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¿El gran salto hacia delante?
Una década después de su fundación,
El País había batido no pocos récords de
la historia del periodismo en lengua castellana. No solo era el más
influyente de los diarios de España, sino un floreciente negocio
que distribuía generosos dividendos. La distancia respecto a
nuestros competidores era tal que el diario llegó a vender mayor
número de ejemplares que la suma de sus dos inmediatos seguidores
(La Vanguardia y ABC). La bonanza económica de la empresa nos había
servido muy mucho a la hora de defender la independencia del diario
y en los Consejos de Administración y las Juntas de Accionistas las
voces disidentes eran fácilmente acalladas cuando se les recordaba
la exuberancia de las cuentas de resultados.
Dado nuestro temprano éxito enseguida
abordamos programas de crecimiento extramuros del diario mismo.
Coincidiendo con la llegada de los socialistas al poder decidimos
lanzar una edición semanal internacional, siguiendo el ejemplo de
The Guardian de Londres. A fin de
promover la imagen y el interés por nuestro país allende las
fronteras, las autoridades nos prometieron ayudas económicas que
nunca llegaron. Pusimos en marcha otras iniciativas, como la
fundación de una Escuela de Periodismo en alianza con la
Universidad Autónoma de Madrid o el lanzamiento de una editorial de
libros de moderado reconocimiento, y acudimos a la licitación de
frecuencias radiofónicas que llevó a cabo el gobierno de la UCD.
Nos concedieron una emisora en Madrid y otras en Valladolid y las
afueras de Valencia, después de lo cual lanzamos Radio El País,
cuyas instalaciones, en las que invertimos gran cantidad de dinero,
se construyeron en el mismo edificio de Miguel Yuste. Pretendimos
hacer una radio en cierta medida alternativa, pero rigurosa en sus
servicios informativos. Un equipo muy joven se encargó de dirigir
el proyecto. Como en todos los otros casos, insistí en que la
supervisión de la línea editorial de esos nuevos medios
correspondiera por principio al director del periódico. Estimaba
que su cabecera no podía ser utilizada en proyectos que amenazaran
con distorsionar su identidad.
Pese a la calidad de muchos de los programas
que pusimos en antena la audiencia de Radio El País siempre fue
modesta, prácticamente limitada a la capital del reino y a su
comunidad, e incapaz de atraer los recursos publicitarios
necesarios para su financiación. Comprendimos que solo una cadena
nacional, como la que el gobierno de la derecha había facilitado
crear en torno a la nueva Antena 3, un auténtico regalo del poder
político a sus accionistas, sería capaz de competir en un escenario
entonces dominado por la SER y las emisoras de la Iglesia.
La Sociedad Española de Radiodifusión era un
conglomerado creado tras la Guerra Civil a la sombra de la herencia
de Unión Radio, empresa pionera de la radiodifusión en España.
Durante la contienda, algunas de sus estaciones fueron ocupadas a
punta de pistola por grupos de falangistas o patrullas militares
cuyos integrantes se adjudicaron en ocasiones la propiedad. Como
consecuencia de ello su estructura de capital estaba muy
fragmentada aunque había de hecho dos grupos dominantes, los
Garrigues y los Fontán, señeras familias del franquismo. Los
primeros, encabezados por el patriarca de la saga, antiguo
embajador en los Estados Unidos y el Vaticano y ministro de
Justicia en el primer gobierno del juancarlismo, se inscribían en
las corrientes más liberales del régimen dentro de las limitaciones
del caso. Antonio Garrigues, don Antonio incluso para sus más
allegados, había sido director general de Registros y Notarías
durante la República, y su relación con la radio surgió por estar
casado con Helen Anne Walker, hija de uno de los directivos de la
ITT americana, empresa pionera en la instalación de las
telecomunicaciones y la radiofonía en nuestro país. Uno de sus
hijos, Joaquín, yerno a su vez de José María de Areilza, fundó el
partido liberal que se integró en la Unión de Centro Democrático al
comienzo de la Transición. Los Fontán, por su parte, habían sido
virtuales dueños de Radio Sevilla desde que el capitán de
ingenieros Antonio Fontán fuera designado por los accionistas
americanos como delegado de Unión Radio. Bajo su mando la emisora
se convirtió en un centro de conspiración política, instigador y
cómplice del fallido golpe de Estado del general Sanjurjo, y brindó
sus micrófonos a Queipo de Llano cuando este se sublevó en la
capital hispalense tras el 18 de julio.
