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Queremos un hijo tuyo
—Uno gobierna atendiendo a los deseos del
pueblo, con un ojo puesto en las indicaciones del partido,
satisfaciendo las demandas de la mayoría parlamentaria, pendiente
de la opinión pública y con el asesoramiento de sus ministros. Pero
al final del día te importa también, y mucho, quizá sobre todo, la
opinión de tus amigos, de aquellos con los que mantienes una
conexión intelectual, compartes valores morales, proyectos de
vida…
Felipe González repetía machaconamente una y
otra vez este comentario para que le oyéramos, para que le
comprendiéramos, para que le apoyáramos. Habían pasado ya los
peores momentos de la relación entre el periódico y el primer
presidente del gobierno socialista tras la muerte de Franco. Casi
dos años estuvimos sin apenas dirigirnos la palabra, en realidad
sin hablarnos en absoluto, encabronada nuestra antigua proximidad
por los editoriales de El País sobre el
terrorismo de Estado y el referéndum de la OTAN. Ahora había
llegado por fin el momento de la reconciliación, una vuelta a los
principios, a poder mirarse a la cara con limpieza y honestidad,
como siempre había sido.
¿Éramos entonces amigos? ¿Lo habíamos sido
nunca? ¿Existen los amigos en política?
Nos habíamos conocido en las postrimerías
del franquismo, cuando él todavía respondía al nombre de guerra de
Isidoro, y desde un principio congeniamos en torno a muchas cosas y
muchas personas. Desde que comenzamos las tareas para publicar
El País Pradera fue una referencia
intelectual obligada para ambos, oficiaba casi como nuestro hermano
mayor, y nos aleccionaba sobre la ética en política y los manejos
habituales de la izquierda. También otros procuraban mantener viva
la relación entre el diario y el incipiente líder. Entre ellos
descollaba Augusto Delkáder, navegante ocasional con él en aguas
gaditanas, amigo de sus amigos y experto en andalucismos políticos
y sentimentales. O Javier Solana, mi antiguo compañero de colegio,
que pasaba largas tardes enteras brujuleando entre la redacción y
mi despacho, desplegando cuanto podía su instinto político y su
encanto personal.
Mi diálogo con Felipe había sido frecuente
durante los gobiernos de la UCD. No obstante, siempre mantuve, y
aún creo que mantengo en ocasiones, pese a que lo considero hoy un
amigo fraternal, la distancia prudente que debe existir entre un
periodista y un político, y el respeto que debe guardarse en
cualquier caso a los representantes del poder democrático. En lo
que se refiere al diálogo políticos-periodistas, la necesidad de
obtener informaciones de primera mano produce en nuestra profesión
el mismo efecto indeseado que la complicidad frecuente entre
policías y ladrones a fin de garantizarse aquellos una red de
confidentes. Como director del periódico siempre procuré mantener
la mayor neutralidad posible respecto a los diversos candidatos a
ocupar el poder. Aunque tenía mis afinidades y opciones personales,
pensaba y pienso que mantener mi independencia era primordial para
garantizar la del diario.
Esto que digo no se refiere exclusivamente
al entendimiento a veces quebrado entre mi persona y los
socialistas. En los comienzos de la democracia, Adolfo Suárez nos
ofreció a Jesús Polanco y a mí un puesto en las listas para el
Congreso con garantía de ser elegidos, a lo que renunciamos, y en
otra ocasión, durante una comida a solas en La Moncloa, se permitió
sugerirme que fuera director general de TVE sin llegar a
proponérmelo abiertamente.
—Preguntarme si me apetece ese puesto es
como decirme si me gustaría acostarme con Sophia Loren –le
respondí–. Sí me gustaría, pero no creo que a ella le apetezca,
porque no sé si tenemos los mismos gustos, y en cualquier caso
estoy casado.
Pese a esta manifiesta vocación de no
militancia, las posiciones editoriales del periódico y una cierta
coincidencia generacional hicieron que la opinión pública nos
identificara en gran medida con el partido socialista. El propio
González en cierta ocasión llegó a asegurarle a Balsemão, en mi
presencia, su indigencia en medios de comunicación cara a la
batalla electoral, «porque solo tenemos a El
País de nuestro lado». ¿Lo tenían de veras? Yo había hecho de
la independencia el primer dogma de fe de nuestra empresa y me
resistía a ser identificado como extensión, ni siquiera
intelectual, de partido alguno.
Mis esfuerzos resultaron vanos en gran
medida. Ya en las primeras elecciones democráticas algunos me
acusaron de haber entregado El País a la
izquierda, pero no fui consciente al principio de hasta qué punto
esa imagen que nos confundía con el PSOE había calado en la opinión
de las gentes. Lo descubrí la noche misma de las elecciones que
dieron a González el triunfo por mayoría absoluta en 1982. Después
de cerrar la primera edición con los resultados de las urnas, me
trasladé a los estudios de Televisión Española, donde participé
brevemente en un programa de debate, y ya de madrugada me acerqué
al hotel Palace, en una de cuyas suites se encontraba la dirección
del partido vencedor. Deseaba asistir al primer acto postelectoral
de Felipe, convencido de que se trataría de un evento histórico.
