su rotación de oncología. En las oficinas de Cunningham Wolf LLP, los abogados preparaban el acuerdo final entre la BBEC y Dyomax. En Spring Street, Brett mostraba un apartamento de un dormitorio a un divorciado de mediana edad, y para animarlo le entregaba la tarjeta del Gurú Phil. Becky y Danny hablaban por teléfono por segunda vez aquella mañana: formaba parte de una larga y dolorosa reconciliación o era la prolongación de una tortuosa ruptura. ¿Quién podía saberlo? Sylvia estaba sentada a su escritorio, revisando el anuncio a la empresa de su ascenso a vicepresidenta de Ellis-Michaels. Era lo que quería; se sentía feliz. Y Zoey evitaba trabajar en el artículo para Glossified que tenía que escribir poniendo al día su currículum, cosa que también posponía examinando el perfil JDate del hombre con el que se iba a ver por primera vez aquella noche. Era abogado, pero, por otro lado, hacía yoga.

Allá vamos otra vez, pensó Zoey.

Y a Judith y a Jonah un zumbido les abrió la verja de la Iglesia Nadie Tiene Mayor Amor. No les esperaban, pero Fernanda les dijo que el pastor los recibiría, y los acompañó hasta el sótano, donde habían colocado unas cuantas sillas para la clase semanal de inglés como segunda lengua. En aquel diminuto despacho con la pancarta de «¡JESÚS SALVA!», que Judith aún no había visto, el pastor Keith los saludó a ambos asegurándoles, como de costumbre, que eran bienvenidos. Solo que pareció ligeramente sorprendido al verlos juntos. Por las preguntas que les formuló, Jonah se dijo que esperaba que le pidieran que los casara. Pero no habían ido para eso.

Judith le devolvió los contratos que había firmado el día anterior, un poco arrugados de tanto pasearse por la carpeta de plástico. Le explicó quién era el propietario del Downtown Las Vegas Development Group, y cuál era su propósito, qué sería el Centro Babilonia y dónde estaría ubicado. Y entonces colocó sobre su escritorio un cheque por 876 000 dólares. Judith escuchó serenamente las objeciones del pastor, igual que había escuchado las de Jonah. Era lo menos que le debía, dijo cuando el pastor hubo terminado. Intentar comprar la iglesia tal como había hecho Judith había estado mal, y ella había sabido que estaba mal, y por eso había intentado hacerlo. Judith le dijo al pastor que eso era lo que sus padres habrían querido.

El pastor Keith se quedó mirando el cheque, colocado sobre el montón de papeles del escritorio, durante un buen rato.

—Esto es un milagro —declaró por fin, aunque Jonah no lo tenía tan claro—. Los milagros ocurren cada día. —Finalmente cogió el cheque y se lo metió en el bolsillo de su chaleco de lana, de una manera un tanto cansina, se dijo Jonah.

Cuando salieron, el día era aún más espléndido: el sol brillaba con más fuerza, y el azul oceánico del cielo se había vuelto más intenso. Y Jonah observó que docenas de personas ya estaban en la cola del comedor de beneficencia.

Regresaron al Aces High. Pasaron por el apartamento de Judith antes de ir a la iglesia. Ella permaneció sentada con la bolsa con sus cosas al lado, en la cama, mientras Jonah comenzaba a recoger la ropa de la cómoda y la metía en la maleta. Cuando abrió el último cajón, el hombre de la habitación de al lado volvía a gritar:

—¡Dios mío, que te jodan! ¡Cristo bendito, eres una puta zorra! ¡Que te jodan! ¡Maldita sea, que te jodan!

Jonah cerró el cajón.

—No lo entiendo.

—¿El qué? —preguntó ella.

Él se volvió para mirarla: estaba sentada en la cama, con las piernas, largas y delgadas, cruzadas.

—¿Qué pasará con esa iglesia? —preguntó.

—Que seguirá abierta.

—Sí, pero ¿cuánto tiempo? Quiero decir, que no va a parar el proyecto del casino, ¿o sí? Tampoco es que hayamos impedido nada, ¿verdad?

Ella reconoció la expresión desesperada de su cara.

—¿Quieres quedarte e intentar impedirlo? —Parecía una elección improbable, pero Judith descubrió que de pronto se encontraba en una posición opuesta a la de él: después de aquel día, estaba dispuesta a todo.

—Pero ¿qué sentido tendría impedirlo? —dijo Jonah levantando los brazos—. ¿Qué salvaríamos? Tiendas de empeños, edificios abandonados, y —le dio una patada a la cómoda— y, y una iglesia a la que nadie va…

—Hay cosas que vale la pena salvar aquí —le dijo Judith—. Hay cosas que vale la pena salvar en todo el mundo.

—Pero ahora todo ha terminado… y todo sigue ahí. ¿Cuál era el sentido… de todo esto?

—Yo estoy aquí, ¿o no? —contestó ella—. No todo ha terminado.

—¿Ah, no? ¿Qué pasa ahora, entonces?

—No lo sé —dijo ella. Y añadió, llena de esperanza—: Ya veremos.

Él se la quedó mirando: su pelo rubio rizándose, su tez pálida sin maquillaje, los ojos negros, su aire desgarbado, su nariz quirúrgicamente perfecta, su brillante inteligencia introvertida: todo su equipaje. ¿De verdad pensaba Judith que era tan simple? ¿Que los dos se irían juntos sin más? ¿Y qué se imaginaba que serían? ¿Una pareja? Él no había estado buscando ninguna nueva relación, ¿era eso lo que ella quería? ¿Sería suficiente, después de todo lo ocurrido? ¿Y cómo les iría? ¿Él acabaría decepcionándola? ¿Qué representaría eso? ¿Y si acababa igual que todas sus otras relaciones? ¿Y si las visiones impedían que su vida juntos fuera posible? ¿Tendría más visiones? Y si no tenía, ¿eso supondría un éxito o un fracaso? ¿Había cumplido los planes de Dios o no? ¿Y cómo podías estar seguro de que Dios tenía un plan? ¿Cuándo se interrumpió?

¿Cuándo lo supiste?