8. Judith agonista
Contrariamente a lo que todo el mundo recomendaba, Judith no se tomó unas vacaciones de la universidad. ¿Qué pensaba la gente que haría durante las vacaciones?, se preguntó. Toda su vida se había preparado —absurdamente, ahora se daba cuenta— para una sola cosa: ir a la universidad. El solo hecho de reconocer la falacia —esa ingenuidad— de toda esa preparación no significaba que supiera hacer otra cosa.
Pero el abogado que gestionaba la herencia de sus padres le dejó claro que era la única persona «autorizada» para tomar decisiones importantes, por lo que después del funeral Judith pasó varias semanas en su ciudad, aunque solo fuera para no tener que volver allí nunca más. Se alojó en un anónimo Holiday Inn a veinte minutos por la autopista: quería estar en un sitio donde no la reconocieran, no quería dormir en la cama de su niñez, y la idea de dormir en la cama de sus padres le parecía monstruosa.
Tampoco podía evitar la casa del todo. Tuvo que estar allí para la tasación, y tuvo que estar allí para indicar a los de las mudanzas qué había que transportar a un almacén y qué dejar para la venta de la propiedad, y tuvo que buscar los papeles en el archivador del despacho de su padre. Los detalles que había que atender parecían acumularse de manera incesante, multiplicarse grotescamente. Su tía Naomi podría haber ayudado con algunas de esas tareas, pero nada más terminar el funeral se marchó a California. Margaretha, su única prima, tampoco asistió. Su tía le informó de que le mandaba sus condolencias desde Ámsterdam.
Un domingo Judith se acercó a la casa y se encontró los tres ejemplares del New York Times dominical esperando en sus bolsas de plástico azul en la escalera de la entrada. Era lo único que quedaba de su pequeña excentricidad: un ejemplar del crucigrama del domingo para cada uno. Al contemplar los tres periódicos dentro de la funda, Judith comprendió que los Bulbrook habían sido más peculiares —más raros— de lo que ella había reconocido. Y Judith era la última. Aquel día, mientras recorría la casa —por todas partes había cajas de cartón, con la tapa abierta, en la sala de estar la porcelana estaba envuelta en plástico de burbujas, y habían tirado el colchón de la cama de sus padres, dejando solo el armazón de madera, y el silencio que había en todas las habitaciones hacía palpable la falta de ocupantes—, se sintió como si estuviera recorriendo los restos de alguna civilización desaparecida.
Gabe reapareció más o menos en esa época. No asistió al funeral, y posteriormente Judith no logró recordar si había llegado antes de la ceremonia y no había podido quedarse, o no había podido llegar a tiempo para asistir. Los días de su estancia forzada en su ciudad natal se confundían en su recuerdo, para ella todos eran igualmente fúnebres. Y, en general, tras la muerte de sus padres, cada vez le resultaría más difícil componerlos en una secuencia, dividirlos en días, meses y años discretos.
De todos modos, recordaba haber estado en casa recogiendo las joyas de su madre cuando volvieron a encontrarse. Ya había oscurecido, y hablaron en el porche delantero de la casa. En el jardín delantero ya habían colocado el cartel de «EN VENTA»; las moscas y las polillas rodeaban la única luz del porche. Ninguno de los dos hizo el gesto de abrazar al otro cuando se saludaron.
—Eran unas personas maravillosas de verdad —le dijo Gabe.
—Lo sé —contestó ella.
Por respeto a lo que habían compartido, Judith se ahorró la fácil sonrisa que había acabado dominando, y que tanto parecía apreciar la gente que decía esas cosas. Se figuró que si eran viejos amigos, antiguos amantes, no tenía por qué disimular el escaso consuelo que le proporcionaban esas palabras. Las llamadas que había recibido del rector de Yale, del rector de la universidad donde David y Hannah daban clases, del gobernador del estado y de los dos senadores; la carta que le llegó, firmada con tinta de verdad, de George W. Bush; el funeral en el que docenas de antiguos estudiantes de los profesores Bulbrook acudieron a presentarle sus respetos; los halagos que todos derramaban sobre sus padres cada vez que la veían, sus palabras de compasión meticulosamente expresadas: nada de eso le proporcionó ningún consuelo. De manera igual e inequívoca, todo aquello era No-Consolador. Aquellos días, su pesar le resultaba incontrovertible, e incluso estaba un poco sobrecogida por su magnitud.
—Sé que ellos… bueno, sé que te querían. —Judith asintió—. Sabes, todavía… —comenzó a decir, pero no acabó la frase. Judith se había acostumbrado a que la gente dejara frases sin acabar cuando hablaba con ella. Lo sentía por ellos, cosa que le parecía otra ironía triste y sin gracia.
