3. Judith del Mojave
Judith encendió la cámara de vídeo de la pantalla del ordenador que tenía sobre el escritorio para poder ver la imagen digital de sí misma, y la utilizó como espejo mientras se pintaba los labios de rojo. Le parecía un truco bastante inteligente hasta que vio que alguien lo hacía en una película que pasaban por televisión y que ya tenía cinco años. Otra manera de recordarle que había llegado tarde al mundo laboral. Apretó los labios, los introdujo entre los dientes, y los frunció como si se diera un beso a sí misma. Se miró la cara desde una perspectiva más general. Nunca se había considerado exactamente guapa con la nueva nariz y lo demás, pero a partir de las reacciones de gente que antes no le hacía ningún caso (hombres mayores, y jóvenes borrachos en los bares) se daba cuenta de que su aspecto había alcanzado una cualidad distinta. «Bien conjuntada» era quizá la descripción más idónea en ese momento.
Llamaron a la puerta de su despacho. Cerró el monitor de vídeo cuando un hombre asomó la cabeza.
—¿Estás preparada para echar el resto, Judy? —preguntó el hombre con una sonrisa típicamente empalagosa. Se llamaba Jerry Steadman; era uno de los abogados del Coronel.
Entró y cerró la puerta a su espalda. Tenía la boca de un vivo rojo y con una expresión desdeñosa, las mejillas gruesas, y una media corona de pelo castaño rojizo.
—No me acostumbro a verte detrás de una mesa —dijo con una risita. Giró la cabeza ciento ochenta grados, desde la pared desnuda que quedaba a la izquierda del escritorio de Judith hasta la pared desnuda de la derecha, pasando por la alfombra gris beige, y comentó—: Para haber sido decoradora, la verdad es que tu despacho no está muy decorado. —Ella podría haberle corregido diciéndole que no había sido decoradora, sino encargada de comprar arte, pero él ya lo sabía—. Contigo nadie se ganaría la vida pintando cuadros, eso seguro —añadió. Se acercó a su escritorio y le entregó una carpeta de plástico repleta de contratos—. No los pierdas, encanto. Y lo más importante, devuélvelos firmados. De hecho, si no los traes firmados, no vuelvas.
Como todos los abogados del Coronel, aquel hombre le parecía detestable, hipócrita, vengativo, hablador, mezquino y malvado. Judith se lo había comentado una vez al Coronel, después de pasar una noche con él: le preguntó cómo podía confiar en esa gente. El Coronel estuvo completamente de acuerdo —y de manera entusiasta— con su dictamen, y le explicó:
—No hace falta confiar en alguien que te cobra hasta la décima parte de una hora. Solo tienes que pagarle, y le dará por el culo a quien tú le digas.
Judith también comprendía que, para que el Coronel pudiera actuar de la manera en que lo hacía —y lo mismo se podía decir de cualquier promotor inmobiliario que operara en Las Vegas a gran escala—, necesitaba abogados como Jerry Steadman: personas que no se dejaban intimidar por las zonas legales ambiguas, sino que incluso disfrutaran con ellas.
Steadman se quedó delante del escritorio de Judith, tamborileando en el borde con los dedos.
—¿Todo preparado, pues? —le preguntó—. ¿Te has depilado las piernas, te has puesto medias limpias y le has dicho a tu compañero que no te espere levantado? —Le guiñó el ojo—. Metafóricamente hablando.
Por desgracia, Judith tenía que tolerar su condescendencia, su sonrisa misógina y sus insinuaciones apenas disimuladas. El Coronel le había encargado a Steadman que vigilara el «día a día» (una expresión bastante ingeniosa dado el nivel del argot corporativo, según Judith) del Downtown Las Vegas Development Group, la empresa inmobiliaria para la que ella en teoría trabajaba.
—No preveo ningún problema —dijo Judith.
—Mira, Judy, no te voy a mentir —dijo Steadman, uniendo las manos ceremoniosamente a la espalda—. Todos sabemos que al Coronel le gusta divertirse, pero ya no estás escogiendo cuadros para la suite de derrochadores del Golden Goose de Jackson, Misisipi. Para todos nosotros es un misterio cómo has acabado aquí. —Para ser justos, también era un misterio para ella por qué el Coronel la había escogido para ese proyecto en concreto. Deseaba con todas sus fuerzas creer que no era simplemente porque el Coronel pensara que la manera en que sus padres habían muerto le otorgaba una especie de credibilidad moral que resultaría útil a la hora de tratar con el cabeza de una iglesia—. Te das cuenta de que este es un negocio de miles de millones, ¿verdad? ¿Y que nadie quiere que todo se quede colgado por una puta iglesia?
—Ya está de acuerdo en firmar —contestó Judith.
