2. Jonah sobre la tierra seca

Montañas color ceniza, agrestes, recortadas y apacibles, alzándose a lo lejos ante un cielo sin nubes de un azul diluido. Desde esas montañas, desplegándose como una alfombra o buscando el primer plano como un océano la orilla, había kilómetros y kilómetros de valle sin cultivar, de un color verde y amarillo turbio, interrumpidos en algún lugar poco digno de mención por el bordillo más alejado de la ciudad, agrietado e inclinado, la última alambrada que representaba el límite exterior de la extensión explotada de Las Vegas antes del desierto. Y varios kilómetros de asfalto y de Franja, y una extensión de casas idénticas estilo rancho y un mecánico de automóviles y un club de strippers sin ventanas y un cartel (mercadillo de armas, restaurante, abogado especializado en divorcios), y en el interior de todo eso estaba la esquina en la que se encontraba Jonah. Un poste telefónico en el cual habían pegado con cinta un cartel escrito a mano sobre papel amarillo, donde leyó un número telefónico y las palabras «¡COMPRAMOS CASAS! ¡EN EFECTIVO!».

Calle abajo desde la parada del autobús en la que se había apeado, pasó junto a varios indigentes, encorvados en la acera, o de pie, casi en mitad de la acera, entre bolsas de plástico llenas a rebosar. Los indigentes solían agruparse en esa parte de la ciudad, como si fuera donde estuvieran situados la mayor parte de servicios municipales destinados a ellos: los comedores benéficos, los refugios y los bancos de alimentos. Por esa razón el barrio era llamado Pasillo de la Esperanza, aunque Jonah no se podía imaginar a quién quería alentar o impresionar ese epíteto.

Aquella mañana había llegado a la iglesia que era su destino. Antes de ir a Las Vegas, había considerado que las iglesias eran algo tan recargado como las catedrales europeas, o que eran esos pintorescos edificios con campanario de Nueva Inglaterra, o esas iglesias de lujo chabacano de California. La Iglesia Nadie Tiene Mayor Amor era un edificio de hormigón pintado en rojo de una planta y en forma de L que rodeaba un aparcamiento vacío, y alrededor de la cual había una verja de hierro forjado, y cuya puerta principal se mantenía abierta gracias a un bloque de hormigón ligero. Jonah apretó el botón de la verja; al cabo de un momento oyó que se abría con un chasquido. Empujó, cruzó el aparcamiento y entró.

Había aprendido a no esperar largas hileras de bancos de madera, ni un altar tras una cruz flanqueado por vitrales de colores. El interior era completamente blanco —paredes pintadas de blanco, techo blanco, suelos de vinilo blancos—, y había luces fluorescentes, y unas cuantas hileras de sillas plegables que llegaban hasta la parte delantera, y en un rincón había más sillas plegables amontonadas. Se veía una cruz, pero puesta casi por obligación: dos listones de metal pulido atornillados a la pared. El efecto general le hizo pensar en la sala de espera de un dentista, aunque había visto cosas peores. Antiséptico, limpio.

Al entrar, una mujer hispana —baja, regordeta, con un jersey turquesa y pantalones— apareció por una puerta de la parte delantera de la sala.

—Lo siento —dijo Jonah, aunque no estaba seguro de por qué se disculpaba, pero siempre se sentía incómodo cuando entraba por primera vez en esas iglesias—. Busco al pastor Keith, llamé ayer…

—¿El señor Jacobs?

—Jacobstein.

—Llamó y habló con el pastor Keith —afirmó la mujer.

—Sí, fui yo.

La mujer le dirigió una mirada a la que Jonah ya estaba acostumbrado: desconcertada y curiosa, esa mirada de «¿cómo ha acabado este hombre aquí?». Tampoco es que no le recibieran bien en las iglesias que visitaba; de hecho, a menudo lo saludaban con un sincero apretón con las dos manos y la afirmación de que «todo el mundo» se alegraba de que hubiera ido. Sin embargo, Jonah comprendía que no encajaba en el perfil de la típica persona que entraba en una iglesia del centro de Las Vegas y pedía hablar con el pastor. Y, para ser justos, si la mujer se preguntaba qué estaba haciendo en su iglesia un exabogado joven, blanco, vestido de manera conservadora y perfectamente afeitado, bueno, él también se lo preguntaba.

La mujer lo acompañó hasta el sótano de la iglesia, un espacio mucho más acogedor, en opinión de Jonah: los suelos de vinilo eran de color madera, y las paredes estaban empapeladas de naranja. La mitad de la sala estaba ocupada por muebles cubiertos con telas, estanterías en las que se apilaban devocionarios gastados, y una nevera que zumbaba con un sonido metálico. Al otro lado había una puerta, y un trozo de cinta adhesiva pegada con las palabras «Despacho del pastor Keith» escritas en rotulador rojo. La mujer llamó y habló rápidamente en español; una voz masculina le contestó en español, y la mujer abrió la puerta, sonrió y le hizo una seña a Jonah para que entrara.