—¿Cómo te va por California? —le preguntó Judith—. ¿Sigues escribiendo?
Gabe asintió, pero dijo:
—No tanto como antes… De hecho, estoy pensando en matricularme en la Facultad de Derecho. —Judith pensó que Gabe quería saber cómo reaccionaría ante esa idea (quizás incluso esperaba su aprobación), pero la verdad es que no tenía ninguna opinión. Al final Gabe dijo—: Tengo entendido que has elegido Yale.
—Me parecía una buena opción —contestó Judith: otra respuesta rutinaria, aunque esta era cierta.
Quedaron en silencio. Él la miró con pesar.
—¿Qué has estado leyendo? —le preguntó de repente, con auténtico interés, igual que a veces la gente le preguntaba si comía.
A Gabe se le veía mayor, se dijo Judith: un poco más corpulento, un poco más calvo. Pero en general, si hubiera entrado en su clase de literatura inglesa aquel día y hubiera leído un poema de Whitman, y ella hubiera sido otra vez una chica de quince años en Gustav, probablemente se habría vuelto a enamorar de él. Pero ya no era una chica de quince años, y él estaba evocando un mundo (el mundo del arroyo) que ya no existía para ella, si es que podía creer que había existido alguna vez.
—Todo fue un poco tópico, ¿no te parece? —le dijo Judith—. Lo nuestro. Una chica de secundaria y su profesor de literatura. Parecía… tan importante en aquel momento. Pero tampoco hicimos nada que no hubieran hecho miles de personas.
—Judith… —dijo Gabe.
—De todos modos, gracias por venir —le dijo Judith.
Él le puso la mano en el hombro.
—Ya verás como al final tu vida será maravillosa —le dijo.
También consideraba que esos sentimientos ofrecían más consuelo a quienes los expresaban. Le parecía que la gente tenía necesidad de pensar que al final todo le iría bien. Pero ¿qué significaba que todo fuera bien? Y en ese momento Judith le preguntó:
—¿Al final de qué?
Permanecieron allí un momento, con la mano de él en su hombro, algo que antaño habría significado mucho para ella, pero que de pronto, en su silencio y en su aflicción, carecía de la menor importancia. Entonces Judith se acordó de otra cosa: se fue a su habitación y regresó con la cartera de cuero que guardaba debajo de la cama.
—Estas son las cartas que me escribiste. Tengo que vaciar la casa, y no estaba segura de qué hacer con ellas. —Él cogió la cartera, la miró sin saber qué hacer—. Gracias por venir —repitió Judith, y se despidieron (de nuevo sin abrazarse), y esa fue la última vez que lo vio.
Guardó en un almacén tan deprisa como pudo todo lo que le pareció digno de guardar: sobre todo fotos y recuerdos que no soportaba mirar ni ver cómo tiraban. El resto lo liquidó, lo vendió. Y luego regresó a Yale.
El hecho de haber quedado rezagada unas semanas en sus clases fue un reto que agradeció, aunque sus profesores se desvivieron para facilitarle lo más posible las cosas. Pero Judith no aceptó facilidades: al igual que rechazó que la entrevistaran el Yale Daily News, el USA Today, o aparecer en los programas de televisión Good Morning, America, Today Show o en Oprah con otros huérfanos del 11-S; rechazó sentarse en un palco de lujo en el Yankee Stadium, rechazó asistir como invitada de honor a los funerales televisados de Nueva York o de Washington. No tenía intención de encarnar para el público a La Chica Cuyos Padres Murieron en el 11-S: vestida de negro, depositando una corona, valerosa delante de la tragedia. Aunque se considerara capaz de todos esos gestos, su horror instintivo al tópico —más fuerte que nunca, como había descubierto con Gabe— no se lo permitía.
Reanudó las clases de «Filosofías de la religión» con su brillante profesor, y retomó la lectura de À la recherche du temps perdu. Pero el éxtasis que había experimentado anteriormente con ambas cosas había desaparecido; solo encontraba una familiaridad un tanto consoladora en la diligencia, y en la satisfacción, ya sin importancia, de sacar también una A en Yale. Milim Oh, su compañera de habitación, al principio parecía tenerle miedo, al igual que casi todos los estudiantes que conocía de antes. Al menos Milim Oh lo superó lo suficiente como para comportarse como una amiga, aunque en opinión de Judith su relación siempre había sido más de gestos externos de amistad que de verdadero afecto. Judith comprendía que para Milim era muy importante que siguieran siendo amigas, y eso era precisamente lo que imposibilitaba una auténtica amistad. El rabino del campus, Hillel, se puso en contacto con ella, pero su fe en Dios había desaparecido junto con sus padres. «Cualquier Dios en el que valga la pena creer no habría permitido que asesinaran a mis padres», le dijo al rabino. Sabía que esta opinión no era más que otro tópico, pero se lo perdonó porque no cabía duda de que era cierta.