—Ah, muy bien, con eso y con un trozo de papel de váter ya te puedes ir a cagar —dijo él con una carcajada—. La firma cierra el trato, cariño. Supongo que eso no lo aprendes en las clases de arte de Yale. —En el círculo del Coronel, todo el mundo estaba al corriente de sus antecedentes; incluso era posible que Jerry Steadman hubiera sido el que había compilado el dossier que abarcaba toda su vida.
En ese momento Judith se levantó.
—Gracias por los contratos. El coche me espera.
Jerry Steadman suspiró de manera dramática, resignado a su destino.
—Hazlo a tu manera —dijo Steadman—. Pero de un judío a otro, no quiero que la cagues. Detestaría ver a Judy Brooks, vicepresidenta del Downtown Las Vegas Development Group, convertirse de nuevo en la Judith Klein Bulbrook de antes. —Le sonrió con absoluta falsedad, pues eso era exactamente lo que deseaba. Algo del desdén que Judith sentía debía de asomarle en la cara, porque Steadman dijo—: Esa es mi chica. Ahora empiezas a parecer alguien que trabaja en el negocio inmobiliario de Las Vegas.
Cuando Steadman se hubo marchado, Judith se puso la chaqueta, cogió el bolso y los contratos, se dirigió el ascensor, y salió del anónimo edificio de oficinas de Henderson donde el grupo tenía la sede. El primer atisbo del fresco de la tarde ya tocaba el aire. Se abrochó la gabardina y se ciñó el cinturón, aunque no del todo por el frío.
El conductor del sedán que la esperaba le abrió la portezuela; Judith entró, colocó el bolso a un lado y los contratos sobre el regazo. Los aspectos comerciales de la industria inmobiliaria y de la industria del juego (nunca de las apuestas) habían resultado ser relativamente fáciles para ella; de hecho, para su sorpresa, los temas le parecieron fascinantes. Descubrió una atención casi talmúdica en la manera en que el Coronel había construido sus casinos. El Coronel había investigado el número exacto de pasos de los clientes desde el ascensor hasta las mesas de juego que maximizaban los ingresos; el tiempo medio, con la precisión de un minuto, que un jugador de tragaperras permanecía sentado delante de la máquina basándose en su perfil sociodemográfico y las prácticas específicas (la visita de un empleado del casino, un cupón de cinco dólares para el bufet) más eficaces para prolongar esa media. Lo que a ella más le costaba dominar, sin embargo, eran las dimensiones sociales del mundo laboral en que se había encontrado: la política, las maniobras y ese saldar cuentas a diario. No sabía cómo aprovechar la empalagosa amenaza de Jerry Steadman, ni el implacable desdén de la secretaria del Coronel; y en muchos aspectos eso parecía más importante que si tenía alguna idea o no de cómo se construía un casino.
Colocó las manos sobre la carpeta de plástico mientras el sedán salía a la I-515, rumbo al norte, hacia el centro. Sí, había llegado tarde al mundo laboral, pero nunca había sido lenta en aprender. La motivaba que aquel día hubiera tanta gente esperando su fracaso. Su éxito les demostraría algo.
El coche salió al North Las Vegas Boulevard, y desde ahí solo había un par de manzanas hasta la iglesia. Por cada manzana que pasaban ocupada por una tienda de licores tremendamente blindada, o un inhóspito almacén industrial, había otras dos en las que solo se veía un edificio de ventanas cubiertas con tablas o simplemente vacío. Casi toda la gente que veía en la acera eran indigentes, que permanecían en las esquinas en una actitud de espera, aunque Judith fingía no tener ni idea de qué esperaban. Gran parte de esa zona había sido oficialmente clasificada de ruinosa, y el Coronel pronto conseguiría los derechos para construir por la vía de la expropiación en interés público. Conseguir que esa zona se declarara ruinosa había constituido una tarea jurídicamente ingente —en la que ella no había participado—, pero le parecía bastante claro, con solo asomarse por la ventanilla, que algo en este barrio había fallado. Le había preguntado al Coronel si la comunidad había intentado impedir la construcción del Centro Babilonia. La satisfecha respuesta del Coronel había sido: «¿Qué comunidad?».
El coche llegó a las puertas de la iglesia. El conductor salió, llamó al timbre, y entró con el coche.
—No sé cuánto tardaré —le dijo Judith al chofer cuando salió.
—No pasa nada, señora Brooks —contestó el conductor con un fuerte acento ruso.
Judith cruzó el metro aproximado de aparcamiento que la separaba de la entrada de la iglesia, apretando los contratos contra el pecho. El cabeza de la iglesia, el pastor Keith D. Tolson, poseía autoridad legal para ceder la propiedad de esa iglesia y sus tierras: Jerry Steadman y su cohorte se habían asegurado. El comité directivo de la iglesia no se había reunido en una década, y en tales circunstancias el pastor poseía todos los derechos de disposición, según los estatutos de la iglesia. De todos modos, tan solo para asegurarse, habían obtenido discretamente firmas de los miembros supervivientes del comité directivo, que vivían en lugares tan lejanos como Delray Beach, Florida, y Hackensack, Nueva Jersey. El Downtown Las Vegas Development Group poseía los recursos para ser concienzudo. Judith empujó la puerta, sorteó el bloque de hormigón ligero y entró en la Iglesia Nadie Tiene Mayor Amor.
