1. Judith y el rey

Antes de trasladarse a Los Ángeles desde Princeton para empezar a trabajar en la galería de arte, la experiencia de Judith en las grandes ciudades se limitaba a su breve estancia en París, y allí, claro está, era estudiante. Jamás habría imaginado que una ciudad de tantos millones de habitantes le proporcionaría tanta intimidad, e intimidad era lo que buscaba (o, en cualquier caso, era una palabra que se le podría aplicar a lo que buscaba). Descubrió que en Los Ángeles la gente no se preocupaba por ti. Cada día iba en coche a trabajar, y cada día se quedaba atascada en el tráfico, y todos los que la rodeaban, dentro de sus coches, mantenían la vista al frente. Solo ella lanzaba una breve mirada a las caras suspendidas junto a la suya, hasta que aprendió a no hacerlo.

Las galerías en las que trabajaba se concentraban en el centro, entre edificios de piedra blanca que relucían uniformemente bajo un sol uniforme. Al entrar por las mañanas, levantaba la vista y veía a lo lejos el cristal azul pálido de la Torre de la Compañía del Gas, vertical y reluciente como un espejo. Llevaba a cabo su trabajo de manera competente, lo que parecía distinguirla de sus colegas, y pronto obtuvo elogios por su «buen ojo», pues había aprendido que el truco de conseguir que una exposición tuviera éxito no consistía en identificar lo que era realmente bueno, sino más bien en identificar lo que consideraban bueno las personas que compraban arte en el centro de Los Ángeles. La ascendieron; la contrataron las galerías de la competencia. Su éxito la satisfizo, hasta cierto punto, pero comprendió que lo que realmente la complacía era la familiaridad, el eco de otros elogios, de otros éxitos que habían significado mucho más.

En el mundo del arte de Los Ángeles, la existencia de una figura silenciosa y solitaria no era tan insólita, resultó que tenía mucho en común con sus colegas más jóvenes, muchos de los cuales habían huido a la ciudad a raíz de algún problema en su infancia, ya fuera trágico o banal (o, como en su caso, se dijo, ambas cosas). Pero esa similitud en cierto modo provocaba que sintiera aún menos deseos de relacionarse con ellos. Soportaba las recepciones y las inauguraciones a las que se veía obligada a asistir, y si aceptaba ir a tomar una copa después del trabajo lo hacía con incomodidad e impaciencia.

Los hombres y las mujeres se le insinuaban, de vez en cuando le pedían una cita. Cuando iba al instituto, había imaginado que el claroscuro de su aspecto algún día quizá sería apreciado, y en el ambiente artístico de Los Ángeles lo era. Cuando aceptaba salir con alguien la cosa acababa habitualmente en la cama —ella quería que acabara así—, pero jamás aceptaba una segunda cita, y ni siquiera un segundo polvo. Las personas con quienes pasaba la noche no protestaban mucho cuando eran rechazadas. A la gente, la actitud de Judith en ese aspecto les resultaba familiar y aceptable.

Durante los años que vivió en Los Ángeles, alquiló un apartamento de una habitación en un complejo ubicado en un barrio indefinido al este de Fairfax, que durante una larga tarde amuebló en Ikea. Se le olvidó comprar un cesto para la ropa sucia, pero después de seis meses de amontonar la colada al pie de la cama, se le ocurrió que, a fin de cuentas, tampoco lo necesitaba. No conocía a ninguno de sus vecinos, y estos no parecían conocerse entre sí: uno de ellos ponía una atronadora música tecno los fines de semana; otro fumaba marihuana, y la olía cada vez que pasaba junto a su puerta.

Y pasó el tiempo. Su vida adquirió un ritmo determinado, de obligaciones diarias, de una tarea tras otra, y un día que vio una guirnalda colgada de una puerta comprendió que era diciembre; un día llegó a la galería y la encontró cerrada, y un día más tarde le dijeron que habían cambiado la hora. Cuando tenía un día libre (otra razón por la que le iba tan bien en el trabajo era que nunca pedía ninguno), corría por algunas zonas del Camino Costero de California, desde la parte norte de Venice Beach hasta más allá de Santa Mónica. Cuanto más lejos corría, menos gente veía, y a veces se detenía en una extensión desierta de arena, sucumbía a los trillados alicientes de la contemplación —el lejano horizonte, las olas que rompían y se recogían— y hacía un repaso de su vida. Ya no pensaba mucho en el pasado —cosa que consideraba un alivio, una especie de libertad—, y tampoco pensaba mucho en el futuro. Y en cuanto al presente: Judith se consideraba satisfecha.

Cuando se mudó a Las Vegas, reconsideró ese sentimiento de satisfacción. No lo veía como algo superficial, ni pensaba que se hubiera estado engañando. Lo que le pidió a la vida en Los Ángeles, esta se lo dio. Pero debía de faltarle algo, debía de sentir alguna necesidad no satisfecha, porque al Coronel le pareció muy fácil sacarla de esa vida y colocarla en otra nueva, como el que recoge una moneda del suelo y se la mete en el bolsillo. (Judith observó que el Coronel lo hacía con mucha gente). La mejor explicación que encontró fue que se debía a su celo: ese antiguo e insaciable deseo de algo, lo que fuera, todavía asomando en su interior sin que ella fuera consciente, indiferente a los límites que había prescrito para su modesta existencia, esperando fijarse en cualquier objeto que pudiera inspirarlo.

La tarde en que Judith conoció al Coronel, estaba sentada a su mesa del fondo de la galería donde trabajaba entonces, escribiendo un comunicado de prensa, una de sus ocupaciones. El tiempo era soleado y despejado; la mañana había pasado entre labores rutinarias. En otras palabras, era un día cualquiera, y más tarde pensaría que si algún presagio había anunciado la entrada del Coronel en su vida, se le había pasado completamente por alto o lo había olvidado. (Aunque, por supuesto, no era de las que creían en presagios).

