2. Judith, o la buena estudiante

Judith tuvo una de esas infancias felices a las que no les falta de nada y que parecen existir solo como un cuento de hadas al que aspira la mentalidad americana.

Sus padres eran de clase media alta, tenían un empleo estable y eran personas estables, enamorados el uno del otro y de su hija única, empeñados en que Judith tuviera una infancia lo más perfecta posible. La familia iba a esquiar a Colorado, de vacaciones a las playas de Hawái, hacía viajes culturalmente edificantes a París, Londres, Atenas e Israel; fueron de safari a Sudáfrica cuando Judith acabó la primaria. Sus cumpleaños siempre se celebraban por todo lo alto, y recibía un regalo cada una de las ocho noches de la Janucá[7]. Por lo que podía recordar, siempre la animaban, la apoyaban, y continuamente le decían lo especial, inteligente y guapa que era.

Y de algún modo, como respuesta a todo eso, Judith trabajaba sin cesar. Fue una de esas niñas que en la guardería se emocionó la primera vez que le pusieron deberes: le alegró hacerlos y se sintió orgullosa. En el tablón de anuncios de la clase se anotaba el número de libros que cada estudiante había leído, y la hilera de estrellas recortadas que se apilaban junto al nombre de Judith era varios centímetros más larga que la de los demás niños. Se iba a dormir recitando las tablas de multiplicar, del uno hasta el doce; se preparaba para los exámenes de ciencia o de historia creando gruesos montones de fichas que estudiaba una a una, una y otra vez, con una concentración monacal. De niña, su mayor problema de disciplina era que avanzaba en la lectura de los libros de texto en contra de las indicaciones de los profesores.

A los doce años solicitó un tutor a fin de prepararse para el examen de ingreso en la universidad, sabiendo perfectamente que no le tocaba hacerlo hasta dentro de cuatro años. Pero no era de esas chicas que rehuyen los extremos a la hora de prepararse. En una ocasión en que había ido con sus padres a casa de un vecino para la Pascua, pasó el rato en el que los adultos charlaban antes del Séder[8] sentada en la alfombra haciendo deberes de latín sobre la mesita baja del comedor. Al observarla, la madre de la anfitriona —una anciana compacta, con un brillante pelo platino y la piel ajada de alguien que ha pasado la mayor parte de su vida adulta o sobre una estufa o en la playa de Florida— dijo de ella: «Esta niña es como un perro con un hueso». Os, ossis, pensó Judith.

Sus trabajos tampoco se limitaban solo a los deberes. Llevaba a cabo muchas actividades, en teoría recreativas, aunque, a medida que se hacía mayor, cada vez más y más encaminadas a aumentar lo que su padre denominaba «las opciones de entrar en una buena universidad». En la escuela primaria tocaba el piano e iba a clases de francés y de cerámica. En el instituto, a lo ya mencionado se había añadido participar en el programa de las Naciones Unidas, debates, varias sociedades de honor, B’nai B’rith Girls[9] (local y regional) y un voluntariado mensual en el comedor de beneficencia, y también practicaba la carrera campo a través.

Esta última modalidad era en la que Judith se distinguía menos. Aunque en teoría tenía complexión de corredora de larga distancia —tenía las piernas insólitamente largas y era alta desde niña—, no era una mujer atlética, y los rituales de los deportes de equipo (los gritos después de las victorias y los sollozos después de las derrotas) no eran algo natural en ella. De todos modos, la dinámica del deporte le resultaba lo bastante intuitiva y familiar: simplemente lánzate. Y el propósito más importante, tal como su padre tenía que recordarle solo de manera esporádica, consistía en demostrar que era una joven completa.

Al final de su segundo año en la secundaria, quedó claro que Judith poseería créditos suficientes como para graduarse con un año de antelación. Esta situación se consideró digna de una reunión familiar oficial, de manera que Judith y sus padres se congregaron en la sala de estar, se sentaron en el sofá debajo del retrato del abuelo del padre de Judith —un anciano de barba blanca ataviado con una levita negra y una kipá—, que daba la impresión, como había pensado siempre Judith, de haber entrado en el cuadro directamente desde alguna auténtica población judía del este de Europa.

—Seré honesto, soy egoísta —dijo su padre, David, con su tono de broma, medio irónico. Era profesor de literatura, y recientemente había completado una traducción de Los cuentos de Canterbury muy elogiada—. No quiero perder a mi persona preferida en el mundo un año antes.

—No hace falta que lo expresemos así, David —le corrigió Hannah, la madre de Judith. Era una poeta y novelista premiada y artista residente y profesora en la misma facultad en la que enseñaba el padre de Judith—. Cariño —le dijo su madre—, te podemos dar un consejo si quieres, pero en última instancia es decisión tuya. Y te apoyaremos pase lo que pase. Pero —añadió delicadamente— creo que es importante que recuerdes que tienes toda la vida para ser adulta.

—Muy cierto —asintió enseguida su padre, guiñándole el ojo.

—Los días de la infancia son fugaces —dijo su madre, y chasqueó los dedos en el aire, un gesto típico de ella.

