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¿El gran salto hacia delante?

 

Una década después de su fundación, El País había batido no pocos récords de la historia del periodismo en lengua castellana. No solo era el más influyente de los diarios de España, sino un floreciente negocio que distribuía generosos dividendos. La distancia respecto a nuestros competidores era tal que el diario llegó a vender mayor número de ejemplares que la suma de sus dos inmediatos seguidores (La Vanguardia y ABC). La bonanza económica de la empresa nos había servido muy mucho a la hora de defender la independencia del diario y en los Consejos de Administración y las Juntas de Accionistas las voces disidentes eran fácilmente acalladas cuando se les recordaba la exuberancia de las cuentas de resultados.
Dado nuestro temprano éxito enseguida abordamos programas de crecimiento extramuros del diario mismo. Coincidiendo con la llegada de los socialistas al poder decidimos lanzar una edición semanal internacional, siguiendo el ejemplo de The Guardian de Londres. A fin de promover la imagen y el interés por nuestro país allende las fronteras, las autoridades nos prometieron ayudas económicas que nunca llegaron. Pusimos en marcha otras iniciativas, como la fundación de una Escuela de Periodismo en alianza con la Universidad Autónoma de Madrid o el lanzamiento de una editorial de libros de moderado reconocimiento, y acudimos a la licitación de frecuencias radiofónicas que llevó a cabo el gobierno de la UCD. Nos concedieron una emisora en Madrid y otras en Valladolid y las afueras de Valencia, después de lo cual lanzamos Radio El País, cuyas instalaciones, en las que invertimos gran cantidad de dinero, se construyeron en el mismo edificio de Miguel Yuste. Pretendimos hacer una radio en cierta medida alternativa, pero rigurosa en sus servicios informativos. Un equipo muy joven se encargó de dirigir el proyecto. Como en todos los otros casos, insistí en que la supervisión de la línea editorial de esos nuevos medios correspondiera por principio al director del periódico. Estimaba que su cabecera no podía ser utilizada en proyectos que amenazaran con distorsionar su identidad.
Pese a la calidad de muchos de los programas que pusimos en antena la audiencia de Radio El País siempre fue modesta, prácticamente limitada a la capital del reino y a su comunidad, e incapaz de atraer los recursos publicitarios necesarios para su financiación. Comprendimos que solo una cadena nacional, como la que el gobierno de la derecha había facilitado crear en torno a la nueva Antena 3, un auténtico regalo del poder político a sus accionistas, sería capaz de competir en un escenario entonces dominado por la SER y las emisoras de la Iglesia.
La Sociedad Española de Radiodifusión era un conglomerado creado tras la Guerra Civil a la sombra de la herencia de Unión Radio, empresa pionera de la radiodifusión en España. Durante la contienda, algunas de sus estaciones fueron ocupadas a punta de pistola por grupos de falangistas o patrullas militares cuyos integrantes se adjudicaron en ocasiones la propiedad. Como consecuencia de ello su estructura de capital estaba muy fragmentada aunque había de hecho dos grupos dominantes, los Garrigues y los Fontán, señeras familias del franquismo. Los primeros, encabezados por el patriarca de la saga, antiguo embajador en los Estados Unidos y el Vaticano y ministro de Justicia en el primer gobierno del juancarlismo, se inscribían en las corrientes más liberales del régimen dentro de las limitaciones del caso. Antonio Garrigues, don Antonio incluso para sus más allegados, había sido director general de Registros y Notarías durante la República, y su relación con la radio surgió por estar casado con Helen Anne Walker, hija de uno de los directivos de la ITT americana, empresa pionera en la instalación de las telecomunicaciones y la radiofonía en nuestro país. Uno de sus hijos, Joaquín, yerno a su vez de José María de Areilza, fundó el partido liberal que se integró en la Unión de Centro Democrático al comienzo de la Transición. Los Fontán, por su parte, habían sido virtuales dueños de Radio Sevilla desde que el capitán de ingenieros Antonio Fontán fuera designado por los accionistas americanos como delegado de Unión Radio. Bajo su mando la emisora se convirtió en un centro de conspiración política, instigador y cómplice del fallido golpe de Estado del general Sanjurjo, y brindó sus micrófonos a Queipo de Llano cuando este se sublevó en la capital hispalense tras el 18 de julio.