El comunicado de prensa anunciaba la próxima exposición en la galería de retratos a tinta y a lápiz de estrellas de cine estadounidenses. Y fue justo en el momento en que intentaba encontrar las palabras para decir que esas obras poseían una legitimidad artística debido a que Andy Warhol también había utilizado a famosos como tema —y todo el mundo sabía quién era Andy Warhol—, aunque sin decirlo realmente, cuando apareció alguien en la galería que le llamó la atención. Iba vestido con un traje a medida oscuro, una camisa abierta en el cuello, y un pin con una pequeña bandera estadounidense brillando en la solapa: llevaba la cabeza afeitada y una pulcra perilla color caoba. Lo acompañaba una joven que Judith pensó que debía de estar un poco enferma, pues a pesar del calor de la tarde llevaba una chaqueta con la cremallera hasta el cuello, una gorra de béisbol y una gafas de sol.

En aquella época Judith era directora adjunta de la galería; Sonya, su subalterna, era responsable de hablar con los que entraban, y de sondear con la mayor delicadeza posible si tenían alguna intención de comprar. A veces llamaba a Judith para cerrar la venta, o para hablar con alguien que demostraba algo más que un pasajero conocimiento del arte. Judith carecía de las habilidades sociales asociadas con un buen vendedor, pero poseía lo que uno de sus empleados había denominado una vez «gravitas artística»: los compradores se la tomaban en serio, cosa que Judith atribuía al hecho de que no sonreía.

Sonya hablaba con la mujer abrigada y, mientras observaba, a Judith se le ocurrió que no era que aquella mujer estuviera enferma, sino que era famosa. Así vestían los famosos en el centro de Los Ángeles: llamaban la atención en su intento de pasar desapercibidos. Tenía sentido, por tanto, que Sonya se concentrara en ella. Era típico de esas parejas que la modelo, la actriz o lo que fuera se decidiera por algo que deseaba —basándose en el color, si es que había alguna razón—, y que el hombre bien vestido que la acompañaba sacara la tarjeta de crédito. Era frecuente que ninguno de los dos se quitara las gafas de sol. Pero Judith descubrió que quien le llamaba la atención era el hombre, y cuanto más lo miraba, más intrigada estaba, cosa que en sí misma ya era intrigante, pues Judith se enorgullecía de lograr formarse un juicio acertado con una sola mirada de todos los que entraban en la galería.

Era un hombre grande y musculoso: la redondez de su torso era poderosa, como un tronco. La piel de la cara carecía de rasgos, desde la coronilla de su cabeza afeitada hasta la fina mancha de sus cejas oscuras, pasando por su amplia frente; tenía la nariz grande, aplastada y carnosa, como el hocico de un toro. Lo que más atraía a Judith, sin embargo, era su manera de moverse por la galería: la recorría a zancadas largas y sin prisa, con los ojos pequeños y redondeados girando despacio a izquierda y derecha, prestando más atención a los aspectos físicos del espacio que a las obras que colgaban de las paredes —con la mirada siguió hasta el techo una viga de apoyo, y repasó los conductos de ventilación—, con una leve sonrisa sardónica en los labios, como si viera en todo eso algo que le divertía. Y aunque no hizo mucho más que pasearse por la galería y examinarla con esa expresión de burla sutil, consiguió transmitir cierta autoridad con esos gestos, como si, por el simple hecho de ocupar el espacio, fuera el propietario.

Era evidente que la tapada estrella de cine también lo encontraba lo más interesante de la galería; regularmente apartaba la mirada del lienzo que Sonya le explicaba para mirarlo. Y Judith tuvo la peculiar sensación de que, fuera lo que fuera ese hombre, era poderosa e inconfundiblemente americano: en la anchura de su paso, en la manifiesta seguridad en sí mismo de su cara, en la indiferencia hacia todos los que estaban en la sala; todo eso se combinaba para convertir en superfluo el pin con la bandera estadounidense que llevaba, y esa superfluidad también le pareció a Judith una característica un tanto estadounidense. No eran esos los únicos rasgos que ella asociaba con su país natal, desde luego, pero había observado que eran muy relevantes, sobre todo después de su periodo en Francia. Los franceses recorrían las galerías de arte de manera muy diferente, con cierta reverencia, aun cuando acabaran desdeñando lo que veían. Lo que ese hombre manifestaba era lo contrario de la reverencia.

En aquel momento su mirada recayó en Judith; se acercó al escritorio, y le dirigió la misma expresión de repaso burlón con que había estudiado los conductos de ventilación. Había algo perturbador en sus ojos, se dijo Judith: hundidos, casi perfectamente circulares, de un azul oscuro que, a través de unos tonos de añil, palidecían en las pupilas. Su mirada carente de vergüenza provocó a Judith una agitación casi física, pero, quizá por esa misma razón, no apartó la mirada. El hombre le dirigió una sonrisita de suficiencia, como si eso le impresionara, y el borde de su boca rodeada de perilla se proyectó de manera brusca hacia la mejilla.

—¿Tiene una lista de precios? —preguntó.

Ella le entregó las dos páginas grapadas. El hombre echó un vistazo a la primera página, pasó a la segunda, y las dejó caer sobre la mesa.

—¿Cuánto costó hacerlos?

—¿Perdón?

—Estos cuadros. ¿Cuánto costó hacerlos?

Judith vaciló; nadie se lo había preguntado antes.

—¿Al artista?

—Exacto, empecemos por ahí.

Los cuadros eran óleos sobre lienzo no figurativos: remolinos y olas y arcos de color que sobresalían, ejecutados con pegotes, en líneas finas como salpicaduras, en trazos curvos de pintura de medio centímetro de grosor. En el catálogo de la exposición, Judith había escrito que las obras «transmitían el caos y la confusión de la emoción humana con una belleza sutil y perceptiva». Fuera cierto o no (Judith tenía sus dudas), era consciente de que habían sido ejecutados rápidamente, con un descuido intencionado —eso le había dicho el artista radicado en West Hollywood que los había pintado—, y por lo que se refería a los materiales, lo más caro eran sin duda los marcos.

—Dos o tres mil dólares, supongo —dijo Judith, y sabía que estaba siendo generosa.

—¿Por cada uno?

—Por todos —admitió.

El hombre soltó un bufido por sus anchas fosas nasales.

—Un gran margen de beneficio, considerando que vende el más barato por veinte mil. Hace que uno se pregunte por qué los llaman «artistas muertos de hambre». —Se quedó mirándola, al parecer esperando su respuesta—. ¿No va a decirme que no se puede poner precio al arte?