Nos encontrábamos nada menos que ante la ocupación democrática del
poder por parte de la izquierda después de tres años de Guerra
Civil, cuarenta de dictadura militar y un lustro de incierto
devenir gobernado por los herederos del franquismo, período que
había desembocado en una intentona golpista. Frente a la fachada
del hotel una multitud de militantes y simpatizantes del PSOE
vitoreaba a sus líderes que, de tiempo en tiempo, se asomaban al
balcón para saludar. Felipe se había convertido en un mito dentro y
fuera de nuestras fronteras. Su juventud y un físico atractivo le
acompañaban en el ejercicio de un liderazgo muchas veces de tintes
populistas, aun contra su voluntad. Se hizo famoso el eslogan
«Felipe, capullo, queremos un hijo tuyo», en alusión al emblema
socialista del puño y la rosa y habitualmente coreado por sus
admiradoras en los actos públicos a los que acudía. También se oyó
aquella noche entre la multitud arremolinada frente al Palace,
mezclado con el «¡Oah, oah, oah, Felipe a La Moncloa!». Logré
atravesar la marea humana y enfilé el umbral de la puerta cuando
sentí a mis espaldas una gran ovación y gritos de apoyo a mi
persona, lo que me dejó desconcertado. Con toda evidencia muchos de
los congregados consideraban que el triunfo socialista lo era
también del periódico, al que asociaban a los postulados del
partido, pero yo no participaba de la misma sensación. Habíamos
apoyado el cambio político que llevó a González al poder porque
después de la asonada del 23F considerábamos que solo un gobierno
radicalmente nuevo, sin anclajes en el pasado, podía edificar la
democracia y modernizar el país. Eso no suponía que endosáramos
todas las propuestas socialistas, que, entre otras cosas, incluían
una promesa de referéndum sobre la permanencia de España en la
Alianza Atlántica. Aturdido todavía por el ambiente, ingresé al
tiempo que lo hacía González en el patio central del edificio,
coronado por una espectacular cúpula acristalada, y me acomodé
contra una de las columnas del recinto entre las que pululaban gran
cantidad de periodistas y militantes y simpatizantes del partido
victorioso. El líder se encaramó a una pequeña tribuna improvisada
al efecto y pronunció el esperado discurso. Casi no hubo novedades
en él respecto a los abundantes mensajes expresados durante la
campaña en el sentido de que su llegada al poder significaría el
cambio. «¿Qué es el cambio?», le preguntaron en un debate
televisado. Y respondió sin inmutarse: «Que España funcione». O
sea, era de suponer que aquella noche en el Palace nuestro país
comenzaba a apretar el botón que activaba el futuro. Me sorprendió
por eso su anuncio inequívoco y solemne de que entre sus proyectos
era prioritaria la recuperación de la soberanía de Gibraltar. Para
nada se había hablado de ello durante la campaña ni era un tema que
a mi ver preocupara a la opinión pública. La reivindicación sobre
la Roca se inscribía en la tradición política franquista y muy
especialmente en el currículum del ministro Castiella, que había
convertido esa cuestión en eje fundamental de la política exterior
española. Tanto fue así que el gobierno de Londres organizó una
consulta a principios de la década de los sesenta en la que
preguntó a los gibraltareños sobre sus preferencias a la hora de
integrarse en España o continuar bajo la bandera de la Union Jack.
Más del 90 por ciento de los habitantes del Peñón votaron por esto
último. Cuando se dieron a conocer esos resultados, el general
Sintes Obrador se permitió, en una reunión de Cuadernos para el Diálogo, un comentario entre
irónico y risueño, justificado desde luego por las tradiciones
británicas de su Menorca natal.
—¡No vale, es trampa! Si a los madrileños
nos preguntan si queremos ser ingleses, también diríamos que
sí.
Quizá no andaba muy descaminado dados los
tiempos que corrían, pero el reclamo del Peñón por parte de
González parecía avisar de un complejo gambito negociador a cambio
de un giro en la política atlántica.
Pasada la euforia postelectoral, el
presidente electo se hospedó unos días en casa de Pedro Altares, en
Torrecaballeros, para tomarse un breve descanso antes de dedicarse
a la formación del nuevo gabinete. La policía le había recomendado
que abandonara su domicilio por razones de seguridad y tuvo que
acogerse más tarde a la hospitalidad de un colaborador que le alojó
en un chalet cercano a Madrid. Su regreso a la capital coincidió
con la primera visita del papa Juan Pablo II a España, ocasión que
me permitió estrechar la mano del Pontífice. Las relaciones del
diario con la jerarquía eclesiástica habían sido cordiales en los
primeros tiempos del posfranquismo gracias, sobre todo, al diálogo
que establecimos con el cardenal Tarancón y su escudero
intelectual, el padre Martín Patino. Este convocaba con cierta
regularidad a un grupo de periodistas en torno al presidente de la
Conferencia Episcopal a fin de discutir algunos aspectos que
preocupaban a la Iglesia, entre los que destacaban los diversos
proyectos de ley de divorcio y más aún los reclamos de una
legislación que permitiera el aborto libre. Concurría a las
tertulias, entre otros, el sacerdote Martín Descalzo, un escritor
de ficción relativamente exitoso entre los jóvenes de mi quinta,
cuyas novelas devoré en la adolescencia tardía pues me parecían un
trasunto del existencialismo cristiano a lo Maxence van der
Meersch.
La llegada de Wojtyla al Trono de San Pedro
suscitó una deriva reaccionaria en el episcopado español. Algunos
miembros del Consejo de El País,
militantes más o menos destacados del integrismo católico,
aprovecharon esa circunstancia para arremeter contra la línea del
diario, defensor siempre de un laicismo irrestricto y de leyes que
garantizaran la libertad sexual y el derecho de las mujeres a
decidir sobre su propio cuerpo. El principal blanco de los ataques
era nuestro corresponsal en Roma, Juan Arias, sacerdote
secularizado que había participado en las tareas del Concilio
Vaticano II antes de su retorno a la vida civil. Le acusaban de
sectarismo anticlerical por ser un cura rebotado y aseguraban que
eran constantes las quejas que llegaban desde Roma por el contenido
de sus crónicas. Pensé que mi encuentro con el Pontífice podría ser
ocasión de aclarar algunos malentendidos, pero se limitó a un acto
protocolario sin mayor trascendencia ni oportunidad para
intercambiar más que unas breves palabras. Los reclamos sobre Arias
debían clarificarse, como así sucedió más tarde, en una
conversación con el protosecretario de Estado durante una visita al
Vaticano. De todas formas mis preocupaciones del momento no se
centraban en el Trono de San Pedro sino que estaban puestas en el
futuro inmediato de la política española y en las tareas para la
formación del nuevo gobierno.
—¿Tú qué quieres ser?