Al comenzar la universidad, había pensado que su asignatura principal sería «Literatura inglesa». Pero leer literatura y escribir acerca de la literatura exigía algo que ya no podía ofrecer. Le bastó sacar una B en un trabajo sobre Los cuentos de Canterbury —su profesor justificó la nota afirmando que «no había conseguido implicarse de manera honesta con la obra de Chaucer»— para convencerse de que necesitaba otra asignatura en la que especializarse.
Lo que le hizo decidirse por la historia del arte fue una asignatura llamada «Arte americano y el mundo posmoderno». A los demás alumnos les costaba captar los rasgos del posmodernismo: las capas acumuladas de abstracción y lo escurridizo del contexto. Pero Judith descubrió que tenía un instinto para ello, a diferencia de sus compañeros de clase no la desanimaba la esterilidad ni lo abstruso. Y descubrió que contemplar el arte —contemplarlo hasta que ya no veías más que una mera amalgama de influencias, intenciones, tendencias y reacciones a lo anterior— era algo que se avenía con su presente estado de ánimo: algo que podía hacer con honestidad.
Se esforzaba aún más que antes. Hacía todo lo que le mandaban en clase, leía toda la bibliografía del programa, e incluso leía libros que en su opinión también podrían haber recomendado. A veces iba directamente a la biblioteca nada más salir de la clase de la tarde, se sentaba en un rincón sin ventanas y no interrumpía su estudio hasta que el bibliotecario le decía que iban a cerrar el edificio, tras lo cual salía a la noche helada y rala en estrellas de New Haven. Y, de nuevo, le faltaba la pasión para los estudios académicos que había poseído antaño, pero su determinación había adquirido una fuerza nueva y sombría.
Y, poco después de su regreso al campus, Judith comenzó a mantener muchas relaciones sexuales. En los términos más burdos: el pesar la ponía caliente. Observó que, desde una perspectiva darwiniana, era una adaptación bastante útil. Si se permitía una visión menos reduccionista del asunto, sin embargo, tenía que admitir que se sentía profundamente sola; tenía que admitir que no sabía cómo sentirse bien. El sexo solucionaba esos problemas, aunque no durante mucho tiempo. Cuando los chicos sabían quién era —o, para ser más exactos, sabían cómo habían muerto sus padres—, por lo general también parecían tenerle miedo. Pero muchos no lo sabían, y había bastantes chicos. Judith descubrió que lo único que tenía que hacer era permanecer lo suficiente en un bar o en las fiestas de las asociaciones universitarias, y al final alguno se le acercaba. Se convirtió en una de esas personas legendarias a las que les da igual dónde va a cenar el grupo: Judith estaba dispuesta a todo. No tenía ninguna inhibición por lo que se refería a las posturas o a las partes del cuerpo; se iba a la cama con chicos y sus novias; en una ocasión tuvo relaciones con dos miembros del equipo de lacrosse; le gustaba atar o que la ataran. La variedad de cuerpos y preferencias que descubrió le resultó sorprendente e incluso fascinante. Nunca podías prever cómo sería alguien sin ropa: dónde tendría vello, dónde se le plegaría la barriga cuando se girara o se incorporara, el aspecto que tendría un pene en relación al resto del cuerpo; cómo se comportaba alguien cuando tenía a su lado a otro ser humano desnudo, dispuesto a hacer con él lo que fuera. A veces pensaba que había una verdad esencial en todo eso, como si los cuerpos proporcionaran la plena y última revelación de una persona.
Durante un semestre salió con el profesor ayudante de su asignatura de «Arte etrusco»; fue quien la introdujo al sadomasoquismo. Judith regresaba del apartamento del profesor y se contemplaba en el espejo de cuerpo entero que había detrás de su puerta —contemplaba la piel blanca y pálida, las magulladuras, las señales de mordiscos y de correazos—, y se veía como desde muy lejos, como si estudiara su cuerpo desde el final de un túnel. Y se preguntaba cuál era la verdad que le revelaba su propio cuerpo. Y mientras quizá trazaba la circunferencia de una contusión en forma de huevo en el muslo, concluía que su cuerpo solo le decía lo que cualquier cuerpo podía decirle a alguien: que eso era lo que ella quería.