—Acaba de ver la lista de precios —contestó ella.

La sonrisa de suficiencia del hombre se volvió más acusada, y apretó los ojos, como si la estudiara bajo una nueva luz.

—La podrían despedir por hablar así. —Judith se encogió de hombros, porque percibía que también era un reto, y no quería que la vieran echarse atrás—. Muy bien, pues —añadió el hombre—. Dígame por qué alguien iba a pagar un margen de beneficio del diez mil por ciento por una de estas… obras de arte. —Y anudó esa última frase con un perfecto lazo de escarnio.

Unos pensamientos a medio formar se agolparon en la mente de Judith: explicaciones de la estética del arte abstracto; la historia de la pintura estadounidense después de la segunda guerra mundial; una defensa más general del arte no figurativo como manera de retratar las dimensiones inmateriales de existencia. Pero cuando levantó la mirada hacia los ojos escrutadores del hombre, hacia su persistente sonrisita, que parecía contradecir de manera preventiva cualquier cosa que ella pudiera afirmar, incluso hacia el pin con la bandera estadounidense —compuesta, como comprendió en ese momento, de diminutos zafiros, rubíes y diamantes—, no logró que esos pensamientos formaran una réplica convincente. Echar un vistazo a los cuadros tampoco ayudó: siempre le habían parecido un tanto innecesariamente confusos. Era evidente que se requería más destreza, si no arte, para crear el pin que llevaba en la solapa. Lo cierto era que no le gustaba casi ninguna de las pinturas que vendían. Se le ocurrió que el hombre había puesto el dedo en la llaga.

Al ver que ella tardaba un momento en responder, el hombre soltó una sonora carcajada en staccato que pareció golpear y rebotar contra las paredes de la galería. Sonya y la presunta famosa se habían quedado mirándolos, y al parecer habían perdido el interés en su propia conversación. Sin embargo, a Judith le desconcertó la facilidad con que él había conseguido pillarla con el pie cambiado en un entorno que a ella le resultaba tan familiar, y le pareció que al menos tenía que plantear alguna defensa.

—Esto no es una ferretería —dijo—. No se trata del precio de los materiales.

—¿Ah, no? ¿Y de qué se trata, entonces?

—Pues se trata de… —Pero de nuevo, bajo la fuerza de aquellos ojos, de la sonrisita, del brillo del pin… se le fue el santo al cielo.

Era evidente que él disfrutaba viendo cómo Judith se sumía de nuevo en el silencio, y la dejó sumida en él unos segundos antes de decir:

—Exacto, sé exactamente de qué se trata. —La sonrisa desapareció y su voz se volvió más áspera—. Se trata de dar a sus clientes lo que quieren comprar. Si no es caro, no podrán presumir en las fiestas, no podrán colgarlo en las paredes para recordarse que son la clase de gente que paga veinte de los grandes por algo que quizá solo cuesta doscientos pavos fabricar. Por eso les alegra pagar cualquier margen de beneficio que usted decida cobrarles. Les vende algo que les dice quiénes son.

Judith intuyó que tenía que objetar algo, le pareció que debía objetar algo. Sin embargo, lo único que se le ocurrió fue:

—Los precios incluyen los gastos de la galería.

—Oh, lo sé —contestó él con desdén, dando a entender que podía expresar las razones de Judith y refutarlas al mismo tiempo—. Los gastos generales: tiene que pagar el alquiler de una galería en el centro con un techo de seis metros. Tiene que pagar a la chica que se sienta a la mesa y le entrega un papelito a la gente. Dígame una cosa: ¿a qué universidad fue para aprender a hacer esto?

Judith experimentó una desacostumbrada sensación de calor en las mejillas.

—A Yale —contestó.

El hombre juntó las palmas en un manotazo y volvió a reír triunfante.

—¡Yale! Magnífico. Sus padres pagaron ciento cincuenta mil dólares para que usted pudiera sentarse aquí y hacer un trabajo…

—Lamento no tener pins horteras para venderle, pero si no ve nada que le guste, ¿por qué no se marchan usted y su amiga, por favor?

Hasta ese momento, le había divertido un poco que el hombre consiguiera hacerla sentir tan incómoda. La cólera había sido tan repentina y tan contundente —como si hubiera ocupado su lugar sin que el rubor de las mejillas ayudara a detectarla— que habló casi en el mismo momento en que fue consciente de ella. Tan deprisa como había surgido, la cólera se desvaneció, dejando a Judith estupefacta por ese arrebato, lo bastante avergonzada como para que finalmente no pudiera seguir sosteniéndole la mirada al hombre.

Cuando ella apartó los ojos, la sonrisita del hombre era más pronunciada que nunca, como si eso fuera un resultado que le agradara.

—Está claro que en Yale una de sus asignaturas principales no fue el marketing —dijo el hombre. Y añadió—: ¿Y quién ha dicho que no me gusta nada de lo que veo?

—Coronel —dijo la estrella de cine desde el otro lado de la galería—. ¿Vas a comprar alguno de estos cuadros o…?

—Son horribles —replicó sin volverse hacia ella—. Son todos horribles. Incluso la chica lo piensa. —Pero ¿cómo lo había sabido?, se preguntó Judith.

La mujer suspiró detrás de las gafas de sol. Y en aquel momento el hombre dirigió una abierta sonrisa a Judith: expandiendo los labios para revelar dos hileras de dientes blancos y pequeños. Aquella sonrisa tenía una cualidad ominosa —con el tiempo aprendería que todas las sonrisas eran ominosas—, y eso la fascinó todavía más.

—¿Tiene una tarjeta? —Judith sacó una de la bandeja de plata que tenía sobre el escritorio y se la entregó. El hombre la estudió—. Judith Klein Bulbrook —dijo—. Mucho nombre para tan poquita cosa. —Se metió la tarjeta en el bolsillo de la americana—. Imagino que no sabe quién soy. —Ella negó con la cabeza—. Vaya alguna vez a Las Vegas y pregunte a quién pertenece esa torre de cien plantas. Ese soy yo. —El despreocupado orgullo que exhibió al manifestarlo, sin que lo diluyera la menor ironía, le resultó más impresionante a Judith que el hecho en sí. Se dio la vuelta para marcharse, y a continuación volvió la cabeza para añadir (de una manera todavía más ominosa, y que Judith encontró aún más fascinante)—: Me encanta hacer que se sonroje. —El hombre salió por la puerta de la galería, seguido por la mujer de las gafas de sol.