Los tres discutieron el tema largo y tendido: sopesaron las ventajas y las desventajas de qué universidad escoger; consideraron la posibilidad de que se tomara un año libre y cómo podría pasarlo; especularon sobre las implicaciones sociales de comenzar la universidad a los diecisiete. Y, al final, Judith decidió que no se graduaría en la secundaria un año antes, sino que pasaría ese curso haciendo créditos de asignaturas que pudieran convalidarse en la universidad, para así poder acabar los estudios superiores un año antes. La lógica de Judith —que fue elogiada por David y Hannah— era que así podría avanzar un año en su educación pero sin sacrificar su último año de instituto con sus amigas y sin tener que entrar en la universidad siendo la novata más joven. Además, era una decisión económicamente prudente: un cuarto año en esa escuela privada, la Academia Femenina Gustav, aunque no barato, siempre sería más barato que un cuarto año en cualquier universidad privada en la que acabara estudiando. Por supuesto, sus padres le dijeron que no pensara en consideraciones económicas. Pero lo cierto es que esa lógica no le importaba nada a Judith, había tomado la decisión porque estaba de acuerdo con su padre: tampoco quería despedirse un año antes de sus personas preferidas. No quería echar de menos sus reuniones familiares.

Tampoco era que Judith tuviera ninguna prisa en acabar con las tareas del instituto. Desde luego, a menudo estaba estresada, y casi siempre falta de sueño, pero esas cosas no importaban. De hecho, la fatiga le proporcionaba cierto orgullo, como si fuera un estado al que aspirara. Desde esa perspectiva, apreciaba mejor el concepto del atletismo: cuando ella y sus compañeras de equipo sudaban mientras descendían tambaleándose la colina de Triangle Street, sentía una peculiar forma de comunión con ellas, la misma que experimentaba cuando los sábados entraba en la biblioteca de la Academia Femenina Gustav y la veía abarrotada de compañeras de clase, con sus gigantescas mochilas llenas de libros y carpetas.

En una fase posterior de su vida —cuando pasaba muchas horas en galerías y subastas, contemplando las obras de arte que quizá comprara para decorar las paredes de los casinos del Coronel—, se preguntaba qué había impulsado a la joven Judith a esforzarse tanto. Si había habido alguien que fuera hija de la clase ociosa, era ella. ¿Por qué, entonces, había tenido tan poco tiempo para el ocio?

Comprendía que en parte se podría atribuir a los caprichos de su ADN: a «quién era». Tenía compañeras de clase en Gustav que fumaban hierba entre clase y clase, y los fines de semana iban a los conciertos de Ani DiFranco. Pero la mayoría —incluso la inmensa mayoría— habían sido unas maniáticas de la autodisciplina, como ella. La diferencia entre la mayor parte de compañeras de clase y ella era el grado que alcanzaba su fervor y su fanatismo.

Judith había llegado a creer que el trabajo era algo intrínseco al hecho de haber nacido en el seno de una familia de clase media alta. En el nivel más básico, Judith y casi todas las chicas de su escuela habían sido educadas para creer que la clave del éxito en la vida era el trabajo duro: para tener la vida y la carrera profesional que deseabas, tenías que ir a una buena universidad; para ir a una buena universidad, tenías que hacerlo bien en la secundaria y en todo lo demás, y para hacerlo bien en todo, hacía falta trabajar mucho. Era la proposición fundamental —la promesa— del éxito, en Estados Unidos. Sin embargo, la intensidad del esfuerzo, comprendió posteriormente, era desproporcionada con esa lógica. Levantarse a las cinco de la mañana, los veranos en el campamento para preparar el ingreso a la universidad, el tiempo pasado estudiando en clase, fuera de clase o en el coche mientras ibas a las reuniones de la Sociedad de Honor Nacional: era como si tuviera la impresión de que se lo debían a sí mismas, a sus padres, a los grandes dormitorios en los que dormían, a los coches nuevos en los que las llevaban y a las piscinas en el jardín en las que nadaban. Era como si el trabajo, en definitiva, no las hiciera ricas, sino merecedoras de serlo.

Para Judith —y para muchas de esas chicas— había otro factor que justificaba su diligencia, aunque en su vida adulta no solía pensar mucho en ello: era judía. Su familia no era practicante en el sentido ortodoxo de la palabra —no seguían las reglas de la comida kosher, no renunciaban a ver la televisión ni a manejar dinero los viernes por la noche—, pero el judaísmo era importante para ellos. Pertenecían a una sinagoga del Judaísmo Reformista, iban una vez al mes para el sabbat y durante muchas de las fiestas principales. Participaban cada vez que se distribuía comida a los pobres y llevaban a cabo donaciones regulares a MAZON y a la Liga Antidifamación, y comprendían que esos donativos formaban parte de la práctica de su religión tanto como comer matzo, un pan ácimo, por la Pascua. Había arte judaico en toda la casa y una mezuzá sobre la puerta de entrada. Hannah, cuya madre era una superviviente de Buchenwald, siempre ambientaba sus novelas en el entorno sumamente judío de Filadelfia en el que se había criado; había ganado la Medalla Brochstein por sus traducciones de poesía yidis. Pero lo que resultaba quizá más definitivo era que entre la familia existía una reverencia colectiva hacia el pensamiento, el mundo académico y la erudición. Para Judith, la obligación de estudiar iba inextricablemente unida a la idea de lo que significaba ser judío. Le habían enseñado que los judíos eran el Pueblo Elegido, y eso no te garantizaba ser excepcional, sino que más bien entrañaba la obligación de perpetuar una tradición que incluía la formulación del monoteísmo, la fundación de muchas de las grandes filosofías del mundo, la invención de la psicoterapia y el descubrimiento de la física relativa. Los momentos en que su sentimiento religioso era más profundo no tenían lugar en el templo, sino más bien cuando estaba en su dormitorio haciendo un trabajo o resolviendo un problema, y oía a su padre teclear en su estudio, y oía a su madre recitar versos en voz baja y delicada. Entonces Judith sentía —le parecía que sabía— que Dios era real, inminentemente real, y que todos formaban parte de algo mucho más grande que ellos mismos.

