10/IX
He recogido la furgoneta puntualmente a las ocho. Luego he pasado horas subiendo y bajando escaleras, transportando una caja cada vez. No se me ha ocurrido contratar ninguna compañía de mudanzas, bien sûr. Al final, dos vecinos que no conocía se han ofrecido voluntarios para ayudarme. Dos estudiantes de posgrado, de ciencias políticas y de literatura comparada (en español), respectivamente. Me han dicho que eran amantes. El primero era lo bastante parlanchín como para superar mi intratable reticencia, y el segundo me ha dicho que estaba «obsesionado» con el contraste entre mi pelo y el tono de mi piel. Han manifestado una auténtica decepción por no haberme conocido hasta el día de mi marcha. He procurado que no descubrieran que casi tenía ganas de llorar, por la ironía absurda y hostil de todo ello. He ocultado también el impulso de descartar todos mis planes y quedarme porque los había conocido. Pero, en definitiva, no soy tan estúpida. Mi casi crisis nerviosa de Nassau Street ha sido prueba suficiente de que mi presencia aquí no solo es absurda y no bien recibida, sino también insana. Sus descripciones de sus trabajos doctorales me parecen infantiles y estúpidas. He tenido que morderme la mejilla más de una vez para no sonreír (aunque en retrospectiva habría sido una sonrisa que habría sentido curiosidad por ver). Los edificios de piedra color ceniciento del campus me han hecho pensar en mausoleos. Cuando veo a profesores, o a cualquiera de mi antiguo departamento, experimento una indescifrable vergüenza. Doy media vuelta y camino en dirección opuesta antes de dar explicaciones de mi presencia. No tengo adónde ir, pero al menos entiendo que no puedo seguir allí. Me veré obligada a navegar por desplazamiento. Ha llegado el momento de que Judith se ponga en pie, salga del armario y se marche.
20:02 según el reloj digital de la mesilla. Unos relucientes números rojos compuestos de trapezoides alargados unidos en ángulos rectos. Estoy en un Hyatt, creo que al sur de Nueva Jersey. ¿O quizá Delaware? ¿Maryland? Las cortinas y la colcha son de un tono berenjena, al mismo tiempo demasiado oscuras y descoloridas. Hay un ventilador de techo sobre una cama de matrimonio. La ventana da a un aparcamiento. Una mesita y una silla. Un cuarto de baño con mucha luz. Poco más. He elegido este hotel porque su nombre me evoca seguridad y limpieza. Reconozco el mérito de aquellos cuyo trabajo es crear tales connotaciones en mi cabeza. Comprendo que debería haber entrado al menos algunas de las cosas de la furgoneta, pero me ha faltado energía. Tampoco tengo sueño. He conducido hacia el sur desde Princeton con una sensación de… Lo siento, no puedo describirla. Mi madre era la poeta de la familia. Mi padre era ensayista y crítico, pero tenía un don para la prosa (vívida, ágil y divertida) que no ha resultado ser hereditario. Comprendí hace mucho que mi escritura, a menudo elogiada por su claridad y su precisión, no tiene arte. De todos modos, nunca había sentido su deficiencia como ahora, al intentar describir cómo me sentía al marcharme de Princeton con todas mis posesiones terrenales, o todas las posesiones que había decidido guardar, sin la menor idea de adónde debía ir. ¿Debo decir que tenía miedo? ¿Que me sentía sola? ¿Debo decir que echaba en falta una sensación liberadora? ¿De empezar de nuevo? Y diga lo que diga, ¿cómo se puede tomar en serio, teniendo en cuenta lo ridículo que es todo? La estudiante de posgrado incompetente adentrándose en un «mundo real» desconocido e imponente. Lector, ha sido como un fracaso; es como un fracaso.
Y ahora solo recibo el giro final del cuchillo: leer esto otra vez, anotar lo que es el mañana. Pero ¿no es también un signo de narcisismo persistente considerarlo un ataque? La crueldad del universo. No es ningún giro del cuchillo, simplemente otra fluctuación del azar. Solo que da la casualidad de que la fecha es mañana.
23:14 No me duermo. El ventilador de techo gira sobre mi cabeza, silencio en las otras habitaciones. El aparcamiento que hay al otro lado de la ventana no produce ningún sonido. La sensación oblicua de que sería más fácil dormir si hubiera más ruido.
00:07 Me alegro de haber permanecido despierta. Habría sido peor despertarse y haberlo comprendido otra vez. Como entrar en el mismo día dos veces. Cuatro años. No desperdicies papel y tinta intentando explicar lo que el día «significa». Para mí siempre será mi tragedia. No pretendo conocer los contornos del dolor de los demás, mucho menos los de una ciudad o de una nación. Tengo mis dudas de que esas cosas se puedan sentir de manera colectiva. De repente me pregunto: ¿es esto lo que pretendían? Ellos, los terroristas. Cuatro años más tarde, una persona traumatizada y atrapada en la habitación de un hotel.