Cuando se hubieron marchado, Sonya se acercó inmediatamente al escritorio de Judith y le dijo:

—¿Podemos hablar de esto? Ella era esa actriz, ya sabes, la que está siempre en topless en esa serie de la HBO. Y él es un magnate de los casinos o algo así. —Al ver que Judith no contestaba, preguntó—: ¿De qué habéis hablado?

—De nada —le dijo Judith—. De nada interesante. —Le sorprendió haber dicho eso, porque sabía que era mentira. Era la conversación más interesante que había mantenido en años.

A la mañana siguiente, mientras estaba en su apartamento, Judith recibió una llamada telefónica de Edgar, el propietario de la galería.

—Judith —comenzó a decir Edgar un tanto incómodo—. Me temo que… Bueno, hoy no hace falta que vengas.

—¿Por qué no? —preguntó Judith.

—Judith, la cuestión es… Ya no te necesitaremos más.

Judith ya se había vestido para salir: tenía el teléfono en la mano mientras estaba en mitad de su sala de estar en forma de caja, con el bolso colgando del hombro.

—No te entiendo —dijo, confusa.

—Y esta es la buena noticia —dijo Edgar, alegrándose—. ¡Hemos vendido toda la exposición de Knauer! ¡A un solo comprador!

Judith se sentó en el sofá y colocó el bolso en el regazo. Ya no estaba confusa.

—Entiendo —dijo.

—Ya sabes cómo es el mundo del arte —añadió Edgar—. Los compradores son siempre tan… excéntricos. ¡Así es el negocio! Estoy seguro de que no pretendías decir nada insultante. Quiero decir que naturalmente que no. Pero el comprador fue muy insistente. Lo entiendes, ¿verdad?

—Lo entiendo.

—¡Eres un gato con siete vidas! —dijo Edgar para tranquilizarla—. ¡Caerás de pie! No es más que… ¡no es más que arte, cielo!

—¿Recibiré mi comisión por la venta? —No le importaba el dinero, pero sentía curiosidad por lo que Edgar diría.

—Vamos, Judith, entiéndelo —respondió—. El comprador lo dejó muy claro… Es evidente que… tú no ayudaste precisamente a vender los cuadros…

—Desde luego.

—Lo entiendes.

Judith colgó el teléfono. Comprar toda la exposición había costado unos cien mil dólares. Y descubrió que además de estar pasmada, desconcertada y furiosa —y sí, fascinada—, también se sentía halagada.

Varios días más tarde un mensajero llamó a su puerta. Judith firmó un recibo y le entregaron una cajita envuelta en papel color marfil y atada con una cinta negra. Se sentó en el sofá y la abrió. Dentro, sobre un cojincillo de terciopelo, había una mariposa dorada que colgaba de una fina cadena de oro: el estilo era art nouveau, muy elegante, precioso, con las alas salpicadas de rubíes de un intenso carmesí. Debajo había una tarjeta en cuyo centro se veía un nombre grabado, todo en mayúsculas: «CORONEL HAROLD FERGUSON». Judith le dio la vuelta a la tarjeta; al dorso, con una letra puntiaguda, estaba escrito: «Algo menos ortera para usted. —C.». Había escrito mal «hortera», pero Judith captó el mensaje.

Mientras Judith sujetaba la mariposa en la palma de la mano, sintiendo su inesperado peso, se le ocurrió que debía de haber comprendido algo de la manera de pensar del hombre, porque lo que estaba haciendo era muy claro: seducirla. Y, se dijo mientras volvía a colocar suavemente la mariposa sobre el cojincillo de terciopelo y lo ponía sobre su mesita de Ikea, que él también debía de haber comprendido algo de ella: porque descubrió que estaba dispuesta a dejarse seducir.

Al día siguiente recibió una llamada telefónica —y al responder se dio cuenta de que la había estado esperando— de una mujer que se identificó como «la secretaria ejecutiva del señor Ferguson». Le informó de manera bastante seca de que aquella tarde mantendría una reunión con el Coronel «en el club del señor Ferguson». Judith se puso el vestido negro que utilizaba para las inauguraciones, su único par de zapatos de tacón, y el collar con la mariposa. Mandaron un coche a recogerla, que la condujo hasta un edificio rectangular de fachada de cristal situado en Sunset Boulevard, cuya arquitectura era de un estilo moderno remozado que se consideraba muy a la última en la época. El ascensor la llevó a la planta treinta y dos; salió a una zona de recepción que entretejía más modernidad remozada con el estilo recargado del viejo Hollywood: revestimiento de madera oscura, butacas tapizadas con un estampado de cebra, espejos de marcos dorados: todo ello también muy a la última, decididamente au courant.

Le dijo a la previsiblemente joven y encantadora recepcionista con quién se iba a encontrar. La recepcionista efectuó una breve llamada telefónica y a continuación le pidió a Judith que esperara. Durante la hora siguiente permaneció sentada en una gran butaca de cuero de respaldo alto, cuyas dimensiones la hicieron sentirse como una encogida Alicia. Detrás del mostrador de recepción había una pared cubierta de fotografías y de cuadros, en la que divisó al menos una pieza que había vendido en su galería. Entraban y salían miembros del club: Judith vio muchos pómulos prominentes y muchas marcas de lujo. A una estrella de cine muy famosa la recepcionista le permitió fumar un cigarrillo mientras esperaba el ascensor.

Al final, salió una mujer de la zona de recepción: metro ochenta sobre unos tacones altos, ataviada con un traje chaqueta gris brezo, probablemente en torno a los cuarenta y cinco años, pero con el tono físico de una persona mucho más joven, con las cejas depiladas en forma de arco que dibujaban en su cara una expresión de permanente desdén. Saludó a Judith con un mínimo asentimiento, seguido de un casi imperceptible repaso de arriba abajo.