Pero de adulta, Judith no evocaba demasiado esos recuerdos, y si lo hacía, su atención no tardaba en regresar al Hirst o al Koons que le habían encargado que comprara en una subasta; y quizás acercaba al cuadro una muestra de tela de una cortina: había que preverlo todo.

Cuando Judith comenzó la secundaria, sus padres —a pesar de lo orgullosos que estaban de ella— a veces se preocupaban por su hija, a la que veían demasiado estudiosa, hasta el punto de que quizás excluía las demás cosas que podría haber hecho. Tenía un par de amigas de la escuela primaria, pero no era una chica precisamente popular; durante su penúltimo año de instituto tuvo un novio durante unos meses, pero de inmediato reconocieron que el muchacho no estaba a la altura de su hija (literalmente, pues ella le llevaba casi ocho centímetros). Y aunque no mentían al decirle que la consideraban muy hermosa —interior y exteriormente—, tampoco afirmaban que su belleza resultara convencional.

La propia Judith reconocía que había extraído algunas de las bazas menos deseables del mazo de naipes genéticos de sus padres. Poseía el aire larguirucho y desgarbado de su padre, pero sin la inesperada gracia que le convertía en un buen bailarín en las bodas. Poseía la orgullosa nariz ganchuda de su madre, pero sin la delicadeza de los ojos y la boca que en una ocasión impulsaron a un borracho Hunter S. Thompson a proponerle matrimonio en una fiesta a primeros de los setenta. (Ella lo rechazó, o eso dijo). Pero lo menos afortunado de todo era que Judith había heredado el pelo de la madre de David, al que las chicas de B’nai B’rith llamaban jovialmente afrojudío: negro azabache, áspero como un estropajo, y antigravitacional en su crecimiento. Judith y Hannah probaron innumerables estrategias a lo largo de los años para dominarlo —docenas de acondicionadores distintos, peines de dientes anchos y de diversa composición, mañanas enteras planchándolo, todo un verano de alisamiento profesional—, pero en última instancia concluyeron que la cosa no tenía remedio. Durante toda la secundaria y la universidad, y durante su año de posgrado, Judith llevó el pelo en dos ondas que parecían losas, separadas por la raya a un lado.

Pero Judith no era una adolescente demasiado acomplejada. Había momentos incómodos en los que se visualizaba recorriendo el pasillo de la escuela: la más alta de la clase, con su aire larguirucho, y los codos y las rodillas más prominentes que los pechos. Pero amortiguaba la conciencia de ser una joven de aspecto un tanto extraño con la confianza de que había algo seductor en su extrañeza, en el marcado contraste entre su piel pálida y su pelo negro, en el pequeño lunar redondo que tenía justo debajo del ojo izquierdo. Si su aspecto nada convencional no iba a ser apreciado entonces, tenía fe en que lo sería algún día. Además, la mitad de las chicas indiscutiblemente hermosas de Gustav eran anoréxicas. Literalmente, ninguna de las adolescentes que conocía parecía del todo contenta con su aspecto.

Y no podía evitar sentir al menos cierta satisfacción corporal por el hecho de haber perdido la virginidad con un hombre de veinticinco años.

Los padres de Judith se habrían preocupado menos de la vida social de su hija de haber sabido que aunque era sumamente estudiosa, su personalidad no se reducía a eso. De hecho, se enorgullecía de su carácter abierto. Pero si sus padres hubieran tenido una imagen más completa de la vida de su hija —interior y exterior—, se habrían preocupado más, y con razón.

La intensidad que Judith mostraba en sus deberes escolares no era más que una manifestación de una intensidad general en su carácter de la que era consciente: una especie de avidez insaciable que a veces escapaba a su control. Cuando tenía ocho años, el profesor de su escuela hebrea explicó que el yad[10] que estaba en la urna de cristal sobre el escritorio del director lo habían salvado de una sinagoga lituana quemada durante la segunda guerra mundial. Judith lo robó, y durante dos semanas mantuvo cerrada con pestillo la puerta de su habitación y admiró en secreto la belleza del bronce desgastado del yad, los dedos elegantemente articulados; dormía con el objeto debajo de la almohada, como si intentara absorber la potencia de la pérdida, la supervivencia y la santidad que el objeto le parecía que emanaba. Un día el rabino reunió a todos los alumnos de la escuela hebrea en la sinagoga y les habló durante cuarenta apasionados minutos acerca del legado de la Shoah, de la necesidad de recordarlo en objeto y en pensamiento, del inestimable valor de artefactos como el yad, y después de haber oído tan solo diez palabras de su discurso, Judith comprendió, con la brusquedad de cuando te despiertan de una sacudida, que a pesar de la sensación piadosa que ella percibía en torno a todo el proyecto, había hecho algo muy muy malo. Por suerte (o así lo consideró en aquel momento), consiguió devolver en secreto el yad, y nunca se descubrió que ella fuera la culpable.