Uno de los hijos del capitán, Eugenio, fue quien me visitó poco antes del golpe del 23F para invitarme a crear una alianza entre nuestras empresas. Fallido el intento en las circunstancias que ya he narrado, Jesús Polanco no veía la manera de ocultar su desagrado por la discriminación de que habíamos sido objeto a causa de nuestra actitud la noche del golpe de Estado. A ello se sumaba el convencimiento de que solo si lográbamos hacernos con una cadena nacional podríamos competir efectivamente en el mercado radiofónico. Pusimos entonces de nuevo la mirada sobre la SER, gobernada al fin y al cabo por un grupo de accionistas que no poseían el control mayoritario y que, según nuestras noticias, se hallaban divididos entre sí. Gregorio Marañón conocía bien el entramado societario de la empresa y nos indicó el camino más corto para entrar en ella: un paquete minoritario, de un 7 o un 8 por ciento, pertenecía a un tal Gómez Mira, antiguo directivo de la ITT en España que tras desempeñarse como fiduciario de esta se había quedado finalmente con las acciones que representaba. Tratamos de negociar con él, pero era una persona de edad avanzada que se resistía a desprenderse de su patrimonio. Falleció a los pocos meses y su hijo decidió vendernos las acciones a un precio razonable. De esta forma Prisa entró en la SER, a consecuencia de lo cual se desataron una serie de movimientos internos que acabarían entregándonos el control de la cadena. Fue fundamental la comprobación de las malas relaciones entre las dos familias que habían monopolizado tradicionalmente el poder en la empresa. Sus representantes, en cualquier caso, se mostraban muy reticentes a vender salvo que la otra parte también lo hiciera. Después de varios intentos fallidos, para torcer el brazo de los Fontán hubo que acudir a los buenos oficios de Luis Valls Taberner, presidente del Banco Popular, miembro relevante del Opus Dei y persona con la que habíamos trabado amistosa relación. Yo me resistía a participar en aquellas gestiones, como en otras que tuvimos que hacer con el Banco Hispanoamericano, también accionista, pero Jesús insistía en que le acompañara. Entendía fundadamente que la presencia del director de El País en las negociaciones constituía una baza en nuestro favor. La fuerza social del periódico era muy grande, y pretendíamos aprovecharla para construir un grupo mediático fuertemente comprometido con los valores democráticos y europeos. Luis Valls, cuyo banco era en realidad el verdadero propietario de las acciones de Fontán, no dudó en atender nuestros requerimientos, lo mismo que Alejandro Albert, consejero delegado del Hispano y cuñado de Javier Solana, entonces en el gobierno socialista. Gracias a estos movimientos y a una alianza con la familia Garrigues, antes también de que ellos nos transmitieran sus acciones, pudimos hacernos con la mayoría de la red de emisoras, en la que el Estado permanecía con un 25 por ciento. El vicepresidente del gobierno, Alfonso Guerra, se negó en rotundo a desprenderse de esa posición y ordenó acudir a cuantas ampliaciones se hicieran a fin de no diluirse. Merece la pena poner de relieve que ese capital de titularidad pública era consecuencia de una nacionalización parcial de las radiodifusoras llevada a cabo por la dictadura en sus estertores y que en ningún caso los gobiernos de la Transición movieron un dedo para devolver la propiedad a sus antiguos accionistas.