La sala en la que entró Jonah era tan pequeña que sospechó que se había construido como armario. En el suelo se amontonaban los folletos, los fajos de papel sujetos con una goma, y más devocionarios con el lomo roto. La pequeña mesa metálica que había al fondo también estaba abarrotada de cosas, y había un ordenador que no tendría menos de diez años. En la pared que había detrás de la mesa colgaba una pancarta de tela morada en la que se habían bordado las palabras «¡JESÚS SALVA!».

El pastor Keith se puso en pie cuando entró Jonah. Era un robusto afroamericano, encorvado, con unas gafas de culo de vaso, vestido con corbata y un chaleco, que llevaba un móvil sujeto al cinturón. Rodeó la mesa para estrecharle la mano a Jonah.

—Bienvenido —dijo.

—Gracias, le… agradezco que me dedique su tiempo —contestó Jonah. Percibió un intenso olor a flores en la habitación: una elevada dosis de ambientador.

La mujer que estaba en la puerta intercambió con el pastor unas cuantas palabras más en español, y a continuación salió y cerró la puerta.

—Tiene que perdonar a Fernanda —dijo el pastor—. Pronto comenzaremos el servicio diario de reparto de comida. —Tenía una áspera voz de bajo y pronunciaba las palabras lentamente, como si estuviera acostumbrado a hablar con gente que quizá no comprendía lo que estaba diciendo. Señaló dos sillas plegables que se apoyaban contra la parte delantera de su escritorio—. Nos sentaremos aquí —dijo. La habitación estaba tan abarrotada que cuando se sentaron sus rodillas casi se tocaban—. ¿En qué puedo ayudarle, hijo? —dijo el pastor.

—Espero que pueda ayudarme a encontrar a una persona —contestó Jonah.

Después de las muchas semanas en Las Vegas, después de las muchas iglesias que había visitado —grandes y pequeñas, ricas y (la mayoría) pobres—, después de todas las conversaciones parecidas que había entablado, había descubierto que esa era la manera más eficaz de comenzar. La petición no sonaba extraña a los cabeza de congregación de Las Vegas.

—¿Y quién es esa persona? —preguntó el pastor.

—Es una amiga, y sé que trabaja en el sector inmobiliario en Las Vegas.

—¿Y cree que podría ser feligresa nuestra?

—No, pero sé que trabaja en un acuerdo inmobiliario que concierne a una iglesia. —El pastor asintió—. Es alta, metro setenta o setenta y cinco, tiene el pelo rubio y corto. Es más bien… reservada. Se llama Judy, o Judith… —El pastor esperaba que continuara. Y Jonah se sentía ridículo cada vez que llegaba a esa exigua descripción de Judith, pero después de tantas semanas buscando, eso era más o menos lo que sabía de ella. No había conseguido averiguar nada, de hecho, aparte de lo que había averiguado en Ámsterdam. Era como si aquel día, al dejar el banco, hubiera cerrado una especie de puerta a su espalda.

—¿Sabe el apellido de su amiga? —preguntó el pastor.

—No —admitió Jonah.

El pastor se acercó las gafas a los ojos.

—Me temo que no puedo ayudarle.

—¿Usted no trabaja con ninguna empresa inmobiliaria ni nada parecido?

—Lo siento, hijo —replicó el pastor con una amable voz de consuelo.

Por entonces Jonah ya no se sentía decepcionado cuando los pastores, los sacerdotes, los doctores o los reverendos (había más formas de dirigirse a ellos de las que había imaginado; y también muchas más iglesias en la zona metropolitana de Las Vegas) le decían que no sabían nada de ella. Y la verdad es que tenía la impresión de que no esperaba oír otra cosa.

—Sabía que la posibilidad era muy remota —murmuró.

—¿Solo ha venido a vernos porque sabía que esa mujer estaba intentando comprar una iglesia? —Jonah asintió, plenamente consciente de lo inverosímil que sonaba—. ¿Por qué esta iglesia y no otra?

—También he probado en otras —dijo.

El pastor lo miró con detenimiento.

—Esa mujer debe de ser importante para usted.

—Bueno… es importante para mí encontrarla.

—¿Qué busca realmente, hijo? —le preguntó el pastor en un tono benevolente—. ¿Qué espera encontrar en esta mujer?

El olor sintético a flores le hacía cosquillas en las fosas nasales; Jonah se frotó con cuidado la nariz todavía sensible. Esa era la parte de la conversación que siempre procuraba evitar: la cuestión del porqué. Pero había descubierto que era tan inevitable como la parte en que le decían que ninguna Judy o Judith con esa descripción había puesto jamás el pie en esa iglesia.

—Solo quería disculparme con ella.

—¿Le hizo daño?

—Sí, es posible, eso creo. Pero la verdad es que lo único que…

—¿Y quiere que ella le perdone?

—Mire, es muy complicado —le dijo al pastor.

