7. Pues tú, señor, has obrado conforme a tu beneplácito
Mientras Jonah quedaba abrumado por su visión, la regularidad de marea de la ciudad quedaba tan poco alterada como el océano por el apuro de un solo pez. Los trabajadores cambiaron el turno; comenzó la hora feliz; en Wall Street cerraron los mercados. Los autobuses cruzaron la ciudad con su paso cansino, rumbo al norte y al sur, en su interminable redistribución de viajeros. Los carteros —con la dignidad de los últimos indios americanos— abrieron los achaparrados buzones azules y vertieron los contenidos del día en unos tubos de plástico blanco. Los turistas terminaron su jornada de turista en la isla de la Libertad, la isla de Ellis, o la Zona Cero, y se subieron a un tren rumbo a Times Square, porque aquella noche había espectáculos que ver. Y, como era verano, el Great Lawn de Central Park estaba salpicado de mantas y de frisbees que volaban y de mujeres que tomaban el sol y de partidos de softball jugados con tan buena voluntad que parecía que nadie quisiera ganar. Becky también estaba en el parque aquel día, pues se había tomado el día libre para celebrar su compromiso: y el diamante de corte princesa que llevaba en el dedo relucía al sol con destellos rojos, púrpuras y azules. Estaba leyendo el New Yorker y vestía una falda y la parte superior de un bikini, exhibiendo más piel de lo habitual, pero sintiéndose orgullosa y exuberante ante la perspectiva de casarse. Mientras tanto, su prometido estaba en el trabajo, mirando sin expresión la pantalla de su ordenador, sin ver realmente la hoja Excel que tenía delante, y comprendiendo que la angustia del fin de semana no había desaparecido, sino que se había vuelto permanente. Los torniquetes del metro emitían su clic-clac, clic-clac; las puertas automáticas de las tiendas de ropa suspiraban al abrirse y al cerrarse, ofreciendo a los compradores de Nueva York todo el espectro en confección: en color, coste y tela, en atención a la moda, extravagancia y utilidad. Dolores recorría la acera con una bolsa de Macy’s, en cuyo interior había ropa por valor de trescientos dólares que se había comprado con la tarjeta de crédito de su jefe, pues este era demasiado desorganizado y generalmente estúpido para comprobar sus propias facturas. En el despacho del alcalde, un dirigente sindical amenazaba de manera apenas velada con que los empleados del servicio de basuras podían continuar la huelga si no se descongelaban sus salarios. Philip Orengo, mientras escuchaba, apenas podía contener una risita, porque sabía que a los sindicatos ya solo les quedaba el nombre. Mientras tanto Patrick Hooper compraba por internet un guante de béisbol Hermès de quinientos dólares, y a continuación decidió encargar dos. Y Aaron Seyler, en una oficina de Vesey Street, hacía cinta, intentando rebajar el tiempo en que recorría cinco kilómetros de seis minutos a más o menos cinco cincuenta. Su energía flaqueaba un poco al caer la tarde, que era cuando intentaba hacer ejercicio. Mientras corría, mantenía las cejas fruncidas, e incluso reconocía que había algo brutal en su concentración. El tráfico comenzaba a acumularse en la FDR, y a la entrada del túnel Lincoln, y en los dos niveles del puente de George Washington, y debajo de los imponentes arcos neogóticos del puente de Brooklyn. Los taxis convergían en los aeropuertos de JFK y La Guardia y en el centro de Manhattan. Allí donde Hicks Street discurre en paralelo al caparazón de cemento de la Brooklyn-Queens Expressway, los conductores cerraban la puerta con pestillo mientras la mujer a la que Jonah había dado cuarenta dólares —el dinero hacía mucho que había desaparecido— caminaba tambaleante por la estrecha franja del bordillo. De vez en cuando se detenía para evaluar el avance del síndrome de abstinencia en su cuerpo, cómo se atenuaba el calor químico: inclinaba la cabeza y la dejaba inmóvil, como si escuchara una tormenta lejana, aunque el cielo estaba despejado, y la luz de final de verano era de un dorado azul que duraría horas, todo el mundo lo sabía: la gente decidía volver a casa andando y hacía planes para cenar fuera. Sylvia estaba contenta, porque la reunión con los inversores chinos y los arrendatarios americanos del campo petrolífero que estaban comprando y los ministros angoleños que gobernaban el país en el que estaba emplazado había ido bien. Acababa de tomarse un descanso de un cuarto de hora; Sylvia oía las voces de los hombres en el pasillo mientras se lavaba las manos en el cuarto de baño para mujeres, que estaba vacío. Y Zoey estaba sentada en su cubículo, contemplando el cuerpo desnudo de la actriz Katie Porter, que aparecía en la pantalla del ordenador que tenía delante. Katie Porter, de dieciocho años —era importante, desde una perspectiva legal, que no tuviera menos—, tenía la cámara del móvil en una mano, mientras con la otra se colocaba el pelo detrás de la cabeza y sonreía de manera lasciva, como en una película de porno blando. La página web para la que Zoey trabajaba había pagado mil dólares por esa imagen, con la promesa de otros cuatro mil si resultaba ser auténtica, y el trabajo de Zoey era estudiarla, examinarla atentamente y determinar si era verdadera.
Mientras ocurría todo eso, Jonah estaba escondido en un almacén subterráneo debajo de un restaurante de Lexington Avenue. La superficie no medía más de unos cuarenta metros cuadrados, y estaba abarrotado de cajas de cartón de productos de plástico, tarros y latas, cajas de vino y licor. El aire estaba viciado y bochornoso; un estrecha grieta entre las puertas metálicas que había en lo alto de una empinada escalera de madera que llevaba a la calle era la única fuente de luz, pero de todos modos Jonah tenía los ojos cerrados, solo por si acaso. Había visto que las puertas estaban abiertas y había ido corriendo: había bajado las escaleras trastabillando y cerrado las puertas detrás de él. Había sentido la necesidad de abandonar la calle, de alejarse de la gente. No podía con toda aquella desnudez.