Uno de los hijos del capitán, Eugenio, fue
quien me visitó poco antes del golpe del 23F para invitarme a crear
una alianza entre nuestras empresas. Fallido el intento en las
circunstancias que ya he narrado, Jesús Polanco no veía la manera
de ocultar su desagrado por la discriminación de que habíamos sido
objeto a causa de nuestra actitud la noche del golpe de Estado. A
ello se sumaba el convencimiento de que solo si lográbamos hacernos
con una cadena nacional podríamos competir efectivamente en el
mercado radiofónico. Pusimos entonces de nuevo la mirada sobre la
SER, gobernada al fin y al cabo por un grupo de accionistas que no
poseían el control mayoritario y que, según nuestras noticias, se
hallaban divididos entre sí. Gregorio Marañón conocía bien el
entramado societario de la empresa y nos indicó el camino más corto
para entrar en ella: un paquete minoritario, de un 7 o un 8 por
ciento, pertenecía a un tal Gómez Mira, antiguo directivo de la ITT
en España que tras desempeñarse como fiduciario de esta se había
quedado finalmente con las acciones que representaba. Tratamos de
negociar con él, pero era una persona de edad avanzada que se
resistía a desprenderse de su patrimonio. Falleció a los pocos
meses y su hijo decidió vendernos las acciones a un precio
razonable. De esta forma Prisa entró en la SER, a consecuencia de
lo cual se desataron una serie de movimientos internos que
acabarían entregándonos el control de la cadena. Fue fundamental la
comprobación de las malas relaciones entre las dos familias que
habían monopolizado tradicionalmente el poder en la empresa. Sus
representantes, en cualquier caso, se mostraban muy reticentes a
vender salvo que la otra parte también lo hiciera. Después de
varios intentos fallidos, para torcer el brazo de los Fontán hubo
que acudir a los buenos oficios de Luis Valls Taberner, presidente
del Banco Popular, miembro relevante del Opus Dei y persona con la
que habíamos trabado amistosa relación. Yo me resistía a participar
en aquellas gestiones, como en otras que tuvimos que hacer con el
Banco Hispanoamericano, también accionista, pero Jesús insistía en
que le acompañara. Entendía fundadamente que la presencia del
director de El País en las negociaciones
constituía una baza en nuestro favor. La fuerza social del
periódico era muy grande, y pretendíamos aprovecharla para
construir un grupo mediático fuertemente comprometido con los
valores democráticos y europeos. Luis Valls, cuyo banco era en
realidad el verdadero propietario de las acciones de Fontán, no
dudó en atender nuestros requerimientos, lo mismo que Alejandro
Albert, consejero delegado del Hispano y cuñado de Javier Solana,
entonces en el gobierno socialista. Gracias a estos movimientos y a
una alianza con la familia Garrigues, antes también de que ellos
nos transmitieran sus acciones, pudimos hacernos con la mayoría de
la red de emisoras, en la que el Estado permanecía con un 25 por
ciento. El vicepresidente del gobierno, Alfonso Guerra, se negó en
rotundo a desprenderse de esa posición y ordenó acudir a cuantas
ampliaciones se hicieran a fin de no diluirse. Merece la pena poner
de relieve que ese capital de titularidad pública era consecuencia
de una nacionalización parcial de las radiodifusoras llevada a cabo
por la dictadura en sus estertores y que en ningún caso los
gobiernos de la Transición movieron un dedo para devolver la
propiedad a sus antiguos accionistas.
Dueños ya del control de la primera cadena
de radio española nos planteamos a quién habríamos de poner al
frente de esta. Baviano rechazó el ofrecimiento, si bien aceptó en
cambio la responsabilidad de controlar o vigilar a quien
designáramos. Terció en el debate un colaborador de Jesús en sus
empresas familiares, que sugirió contratar a Eugenio Galdón
–antiguo jefe de gabinete del presidente Calvo Sotelo–, consejero
delegado de la emisora episcopal, COPE, a la que había logrado dar
un considerable impulso. La imagen pública de Eugenio era la de un
buen gestor absolutamente implicado con los intereses de la derecha
más conservadora. Le pretendían relacionar también con el Opus,
pero su militancia religiosa no me inquietaba porque de antaño
había mantenido, y mantengo, cordiales e incluso estrechas
relaciones con miembros de dicha institución y, aun reconociendo
sus perfiles sectarios, para nada padezco las obsesiones y manías
persecutorias que despierta entre los progresistas españoles.