El celo de Judith poseía una cualidad indiscriminada, sin dirección específica, y se fijaba en objetos que iban desde lo más o menos predecible, como su religión, hasta lo aparentemente azaroso, como el Antiguo Egipto, que durante su quinto curso de secundaria estudió durante tres meses, memorizando los nombres de todos los faraones del Reino Medio y aprendiendo por su cuenta docenas de jeroglíficos. Al hacerse mayor, Judith simplemente poseía ese celo por poseer: una pasión para niveles o actos de mayor vehemencia e intensidad que los que parecían satisfacer a aquellos que la rodeaban.

Ese celo encontró una nueva vía de escape cuando descubrió la masturbación, lo que creó un vínculo entre el extremismo y el sexo que, como comprendería posteriormente, no era del todo beneficioso. Al igual que la mayoría de muchachas con las que compartía historias al hacerse mayor, al principio no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Contemplaba una escena de cama en una película para mayores de trece años, o simplemente miraba fotos de estatuas griegas, y entonces una sensación desconocida se apoderaba de ella. Se retiraba a su dormitorio, echaba el pestillo, y a base de abrir y cerrar las piernas alrededor de la esquina del colchón, provocaba unas oleadas de sensación que parecían proceder de la fuente de ese algo desconocido. La práctica condujo a métodos más sofisticados, hasta que logró pasarse horas inmersa en un mundo secreto cuyas dimensiones y sensaciones no podía expresar. Naturalmente, comprendió que las demás también se masturbaban; había mantenido La Conversación con su madre mucho antes del primer periodo, y había soportado una clase de educación sexual en sexto. Pero con los ojos muy apretados y las ventanas de su dormitorio abiertas de par en par, creía que nadie se masturbaba así.

Esas diferencias eran importantes para ella. Al igual que muchas adolescentes brillantes (y al igual que muchas personas brillantes de cualquier edad), poseía una preocupación instintiva por ser «normal»: ser como todos los demás, no especial, igual que cualquier otra chica de Gustav. Creía que por culpa de esa preocupación, al menos en parte, la anorexia estaba tan extendida entre sus compañeras: te proporcionaba un secreto, un sufrimiento secreto.

Pero si al comienzo de su segundo año de instituto consideraba la masturbación una señal que la distinguía de sus compañeras de clase, también era consciente de que aún tenía que distinguirse en las demás empresas sexuales. En su clase había chicas que habían llegado a la segunda base, a la tercera, o que incluso habían mantenido relaciones sexuales con chicos de otros institutos. Sin embargo, aparte de unos cuantos torpes morreos durante una partida del juego de la botella en la recepción del bar mitzvá de una amiga, hasta el otoño de su segundo año de instituto la vida sexual de Judith había sido algo del todo solitario. Simplemente no sabía coquetear con los muchachos, no sabía mostrarse atractiva ante ellos, ni transformar las amistades que tenía con algunos en algo físico. El abismo entre los forzados coqueteos en el cine y los dolorosos placeres de un orgasmo le parecía más o menos imposible de cruzar. Y eso frustraba a Judith, no tanto porque considerara que obtendría un gran placer si un muchacho «la sobaba», sino más bien porque el hecho de ignorar algo era opuesto a su carácter, y en realidad a toda su forma de vida. El hecho de no lograr encontrar un novio hacía que Judith se sintiera estúpida. A los quince años Judith no se consideraba una chica solitaria; había tenido varias amigas en la escuela, y vivía con sus dos mejores amigos: mamá y papá. Sin embargo, se daba cuenta de que había formas de compañerismo que se estaba perdiendo. Al fin y al cabo, era una joven que luchaba por ser completa.

Y entonces se enamoró de su profesor de literatura inglesa.

La asignatura se llamaba «Escritores del siglo XIX» y «La invención de América». Judith y las otras dos chicas de su clase, Amanda Veen y Stacy Barashkov, congregadas el primer día en el aula 13, se sentaron alrededor de una mesa de madera circular junto a una alargada ventana que daba a los terrenos del instituto. Gabe entró vestido de una manera que ella acabaría considerando típica de él: una camisa con botones en el cuello y una corbata, unos tejanos y sin americana. Desde luego (¡desde luego!) no era mucho mayor que ella, no hacía muchos años que había salido de la universidad; había impartido literatura creativa y literatura inglesa en Berkeley; el verano anterior había completado dos años de profesor en Uganda para el Cuerpo de Paz, le habían publicado un relato corto en The Kenyon Review y tenía una novela medio acabada en el escritorio de su apartamento. Pero Judith se enteraría de todo eso más tarde. Aquel día, cuando Gabe se acercó a la mesa, con un aire despreocupado y seguro de sí mismo que ella consideró muy masculino —todo lo que sabía Judith de él era que estaba en su instituto, que era muy alto (uno noventa y tres), que tenía el pelo oscuro y la nariz griega—, extrajo un libro con numerosas hojas dobladas y sin sobrecubierta de la cartera que llevaba colgada del hombro, y leyó: «La atmósfera no es un perfume, no tiene el sabor de la destilación, no huele, / es para mi boca desde siempre, y estoy enamorado de ella, / iré a la ribera junto al bosque y quedaré sin disfraz y desnudo, / ansío que esté en contacto conmigo». A continuación cerró el libro y lo dejó caer sobre la mesa, mientras se quitaba la cartera del hombro, y les preguntó:

—Veamos, señoritas, ¿de qué está hablando Walt Whitman?