Estaba encorvado contra una torre plateada de barriles de cerveza, con los brazos en torno al pecho. Una medialuna de sudor se le formaba en la frente y le bajaba por las mejillas, pero no hizo ademán de secársela. «Me estoy volviendo loco —se repetía una y otra vez—. Me estoy volviendo loco». Cuando pronunció por primera vez esas palabras, las consideró una admisión, una aceptación de algo, una breve concesión a los hechos. Pero cuanto más las repetía, como si fueran un mantra, más comprendía que proporcionaban una forma de consuelo, un consuelo que disminuía a cada repetición. Si se estaba volviendo loco, podría asignar etiquetas clínicamente definidas a lo que le estaba pasando, y buscar soluciones con autorización médica. Podría asimilar lo que estaba ocurriendo de una manera que dejaría el mundo, tal como lo había conocido, intacto. El problema era que no creía estar volviéndose loco. No lo había creído después de la fiesta de Becky, ni lo creía en ese momento, y cuanto más intentaba convencerse de que lo creía, menos lo creía.
Un repentino zumbido llenó el almacén. Jonah se enderezó, se sobresaltó y se apretó contra los barriles de cerveza. Pasaron varios segundos de silencio antes de comprender que lo que acababa de oír era el zumbido de un mensaje de texto que había recibido en su teléfono. Sacó el móvil del bolsillo y se lo acercó a la cara. El mensaje era de Sylvia. «O.K. Bond St. Brett dice que quedemos para firmar lo antes posible. Mañana por la mañana? Llámame, te quiero». Se quedó mirando el mensaje, intentando calibrar su propia reacción. Al final no lo logró y devolvió el teléfono al bolsillo.
Mientras lo hacía, se le ocurrió que tenía un bolsillo, y que iba vestido: a lo mejor eso significaba que la visión había terminado. La verdad es que, mientras presenciaba la desnudez de los demás, no había considerado la suya propia. Un rasgo común en lo que había visto ese día y en lo que había visto en la fiesta de Becky era que ambas cosas parecían invertir su conciencia: de lo que era menos consciente era de sí mismo.
A lo mejor debería hablar con un rabino, se dijo. Pero ninguno de los rabinos que había conocido en sus experiencias con el judaísmo institucional le había resultado muy inspirador. Y mientras se imaginaba tecleando en Google «el mejor rabino de Nueva York», y finalmente visitando un despacho decorado con menorás y mezuzás y ediciones encuadernadas en piel del Talmud y reproducciones enmarcadas de Chagall, se imaginaba sentado delante del escritorio de roble de un rabino con barba y kipá de nariz generosa, explicándole que había estado teniendo «ya sabe, visiones» —si es que conseguía pronunciar esa palabra—, no se le ocurría una sola cosa que el rabino pudiera decirle que le consolara, que le ayudara a comprender. Tampoco es que necesitara consejo para prepararse para un bar mitzvá adulto.
Todo aquello era completamente injusto, se dijo, apoyando la frente contra la fría superficie de uno de los barriles. No era mala persona. Claro, tampoco era tan bueno como podría, pero en realidad era mejor que mucha gente: igual que todos los demás, en pocas palabras. ¿Por qué, entonces, él era la única persona que no podía caminar por las calles sin ver a toda la población de Nueva York desnuda?
Si hubiera existido algún mensaje perceptible, alguna intención en esas visiones, podría haberlas sobrellevado un poco mejor. Si tenían que afligirlo de este modo, ¿era mucho pedir alguna razón? Y si tenía que tener visiones, ¿por qué no podían ser un poco distintas? ¿Por qué no podía ver, pongamos, ángeles tocando el arpa sobre nubes blancas y algodonosas, corderos ovillados junto a leones en alguna representación edénica de los Jardines Botánicos de Brooklyn? Demonios, eso hasta lo habría agradecido. ¿Quién no querría confirmación de la otra vida con una tarjeta de saludo y un poder superior de cara sonriente? Pero había algo espantoso en las escenas que había tenido ante los ojos. No podía precisar qué era tan espantoso; pero, fuera lo que fuera, resultaba tan poderoso que incluso recordar los detalles de lo que había visto —Nueva York reducido a un páramo, todo el mundo a su alrededor desnudo, igual e inalterablemente desnudo— le provocaba un nuevo sudor frío en la frente, y tuvo que aflojarse el nudo de la corbata y deshacerse el botón de arriba de la camisa porque se asfixiaba.
Se acordó del jasid del metro: su advertencia, su relato. Jonah no tenía miedo de ser engullido por una ballena, desde luego (aunque tenía que admitir que las presentes circunstancias se parecían a esa situación más de lo que le habría gustado). Pero la ballena, tal como el propio jasid le había explicado, no era lo importante, sino apenas un detalle. Jonah tenía la impresión de que estaba ocurriendo algo, y de que era algo bíblico. Y encontrarse atrapado en ese esquema mental, en ese orden de cosas, resultaba aterrador. Que no supiera cómo lo había reconocido, solo que había algunas experiencias que lo volvían inconfundible, únicamente servía para aumentar su miedo, hasta tal punto que aquel almacén, mientras miraba angustiado a su alrededor, adquiría un aire sobrenatural e intimidador, igual que el interior de los armarios que miraba cuando era niño: su interior inidentificable y en sombras quedaba de repente imbuido de posibilidades siniestras y misteriosas.
De manera instintiva acercó la mano a la cajetilla de cigarrillos que llevaba en el bolsillo, pero al intentar sacarla, la cajetilla le quedó en horizontal, y al darle un tirón se le resbaló y cayó al suelo. Se inclinó para recuperarla, y entonces se golpeó la cabeza contra una estantería donde se alineaban tarros de mostaza, kétchup y encurtidos.
