4. Una tremenda tormenta sobre el mar
Jonah no tuvo que esquivar ningún rayo mientras caminaba hasta la tienda de comida preparada que estaba a unas pocas avenidas de su apartamento; el hispano con delantal que cortó y untó el queso crema en su bagel no se quedó boquiabierto de miedo ni sacó un rosario al verlo; el bagel no se convirtió en polvo y cenizas en su boca. Jonah se dijo que había sido pura y simple vanidad haber imaginado algún cambio en su lugar en el mundo. Seguro que hombres más grandes habían ignorado revelaciones más profundas, y la tierra había seguido girando.
Estaba casi alegre cuando abordó el taxi que lo llevó a las oficinas Corcoran, y lo habría estado del todo de no haber sido por la falta de sueño y por las diversas consecuencias físicas de todo lo que había bebido y fumado la noche anterior. Sentía la piel demasiado tensa en la frente; la boca —incluso después del café y del bagel— le sabía a hollín seco y tenía la lengua hinchada, como si hubiera masticado y tragado los tres paquetes de cigarrillos. Pero la corriente de aire de la ventanilla abierta del taxi mantenía la náusea a raya, y le permitió disfrutar de aquella luminosa mañana de agosto, cuya temperatura era mucho más fresca.
Cuando el taxi se detuvo, Sylvia estaba de pie junto a la entrada de Corcoran, bebiendo un café helado. Tenía ese aspecto que siempre procuraba tener, de ir bien vestida y conjuntada, a pesar de que probablemente llevaba levantada desde las cuatro: vestía unos chinos grises y una camiseta sin mangas que dejaba ver su buen tono muscular; tenía el pelo rubio con una raya perfecta gracias a un pasador, y la belleza natural de sus rasgos quedaba acentuada con un maquillaje aplicado a la perfección. Llevaba un gran bolso beige al hombro que debía de contener el portátil, el teléfono, el cargador y el libro para leer en el avión, y todo lo que necesitara para pasar doce horas en Nueva York. Ver ese bolso le resultó a Jonah enormemente tranquilizador: la confirmación física de que la vida que había conocido seguía adelante. Cuando se encontraron en la acera, se besaron en los labios: un beso breve, pero no carente de afecto. Al observar la cara de Jonah, Sylvia le pasó los dedos por la línea tupida y oscura de su ceja izquierda.
—Cariño, no te olvides de recortarte las cejas —dijo Sylvia.
Y él le contestó con sinceridad:
—Me alegro mucho de verte.
Sylvia sonrió con suspicacia ante su tono.
—¿Cuánto has dormido?
—Digamos que menos de ocho horas. Pero estoy bien. —Sylvia asintió, un tanto incómoda—. Se me fue un poco la mano celebrando el caso de la BBEC —le dijo Jonah—. Pero de verdad que estoy bien.
Era una inquietud refleja, un instinto aprendido que nada tenía que ver con él, le había explicado Sylvia, cuyo padre había creado en su mente todo tipo de asociaciones negativas con los bebedores. Jonah sabía que ella confiaba en él —y ella también lo sabía—, y le dedicaba esa media sonrisa irónica que a menudo ponía cuando consideraba que había hecho alguna tontería infantil, pero quizá por eso encantadora.
—¿Por qué no me sorprende? —dijo Sylvia—. Supongo que se imponía una celebración. —Volvió a besarlo—. Estoy muy orgullosa de ti, Jonah. —Y él dio gracias por no haber echado a perder esa felicidad (la felicidad de ambos) contándole… lo que fuera. Entraron en las oficinas de Corcoran para verse con su agente inmobiliario.
Jonah esperaba que el agente tuviese ese aspecto asustadizo y agobiado que había encontrado en todos los agentes con los que había trabajado: cualquier bravata que expresaran daba paso, con unos ojos de perro maltratado como los que aparecen en los anuncios de la Asociación Protectora de Animales, a la persistente inquietud de que alguien estuviera a punto de golpearles con un palo. Pero para su sorpresa, el agente los saludó con un placer en apariencia auténtico, se sentó alegremente en su escritorio y charló con ellos durante diez minutos acerca de temas que no estaban relacionados con la visita de apartamentos. Se llamaba Brett, tenía más o menos la edad de Jonah e iba vestido de manera informal con unos pantalones caquis y un polo.
—Estuve en Lehman seis años —les dijo amigablemente Brett—. Me encantaban las primas, pero odiaba todo lo demás de mi vida. Pasaba semanas enteras sin ver el sol. Estaba en mi mesa antes de las cinco y volvía a casa en un taxi de noche. Me deprimí mucho cuando todo se vino abajo, pero lo cierto es que fue lo mejor que pudo haberme ocurrido. No gano tanto, pero hago yoga cuatro veces por semana y tengo un perro. El otro día me llamó un colega y me preguntó si quería ir a trabajar con él en el Bank of America. ¿Quince horas al día, y encima todos los que te conocen te miran como si fueras un pedófilo? La verdad es que prefiero trabajar a comisión.