Galdón poseía un currículum político y profesional que de ninguna
manera encajaba con el perfil que yo había imaginado para nuestra
radio, en cuya adquisición había comprometido mi propio prestigio.
Polanco no atendió mis puntos de vista y decidió nombrarle pese a
la oposición abierta que sostuve ante los principales miembros del
consejo de Prisa, reunidos en un sanedrín particular en el que
tomábamos las principales decisiones. Como hubo finalmente una
especie de votación anuncié en el último minuto mi asentimiento
«para no romper la unanimidad». Años más tarde, ya como consejero
delegado de la empresa, decidí el cese de Galdón al frente de la
radio con la total aquiescencia y cierta indisimulada satisfacción
de Jesús.
Javier Baviano participaba calladamente de
mis puntos de vista, por lo que me rogó casi de modo imperativo que
aceptara nombrar a Delkáder, entonces director adjunto del
periódico, al frente de los servicios informativos de la SER. «Solo
así puedo comprometerme a mantener aquello bajo control», aseguró.
Augusto había sido mi brazo derecho desde el nacimiento del
periódico y aceptar la propuesta era como proceder a una
amputación. Sin embargo comprendí las razones y la conveniencia de
poner a un hombre nuestro en la vecindad de Galdón, especialmente
en la dirección editorial de las noticias. La medida podía
contribuir, como así fue, a desarrollar el futuro profesional de
Delkáder sin que mi sombra le protegiera y le ahogara a un tiempo.
No estoy seguro de que él lo entendiera así en aquel momento, pero
su presencia en la emisora de Gran Vía resultó fundamental para
garantizar que sus destinos no fueran divergentes de los del
periódico. Lideró una tarea inconmensurable en la evolución de la
empresa y en el perfil de sus contenidos. Uno de los grandes éxitos
editoriales y comerciales de Prisa, nuestra expansión internacional
en las ondas, se debe en gran medida a él.
Dueños como éramos de la primera emisora de
radio y del primer periódico españoles, la fortaleza del grupo
comenzó a infundir serios temores en los sectores más
reaccionarios, pero también en el gobierno socialista y en la
oposición de izquierdas. Creían unos y otros que nuestra influencia
en la vida política era excesiva, y los numerosos ataques que desde
el comienzo de nuestro éxito se habían centrado en mí como director
se dirigieron también a partir de entonces contra Jesús Polanco. La
campaña acabaría siendo casi letal cuando optamos por una licencia
de televisión.
Pero no todo fueron triunfos. Decididos a
impulsar el grupo, acordamos el lanzamiento de un semanario
político, convencidos de que los que existían en el mercado no
cubrían las expectativas de rigor informativo exigibles a una
prensa de calidad. Tras husmear entre las cabeceras libres o que
podían adquirirse a un precio módico, bautizamos a la nueva
publicación como El Globo, y encargamos a
Eduardo San Martín su botadura como director. Establecimos su sede
en el mismo edificio de la SER, no escatimamos medio ni inversión
algunos, tanto en equipo humano como en dotación técnica, y
emprendimos la nueva aventura con un exceso de optimismo, por no
llamarlo arrogancia, que nos condujo directamente al desastre.