Dueños ya del control de la primera cadena de radio española nos planteamos a quién habríamos de poner al frente de esta. Baviano rechazó el ofrecimiento, si bien aceptó en cambio la responsabilidad de controlar o vigilar a quien designáramos. Terció en el debate un colaborador de Jesús en sus empresas familiares, que sugirió contratar a Eugenio Galdón –antiguo jefe de gabinete del presidente Calvo Sotelo–, consejero delegado de la emisora episcopal, COPE, a la que había logrado dar un considerable impulso. La imagen pública de Eugenio era la de un buen gestor absolutamente implicado con los intereses de la derecha más conservadora. Le pretendían relacionar también con el Opus, pero su militancia religiosa no me inquietaba porque de antaño había mantenido, y mantengo, cordiales e incluso estrechas relaciones con miembros de dicha institución y, aun reconociendo sus perfiles sectarios, para nada padezco las obsesiones y manías persecutorias que despierta entre los progresistas españoles. Galdón poseía un currículum político y profesional que de ninguna manera encajaba con el perfil que yo había imaginado para nuestra radio, en cuya adquisición había comprometido mi propio prestigio. Polanco no atendió mis puntos de vista y decidió nombrarle pese a la oposición abierta que sostuve ante los principales miembros del consejo de Prisa, reunidos en un sanedrín particular en el que tomábamos las principales decisiones. Como hubo finalmente una especie de votación anuncié en el último minuto mi asentimiento «para no romper la unanimidad». Años más tarde, ya como consejero delegado de la empresa, decidí el cese de Galdón al frente de la radio con la total aquiescencia y cierta indisimulada satisfacción de Jesús.
Javier Baviano participaba calladamente de mis puntos de vista, por lo que me rogó casi de modo imperativo que aceptara nombrar a Delkáder, entonces director adjunto del periódico, al frente de los servicios informativos de la SER. «Solo así puedo comprometerme a mantener aquello bajo control», aseguró. Augusto había sido mi brazo derecho desde el nacimiento del periódico y aceptar la propuesta era como proceder a una amputación. Sin embargo comprendí las razones y la conveniencia de poner a un hombre nuestro en la vecindad de Galdón, especialmente en la dirección editorial de las noticias. La medida podía contribuir, como así fue, a desarrollar el futuro profesional de Delkáder sin que mi sombra le protegiera y le ahogara a un tiempo. No estoy seguro de que él lo entendiera así en aquel momento, pero su presencia en la emisora de Gran Vía resultó fundamental para garantizar que sus destinos no fueran divergentes de los del periódico. Lideró una tarea inconmensurable en la evolución de la empresa y en el perfil de sus contenidos. Uno de los grandes éxitos editoriales y comerciales de Prisa, nuestra expansión internacional en las ondas, se debe en gran medida a él.
Dueños como éramos de la primera emisora de radio y del primer periódico españoles, la fortaleza del grupo comenzó a infundir serios temores en los sectores más reaccionarios, pero también en el gobierno socialista y en la oposición de izquierdas. Creían unos y otros que nuestra influencia en la vida política era excesiva, y los numerosos ataques que desde el comienzo de nuestro éxito se habían centrado en mí como director se dirigieron también a partir de entonces contra Jesús Polanco. La campaña acabaría siendo casi letal cuando optamos por una licencia de televisión.
Pero no todo fueron triunfos. Decididos a impulsar el grupo, acordamos el lanzamiento de un semanario político, convencidos de que los que existían en el mercado no cubrían las expectativas de rigor informativo exigibles a una prensa de calidad. Tras husmear entre las cabeceras libres o que podían adquirirse a un precio módico, bautizamos a la nueva publicación como El Globo, y encargamos a Eduardo San Martín su botadura como director. Establecimos su sede en el mismo edificio de la SER, no escatimamos medio ni inversión algunos, tanto en equipo humano como en dotación técnica, y emprendimos la nueva aventura con un exceso de optimismo, por no llamarlo arrogancia, que nos condujo directamente al desastre. Participé activamente en las discusiones sobre las medidas que debían tomar los gestores de la revista en lo que se refería al contenido editorial; aunque la mayoría de mis recomendaciones no se tuvieron en cuenta, tampoco estoy seguro de que siguiéndolas se hubiera podido evitar la catástrofe. Al margen de que los costes se habían disparado irracionalmente desde el principio, el contenido de la publicación no