Felipe me lo preguntó en su despacho de la
sede del partido en la calle Santa Engracia, adonde me convocó días
después de la jornada electoral. Me sorprendió la cuestión tanto o
más que la reacción de los manifestantes ante el Palace. ¿Podía
pensar que yo andaba en busca de alguna recompensa a cambio del
apoyo indiscutible que le habíamos proporcionado? ¿O quizá anidaba
en él alguna mínima tentación de apartarme de la dirección del
periódico mediante la concesión de determinada prebenda personal?
Respondí de inmediato:
—Yo, lo que soy: director de El País.
Creí percibir una señal de alivio en el
gesto de mi interlocutor, como si se hubiera desprendido de una
carga incómoda que no sabía si debía seguir soportando. Con toda
seguridad estaba abrumado de demandas que le llovían desde dentro y
fuera del partido. Liberado de tener que responder a cualquier
deseo mío, pareció relajarse y mantuvimos una larga conversación
sobre sus proyectos inmediatos.
—Voy a hacer lo del timonel que se encarga
del barco en medio de una travesía turbulenta. Lo primero, asegurar
la barra y mantener el rumbo. Comenzaré a cambiarlo una vez que me
afirme en el control. Nada de virajes bruscos que puedan hacernos
naufragar.
Entre la documentación que le había
traspasado su antecesor había una lista de periodistas
beneficiarios de los fondos de reptiles de la presidencia. Le pedí
que me dejara publicarla.
—Hay gente de El
País –me dijo.
—Tanto mejor –concluí–. Tú me la das, yo la
hago pública y echo a los corruptos de mi redacción.
No logré convencerle. Otros documentos que
recabé sin éxito fueron las denuncias de los servicios de
inteligencia que me acusaban de ser espía del KGB. Semanas después,
ya instalado él en La Moncloa, volví a solicitarlos.
—No los tengo, no existen. Lo único que me
dejó Leopoldo en la caja fuerte del despacho fueron las
instrucciones para abrirla.
Desde entonces sigo pensando que en algún
archivo de cualquier siniestra dependencia policial, o quizá en los
cajones de algún sedicente reportero de investigación aficionado a
la calumnia en las redes sociales, o en los programas nocherniegos
de la televisión basura, reposa todavía ese montón de falsas
pruebas destinadas, ¿quién sabe?, a utilizarse nuevamente en mi
contra.
Aquel día con Felipe, y en otra reunión que
mantuvimos fechas después en el mismo despacho junto con Pradera,
comentamos algunas de las dudas que le acosaban al inminente nuevo
primer ministro. De la lista de posibles miembros de su gobierno se
había caído, para mi sorpresa, Javier Solana.
—Le vas a dar un disgusto de muerte
–comenté– y además si hay alguien que se merezca un cargo es
él.
Se lo dije no solo por mi amistad con
Javier, fraguada inicialmente en la infancia cuando en ocasiones
coincidíamos a la salida del colegio, consolidada luego en las
aventuras intelectuales universitarias y de manera más reciente en
sus largas estadías en mi antedespacho del periódico, del que se
había hecho un habitual. Pesaba en mi opinión la lealtad demostrada
de Solana hacia la persona de Felipe, el inmenso trabajo que había
desarrollado en favor suyo, y sus indudables aptitudes para la
política.
González pareció sorprenderse por mi
comentario, aunque no dijo nada. Me explicó luego que quería contar
con José Luis Corcuera para la cartera de Trabajo, pero que era
imprescindible como líder sindical en la UGT, pues ya preveía que
tendría que hacer frente a una reconversión industrial dura y
conflictiva, y me consultó sobre cómo se vería que nombrara jefe de
su gabinete a Julio Feo, a quien yo casi no conocía pero con el que
había coincidido un par de veces en actos culturales en Murcia y de
cuya tarea como sociólogo tenía la mejor de las impresiones. Así lo
explicité. Posteriormente Feo, durante un almuerzo en el Club
Internacional de Prensa, me dio las gracias por el apoyo que le
había prestado y nuevamente me sentí víctima de mi propia
inocencia. Yo no había asumido para nada que aquella leve glosa que
hice en presencia de su jefe pudiera tener mayor importancia ni
influir en modo alguno en su decisión. En cambio, siempre he
pensado que mis palabras sobre Solana ayudaron quizá en algo a que
le ofreciera finalmente ser ministro de Cultura, un cargo menor
para sus aspiraciones pero que desde el principio asumió con
entusiasmo y dedicación. Eso le facilitaría más tarde escalar muy
diversas e importantes posiciones en los equipos de gobierno de
González y en los organismos internacionales.
Otros líderes socialistas tocaron a mi
puerta en aquellas fechas inciertas con la intención evidente de
purgar sus inseguridades. Entre ellos sobresalía la figura de Txiki
Benegas, que me llegó a confesar que no sabían a quién nombrar
ministro del Interior, toda vez que él había renunciado a ocupar el
cargo.
—Comprendo que no sepáis quién va a ser el
de Agricultura, pero el de Interior… y tal como está el país,
asediado por toda clase de conspiraciones golpistas…
—Pues no lo sabemos.
—Y ¿cómo os presentáis a las elecciones sin
tenerlo decidido de antemano?
—Eso mismo me pregunto yo.
Al final el presidente acabó por designar a
José Barrionuevo, un antiguo militante carlista que como inspector
de trabajo se había distinguido en el tratamiento y resolución de
la huelga de transportes en Madrid tras la muerte de Franco. Ya
como militante del PSOE fue concejal de Seguridad del Ayuntamiento
de Madrid, donde destacó por su eficacia al frente de la policía
municipal. Juan José Rosón, ministro saliente de la UCD, me aseguró
que le consultaron sobre la idoneidad del personaje para sucederle,
y respondió que le parecía más que adecuado. Nadie podía imaginar
aún que su nombramiento abriría paso al principal de todos los
problemas que González tuvo que afrontar al frente del gobierno. Y
sería de paso el motivo por el que se envenenaron nuestras
relaciones durante un largo período de tiempo.