—Maldita sea —dijo, y dio un puñetazo a las estanterías, causándose otro estremecimiento de dolor en la palma de la mano—. ¡Maldita sea! —repitió, y comenzó a zarandear las estanterías, y cuando los tarros cayeron al suelo y se hicieron añicos, las zarandeó aún con más fuerza—. ¡Maldita sea, maldita sea, maldita sea, joder! —gritó, mientras derribaba la torre de barriles, arrojaba cajas al aire y rasgaba bolsas de todo lo que encontraba, arrojando latas de soda contra las paredes.
Cuando hubo terminado, se hundió en el suelo entre viscosos charcos y cristales rotos, con el traje manchado de un arco iris de colores, jadeando con la cabeza inerte.
—¿Qué voy a hacer? —dijo con una voz baja y afligida—. ¿Qué voy a hacer?
El paquete de cigarrillos se apoyaba en ángulo contra una lata mellada y burbujeante de Diet Pepsi. Se limpió un poco de mahonesa de los dedos con los pantalones, sacó un cigarrillo y lo encendió. Intentó concentrarse tan solo en la sensación de fumar: el filtro entre los labios, el humo cálido entrando y saliendo de la boca. Intentó imaginar cómo la nicotina —apaciguadora, balsámica— era absorbida por los pulmones y el flujo sanguíneo, y le recorría todo el cuerpo. Y para cuando hubo terminado el cigarrillo, se sintió un poco más animado. Quizá todo pasaría, se dijo. Quizá simplemente desaparecería.
En aquel momento, en lo alto de la escalera las puertas metálicas del almacén se abrieron. Jonah levantó la cabeza mientras primero una hoja y luego la otra dejaron paso a una losa de luz que le inundó. Entrecerró los ojos y oyó que alguien hablaba español. Se puso en pie cuando un latino tocado con una gorra de los Mets, un delantal y unos pantalones cortos con muchos bolsillos apareció en lo alto de las escaleras. La cabeza del hombre formó un semicírculo de perplejidad cuando comprendió el desastroso estado en que había quedado el almacén, y al ver a aquel hombre en el centro salpicado de comida.
—¿Estás bien? —le dijo a Jonah en castellano.
Jonah intentó elaborar una respuesta por lo que podía recordar de las clases de español de secundaria, comprendiendo que solo quedaban unos momentos antes de que el hombre dedujera que él no era la víctima, sino el causante de aquel espectáculo post-lucha-con-la-comida.
—Necesario… médico… con permiso… —dijo en español, y a continuación subió corriendo las escaleras y pasó junto al hombre, que continuaba estupefacto.
Cruzó casi corriendo dos avenidas antes de estar lo bastante seguro de que el hombre con la gorra de los Mets no lo seguía. Y a continuación se dijo: una gorra de los Mets, una gorra de los Mets, y un delantal y unos pantalones cortos con muchos bolsillos. Se detuvo y miró a su alrededor: la gente que se cruzaba con él en la acera, entrando y saliendo de oficinas y apartamentos, iba completamente vestida. Sintió ganas de dejarse caer al suelo y llorar de alivio. De todos modos, tampoco podía estar seguro de cuánto duraría ese regreso a la normalidad, e ignoraba si en cualquier momento se vería enfrentado a alguna nueva forma de revelación metafísica. Se puso a caminar a toda prisa por la acera, mirando arriba y abajo en busca de un taxi.
En un semáforo que había al final de la manzana tuvo que pararse. Los demás peatones reunidos junto a él en la acera lanzaban miradas interrogantes a su ropa convertida en un Pollock. No les hizo caso y mantuvo la mirada fija en la calle, aún en busca de un taxi libre. Pero mientras permanecía allí esperando —contemplando los coches, atento al semáforo—, la solidez de todas aquellas cosas comenzaba a reafirmarse. Lo mundano de todo eso: los peatones arremolinándose en el mismísimo borde de la acera mientras esperaban a que cambiara el semáforo; un mastodóntico autobús de turistas de color rojo que doblaba una curva con gran dificultad mientras todos los coches que lo rodeaban hacían sonar la bocina; los carteles verdes con letras blancas que se unían en perpendicular en lo alto del poste de semáforo; aquella mundanalidad resultaba reconfortante y tranquilizadora. ¿Qué podía interrumpir todo eso o alterarlo? Tal vez, a fin de cuentas, había enloquecido. A lo mejor, si conseguía agarrarse a lo vulgar, a la energía y a la regularidad de lo que le rodeaba, todo iría bien.
Divisó un bar al otro lado de la calle. Nadie podía dudar que merecía una copa después de lo que había pasado, se dijo. Cruzó la calle cuando cambió el semáforo, con todos los demás peatones, y siguió por la manzana hasta el bar. Era uno de esos falsos locales irlandeses populares en la zona: llamado O’Nosécuántos, con un neón publicitario de Guiness en el escaparate y un cartel en la parte de delante anunciando un partido entre los Yankees y los Red Sox a las ocho en pantallas de alta definición. No era uno de los barrios a los que solía ir; con Sylvia frecuentaban las coctelerías artesanales, con los compañeros de trabajo iban a lugares de categoría donde el alcohol era bueno. Aquel día, no obstante, ese lugar sin carácter, que podría haber existido en cualquier barrio de la ciudad —quizás en cualquier ciudad—, le parecía exactamente lo que necesitaba: un monumento a la banalidad fundamental de la vida.