acabó de satisfacer la demanda, pese a que descubrió algunas buenas exclusivas. El último movimiento dramático fue la sustitución del director por Jesús Ceberio y la convocatoria de una reunión extraordinaria, un domingo bien entrada la primavera, para decidir las medidas que eludieran el cierre de la publicación, a esas alturas solicitado por numerosos miembros del Consejo, aunque ni siquiera había cumplido un año de vida. Yo me resistía a una solución semejante, pues sabía que era imposible asentar un semanario de nuevo cuño en menos de tres años. Pero el éxito de El País había sido tan fulgurante que mis razones caían en descampado. Antes de la citada reunión hablé con José Luis Martín Prieto, que había regresado de Buenos Aires después de una larga estadía como corresponsal, período en el que su domicilio rioplatense se convirtió en punto de referencia de cuantos españoles influyentes pasaban por la capital argentina. José Luis se casó durante su estancia allí en una ceremonia en la embajada en la que Felipe González, por poderes, y yo mismo fuimos padrinos/testigos del enlace. La amistad entre nosotros se me antojaba poco menos que fraternal y mi admiración por sus dotes literarias y su capacidad de observación era conocida de todos. Antes de citar la reunión en El Globo hablé con él para rogarle que se hiciera cargo de su salvamento, lo que aceptó, e incluso me pidió que postergara la hora del encuentro porque le venía personalmente mejor. No se presentó. No era la primera vez que hacía una cosa semejante y, aunque su ausencia causó un considerable estrago, pues de hecho no pudimos tomar la principal resolución prevista ligada al mandato especial que esperábamos darle, procuré quitarle importancia. Pero la tenía. Días después, también en domingo, me solicitó que acudiera a la sede del periódico, porque quería contarme algo importante. Traté de explicarle que tenía un compromiso familiar y que prefería verle al día siguiente, pero la urgencia era grande y finalmente acudí al despacho. El importante tema que había de comunicarme era su inmediata marcha del periódico. La defección de José Luis, Emepé para los amigos, constituía una noticia importante para el equipo, aunque no tanto como él imaginaba. Me había acompañado en la singladura de El País desde el principio, y antes en Informaciones; incluso durante mi permanencia en Pueblo me visitaba con regularidad para ofrecerme reportajes, siempre interesantes, muchas veces relacionados con noticias militares o de armamento. Emepé era una institución en la casa, admirado y querido pese a su dipsomanía, cuando no repudiado por sus excentricidades, que ocultaban un sentimiento de inseguridad casi infantil. Poseedor de un estilo literario inigualable, había sido el encargado de las crónicas del juicio contra los golpistas del 23F, que se publicaron con ilustraciones de José Luis Verdes. Fue con Delkáder y con Pradera, con Rafael Conte también durante algún tiempo, uno de los puntales del equipo. Su popularidad hizo que bautizaran con su nombre una especialidad de café que le gustaba y que todavía es solicitada por muchos en la redacción: un «emepé» es un expreso doble con leche fría servido en vaso. Traté de disuadirle de su marcha o al menos de obtener una explicación que no fuera la que me daba: se sentía poco apreciado por mí, aunque yo no lo comprendiera. Su adiós fue terminante. Ya en la puerta, volvió el torso hacia donde me encontraba para despedirse con una frase que, conociéndole, supuse quería dejarla esculpida para nuestra pequeña historia:
—Juan, te aseguro que, digan lo que te digan en el futuro, nunca me subiré a un tren que trate de arrollarte.
Desde entonces no ha dejado de encaramarse a cuantas locomotoras buscaron mi atropello.
Cerramos El Globo en septiembre de 1988, un mes antes de cumplir su primer aniversario. Acepté la decisión, tomada en solitario por Jesús al hilo de las recomendaciones de un empresario francés del sector, pero no la compartía. Tuve que ser yo, como director general de la compañía Progresa (Promotora General de Revistas), quien convocase a la plantilla en la sede del semanario para comunicar la noticia. Ninguna del casi centenar de personas presentes podía siquiera imaginar que aquel acto era uno de los últimos que habría de protagonizar siendo aún director de El País. Solo yo era consciente del error que cometíamos por no esperar un par de meses antes de clausurar la publicación, a fin de que esa fuera mi primera decisión como consejero delegado de Prisa y no se viera involucrado el periódico, a través de mi persona, en un episodio tan lamentable.