Desde muy pronto estas se desvelaron
complejas. Tras la victoria socialista, habida cuenta de nuestras
afinidades ideológicas y personales con muchos de sus líderes,
algunos colegas, y de forma muy señalada Luis María Ansón en
ABC, no dudaron en tildarnos con el mote
de «periódico gubernamental» intentando pro
domo sua destruir nuestra imagen de independencia y acabar con
el crédito nacional e internacional del periódico. Estaba
relativamente reciente la historia del diario francés Le Monde, cuyo director confesó abiertamente ser
militante del PSF y convirtió el diario en una verdadera
prolongación de la política de Mitterrand, lo que dañó el prestigio
de la cabecera. Los intentos de reproducir idéntico proceso
fracasaron en nuestro caso, entre otras cosas porque en realidad
nada que no fuera un puñado de limpias convicciones nos vinculaba a
los socialistas españoles. Los accionistas del diario eran mucho
más proclives al sentimiento e ideología de la UCD, partido que
desapareció para dar paso al imposible intento de Adolfo Suárez de
crear el suyo propio, y los redactores, por lo general, abrazaban
causas progresistas, pero eran profesionales del periodismo y no
militantes de ninguna organización. Como se decía entonces entre
nosotros, cualquiera era libre de pensar lo que quisiera y militar
donde le petara, pero los revólveres se entregaban a la entrada, en
la puerta de la redacción. El único lazo objetivo que podía
encontrarse entre el poder emergente y el del diario era que ambos
compartíamos la misma clientela. «Nuestro electorado es el
lectorado de El País, y eso no podemos
ignorarlo de ninguna forma», decía con frecuencia Alfonso Guerra,
sabedor de que con muchos de sus compañeros manteníamos nexos
generacionales y de amistad bastante poderosos. Por si eso fuera
poco, una gran parte de los nuevos ministros llamaron a formar
parte de sus equipos de comunicación y prensa a redactores
nuestros, con los que mantenían afectos y complicidades diversos.
Buscaban también mediante ese sistema una forma de influirnos a
favor de sus particulares políticas. En ocasiones, algunos de
dichos consejeros áulicos que durante su etapa de periodistas se
habían sentido maltratados o poco reconocidos en su trabajo
aprovecharon su ascenso a los pasillos del ejecutivo para combatir
a sus antiguos jefes, dificultando las relaciones de estos con sus
nuevos patronos. Ese fue el caso, al decir de muchos, de lo
sucedido con el ministro del Interior, que por diversas razones
acabó por convertirse en objeto más que polémico de las opiniones
editoriales de El País.
Nuestras diferencias con Barrionuevo
comenzaron por criticar la aplicación de determinadas medidas
antiterroristas que a nuestro juicio vulneraban la seguridad
jurídica de los ciudadanos y minaban sus derechos democráticos.
Pero la escalada de los GAL y las acusaciones contra el gobierno de
practicar el terrorismo de Estado acabaron por situarnos en una
posición de franca disidencia respecto a su manera de perseguir la
violencia política, entonces casi exclusivamente ligada a las
actividades criminales de ETA. Durante la etapa de mayor actividad
del llamado «terrorismo antiterrorista», el único medio de opinión
que alzó su voz de forma inequívoca contra la actividad delictiva
del aparato del Estado fue El País. Las
hemerotecas dan fe de que la generalidad de los periódicos
españoles o callaron –los menos– o aplaudieron con indisimulado
entusiasmo la persecución de los etarras por bandas ilegales,
conectadas a, o integradas por, miembros de la policía o el
ejército. Había un sentimiento muy extendido en la opinión pública
española de que en la guerra se debe actuar como en la guerra, y
puesto que estábamos ante un desafío armado de enormes proporciones
era lógico que los cuerpos de seguridad no se sometieran a las
cautelas legales y procesales del ordenamiento jurídico. Se
exhibían ejemplos de otros países europeos democráticos donde los
gobiernos habían operado de parecida forma para acabar con la banda
Baader-Meinhof en Alemania, con numerosos terroristas del IRA en
Inglaterra o con la OAS en Francia.
El caso de los GAL fue utilizado
abundantemente por la derecha y sus tamborreros mediáticos en un
intento de destruir la imagen de Felipe González al final de sus
catorce años de gobierno, pero la verdad es que, al margen de
cuáles fueran o no las conexiones del terrorismo antietarra con las
cloacas del Estado, sus acciones fueron ensalzadas hasta el vómito
por la mayoría de los diarios de la época, con la sola excepción
del nuestro. Descuellan en ese catálogo de lametones a los
criminales partidarios de tomarse la justicia por su mano las
opiniones vertidas por Pedro Jota Ramírez en el Diario 16, en el que se llegó a afirmar, entre
otras muchas barbaridades que «… el Estado español tiene
legitimidad moral para recurrir a veces a métodos irregulares… La
ecuación es cada vez más simple, por muy inconfortables que frente
a ellas se sientan los estetas de la chaise
longue: o ellos, o nosotros. Por eso hay que terminar con ETA
de la forma que sea»[11].
Nuestro contencioso con Barrionuevo no se
limitó empero a las críticas por las actividades de los GAL, de las
que pienso que no era ni el único ni el principal responsable, sino
a la manera arbitraria e ineficiente en la que ejerció su poder
como ministro. La tensión con él subió tanto de tono que finalmente
decidió plantear una demanda contra mí, pretendiendo que los
comentarios que publicábamos sobre su actividad política eran tan
desproporcionados que afectaban a su honor personal. El pleito tuvo
lugar a propósito de las informaciones que difundimos sobre el
asesinato del militante abertzale vasco
Santiago Brouard, un médico pediatra de arraigado prestigio en la
ciudad de Bilbao, dirigente de Herri Batasuna y miembro del
Parlamento de Euskadi. Había rumores persistentes de que los
asesinos eran policías o sicarios contratados por ellos, y en
cualquier caso existía la convicción de que la Policía Nacional y
la Guardia Civil habían recibido informes previos que avisaban de
la inminencia del atentado. No lo evitaron porque no quisieron.