Así que esto es lo que se siente, se dijo Judith.

Lo cierto es que todas estaban enamoradas de él. Amanda Veen reaccionó encerrándose en un silencio estupefacto que duró todo el semestre; Stacy Barashkov contestando preguntas en clase con monólogos ensayados y deseosos de agradar, agitando las manos caóticamente delante de ella. Judith —en quien las emociones interiores más poderosas solían provocar una especie de calma útil aunque misteriosa (incluso para ella)— concluyó que lo mejor que podía hacer para ganarse su afecto era demostrarle que también era una persona brillante.

Su madre, al leer su primer trabajo sobre Hojas de hierba, dijo con sinceridad que le habría puesto una A si uno de sus alumnos de su curso de «Poesía para poetas» se lo hubiera entregado: esa fue una de las veces en que se quedó incluso un poco sobrecogida por la inteligencia de su hija. Por una cuestión de principios, la escuela Gustav estaba en contra de puntuar con letras, pero Gabe se mostró efusivo en los elogios que escribió al pie de la página, debajo de la conclusión. Para su siguiente trabajo, sobre Emily Dickinson, Judith se pasó horas investigando en la biblioteca, trazando relaciones entre la vida de la poeta en Amherst y los «temas psicológicos» de sus versos. En esta ocasión Gabe también se quedó un poco sobrecogido. Judith procuraba que sus trabajos no fueran demasiado rancios ni pedantes al estilo escolar: quería demostrar que captaba la belleza y la franqueza de su escritura, que compartía la evidente pasión de Gabe por ella, que veía las mismas chispas del mundo que prometía, chispas que ella creía que formaban parte del centelleo de los ojos de Gabe cuando este les leía en voz alta a ella, a Amanda y a Stacy (aunque a Judith le gustaba pensar que solo leía para ella): «Dolor celestial, nos provoca: / no encontramos cicatriz, / pero sí diferencia interna, / donde los Significados están». Sobre todo, ella quería dar a entender que sentía los mismos anhelos que animaban la propia escritura. «El jardín que había detrás de su casa se convirtió para la joven Emily Dickinson en el paisaje imaginario en el que se desarrollaban los dramas que anhelaba y temía experimentar en su vida real», escribió. Era consciente de que quizá se estaba enamorando tanto de la literatura americana del siglo XIX como de Gabe pero, en una interpretación de los acontecimientos quizás un poco demasiado imaginativa, concluyó que en realidad no tenía que haber mucha diferencia.

Sea como fuere, sus trabajos surtieron el efecto deseado, y al pie de su ejercicio de escritura creativa en el que exploraba temas trascendentales en su vida cotidiana, Gabe escribió: «Judith, eres una joven excepcional. Tenemos que quedar un día para discutir a solas lo que escribes». Este comentario —que oscureció el color de sus mejillas de alabastro, cosa que casi nunca ocurría— seguía siendo el punto culminante de una distinguida carrera académica.

Un día, después de las clases, se encontraron en el café del vestíbulo de Gustav. Con su habitual estilo afable y relajado, Gabe le habló de cuando había enseñado en Berkeley y en Uganda; le preguntó por su familia, sus amigos, sus planes universitarios y qué pensaba hacer después. A Judith le sorprendió lo fácil que era hablar con él, o, mejor dicho, lo fácil que a él le parecía escucharla, mantener una conversación con ella. Judith estaba acostumbrada a que los muchachos se quedaran un poco perplejos o descolocados por su actitud que, contrariamente a la de muchas chicas de su edad, no era jovial ni de risa tonta, sino contemplativa y callada. Ella no se consideraba exactamente tímida, sino más bien reservada, aunque se trataba de una distinción que pocos varones adolescentes se molestaban en observar. Pero mientras Judith hablaba con Gabe con su voz mesurada y un tanto baja, él la observaba, la miraba a la cara y respondía a sus palabras, todo ello con un interés y una evidente comprensión que Judith nunca había visto en un hombre que no fuera su padre. ¿Y por qué iba a reaccionar delante de Judith como si fuera un muchacho cualquiera?, se preguntó ella en cierto momento: no lo era. Y Gabe le diría —mucho más tarde— que su manera serena de hablar, la atención que siempre veía en sus ojos, le resultaba intrigante, incluso sexy.

Antes de separarse intercambiaron sus correos electrónicos. Él comenzó a mandarle poemas: al principio de Philip Larkin y de W. H. Auden; después de Pablo Neruda y e. e. cummings. A veces le mandaba un mensaje que consistía en una sola expresión o frase en la línea del asunto: «No hay nada tan espiritual en ser feliz, pero no puedes pasar ni un día sin serlo». «Glamurosa ninfa, con flecha y arco». Ella buscaba el origen de esos fragmentos de poemas o de letras de canciones, comparaba los libros de poemas, compraba los álbumes, le contestaba con poemas y letras de canciones, guardaba e imprimía todos los correos, los guardaba ocultos debajo de la cama en una ajado maletín de cuero que había encontrado en el armario de su madre, y que a veces sacaba por la noche, siguiendo las arrugas del cuero con los dedos, como si leyera en un braille místico y privado.