Había algunos chicos que, cuando se enteraban de lo que les había ocurrido a sus padres (ella nunca les daba información enseguida, pero nunca lo ocultaba) intentaban consolarla, curarla, salvarla. En lugar de caricias le ofrecían unos mimos supuestamente tranquilizadores, le proponían «hablarlo», le hacían preguntas sobre sus padres, sus sentimientos, la instaban a ir a un psicólogo. Aunque Judith sabía que todo eso era bienintencionado, siempre sentía vergüenza por ellos, ante la insustancialidad de sus palabras de consuelo y, más aún, le irritaba que no le dieran simplemente lo que quería.
—Eso es horrible —decían—. No me lo puedo imaginar. ¿Crees que deberías hablar con alguien?
Y cuando le insistían en que fuera a ver a un psicoterapeuta, ella siempre decía lo mismo:
—¿Qué me van a decir de mí que ya no sepa? —Sabía que se estaba ahogando en la autodegradación, la autocompasión y la desesperación. Pero creía que por fin había encontrado un estado de ánimo equivalente a sus voraces apetitos mentales.
Se graduó en Yale summa cum laude, con distinción en historia del arte, y en tres años, cumpliendo el plan trazado con sus padres. Milim, los padres de esta, e incluso su hermana adolescente asistieron al discurso de graduación de Judith, e insistieron en llevarla a cenar aquella noche, una amabilidad que al final decidió que merecía la pena aceptar. Siempre recordaría el brindis que el padre de Milim —encorvado, setentón— pronunció en la cena. Habló en coreano, y la madre de Milim susurró la traducción al oído de Judith.
—Está orgulloso de ti… Espera que tú y Milim seáis grandes amigas… Sabe que tus padres también están orgullosos de ti…
Después de la cena, la madre de Milim sacó una foto de las tres jóvenes, sentadas una al lado de la otra. Judith había decidido seguir un programa de doctorado en Princeton; Milim había planeado asistir a la Facultad de Medicina en Cornell, después de graduarse al año siguiente. Así que los novatos acabarían ocupando su lugar, aunque a Judith, con solo mirar la fotografía que apareció en la pantalla de la cámara digital de la madre de Milim, le pareció que estaba claro que sus caminos habían sido muy distintos. Judith se había preguntado a veces, en la universidad, qué pensaban de ella los demás: qué imaginaban de esa chica que iba y venía de la biblioteca a horas intempestivas, o se quedaba sentada en silencio con las piernas cruzadas en la cama de sus compañeros de cuarto a la mañana siguiente; qué adivinaban de unos pensamientos tan ajenos a la persona con la que Judith hablaba o follaba. Le parecía que esa fotografía lo dejaba claro. Mientras que las sonrisas de Milim y su hermana eran radiantes y sinceras, la de Judith era distante y apagada; todavía llevaba el vestido color burdeos que se había puesto bajo la toga de la graduación, y su vivo color acentuaba la blancura de su piel; su pelo negro formaba una masa densa sobre su frente, y alejaba un poco la barbilla de Milim, con lo que destacaba aún más el lunar que tenía junto al ojo izquierdo. Judith tenía la impresión de que la pena estaba escrita sobre toda su cara, extraña y espectral, como si fuera la negrura misma de su pelo y su lunar. Tenía la impresión de que cualquiera podía darse cuenta, solo fijándose en aquella remota sonrisa, de que después del brindis había pasado los diez minutos siguientes escondida en el cuarto de baño llorando, en cierto modo agradecida. Habían pasado dos años y medio y aún sentía el dolor —aún lo veía en la foto— como si fuera nuevo: agudo, igual de intenso.
Tres semanas después de graduarse en Yale se había trasladado a Princeton, y el mismo verano había comenzado un proyecto de investigación para uno de los profesores. Había escogido Princeton por la reputación de su programa de historia del arte, y por el entusiasmo con que el departamento la había cortejado. «Contrariamente al resto de graduados, posees una capacidad insólita para criticar el arte no en los términos de aquello a que aspira, sino más bien en términos de lo que es», le había escrito el director del departamento en su carta de aceptación. Judith lo consideraba un elogio perspicaz y muy halagador. Princeton también la atraía porque en ningún momento, durante el proceso de admisión, nadie había sugerido que sería bienvenida a la facultad a causa de su relación con el 11-S. (Algo que sí habían manifestado Harvard, Columbia y la Universidad de Chicago).
Su vida en Princeton no tardó en ser tan parecida a la de Yale —semanas ocupadas por densos e indiferenciados periodos de clases, profesores, diapositivas, lectura, investigación y sexo frenético pero indiferente— que a veces ni notaba la diferencia. Caminaba bajo una arcada de piedra pálida que daba a un patio, examinaba una hilera de libros en un anaquel, buscando un título, cruzaba una desordenada sala de estar en dirección a un estrecho dormitorio o a un futón, y al final se sorprendía al recordar que ya no vivía en New Haven. Se le ocurrió que todo lo que había cambiado para ella en esos tres años eran los nombres que había en las placas de las puertas, los números que figuraban debajo del título de las asignaturas del programa, la forma y las contorsiones de los cuerpos.