Sorprendió que el ministro acudiera a la vía civil y no a la penal
para dirimir sus diferencias conmigo. El juez que recibió la
demanda se encontró ante un dilema considerable a la hora de darle
trámite, por lo que decidió tomar declaración a demandantes y
demandados y a numerosos testigos propuestos por las partes. Así se
organizó una especie de juicio previo en el que comparecieron entre
otros, aparte del propio ministro del Interior, el de Justicia, los
directores generales de la Guardia Civil y de la Policía Nacional,
y el comisario general de Información. Tal esperpento mediático
provocó contradicciones públicas entre los miembros del gobierno y
acabó por tensar definitivamente nuestras relaciones. Finalmente el
magistrado rechazó la demanda sin entrar a juzgar el fondo del
asunto. En una palabra, se quitó de en medio, pero frustró los
objetivos de Barrionuevo, que tuvo el acierto de no recurrir la
decisión. Nosotros valoramos el auto judicial que desestimaba las
pretensiones del demandante como un triunfo de la libertad de
expresión, frente a la opinión de algunos comentaristas[12]
que vieron en todo aquello una operación de acoso y derribo al
ministro.
¿Cuáles eran los motivos de la beligerancia
de Barrionuevo frente a mi persona? Al decir de muchos, que se
encargaron de difundir la especie en los conciliábulos de la corte,
ni más ni menos que una supuesta animadversión mía contra el
ministro motivada por sucesos ocurridos durante su etapa como
concejal de Seguridad del Ayuntamiento de Madrid. Hubo en ese
período un encierro de líderes feministas en la sede del municipio.
Las manifestantes fueron desalojadas con ímpetu fanático por la
Policía Local y corrió el rumor de que entre ellas se encontraba mi
compañera sentimental, la «rusa». Según dicha versión, yo guardaba
un rencor personal contra Barrionuevo a raíz del incidente, habida
cuenta de los palos que ella habría recibido durante el desalojo.
Pero no recibió ninguno, entre otras cosas porque no se encontraba
entre las encerradas y aquella historia no tenía nada que ver con
la realidad. Lo único cierto es que después de que sucediera el
desalojo policial alguien llamó por teléfono a mi pareja a fin de
que acudiera a la comisaría como abogada de oficio, pues muchas
detenidas precisaban ayuda letrada. Esa fue su única participación
en los hechos. La leyenda urbana de mis contenciosos con José
Barrionuevo, quién sabe si urdida por su jefe de prensa, antiguo
redactor de El País, duró años, hasta que
pude desmentírsela a él mismo. Una vez fuera del gobierno
mantuvimos una relación cordial e incluso amistosa. Le expliqué a
las claras que nuestros desencuentros se fundaban exclusivamente en
nuestra opinión sobre su falta de pericia en el cargo, para el que
nos parecía que no estaba suficientemente dotado.
El presidente González le protegió al
máximo. Ambos éramos conscientes de que la demanda constituía un
paso demoledor para las relaciones entre el gobierno y el
periódico, por lo que hubo numerosos intentos de amigos comunes de
evitar que empeoraran las cosas. Condición esencial desde mi punto
de vista era la retirada del procedimiento por parte del ministro,
cosa que no estuvo en ningún caso dispuesto a hacer. No obstante,
de la lealtad del diario a los intereses y principios de la lucha
contra el terrorismo, y de lo infundado por tanto de las
acusaciones que se me hicieron, da fe el hecho de que el propio
Barrionuevo me solicitara, en medio del rifirrafe, que el periódico
publicara una información con un mensaje oculto dirigido a
terroristas de ETA a fin de desorientarlos respecto a una operación
policial en curso. Así lo hicimos, al igual que habíamos cooperado
de parecida forma en el caso Oriol y Urquijo.
Mientras estas cosas sucedían, nuestras
discusiones se entremezclaban con otras de serio alcance
institucional. González había prometido llevar a cabo un referéndum
sobre la permanencia de España en la Alianza Atlántica,
inicialmente rubricada por Leopoldo Calvo Sotelo. La ausencia de
nuestro país en las dos grandes guerras del siglo XX, teñida en
cierta forma de neutralidad, había generado en la opinión pública
un incierto y difuso sentimiento pacifista que posicionaba a los
ciudadanos contra la existencia de los bloques militares. Los
ejércitos seguían siendo para los españoles una amenaza interna, de
acuerdo con la declaración churchilliana y los recientes sucesos
del 23F, un peligro para la convivencia entre nosotros antes que
una defensa frente a cualquier inexistente amenaza exterior. Poco
antes de las elecciones que le dieron la victoria por abrumadora
mayoría, Felipe protagonizó un gigantesco mitin en la Ciudad
Universitaria de Madrid en el que el «No a la OTAN» fue uno de los
eslóganes más repetidos por sus seguidores. Una vez en el poder,
comprobó las dificultades para cumplir su promesa. Miguel Boyer, su
vicepresidente económico, explicaba a cuantos le quisieran oír que
a su juicio era imposible renunciar a ser miembro del pacto
atlántico y pretender al tiempo nuestra incorporación a la
Comunidad Europea.
—El Mercado Común es lo mismo que la OTAN
–insistía machacón– y no podemos permitirnos ninguna veleidad en
esto.
Una veleidad era precisamente el referéndum,
sobre cuya realización y oportunidad González expresaba muchas
dudas en privado. La cuestión era también muy sensible para los
redactores y lectores de El País. Los
votantes socialistas se habían movilizado en gran parte por ese
asunto y esperaban que el periódico exigiera al presidente el
cumplimiento de su compromiso. Yo me alineaba entre quienes creían
que celebrar la consulta sería un error si cabía la más mínima
posibilidad de perderla. Siempre he tenido una especial aversión a
los referendos, quizá porque de muy joven aprendí que han sido un
arma habitualmente utilizada por déspotas y populistas. La primera
vez que deposité una papeleta en una urna fue en 1966, en el
referéndum organizado por el franquismo para aprobar la
modificación de sus leyes orgánicas. Acudí a votar forzado por las
circunstancias, pues estaba haciendo el servicio militar, y
participé por ello de lo que fue un auténtico fraude a la opinión.