—Soy la secretaria ejecutiva del señor Ferguson —dijo—. Hemos hablado por teléfono. Puede seguirme. —(Esa interacción resultaría ser el punto culminante de su relación: la animadversión de esa mujer hacia Judith no remitiría nunca, y se tornaría progresivamente más severa. Judith averiguaría que eso era algo típico de la manera en que los empleados del Coronel se trataban los unos a los otros).

Mientras guiaba a Judith por una escalera de mármol blanco —otra espiral del ADN del antiguo Hollywood—, le dio algunas instrucciones:

—Recuerde que Coronel es el nombre de pila del señor Ferguson. No posee ninguna graduación militar. Aunque resulta apropiado que sus empleados se refieren a él como «el Coronel» al hablar de él o como «Coronel» al hablar con él, usted debe llamarlo señor Ferguson, o señor. Si él la invita a llamarlo Coronel, entonces llámelo Coronel. —Esa última orden fue el primer indicio (y habría muchos) de que aquella mujer consideraba que Judith era increíblemente estúpida.

Salieron a un jardín situado en la azotea, con paredes de cristal que daban a Hollywood Hills, una zona de color verde y salpicada de mansiones. Había mesas y sofás estampados que se desperdigaban bajo las ramas frondosas de los olivos; en el centro del espacio había una barra circular, detrás de la cual un camarero rallaba jengibre sobre un trío de vasos de martini. Una versión house de una canción de los Rolling Stones sonaba muy fuerte. Allí donde mirara Judith, veía cabellos rubios coronando una piel lustrosa. Tuvo la sensación de que la escoltaban hacia las profundidades de los nueve círculos de «estar a la última».

El Coronel estaba sentado a una mesa junto a la pared del lado occidental de la azotea. Iba vestido igual que en la galería, con un traje a medida sin corbata, y el pin con la bandera estadounidense en la solapa. Hojas de cálculo, mapas y planos cubrían la mesa que tenía delante; con una mano se sujetaba el teléfono junto a la oreja, y con la otra agarraba un lápiz rojo, con el que de vez en cuando apuntaba un número o trazaba una línea en algún papel. Lo cierto es que se le veía demasiado grande para la silla sin brazos en la que estaba sentado, y por los bordes de la mesa colgaban los extremos de algunos papeles, pero el efecto era el de un hombre que desbordaba su entorno, más que de un hombre fuera de lugar. Judith descubriría que era un hombre que redefinía los espacios que lo rodeaban.

Siguiendo las indicaciones de su guía, Judith esperó en silencio mientras él hablaba por teléfono, sin que el Coronel se diera por enterado de la presencia de ninguna de las dos.

—¿Y cómo sabemos cuántas de esas unidades están ocupadas?… ¿Cuándo, más o menos?… Bien. Debes saber que sé que tiene vínculos con la Junta de Control del Juego de Nevada, y puedes decirle que sé por qué. Dile que todo lo que hay entre esa parcela y la vía de acceso a la Interestatal 215 ya es mío, y ahora sé que es cuestión de tiempo… Si nos da largas bajaremos hasta dieciocho. Quiero que todo esté acabado a finales de año… Exacto. Lo sé. —Colgó—. Puedes llevarte todo esto —le dijo a su secretaria, que comenzó a recoger los papeles delante de él—. Siéntate —le dijo a Judith, dirigiéndole apenas una mirada. Judith se sentó—. Stephanie, a ver si puedes traerme un poco de café. —Su secretaria asintió y se dirigió hacia la barra. Entonces el Coronel dirigió la mirada hacia Judith y la estudió con detenimiento—. Veo que te has puesto el collar —dijo por fin—. ¿No te parece demasiado hortera?

Ella contestó:

—Sí, quería disculparme por…

—No seas tan creída —dijo interrumpiéndola bruscamente—. No te he traído aquí para que te disculpes, y no he hecho que te despidan porque hubieras herido mis sentimientos. —Le dirigió una de sus sonrisas siniestras y cautivadoras—. ¿Qué te parece este sitio? —preguntó, abarcando con la mano la totalidad del jardín, todos los que estaban en él, y quizá también las vistas de las colinas que había abajo—. ¿Esto también te parece hortera?

Judith se tomó su tiempo para mirar a su alrededor, percibiendo que había una respuesta correcta a la pregunta, y no quería equivocarse. De los olivos colgaban unos faroles de mimbre redondos; en un rincón, detrás del Coronel, había una estatua de Buda de un metro veinte de alto —sonreía sereno con las manos juntas—, una pieza bien hecha con pintura dorada envejecida.

—Yo no diría hortera —contestó Judith—. Aunque, desde luego, no es mi sitio.

Judith pensaba continuar, pero él soltó una carcajada que resonó como un obús.

—Por supuesto que no es «tu sitio». «Tu sitio» es una sala oscura y pequeña en alguna biblioteca. Esa no es la cuestión.

—¿Cuál es la cuestión, entonces? —respondió ella bruscamente. Comprendió que ya había conseguido herir su orgullo, y estaba decidida a no permitir que esa interacción acabara como la primera. Pero descubriría que él también tenía su manera de definir las interacciones —y a la gente incluso— para que se adaptaran a sus propósitos.

—La cuestión —contestó el Coronel, recostándose en su butaca y adoptando una pose abiertamente profesoral— es que este lugar y tu galería son dos versiones distintas de lo mismo. Cuadros de veinte mil dólares o dos mil al año por el privilegio de sentarte aquí arriba y beber un cóctel de dieciocho dólares. Diferentes embalajes para clientes distintos, pero el mismo producto y por la misma razón.

Su secretaria regresó con el café.

—¿Les digo que cojan el coche, Coronel? —preguntó la secretaria mientras colocaba la taza y el platillo sobre la mesa, dirigiéndole a Judith una mirada de desdén apenas disimulada.

—Baja y diles que esperen —contestó—. Tengo que hablar con ella. —Judith observó cómo la secretaria encajaba esas palabras como un golpe (aunque, por supuesto, no protestó) y se marchaba.

El Coronel estudió la cara de Judith con más calma, como si examinara por separado sus labios, sus mejillas, su frente y su nariz. Mirarlo fijamente a los ojos no disminuyó la incomodidad del proceso: era como si ese color que iba perdiendo intensidad —el azul oscuro de las esferas exteriores iba adquiriendo tonos más suaves hasta alcanzar una especie de blanco alrededor de las pupilas— les otorgara una profundidad cóncava desorientadora.