Judith ya había estado en la iglesia media docena de veces, y, como siempre, su impresión era de sorprendente vacuidad, una vacuidad que parecía retumbar contra todas las superficies blancas y desnudas. Se sentó en la primera hilera de sillas plegables y esperó. El pastor tenía un despacho en el sótano del edificio, pero no consideraba apropiado que estuvieran allí los dos solos.
—Quizá cuando esté usted casada —le había dicho el pastor, en una forma más suave de sexismo que la de Jerry Steadman, pero sexismo al fin y al cabo, se había dicho Judith.
Estaba nerviosa mientras esperaba, pero se dijo que eso le gustaba. Jerry Steadman era un hombre reprensible, pero no se equivocaba: había mucho en juego, para ella y para el Centro Babilonia. Aunque aquello no fuera más que una pequeña porción del inmenso proyecto de adquisición —que implicaba la expropiación en interés público de diversas propiedades, la compra directa de otras y la compra furtiva de bastantes más por parte del Downtown Las Vegas Development Group y otros testaferros—, la iglesia tenía su importancia. Al pastor le había llevado tiempo aceptar la idea de vender: y el tiempo apremiaba. Unos cuantos periodistas y unos cuantos políticos locales ya habían comenzado a observar que alguien se estaba apoderando de la propiedad inmobiliaria de la zona, aunque aún no se habían hecho a la idea de hasta qué punto ni de quién la estaba adquiriendo. Si había más demoras, las intenciones del Coronel serían conocidas por todos, y si eso ocurría antes de que él se asegurara toda la tierra que se había propuesto comprar, todo el proceso sería más difícil, y muchísimo más caro. El Coronel deseaba que la iglesia y todos los que se resistían quedaran tachados de la lista antes de final de año. Así que ella tenía que cumplir con su papel… a la hora de construir una ciudad.
Judith paseó la mirada por los listones que componían la cruz metálica de la pared. De niña siempre le habían gustado las iglesias, hasta el punto de que le preocupaba que pudiera haber algo sacrílego en ello, dado que entonces se identificaba con el judaísmo. Su madre la había tranquilizado: podía admirar la serenidad de un lugar, e incluso compartir la silenciosa reverencia que imponía en aquellos que entraban sin traicionar su propia religión. Su madre había sido una mujer que lo aceptaba todo, toleraba cualquier pensamiento y cualquier emoción que Judith expresara. Pero, claro, era poeta, reflexionó Judith.
En los últimos tiempos había descubierto que podía pensar así en sus padres: serena, a distancia, incluso con ironía. Así lo había hecho desde que regresara de Ámsterdam. Tampoco es que le hiciera sentirse orgullosa, aunque sí más fuerte. Estaba metida en un negocio de miles de millones, y sus colegas eran malvados y se aliaban contra ella, pero Judith podía enfrentarse a todos. Y lograr reducir esa cruz de la pared, esa iglesia —que ya no respiraba demasiados sentimientos, ni en un sentido ni en otro— a la nada. Había otro cambio que había observado desde su regreso de Ámsterdam. A veces sentía un ansia de venganza, una venganza que no tenía ningún objeto específico que pudiera identificar, pero que parecía apoderarse de ella, o ella sabía dominarla, mientras perseguía sus objetivos.
—Veo que está mirando esa cruz, señorita Brooks —dijo el pastor, de pie en la puerta de entrada, con su voz rasposa. Siempre llevaba uno de sus tres chalecos de lana, y le pareció que lo llevaba con sorprendente dignidad. (El Coronel había considerado esa idea tronchante cuando ella había intentado explicársela)—. Bienvenida —la saludó el pastor mientras le estrechaba la mano.
—Me alegro mucho de estar aquí —contestó ella, cosa que no era del todo falsa, reflexionó.
El pastor se sentó a su lado en la primera hilera de sillas.
—«Al que tenga sed, yo le daré del manantial del agua de la vida gratis», dice el señor, señorita Brooks.
—Ya le he explicado que soy atea.
—No he olvidado lo que me dijo —contestó él, suspirando por la nariz. Judith tenía que reconocerlo: ella nunca aflojaba, pero él siempre lo intentaba. El pastor se dio unos golpecitos con aire ausente en el semicírculo de pelo negro que le quedaba en torno a la nuca. Le habría sorprendido averiguar que ella una vez había tenido el pelo muy parecido al suyo.