Por otra parte, en lo que se refería a la OTAN, me habían
convencido los argumentos de Boyer y para mí la integración en las
Comunidades Europeas era un tema prioritario respecto a cualquier
otro. Pero al mismo tiempo no quería que el periódico decepcionara
a miles y miles de lectores que mantenían una opinión radicalmente
contraria a la mía.
Mantuve frecuentes encuentros con el
presidente del gobierno en los que la conversación saltaba igual de
los problemas de la lucha antiterrorista a los de la reconversión
industrial, pasando por el de nuestra incorporación a la Alianza.
Un día me sorprendió con un comentario que me pareció podía
implicar una cierta comprensión para quienes entre los cuerpos de
seguridad del Estado clamaban que era más fácil acabar con ETA
mediante métodos expeditivos aunque no respetaran todas las
garantías legales; enseguida añadió sin embargo que de ninguna
manera él iba a permitir nada semejante, aunque se solidarizaba con
el dolor de las víctimas, contabilizadas ya a centenares, y le
preocupaba el ambiente agitado de los cuartos de banderas, en
muchos de los cuales todavía se urdían pequeñas y hasta grandes
conspiraciones. Al final de su mandato la prensa de la derecha
especuló con acrimonia respecto a la implicación, por activa o
pasiva, de González en el caso GAL; algunos llegaron a acusarle de
ser el misterioso señor X a quien los sumarios judiciales señalaban
como jefe de la trama. En las numerosas conversaciones que mantuve
con él en aquella época no solo no percibí nada que pudiera hacerme
sospechar algo siquiera semejante, sino que comprobé repetidas
veces su decisión de evitar a cualquier precio que las operaciones
policiales escaparan a los controles establecidos por las
leyes.
Durante muchos meses el tema estrella de
nuestros diálogos resultó ser, por lo demás, el famoso referéndum.
Celebramos en cierta ocasión una cena en el comedor de su
residencia privada en La Moncloa. Estaban también presentes su
mujer, Carmen Romero, y Javier Pradera. El encuentro se prolongó
hasta cerca de las tres de la madrugada y discutimos acaloradamente
sobre muchos asuntos, muy especialmente sobre la conveniencia o no
de realizar la consulta popular sobre nuestra permanencia en la
Alianza.
—¿Cuál sería la pregunta? –inquirí.
Carmen intervino:
—Pues muy fácil. ¿Quiere usted que España
siga en la OTAN? Sí o no.
Di mi opinión en el sentido de que no
resultaría tan sencillo para el futuro del país y del gobierno si
la respuesta era negativa. Era algo muy sabido por todos que la
inventiva popular se había encargado de hacer correr una nueva
formulación de la interrogante: «¿Quiere usted que España siga en
la OTAN con su voto en contra?». Así sería inequívocamente más
fácil conseguir el sí en el plebiscito, porque, como le decían al
presidente, «las cosas están tan mal que ya parece el año que
viene».
Esa noche consumimos alcohol generosamente,
de modo que la discusión acabó siendo tan viva como sincera.
Nuestras discrepancias se hicieron más que patentes. En realidad,
pensé, éramos cuatro amigos hablando de lo humano y de lo divino.
Pero éramos también algo más: el presidente del gobierno y el
director de un diario extremadamente influyente en la clase
política y la opinión pública. Al término del encuentro, ya en la
puerta del palacete, Felipe se dirigió a mí:
—O sea, Juan Luis, que para hacer las cosas
bien tengo que seguir al pie de la letra los editoriales de
El País.
—De ninguna manera –contesté–. Los
editoriales son una mera opinión. Tu responsabilidad es gobernar
España. Tenemos trabajos distintos. El mío es hacer editoriales, y
para nada pretendo dictar o comprometer tus decisiones. Cada cual
debe dedicarse a lo suyo.
Esta conversación la contó muchos años más
tarde el propio Felipe con ocasión de las exequias de Jesús
Polanco. En realidad mi confesión fue sincera, pues estaba y estoy
convencido de que los gobernantes tienen acceso a información
reservada y puntos de vista diferentes, amén de muy graves
responsabilidades que justifican muchas veces sus actos frente a la
mera expresión de opiniones por parte de los comentaristas; no
digamos si estos son tertulianos de radio y televisión, entre los
que suele florecer la facundia y la ignorancia, con las inevitables
y honrosas excepciones. La prensa contribuye, al menos lo hacía de
manera relevante hasta la aparición de las redes sociales, a la
formación de la opinión pública en las democracias, pero no debe
servir ni de acicate ni de paliativo a la hora de asumir la carga
del poder por parte de quienes lo ejercen. El liderazgo de un
hombre de Estado –Felipe lo era y lo es– supone entre otras cosas
una capacidad para conducir el país hacia objetivos claros y
definidos incluso si para ello ha de confrontarse con la opinión
pública y la publicada, y arriesgarse a perder las
elecciones.
El referéndum se convocó contra lo que el
propio presidente me había sugerido pocos meses antes. Perdí así
varias cenas que había apostado por la solución contraria, con la
convicción íntima de que mi información privilegiada me convertiría
en ganador. González arriesgó mucho con su decisión, pues todas las
encuestas aventuraban un triunfo del no, pero también el
incumplimiento del compromiso contraído durante la campaña se
hubiera vuelto directamente contra él. El periódico mantuvo una
posición ecléctica, finalmente favorable al sí a la permanencia en
la Alianza aunque con algunas reticencias. Yo mismo publiqué un par
de artículos con mi firma en los que pretendía calmar la mala
conciencia de los votantes socialistas que decidieran apoyar la
decisión del gobierno, contraria en ciento ochenta grados a lo que
había mantenido cuando estaba en la oposición. Tuve que emplearme a
fondo para no desorientar ni irritar a mis lectores respecto a la
coherencia de nuestro pensamiento editorial, y ayudar al tiempo a
evitar el desastre que hubiera sido que se perdiera la consulta.