—No, hijo, no lo es. —Con uno de sus dedos carnosos señaló la pancarta de «¡JESÚS SALVA!»—. Busca el perdón aquí, y todo te será perdonado. ¿Se portó mal con ella? ¿La metió en la droga, el alcohol o el juego? ¿Le pegaba? ¿No ha hecho de padre para el niño que tiene con ella?

—La verdad es que solo la vi una vez…

—Jesús le perdonará por todo. —El pastor se llevó las manos a los muslos y se inclinó hacia delante en la silla—. El amor que busca es el amor de Cristo.

Jonah había considerado ponerse la estrella de David para ir a esas visitas, para proclamar desde el principio que era judío y que por tanto no estaba interesado en el lote de Cristo Redentor. Pero si la evangelización le parecía fatigosa e incómoda, también percibía —al menos en ese caso— que había algo sincero en ella. Aquel hombre quería ayudarle, y esa era la mejor manera que conocía. Por desgracia, era una ayuda equivocada para el problema equivocado—. Mire, la verdad es que solo busco a esta mujer. ¿Judy, rubia? —intentó por última vez—. Habla alemán y…

El pastor se quitó las gafas y se las limpió con un pañuelo que sacó del bolsillo.

—Me temo que no puedo ayudarle —repitió.

Sin las gafas, tenía una expresión de cansancio: unas gruesas bolsas debajo de los ojos, más oscuras que la piel. Había descubierto que muchos líderes eclesiásticos tenían ese aspecto. Jonah casi quiso disculparse por no mostrarse más receptivo a la evangelización.

—Como ya he dicho, agradezco que me haya dedicado su tiempo. —Fue lo máximo que pudo ofrecerle—. ¿Puedo dejarle al menos mi número y mis señas de contacto, por si…? —Pero «por si» ¿qué? En caso de que Judith apareciera por allí con el deseo de comprar una segunda iglesia, ¿en nombre de quién la compraría? De todos modos, procuró no considerar fútil esa búsqueda. Sí, había muchas iglesias en Las Vegas, pero Judith tenía que tener alguna conexión con alguna de ellas—. Bueno, solo por si acaso —remató.

El pastor volvió a ponerse las gafas.

—Por supuesto —dijo. Cogió un papel de su mesa, lo miró un momento, y se lo entregó a Jonah. Parecía ser una de las páginas de en medio de un sermón, presumiblemente (y ojalá) pronunciado mucho tiempo atrás. Jonah anotó su nombre al dorso, su correo electrónico y dónde se alojaba. A continuación le devolvió la página al pastor.

—Me necesitan en la cocina —dijo el pastor, doblando perfectamente el papelito y colocándoselo en el bolsillo de la pechera del chaleco—. Será un placer acompañarle a la salida.

Salieron del armario-despacho y cruzaron la sala blanca de la iglesia. Mientras pasaban junto a las sillas apiladas de la esquina, el pastor dijo en un tono un tanto embarazoso:

—Los domingos ya no hay tanta gente como hace cinco años. Hace diez éramos muchos más.

Sorteando el bloque de cemento que había en la entrada, salieron al exterior. Jonah parpadeó ante la luz del sol. En Las Vegas le parecía más luminoso, y el aire del desierto más translúcido. Cuando las pupilas se le hubieron adaptado, vio que se había formado una cola de gente en torno a la cerca que rodeaba la iglesia; doblaba la esquina del lateral del edificio, donde debía de encontrarse el comedor benéfico. Casi todos eran hombres, aunque también había algunas mujeres, en una variedad de razas y de edades, sin embargo casi todos eran de mediana edad o mayores. Había un hombre de labios y mejillas rojos y bulbosos, cuyo pelo le sobresalía de la cabeza en curvas grasientas, que miró con suspicacia a Jonah y al pastor; otro hombre tenía un aspecto casi jovial, llevaba una camiseta de baloncesto azul y naranja, una mochila al hombro, y daba unos saltitos enérgicos sobre un pie y luego sobre el otro; otro hombre llevaba una sudadera amarillo maíz y tejanos, las manos hundidas en los bolsillos, y farfullaba con los ojos cerrados. Jonah no vio a Judith entre ellos, aunque tampoco esperaba verla. Sin embargo, comprendió que mientras estudiaba aquella cola, había buscado algo que todas aquellas personas pudieran tener en común. Pero aparte de que todos iban vestidos con ropa sucia, no vio nada, a excepción de que hacían cola delante de un comedor benéfico.

—Servimos a más de cien personas al día —dijo el pastor, observando cómo Jonah contemplaba la cola—. Aunque solo tenemos medios para cincuenta. Pero aquí no rechazamos a nadie.

—¿Cómo lo consigue? —preguntó Jonah.

—Fernanda —contestó el pastor—. Los buenos cristianos la aprecian. ¿Sabe?, perdió un hijo en las calles. Pero aquí obra milagros cada día. Dios se manifiesta a través de la gente, hijo.

Jonah no estaba seguro de que la cola que tenía delante fuera una prueba de ello. Él y el pastor contemplaron cómo una familia entera se colocaba al final de la cola: un hombre de mirada penetrante y flaco como una escoba; una mujer que llevaba a un niño de la mano y a otro en brazos, este vestido apenas con una camiseta y pañales.