Sabía que debía dedicar un poco de tiempo a construirse una vida fuera de la universidad. Pero nada de lo que pudiera incluir esa vida la atraía especialmente. Hacía un posgrado porque tenía que hacer algo. Y al menos el hecho de estar allí permitía que la siguieran considerando brillante y diligente —así al menos la consideraban sus nuevos profesores—, al igual que en Yale y en Gustav, y sabía que así seguirían considerándola mientras siguiera en la universidad.
Comenzó a investigar para una tesis sobre los motivos de la arquitectura gótica en el arte contemporáneo, y obtuvo una beca para pasar el verano posterior a su primer año estudiando en la Sorbona de París. Había visitado la ciudad con su madre cuando tenía nueve años, y a fin de enfrentarse a las dolorosas asociaciones que conllevaba —para arrancar la tirita de un tirón, por así decirlo—, pasó su primer día en París rehaciendo la ruta que ella y su madre habían seguido entre las atracciones turísticas de la ciudad: el Arco de Triunfo y el Panteón; el Sacré-Cœur y la Sainte-Chapelle; el Louvre, el Pompidou, el Musée d’Orsay; la Torre Eiffel y el Jardín de las Tullerías. Lloró durante todo el trayecto: al doblar cada esquina, ante cada recuerdo, tal como había previsto. Pero descubrió algo hueco en la fuerza de ese llanto: le sorprendió que las lágrimas no fueron más violentas, y la pena más intensa. Comprendió que para ella no habría fantasmas ni visiones: la ausencia de Hannah y David era uniforme en todo el mundo. Ese pensamiento la hizo llorar con más fuerza, con la fuerza que parecía haber estado buscando.
En la Sorbona las clases eran en francés, y el personal docente tenía una actitud más exigente que en Estados Unidos, pero si algo de eso suponía un reto un poco mayor para Judith, no tuvo muchos problemas en afrontarlo. Ya tenía soltura: soltura con el francés y soltura en la vida académica. Cuando un profesor anciano que había sido amigo personal de Braque la elogió ante toda la clase por un trabajo que había escrito, Judith de repente se vio a sí misma como una especie de cazadora de alabanzas académicas: iba de continente en continente, tachando nombres de una lista de reconocido prestigio. Quizá podría hacer estudios posdoctorales en Oxford.
Durante su primer mes en París, Judith conoció en su programa a una chica llamada Claudette Laurent. Tenía el pelo rubio, muy corto, una nariz clásicamente francesa —se ensanchaba en el puente y se curvaba de manera elegante en las fosas—, unos ojos grandes y azules, y unos grandes pechos. La verdad es que era preciosa, y a Judith le recordaba a las bellísimas Ashleys y Beths con las que había compartido la secundaria. Cuando ella y Claudette iban por la calle, Judith se daba cuenta de que todos los hombres se volvían, tanto daba lo que estuvieran haciendo. Claudette se comportaba como si no se diera cuenta. Estaba prometida con un hombre mayor que ella, un profesor de filosofía de Lyon, cuya hija no era mucho más joven que Claudette. Esta se reía tontamente, como una colegiala, cuando describía lo guapo que era su novio, su inteligencia y sus talents au lit. Judith lo vio solo una vez: alto, de barba entrecana, brillante y arrogante sin darle importancia, de una manera típicamente francesa. Tenía que admitir que comprendía a Claudette.
Claudette pareció sorprenderse al encontrar en Judith una americana tan inteligente y tan perspicaz en el arte. Y admitió que le intrigaba la religión en la que había nacido su nueva amiga, a pesar de que esta la hubiera abandonado; Claudette decía que Judith era la primera judía que había tenido oportunidad de conocer. A Judith eso le parecía un tanto increíble, y comprendía que, tras haber pasado la gran mayoría de su vida en el noreste de Estados Unidos, se había engañado pensando que había judíos por todas partes. Pero no era el caso, desde luego, sobre todo en Europa.