Comenzaron a verse en el café una o dos veces por semana. Él mantenía un tono informal y generalmente se ceñía a los temas apropiados entre un profesor y un alumno, pero ella pronto empezó a darse cuenta de que a Gabe le temblaba la pierna cuando ella se sentaba, y de que con el dedo daba silenciosos golpecitos al lateral de su taza de café mientras la observaba hablar. Comenzó a hablarle de lo que escribía, de su novela (una Bildungsroman acerca de un hombre que intenta modelar su vida según la del joven James Joyce) y de sus planes para el futuro.

—Tienes alma de persona mayor —le dijo Gabe un día, justo después de salir del café—. A veces pienso que eres mayor que yo.

Fue entonces cuando ella reconoció que Gabe había bajado la barrera que ella había intentado hacerle bajar con todo su poder intelectual: Judith había conseguido expandir la manera en que la percibía.

De adulta, al volver la vista atrás, percibía que después de eso los acontecimientos se habían precipitado de una manera casi inevitable, aunque quizá todo había sido inevitable desde el primer café y el primer correo electrónico. No obstante, en algún momento había ocurrido que los dos querían lo mismo, y entonces todo había sido cuestión de tiempo, hasta que una tarde él le ofreció llevarla en coche a casa; y consiguieron que a los dos se les ocurriera la idea de dar un breve paseo antes de dejarla en casa; y ese paseo les condujo a través de un bosque ralo junto a la ribera de un arroyo, en el que se reflejaba el sol de la tarde, y los dos se sentaron sobre un tronco tan bien colocado en la orilla que parecía haber sido puesto allí para ellos.

—Eres tan extraordinaria —le dijo Gabe, casi con tristeza. Hubo algo en su tono que provocó que el corazón de Judith comenzara a percutirle contra la caja torácica; tuvo que respirar por la nariz a fin de ocultar cómo se le aceleraba la respiración. Eran sensaciones que solo había conocido después de las carreras campo a través más largas, pero en realidad no era un estado desagradable—. Siento una gran conexión contigo —prosiguió Gabe—. Debes de percibirlo. Judith —dijo volviéndose hacia ella, y sus ojos castaño claro solo consiguieron aumentar el derroche de nerviosismo y excitación en su interior—. Basta de chorradas. Estamos pisando un territorio muy muy peligroso. —Judith consiguió asentir con serenidad—. Deberías saber que tengo novia. En California. Emma. —«Tenemos un nuevo enemigo» fue la frase que se le pasó por la cabeza, una frase que, como comprendió de inmediato, procedía de El imperio contraataca, una película que había visto un vergonzoso número de veces con su padre. Eso podría haberle hecho pensar que realmente era demasiado joven para aquello, pero en aquel momento su mente estaba ocupada en otras cosas—. Ahora tengo que llevarte a casa —le dijo Gabe. Por supuesto, ninguno de los dos se movió—. Sigo siendo tu profesor. Podemos ser amigos.

—Quiero más —dijo Judith.

A lo mejor Judith se dio cuenta de que había una línea que él no se permitía cruzar con ella, y quizás eso la impulsó aún más poderosamente a cruzarla, respondiendo de nuevo al insaciable celo que la había inducido a robar el yad del escritorio del director. Judith tomó la cabeza de Gabe con las manos y la atrajo hacia la suya. Ese primer contacto ardía en su intensidad, y para una muchacha de quince años enamorada de la literatura americana del siglo XIX —enamorada de la idea de esa literatura, enamorada de sus pasiones, y de las pasiones que había estado buscando toda la vida— perder la virginidad en la ribera del río, con marcas de ramillas en la piel y el pelo enmarañado en la hierba era todo lo que podía pedir Judith Klein Bulbrook. Cuando él se apartó de ella para buscar en la hierba la ropa interior que había lanzado, ella se quedó mirando el cielo, el sendero de nubes entre las ramas de las copas de los árboles, y sus dedos colgando entre la fría superficie del arroyo. Pensó en lo que acababa de hacer, el lugar al que tenía que volver, el futuro que se abría ante ella, y percibió una perfecta totalidad a lo largo de toda su vida. Comprendió que era el momento más feliz de su vida, y dio gracias a Dios por ello.

Naturalmente, aquel momento no duró. Cuando Gabe regresó a su lado, sujetando con las manos sus bragas amarillo sol salpicadas de florecitas (ella no había previsto que aquel fuera a ser el día), Judith se echó a llorar: de repente, de manera irritante, lo ocurrido aparecía sin disfraces. Tenía quince años y había perdido la virginidad con su profesor de literatura inglesa; estaba echada medio desnuda junto a un arroyo; a su lado había un hombre que tenía sus bragas en la mano. Pero ella siempre lo consideraría un buen hombre por lo que hizo a continuación: se arrodilló a su lado, le acarició los cabellos ásperos y le prometió que todo iría bien.