A Jonah esa historia le gustó mucho por alguna razón, aunque luego Sylvia le dijo que la había encontrado muy inverosímil y un tanto insultante. Sin embargo, a los dos les cayó bastante bien Brett, el cual, de nuevo a diferencia de los demás agentes con los que Jonah había trabajado, era realmente competente a la hora de ir al grano y enseñar los apartamentos en alquiler: los interiores encajaban con sus descripciones; no abría la puerta y te encontrabas con los habitantes leyendo el New York Times en calzoncillos; y nada de lo que te enseñaba era a todas luces inhabitable a primera vista. Jonah se mantenía en pie a base de Advil y múltiples viajes a Starbucks; Sylvia se mostró paciente y comprensiva. Y aunque sabía que después de todas esas cápsulas y cafeína sufriría un grave derrumbe físico, se figuraba que podría demorarlo hasta que Sylvia volviera al aeropuerto después de cenar, momento en el cual no importaría si se derrumbaba boca abajo en el sofá y se quedaba dormido hasta mediodía. Al día siguiente, domingo, tendría tiempo suficiente para leer los expedientes de la BBEC y prepararse para el lunes por la mañana. En resumen, y bien mirado (o, más exactamente, no mirado de ninguna manera), el día iba de perlas.
Se guardaron lo mejor para el final: el piso que más entusiasmaba a Sylvia, el loft de Bond Street. El edificio tenía cinco plantas, era de ladrillo blanco, y en la fachada se veían unas ventanas en arco flanqueadas por columnas en bajo relieve, y unas elaboradas molduras en el techo completaban el motivo neoclásico. Brett introdujo un código de seguridad en la puerta —de memoria, observó Jonah— y los condujo por un estrecho pasillo hasta un montacargas.
—Probablemente hay menos de una docena de edificios reformados por completo y con gusto en este barrio —dijo cerrando la puerta plegable metálica del ascensor—. Y cuando entremos veréis a qué me refiero al decir con gusto. —Apretó un grueso botón negro con el número 5, el ascensor tembló un poco y comenzaron a ascender—. Este edificio está catalogado —añadió—, lo cual siempre es un problema a la hora de reformarlo. El constructor quería reemplazar este montacargas, por ejemplo, pero eso violaba la normativa. Pero escuchad. —Mantuvo un dedo en alto—. ¿Os dais cuenta de que no se oyen ni ruidos ni chirridos? Lo que sí pudo hacer fue reemplazar el motor y los cables del original con un sistema hidráulico. Así que tenemos un carácter industrial sin el ruido industrial. Ingenioso, ¿verdad? Así es como hay que sortear los problemas para crear servicios de lujo en esta zona.
»El otro día me enteré de algo muy interesante —continuó Brett—. ¿Sabéis por qué hay tantos hotelitos y edificios de apartamentos de poca altura en esta zona? ¿Sabíais que antes del 11-S podías ver las Torres Gemelas desde Lafayette? ¿Sabéis por qué? —Hizo una brevísima pausa—. El lecho de roca es poco profundo —reveló con una sonrisa de satisfacción—. No se pueden construir edificios altos. Y es lo que permite que el barrio mantenga su encanto: calles adoquinadas, casas de piedra marrón y todo eso que tanto nos gusta. Bueno —dijo cuando el ascensor se detuvo sin hacer ruido—. Ya hemos llegado. —Agarró el mango de latón de la palanca y abrió la puerta plegable, dejando salir primero a Jonah y a Sylvia.
El loft era inmenso, espacioso y sobrio, y los suelos pulidos y relucientes de madera noble se extendían hacia unas paredes blancas recién pintadas y rematadas por un techo alto y blanco. Tres vigas vistas recorrían más o menos un tercio de la extensión del techo desde la entrada, y le daban al espacio una amplitud casi de bosque. Delante de la cocina, que ocupaba un hueco en la pared, había ventanas de doble altura, y el cristal de la parte superior en arco tenía un leve matiz azulado, y el sol que entraba se reflejaba en el amarillo lustroso de los suelos.
—Ciento cuarenta metros cuadrados, suelo de ciprés australiano, techos de seis metros —decía Brett mientras Jonah y Sylvia deambulaban por la vivienda, con la cabeza un tanto levantada, como si no pudieran creerse la altura del techo—. El cuarto de baño es todo Kohler, y la cocina Bulthaup, y en el tejado hay una antena vía satélite para todo el edificio. Tenéis aire acondicionado central y conexiones para lavadora y secadora, y todas las instalaciones habituales incluidas, además de un trastero en el sótano, y seréis socios del gimnasio Equinox. Y, como podéis ver, se trata de un edificio catalogado en una calle tranquila y bordeada de árboles que da al sur y tiene luz natural todo el año. —Brett recitó esa letanía de virtudes sin consultar ninguna nota, como si cada característica no solo tuviera resonancias estéticas, sino morales. Fuera cual fuera el trabajo que había desempeñado Brett en su vida anterior, Jonah imaginó que debía de ser muy bueno haciéndolo.
—Dios mío —dijo Sylvia. Había desaparecido tras la puerta de un armario y volvía a surgir por el cuarto de baño—. Jonah, echa un vistazo. —Él se le acercó y ella lo llevó de la mano: entraron en un armario empotrado con estantes a la derecha, tres niveles de percheros a la izquierda, y a continuación salieron por una puerta que había enfrente y daba al cuarto de baño. Sylvia miró a Jonah encantada y rio de una manera insólitamente infantil.
Cuando salieron del cuarto de baño, Brett, apoyado en la pared que había junto al ascensor, dijo:
—Sylvia, ¿crees que conseguirías llenarlo?
—No soy una obsesa de la ropa —dijo ella—. Pero eso es…
—Es un armario más grande que muchas habitaciones, instalado en 2008. Francamente, este apartamento tiene un montón de cosas asombrosas. Y, si queréis, se puede levantar un tabique que empiece en el armario hacia el este. —Dibujó una línea en el aire con el dedo—. Así tendréis un auténtico dormitorio, que quedará conectado con el cuarto de baño por el armario, lo cual resulta óptimo. Además, cuando os planteéis tener niños, o simplemente queráis un segundo dormitorio o un estudio, podéis levantar otro tabique en la parte de atrás del dormitorio —dibujó otra línea en el aire—, y tendréis una habitación para los niños, de invitados o un despacho. Sencillo.