—Tengo los contratos —dijo Judith, levantando la carpeta de plástico de su regazo—. Tardaremos un poco en repasarlos todos, así que quizá más vale que empecemos. —Él no contestó, se ajustó las gafas. Era propenso a reflexivos silencios; Judith había descubierto que lo mejor era esperar a que concluyeran solos.
Aunque el pastor ya sabía algunas cosas de Judith, era ella quien poseía un dossier de él. Había nacido en Carolina del Norte, era hijo de un ministro baptista, y había pronunciado sus primeros sermones de niño; a los veinte años ya era cabeza de su propia iglesia en Fayetteville. Se había casado y tenía dos hijos, pero había surgido alguna desavenencia con su mujer —los detectives privados no habían logrado descubrir los detalles; alcohol o adulterio, especulaban—, y se habían divorciado, y ya no se hablaba con ella ni con sus hijos. Después de su matrimonio había ido a Las Vegas para ponerse al frente de la Iglesia Nadie Tiene Mayor Amor, y ya llevaba allí treinta años. Vivía en una casa en la esquina, no se había vuelto a casar ni tenía novia, no bebía —si es que había bebido alguna vez—, pasaba todo el tiempo en la iglesia y entre su menguante grey de parroquianos: visitando a quienes no podían salir de casa, consolando a los afligidos, y ayudando a las madres a escribir cartas a las juntas de libertad condicional de sus hijos. Incluso había aprendido español para poder impartir una clase semanal de inglés como segundo idioma, que tenía lugar en el sótano para los escasos asistentes. «Es un auténtico creyente», había dicho el Coronel mientras le entregaba el dossier a Judith. «El último mohicano», había añadido con una sonrisita burlona.
Pero Judith había terminado cogiéndole aprecio. Era una persona reflexiva y gentil, incluso cuando ella rechazaba su proselitismo: era un hombre decente en el mejor sentido de la palabra. Y había momentos en que ella le compadecía por el hecho de que pronto se quedaría sin una iglesia que constituía gran parte de su vida. Pero esa compasión no se convertía en culpa por lo que estaba haciendo. Los hechos no lo justificaban; la verdad era que la Iglesia Nadie Tiene Mayor Amor agonizaba: la asistencia había ido decayendo sin cesar durante más de una década, el edificio mismo estaba excesivamente endeudado incluso con los estándares de Las Vegas, y los activos de que disponían eran consumidos poco a poco por el comedor benéfico, que funcionaba con grandes pérdidas. Dejando aparte algún golpe de suerte extraordinario, como por ejemplo que algún feligrés ganara la lotería, la iglesia no podía durar más de un año, y probablemente ni llegaría. Los beneficios de esa venta eran lo mejor que el pastor podía obtener en ese momento, tal como Judith le había explicado, con toda la delicadeza que había podido, muchas veces. El pastor había dicho que su intención era donar el dinero de la venta a diversas iglesias y organizaciones benéficas de la zona, pero el contrato también le proporcionaba una pensión (por alguna razón, el Coronel había insistido en ello). La renta no sería mucha, pero sí suficiente. En una ocasión el pastor había mencionado la posibilidad de trasladarse a Virginia, donde tenía unos primos. Incluso se podía decir que sería un final feliz para él, si se quería ver así; o si no feliz, sí al menos… suficiente.
—Antes teníamos un maravilloso programa de música —dijo el pastor. Judith también se había acostumbrado a que este rompiera sus silencios con comentarios que aparentemente carecían de contexto.
—¿De veras? —preguntó Judith.
—Hubo una época en que éramos conocidos por eso. Cuando toda una congregación alaba al Señor unida, señorita Brooks, es algo impresionante.
—Me lo imagino —respondió Judith, aunque los aspectos musicales del judaísmo nunca habían sido sus preferidos.
El pastor se ajustó las gafas y esbozó una leve sonrisa.
—Es usted una joven muy educada —dijo—. Comprendo que hoy tiene otras cosas que hacer aparte de escucharme perorar sobre los buenos tiempos. Los tiempos cambian y siguen cambiando, ¿verdad, señorita Brooks?
—Desde luego. —Judith volvió a dejar la carpeta sobre el regazo y sintió cómo se le hacía un nudo en el estómago; de impaciencia, se dijo.
—Quiero que sepa que he rezado por lo que le ocurrió a sus padres —dijo el pastor—. He rezado muchas veces. —La excitación, o lo que tuviera en el estómago, se desvaneció de repente; colocó los contratos sobre las rodillas. Así que tendría que aguantar eso otra vez—. Veo en su cara que no quiere hablar de ello —le oyó decir—. Su cara dice que hay muchas cosas de las que no quiere hablar. Pero yo llevo mucho tiempo en la iglesia. Sé que me ha contado lo que me ha contado por alguna razón. —Sí, se dijo Judith: porque me ordenaron que se lo contara a fin de ganarme su confianza. Y ha funcionado. El Coronel también había insistido mucho. Sin embargo, Judith no podía evitar la sensación de que había algo terrible en utilizar esa información para aquello. Y si su cara había mostrado infelicidad cuando el pastor había sacado el tema, la razón era esa: Judith se había sentido culpable—. El Señor tiene un plan —dijo el pastor. Ella asintió sin comprometerse—. No nos corresponde a nosotros conocer los motivos ni los fines.