Participé activamente en las discusiones sobre las medidas que
debían tomar los gestores de la revista en lo que se refería al
contenido editorial; aunque la mayoría de mis recomendaciones no se
tuvieron en cuenta, tampoco estoy seguro de que siguiéndolas se
hubiera podido evitar la catástrofe. Al margen de que los costes se
habían disparado irracionalmente desde el principio, el contenido
de la publicación no acabó de satisfacer la demanda, pese a que
descubrió algunas buenas exclusivas. El último movimiento dramático
fue la sustitución del director por Jesús Ceberio y la convocatoria
de una reunión extraordinaria, un domingo bien entrada la
primavera, para decidir las medidas que eludieran el cierre de la
publicación, a esas alturas solicitado por numerosos miembros del
Consejo, aunque ni siquiera había cumplido un año de vida. Yo me
resistía a una solución semejante, pues sabía que era imposible
asentar un semanario de nuevo cuño en menos de tres años. Pero el
éxito de El País había sido tan
fulgurante que mis razones caían en descampado. Antes de la citada
reunión hablé con José Luis Martín Prieto, que había regresado de
Buenos Aires después de una larga estadía como corresponsal,
período en el que su domicilio rioplatense se convirtió en punto de
referencia de cuantos españoles influyentes pasaban por la capital
argentina. José Luis se casó durante su estancia allí en una
ceremonia en la embajada en la que Felipe González, por poderes, y
yo mismo fuimos padrinos/testigos del enlace. La amistad entre
nosotros se me antojaba poco menos que fraternal y mi admiración
por sus dotes literarias y su capacidad de observación era conocida
de todos. Antes de citar la reunión en El
Globo hablé con él para rogarle que se hiciera cargo de su
salvamento, lo que aceptó, e incluso me pidió que postergara la
hora del encuentro porque le venía personalmente mejor. No se
presentó. No era la primera vez que hacía una cosa semejante y,
aunque su ausencia causó un considerable estrago, pues de hecho no
pudimos tomar la principal resolución prevista ligada al mandato
especial que esperábamos darle, procuré quitarle importancia. Pero
la tenía. Días después, también en domingo, me solicitó que
acudiera a la sede del periódico, porque quería contarme algo
importante. Traté de explicarle que tenía un compromiso familiar y
que prefería verle al día siguiente, pero la urgencia era grande y
finalmente acudí al despacho. El importante tema que había de
comunicarme era su inmediata marcha del periódico. La defección de
José Luis, Emepé para los amigos, constituía una noticia importante
para el equipo, aunque no tanto como él imaginaba. Me había
acompañado en la singladura de El País
desde el principio, y antes en Informaciones; incluso durante mi permanencia en
Pueblo me visitaba con regularidad para
ofrecerme reportajes, siempre interesantes, muchas veces
relacionados con noticias militares o de armamento. Emepé era una
institución en la casa, admirado y querido pese a su dipsomanía,
cuando no repudiado por sus excentricidades, que ocultaban un
sentimiento de inseguridad casi infantil. Poseedor de un estilo
literario inigualable, había sido el encargado de las crónicas del
juicio contra los golpistas del 23F, que se publicaron con
ilustraciones de José Luis Verdes. Fue con Delkáder y con Pradera,
con Rafael Conte también durante algún tiempo, uno de los puntales
del equipo. Su popularidad hizo que bautizaran con su nombre una
especialidad de café que le gustaba y que todavía es solicitada por
muchos en la redacción: un «emepé» es un expreso doble con leche
fría servido en vaso. Traté de disuadirle de su marcha o al menos
de obtener una explicación que no fuera la que me daba: se sentía
poco apreciado por mí, aunque yo no lo comprendiera. Su adiós fue
terminante. Ya en la puerta, volvió el torso hacia donde me
encontraba para despedirse con una frase que, conociéndole, supuse
quería dejarla esculpida para nuestra pequeña historia:
—Juan, te aseguro que, digan lo que te digan
en el futuro, nunca me subiré a un tren que trate de
arrollarte.
Desde entonces no ha dejado de encaramarse a
cuantas locomotoras buscaron mi atropello.
Cerramos El Globo
en septiembre de 1988, un mes antes de cumplir su primer
aniversario. Acepté la decisión, tomada en solitario por Jesús al
hilo de las recomendaciones de un empresario francés del sector,
pero no la compartía. Tuve que ser yo, como director general de la
compañía Progresa (Promotora General de Revistas), quien convocase
a la plantilla en la sede del semanario para comunicar la noticia.
Ninguna del casi centenar de personas presentes podía siquiera
imaginar que aquel acto era uno de los últimos que habría de
protagonizar siendo aún director de El
País. Solo yo era consciente del error que cometíamos por no
esperar un par de meses antes de clausurar la publicación, a fin de
que esa fuera mi primera decisión como consejero delegado de Prisa
y no se viera involucrado el periódico, a través de mi persona, en
un episodio tan lamentable.