Sylvia miró a Jonah, y este se encogió de hombros. En general limitaban las conversaciones sobre tener hijos al ámbito de las posibilidades hipotéticas para un momento inconcreto del futuro. Pero considerando lo bien que iba todo, ¿por qué no proponerlo como una perspectiva más concreta? Siempre podía decir que había pensado que Sylvia se refería a una habitación de invitados.
En cualquier caso, Jonah tenía claro que Sylvia había quedado completamente seducida por el loft: tenía una sonrisa de oreja a oreja, el labio inferior se le alejaba del superior como para engullir la dicha que flotaba en el aire. Al parecer, aquella seducción también le había quedado clara a Brett. Miró el teléfono procurando que Sylvia y Jonah se dieran cuenta, y dijo:
—Voy abajo para llamar al propietario y confirmar la cuestión del depósito. Pero echad un vistazo tranquilamente, tocad los botones de la cocina, tirad de la cadena, comprobad la presión del agua en la ducha, y llamadme si tenéis alguna pregunta. Volveré enseguida. —Se dirigió hacia el ascensor, y bajó sin más ruido ni chirrido que el que parecía existir en su personalidad.
Cuando Brett hubo desaparecido, Sylvia le dio un beso a Jonah —con los labios separados, lascivo y largo—, y a continuación se apartó y se dirigió al centro de la sala.
—Me encanta —dijo girando como una peonza, y el bolso con ella.
—A mí también —contestó Jonah, aunque a él le encantaba de una manera más teórica que sentida. Percibía las características comunes a todas las viviendas sofisticadas de Nueva York: los electrodomésticos de lujo, las vigas vistas, las ventanas de doble altura y el resto. Pero no conseguía que todos esos rasgos se juntaran para poder reaccionar ante ellos de manera coherente. Lo que de verdad le encantaba era lo feliz que estaba Sylvia.
—Podríamos levantar esos tabiques —dijo, y esta vez no quedó ninguna duda de a qué se refería—. Jonah —le dijo—. ¿Te imaginas nuestra vida aquí?
Sylvia se había colocado junto a una de las vigas, con el bolso colgando del ángulo del codo, con un pie —calzaba unas bailarinas negras— detrás del otro, con la mirada perdida en la pared del fondo, la más larga del loft, el dedo índice apoyado ligeramente en la nariz, silenciosa y sonriendo, como si incluso aquella pared desnuda resultara una fuente de dicha. Casi nunca se la veía en ese estado de ánimo, en esa pose. Su trabajo exigía seriedad: trabajaba en acuerdos de miles de millones de dólares, de los que dependían miles de empleos, con empresas multinacionales. Esa seriedad —las horas y el esfuerzo que exigía— inevitablemente se contagiaba al resto de su vida, con lo que los momentos como ese, en los que toda su atención se veía inundada por una felicidad que nada podía alterar, eran escasos y difíciles de mantener. Jonah reconocía lo mismo en él.
En aquel instante sintió por ella algo que nunca había sentido: compasión. Sintió de manera muy intensa que Sylvia merecía descanso, satisfacción, dicha, cosas maravillosas y niños y todo lo que ella imaginara formando parte de un futuro orgiástico que podía ver proyectado en la alargada parte desnuda que contemplaba. La amaba. Sintió la verdad de esas palabras con una claridad simple y perfecta. Y en el mismo momento de indiscutible lucidez comprendió que no tenían futuro juntos, ni allí ni en ninguna otra parte.
Se habían conocido en una cita a ciegas concertada por unos amigos mutuos, y habían visitado una exposición en el Whitney titulada Metafísica y modernidad, y luego habían cenado en un restaurante de fusión de comida de Oriente Medio. Les había sorprendido lo bien que había ido todo: descubrir que el otro era una persona atractiva, que tenía éxito en su carrera, que era inteligente, divertida a veces, y que no poseía ninguno de esos espantosos defectos que torpedeaban casi todas las citas a ciegas. Quizá fue la mera sorpresa lo que inspiró una segunda cita, y luego unas cuantas más, y luego la pelota siguió rodando y ahí estaban.
A Jonah le parecía que la seriedad de su relación aumentaba con la expectativa de que en ese punto —al menos— las cosas fueran realmente bien entre ellos. Porque desde el principio habían tenido riñas: esas pequeñas discusiones y escaramuzas de sus primeros días habían evolucionado hacia las broncas de los últimos meses. Y, por supuesto, hasta el día anterior, él la había estado engañando. No eran estúpidos, los dos sabían que algo iba mal. Pero era como si creyeran que podrían encontrar una solución solo con amadrigarse lo bastante en su propia relación: solo con que se vieran más; se vieran solo el uno al otro; vivieran juntos.
De pronto Jonah comprendía que eso era una falsa esperanza: un mito que los dos habían mantenido. No se peleaban porque no consiguieran encontrar la solución a sus problemas: no existía una manera de estar juntos que hiciera que Sylvia se sintiera segura respecto a su educación (rica y republicana), y respaldada debidamente en su carrera; que a él le hiciera sentir que ella lo amaba de manera profunda y cálida, que quería estar con él y no con la versión de él que pudiera concebir. Sus problemas derivaban del propio hecho de estar juntos.