Casi dos meses antes había almorzado con Polanco en un local cercano a su casa. Hicimos a pie el trayecto hasta el restaurante y durante el paseo me hizo una sugerencia que en su boca sonó a mandato: «Hay que seguir desarrollando el grupo, pero yo no tengo tiempo ni voluntad para dedicarme a ello. Necesitamos un consejero delegado; después de darle muchas vueltas pienso que la mejor solución eres tú».
Traté de disuadirle. No me sentía preparado ni motivado para una tarea así, aunque por otro lado llevaba ya más de doce años al frente del periódico, cuya trayectoria se había identificado totalmente con la mía personal. Eso perjudicaba tanto al diario como a mí mismo. Queríamos hacer de El País una institución y su enrocamiento con la figura del director era del todo pernicioso. También para mis intereses particulares. Henry Grunwald, que fue director de Time Magazine, me aseguró un día que un editor in chief no debía permanecer en el puesto más de ocho años. Según él, a partir de esa fecha comenzaba a adquirir hábitos y rutinas que empañaban su capacidad de decidir. No podía estar más de acuerdo.
Desde el principio la historia del periódico había sido una carrera contra el reloj. Arrebatados por el éxito corríamos arrastrados por él, improvisando unas decisiones y aparcando otras, convencidos de que ya corregirían nuestros errores quienes nos sucedieran. Nunca llegó semejante circunstancia. La herencia de mis propias equivocaciones había acabado por provocarme un considerable cansancio y un cierto anquilosamiento profesional. Mientras tanto, me seducían las nuevas aventuras del grupo, en especial nuestra especulación sobre la posibilidad de adentrarnos en operaciones televisivas. Jean-Luc Lagardère, presidente del gigante francés Matra, nos había encandilado con la posibilidad de participar en un consorcio que él encabezó para acudir a la privatización de la primera cadena gala. Aunque de forma muy minoritaria, formamos parte del grupo, que fracasó en su empeño, y en el que también estaba involucrado Le Monde. El gobierno socialista había comenzado a abrir la espita de la pluralidad televisiva en España otorgando licencias a televisiones públicas autonómicas y anunciaba ya la concesión de frecuencias para cadenas nacionales. También había privatizado la prensa del Movimiento en una maniobra en la que se las apañaron para evitar entregarnos una sola de las cabeceras, pese a que licitamos por varias de ellas. Estaba claro que un desarrollo de Prisa exigía más atención que la que yo podía prestar si me mantenía en la dirección del periódico. Polanco añadió por último un argumento que me pareció contundente: «Necesitamos alguien que haga esa tarea. Yo no quiero, porque a estas alturas de mi vida pretendo trabajar menos y no más. Si nombramos a un tercero no va a funcionar, es imposible interponer a nadie entre nosotros dos, le puentearíamos constantemente. O sea que no hay otra solución». Pedí tiempo para pensarlo. Agosto llegaba pronto y quedamos en que después de las vacaciones estivales le contestaría. «No más tarde del 1 de septiembre», insistió.
No tuve la sensación de que me estuvieran dando la patada hacia arriba, aunque por supuesto me planteé esa posibilidad. Marché de veraneo con mi nueva pareja, Teresa Aranda, con la que había planeado contraer matrimonio de forma inmediata, pero ya antes del asueto había comprendido que era imposible negarme a la oferta, aunque estuviera llena de interrogantes.
Días antes de la fecha límite acudí al despacho de Jesús a comunicarle mi aceptación. «Con una sola condición –le aclaré. Me miró inquisitivo y nunca supe si se le pasó por la cabeza que le fuera a pedir un aumento de sueldo o acciones de la empresa–. Quiero seguir escribiendo en el periódico, y escribiendo de política. Yo soy un periodista antes que nada.» Asintió de inmediato, aunque me pareció que no entendía el sentido de mi ruego. Yo sabía que mis nuevas responsabilidades empresariales habrían de limitar mi libertad de expresión, pero no quería en ningún caso renunciar por completo a ella, so pretexto o con motivo de que en su ejercicio podría dañar los intereses de la empresa. Por lo demás, con Jesús me sentía absolutamente cómodo en ese terreno. No mucha gente sabe que todos los artículos que he publicado en el periódico con él en vida se los pasé previamente para su conocimiento. Nunca puso objeción a ninguno, y solo en muy contadas ocasiones me hizo comentarios o recomendaciones, que únicamente seguí cuando me pareció que sus sugerencias mejoraban el texto.