Mientras abría la puerta, observó a un hombre saliendo de un taxi a menos de un metro. Era un hombre recio, con la frente alta y con manchas, que llevaba corbata y pantalones de vestir, y del brazo le colgaba la americana del traje; llevaba cruzada una abultada bolsa de ordenador, y un periódico asomaba de uno de los bolsillos exteriores. En la acera había dos grandes maletas con ruedas, y mientras Jonah lo miraba, el hombre introdujo el tronco por la portezuela abierta del taxi y comenzó a tirar de una bolsa de tamaño descomunal. Mientras el hombre tiraba, la americana le cayó al suelo, y comenzó a respirar pesadamente por la nariz y la boca sin hacer ruido. Agarró el asa de la bolsa con las dos manos y tiró otra vez. En la frente comenzaron a aparecerle gotas de sudor, la boca le formó una muestra de dolor.
—¡Ahhh! —gritó, y la bolsa seguía sin salir después de otro tirón.
Jonah mantenía abierta la puerta del bar con la palma de la mano mientras observaba. Al final el hombre consiguió sacar la bolsa, la colocó junto al resto del equipaje y negó con la cabeza de manera exagerada, como para demostrar su renovado autodominio ante cualquiera que estuviera mirando. Recogió la americana de la acera y cerró la portezuela del taxi, y a continuación aspiró sonoramente —como si trazara una línea entre él mismo y lo que acababa de ocurrir—, se quitó la correa de la bolsa del ordenador del pecho y se cubrió con la americana. Mientras se arreglaba la caída de la chaqueta, se fijó en que Jonah lo estaba mirando desde la entrada del bar. Se quedaron mirándose unos segundos, y ninguno de los dos sabía en realidad cómo mirar al otro. El hombre levantó la barbilla, abrió los labios por un momento, como si creyera reconocer a Jonah, pero enseguida los rasgos se le endurecieron de una manera casi instintiva, y volvió a prestar atención a su equipaje, volvió a colocarse la funda del ordenador sobre el pecho, encaramó la bolsa sobre una de las maletas con ruedas —se derramó sobre los laterales— y comenzó a tirar de la carga calle abajo.
Jonah entró en el bar. Dentro había unas mesas de ébano y unos taburetes, una máquina de discos digital que tocaba rock clásico, un tablero de dardos y una hilera de grifos de cerveza a presión a lo largo de la barra, tal como había esperado. Sin embargo, después de cruzar la puerta no avanzó más que unos pasos. Estaba pensando en el sonido que había emitido el hombre: aquel «¡ahhh!». Era un grito universal entre los neoyorquinos, gutural y visceral: lo oías en el metro cuando alguien no conseguía abrirse paso entre la multitud antes de que las puertas se cerraran; lo oías en la cola de la tienda de comestibles cuando a alguien se le caía la cartera al suelo de manera accidental. Era lo máximo que se permitían los neoyorquinos a la hora de reconocer que se sentían incómodos, o decepcionados, o avergonzados, en una ciudad que tanto valoraba que te comportaras como si lo hubieras hecho todo, lo hubieras visto todo y lo hubieras conquistado todo. Era el sonido de la desesperación, de perder la compostura, de agotar la paciencia ante las miles de insignificantes molestias imprescindibles de la vida en Nueva York, igual que en cualquier otra parte. Era, en muchos aspectos, un sonido espantoso.
Jonah dio media vuelta y salió del bar. Contempló su ciudad: su hogar. Si eso era su hogar, ¿qué era, para él, el hombre que acababa de ver? ¿Ese era el compañerismo que existía entre dos personas del mismo hogar? Tenía que haber alguna especie de compañerismo. ¿Acaso no había sido él ese hombre, miles de veces?
Entonces comprendió lo que era tan horrible de esas visiones, por qué lo aterraban y lo atormentaban hasta el punto de que de repente su vida parecía vacía: porque eran ciertas. Esa fragilidad que había visto, la mortalidad, la vulnerabilidad, estaban en todas partes. No suponía una gran revelación saber que todo el mundo estaba desnudo debajo de la ropa, que la ciudad y todo el mundo algún día acabarían reducidos a polvo… aunque en realidad sí lo era.
Debería haber ayudado a ese hombre, se dijo. Si eran parecidos en… debería haberlo ayudado.
Apretó los dientes y los puños hasta que las uñas se le clavaron en la piel de las palmas de las manos, deseando poner fin a esos pensamientos. No, se dijo. No, no, no. No era la clase de persona que espontáneamente ofrecía ayuda a un desconocido. No era esa clase de personas que reaccionaban a un «ahhh» sin otra cosa que gratitud por no haber sido él la persona que lo había proferido.
Veía que estaba perdiendo, que le estaban robando una capacidad esencial: la capacidad de mirar hacia otro lado. Resultaba que había ciertas cosas ante las que tenías que mirar hacia otro lado, muchas cosas, en realidad, simplemente para poder entrar en un bar y emborracharte, por no hablar de trabajar 17 500 horas en un bufete de abogados. Tenías que mirar hacia otro lado, por ejemplo, cuando estabas rodeado siempre de semejantes cuya vida poseía las mismas desesperaciones, grandes y pequeñas, así como una brevedad exactamente igual que la tuya, que la de cualquiera. Cuando perdías el anonimato de los demás, cuando ya no lograbas eliminar de manera automática la humanidad de los demás humanos, entonces ya no podías seguir adelante. Ya no pintabas nada. Jonah se sentía como si hubiera pasado años, quizá la vida entera, habitando —¡prosperando!— sobre la superficie más delgada de las cosas, y, tras haberse sumergido un momento bajo aquella superficie, ya no pudiera salir.
Y eso, se dijo, no estaba bien.
Jonah volvió a enfadarse, no como la rabieta que había tenido en el almacén, sino que se trataba de una cólera más profunda, más autónoma, más indignada. Entrar en un bar a cualquier hora del día a emborracharse era un derecho de cualquier neoyorquino. ¿Por qué a él se le negaba? ¿Por qué no podía llevar su vida como quería, con tanta insensible indiferencia hacia los demás seres humanos como deseara?