Por su parte, Judith también encontraba algo fascinante en Claudette… como casi todo el mundo. Además de ser realmente hermosa, era realmente inteligente, y era como si nadie se pudiera creer el milagro genético que representaba esa joven. Judith a veces veía a Claudette como un ave exótica, rara y maravillosa, y la manera en que los demás reaccionaban ante ella —la propia reacción de Judith— ya resultaba cautivadora. Era como si la combinación de belleza física y gracia mental tuviera el efecto de alterar la gravedad social de todo cuanto la rodeaba: los maridos interrumpían a media frase las conversaciones que mantenían con sus esposas cuando ella se presentaba en un cóctel; los profesores más austeros y egotistas no solo se dignaban hablarle, sino que incluso intentaban seducirla y hacerla sonreír. Y la propia Judith —que nunca había sido una persona muy sociable, y en los últimos años aún menos— se sentía innegablemente atraída por ella, hasta el punto de que incluso percibía cierto calor en el vientre cuando Claudette la llamaba o se sentaba a su lado en clase.
Cuando se hicieron buenas amigas, Claudette invitó a Judith a la pequeña población rural donde vivían sus padres, a cuarenta minutos de París. Claudette la acompañó por el camino de tierra que separaba la carretera de la casa, saludó a su anciana perra, Maxime, y madame et monsieur Laurent le sirvieron un almuerzo de cinco horas de duración compuesto de estofado de pato, pisto, espárragos frescos, Merlot de la zona, queso y pan casero. Los Laurent eran personas amables y de pelo gris: monsieur era maestro de escuela, y felicitaba sin cesar a Judith por su acento, mientras que madame había sido actriz de teatro, y su belleza ayudaba a explicar la de su fille.
Durante la vuelta a París tras el almuerzo, Judith le contó por primera vez a Claudette cómo habían muerto sus padres. Los ojos de Claudette se llenaron de pesar, y, frotando suavemente el brazo de Judith, la llamó: «Ma pauvre petite orpheline». Fue en ese momento cuando Judith decidió seducirla. Ya había estado antes con mujeres, y ya había comprendido que su fascinación por Claudette pasaría a lo sexual. ¿Quién hubiera podido resistirse? Pero en ese momento de vacuo consuelo —extrañamente cándido, extrañamente condescendiente— fue presa de un deseo que obedecía no solo a la mera atracción.
Fue vergonzoso, fue grotesco —Judith lo sabía—, pero utilizó su sufrimiento para seducirla. Y cuando Claudette sucumbió, se dijo Judith, acabó siendo, a pesar de su singular inteligencia, a pesar de su singular belleza, poco más que un lugar común: nada más que otra chica francesa excesivamente intelectual fascinada por un dolor que, en su vida, no era más que una abstracción.
Una noche, en el apartamento de Claudette, después de haber estado bebiendo vino toda la velada con sus compañeros de clase en el decimotercero arrondissement, con otra botella de vino vacía ante ellas sobre la mesita baja, Judith se permitió echarse a llorar. No resultaba difícil: solo tenía que pensar en sus padres y en lo que estaba a punto de hacer. Pero no pudo evitarlo. Su lujuria se había entretejido con los celos y con el resentimiento, formando un impulso demasiado imperioso para resistirlo. Cuando Claudette, también llorando de solidaridad, le cogió la mano a Judith, esta comenzó a acariciarle el pelo, descubriendo la etérea suavidad que había esperado. A continuación bajó la cabeza de Claudette, encontró la apertura de su boca con los labios y le puso la mano entre los muslos. Claudette se apartó un poco, pero solo un poco. Para Judith el sexo fue como un triunfo y como el tocar fondo de la desesperación. La verdad es que no pudo distinguir una cosa de otra.
La aventura duró casi todo el verano. A pesar de la sofisticación parisina que exhibía, Claudette resultó ser, para sorpresa de Judith, emocionalmente inmadura. Tal como Judith ya había aprendido, nunca sabías cómo era la gente debajo de la ropa. Claudette lloró al sentirse culpable por haber traicionado a su prometido, y lloró por la confusión que le provocaba sentirse atraída por una mujer. Le daban rabietas, se negaba a salir de la cama, bebía vino de la botella y luego le suplicaba a Judith que le chupara el coño. Pero todo se combinaba, en una simetría extrañamente parecida al amor, con el resentimiento y el odio que Judith sentía hacia sí misma por lo que le estaba haciendo a Claudette. Su sufrimiento compartido provocaba una armonía de gran carga sexual: lloraban y follaban. Y Judith no podía negar un inconfundible sentimiento de justicia —incluso de venganza— al ver la hermosa cara de Claudette o bien ahogada en sollozos o retorcida por el orgasmo, y sabía que ella era la responsable. Estaba aprendiendo que en el fondo de sí misma había sombras cada vez más oscuras y cautivadoras.
No fue consciente del terrible pecado que había cometido hasta que Claudette comenzó a decirle que pensaba confesárselo todo a su prometido y que quería regresar con Judith a Estados Unidos aquel otoño. En ese momento Judith comprendió —demasiado tarde, como siempre— que estaba destrozando la vida de esa muchacha inesperadamente frágil.