—Sí, he oído decir cosas parecidas.
—Pero de vez en cuando el Señor nos revela una pequeña parte de su plan. Y después de mucho rezar, he llegado a creer que esta mañana ha compartido parte de sus planes conmigo. —Introdujo la mano en el bolsillo de la pechera de su chaleco, sacó un papelito doblado y se lo entregó. Ella lo cogió con repentina preocupación. ¿Era la carta de un periodista? ¿De otra compañía inmobiliaria? ¿Alguien que había descubierto sus intenciones y quería estropearlo todo? Se quedó aliviada cuando comenzó a leer y descubrió que no era más que una página de un sermón: «De la fuerza de Daniel en la guarida del león. ¿Cuántos de nosotros caminamos a diario con leones? No parecen leones, hermanos y hermanas. Llevan ropas de…».
—Al otro lado, señorita Judith —le dijo con paciencia.
Judith volvió la página y negó con la cabeza, confusa.
—No sé quién… —El acto de comprensión pareció retroceder desde sus pupilas: sintió una especie de cosquilleo en las comisura de los ojos, cómo se le apretaba la mandíbula, y una oleada de sangre hacia la nunca. ¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible?
—Entonces conoce a ese joven —dijo el pastor.
—Muy poco —dijo ella cortante. Y, sin embargo, aunque lo conocía poco, él había conseguido herirla tan profundamente que incluso de pronto Judith sentía la rabia propagándosele por la piel. Él la había abandonado, y en el momento en que ella se había permitido ser más vulnerable al abandono.
—Veo que está usted furiosa —decía el pastor—. No voy a preguntarle por qué. Pero puedo decirle que lamenta sinceramente lo que le hizo.
¿Cuánto tiempo se quedó sentada en ese banco? Con la esperanza, entonces todavía con la esperanza, de que alguien la rodeara con el brazo, como si fuera una niña boba que esperara algo.
—Vaya —contestó Judith.
—Pone todo su empeño en… —Judith había levantado el papel y estaba a punto de hacerlo pedazos cuando le oyó decir al pastor con acritud—. ¿Quiere que firme los papeles? —Ella se lo quedó mirando: en la expresión del pastor había aparecido algo duro y acerado—. Entonces no rompa esa página en mi iglesia. —Judith dobló el papelito y lo metió en su bolso—. Detestaría verla desesperada, señorita Brooks —dijo en un tono más amable. Judith lo había subestimado… o había subestimado algo.
—Lo siento —dijo Judith.
—No tiene de qué disculparse —la apaciguó el pastor—. Y quiero que sepa que no le he contado a nadie lo que estamos haciendo. He tenido que faltar a la verdad para ello, pero sé que hay mujeres que están mejor sin que las encuentren. —Se ajustó las gafas—. No soy ningún estúpido, señorita Brooks. No le he pedido que los suyos continúen con el comedor benéfico ni conserven ninguna de las otras obras en la comunidad. Los negocios son los negocios, y sé por qué está usted aquí. El desierto se acerca, y no hay nada que ni yo ni nadie podamos hacer. Pero también sé que nadie entra por esa puerta si no necesita algo. Y el hecho es que he acabado preocupándome por usted, señorita Brooks. Voy a pedirle que intente perdonar a ese joven. Voy a pedirle que lo escuche. Voy a pedirle que intente introducir más amor del que puede en su corazón y que le perdone, aunque él no se lo merezca. Si me promete que lo hará, entonces puedo firmar sus papeles en paz.
—Entonces se lo prometo —dijo Judith. Y con esa promesa y un trozo de papel de váter, te puedes ir a cagar, se dijo Judith.
Cuando Judith salió al exterior, el sol ya se había puesto, y el cielo que había sobre las montañas era de un rojo brillante. El conductor salió del coche y le abrió la puerta mientras se acercaba.
—Todavía no hemos terminado —mintió Judith—. Esperaba que nos trajera algo de cenar.
—No hay ningún problema, claro.
Judith escogió un restaurante en la otra punta de la ciudad, y observó cómo el coche se alejaba de la iglesia. No le hacía muy feliz engañarlo de este modo, pero dudaba que hubiera aceptado dejarla sola allí. Y ella quería estar sola. Además, ¿acaso no podía mandarlo a la otra punta de la ciudad si lo deseaba? Le pagaban por horas, con lo que ¿cuál era el problema?