Sintió el descomedido impulso de demostrar —ante sí mismo, ante quien (o Quien) pudiera estar observándolo— que era la misma persona que había sido siempre, y siempre lo sería, para bien, o para mal.
—Non serviam, capullo —murmuró entre dientes.
Más o menos a esa misma hora Zoey salía del trabajo. Sabía que no debería, pero de tanto mirar la foto digital de Katie Porter desnuda —de tanto estudiar los píxeles individuales que componían sus muslos perfectos, sus pechos perfectos, su pelo perfecto, su vientre perfecto, su esto y lo otro y lo otro perfectos— se había deprimido. Había reconocido que la imagen era más o menos auténtica desde el momento en que había aparecido en su pantalla. Parte de su trabajo consistía en verificar la autenticidad de docenas de fotos cada semana. Y realmente era muy triste que tuviera que ver eso, había pensado mientras la examinaba. Katie Porter era la celebridad con la que Zoey se había comparado en los últimos meses, puesto que, en teoría, tenían un físico muy parecido. Pues que le dieran a la teoría, se dijo desanimada. Cualquier parte de su cuerpo que comparara, era demasiado redondeada, o no lo suficiente, o le faltaba tono muscular, o era un tanto desproporcionada: Katie Porter constituía el ideal platónico. Zoey había considerado si la haría sentirse mejor compartir la foto con todos los adolescentes llenos de granos y los repugnantes hombres de mediana edad del planeta, pero decidió que no. El instinto de venganza no era muy poderoso en ella, y, además, detectaba en sí misma un anticipo de solidaridad por todas las demás chicas en sus cubículos que recibirían un RSS de Glossified y que estudiarían la foto con la misma atención masoquista que ella, hasta quedar igualmente consternadas. Así que al final cerró la foto y escribió un correo electrónico a su jefa, Anika: «A mí me parece falsa. Los ejecutivos de Disney pueden respirar tranquilos». Y salió de la oficina para ese día.
Estaba cruzando las puertas giratorias de su edificio y salía a la plaza de piedra del exterior. Su plan era llevar a cabo un regreso triunfal al gimnasio del que era socia y al que solo había ido una vez, el día que se apuntó. Comprobó el horario online y escogió una clase de yoga. Lo hizo para mantener una de las cláusulas del «contrato consigo misma» que su terapeuta, la doctora Popper, le había ordenado escribir y firmar durante su última sesión: «Haz más ejercicio y come mejor». Pero mientras permanecía en la plaza a la luz del crepúsculo de verano, se sintió agotada tras haber pasado otro día en el purgatorio de las chicas-B, soportado sin poder contar con el consuelo de los cigarrillos («Deja de fumar AHORA» era aquí la cláusula pertinente). Metió la mano en el bolsón en busca del teléfono, y ya lo había sacado cuando recordó que no podía llamar a Evan para que cenara con ella, pues había roto con él el día anterior. Todo ello para cumplir con la tercera cláusula: «Sé dueña de tu bienestar emocional». La doctora Popper le había sugerido las palabras, pero el impulso había surgido de Zoey. Había comprendido que no sabía exactamente por qué estaba con Evan. Desde luego, era un chico que estaba en forma, y no había ambigüedad en sus sentimientos por ella (incluso había dicho «te quiero» antes que ella) y siempre se alegraba de ir a cualquier restaurante, cine o bar que Zoey escogiera. Pero, tal como le había dicho a la doctora Popper durante la sesión del viernes, en la que tanto había llorado: «¿Esto es todo lo que hay?». El hecho de que se hubiera olvidado de la conversación de cuatro horas en la que había roto con Evan le demostró de nuevo que entre ellos faltaba algo importante, al menos por su parte. Y aun así, mientras miraba el teléfono sin expresión, reconoció que no tenía a nadie a quien llamar, y se preguntó cuánto bienestar emocional había alcanzado realmente con esa ruptura.
Comprendió, además, y a su pesar, que estaba decepcionada porque Esa Persona no la hubiera llamado. A veces, justo después de haberla abandonado, él la llamaba para intentar recuperar su relación, para engatusarla al perdón y la reconciliación (emocional y física). Pero Zoey percibía que esta vez sería diferente, que había algo permanente en la última intención de ruptura de Esa Persona, y ese sentimiento había sido en parte la causa de las lágrimas y el contrato que había firmado con la doctora Popper el viernes. No podía eludir la solapada sospecha de que la próxima vez que lo viera sería en la página de «Compromisos matrimoniales» del New York Times dominical, sonriendo junto a Schlampe: esa Schlampe Ellis-Michaels rubia, con una copa C de pecho.
Zoey ya la había investigado en Google, naturalmente. Y, por supuesto, Schlampe era una Joven de Mucho Talento. Pero por lo que Zoey podía decir, eso parecía ser lo único. Y había algo tan decepcionante en ello, como si él ni siquiera se esforzara, como si su película preferida fuera Titanic o algo parecido.
Zoey se estaba mordiendo la uña del pulgar, a menos de un metro de donde estaba cuando él rompió con ella. Sabía que no podía ser objetiva en ese asunto. Y era la primera persona en reconocer que ella no era precisamente una persona fácil de tratar, y solo una clase de persona muy especial preferiría una chica-B asolada por la úlcera y llena de deudas a una Joven de Mucho Talento. La cosa era que ella siempre había pensado que Jonah era esa clase de persona. Y si no lo era, ¿quién iba a serlo?
De repente se imaginó su clase de yoga llena de Schlampes: en forma, flexibles, todas con camisetas de Harvard. ¿Qué sentido tenía someterse a eso? ¿No sería más conveniente para su bienestar emocional tomarse dos porciones de pizza y una ración de Häagen-Dazs y pasar las siguientes seis horas mirando la tele por cable en su sofá?