07:58 Un sueño superficial intermitente. A las cinco he abandonado la esperanza de que la cosa mejore. He mirado el correo. La bandeja de entrada inmutable como una piedra. Me he duchado y he ido a correr. Hay un bosque detrás del aparcamiento. No hay sendero, sentía dolor al empezar, pero de todos modos he corrido durante horas. El paisaje parecía no cambiar nunca. Pinos negros, agujas caídas y ramas rotas. Las rodillas, los pies, la nariz, todo me dolía al volver. He cruzado el vestíbulo cojeando. He vuelto a mirar el correo. Me he vuelto a duchar. Me he tumbado en la cama cubierta por una toalla.
12:18 He dormido un rato. Me he despertado, y nada había cambiado ni una pizca. El ventilador de techo. Las cortinas de ese morado mierda. El reloj digital con los números rojos y cuadrados. ¿Te lo puedes creer? Antes creía en los milagros. Es algo que también echo de menos.
16:27 Me he acercado a la recepción y he preguntado si había algún bar cerca, un taxi me ha llevado. Estoy tan sola que agradezco la menor compañía. El acompañamiento físico. Espero al menos conseguir eso. Me habría ido ya, pero, en un arranque de vergüenza, le he dicho al recepcionista que quería el taxi para las siete. Aún no había oscurecido en el aparcamiento. Es evidente que el recepcionista es la única persona a la que puedo impresionar. Pasaré el tiempo que queda preparándolo todo meticulosamente. Me he perfilado las cejas despacio con el lápiz, y he contado las veces que me pasaba el peine por el pelo.
20:32 El bar se llamaba Skybox. Un edificio chato, de ladrillo, aislado, que comparte aparcamiento con una lavandería automática. Dentro, por los altavoces retransmiten un partido. No estoy segura de qué deporte es. Me he sentado en la barra. Incluso yo sé que no tengo que pedirle una copa de vino tinto a la camarera (de mediana edad, con la frente arrugada de manera hostil). He pedido un gin-tonic y he esperado. He llevado a cabo un auténtico esfuerzo para seguir el partido, pero es difícil cuando no logras identificar el deporte, las reglas, los equipos ni los jugadores. Al final (y esa es la expresión adecuada, aunque no podían haber pasado más de diez o veinte minutos) un hombre ha ocupado un taburete junto al mío. De mi edad, o un poco mayor. Una gorra roja de béisbol al revés, pendientes en las dos orejas. Recio. Una sonrisa burlona al sentarse. Ha preguntado por mi vivo interés por ese deporte. He confesado mi ignorancia absoluta respecto a los deportes profesionales. Se ha reído como si le hubiera contado un chiste, y me ha propuesto invitarme a una copa. Al comprender que era el primer paso del ritual de copulación, he aceptado. Me he dicho: ¿es que no he venido para esto? La camarera nos ha colocado delante dos chupitos de un líquido amarillo. Sabor a limón, espeso. Ha sugerido que bebiera más deprisa, y le he obedecido. Han traído más vasos de jarabe de limón. Luego me ha preguntado si yo había «chocado contra una pared» y se ha vuelto a reír. A continuación ha expresado una sonriente contrición, asegurándome que tan solo «estaba de cachondeo». Me ha señalado la nariz. Lector, nunca lo he sabido, pero está tan torcida que los demás se dan cuenta. Me ha preguntado con una fingida compasión: «¿Tuviste un accidente o algo parecido cuando eras pequeña?». En ese momento se me ha ocurrido abandonar la empresa, pero me he acordado del reloj. Del ventilador. Incluso esto describe mi fracaso para mantener siquiera el contacto más efímero con otro ser humano. De nuevo en mi cabeza, como una respuesta mecánica: ¿es que no he venido para esto? Continuando con los rituales de copulación tal como se practicaban en el siglo XXI en New Haven, Connecticut, he afirmado que estaba aburrida. He afirmado que quería salir de allí. Él ha sonreído como si se confirmara lo que había supuesto de mí. (Pero ¿qué había supuesto? ¿Y cómo?). He salido del bar detrás de él y hemos cruzado el aparcamiento. Todo el rato esperaba que se detuviera delante de algún coche y sacara las llaves. Pero se ha detenido detrás del edificio. Sensaciones visuales, olfativas y táctiles simultáneas: contenedores, orina, una lengua en mi boca. De nuevo, ¿es que no he venido para esto? La espalda contra un contenedor. Sin palabras, sin placer. Violento pero de una manera poco habitual. Indiferentemente violento. He comprendido que había sido lo bastante estúpida como para pensar que todos los bares eran un bar universitario, donde los chicos son tan respetuosos que tienes que pedirles que no lo sean tanto. Entonces ha terminado una furiosa respiración en mi oído. Se ha dado la vuelta al subirse los pantalones. Mientras yo me volvía a colocar las bragas, ha dicho algo de que necesitaba ver la novena entrada. «¿Quién te has creído que soy?», le he preguntado. Se ha encogido de hombros, sin interés, impaciente. Como si siempre hubiera oído esa pregunta en boca de alguna mujer junto a los contenedores. Ha reiterado la necesidad de ver la novena entrada. Ha vuelto a entrar en el bar varios pasos por delante de mí. He llamado a un taxi. He esperado. Y aquí estoy.