Empujó la verja de la iglesia y salió a la calle. Pasaron unos cuantos coches, pero por lo demás las calles estaban vacías, más por desiertas que por tranquilas. Lo cierto es que allí no había gran cosa: una gasolinera cerrada a la derecha, y a la izquierda una casa de una sola planta y de techo bajo, con unos tablones cubiertos de grafitis en las ventanas; y justo delante de ella una casa de empeño rodeada de un imponente muro de piedra. Y, detrás, la Iglesia Nadie Tiene Mayor Amor, que se iba a pique. Tuvo la visión de que todo aquello desaparecía —demolido, arrasado, pavimentado— y quedaría sustituido por el Centro Babilonia. Si el Coronel se salía con la suya, ese trecho de calle donde se encontraban se convertiría en el vestíbulo de una sala de conciertos. Sí, trabajaba con gente censurable, pero ¿acaso no iban a conseguir algo… espectacular?
Habían pasado semanas desde la última vez que había visto al Coronel, en su despacho del Olympus, un casino situado en la punta sur de la Franja. Su capitel ahuesado y de color verde esmeralda asomaba como un cuchillo por encima de los edificios que lo rodeaban, lo cual suponía para él una gran fuente de orgullo. El Coronel, que no era dado a sutilezas, tenía su despacho en el piso superior, y toda la pared oeste eran cristaleras. Desde esa altura, la ciudad de Las Vegas parecía una simple decoloración del desértico valle: una mancha de tinta, confusa en los bordes.
Aquel día había ido directamente después de su primer encuentro con el pastor: estaba nerviosa cuando se sentó delante del Coronel. Este mostró interés en hablar con ella —o, más exactamente, en hablarle a ella—, pero sus encuentros se habían vuelto cada vez más esporádicos, y lo más habitual era que Judith solo tuviera noticias suyas a través de su secretaria o de Jerry Steadman.
El hecho era en parte atribuible a la necesaria confidencialidad, ya que ocupaba un cargo en el Downtown Las Vegas Development Group, aunque solo en parte, reconoció. El Coronel era un hombre voluble e impredecible en su trato con todos los que trabajaban para él. El hecho de que mantuvieran relaciones sexuales simplemente añadía otra dimensión a ese capricho. A veces escogía acostarse con ella; a veces se comportaba como si nunca lo hubiera hecho. El sexo tampoco conducía nunca a ninguna intimidad (aunque poseyera otras satisfacciones), y ella había llegado a comprender que él se acostaba con muchas de las mujeres a las que contrataba, y siempre de la misma manera inconstante.
Judith no estaba segura de si todo aquello era una manipulación calculada, o el reflejo de alguna auténtica incapacidad para mantener una relación (el Coronel tampoco tenía amigos, que ella supiera, y solo hablaba de sus difuntos padres con desdén). Pero Judith sabía que no importaba, porque el efecto de ese comportamiento era el mismo: creaba en ella, en sus acólitos —sobre todo, observó Judith con tristeza, en las mujeres—, un estímulo constante para obtener nuevas pruebas de que gozaban de su favor. Pero quizás el mayor atractivo de su trabajo era que alimentaba en ella una devoción muy imperiosa. Y si esa devoción era por el trabajo mismo —por ese inmenso proyecto de crear una ciudad— o por la persona del Coronel Harold Ferguson, se trataba de una distinción que Judith no se molestaba en hacer.
El Coronel se recostó en su butaca mientras la escuchaba relatar su encuentro con el pastor: ojos redondos y estriados clavados en su cara, el inevitable pin con la bandera estadounidense en la solapa. Cuando Judith hubo terminado, el Coronel quiso más detalles: cómo había comenzado la conversación (con una sincera bienvenida y una exhortación a Cristo); quién había hablado primero después de que ella le explicara lo que quería (ella, lo cual, le dijeron, había sido un error); si habían hablado de dinero (no, lo cual, le dijeron, era una buena señal); cómo vestían los dos (fue entonces cuando el Coronel se rio de la dignidad del chaleco de lana); si ella había seguido sus instrucciones y le había hablado al pastor de sus padres (no lo había hecho, aunque repitió su promesa de que lo haría cuando encontrara la oportunidad).
Cuando el Coronel por fin quedó satisfecho de lo que había oído, le preguntó:
—Entonces, ¿firmará o no?
Judith vaciló. Naturalmente, quería decirle que firmaría, pero consideró más importante ser precisa en su evaluación.
—Creo que sí —contestó por fin—. Creo que se da cuenta de que… ya no sintoniza con la gente.
El Coronel asintió.
—Eso es bueno —dijo—. Eso es muy inteligente. —Judith había conseguido no ruborizarse ante el elogio y la crítica, aunque seguía considerándolos tan contundentes como siempre—. Parece lógico que los dos os entendáis —añadió el Coronel—. Al fin y al cabo, los dos sois indios.