Casi dos meses antes había almorzado con
Polanco en un local cercano a su casa. Hicimos a pie el trayecto
hasta el restaurante y durante el paseo me hizo una sugerencia que
en su boca sonó a mandato: «Hay que seguir desarrollando el grupo,
pero yo no tengo tiempo ni voluntad para dedicarme a ello.
Necesitamos un consejero delegado; después de darle muchas vueltas
pienso que la mejor solución eres tú».
Traté de disuadirle. No me sentía preparado
ni motivado para una tarea así, aunque por otro lado llevaba ya más
de doce años al frente del periódico, cuya trayectoria se había
identificado totalmente con la mía personal. Eso perjudicaba tanto
al diario como a mí mismo. Queríamos hacer de El País una institución y su enrocamiento con la
figura del director era del todo pernicioso. También para mis
intereses particulares. Henry Grunwald, que fue director de
Time Magazine, me aseguró un día que un
editor in chief no debía permanecer en el
puesto más de ocho años. Según él, a partir de esa fecha comenzaba
a adquirir hábitos y rutinas que empañaban su capacidad de decidir.
No podía estar más de acuerdo.
Desde el principio la historia del periódico
había sido una carrera contra el reloj. Arrebatados por el éxito
corríamos arrastrados por él, improvisando unas decisiones y
aparcando otras, convencidos de que ya corregirían nuestros errores
quienes nos sucedieran. Nunca llegó semejante circunstancia. La
herencia de mis propias equivocaciones había acabado por provocarme
un considerable cansancio y un cierto anquilosamiento profesional.
Mientras tanto, me seducían las nuevas aventuras del grupo, en
especial nuestra especulación sobre la posibilidad de adentrarnos
en operaciones televisivas. Jean-Luc Lagardère, presidente del
gigante francés Matra, nos había encandilado con la posibilidad de
participar en un consorcio que él encabezó para acudir a la
privatización de la primera cadena gala. Aunque de forma muy
minoritaria, formamos parte del grupo, que fracasó en su empeño, y
en el que también estaba involucrado Le
Monde. El gobierno socialista había comenzado a abrir la
espita de la pluralidad televisiva en España otorgando licencias a
televisiones públicas autonómicas y anunciaba ya la concesión de
frecuencias para cadenas nacionales. También había privatizado la
prensa del Movimiento en una maniobra en la que se las apañaron
para evitar entregarnos una sola de las cabeceras, pese a que
licitamos por varias de ellas. Estaba claro que un desarrollo de
Prisa exigía más atención que la que yo podía prestar si me
mantenía en la dirección del periódico. Polanco añadió por último
un argumento que me pareció contundente: «Necesitamos alguien que
haga esa tarea. Yo no quiero, porque a estas alturas de mi vida
pretendo trabajar menos y no más. Si nombramos a un tercero no va a
funcionar, es imposible interponer a nadie entre nosotros dos, le
puentearíamos constantemente. O sea que no hay otra solución». Pedí
tiempo para pensarlo. Agosto llegaba pronto y quedamos en que
después de las vacaciones estivales le contestaría. «No más tarde
del 1 de septiembre», insistió.
No tuve la sensación de que me estuvieran
dando la patada hacia arriba, aunque por supuesto me planteé esa
posibilidad. Marché de veraneo con mi nueva pareja, Teresa Aranda,
con la que había planeado contraer matrimonio de forma inmediata,
pero ya antes del asueto había comprendido que era imposible
negarme a la oferta, aunque estuviera llena de interrogantes.
Días antes de la fecha límite acudí al
despacho de Jesús a comunicarle mi aceptación. «Con una sola
condición –le aclaré. Me miró inquisitivo y nunca supe si se le
pasó por la cabeza que le fuera a pedir un aumento de sueldo o
acciones de la empresa–. Quiero seguir escribiendo en el periódico,
y escribiendo de política. Yo soy un periodista antes que nada.»
Asintió de inmediato, aunque me pareció que no entendía el sentido
de mi ruego. Yo sabía que mis nuevas responsabilidades
empresariales habrían de limitar mi libertad de expresión, pero no
quería en ningún caso renunciar por completo a ella, so pretexto o
con motivo de que en su ejercicio podría dañar los intereses de la
empresa. Por lo demás, con Jesús me sentía absolutamente cómodo en
ese terreno. No mucha gente sabe que todos los artículos que he
publicado en el periódico con él en vida se los pasé previamente
para su conocimiento. Nunca puso objeción a ninguno, y solo en muy
contadas ocasiones me hizo comentarios o recomendaciones, que
únicamente seguí cuando me pareció que sus sugerencias mejoraban el
texto.