Volvió a provocarle náuseas comprender —con la repentina fuerza de la revelación— que a pesar de todas las discusiones, a pesar de todo el esfuerzo que habían puesto en su relación, a pesar de todos los esfuerzos de dos personas muy competentes, a pesar de todo lo que pudieran ignorar, tolerar y aprender a vivir con ello, a pesar de todas las noches en el sofá, la comida preparada y las películas y los restaurantes y las exposiciones y los cócteles y las mañanas de compras en el SoHo y las tardes holgazaneando en Central Park, a pesar de todos los meditados regalos, las vacaciones y los orgasmos, a pesar del tiempo que pasaron en Cape Cod, cuando ella salía del agua con su bikini rojo y se dejaba caer a su lado en la arena y en ese momento el corazón casi se le desbordaba con una sensación de dicha sin paliativos, a pesar de todos los lujos de cualquier loft que pudieran compartir: siempre les faltaría algo.
—Este sería nuestro hogar —dijo Sylvia.
Era el momento de decírselo: lo de Zoey, lo que acababa de comprender, todo. ¿Acaso no le debía la verdad si la reconocía?
—Sylvia —dijo.
Sylvia había colocado las manos detrás de la cabeza, los codos en el aire, se había ajustado la horquilla del pelo, había girado el cuerpo desde la cintura y sus ojos se habían encontrado. Ella había captado algo en su tono: ya había una tensión, un gesto en su cara como si previera la decepción. Pero ¿acaso Jonah no había decidido que no haría caso? El pensamiento pareció desmoronarse desde un principio. ¿Qué tenía que ver exactamente eso con Dios?
—No te gusta —dijo Sylvia, dejando caer las manos y diluyendo la sonrisa.
La náusea crecía.
—No —dijo Jonah desafiante—. No, me encanta. Y te quiero. Y deseo… deseo vivir aquí contigo. —Se apresuró hacia el ascensor mientras lo decía, y apretó el botón—. Se lo voy a decir.
—¿De verdad… te gusta?
Todavía sin mirarla —quería evitar la expresión recelosa con que sabía que ella lo miraba, quería evitar sus propias dudas—, abrió la puerta del ascensor cuando llegó y dijo:
—Solo necesito un poco de aire fresco, pero… haré el depósito.
Apretó el botón de la planta baja y salió del edificio. Por desgracia, con la mañana había aumentado la humedad, y solo consiguió dar unos pasos hacia su presunto objetivo —la base de un árbol dentro de una jaula metálica— antes de vomitar un bagel a medio digerir en la acera. Después de eso tuvo unas bascas secas durante varios minutos, y las gotas de sudor de la frente cayeron al suelo. Quizás había cosas peores que el rayo.
Por el rabillo del ojo apareció un pañuelo de papel. Jonah levantó la mirada desde su posición doblada. Quien se lo ofrecía era Brett, con una sonrisa comprensiva. Jonah lo cogió y se limpió la boca.
—Cuando acabes, tengo pastillas de menta para el aliento —dijo Brett.
—Gracias —murmuró Jonah, todavía doblado.
—¿Demasiadas copas anoche?
—Algo así.
Brett asintió comprensivo. Sacó otra servilleta de papel limpia, y con esta recogió la sucia de Jonah y la llevó a una papelera, donde la tiró. Cuando regresó, Jonah se enderezó y Brett le entregó una pastilla de menta.
—Creo que nos quedamos el piso —dijo Jonah—. No tengas en cuenta lo que acabas de ver, ¿vale?
Brett soltó una carcajada.
—Cuando trabajaba en Lehman era el pan nuestro de cada mañana. Me gastaba veinte dólares en la cena, le daba cien de propina al camarero para que me cobrara trescientos, lo ponía todo en la cuenta de gastos, y luego me gastaba los otros doscientos comprando cocaína. CGC, lo llamamos: cuenta de gastos para cocaína. ¿Y sabes en qué trabajaba? Te lo diré: valores respaldados por hipotecas. He aprendido a ser indulgente con todo el mundo.
La náusea regresó y Jonah se dobló otra vez con unas bascas secas. Brett continuó:
—He aprendido que en este mundo nada importa excepto la felicidad. Es una idea increíblemente liberadora. ¡Mira qué día tan magnífico y soleado! —Jonah sentía los músculos del torso como si pretendieran separarse de los huesos de la caja torácica; era incapaz de mover la cabeza para mirar otra cosa que no fuera el charco de vomito que tenía justo debajo—. Cuando trabajaba en Lehman, ¿crees que tenía algún momento para apreciar estas cosas? —Suspiró de satisfacción—. Olvida el pasado. Olvida el futuro. ¿Cómo te va ahora? ¿En este mismo momento? —El estómago de Jonah sufrió un espasmo violento, y de la tráquea le salió una anticarcajada gutural—. Jonah, quizá te interesaría conocer a mi gurú.
Al final Jonah se dejó caer hasta quedar sentado, con el sudor goteándole por la cara y los brazos inertes a los lados. Brett le entregó una tarjeta, y Jonah extendió el brazo y la cogió. En ella se veía la foto de un sabio blanco con una barba larga y gris; sus números de teléfono y una URL y el nombre en Twitter aparecían debajo de las palabras «Gurú Phil», escritas con una fuente oriental amarillo mostaza.
—¿Esto es una especie de… rollo oriental?