Al final el Coronel la liberó de la tiranía de sus dos ojos, dio un sorbo de café, levantó un maletín que tenía junto a la silla y sacó una carpeta sencilla de color manila. La abrió y examinó ostentosamente su contenido.

—Judith Klein Bulbrook —comenzó a decir—. Nacida el 8 de junio de 1983. Entre los cinco y los dieciocho asistió a la Academia Femenina Gustav. Fue la mejor alumna de su curso, además de todo lo típico. Fue a la Universidad de Yale, donde se graduó summa cum laude —destrozó la pronunciación— y escribió una tesina titulada «Motivos arquitectónicos del arte sagrado y la mentalidad artística moderna», que apuesto que es tan apasionante como suena. Sus padres, David Bulbrook y Hannah Klein Bulbrook, ambos profesores de literatura inglesa del Evans College, murieron en el 11-S. Mi más sincero pésame, por cierto —murmuró con los ojos aún en la carpeta. (Eran las únicas ocasiones en las que se le veía incómodo: cuando tenía que mostrar, o fingir, algo parecido a la compasión)—. Abandonó un programa de doctorado en Princeton —prosiguió— y seis semanas después se trasladó a Los Ángeles. Votante demócrata registrada desde abril de 2001, pero al menos no ha votado nunca. No tiene ningún historial médico interesante, aparte de que le arreglaron la nariz en un hospital francés —levantó la mirada—, sin cirugía estética, por su aspecto. —Pasó una página—. Casi todos los cargos que hay en su tarjeta de crédito son de comestibles y comida preparada, de manera que no le falta el dinero, aunque le aconsejaría que no guardara sus 876 342,39 dólares en una sola cuenta corriente de Citibank que solo le da un 0,05 de interés anual. Pero es evidente que ignora completamente los detalles de sus finanzas, considerando que ha gastado casi ochenta mil dólares en el alquiler de un piso de una sola habitación junto a Highland Avenue. Qué más… —Pasó otra página—. Tiene una tía que trabaja en un centro de yoga bikram en Denver, pero no hay ninguna razón para pensar que lo sepa, pues lleva años sin hablar con ella. Tiene una prima en Europa con la que a veces intercambia algún correo electrónico, pero esa es toda su familia digna de mención. No tiene amigos íntimos ni nadie a quien llame de manera regular. Ahora está sin empleo —en ese momento puso su sonrisita—, pero eso no es culpa suya. Antes de eso tenía un historial laboral coherente, aunque nadie con quien haya trabajado tiene gran cosa que decir de usted personalmente, ni bueno ni malo. Sexo aquí y sexo allá, pero solo sexo, y solo aquí y allá. —Cerró la carpeta y la dejó caer sobre la mesa—. Mi impresión es que su vida consiste en cenar sola en un apartamento de mierda, un trabajo que acaba de perder y que era la única razón por la que se levantaba por la mañana, sexo pongamos seis veces al año, y que si mañana la atropellara un autobús solo habría una persona o ninguna en su funeral, dependiendo de si su tía podía tomarse un día libre en su centro de yoga. ¿Esta es su vida?

Judith había encontrado fascinante oír cómo explicaban su vida de ese modo. Sus ojos se habían posado en la carpeta que el Coronel había dejado caer sobre la mesa. Toda su vida había cabido en esa carpeta. Pasó otro momento antes de que ella levantara la vista y le contestara.

—Sí, esta es mi vida.

—Lo que demuestra lo que vale un título de Yale —dijo en tono burlón.

Judith no sabía si antes había logrado resistir su mirada, pero le pareció que cedía a ella de una manera nueva.

—No sabía qué otra cosa debía hacer —le dijo.

El Coronel asintió con su cabeza afeitada, como si admitiera algo en su fuero interno. A continuación cruzó las manos sobre su considerable vientre y le dijo:

—Le contaré algo de mí. Mi padre trabajó en un matadero avícola de Denton, en la parte occidental de Texas. Era un borracho, y murió antes de que yo cumpliera ocho años. Mi madre se hizo cristiana renacida e intentó ganarse la vida cantando música religiosa. Pasé mi infancia en la parte trasera de un Chrysler Sedan, yendo a festivales religiosos y a pícnics de la iglesia, a cualquier sitio que nos dieran comida gratis. Cuando tenía doce años me fui a vivir a California con mi tía, que tenía un bingo en el que cabían doscientas personas. Y a pesar de la tragedia y la terrible pobreza en la que me crie, conseguí entrar en el negocio del juego. Cuando el estado de Misisipi, sabiamente, legalizó el juego en el condado de Tunica en 1990, abrí una sala antes de que los casinos de Las Vegas pudieran encontrar el lugar en el mapa. Los ingresos del juego en Tunica pasaron de diez millones al año cuando yo empecé a los mil millones de hoy en día. Es un beneficio que incluso alguien con tu limitado entendimiento de la economía puede apreciar. Hoy en día soy el dueño del edificio más alto de la Franja de Las Vegas, y le lleva unos veinte pisos al segundo, además de otros diecinueve casinos entre Nueva Orleans y Michigan. Tengo cinco casas, mi propio reactor, un caballo que va a correr el Derby de Kentucky, y un yate de treinta metros. En dos ocasiones he logrado reunir más de cien mil dólares para la campaña de George W. Bush, he dormido en la Habitación Lincoln, y me he sentado en tantas juntas directivas, consejos de administración y asociaciones industriales que incluso Shelly Adelson tiene que besarme el culo en las fiestas. Y milagrosamente he conseguido todo esto sin pasar ni un solo semestre en Yale.

»Así, pues, dígame, señorita Summa-Como-Se-Diga, señorita Hija-de-Dos-Doctores-en-Literatura que acabó repartiendo papelitos en una galería de arte. ¿Cuál de los dos sabe más de la vida? ¿Usted o yo? —Al ver que ya no contestaba de inmediato, el Coronel sonrió con satisfacción—. Exacto. Y si escucha con atención, le explicaré algo. —Esa orden era innecesaria: Judith escuchaba atentamente.