La noticia de mi nombramiento como consejero
delegado de Prisa cayó como una bomba entre los allegados a
Polanco. Él, como yo, se aprestaba a reorganizar también su vida
personal, de modo que contemplábamos la inauguración de nuevas
etapas en nuestro devenir en todos los sentidos. Incitado por
algunos socios cercanos, y quizá dolido al saber que yo ocuparía un
puesto inicialmente destinado a él, Baviano presentó su dimisión
irrevocable. No me acusó a mí de su supuesta desgracia, sino a
nuestro común presidente, y cuantos esfuerzos hicimos ambos por
retenerle resultaron baldíos. Su defección constituyó para mí una
muy mala noticia, tanto personal como profesional. Nuestra amistad
era sincera y profunda, mientras que su papel en la gerencia me
parecía insustituible. Nuestro mutuo entendimiento constituía la
base de una confianza entre ambos hasta entonces a prueba de
bombas. Cuando en los albores de El País
le vi abrumado por la multitud de problemas que nos asediaban traté
de confortarle respecto a nuestras capacidades.
—No te preocupes –le dije sonriente–. Todo
lo que tú no sabes para hacer un periódico lo sé yo, y todo lo que
yo no sé lo sabes tú.
—Pues debes de saber un huevo de cosas
–farfulló–, porque yo no tengo ni idea.
De ninguna manera era cierto. Nuestra
complementariedad había sido absoluta durante todos esos años y me
encontraba ahora con la difícil papeleta de asumir mi nuevo cargo
en el plazo de unas semanas sin nadie que me diera solidez y
seguridad en las disciplinas empresariales. Se nos ocurrió que la
solución más inmediata para llenar ese vacío era nombrar director
de la empresa a Javier Díez Polanco, un sobrino carnal de Jesús al
frente de la editorial Santillana en Buenos Aires. Yo no le conocía
mucho, pero meses antes, durante un viaje a Argentina, tuve la
oportunidad de compartir con él una común visión sobre el futuro de
las empresas de medios y no me pareció mala idea su nombramiento,
convencido como estaba de que encontraría la complicidad necesaria
en nuestro trabajo.
Decidimos producir el relevo en los primeros
días de noviembre. Todavía a finales de septiembre recibí en mi
despacho de director del periódico a Marc Tessier, consejero
delegado de Canal Plus Francia, que vino con un encargo de su
presidente, André Rousselet, a fin de solicitar una licencia de
televisión de pago en España. Había conocido a Rousselet tiempo
atrás gracias a Régis Debray, que me recomendó contactar con él
tras nuestro primer tropezón con Lagardère. «Si alguna vez quieres
hacer algo en televisión, es la persona adecuada.» Me recibió en el
suburbio parisino, en la sede de la compañía de taxis de lujo que
poseía junto con Danielle Mitterrand. Había sido previamente jefe
de gabinete del presidente francés y desde entonces mantenía
notable influencia y extensas relaciones sociales.
Tessier me reconoció que el primer intento
que acometieron para organizar una televisión de pago por satélite
en España, emitiendo desde Londres, constituyó un fracaso.
Pretendían ahora entrar directamente en nuestro país gracias a la
licitación que preparaba el gobierno y consideraban que éramos los
socios adecuados. Le expliqué que en el plazo de pocas semanas me
haría cargo de Prisa y a partir de ese momento podríamos
negociar.