—No exclusivamente —dijo Brett—. El Gurú Phil enseña lo mejor del cristianismo, el judaísmo, el islam, el budismo y el hinduismo. Su mensaje es de amor universal, aceptación y autoestima. Creo que podría ayudarte, Jonah. El Gurú Phil te enseñará que, sea cual sea el motivo por el que bebes, en realidad no es importante.
—No soy alcohólico —contestó Jonah, devolviéndole la tarjeta.
Brett soltó una risita de complicidad.
—¿Sabes cómo supe yo que no era alcohólico? Porque hice un test online. El gurú te enseña que no importa lo que encuentres en internet. El verdadero conocimiento solo se encuentra en nuestra intranet.
A Jonah eso le resultó indescriptiblemente cursi, pero estaba claro que Brett no iba a ceder y volvió a coger la tarjeta, así que se la metió en el bolsillo. Brett pareció complacido. Ayudó a Jonah a ponerse en pie y le dio dos pastillas de menta más.
—¿Podríamos no comentárselo a Sylvia? —dijo Jonah, tan avergonzado al tener que pedirlo que se sonrojó.
—Ningún problema —dijo Brett—. Pero prométeme una cosa. La próxima vez que pienses en tomar una copa…
—De verdad que no soy alcohólico.
—Recuérdate que Dios te ama, y que Jesús te ama, y que Buda te ama, y que el profeta Mahoma te ama, y que todas esas caras de Dios te aman por una sencilla razón. Porque existes. —Le puso la mano en el hombro a Jonah—. Yo existo. Tú existes. Tú existes, Jonah.
—Lo sé.
—Tú existes —repitió Brett, asintiendo.
—¿Cuánto hay que pagar de depósito?
—Son dieciocho mil dólares. Además de la tarifa del agente. Tú existes, Jonah.
—Subamos, Brett.
Sylvia y Jonah fueron a almorzar (Jonah tomó una ensalada, cosa que ella elogió, aunque lo cierto es que no había nada más en la carta que su estómago pudiera tolerar), y luego se metieron en el metro para ir al apartamento de Jonah. Sylvia trabajó un par de horas antes de cenar; Jonah comenzó a rellenar los papeles para el loft a fin de entregar la solicitud el lunes por la mañana. Sylvia se cogió del brazo de Jonah mientras bajaban las escaleras del metro y discutían posibles configuraciones del mobiliario para su futuro loft. Jonah se sentía físicamente agotado, emocionalmente abrumado, y encima se moría de ganas de fumar, una sensación muy familiar, incluso después de todos esos años. Pero creía que al menos podría echarse una siesta antes de cenar, cosa que ayudaría en todos los frentes.
—¿Y si le pedimos a mi amiga Maya que nos ayude con la decoración? —dijo Sylvia mientras insertaban las tarjetas para entrar en el metro—. ¿Sabes quiénes son Patrick Robinson y Virginia Smith? —Sylvia sabía que no tenía por qué molestarse en esperar la respuesta—. Ella decoró su casa en Tribeca.
—No sé —dijo Jonah, empujando el torniquete detrás de ella—. ¿No sería mejor que lo hiciéramos nosotros?
—Y lo dice un hombre que ni siquiera tenía esterilla de baño cuando nos conocimos —dijo Sylvia riendo. Volvió a cogerse de su brazo mientras bajaban otro tramo de escaleras hasta el andén—. Tampoco creo que en los próximos meses ninguno de nosotros vaya a tener tiempo para ir a comprar muebles. Además, solo le preguntaría a Maya dónde ir. Aunque, ¿por qué no va ella por nosotros?
—Sí, pero contratar una decoradora, ¿no te parece un poco…? —Se secó la frente con la mano; en el andén del metro había nueve grados más que fuera—. Es solo que me parece un poco burgués —dijo Jonah.
Sylvia retrajo los labios durante un instante, le soltó el brazo y sacó el teléfono. Mientras pasaba correos electrónicos, dijo:
—Si lo hacemos nosotros tardaremos mucho más.
—A mí no me importa.
Apretó el botón para cerrar el teléfono y volvió a meterlo en el bolso. No se había quitado las gafas de sol al bajar al metro, y contemplaba las vías desde el andén, una imagen que, con o sin gafas, consistía en un campo apenas diferenciado de grises hollín y rojizos y marrones ennegrecidos de polvo.
—Te das cuenta de que es algo que tendré que hacer yo, ¿no? Si no contratamos un decorador, todo el trabajo de amueblar y decorar el apartamento recaerá sobre mí.
—Yo te ayudaré.
—Tú solo ejercerás el derecho de veto.
Naturalmente, ella tenía razón, y para que supiera que lo reconocía, posó una mano pegajosa en la zona lumbar de Sylvia.
—¿Al menos puedo hablar con Maya antes de que la contratemos? Me refiero a que, como es tu amiga, tenderá a inclinarse por tu estilo, y vale, quizá sea inevitable, pero lo único que quiero es que cualquiera que entre tenga claro que ahí también vive un hombre.
Ella lo miraba a la cara, y Jonah vio cómo sus ojos buscaban los suyos detrás de las lentes color miel de las gafas.
—¿Por qué discutimos por esto? —preguntó Sylvia.
A él no le había parecido que estuvieran discutiendo o, mejor dicho, no había percibido ninguna diferencia entre discutir y no discutir. Jonah dijo, tanto para tranquilizarse a sí mismo como a ella:
—Buscar apartamento estresa. Pero eso no significa que no hayamos tomado la decisión correcta.
Sylvia dejó caer la cabeza sobre el pecho de Jonah y lo rodeó con los brazos por detrás.
