2/IX

Hoy he ido a correr. Por un camino desierto y en desuso que sigue un canal que cruza el bosque que hay al sur de Princeton. No me he encontrado a nadie. El sonido de mi respiración por la boca (todavía me duele la nariz) y las pisadas sobre la tierra. Agotada tras ocho o nueve kilómetros, me he detenido a recobrar el aliento. Apoyada contra un árbol, la palma apretada contra la corteza. El sol de última hora de la tarde se vuelve rojo entre las ramas de las copas, las hojas en sus colores de final de verano: amarillo rojizo, ocre y bermellón. Un delicado enfriamiento del aire, tan familiar que parecía hacerse eco del enfriamiento estacional de mi cuerpo. Me he acordado de algo: la universidad empieza pronto. He tardado varias respiraciones en comprender mi error. Esta mañana he enviado la carta formal solicitada por el decano, renunciando a todos los derechos y los privilegios. Recibí una carta de la oficina de alojamiento, solicitándome que abandone mi residencia estudiantil, pues ya no soy alumna. La expectativa de otro año en la universidad no ha sido más que una asociación mental engañosa: contemporánea de cierta cualidad del aire, la vida en mis primeros días universitarios. Necesito deshacerme, yo y mi sentido del tiempo, de los ritmos del año académico. Seguramente todo el mundo tiene que hacerlo, en cierto momento, hasta cierto punto. La vacuidad del bosque se ha vuelto ominosa, y la desaparición de la luz me ha intimidado. He dado media vuelta y he echado a correr hacia la calle, he recorrido corriendo toda Alexander Road, y el tráfico me ha sosegado. No estaba asustada de las cosas convencionales, nada tan concreto como un enemigo detrás de un árbol con un cuchillo. Era un miedo más básico, un sentimiento más nebuloso, como si me persiguieran.