La relación no duró mucho. Lo cierto es que era demasiado intensa para ambos, y quizás incluso más para él. Gabe estaba agobiado por un enorme sentimiento de culpa: primero por engañar a Emma, su novia californiana, y, peor aún, por no poder desembarazarse de la idea de que se «estaba aprovechando» de Judith, tanto daba lo que ella dijera o que intentara tranquilizarlo. Además, los riesgos pesaban mucho en él, riesgos que no solo afectaban a su relación y a su carrera docente. Judith no creía que sus padres llegaran al extremo de hacer que lo arrestaran por estupro si se enteraban, pero tampoco podía estar segura. Nunca habían tenido ningún desacuerdo serio con ella. Durante el mes que Gabe y ella estuvieron juntos, él perdió peso, le dijo que no podía dormir ni trabajar en su novela. Algunas mañana se le veía tan ceniciento en clase que lo cierto es que ella sentía lástima por él.

Por su parte, Judith se daba cuenta de que su fanatismo la había metido en algo que no comprendía en absoluto. Disfrutaba del sexo —decirlo así era quedarse muy corta—, pero lo cierto es que ese era el problema. La asustaba —casi la aterraba— la manera en que su cuerpo huía de ella mientras se aproximaba al orgasmo, por no hablar de lo que hacía cuando lo experimentaba. Descubrió que le resultaba muy difícil pasar, en una sola tarde, de ser una chica cuyo sujetador nunca había sido desabrochado por otras manos diferentes a las suyas a convertirse en un ser sexual hecho y derecho. Comenzó a desear que en algún momento la hubieran magreado. Y todo aquello hacía que se sintiera como alguien un tanto ajeno a su propia vida; alienada, aunque no demasiado, incluso de sus padres, a quienes había mentido por primera vez. A veces se sentía alegre y otras arrepentida; eufórica y medrosa, con remordimientos de conciencia. Esos cambios de ánimo nada tenían que ver con la persona que sabía que era: le parecían algo muy adolescente. Fue en una cafetería a unos veinte minutos de la ciudad, mientras sopesaban si debían pasar una noche juntos en casa de ella aprovechando que sus padres salían de la ciudad el fin de semana, cuando ella observó que acababa de doblar el barato tenedor metálico de la mesa y que lo había dejado formando un ocho: en ese momento decidieron, sin mucha discusión, que aquello tenía que terminar.

Aquella noche Judith volvió a leer todos los correos electrónicos y los poemas, como si reviviera su antigua euforia en forma de pesar, y estuvo sollozando hasta que se durmió. Pero cuando se despertó al día siguiente descubrió que se sentía aliviada. Y mientras aquella mañana recorría los pasillos de Gustav, comprendió que tenía un secreto que sobrepasaba el de cualquier otra chica de la escuela. Mientras pasaba de una clase a otra, con los libros apretados contra el pecho y ese nimbo de pelo negro flotando sobre su pálida frente, imaginó que si alguien la observara de cerca, percibiría que ese centelleo que ella había visto por primera vez en los ojos de Gabe ya era algo permanente en los suyos. (En aquella época no consideraba que hubiera entablado la relación por eso, pero para cuando vivía en Las Vegas, no estaba tan segura).

Sin embargo, su relación tuvo un desdichado colofón. Judith tomaba la píldora desde que tenía trece años, a fin de que sus periodos fueran regulares… pero nadie saca una A en todo. Y Judith —que era una alumna de secundaria cuya mente, en cualquier momento, estaba extremadamente ocupada con tropecientos pensamientos, tareas y actividades—, no era tan perfecta a la hora de acordarse de tomar la píldora. Le prestó mucha más atención después de comenzar a mantener relaciones, desde luego, pero como había aprendido en su clase de educación sexual de sexto, después de comenzar a tener relaciones sexuales puede ser demasiado tarde.

Cuando el periodo se le retrasó cinco días, se lo contó a Gabe. Estaban sentados dentro del coche, cerca del inicio del sendero, donde habían tenido relaciones sexuales por primera vez. Un verde sopa de guisantes se extendió por la cara de Gabe, y su expresión no fue tanto de pánico como de progresiva catatonia. Luego se echó a llorar.

—Lo último que quería era arruinarte la vida —dijo.

Esta vez ella lo consoló. Como parecía que cada vez era más probable una emergencia, la dominó uno de sus estados de calma. Judith lo tenía todo pensado: se lo diría a su madre, pero no a su padre; no revelaría la identidad de Gabe, y creía que su madre respetaría su decisión; iría al centro de salud de la universidad, donde la habían llevado toda la vida cuando tenía un resfriado o una inflamación de garganta, y allí abortaría. Y sería terrible, se dijo, pero era la manera de obrar más lógica, y al final se encontraría bien. Lograría vivir con ello, y seguiría pudiendo ir a cualquier universidad prestigiosa que deseara, y seguiría siendo renombrada en cualquier campo de estudio que escogiera. En resumen, no arruinaría su vida: se desarrollaría tal como estaba prevista.

Cuando Gabe dejó de llorar, intentó sobreponerse —por alguna razón, tuvo que quitarse la corbata— y dijo:

—Vale, muy bien, vamos a que te hagan la prueba de embarazo.

Fueron en coche hasta un Walmart que estaba a cuarenta minutos por la autopista. Sin embargo, cuando llegaron Gabe volvió a caer presa del abatimiento. Con los hombros caídos y encogidos, las manos amarradas al volante y los ojos sobre el cuentakilómetros inactivo, le dijo:

—No puedo entrar contigo. —A lo que añadió—: Podrías hacerte la prueba en el lavabo. Podríamos averiguarlo ahora mismo. —Que pronunciara aquella sugerencia la dejó estupefacta, pero se serenó e intentó no culparlo. A fin de cuentas, se recordó que él podía ir a la cárcel por ello.