Fue notoria la satisfacción del Coronel al ver que su comentario la había dejado estupefacta. Y ella sabía que él estaba lanzando un cebo, pero ¿por qué fingir que lograba resistirse? El hecho de que estuviera sentada allí, ¿no era una prueba suficiente de su subyugación?
—¿A qué te refieres? —preguntó.
El Coronel reconoció esta última claudicación dedicándole su sonrisita de suficiencia durante unos momentos antes de contestar.
—En el mundo hay dos clases de personas —comenzó—. Los indios y los vaqueros. Los vaqueros quieren toda la tierra que puedan conseguir. Los indios no quieren que la consigan. No es que los indios quieran la tierra para ellos. Esa no es su manera de pensar. Simplemente no quieren que los vaqueros la consigan, porque para ellos el mundo lo componen los espíritus y los antepasados y el Gran Espíritu y toda esa mierda. A los vaqueros les importa una mierda el Gran Espíritu. Solo quieren la tierra para sus vacas. Sus vacas, sus pozos de petróleo y sus casinos.
»Verás, la historia de mi familia no es muy distinguida —añadió, pasándose la palma de la mano por la coronilla hasta la nuca de su cráneo afeitado—. Pero llevamos generaciones matando indios. Yo tuve un tío bisabuelo que fue soldado en la batalla de Wounded Knee. Uno de mis abuelos fue un agente de Pinkerton que rompió las huelgas del ferrocarril. Incluso mi padre mató a unos cuantos comunistas en Corea. Y me gusta pensar que yo he cumplido con mi parte, ayudando a combatir contra los islamistas en Oriente Medio y a los adoradores de la tierra de la Agencia de Protección Medioambiental.
»El caso es que, de todos modos, ya no quedan muchos indios. Hoy en día casi todo el mundo quiere ser vaquero. Por suerte para mí, generalmente no tienen lo que hay que tener. Pero es difícil encontrar un indio de verdad. Sobre todo en esta ciudad. Un organizador comunitario. Un pastor que se aferra a su iglesia. A veces el sindicato de hostelería cuela a alguien en mi casino. Las últimas bocanadas de una raza que se extingue. Dentro de una generación solo quedarán vaqueros.
»Lo que nos lleva de nuevo a ti —añadió, repasando brevemente la cara de Judith, una cara que él había remodelado en muchos aspectos—. Te criaron los indios. Te leían poemas, rezaban a espíritus invisibles. Pero siempre has tenido alma de vaquero. Por eso ahora estás sentada aquí. Por eso aceptaste ese nombre de hombre blanco que te puse. Puede que pienses como una india, pero eso nunca será suficiente para ti. Siempre querrás más.
»Y así, Judy —concluyó, pronunciando su nombre con deleite—, no me sorprende que tú y el pastor Keith hayáis disfrutado fumando juntos la pipa de la paz. Tú eres una simpática chica judía del Noreste, y él es un negro del sur, pero los dos pertenecéis a la misma raza. Judith del Mojave —dijo, y formó una O con la boca y se dio unos golpecitos con la mano—. Uou, uou, uou, uou.
El poder de esas homilías no residía en su lógica, y desde luego no en la coherencia de cada una con la posterior. Aquel día todo eran indios y vaqueros; al día siguiente serían cazadores y recolectores, lobos y ovejas. No, lo que resultaba convincente de sus palabras —y ella todavía las encontraba convincentes, después de tantos meses, después de todo lo que había aprendido de él— era la fuerza de las ideas mismas, su violencia: cómo se empujaban la una a la otra, cómo se fracturaban; reimaginaban y reestructuraban el mundo que rodeaba al Coronel sin atención al matiz ni al detalle. Además, todo eso era inseparable, en su poder, del personaje que las pronunciaba, un personaje que él había cultivado con gran esmero: el magnate en su alta torre. Como señalaba a menudo el Coronel, esa era la mejor demostración de que lo que decía era verdad.
En aquel momento el Coronel dirigió la atención a un montón de planos que había en su escritorio.
—Volveremos a hablar en cuanto te hayas encargado de la iglesia —le dijo a Judith—. Siempre he pensado que tienes mucho que ofrecer. Ahora averiguaremos si tenía razón.
Judith esperó a que continuara, pero, naturalmente, había terminado. Al final ella se puso en pie y se dirigió hacia la puerta. Pero cuando estaba a punto de salir, el Coronel dijo:
—Tienes que conseguir que el anciano pastor Keith comprenda que está en el lado equivocado de la historia. Y si no te cree, pregúntale a quién pertenecía todo el país antes de que los vaqueros como yo aparecieran.