La noticia de mi nombramiento como consejero delegado de Prisa cayó como una bomba entre los allegados a Polanco. Él, como yo, se aprestaba a reorganizar también su vida personal, de modo que contemplábamos la inauguración de nuevas etapas en nuestro devenir en todos los sentidos. Incitado por algunos socios cercanos, y quizá dolido al saber que yo ocuparía un puesto inicialmente destinado a él, Baviano presentó su dimisión irrevocable. No me acusó a mí de su supuesta desgracia, sino a nuestro común presidente, y cuantos esfuerzos hicimos ambos por retenerle resultaron baldíos. Su defección constituyó para mí una muy mala noticia, tanto personal como profesional. Nuestra amistad era sincera y profunda, mientras que su papel en la gerencia me parecía insustituible. Nuestro mutuo entendimiento constituía la base de una confianza entre ambos hasta entonces a prueba de bombas. Cuando en los albores de El País le vi abrumado por la multitud de problemas que nos asediaban traté de confortarle respecto a nuestras capacidades.
—No te preocupes –le dije sonriente–. Todo lo que tú no sabes para hacer un periódico lo sé yo, y todo lo que yo no sé lo sabes tú.
—Pues debes de saber un huevo de cosas –farfulló–, porque yo no tengo ni idea.
De ninguna manera era cierto. Nuestra complementariedad había sido absoluta durante todos esos años y me encontraba ahora con la difícil papeleta de asumir mi nuevo cargo en el plazo de unas semanas sin nadie que me diera solidez y seguridad en las disciplinas empresariales. Se nos ocurrió que la solución más inmediata para llenar ese vacío era nombrar director de la empresa a Javier Díez Polanco, un sobrino carnal de Jesús al frente de la editorial Santillana en Buenos Aires. Yo no le conocía mucho, pero meses antes, durante un viaje a Argentina, tuve la oportunidad de compartir con él una común visión sobre el futuro de las empresas de medios y no me pareció mala idea su nombramiento, convencido como estaba de que encontraría la complicidad necesaria en nuestro trabajo.
Decidimos producir el relevo en los primeros días de noviembre. Todavía a finales de septiembre recibí en mi despacho de director del periódico a Marc Tessier, consejero delegado de Canal Plus Francia, que vino con un encargo de su presidente, André Rousselet, a fin de solicitar una licencia de televisión de pago en España. Había conocido a Rousselet tiempo atrás gracias a Régis Debray, que me recomendó contactar con él tras nuestro primer tropezón con Lagardère. «Si alguna vez quieres hacer algo en televisión, es la persona adecuada.» Me recibió en el suburbio parisino, en la sede de la compañía de taxis de lujo que poseía junto con Danielle Mitterrand. Había sido previamente jefe de gabinete del presidente francés y desde entonces mantenía notable influencia y extensas relaciones sociales.
Tessier me reconoció que el primer intento que acometieron para organizar una televisión de pago por satélite en España, emitiendo desde Londres, constituyó un fracaso. Pretendían ahora entrar directamente en nuestro país gracias a la licitación que preparaba el gobierno y consideraban que éramos los socios adecuados. Le expliqué que en el plazo de pocas semanas me haría cargo de Prisa y a partir de ese momento podríamos negociar.