Eché incluso mano de Bertrand Russell y de su decidido apoyo a la
guerra contra el nazismo, pese a su pacifismo inveterado, para
ponerle como ejemplo respecto a una cuestión que me sigue
pareciendo vigente: cuando uno se cuestiona la moralidad de sus
acciones debe ser consciente de que el primer compromiso moral que
hemos de servir es ser consecuentes con nuestra razón intelectual.
Esta indicaba claramente que la permanencia en la OTAN suponía una
decisión clave para el desarrollo político y económico de una
España en democracia.
La discusión provocó otros giros
inesperados. Cierta tarde Pradera entró en mi despacho blandiendo
en la diestra un manifiesto que él mismo había redactado y en el
que como primer firmante pedía sin remilgos un sí en el referéndum
convocado. Esta alusión a la ausencia de remilgos es importante. Ya
he dicho que nuestra posición editorial fue muy matizada y, aunque
en mi opinión acabamos apoyando el proyecto gubernamental, en la
del propio gobierno nos habíamos mostrado demasiado cautos y
repletos de matices al hacerlo. Javier me pidió permiso para
recabar a título personal firmas que apoyaran el sí a secas. Me
desagradó el tema y se lo hice saber, pero por otra parte acepté la
sugerencia, sabedor en cualquier caso de que iba a hacer lo que él
quisiera con permiso o sin él. Entre otras cosas ya había comenzado
a moverse al respecto.
El manifiesto de Pradera causó malestar
entre los redactores y generó un aluvión de cartas y llamadas de
protesta dirigidas al defensor del lector. Dicha institución,
recientemente creada, suponía una nueva aportación objetiva a los
derechos de nuestros usuarios y a la transparencia de nuestra
tarea. Me empeñé en ponerla en marcha en contra de la opinión de
mis directores adjuntos, Augusto Delkáder en Madrid y Antonio
Franco en Barcelona. Interpretaban que los defensores de los
lectores eran ellos mismos y que no era necesaria caución alguna
que no fuera la jerárquica sobre el tratamiento de las
informaciones. Yo, empero, había conocido experiencias similares en
los Estados Unidos, gracias sobre todo a mis contactos en el
Instituto Internacional de Prensa, y pensaba que una figura de ese
género serviría para aumentar la calidad de nuestro trabajo, como
así ha sucedido a lo largo de los años. El primero en ocupar el
puesto fue Ismael López Muñoz. Desde nuestro encuentro en
Televisión Española había mantenido con él una estrecha relación y
una admiración sincera sobre sus aptitudes profesionales. Le
incorporé como jefe de la sección de Política en los días
fundacionales del periódico y más tarde le encargué abrir la
primera corresponsalía de un periódico español en Moscú, todavía en
el apogeo de la era Bréznev. Con él visité por primera vez San
Petersburgo durante un viaje en el que ambos descubrimos los signos
evidentes de la descomposición del socialismo real y la degradación
de sus costumbres, anuncio prematuro de lo que habría de ser más
tarde un país gobernado por las mafias.
Ante la marea de protestas de los lectores
contra lo que acabamos por llamar «el manifiesto Pradera», que
reclamaban su renuncia como jefe del departamento de Opinión,
Ismael optó por dedicar una columna al asunto. Entre otros
testimonios solicitó el mío a la hora de establecer un juicio.
Expliqué que Javier había firmado a título personal y en su
condición de editor de libros: era hacedor y responsable de la
excelente colección de Alianza Editorial. Aunque efectivamente
estaba al frente de la Opinión del diario, donde ejercía de
editorialista principal, su línea la establecía autónomamente el
director, tal y como se encargaba de poner de relieve el estatuto
de la redacción. El aludido consideró estas declaraciones como una
desautorización a su persona y, de alguna manera, una humillación
también, por lo que decidió dimitir de forma irrevocable. Para mí
fue un golpe muy duro, porque yo había pretendido precisamente
salvar su imagen, restando importancia a la firma del manifiesto y
reafirmando al tiempo la independencia del periódico. Traté
insistente e inútilmente de que revisara su decisión, que justificó
de forma pública con el reconocimiento de lo acertadas de las
críticas, cuando ambos sabíamos, y también Jesús Polanco, que el
motivo fundamental de su marcha lo constituían mis palabras sobre
su responsabilidad exacta en el periódico. Su adiós fue una pérdida
irreparable y durante más de un año procuré su regreso por todos
los medios. Finalmente accedió a volver, con una condición que
entonces no interpreté del todo bien, aunque acepté de inmediato:
no escribiría más editoriales y solo publicaría artículos con su
firma. Esto último me pareció un regalo inesperado, pues durante
años yo mismo le había instado, sin ningún éxito, a que firmara
columnas y colaboraciones. Pero no comprendí el mensaje subliminal
añadido que me enviaba: su complicidad conmigo y con el periódico
en general no volvería a ser la misma. Años más tarde, estando yo
al frente de la empresa y siendo él miembro del Consejo de
Administración, volvió a dimitir de forma irrevocable de ese cargo
y a anunciar su abandono del consejo editorial al que se había
incorporado. Lo hizo durante un viaje de Polanco a América y volvió
a exponerme personalmente sus razones: entendía que había existido
un acuerdo más o menos secreto entre mi presidente y yo para que
hiciéramos una valoración excesiva de la editorial Santillana a la
hora de ser comprada por Prisa, a cambio de que Jesús me entregara
un 1 por ciento de la autocartera de esta. La acusación era
disparatada y así lo acabó por reconocer, aunque nunca regresó al
Consejo. Solo entonces entendí el profundo sentido de sus sarcasmos
cuando desde la fundación de El País me
acusaba de querer quedarme con todos los juguetes. Siempre
consideré injusta esa afirmación, aunque la necesidad de mantener
una coherencia y un orden en los momentos iniciales del periódico,
quizá también la de afirmar mi autoridad, me llevó en ocasiones a
actitudes demasiado personalistas. En cualquier caso la
contribución intelectual de Pradera al nacimiento y desarrollo del
diario y, sobre todo, al debate político y de ideas que pudimos
organizar en torno suyo fue fundamental.