Pero entonces, igual que había estado haciendo desde que comenzara la secundaria en Dalton —con mucho, los años más socialmente angustiosos de su vida—, se dio un discursito para levantarse la moral. Muy bien, se dijo, Katie Porter está mejor que tú desnuda. Pero es una estrella de cine, y su trabajo es estar mejor desnuda que la mayoría de gente. Además, hay gente que de vez en cuando necesita ingerir algo que no sea ensalada y Coca-Cola. En cuanto a Evan, no era justo para ninguno de los dos seguir saliendo con él, casi siempre lo encontraba un poco aburrido y quizá no demasiado inteligente. Y lo único que hacía Esa Persona al escoger a Schlampe era decantarse por un matrimonio desdichado y un infarto precoz. Y quizá todas las demás chicas de tu clase de yoga sean una versión rubia de Olivia Wilde, pero lo más probable es que todas se parezcan a esas chicas tan poquita cosa que van a tiendas vegetarianas a comprar ensalada de quinoa. Así que anímate, y sí, puedes ir a Lululemon de camino al gimnasio y nadie te verá con la camiseta de la NYU ni con los pantalones cortos de gimnasio de Evan, que es lo único que tienes para ponerte.
Un cuarto de hora después, había entrado en la tienda. Sabía de manera objetiva que comprar ropa para hacer yoga era un error, teniendo en cuenta que acumulaba una deuda de más de 22 000 dólares en su tarjeta de crédito. Pero ya parecía beneficiarse del yoga por el mero hecho de escoger prendas deportivas y beber la infusión que le habían ofrecido al entrar. No corrigió la suposición de la vendedora de que practicaba yoga de manera regular, haciéndose pasar con éxito por alguien que comprende la distinción entre las palabras ashtanga y bikram.
Cuando salió a la calle con su bolsa de ropa nueva, se encontraba de un admirable buen humor. Entonces le sonó el teléfono. Intentó adelantarse a cualquier expectativa mirando de inmediato quién era: Anika, su jefa. «Buf», se dijo Zoey. Anika era la editora jefe de Glossified, sobre todo un monstruo: metro ochenta y ocho, facciones marcadas, cuerpo de estatua, probablemente la única mujer en la oficina o quizás en la ciudad que no tenía nada que temer al ver a Katie Porter desnuda, y que en general solo sonreía cuando alguna becaria lloraba.
—Hola, Anika —dijo Zoey, y forzó una tos—. Lamento haber tenido que irme. He pensado que podría…
—¿Qué cojones te ha hecho pensar que esa puta foto era falsa? —vociferó Anika—. Joder, ¿has visto la página de TMZ? —«Buf, buf, buf», se dijo Zoey—. ¡La teníamos en exclusiva hace dos horas, joder!
—El cuello parecía un poco raro…
—¡El puto cuello está perfecto, joder!
—Bueno, ya sabes, también me preguntaba si esa es la clase de material que queremos colgar.
—¿El material que atrae a la gente? ¿El material que nos hace salir en televisión? ¡Sí! ¡Sí, sí, sí! ¿Dónde cojones has estado trabajando los dos últimos años? ¿Eres la editora adjunta o no, joder? La has cagado, Zoey, la has cagado.
Zoey supuso que a eso se referían cuando, al contratarla en Glossified, le habían prometido que tendría «una mentora». Sabía que solo había una manera de pacificar a Anika cuando le daba una de estas rabietas: arrancarse el orgullo y pisotearlo ella misma.
—Lo siento mucho —dijo Zoey—. Tienes toda la razón. La he fastidiado.
—¡Ya lo creo que sí, joder!
—Lo sé, no me lo puedo creer, lo siento muchísimo.
La conversación continuó en esa vena durante varios minutos: Anika soltando palabrotas y Zoey afirmando que estaba de acuerdo con todo lo que decía. Cuando finalmente se calmó un poco, Anika dijo en un tono glacial:
—TMZ se ha comido nuestro almuerzo de hoy. Espero que te moleste tanto como a mí.
No le molestaba, pero Zoey dijo:
—Te prometo que no volverá a suceder.
—Más te vale que no, joder, puedes creerme. —Y colgó.
De inmediato Zoey comenzó a pensar en todas las cosas que podía haber dicho o debería haber dicho en su defensa: si Anika no confiaba en ella a la hora de tomar decisiones, ¿por qué la había nombrado editora adjunta, para empezar? ¿No creía que Gavin, Isaac o Aliza harían un trabajo mejor? ¿Alguno de ellos había trabajado hasta medianoche durante dos semanas seguidas después de que tres de los redactores dimitieran porque Anika los había llamado maricones? Y si Anika realmente pensaba que Zoey era tan rematadamente estúpida, ¿por qué no la despedía? Casi todos los días Zoey se entregaba a la fantasía de que la despedía. Incluso había una cláusula del contrato que rezaba: «Dar los pasos necesarios para encontrar un trabajo más satisfactorio».
Pero, bueno, se dijo Zoey, ¿a quién estaba engañando? Vivía al día. Debía 22 000 dólares —ahora 22 350— a su tarjeta de crédito, y le quedaban dieciocho meses de un contrato de alquiler de dos años. ¿Qué iba a hacer, si la despedían? ¿Pedir dinero a sus padres? ¿Otra vez? Tenía más de treinta años, por amor de Dios (eso tampoco era un pensamiento reconfortante).
Miró a su alrededor, como si los demás transeúntes pudieran haber sido testigos de su humillación ritualista. Sabía que no le convenía estar en público cuando la asaltaba uno de esos estados de ánimo: incluso en alegres lugares comerciales como Union Square, la gente que la rodeaba parecía agrandarse, las sombras se oscurecían de manera preocupante. Paró un taxi y se fue a casa.