—Caramba, hay que ver cómo sudas —dijo riendo.
—Aquí abajo estamos a cien grados.
Y Sylvia se rio otra vez. Jonah la besó en la frente. No era fácil: amarla tanto y acabar discutiendo tan a menudo. Entonces, con un tremendo rugido Doppler y con el chirrido de dos metales de cien años de antigüedad rozando el uno contra el otro y el esforzado gemido de los frenos neumáticos y de las pastillas de freno y el cataclismo de miles de kilos de tren subterráneo redistribuyendo su peso desde la velocidad hasta la quietud mientras se escorzaba enloquecidamente hacia ellos, el tren entraba en la estación.
El metro no iba abarrotado; ocuparon dos asientos hacia la mitad del vagón.
—Ojalá pudieras quedarte esta noche —le dijo a Sylvia. Se había sentido mejor nada más entrar en el vagón con el aire acondicionado tan alto: se dijo que podía pasarse el resto de la tarde allí sentado.
—Apuesto a que sí —dijo ella.
—No, lo digo en serio. Sería estupendo que pudiéramos, ya sabes… pasar unas horas más juntos.
—Créeme, si por mí fuera… —murmuró Sylvia—. La verdad es que tampoco me encanta pasar los fines de semana en un hotel. ¿Te he contado lo que pasó con la colcha? Ayer por la noche volví a mi habitación y…
—Lo siento, señoras y señores —gritó una voz de mujer. Estaba junto a la puerta del fondo del coche: tenía la piel oscura, era escuálida y de la coronilla le salía una enmarañada explosión de pelo; llevaba unas chanclas, unos tejanos rotos por encima de las rodillas llenas de costras, y una camiseta con el cuello desbocado: iba tan mugrienta que parecía haberse revolcado en ceniza—. Lo siento —volvió a vociferar, y se calló; se quedó con la boca abierta, ojerosa, como si no supiera o no recordara o estuviera demasiado enganchada para recordar lo que iba a decir. Simplemente se quedó junto a la puerta, tambaleándose un poco.
—Jesús —murmuró Sylvia. Y añadió—: Cada día, cuando me hacen la cama, me ponen una colcha encima, y yo la meto en el armario, y cada noche vuelvo y me encuentro con que me la han vuelto a colocar. Así que esta vez…
—Señoras y señores, ¿pueden ayudarme? —dijo la mujer en una precipitada confusión de sílabas, como si de repente recordara lo que iba a decir.
—Así que le escribí una nota a la camarera de pisos y se la dejé en la cama.
—¿Alguien… alguien podría ayudarme?
—Y en la nota le puse: «Por favor, cuando me haga la cama no me ponga la colcha».
—¡Señoras y señores!
Jonah miró a su alrededor. Había un joven de cara estrecha y gafas de montura de concha provisto de auriculares y una perilla; una adolescente negra que leía un libro de texto de biología; un hombre adusto cuya sudadera con capucha marrón y holgada le daba un extraño aspecto de monje; dos hispanos grandotes que llevaban un chaleco de trabajo naranja, de cara aletargada y párpados caídos. Más cerca de la mujer que gritaba había un hombre medio calvo vestido con camisa de esmoquin y pajarita que tenía una funda de violín sobre el regazo. Aunque la mujer estaba justo delante de él, el violinista mantenía la vista al frente en una especie de pretendida vacuidad.
—Y aquella noche volvió a colocarme la colcha encima… y la nota sobre la colcha.
—Por favor, por favor. —La mujer dio un paso al frente. Nadie sacó la cartera ni buscó en el bolso. La mujer se dejó caer de rodillas—. Por favor —gimoteó y lloriqueó, como si de pronto la abrumara un pesar todavía más profundo, con los ojos cerrados y las manos entrelazadas ante el pecho—. ¡Por favor, ayúdenme! —Todos los pasajeros evitaban mirarla, y también mirarse entre ellos.
Era algo que Jonah ya había visto antes: las súplicas más dramáticas y más humillantes de mendigos a los que casi nadie hacía caso. La canción, el chiste, la pulcra petición de un dólar o de un cuarto de dólar para algo concreto como un sándwich: a eso la gente sí que reaccionaba. Pero esos ostentosos espectáculos de desesperación parecían violar de algún modo el contrato social entre los mendigos y aquellos a quienes pedían dinero.
—¿Te lo puedes creer? También sé que es posible que la chica no supiera leer. Pero se lo he mencionado al conserje y he llamado al servicio de limpieza.
La mujer seguía de rodillas: con la cabeza gacha y los ojos cerrados, moviendo los labios sin hacer ruido. Tenía el cuerpo inclinado a un lado, y amenazaba con derrumbarse sobre el hombre del violín. Este se apretaba contra la esquina, al final de su banco: parecía sopesar si podía ponerse en pie y apartarse sin rozarla.
—No sé si vale para algo, pero tengo la tarjeta Starwood platino.
Jonah sacó la cartera; solo tenía billetes de veinte.
—Joder —susurró bruscamente Sylvia.
Por regla general, Jonah no daba dinero a la gente que pedía en el metro. Los músicos le irritaban, y simplemente no se creía las peticiones de dinero para la pensión o para comer; estaba seguro de que al final acabarían gastándolo en droga o alcohol. Lo que de pronto le impulsaba no era la mujer, ni siquiera cómo reaccionaban los demás a la mujer: era el hecho de haberse dado cuenta, de no poder ignorarlo.
—Escucha, ¿tienes algún billete de un dólar? —le preguntó a Sylvia.