Judith mantuvo la compostura al cruzar el aparcamiento. No obstante, mientras entraba en la cavernosa tienda sola y alargaba el cuello para leer los carteles que quedaban a tres metros sobre los pasillos —artículos de acampada, artículos de cocina, electrodomésticos, comestibles— comenzó a perder la sangre fría. Buscó entre infinitas estanterías y vitaminas, cremas y tampones, y por fin encontró las pruebas de embarazo: había docenas, en un expositor que le iba de los tobillos a la frente; y, mientras se quedaba mirando todas aquellas cajas, comprendió que no quería hacer aquello de ninguna manera: hacerse una prueba de embarazo en el lavabo de un Walmart, abortar a los quince años.

—Dios mío —dijo para sus adentros—. Por favor, no me hagas esto. Juro que a partir de ahora seré más lista.

Escogió la prueba más cara, concluyendo que un criterio imperfecto a la hora de escoger era mejor que ninguno. Lo llevó a la parte delantera de la tienda, lo colocó sobre la cinta en la cola de la caja y, a continuación, para disimular, puso dos revistas y un paquete de chicles encima. La mujer que estaba en la caja registradora no era mucho mayor que ella, afroamericana, llevaba unos pendientes dorados y redondos, y las uñas largas y muy decoradas. Pasó el paquete de chicles y la revistas por el escáner, y cuando llegó a la prueba de embarazo le lanzó a Judith una mirada interrogadora de arriba abajo.

—¿Sabes lo que es esto? —le preguntó. Judith la miró sin expresión. Esa era una conversación que de ninguna manera, de ninguna manera quería mantener—. ¿Cuántos años tienes, trece? —El raciocinio estaba abandonando a Judith, una sensación más desconcertante aún ya que nunca la había tenido. La aterraba que aquella mujer pudiera llamar a sus padres. Pero entonces la mujer de la caja simplemente negó con la cabeza y pasó la prueba por el escáner—. Trece años y estás aquí sola —dijo cuando el escáner pitó—. Siempre te decepcionan, ¿verdad?

Judith agarró la prueba de embarazo, dejó las revistas y se fue corriendo al cuarto de baño, y consiguió cerrar de un portazo y echar el pestillo antes de llorar. La realidad de todo aquello se alejaba cada vez más del paisaje imaginado e invadía su vida real.

—Por favor, Dios mío —dijo—. Por favor, por favor, por favor.

Por suerte, el lavabo era para una sola persona: solo ella, el lavamanos, el espejo y la taza. Extrajo la prueba de embarazo de la caja, leyó las instrucciones de principio a fin (aunque lo esencial estaba claro solo con mirar el dispositivo: «Orine aquí»), se bajó las bragas y se sentó en la taza. Llevó a cabo una última respiración de súplica, bajó la mirada hacia las bragas y vio que acababa de venirle el periodo.

—Gracias, Dios mío —susurró—, gracias, Dios mío, Dios mío, gracias.

Después de ese trauma, Judith y Gabe restringieron sus interacciones al aula. Incluso los correos electrónicos parecían demasiado tensos y peligrosos emocionalmente. A veces, cuando él leía en voz alta en clase, parecía que la miraba con una atención especial, pero aparte de eso jamás hubo ningún indicio exterior de que hubieran sido nada más que una estudiante excepcional y su profesor favorito. Una manera un tanto triste de acabar aquella relación, se dijo Judith, aunque se trataba de una tristeza de la que, como descubrió, podía disfrutar. En cualquier caso, podían haberse dado finales mucho peores.

Aquel verano Judith se fue de viaje a Israel, y cuando volvió Gabe ya se había trasladado a California: había dimitido de Gustav y había aceptado una plaza de profesor en una escuela privada de Santa Bárbara. Judith supuso que estaba viviendo con Emma, pero él no se lo especificó en el correo electrónico, breve y serenamente emotivo, que le escribió, el último que ella colocó en el maletín de cuero debajo de la cama. «Judith, eres una mujer tremendamente prometedora —le escribió—. Estoy impaciente por ver todo lo que vas a conseguir». Durante un tiempo, ella también estuvo atenta a lo que él conseguía, aunque la novela que ella esperaba nunca apareció.

Hasta que terminó la secundaria no salió mucho con chicos, ni tampoco lo intentó. Durante su penúltimo año de secundaria tuvo ese novio que sus padres consideraban que no estaba a su altura, aunque lo cierto es que ella también pensaba lo mismo. Era capitán de un equipo de debate al que Gustav había derrotado en una competición regional: ella lo encontraba cariñoso pero en última instancia sin interés, guapo pero impaciente e inexperto en las cuestiones de cintura para abajo. En general, no resistía la comparación con Gabe, y Judith se contentó con esperar a encontrar un compañero romántico más digno de ella. Lo cierto es que estaba satisfecha con ser simplemente otra chica de Gustav durante una temporada. Nunca olvidaría lo afortunada y lo dichosa —hasta qué punto alguien velaba por ella— que se había sentido en aquel cuarto de baño al comprobar que conservaba el privilegio de esa condición; al descubrir que su mundo, que por un instante había parecido tan frágil, era de hecho tan duradero.

Pero cuando estaba en Las Vegas, eso no eran más que recuerdos: sentimientos envidiables y vanos.