Cuando llegó a la puerta de su apartamento, se sentía muy deprimida. Vio que la mezuzá que había colgado, que había pertenecido a su abuela, se había soltado de uno de los clavos, y colgaba boca abajo sobre la jamba de la puerta. La levantó con desgana y observó que volvía a caerse y se quedaba balanceándose. Se había sentido muy orgullosa de colgarla ella misma. Pues a la porra también eso.
Abrió la puerta y entró. Como siempre, su sala de estar era un caos absoluto: había ropa limpia y sucia por todas partes, una botella de vino vacía sobre el sofá, la mesita baja era un pequeño vertedero de revistas y ceniceros llenos, y el portátil estaba en el suelo, sin batería. Sacó de la bolsa su ropa nueva de yoga y se la puso, pero solo consiguió sentirse ridícula, como si se hubiera intentado engañar respecto a algo.
Era consciente —gracias a la doctora Popper y a los predecesores de la doctora Popper— de la clase de pensamientos a los que acabaría entregándose: un pesimismo irracional y angustiado, contraproducente. Todos lograban diagnosticarlo, pero ninguno curarlo, a no ser que tomara psicoactivos, a lo que se negaba. Sin embargo, no los culpaba. Sabía que la doctora Popper tenía razón al afirmar que todo dependía de ella: gestionar sus pensamientos depresivos, enfrentarse a los reveses inevitables, atenerse a su contrato y hacer realidad la vida que quería. Pero un hombre la había abandonado y ella había roto con otro, y había pasado de tener un novio y medio el viernes por la mañana a estar soltera el domingo por la noche. Su jefa le había pegado una bronca de campeonato y había visto que las tías buenas de verdad estaban mucho más buenas que ella. ¿Acaso no tenía derecho a sentirse como una mierda durante un rato?
Se fue a la cocina y abrió la nevera. Se encontró con cajas de sobras de comida preparada de fecha indeterminada, recipientes medio vacíos de condimentos, y una Brita vacía. No se molestó en abrir el congelador. En un momento de fanatismo dietético, había tirado todo lo comestible que había en él. Miró en el armario y encontró un tarro de mantequilla de cacahuete. Lo abrió y extrajo una cucharada. Pero entonces se la quedó mirando, indecisa. ¿Acaso su vida podía ser algo más que eso?
Alguien llamaba a la puerta. Con el día que tenía, imaginó que sería un allanamiento de morada. Se dirigió a la sala de estar y observó por la mirilla. No era nadie con un pasamontañas, pero tampoco acabó de sorprenderle ver la imagen de Jonah deformada, como si lo viera a través de una pecera. Zoey abrió la puerta.
—Antes de nada, ¿me arreglarás la mezuzá de mi abuela? —dijo.
Jonah parecía perplejo.
—¿Por qué vas vestida así? ¿Y por qué llevas esa cuchara en la mano?
—Me voy a yoga, Arschloch. —Miró la cuchara y el pegote de mantequilla de cacahuete—. Y me estaba… —Pero no acabó la frase. Jonah también estaba muy raro: la corbata le colgaba sin anudar, tenía el pelo revuelto y la ropa cubierta de miles de manchas que no lograba identificar—. ¿Te han… atracado unos pintores? —preguntó.
—No —contestó él bruscamente—. Estoy bien.
Zoey lo estudió unos momentos más y al final se encogió de hombros. Volvió a la cocina y dejó la cuchara en el fregadero. Oyó entrar a Jonah y cómo cerraba la puerta y se sentaba en el sofá. De repente Zoey se sentía muy caliente —quizás era la manera en que su aterrado cuerpo intentaba evitar ir al gimnasio— y se imaginó que ya se preocuparía por su bienestar emocional después de que él le comiera el coño. Zoey volvió a entrar en la sala, y al parecer él estaba pensando lo mismo, porque enseguida se puso en pie y comenzó a manosearla, un poco toscamente, por la cintura. Y ahí estaban, se dijo Zoey, besándose otra vez. Al cabo de diez años, él seguía besando igual: de manera un tanto torpe, pero con avidez, en serio, como si lo considerara algo importante. Y quizá de hecho había algo especial entre ellos —a pesar del escepticismo de la doctora Popper—, pues al cabo de diez años a ella todavía le gustaba besarlo, todavía la alegraba sin más complicaciones: aún la ponía caliente.
Sintió el sabor a tabaco en la boca de Jonah, y eso pareció alimentar y transformar su anhelo de nicotina. Lo siguiente que supo fue que había rodeado con las piernas a Jonah y que se había levantado del suelo.
—¡Yoga! —dijo riendo, y a continuación lo besó un poco más.
Su ropa también olía a cigarrillos —a cigarrillos y quizás a Tabasco—, pero cada sensación, cada percepción individual de los sentidos de Zoey alimentaba su excitación. El ochenta por ciento del tiempo el sexo no le preocupaba en absoluto, el diez por ciento lo encontraba vulgar y el otro diez por ciento la llevaba a una salvaje entrega y a orgasmos lacrimógenos. Por suerte, se dio cuenta de que en ese caso iba a ser uno de sus grandes momentos del último diez por ciento. Él la arrojó sobre el sofá, le arrancó la camiseta y el sujetador deportivo y de un tirón le bajó las mallas.
—Sylvia y yo nos vamos a vivir juntos —dijo Jonah al encaramarse encima de ella—. ¿Te das cuenta de lo horroroso que es? —añadió metiéndole los dedos—. Es horrible, horrible.
Resultaba extraño comentar eso durante el sexo, pero Zoey estaba demasiado ocupada con su pequeño orgasmo.
—Dime que estoy más buena que Katie Porter —dijo cuando él comenzó a mordisquearle los pezones—. Dime que estoy mucho más buena que Schlampe.