—No —dijo ella, con la cara cubierta por las gafas, inclinada hacia las rodillas, y apretando el bolso contra el pecho. La mujer avanzaba hacia ellos arrastrando los pies, se mantenía en equilibrio agarrándose a la barra metálica que colgaba del techo del tren. Debajo de su brazo asomaba un gran matojo de pelo negro, moteado de gotas de sudor y caspa. Jonah la olía a tres metros de distancia: orina, sudor y una mezcla densa e indistinguible de otros olores corporales. Ya estaba a su lado, agarrada a la barra, con la cara aún distorsionada en pliegues de angustia. Jonah distinguía un extraño blanco en las comisuras de los ojos y la boca de la mujer, oscuros moretones en sus antebrazos y sus piernas. Sacó cuarenta dólares. La mujer tenía las puntas de los dedos muy negras, como carbonizadas, y la palma cenicienta. Intentó entregarle el dinero de manera que sus dedos no se tocaran, pero cuando ella alcanzó los billetes, las ásperas puntas de sus dedos se arrastraron por la palma de su mano, y algo en su vientre y sus pelotas se apretó en un acto reflejo.
La mujer se quedó mirando un momento el dinero que tenía en la mano, como si viera en él otro motivo de pesar, y a continuación cerró la mano en torno a los billetes y metió el puño dentro del bolsillo de los tejanos. Parecía muy agitada, muy asustada; todavía con la mano apretada en los pantalones, se alejó a pasos torpes hacia el fondo del vagón y, tras abrir la puerta, desapareció.
—Y ahora hace exactamente lo mismo —murmuró Sylvia sin mirarlo. Llegaron a su parada sin decir nada más.
Sylvia no volvió a decir nada hasta que salieron a la superficie, a unas cuantas manzanas del edificio de Jonah. Entonces dijo:
—Te das cuenta de que eres un capullo, ¿no? —Jonah se sentía demasiado agotado para discutir. Esperó a que ella desarrollara aquella afirmación, cosa que hizo—. Te das cuenta de que esa mujer era una adicta, ¿no? Esas personas son peligrosas. ¿Alguna vez te has parado a pensarlo? ¿Sabes de qué son capaces los adictos por una dosis?
Sylvia estaba diciendo «adicto» igual que un locutor de la CNN diría «satánico», pensó Jonah.
—No iba a pasar nada —murmuró.
—Claro, como tú sabes tanto de estas cosas —le espetó Sylvia—. Lamento ofender tu sensibilidad liberal, pero no puedes ir por ahí repartiendo billetes de veinte a todos los sin techo que ves. —Negó con la cabeza—. Todo esto tiene que ver con los valores distorsionados de tu educación en Roxwood.
Con esas palabras consiguió irritarlo, y supuso que esa era su intención.
—Vale, debería haberle dicho que escribiera a su congresista para que disminuyera el impuesto de plusvalías.
—Búrlate de mí, si quieres, pero los que comprendemos cómo funciona la economía en realidad…
—Coño, Sylvia.
—Esos cuarenta dólares no van a cambiar nada para ella. De hecho, probablemente solo empeorarán las cosas. Seguro que le has dado suficiente para una sobredosis. —Pronunció esas palabras con una cólera veloz, en staccato, como si intentara lapidarlo.
—¿Qué cojones te pasa? —le gritó Jonah con una cólera modelada por todo un día de resaca y una frustración aparentemente intacta e indestructible. Comprendía que esa furia solo afectaba a Sylvia de manera tangencial, pero las demás causas no estaban allí para poder gritarles—. Vale, le he dado dinero a una adicta al crack porque soy un cándido socialista y ecologista. ¿Y a ti qué coño te importa?
—¡Lo has hecho para insultarme! —Apareció otro tono en la voz de Sylvia: algo más trémulo y ofendido. Jonah sabía que cuando le gritaba le traía todos los malos recuerdos del cabrón de su padre. Pero le pareció justificado ignorarlo. Ella quería discutir, pues discutirían.
—Tienes razón, Sylvia, nadie le da dinero a una persona sin techo sin pensar en cómo te afectará a ti.
—¡Estás tan obsesionado con la clase social y con cómo me educaron!
—¡Darle dinero a esa mujer no tiene nada que ver con tu puta casa en Nantucket!
—¿Por qué has dicho entonces que sería burgués contratar a un decorador?
—¡Porque sería burgués contratar a un decorador! —No se podía creer que la disputa, por la ineluctable fuerza de su propia gravedad, hubiera alcanzado un punto tan absurdo; pero, por supuesto, él no estaba dispuesto a aflojar. Y, evidentemente, ella tampoco.
—¡Perdóname por querer en mi apartamento algo más que un sofá y un televisor gigante! —gritó Sylvia—. ¡Perdóname por querer vivir en un sitio que parezca un hogar!
—¡La sala de exposición de muebles ABC no es un puto hogar!
—Así que para demostrar que eres un, un, un hombre del pueblo, me pones en peligro y probablemente…
—¡Solo quería darle a esa adicta al crack de los cojones un poco de dinero! Y si eres una esnob demasiado mimada y conservadora para aceptarlo… —La parte inferior de la cara de Sylvia se contrajo en una expresión lastimera; Jonah se sintió con derecho a ignorar también eso—. Nunca te ha importado una mierda nadie que no fueras tú —remató.
—Que te den, Jonah. —Le caían las lágrimas por detrás de las lentes de las gafas de sol. Naturalmente que lloraba, se dijo. ¿Acaso no había querido eso también? Quizá los dos habían querido todo eso: quizás eso era lo que tenían que ofrecerse el uno al otro.