Quedaba un último requisito antes de
proceder a mi relevo al frente del periódico: nombrar al nuevo
director. Polanco quería participar en el proceso, pero me dio la
opción de designar a quien yo quisiera. No tuve dudas en proponer a
mi directora adjunta, Soledad Gallego-Díaz. Sus primeros pinitos
como reportera los había hecho en Pyresa, la agencia de prensa del
Movimiento, bajo la dirección de mi padre. A la hora de conformar
la redacción del periódico él me aseguró que no me equivocaría si
la contrataba a ella y a Bonifacio de la Cuadra, también antiguo
colaborador suyo. Seguí el consejo al pie de la letra y los
resultados no pudieron ser más satisfactorios. La personalidad de
Sol, su dedicación al trabajo, su extensa cultura, su entusiasmo y
su candor, no exento de dureza, también su popularidad entre los
profesionales, me parecían condiciones de ensueño a la hora de
sustituirme y mejorar lo que consideraba mi obra. Con gran
decepción por mi parte rechazó un ofrecimiento para el que no tenía
alternativa clara, pues el otro potencial sustituto, Antonio
Franco, que había dirigido la edición catalana desde su lanzamiento
en 1982, nos acababa de abandonar para retornar al frente de
El Periódico de Catalunya; y no podía
prescindir del papel de Delkáder en la SER, ahora que me iba a
hacer también cargo de ella, habida cuenta de las desconfianzas que
padecíamos respecto a su consejero delegado. Decidimos iniciar un
debate con los subdirectores y redactores jefes, todos ellos
candidatos posibles al puesto dada su excelente trayectoria, aunque
no fuéramos capaces de pronunciarnos por ninguno en particular. Del
diálogo pasamos a una muy reñida votación. El mejor considerado,
por un margen relativamente estrecho, fue Joaquín Estefanía, que se
haría cargo del periódico durante los cinco años posteriores. Desde
aquel día hemos seguido la norma invariable de nombrar a los
directores de El País (cinco hasta ahora,
contando conmigo) entre el equipo de la casa. Nos han acusado de
que semejante práctica acarrea cierta endogamia perjudicial para el
periódico mismo, pero son tan fuertes la identidad de la marca y la
coherencia de su evolución durante más de cuarenta años de vida que
la irrupción de un paracaidista, por hábil que fuera en el
aterrizaje, nos ha parecido siempre rechazable.
A principios de noviembre, según estaba
previsto, organizamos un pequeño acto interno para proceder a la
toma de posesión de cada uno de nosotros: Joaquín como director,
Díez Polanco como gerente general y yo mismo como consejero
delegado. En un acto que se pretendió simbólico Jesús me hizo
entrega de su despacho y anunció que no necesitaba tener ninguno en
la sede de Miguel Yuste. Yo me había despedido de los lectores días
antes con un artículo sobre mi propio relevo.
Hace casi trece años que me hice cargo de la
dirección del periódico […] durante tan prolongado período, me he
esforzado en hacer de El País un
instrumento de diálogo colectivo para una sociedad cambiante y
abierta a toda clase de novedades, como ha sido la España del
postfranquismo […] Lo he hecho desde el convencimiento […] de que
los diarios se deben a sus lectores, son de sus lectores, y en la
búsqueda de su independencia han de guardar fidelidad a estos antes
incluso que a quienes los escriben, los dirigen o los gerencian.
El País ha jugado, así, el papel de
referente intelectual que demandaba esta sociedad en momentos en
que se sentía perpleja. Y en esa tarea colectiva, en la que yo he
disfrutado el raro privilegio de ser el primero y hasta ahora único
director, ha visto empeñada su existencia un grupo humano de
enormes proporciones. Hemos tenido que pagar después el precio del
éxito, que entre españoles es siempre mucho más elevado que el del
fracaso; pero hemos sentido, también, el apoyo y la solidaridad de
cientos de miles, de millones de lectores que son en realidad los
hacedores de esta historia.
En la vigilia de esa misma noche mi
nostalgia volaba por los recuerdos de tantas emociones vividas
durante los años anteriores. Acababa de cumplir cuarenta y cuatro,
y abandonaba una de las tareas más apasionantes que hubieran podido
imaginarse en el devenir de la transición política española. Me
sentía su testigo de excepción, en ningún caso protagonista, pero
sí al menos incitador del debate, de la discusión, de la búsqueda
de soluciones pactadas por todos, asumidas por todos. El precio
había sido alto. En la cuneta quedaban amigos muy queridos y, lo
más doloroso de todo, una familia agostada, casi destruida, por la
obsesión del trabajo, el sentimiento de culpa y la conciencia de mi
responsabilidad periodística y mis deberes ciudadanos. Pero también
el premio resultó elevado. Embargado por la emoción cerré los ojos
y murmuré mentalmente las últimas palabras de mi adiós:
—Sí, soy feliz. Lo soy en lo personal, y en
lo profesional: tengo el trabajo que quiero, lo hago con la gente a
la que quiero. Y no me sale mal del todo.