—Casi siempre ves las mismas caras, claro —dijo el pastor con el mismo azoramiento con que le había explicado por qué había tantas sillas apiladas—. En los últimos años hay más gente haciendo cola que asistiendo al servicio. Hago lo que puedo para animarlos. Sin embargo, es difícil predicar a un hombre hambriento. Un hombre hambriento quiere comida, aunque al final eso no le salve.

—Sí, pero está claro que el trabajo que hace es muy importante —respondió Jonah, sin estar del todo seguro de a qué fin quería apaciguarlo con esas palabras.

—Ahí fuera hay mucha gente que hace lo que puede para sus hermanos y hermanas —contestó el pastor—. El Ejército de Salvación un poco más abajo, las Organizaciones Benéficas Cristianas en Owens… —Volvió a acercarse las gafas a los ojos—. El doble de gente ahí fuera, y la mitad dentro de las iglesias —murmuró. Su expresión de fatiga parecía haber aumentado, o quizás era que al sol resultaba más perceptible. Señaló con la barbilla la cadena montañosa que se alzaba sobre los edificios de techo plano y una sola planta del barrio—. El desierto se acerca —declaró. A continuación añadió, sin que Jonah comprendiera a cuento de qué—. Llevo en la iglesia desde que tenía ocho años. —A Jonah solo se le ocurrió asentir—. Al menos puede tranquilizar mi conciencia prometiéndome que no le desea ningún mal a esa mujer que intenta encontrar —dijo el pastor, volviéndose hacia Jonah.

—Le diría que lo que le deseo es todo lo opuesto al mal —contestó Jonah.

—Entonces rezaré para que la encuentre. Y si está en el plan de Dios, seguro que la encontrará.

Jonah se mostró escéptico, pues tenía sus propias ideas acerca de lo predecibles que eran las intenciones de Dios.

—Bueno… gracias —dijo.

—Que Dios lo bendiga, hijo —dijo el pastor.

—Eso, lo mismo le deseo —murmuró Jonah, que aún no tenía muy claro cómo responder a esas palabras, aunque las oía en cada iglesia. Lanzó una última mirada a la cola de gente, que ya rebasaba la fachada de la iglesia y llegaba a la gasolinera cerrada con tablones que había al lado. Y al final se fue calle abajo, de vuelta a la parada del autobús donde había empezado.

Jonah subió a un autobús que iba en dirección sur, hacia Las Vegas Boulevard, la Franja. Podía medir el avance del autobús por la creciente frecuencia de moteles y de capillas de bodas rápidas visibles desde la ventanilla. En la Franja cambió de autobús y decidió que regresaría al apartamento que había alquilado. A veces visitaba dos iglesias en un día, pero el efecto era siempre muy desalentador, doblemente desalentador, por así decir.

Se apeó del autobús delante del Wynn, uno de los casinos más sofisticados de la zona: una suave curva de cincuenta pisos de cristal dorado y marrón. Eso casaba más con Las Vegas que había visitado durante su estancia anterior, con algunos compañeros de la universidad: un oropel gestionado con esmero, caros restaurantes y clubs nocturnos, la pérdida de varios cientos de dólares del dinero de sus padres: litros de alcohol. Uno de los primeros indicios de hasta qué punto había subestimado el tiempo que estaría en Las Vegas fue su decisión de, recién llegado de Ámsterdam, buscar alojamiento en la Franja, tal como había hecho en sus vacaciones anteriores. Buscó habitación en el Mirage, un complejo turístico con un turbio oasis y de temática polinesia (más o menos), solo de una categoría inferior al Wynn. Después de menos de una semana de regresar de sus frustradas visitas a las iglesias al incesante jolgorio del casino, se deprimió profundamente. Jonah descubrió que existía un número limitado de veces que podías pasar junto a un bar vacío donde sonaba Don’t Stop the Music antes de que quisieras darte con la cabeza contra la pared más cercana. El complejo de apartamentos donde estaba viviendo también era bastante deprimente a veces, pero al menos suponía un descanso del cuento de hadas de los casinos.

Comenzó a caminar hacia el sur, hacia la parada de su próximo autobús. Pasó junto a la variedad humana habitual de la zona: los latinos con sombrero enseñando sus tarjetas satinadas con fotos satinadas de prostitutas; una despedida de soltero con camisetas a juego, provistos de bebidas en originales vasos de plástico; un grupo de turistas de pelo gris, mirando embobados y contentos a derecha e izquierda; y residentes de cara impertérrita que simplemente intentaban ir del punto A al punto B, igual que cuando él vivía en Nueva York y cruzaba Times Square.