Se dijo, de manera poco convincente, aunque apaciguadora, que Claudette quedaría aliviada si salía de la confusión emocional de esa aventura, y que un breve rollete lésbico encajaría a la perfección en el idilio que componía la narración de la vida de Claudette Laurent. Años más tarde, Judith pensaría que había subestimado a Claudette: cómo, incluso entonces, la había considerado un simple lugar común.
La tarde que Judith había escogido para acabar su relación, Claudette estaba sentada a la mesa de la estrecha cocina del piso alquilado de Judith, escribiendo a sus padres una carta manuscrita, tal como era su costumbre. Aquello le pareció a Judith tan insensible, de una crueldad tan innecesaria que, en retrospectiva, probablemente fue más brusca de lo que hubiera debido. Claudette acababa de firmar la carta con tinta azul al pie del papel pautado, cuando Judith dijo en inglés:
—No quiero seguir con esto.
Claudette levantó la mirada, la miró con frialdad y contestó:
—No sé de qué me hablas.
—No puedo seguir contigo. No quiero.
Claudette dejó la pluma sobre el papel.
—Es-tu lassée, ma reine?
—Non, j’étais lassée bien avant. —La cara de Claudette adquirió una expresión tensa, como si fuera a echarse a llorar. Judith se preguntó por qué no podía dejar de hacerle daño a esa chica—. Je ne t’aime pas —dijo, intentando ser rápida y misericordiosa: arrancar la tirita de un tirón.
Pero, a pesar de toda su inteligencia, en ese momento Judith descubrió, una vez más, que había nacido sin ninguna inteligencia emocional. Claudette se puso en pie, y Judith comprendió que la tensión que había visto no era tristeza, sino una furia incipiente.
—Quoi de plus normal de la part d’une pute juive comme toi?
Para asombro de Judith, descubrió que seguía siendo una persona inocente, una niña. Ese era el primer comentario antisemita que le dedicaban, y, como atea confesa, se quedó estupefacta de lo fulminantemente humillantes que resultaron esas palabras. Echó la mano hacia atrás todo lo que pudo y abofeteó a Claudette en la cara. El sonido, como el de un zurriagazo, llenó la cocina; le escocía la palma de la mano.
Durante varios segundos Claudette permaneció doblada hacia delante, palpándose la mejilla, casi pensativa. Por un momento Judith se sintió victoriosa —una nueva forma de victoria, bárbara y melodiosa, que no había conocido nunca—, y pensó en Hannah y David Bulbrook. Y entonces se echó a llorar, y dijo entre lágrimas:
—Lo siento, Dios mío, Claudette, lo siento muchísimo.
Avanzó hacia ella, pero en ese momento Claudette agarró el frasco negro de vinagre balsámico de bordes cuadrados que había sobre la mesa de la cocina. No solo pretendía arrojarlo en dirección a Judith (o eso afirmó más tarde), sino que proyectando el brazo hacia delante lo aplastó en la nariz de Judith, que avanzaba hacia ella, rompiendo el cristal y el hueso en un batiburrillo de añicos y sangre. Y mientras Judith se doblaba al sentir el dolor que se le expandía por todo el cuerpo, desde la nariz, lo único que pudo pensar fue: «Así que esto es lo que quería».
El doctor que la atendió en el hospital al que Claudette la llevó tenía la cara carnosa y con manchas rojas, un temblor clásico de parálisis en la mano derecha, y unos mechones desordenados de pelo gris le asomaban de las sienes y de las orejas. Mientras Claudette sujetaba a Judith por las canillas, el médico le recolocó la nariz, envolviéndola con un enorme vendaje y una tablilla. Judith sabía que estaba haciendo una chapuza, y el temblor de las manos le provocaba constantes oleadas de dolor. Pero se dijo que se lo tenía merecido.
Ella y Claudette se separaron en la calle delante del hospital, con la cara de Judith envuelta parcialmente en el vendaje.
—Esta noche puedes dormir en mi apartamento —dijo Claudette.
—No —dijo Judith—. Todo ha sido un error.
Claudette se echó a llorar: unas lágrimas desatadas y desesperadas.
—Pourquoi tu m’as fait ça?