Cuando regresaron al apartamento, ella se fue derecha a una mesita situada junto a la cocina, la que habían comprado para poder desayunar juntos. Sacó el portátil y comenzó a modificar un organigrama mastodóntico. Al cabo de más o menos una hora, Jonah comenzó a arrepentirse y a sentirse culpable, pero cualquier intento de hablarle o de tocarla fue ignorado o rechazado. Rellenó estoicamente el impreso de la inmobiliaria: los salarios, las direcciones de los jefes, los nombres y los números de teléfono de referencia.
A medida que la tarde daba paso al crepúsculo, Sylvia cerró de manera brusca el ordenador y se puso en pie. Jonah estaba sentado en el sofá y, por alguna razón, también se puso en pie.
—He cambiado el vuelo —le anunció Sylvia con toda naturalidad—. Me voy al aeropuerto ahora.
—Vamos, Sylvia, no lo hagas… —Ella no contestó: en sus ojos había tan poca emoción como en las lentes de las gafas que había llevado—. Lo siento —le dijo Jonah. Sylvia comenzó a meter en la bolsa el cargador y otros objetos—. No te despidas así. —Ella soltó una risita aguda y sarcástica. Él sabía que debía dejar que se marchara. Pero de algún modo fue más fácil decir—: Necesito tu firma para el crédito y toda esa mierda.
Ella se quedó inmóvil, con la mirada todavía clavada en la boca abierta de su bolso.
—Me sorprende que quieras vivir con una esnob mimada y conservadora.
—Pero es mi esnob conservadora preferida. —Sylvia no mostró el menor atisbo de que aquello la divirtiera, y había sido un chiste un tanto a desgana—. Me he enfadado… he dormido mal y… no le he dado el dinero a esa mujer para insultarte.
Sylvia negó con la cabeza, un gesto dirigido a él, o a ella misma. Le dio un repaso de arriba abajo, y al final cogió los papeles y los firmó.
—Le has dado a esa mujer cuarenta dólares, y me has hecho sentir como una mierda. Espero que entiendas lo que eso significa.
Él estaba seguro de que no lo entendía, pero dijo:
—Lo entiendo, y lo siento.
Sylvia dejó escapar un lento suspiro de irritación, el suspiro de quien se arma de infinita paciencia.
—Si esto va a funcionar… ¿Quieres que esto funcione, Jonah?
Sabía que existía una respuesta sincera a esa pregunta en algún lejano rincón de su mente, pero parecía tan distante, y estaba tan cansado, que le resultaba imposible recuperarla.
—Naturalmente —dijo Jonah.
—Entonces funcionará —dijo ella con determinación, una determinación que, como comprendió Jonah, resultaba tan necesaria para su relación como cualquier cualidad que cada uno encontrara atractiva en el otro—. Podemos hacer que funcione.
Mientras Sylvia lo miraba, se le suavizó la cara, aunque solo fuera levemente, aunque solo fuera por dar esa impresión. Ella apretó la mano de Jonah de manera apenas simbólica; él se inclinó para besarla, pero ella se apartó. La cosa no iba a ir más allá de ese apretón en la mano. Sylvia recogió su enorme bolso, se lo echó al hombro y se dirigió hacia la puerta. El alivio que Jonah sintió cuando esta se cerró fue inestimable, al igual que su extrañeza al echarla de menos inmediatamente.
A los cinco minutos había bajado las persianas, había sacado de un cajón los auriculares insonorizados que utilizaba en los vuelos de larga distancia, se quitó los zapatos de una patada y se echó en la cama. Tras sus ojos apareció un remolino de negrura, pero no se durmió. Se sentía demasiado a la deriva en el espacio de su propia cabeza como para dormir.
De manera empírica eran muy compatibles: cada uno era tan atractivo como el otro, los dos ganaban más o menos la misma cantidad de dinero, los dos procedían de familias divorciadas blancas de Nueva Inglaterra, compartían (bueno, habían compartido) un desinterés básico por las religiones organizadas, y eran de la misma edad y de la misma complexión. Se hacían reír el uno al otro, les gustaban prácticamente las mismas películas; a él no le intimidaba el éxito ni la ambición de ella, y ella le chupaba la polla en los restaurantes. En resumen, era una relación sensata. Hasta se podría llegar a decir que no existía ninguna razón por la que no debieran estar juntos. Y esto, comprendió al fin Jonah, era la única razón por la que estaban juntos, la única razón por la que habían ido más allá de una primera cita, la única razón por la que podían seguir avanzando.
Se gustaban, se amaban. Probablemente podían convencerse de pasar el resto de su vida juntos. Existía una forma de confianza, o de fe, o de afecto ciego que simplemente eran incapaces de sentir el uno por el otro. En resumidas cuentas, no tenían fe en el otro.
La cartera y el móvil formaban un incómodo bulto en el bolsillo de Jonah. Los sacó, y entonces encontró una tarjeta pegada a la cartera. Vio al Gurú Phil, cuya serenidad quedaba asegurada porque tan solo se basaba en la existencia. Cosa que ya estaba bien, se dijo Jonah, excepto las veces en que la existencia te succionaba, cuando era contradictoria o no tenía respuestas, cuando te asaltaba. Arrugó la tarjeta y la tiró al suelo. Quedó entre bolas de polvo y botellas de agua a medio consumir que vivían debajo de su cama como las reliquias de una civilización desaparecida. Más que caer en el sueño, fue engullido por este.