De pronto, mientras Judith se encontraba delante de la Iglesia Nadie Tiene Mayor Amor, consideró todo lo que había dicho el Coronel: el movimiento de la historia al que había aludido y el nombre de «hombre blanco» que le había puesto: Judy Brooks. No le había dado muchas razones cuando le había ordenado que se lo cambiara, solo que era más fácil de pronunciar para las «minorías étnicas». Pero Judith comprendió que tenía más que ver con su compulsión de rehacerlo todo: separar a la gente de su pasado y volver a crearla a su imagen y semejanza. Lo había hecho con ella, lo haría con la calle en la que se encontraba en ese momento. Así obraban los vaqueros. Y esa era el alma que, según él, ella también tenía.
Dio unos pasos por la acera y luego se detuvo. Era evidente que había sido imprudente al despedir al chofer. Se hacía de noche, y todo su trabajo se basaba en la premisa de que el barrio era una ruina, peligroso e indeseable. Metió la mano en el bolso para sacar el teléfono, pero sacó un papelito. Leyó «de la fuerza de Daniel en la guarida del león. ¿Cuántos de nosotros caminamos a diario con leones? No parecen leones, hermanos y hermanas. Llevan ropas de hombres y mujeres, y tienen caras de hombres y mujeres. Pero, hermanos y hermanas, son leones. Traficantes y macarras. Violadores y matones. Esos que se llaman nuestros amigos, que dicen que son nuestros hermanos, que afirman ser nuestras hermanas, aunque nos conducen al pecado, son los leones que nos sonríen incluso cuando intentan apartarnos del camino de Jesús. Y alabado sea el Señor, entre nosotros hay algunos que cuando se miran en el espejo cada día ven un león. Sí, cada día nos adentramos en la guarida del león. Pero ¿qué dice Daniel, con su honesta fuerza? Dice: “¡No me han hecho daño! No me han hecho daño, porque yo…”».
Eso era todo. Volvió la página: el nombre, el correo electrónico y la dirección. Leones, se dijo. Era infantil en su candidez; no tenía más sofisticación intelectual que cualquiera de las cosas que decía el Coronel. Aunque este le habría dicho que eran solo leones, que todos ellos eran leones.
—Jonah Jacobstein —leyó Judith, con aquella letra descuidada. No pensaba hacerlo. De ninguna manera. ¿Qué creía que estaba haciendo ella allí? No la conocía, y solo había logrado conocerla lo suficiente para hacerle daño. Era como si la hubiera engañado para que ella confiara en él y así poder traicionarla. ¡Suerte tenía de no haber perdido el avión!, aunque Judith apenas podía fingir que eso representara ni la parte más ínfima de la traición que ella había sentido. La verdad era que no había sentido la esperanza de esa particular confianza… en mucho tiempo. Y cuando se había desmoronado por culpa de esa puta Polaroid, él había desaparecido. Y de repente había vuelto. No era justo. No tenía sentido.
Tiró del extremo del papel hacia ella con una mano, y del otro en dirección opuesta, preparada para romperlo. No le importaba su promesa. La había hecho con toda la intención de romperla, incluso entusiasmada por romperla. Aunque no fuera otra cosa, alimentaría su venganza omnidireccional. Pero Judith era consciente de que luchaba contra una especie de asombro, contra una curiosidad: ¿cómo la había encontrado? Él no podía saber su apellido; ella apenas lo conocía. ¿Y cómo había sabido que esa era la iglesia? Nadie lo sabía. «Jonah Jacobstein», volvió a leer. Todo era muy… extraño.
Judith estaba de pie en mitad de la acera vacía, más o menos a un metro de la cerca que rodeaba la iglesia, contemplando la casa de empeños que parecía una fortaleza. Sabía que podía romper ese papel, y que todos los trocitos de letras y de números se esparcirían en cien direcciones distintas, y en un año nada de lo que veía existiría en su forma original. En un año ella estaría haciendo… ¿qué? Lo que el Coronel le dijera, era de suponer. Naturalmente, Judith podía dejarlo cuando se le antojara: tampoco es que él fuera a suplicarle que se quedara, si es que le importaba en absoluto. Y aún poseía los 876 000 dólares que había heredado de sus padres, en la misma cuenta bancaria del Citibank: no había permitido que el Coronel los tocara. Pero ¿de qué le había servido el dinero? No, probablemente se quedaría. Habría otras iglesias, otras maneras de ganar. El Coronel la conocía lo bastante como para concederle eso, aunque fuera lo único. Y, a fin de cuentas, a ella todavía le gustaba la sensación de ganar, de triunfar. Todo el mundo acababa en alguna parte, tal como le había dicho a Jonah aquella tarde en Ámsterdam. Ella acabaría allí.
Pero si rompía el papel, nunca sabría nada más de él, ni qué lo había traído a Las Vegas, ni cómo la había encontrado ni por qué. Y ella quería saber más.
Así que, se dijo, ¿qué era, por fin: Judy o Judith?