Durante sus primeros días en Las Vegas, intentaba estudiar todas las caras que pasaban, pensando que encontrar a Judith sería algo tan simple como toparse con ella. (En aquella época tenía mucha confianza, el impulso de una gran fe). Pero todo ese escrutinio infructuoso resultó ser descorazonador y agotador. También lo dejaba atónito la variedad y la combinación de posibilidades que descubría de narices, ojos, pelo, dientes y mejillas; y en cada cara se veían grabadas sus propias ideas, su propia historia, su propia concepción de sí misma, y cada una, de manera terca y total, no era Judy. Y en un lugar como la Franja había tal densidad de coches, de bares, de restaurantes, de casinos, de ascensores, de escaleras mecánicas, de centros comerciales, de tiendas, de puestos de venta y de salones de juego —todo ello un hervidero de gente— que por cada cara que veía percibía que se estaba perdiendo una docena: grupos que desaparecían dentro del restaurante, nucas de pelo rubio subiendo por unas escaleras mecánicas, peatones por un puente demasiado lejano para distinguirlos claramente. Lo peor de todo eran las falsas alarmas: momentos en que de repente estaba convencido de que la había encontrado, sentía una mezcla adrenalínica de dicha y de terror, pero en el momento en que estaba diciendo «Judith» ya sabía que no era ella. La sucesión de decepciones era peor que una docena de infructuosas visitas a iglesias. Al final decidió ahorrarse esa búsqueda tan literal de una cara en la multitud, aunque cada vez que se acercaba alguna chica delgada y rubia, aún no podía resistir mirarla con una esperanza decaída y efímera.

Era finales de noviembre, y en la Franja habían comenzado a colocar las decoraciones navideñas. Pasó junto a un hombre vestido de Santa Claus que se sacaba fotos con los turistas por un dólar; habían envuelto los troncos de las palmeras de las medianeras con ristras de luces; al otro lado de la Franja, la pantalla de vídeo de quince metros que había delante de Treasure Island anunciaba inscripciones gratis en la sala de póquer para el torneo de Nochebuena, con cien mil dólares en premios. Pero (al igual que en casi todo lo que sería la Franja, en opinión de Jonah) había cierta irrealidad en todos esos toques navideños. El detalle fundamental es que resultaba muy difícil tener un espíritu navideño cuando fuera estabas a veinte grados y el aire era tan seco que casi todas las mañanas se despertaba con la nariz sangrando.

Se acordó de los rituales navideños de Nueva York que comenzaban en esa época: la serie de fiestas en la oficina donde corría el alcohol, la elaborada decoración de los escaparates de los grandes almacenes y las listas de regalos que apretaban manos enguantadas. A lo mejor también había algo artificioso en esas tradiciones, pero consideraba que la Navidad siempre conseguía infundir a la ciudad y a sus residentes una joie de vivre estacional y de mejillas sonrosadas, o lo más parecido a la joie de vivre a la que podían aspirar los neoyorquinos.

Se daba cuenta de que sentía añoranza. Pero al detenerse en un semáforo —esperó junto a una mujer que empujaba un cochecito con un bebé vestido con un body en el que se veían los números 7-7-7— se le ocurrió que no sabía muy bien qué añoraba realmente. Lo cierto es que no deseaba reanudar su vida en Nueva York tal como había sido antes, y sabía que, incluso si hubiera querido, no podría. Desde luego, no deseaba regresar a Roxwood, ni tampoco a la casa flotante para vivir con Max (que había llegado al extremo de reprimir las lágrimas cuando Jonah se marchó). Aún recordaba con cariño a Zoey, pero le parecía que haberla dejado en paz en los últimos meses era quizá la única decisión indudablemente correcta que había tomado. Cuando cambió el semáforo y cruzó la calle —observó cómo la mujer que empujaba el cochecito subía con torpeza a la acera—, se dijo que lo que realmente añoraba era una vida que le resultara familiar: que le resultara natural, normal. La mitad del tiempo que pasaba en Las Vegas le parecía absurdo; de hecho, era una locura.

Pero no es que no hubiera intentado encontrar a Judith de una manera más sencilla. El día después de encontrársela en Ámsterdam, había regresado a la galería de arte de Margaretha, pero estaba cerrada, y el día siguiente habían inaugurado una exposición diferente. Al final se puso en contacto con el propietario del lugar, que tenía una dirección de correo electrónico de Margaretha, pero esta no contestó a ninguna de sus súplicas solicitando información de su prima. Dudaba que Margaretha fuera una de esas personas que están pendientes del correo, y reconoció que era posible que, aunque hubiera visto sus correos, Judith le hubiera pedido que no contestara, le hubiera dicho que no quería saber nada de él. En cuanto a su otro (y tenue) vínculo con Judith, Becky seguía sin dirigirle la palabra, y Aimee no había contestado a las notas que Jonah le había enviado a través de su blog sobre comida. Comprendía que si todos le tomaban por un repugnante gilipollas, solicitar que le pusieran en contacto con una mujer a la que apenas conocía tampoco iba a ayudar mucho.