»Todo el mundo vive según una idea —declaró—. Y se lo demostraré. —Metió la mano en el bolsillo de la americana y sacó una chequera y una pluma. Con unos pocos trazos, extendió un cheque y se lo entregó—. Es un cheque por dos millones de dólares a nombre de Judith Klein Bulbrook. ¿Lo ve? —Judith lo vio: con la misma letra del dorso de la tarjeta que le había enviado, había escrito su nombre y debajo las palabras “Dos millones de dólares y 00/100”, firmado Coronel Harold Ferguson. Tuvo que admitir que era una imagen atractiva: un cheque a su nombre y por esa cantidad de dinero—. Simplemente voy a suponer que ya ha entendido que soy sincero. Voy a suponer que entiende que si le entrego este cheque, podría ir a su Citibank y depositar los dos millones en esa triste cuenta corriente que tiene. Lo entiende, ¿verdad? —Judith asintió—. Muy bien. Le entregaré este cheque si se pone debajo de la mesa y me chupa la polla. No se preocupe, nadie se lo impedirá. El propietario quiere construir uno de estos en mi casino. Le pagaré dos millones de dólares para ver cómo su cabecita rellena de cultura sube y baja en mi regazo mientras yo estoy aquí sentado. ¿Qué dice?

A Judith se le ensombreció la cara.

—No —contestó.

Él soltó una de sus carcajadas, dio una palmada en la mesa en una especie de furioso deleite y rompió el cheque en dos partes casi iguales.

—Exacto. ¡Exacto! Porque usted vive según una idea. Y su idea es que está triste. Está usted tan tan triste que cree que el dinero no le importa. 876 000 dólares o 2 876 000, le da igual porque sus padres han muerto. —Se inclinó hacia delante—. Bueno, ¿sabe qué? Que les den a sus padres. Que le den a David, y que le den a su esposa Hannah. —Judith sintió que se ponía a temblar mientras él decía esas cosas; la inmediatez, lo físico de su reacción la asustó—. Como ya le he dicho, soy sincero —dijo el Coronel; lo dijo no como disculpa, por supuesto, sino como explicación—. Y le voy a decir lo que están pensando todas las demás personas de esta sala y de esta ciudad. A ellos David y Hannah también les importan una mierda. ¿Dos desconocidos que murieron hace casi una década? Les dan igual. ¿Sabe qué le importa a esa gente? Los cócteles de dieciocho dólares. Los cuadros de veinte mil dólares. Que te hagan una mamada, o que te asciendan, o conseguir otro gramo, u otro más, u otra pulgada de aquello de lo que han decidido que no pueden prescindir. Porque así funciona el mundo. —Judith observó que la coronilla se le había puesto roja—. A todos sus amigos de la Ivy League y a sus colegas de las galerías de arte les gustaría pensar que hay mucho más que eso, pero de hecho es todo muy sencillo. El mundo gira basándose en un principio y solo uno: la acumulación. Conseguir Más. Tener Más. Eso es lo que hace girar el mundo. —La rojez de la coronilla se le propagó por la frente—. Olvídese de sus pinturas de nada, olvídese de la tristeza que cree deberle a sus difuntos padres. Todo son chorradas. Deje que le diga una cosa: su jefe la echó por las buenas. —Chasqueó los dedos con fuerza—. No me preguntó nada, ni siquiera tuve que insistir. ¿Cuánta gente en su vida cree que no intentaría joderla por un par de cientos de miles de dólares? ¿Cree que su tía no lo haría? ¿O su prima, la que vive en Europa? ¿Hasta qué punto les importa que sus padres murieran? ¿Cree que en realidad le importa a nadie más que a usted? —La rojez se le había propagado por la cara, oscureciéndole la nariz sobre el amplio hueco de las fosas—. No mucha gente tiene el valor de vivir según mi idea. Prefieren contarse cuentos de hadas: la gracia de Dios, la fraternidad universal o la bondad humana. Apuesto a que sus padres eran grandes creyentes en la bondad humana, justo hasta el momento en que las cinco personas más devotas con las que tuvieron la mala suerte de toparse estrellaron su avión contra un edificio. Creo que ahí tiene todo lo que necesita saber de la gracia de Dios en nuestro mundo. Al final, mi idea es la única que importa. La única que cuenta. ¿Y quiere saber cómo lo sé? —Colocó un dedo sobre la mesa, la taza de café tembló sobre el platillo—. Yo estoy aquí porque no me da miedo cómo funciona el mundo; me he hecho a mí mismo tal como funciona el mundo.

Se recostó en la butaca y volvió a juntar las manos sobre el vientre. La rojez de su cara fue disminuyendo. A continuación sus ojos volvieron a estudiar la cara de Judith.

—La admiro por tener el valor de vivir según su propia idea —prosiguió—. Equivocada, por supuesto, pero de todos modos hace falta valor. Y hoy en día no te encuentras con mucha gente valiente de verdad. —En ese momento Judith sintió cómo se sonrojaba, de una manera intensa y desinhibida, porque que ese hombre te llamara valiente le pareció la respuesta a un problema que la había acompañado toda la vida—. Y sé lo que puede conseguir una persona que tiene la fuerza suficiente para dedicarse plenamente a una idea, siempre y cuando sea la idea correcta. Siempre y cuando sea mi idea. Siempre y cuando —dijo— le interese.

Un destello cerca de los círculos pálidos de sus pupilas le sugirió a Judith que él sabía que estaba interesada, más que interesada: fascinada. Pero parecía necesario —a él, a ella— que Judith lo dijera. Los ojos de esta se posaron sobre la estatua de Buda que había detrás del Coronel: los ojos serenos, sin pupilas, la túnica, la sonrisa serena e indiferente. Volvió la mirada hacia el Coronel.

—Sí, estoy interesada.

El Coronel volvió a abrir el maletín, sacó una sola página plastificada y la colocó sobre la mesa, entre ambos, casi con suavidad. Era evidente que allí había cosas que le inspiraban veneración. Sobre la página se veía la representación digital de una torre: más ancha en su base, se alzaba en plantas circulares que se iban estrechando, cada planta estaba cubierta por ventanas negras en arco; el color crema de la fachada en la parte inferior se intensificaba hasta convertirse en un rojo sangre en lo alto, sugiriendo un impulso creciente en su ascenso. En torno a la torre se agrupaban varios edificios más pequeños: una sala de conciertos, un centro comercial y un estadio deportivo, como averiguaría Judith. Justo delante de la torre había un lago, salpicado de diminutos veleros.