Quedaba un último requisito antes de proceder a mi relevo al frente del periódico: nombrar al nuevo director. Polanco quería participar en el proceso, pero me dio la opción de designar a quien yo quisiera. No tuve dudas en proponer a mi directora adjunta, Soledad Gallego-Díaz. Sus primeros pinitos como reportera los había hecho en Pyresa, la agencia de prensa del Movimiento, bajo la dirección de mi padre. A la hora de conformar la redacción del periódico él me aseguró que no me equivocaría si la contrataba a ella y a Bonifacio de la Cuadra, también antiguo colaborador suyo. Seguí el consejo al pie de la letra y los resultados no pudieron ser más satisfactorios. La personalidad de Sol, su dedicación al trabajo, su extensa cultura, su entusiasmo y su candor, no exento de dureza, también su popularidad entre los profesionales, me parecían condiciones de ensueño a la hora de sustituirme y mejorar lo que consideraba mi obra. Con gran decepción por mi parte rechazó un ofrecimiento para el que no tenía alternativa clara, pues el otro potencial sustituto, Antonio Franco, que había dirigido la edición catalana desde su lanzamiento en 1982, nos acababa de abandonar para retornar al frente de El Periódico de Catalunya; y no podía prescindir del papel de Delkáder en la SER, ahora que me iba a hacer también cargo de ella, habida cuenta de las desconfianzas que padecíamos respecto a su consejero delegado. Decidimos iniciar un debate con los subdirectores y redactores jefes, todos ellos candidatos posibles al puesto dada su excelente trayectoria, aunque no fuéramos capaces de pronunciarnos por ninguno en particular. Del diálogo pasamos a una muy reñida votación. El mejor considerado, por un margen relativamente estrecho, fue Joaquín Estefanía, que se haría cargo del periódico durante los cinco años posteriores. Desde aquel día hemos seguido la norma invariable de nombrar a los directores de El País (cinco hasta ahora, contando conmigo) entre el equipo de la casa. Nos han acusado de que semejante práctica acarrea cierta endogamia perjudicial para el periódico mismo, pero son tan fuertes la identidad de la marca y la coherencia de su evolución durante más de cuarenta años de vida que la irrupción de un paracaidista, por hábil que fuera en el aterrizaje, nos ha parecido siempre rechazable.
A principios de noviembre, según estaba previsto, organizamos un pequeño acto interno para proceder a la toma de posesión de cada uno de nosotros: Joaquín como director, Díez Polanco como gerente general y yo mismo como consejero delegado. En un acto que se pretendió simbólico Jesús me hizo entrega de su despacho y anunció que no necesitaba tener ninguno en la sede de Miguel Yuste. Yo me había despedido de los lectores días antes con un artículo sobre mi propio relevo.
Hace casi trece años que me hice cargo de la dirección del periódico […] durante tan prolongado período, me he esforzado en hacer de El País un instrumento de diálogo colectivo para una sociedad cambiante y abierta a toda clase de novedades, como ha sido la España del postfranquismo […] Lo he hecho desde el convencimiento […] de que los diarios se deben a sus lectores, son de sus lectores, y en la búsqueda de su independencia han de guardar fidelidad a estos antes incluso que a quienes los escriben, los dirigen o los gerencian. El País ha jugado, así, el papel de referente intelectual que demandaba esta sociedad en momentos en que se sentía perpleja. Y en esa tarea colectiva, en la que yo he disfrutado el raro privilegio de ser el primero y hasta ahora único director, ha visto empeñada su existencia un grupo humano de enormes proporciones. Hemos tenido que pagar después el precio del éxito, que entre españoles es siempre mucho más elevado que el del fracaso; pero hemos sentido, también, el apoyo y la solidaridad de cientos de miles, de millones de lectores que son en realidad los hacedores de esta historia.
En la vigilia de esa misma noche mi nostalgia volaba por los recuerdos de tantas emociones vividas durante los años anteriores. Acababa de cumplir cuarenta y cuatro, y abandonaba una de las tareas más apasionantes que hubieran podido imaginarse en el devenir de la transición política española. Me sentía su testigo de excepción, en ningún caso protagonista, pero sí al menos incitador del debate, de la discusión, de la búsqueda de soluciones pactadas por todos, asumidas por todos. El precio había sido alto. En la cuneta quedaban amigos muy queridos y, lo más doloroso de todo, una familia agostada, casi destruida, por la obsesión del trabajo, el sentimiento de culpa y la conciencia de mi responsabilidad periodística y mis deberes ciudadanos. Pero también el premio resultó elevado. Embargado por la emoción cerré los ojos y murmuré mentalmente las últimas palabras de mi adiós:
—Sí, soy feliz. Lo soy en lo personal, y en lo profesional: tengo el trabajo que quiero, lo hago con la gente a la que quiero. Y no me sale mal del todo.