No había logrado encontrarla en Facebook ni en LinkedIn, ni en ninguna de las otras páginas que al parecer utilizaban todas las demás personas del planeta. Resultó que en septiembre de 2001 se habían matriculado muchas Judiths en Yale; y todavía eran más las que habían ido al campamento Ramah la década anterior. Y lo cierto era que a lo mejor había encontrado su nombre durante sus horas de búsqueda en Google, lo había tenido ante las narices, pero sin una foto, ¿cómo podía saberlo?

Al final había probado todos los métodos razonables que se le habían ocurrido, y, en ese punto, ya no veía más opciones. Lo único que sabía de la vida de Judith en aquel momento era que residía en Las Vegas y que trabajaba para una empresa inmobiliaria que estaba comprando una iglesia. Así que se fue a Las Vegas y comenzó a repasar la lista de iglesias en las páginas amarillas. ¿Cuánto tiempo podía llevarle?, recordaba haber pensado. De nuevo, en aquella época gozaba de una gran convicción.

Pasó junto a un bar al aire libre en el que un hombre con el pelo engominado y peinado para atrás y con un pendiente le gritaba a un micrófono: «¡Hoy tenemos kamikazes a tres dólares todo el día!». A continuación Jonah llegó a otro cruce y tuvo que doblar la esquina para llegar a unas escaleras mecánicas que ascendían hasta un puente peatonal que permitía cruzar la calle. Una de las (muchas) cosas que había acabado desagradándole de la Franja era que no podías caminar en línea recta de una punta a la otra: para recorrerla tenías que pasar por un laberinto de pasarelas, escaleras mecánicas y pasillos rodantes, de manera que, aunque creías que estabas caminando por la Franja, en cualquier momento podías acabar, a mitad de camino de un puente cubierto, en la entrada de Harrah’s, y esa, naturalmente, era la intención.

Sobre el puente peatonal, un hombre con un pañuelo negro y una harapienta cazadora de motero, que tenía la frente salpicada de costras y unos ojillos poco más abiertos que una rendija, estaba sentado en cuclillas al sol sobre una toalla sucia con la bandera estadounidense, junto a un cartón en el que se leía: «¡UNA AYUDA, POR FAVOR! VETERANO DE VIETNAM. DIOS BENDIGA A ESTADOS UNIDOS». Mientras visitaba las iglesias, Jonah se encontraba con gente de una pobreza extrema con bastante regularidad, y el hecho de verlos una y otra vez no le ayudaba a acostumbrarse. En muchos aspectos, el efecto era el opuesto. Dudaba mucho que ese hombre fuera veterano de Vietnam. Siendo generoso, probablemente habría tenido unos doce años cuando acabó la guerra. Pero Jonah sabía que en verdad no importaba. Sacó un dólar de la cartera y lo dejó en el arrugado vaso de plástico que el hombre tenía a sus pies. Mientras este murmuraba un «Gracias, hermano» con voz ronca, Jonah se acordó de repente de la mujer del metro a la que le había dado cuarenta dólares aquella tarde que iba con Sylvia. Era difícil creer que los cuarenta dólares le hubieran hecho ningún bien, ni que ese dólar fuera a hacerle ningún bien a ese hombre. Y había personas así sentadas en cada puente peatonal de la Franja, y en muchos otros lugares. Recordó algo que había dicho el pastor, y que en aquel momento le había parecido absurdo: «El desierto se acerca».

Jonah había sentido el impulso de hacer de voluntario en algunas de esas iglesias y en otras organizaciones benéficas; daba dinero cada vez que alguien insinuaba que su institución necesitaba fondos; todo aquello le parecía, de una manera visceral, lo correcto. Incluso acordó con un pastor proporcionar asesoría legal gratis a su comunidad local. En teoría, ese era el servicio más valioso que podía ofrecer, aunque no había dado ningún fruto: sencillamente no podía hacer gran cosa para alguien que no tenía ninguna identificación con foto, ni certificado de nacimiento, ni tarjeta de la seguridad social y cuyo coche, en el que vivía, había sido incautado de manera ilegal. Jonah no había aprendido a ayudar a alguien en esa circunstancia. Lo único que sabía hacer era ayudar a la BBEC.

Lo que le frustraba era saber que objetivamente tenía mucho más que gran parte de las personas con las que se encontraba: más dinero y más formación, estaba más familiarizado con la ley, el gobierno, el mundo laboral y todo lo demás. Sin embargo, no conseguía hacer casi nada por ellos, poco más de lo que había logrado dándole un dólar a ese falso veterano de guerra. Y, además, ¿cuánta gente se le había pasado por alto mientras se inclinaba para dejar el dólar en el vaso? ¿Cuántas podrían haber sido mujeres, y cuántas rubias?

Subió las escaleras mecánicas que salían del puente y llegó a la entrada del Venetian, un complejo gigantesco de arcos y de columnas color crema en un estilo del alto Renacimiento (más o menos), delante del cual había un canal exterior de un azul piscina, en el que unos hombres vestidos de gondoleros que iban en góndola cantaban ópera (¡auténtica!). Para sortear todo aquello tuvo que subir de inmediato otra escalera mecánica que le llevó a otro puente peatonal. Pero decidió entrar en el casino. Tenía hambre, y cuando menos, la Franja ofrecía muchos lugares donde la comida era buena. En algún lugar del Venetian había un sitio de comida preparada en el que había estado una vez donde podía comprar un sándwich digno de Nueva York.