20:48, dice el reloj. Y la parte más dura, lector: tengo que hacerlo todo otra vez mañana.
Me he duchado y me he puesto delante del espejo. He intentado mirarme de forma honesta. Quizás estoy más delgada que nunca. Me asoman los huesos del codo. Mi dedo casi ha desaparecido hasta el segundo nudillo en la depresión que me forman el cuello y la clavícula. Los senos son una modesta irrupción de piel blanca sobre el pecho. El pelo de la cabeza y el del pubis solo difieren en escala. El mismo color, la misma textura. Y la nariz inconfundiblemente torcida, imposible no verla. Solo que de algún modo no la veía. Me he acordado de una broma que papá solía gastarle a mamá. «¡Cuando escogieron Klein, no se referían a la nariz!». He sonreído un momento pensando en ello. A continuación he visto cómo las puntas de la sonrisa se aflojaban, se me curvaban los labios y levantaba un poco la barbilla. He visto toda mi cara deformarse y contraerse en el llanto. Todos mis rasgos se han apiñado de manera espástica, como si buscaran calor. Un lustre acuoso en las mejillas. He llorado y llorado porque… Porque ya no tengo una nariz como la de mi madre, porque he mantenido una relación sexual humillante, porque vivo en un hotel sin razón para quedarme ni marcharme, porque desde hace cuatro años todo es tan jodido. Porque, porque, porque. Mis ojos se han posado en la maquinilla que utilizo para depilarme las piernas, en el saliente de la bañera donde la he dejado. Es de plástico, roja, verde y azul. Me lo imagino, es tan fácil. Un golpecito en cada muñeca. Dejarse caer en el suelo del lavabo, ver la cascada de sangre. Y al cabo de poco, nada más. Ha sido como si el momento se prolongara y se separara en sus elementos constituyentes. El espejo. El lavabo. Los azulejos. El brillo de la luz fluorescente sobre el espejo. El peso de mi cuerpo distribuido entre las plantas de mis pies. Mis dos ojos parpadeando. Mis dos pulmones hinchándose. El latido del corazón. Las neuronas estimuladas. Todos esos hechos, toda esa disposición del mundo físico. Tan solo las neuronas les dan nombre y los organizan en un momento. He pensado en lo fácil que sería convertirme simplemente en otro aspecto de la habitación: un cadáver derrumbado en el suelo que encontraría la camarera. El mundo seguiría girando imperturbable en los segundos, en los eones posteriores a mi muerte. Entonces he salido del lavabo y me he sentado debajo del ventilador para registrar el sonido de parloteo que emiten las neuronas estimuladas. A lo mejor el tópico era simplemente demasiado aborrecible: una entrega plathiana a la desesperación, y en el aniversario, nada menos. Lector, no lo sé. No puedo decir si es valor o cobardía lo que hace que me aferre a algo sin tener ni idea de cómo hacerlo. Si es valor, no es más que el mismo valor que hace parpadear los ojos o girar el ventilador. Llamadlo preferencia: una pequeña pero irreductible preferencia por la vida sobre la muerte. Quizá tenga que ver con mi legado como judía. Esa permanente preferencia, esos seis mil años de aferrarse estúpidamente a la existencia, contra toda razón.
Y ahora un correo. Una chica que había estado en mi residencia universitaria en Yale. Trabaja en una galería de arte de Los Ángeles, me informa, y va a comenzar un curso de posgrado. Había empezado a buscar a alguien que la sustituyera cuando ha recibido mi correo. «¡Qué feliz coincidencia!», escribe. Solo la conocía tangencialmente, no he acabado mi posgrado, y no tengo experiencia con el arte comercial, ni me interesa. Así que dudo mucho que su entusiasmo tenga algo que ver con mis méritos como candidata al puesto. O con nada relacionado con la suerte. Tiene que ver con lo que ella cree que significa la fecha. Pero no estoy en posición de rechazarlo. A lo mejor el mundo espera que seas una persona concreta, y todos los esfuerzos por no ser esa persona resultan vanos. En cualquier caso, es algo que no puedo eludir. He apagado las luces de la habitación. Escribo con la luz del aparcamiento. Ahora cerraré las cortinas. Convertiré la habitación en algo oscuro y estrecho. Luego me iré a dormir. Y por la mañana dejaré todo esto atrás en la medida de lo posible. Todas las personas que habría sido o debería haber sido. Las dejaré aquí, como una reunión de fantasmas. Y a ti también, lector. Dejaré de contemplar mi vida y de llorar por ella. La aceptaré tal como sea, y haré virtud de sus carencias. Y nada más.