—Este es el Centro Babilonia —le dijo el Coronel—. Casi dos millones de metros cuadrados de juego, entretenimiento, tiendas y viviendas. Será el proyecto de construcción más grande de la historia de Las Vegas, una ciudad dentro de la ciudad: mi ciudad. Hoy en día en el centro de Las Vegas no hay más que casas de empeños, antros para fumar metanfetamina, solares vacíos, y propiedades municipales de las que no saben cómo librarse. Voy a convertirlo en esto. —Dio unos golpecitos sobre la página—. Todos los que se dedican a mi negocio ponen pies en polvorosa o se van a Macao. Yo no. Yo me quedo. Yo construyo. La gente no parece darse cuenta de que nos estamos quedando sin América. Ya no queda mucha. Y el momento de hacerse con lo que queda es cuando lo puedes comprar a treinta centavos el dólar.

—Dios mío —dejó escapar Judith en voz baja; no por ningún aspecto de lo que había visto u oído, sino por todo ello: por la escala de esa creación ex nihilo.

—Lo que le ofrezco es una oportunidad —le dijo el Coronel—. Puede seguir alimentando su tristeza secreta hasta que acabe como una de esas ancianas que compran comida de gato para toda la semana porque no les gusta salir de casa. O puede contribuir a construir una ciudad.

No es que Judith no estuviera dispuesta, pero se le presentaba un problema práctico.

—Pero yo no sé nada de… la industria de las apuestas. ¿Qué tendría que hacer?

—En primer lugar, es la industria del juego —la corrigió bruscamente—. Las apuestas son algo que lleva la mafia, y puede acabar con los pulgares rotos si se dedica a ellas. El juego es diversión para toda la familia, y en el futuro, nunca tendrá que decirme nada de la larga lista de cosas que ignora. Soy perfectamente consciente. Para empezar —añadió—, comprará arte para mis casinos. Puede que al final consiga sacarle provecho a su título de ciento cincuenta mil dólares, lo crea o no. Aunque solo sea porque algunos tratantes se quedan impresionados al oír el sonido de la palabra «Yale». Después —dijo encogiéndose de hombros—, ya veremos. No todo el mundo tiene estómago para el negocio inmobiliario de Las Vegas. Pero tengo la impresión de que usted podría tenerlo. —Sabía manejar con astucia los hilos de sus emociones, empujándola con un insulto, atrayéndola con un cumplido, enfrentándola a sí misma. Y también ella era consciente de lo que el Coronel estaba haciendo, pero descubrió que no tenía armas para resistirse—. Para empezar, voy a sacarla de ese apartamento de un dormitorio de Highland y la voy a trasladar a una de mis propiedades en Las Vegas. Uno de mis asistentes personales trabajará con usted para crearle un aspecto que no recuerde a una galleta Oreo. Si va a representarme, su aspecto ha de ser caro. También le encargaré a un asesor financiero que haga algo de verdad con el dinero de sus padres. Incluso le pagaré un sueldo. Pero lo que voy a proporcionarle en realidad es una educación. No la que obtuvo de su profesor de historia de no sé qué cojones moderno, ni de sus padres. Una educación de verdad. Considérelo un aprendizaje.

El Coronel recogió el papel y lo devolvió a su maletín; se puso en pie, y ella también. Volvió a mirarla de arriba abajo, esta vez de manera definitiva: de pie en el jardín de la azotea, con el collar de la mariposa que le había regalado al cuello, después de aceptar ir a Las Vegas y trabajar para él.

—Poca gente habría rechazado el trato que le he propuesto —le dijo, y una sonrisa se le extendió por la cara—. Incluso muchos hombres habrían intentado al menos negociar un poco. A lo mejor usted cree que eso demuestra algo. Pero algún día me chupará la polla gratis. Porque así funciona el mundo. Y cuando eso ocurra, le recordaré esta conversación. —El Coronel le tendió la mano, ella se la estrechó; procuró rodear su mano completamente con la suya—. Me alegro de tenerla conmigo —le dijo. Ella se estaba sonrojando otra vez cuando le soltó la mano. Él recogió el maletín y se fue.

Judith se quedó en el jardín un buen rato, sentía la necesidad de pagar dieciocho dólares por un cóctel. Se sentó a la mesa hasta que el sol comenzó a caer detrás de las selectas propiedades inmobiliarias de Hollywood Hills, y observó la luz del ocaso sobre la cara del Buda: un centelleo anaranjado y rojizo que se iba retirando ante la llegada de la sombra. A continuación se puso en pie y se marchó. No había logrado resolver la cuestión que se había planteado, y en ese momento no podía resolverla, ni cuando le volvió a la cabeza en los meses siguientes: ni mientras contemplaba sus pertenencias empaquetadas una vez más en cajas de cartón, esta vez embaladas por la compañía de mudanzas que había contratado para su traslado a Las Vegas; ni mientras volaba en el reactor privado del Coronel a Berlín, a Hong Kong y a la Art Basel en Suiza, a fin de comprar arte para él; ni mientras estaba sentada en la sala de espera antes de que le operaran la nariz —le hicieron comprender que se trataba de algo imprescindible en su trabajo—, ni cuando la transportaban en la silla de ruedecillas en la peluquería para que viera su nuevo peinado en el espejo. No sabía la respuesta la noche en que se acostaron juntos por primera vez, ni cuando se despertó para verlo desnudo delante del espejo de cuerpo entero, contemplándose con un rigor casi salvaje. Y no la sabía cuando regresó de Ámsterdam y aterrizó en el aeropuerto McCarran y sintió una ráfaga del aire seco del desierto al salir, y se metió en el coche que la esperaba: había dejado la Polaroid arrugada en el bolsillo del asiento que tenía delante en el avión.

En ninguno de esos momentos, ni durante todo el tiempo que trabajó para el Coronel, Judith consiguió tener la certeza de si aquello que había aceptado se parecía más a un cautiverio o a una liberación.