Pasó debajo de un arco y llegó a las puertas de la entrada del casino, de cristal incrustado y tintado para proteger a los que estaban dentro de la luz, la oscuridad o cualquier cosa que ocurriera en el exterior. Por un momento vio su reflejo en el cristal oscurecido, y quizá se vio un poco ojeroso, incluso un poco delgado, y su nariz le pareció una especie de instalación de arte abstracto en mitad de la cara. Ya era noviembre: en julio había pasado el fin de semana del 4 con Sylvia y Philip Orengo y unas cuantas parejas más en una casa que habían alquilado en los Hamptons. Habían comido caldereta de langosta de encargo en la playa, y Philip le había presentado a Georgina Bloomberg. Se había emborrachado más de lo que debería, y por ese motivo al día siguiente Sylvia y él se habían tirado los trastos a la cabeza. Él acababa de reconocer que no estaba en posición de quejarse de su calidad de vida, pero, aun así, Jonah no podía evitar sentirse un poco… disminuido… al ver su reflejo. Abrió las puertas y entró.

Se encontró con un árbol de Navidad de quince metros adornado con ángeles de cerámica de mejillas regordetas al estilo de Rafael, bombillas ornamentales doradas y plateadas, y una versión instrumental de God Rest Ye Merry Gentlemen. Mientras bajaba la escalera mecánica que había detrás del árbol hacia la planta del casino, la música orquestal fue reemplazada por el incipiente tintineo de las máquinas tragaperras, salpicado por los gritos regulares y grabados de: «¡Ha vuelto a ganar!» y «¡La rueda! ¡De! ¡La fortuna!». De manera instintiva recorrió con la mirada los callejones que formaban las tragaperras. Dudaba mucho que Judith fuera jugadora, aunque se imaginó que, si lo era, jugaría a las tragaperras. Pero mentalmente se replicó de inmediato que también podía estar jugando a las tragaperras en cualquiera de los otros veinte casinos que se encontraban en un radio de un kilómetro y medio. Valía la pena mirar, se recordó.

Comenzó a recorrer los pasillos de las tragaperras: se basaban en programas de televisión, películas o deportes; o el tema eran las islas, la fantasía o los dibujos animados; y algunas no tenían tema: simplemente eran máquinas que te permitían apretar un botón y quizá ganar algo de dinero. Ya había dado media vuelta intentando encontrar la tienda de comida preparada. El diseño de aquella zona era el mismo que gobernaba la Franja: si conseguían que te perdieras, podían conseguir que jugaras.

Mientras caminaba, a su alrededor todo tipo de gente metía dinero en las máquinas, y estas lo recibían alegremente con un sonoro golpe. Había un hombre obeso con un andador; una mujer vestida de novia y su pareja de esmoquin; vio a una asiática de unos dieciocho años, quizá diecinueve, ataviada con un vestido de noche muy corto, que sonreía desde la otra punta del casino, sentada en una máquina, sin jugar. A veces alguien ganaba; como mucho levantaba los brazos y lanzaba un grito de alegría, pero solo duraba un momento. Lo más frecuente era que la persona que acababa de ganar apretara el botón de «apuesta máxima», el mismo que apretaba cuando perdía.

Finalmente Jonah se sentó delante de una máquina en cuya parte superior había una pantalla digital que mostraba a Rodolfo el Reno de Nariz Roja, que sin ninguna razón iba armado con una metralleta y masticaba un puro. Jonah se sentía agotado, como si hubiera absorbido toda la fatiga que había visto en la cara del pastor. ¿Qué estaba haciendo allí?, se preguntó.

No había tenido ninguna visión desde que se fuera de Ámsterdam. Tampoco ningún sueño. No había visto al jasid asomando detrás de algún doble de Elvis ni escondido en un bar. Tampoco tenía la impresión de estar evitándolas, como le había ocurrido en Ámsterdam; más bien parecía que habían desaparecido. Al principio lo había tomado como la confirmación de que por fin iba por el buen camino, de que por fin estaba haciendo lo que debía. Pero la sospecha de que era al contrario era cada vez más fuerte: el hecho de haber dejado de tener visiones significaba que una vez más había acabado entendiéndolo todo mal. A lo mejor las visiones no le señalaban a Judith; a lo mejor ni siquiera le señalaban nada. Incluso había intentado rezar, pero sus oraciones, que ya al pronunciarlas le parecían desmañadas, no habían sido atendidas: tan poco atendidas y escuchadas como las que había pronunciado antes, como las de todo el mundo, supuso.

De pie junto al banco vacío de Ámsterdam había estado seguro. Pero ese momento de lucidez había resultado ser tan breve que había comenzado a desvanecerse casi en el mismo instante en que lo percibió. Al cabo de poco, fue lo único que pudo hacer para no dudar de su existencia; lo único de lo que estaba completamente seguro, tan seguro como lo había estado entonces, era de que Judith lo necesitaba, y de que él la había decepcionado.