Una buena pregunta, se dijo: ¿Por qué lo había hecho? Las razones se le agolpaban en la cabeza. Estaba sola, andaba perdida; era cruel, estaba desconsolada. Se había criado en un ambiente protegido, mimada, y no sabía enfrentarse a la vida cuando esta no era gentil y amable; después de tantos años, ni siquiera lograba asumir la muerte de sus padres. Lo había hecho porque quería destrozar no solo la vida de Claudette, sino también la suya propia: la vida que podría haber llevado si sus padres no hubieran cambiado sus planes de viaje para visitarla y salir en avión de Boston la mañana del 11 de septiembre de 2001. Así de fina era la línea entre una Judith y una Claudette, así de estrecha, así de absurdamente trazada. ¿Cómo no iba a desear arrastrar a Claudette a su lado? Era adicta al sufrimiento, se aburría; no había encontrado la manera de llorar la muerte de sus padres, y no la había llorado. Estaba en las espirales de su ADN: en quién era. Lo había hecho por todas esas razones, y por mil más, o por ninguna. No sabía por qué, y no podía explicarlo en inglés, y mucho menos en francés: por qué ocurrían las cosas, por qué la gente hacía lo que hacía.
—Le terrorisme —dijo Judith.
Pasó el resto de la tarde deambulando por la ciudad, sin destino alguno, simplemente caminando mientras la nariz le palpitaba un poco a cada paso. Al final cruzó un puente hacia la Île de la Cité y se paró delante de Notre Dame, mientras el sol ya se ponía; y a veces, cuando se asomaba por la ventana de uno de los pisos superiores del casino del Coronel en Las Vegas, y observaba la Franja[12] y su despliegue de espectáculos y el desierto y las montañas, y cómo se iban cubriendo de una luz entre rojiza y rosácea, se acordaba de la catedral como si estuviera pintada de ese mismo delicioso color rosa: las dos torres y el trío de pórticos, el rosetón y la profusión de figuras labradas: santos, pecadores, reyes y ángeles. Aquel día, la plaza de Notre Dame estaba sorprendentemente vacía: los turistas que solían pulular con una cámara sobre el pecho, los grupos de visitas guiadas, el raro parisino devoto, todos se habían ido a casa o a su hotel.
Entonces se acordó de algo: un recuerdo que la había esquivado durante su primer día en la ciudad, sometida a las emociones. Se acordó de que, cuando su madre y ella visitaron Notre Dame, trece años atrás, Hannah había quedado tan conmovida que se había sentado sobre los adoquines que formaban una suave pendiente en la plaza y había escrito un poema. Posteriormente ese poema se había publicado en Harper’s, y se había reproducido en uno de los libros de su madre. Pero ni aquel día, ni ninguno de los que siguieron, incluso años después, Judith logró recordar el título del poema, ni si lo había leído. Sin embargo, recordaba lo mágica que le había parecido su madre en ese momento: su actitud de maestro, de guardián de grandes secretos.
Pero de pronto, ante la catedral, supo que no había ningún secreto: su madre no era sino otra persona que tenía que morir. No había magia en el poema, ni en el acto de escribir, ni en la propia catedral, erigida para un Dios hundido en el que no creía. Judith también supo que había llegado el momento de abandonar la universidad. Había seguido la fe de sus padres todo lo que había podido, mucho después de haber dejado de creer en ella. Había mantenido los rituales de sus padres porque eran los únicos que tenía. Pero era una historia en la que ella ya no se reconocía: Judith Klein Bulbrook, tan prometedora, todas las grandes cosas que tenía que hacer en su vida. Al final, Judith Klein Bulbrook también había resultado ser una especie de terrorista.
Una monja apareció a su lado —diminuta y arrugada— y se quedó mirando extática la fachada de la catedral, con el griñón negro casi en la línea de los ojos. Judith se preguntó si alguna vez había visto una monja que no fuera vieja. Entonces se levantó un fuerte viento, que apretó el vendaje contra la cara de Judith con tanta fuerza que soltó un gruñido y volvió la cabeza. Cuando el viento amainó, y volvió a levantar la mirada, la monja la observaba con una pequeña sonrisa solidaria.
—¿Inglesa? —preguntó la monja.
—Americana —contestó Judith.
La monja asintió, como si eso lo explicara casi todo.
—Sufrimos tan poco por Él, que sufrió tanto por nosotros —dijo la monja para consolarla. A continuación se alejó con sus pasitos cortos.
Judith volvió la cara a la fachada de la catedral, mientras el rosa de la tarde daba paso a un rojo azulado, y pensó en aquella frase, y comenzó a aplicar su tan elogiado intelecto a analizar gramaticalmente las palabras. Al utilizar la primera persona del plural la mujer probablemente se refería a la humanidad; pero Judith había aprendido que el sufrimiento era individual, y cuando era colectivo, era mucho, no poco; en cuanto a Él… Ahí se detuvo. Apartó la mirada de la catedral y concluyó que la frase era exactamente lo que parecía: una chorrada.