—Estás mucho más buena que ella —dijo Jonah quitándose la americana y la camisa mientras ella le desabrochaba los pantalones—. Me voy vivir con ella y te voy a follar a ti. Me voy a casar con ella y te voy a seguir follando a ti.
Aquello ya era pasarse de rosca.
—A lo mejor más vale que dejemos de hablar. —Jonah se sacó los pantalones y los calzoncillos por los tobillos y volvió a colocarse encima de ella, y a Zoey, al sentir la presión del cuerpo desnudo de Jonah, no le costó nada perdonar la extrañeza de esa conversación—. Fóllame, Yonsi —le susurró al oído. En esos momentos ella solo decía palabrotas en inglés, solo en esos momentos le salían de manera natural. Cerró los ojos y esperó.
—Esto está muy mal —dijo Jonah con los labios junto a sus oídos.
—Sí, tienes razón, lo he pillado.
Zoey esperó unos momentos más, pero la sensación esencial no llegaba. Abrió los ojos y vio a Jonah mirando su desnudez con un gesto atribulado. Zoey le tocó la picha.
—Joder, tienes que estar de coña.
Lo apartó con una pierna, y pensó en masturbarse, pero ¿podía haber una manera más patética de acabar el día? Se incorporó y se inclinó hacia delante. Jonah se cubrió la cara con las manos y comenzó a llorar, pero ella sentía una absoluta falta de lástima. Se quedaron así sentados, desnudos, el uno junto al otro, durante varios minutos. En cierto momento el teléfono comenzó a sonar, y él lo sacó del bolsillo sin mirarlo y lo arrojó sobre la mesita baja. Lo llamaba un tal Brett; Zoey observó vibrar el teléfono sobre el cristal de la mesa.
—Muy bien, ya sé que es una estupidez —dijo ella por fin—, pero no es porque no me he depilado, ¿verdad?
Ese comentario solo consiguió que Jonah llorara más fuerte. Ella volvió a la cocina, cogió de nuevo la cuchara y comió un poco de mantequilla de cacahuete. A continuación se dirigió al cuarto de baño y se puso el albornoz, tras lo cual regresó a la sala. Él se había puesto los pantalones y la camisa y fumaba un cigarrillo.
—No fumes aquí, ¿vale? —dijo Zoey. Él le lanzó una mirada un tanto escéptica, pero como ella no sonreía, apagó el cigarrillo en uno de los cuatro ceniceros que había sobre la mesa. Y como para dejarlo más claro, Zoey recogió su americana del suelo, la dobló sin miramientos y la colocó sobre el respaldo del sofá—. Por cierto, este traje apesta —le dijo. Jonah no contestó, simplemente se quedó mirando al frente, y a Zoey no le causó ningún placer insultarlo. Se daba cuenta de que aquel día no obtendría ningún placer—. ¿Qué haces aquí, Yonsi? —le preguntó con ganas de llorar—. Lo digo en serio, ¿qué haces aquí?
—Todos estamos desnudos, Zoey —contestó Jonah—. El cuerpo está vestido, pero…
De repente Zoey comprendió lo extraño que era todo: el estado de la ropa de Jonah, su aspecto agobiado, y que se presentara sin anunciar en su puerta.
—No ha ocurrido nada, ¿verdad? —preguntó Zoey preocupada. Se sentó a su lado en el sofá y le puso la mano en la rodilla—. Estás bien, ¿verdad? ¿No se ha muerto nadie ni nada parecido?
—Quería demostrar lo gilipollas que soy.
—¿Y quién ha dicho que necesitaras demostrarlo? —Lo dijo como una broma (bastante ingeniosa, a su juicio), pero la expresión de Jonah era tan desolada que de inmediato lo lamentó—. No eres ningún gilipollas, Yonsi.
—Solo… solo quería demostrar que nada había cambiado, ¿sabes?
Al oír esas palabras, Zoey cerró un poco más el albornoz sobre el pecho.
—No te preocupes, Yonsi —dijo—. Nada ha cambiado.
El teléfono de Jonah volvía a sonar, esta vez era Schlampe quien lo llamaba. Cuando dejó de pitar, Jonah le preguntó:
—¿Sigues guardando las herramientas bajo el fregadero?
Zoey asintió con la cabeza, la mirada fija sobre el montón de desperdicios que había sobre su mesita baja. Lo oyó levantarse y caminar por la cocina; lo oyó dirigirse al rellano y volver a colocar la mezuzá en su sitio.
Cuando volvió a la sala, Jonah dijo:
—Lo siento de verdad. No te molestaré más.
—Sí, ya me lo imaginaba.
—Estás mucho más buena que Schlampe —le dijo—. Y que Katie Porter. No ha sido porque no te hubieras depilado, ni por nada.
Él parecía a punto de marcharse, así que ella dijo:
—¿De verdad estas van a ser las últimas palabras?
Se miraron el uno al otro, como a través de un océano de recuerdos y oportunidades perdidas y arrepentimiento y —a pesar del escepticismo de la doctora Popper, a pesar del bienestar emocional— amor, pensó Zoey.
Tras una pausa, Jonah dijo:
—Quizás al principio. Quizás aquel septiembre. A veces pienso que de no haber sido por…
Eso los hizo llorar, y ella sollozó con toda la fuerza de los orgasmos que no había experimentado. Él se quedó en la puerta hasta que se le agotaron las lágrimas.
—No debería haberlo dicho —afirmó—. Lo siento de verdad. —Y se marchó.
Zoey tuvo la impresión de que podría haber defendido su necesidad de un cigarrillo ante cualquier neumólogo, defensor de la salud pública o superviviente de cáncer del mundo. Y por esa razón limpió un poco el apartamento y volvió a ponerse la ropa de yoga. Imaginó que nunca volvería a verlo. Luego se fue al gimnasio.