Pero ¿acaso los hombres no se decepcionaban los unos a los otros cada día?

Mientras escrutaba el inmenso mar de tragaperras en el que nadaban todos los jugadores, le pareció obvio: nunca encontraría a esa mujer. Había dicho que trabajaba para una empresa fantasma, y la premisa fundamental de su empleo era el secreto y el engaño. Aunque encontrara la iglesia que buscaba, el pastor, el sacerdote o lo que fuera a lo mejor no sabía que ella estaba involucrada en la venta, y a lo mejor ni siquiera sabía que había una venta en marcha. O aun cuando él hubiera sabido que Judith se encontraba en el Venetian en ese mismo momento —si el jasid se le hubiera aparecido, se habría dado unos golpecitos en la nariz y se lo habría asegurado—, sus opciones de encontrarla habrían sido casi cero. El hotel tenía docenas de pisos, decenas de miles de metros cuadrados de casino, todo un centro comercial adosado, y la ciudad estaba llena de lugares así, y llena de gente como ella que continuamente abría lugares nuevos. ¿Por qué incluso suponía que lograría reconocer a alguien a quien había visto tan poco? ¿No era posible que hubiera pasado junto a ella una docena de veces y no la hubiera reconocido?

Volvió a mirar a su alrededor. Se preguntó cuántas de esas personas que estaban jugando a las tragaperras eran ludópatas, cuántas de ellas tiraban dólares que necesitaban desesperadamente para comer, para pagar la hipoteca o para pagar la pensión de alimentos de sus hijos. ¿Y cuántas jugaban, igual que él había hecho en la universidad, sabiendo que solo podía ganar, que en el fondo no tenía nada que perder? No sentía ningún tipo de superioridad moral sobre los que veía jugar: no los condenaba, no los compadecía por sus errores. Lo que experimentaba era esa compasión general y ajena a su voluntad que de algún modo había adquirido: hacia los indigentes que hacían cola para conseguir comida, hacia los jugadores de póquer que transportaban su cojín bajo el brazo, hacia los niños a los que sus padres llevaban a los bares de la Franja, incluso hacia los padres que los llevaban. Cuando miraba a su alrededor en el casino del Venetian, se veía a sí mismo en Nueva York, apretando botones en Cunningham Wolf, ¡con tanta ambición!; también se veía a sí mismo deambulando por Las Vegas, buscando a alguien que había visto una vez durante menos de una hora. ¿Quién era más iluso: la pareja que pretendía ganar un bote progresivo de dos millones de dólares el día de su boda, o él intentando encontrar a Judith?

Se llevó la mano a la cara y se frotó los ojos; se pasó la mano por la nariz con mucho cuidado. Déjalo, se dijo. Olvídalo. Y sin embargo, y sin embargo…

Siempre había un «Y sin embargo». Había visto cosas tan reales y tan vívidas que no podía alejarse de ellas así como así. No podía abandonar la esperanza sin más.

—¿Puedo ofrecerle una copa, señor? —Se le había acercado una camarera de cócteles. Llevaba una falda corta dorada y plateada, y sobre la palma de la mano, por encima del hombro, mantenía en equilibrio una bandeja con una docena de copas vacías. Y estaba embarazada: su vientre tenía más o menos el tamaño de un globo terráqueo de la escuela primaria.

—Mmm… Tomaré solo un café —le dijo Jonah.

—¡Un café, no hay problema! —dijo la camarera, decididamente alegre—. ¿Nata y azúcar?

Era de un rubio fresa, debía de frisar los treinta, y tenía la cara delgada y chupada; su sonrisa parecía intentar empujar todos los demás rasgos de su cara.

—¿Qué está haciendo aquí? —no pudo evitar preguntar.

La chica arrugó la nariz en un gesto de vacilación y la sonrisa se le aflojó un poco. Pero Jonah se la imaginaba: una stripper, o una prostituta, o simplemente la novia de alguien, que se había quedado embarazada, y como no podía seguir haciendo de stripper, ni de prostituta, ni seguir siendo la novia de ese alguien, la habían colocado de camarera de cócteles. No era una historia poco frecuente.

—Espere —dijo la muchacha, frunciendo el ceño a modo de disculpa—. Señor, si no está jugando, no puedo…

—Olvídelo, no pasa nada… —Y entonces sacó la cartera y colocó un billete de cinco dólares en la taza que llevaba sobre la bandeja. La chica se lo agradeció efusivamente y se alejó, con el vientre sobresaliéndole al menos unos quince centímetros.

Jonah se puso en pie y siguió dando vueltas por el casino: pasó junto a las tragaperras, las mesas de dados y de ruleta, los bares y la sala de póquer. Estudió todas las caras que pudo, pero al cabo de un rato ya no buscaba a Judith —o al menos no solo a ella—, sino otra cosa, y algo de sí mismo y de todos ellos que le aterraba perder.