Como consecuencia de tantos desencuentros
(referéndum de la OTAN, política de Interior, actividad del
terrorismo de Estado) las relaciones entre el gobierno y el
periódico, y entre Felipe González y yo, se enfriaron de manera muy
preocupante. Otros socialistas también acusaron las críticas de
nuestros editoriales, como Gregorio Peces-Barba, con quien había
mantenido íntima amistad y que no soportó nuestras opiniones sobre
su manera de entender y ejercer la presidencia del Congreso.
Tampoco ayudaba la animadversión que nos profesaba el
vicepresidente Guerra, aunque logré construir con él una relación
relativamente correcta. Con Felipe estuvimos de hecho casi dos años
sin hablarnos y la tensión entre él y nuestra empresa se reflejaba
en muchos y diferentes aspectos. Cuando el gobierno anunció su
disposición a otorgar licencias de televisión privada, surgió un
primer proyecto que en los círculos madrileños se denominó «ley
anti-Polanco», pues en él se preveía que los medios de comunicación
no pudieran tener más de un 15 por ciento de una licencia
televisiva, mientras que las entidades financieras podían aspirar
al 25 por ciento. Todo el mundo entendía que se trataba de una
medida dirigida a limitar la influencia de nuestro grupo, ya muy
grande gracias a El País y a la SER, que
habíamos logrado controlar después de sucesivas compras de
acciones. Pese a todo decidimos mantener la comunicación por
persona interpuesta. Javier Solana era el más capacitado para
hacerlo. Con él debatí hasta la saciedad la inconveniencia de que
los bancos pudieran tener más participación en las cadenas de
televisión que las propias empresas de medios, y su intervención
fue decisiva a la hora de cambiar el proyecto de ley. Durante
muchos meses buscó la manera de provocar un reencuentro que no
supusiera humillación o reconocimiento de errores por ninguna de
las partes. En definitiva se trataba de la ruptura entre un grupo
de amigos con afinidades intelectuales y políticas. Solana me llegó
a decir un día, durante una reunión que mantuvimos en La Moncloa,
que no comprendía cómo no éramos capaces de restablecer el
diálogo.
—Mira, detrás de esa puerta está el despacho
del presidente. Nada es tan fácil como atravesar su umbral. Y
francamente no entiendo cómo puedes dirigir el periódico sin tener
contacto con él, como lo has tenido siempre, y con todos los demás
presidentes también.
—Profesionalmente hablando, para mí es fácil
–le contesté–. El diálogo con el periódico no se ha roto. Nuestros
redactores asisten a las ruedas de prensa, acompañan al presidente
en sus viajes, son testigos de las intervenciones parlamentarias.
Muchos columnistas y editorialistas son asiduos visitantes de esta
casa, asisten a almuerzos y participan en discusiones con Felipe.
Tenemos toda la información necesaria, incluidas algunas
confidencias. O sea que no necesito hablar yo personalmente con él
para dirigir el periódico. Más bien no comprendo, y perdona mi
arrogancia, cómo puede él hacer su tarea sin tener ninguna
comunicación con el director de El País,
que es entre otras cosas el periódico español más leído por las
élites fuera de España.
No me respondió. Ambos sabíamos que algo más
profundo e importante que nuestros deberes profesionales estaba en
juego: la ruptura de una corriente de amistad, basada en una tácita
complicidad de criterios y de objetivos, en un entendimiento común
sobre el destino de nuestro país.
La tensión llegó a extremos casi
insoportables en el verano de 1987, con motivo de las noticias
sobre el asesinato de una etarra a sangre fría por parte de un
miembro de los cuerpos de intervención de la Guardia Civil durante
un operativo en San Sebastián. Según testigos presenciales,
compañeros del improvisado verdugo, este había rematado de un tiro
en la nuca a una terrorista herida cuando se encontraba postrada en
el suelo. Sucedió mientras se encontraba en sesión el Consejo de
Ministros, que fue interrumpido por el fiscal general del Estado,
Francisco Javier Moscoso, para dar la noticia. Las autoridades
policiales trataron de ocultar el suceso mediante el argumento de
que el guardia en cuestión fue tiroteado y había disparado en
defensa propia. A fin de dar mayor verosimilitud al argumento, en
el cuartel de la Guardia Civil se manipularon las pruebas, y
dispararon algunos proyectiles con el arma de la etarra muerta
contra el chaleco antibalas que llevaba puesto el policía.
El País dio cuenta de estos detalles,
desmentidos repetida y contundentemente por el gobierno, muchos de
cuyos miembros, sin embargo, reconocían en conversaciones privadas
la veracidad del relato. Me fue confirmada también definitivamente
años más tarde por el propio Javier Moscoso durante un almuerzo en
la Universidad Menéndez Pelayo de Santander.
No sé si fue ese incidente o la acumulación
de muchos otros lo que le llevó a Solana a intentar definitivamente
una reconciliación que ambos considerábamos necesaria. Organizó un
encuentro con Jesús Polanco y conmigo en su casa de Pozuelo, un
pequeño piso de una urbanización de clase media vecina a Madrid.
Estuvimos hasta altas horas de la madrugada discutiendo casi a
voces los motivos de nuestro distanciamiento y lo absurdo de este.
Nos acompañaban nuestras parejas, que no daban crédito a lo
acalorado del diálogo y que, hartas de lo que parecía más una riña
entre escolares que un problema de adultos, acabaron durmiéndose
sobre los sofás mientras nosotros seguíamos porfiando. Finalmente
llegamos al acuerdo de que lo pertinente era que yo solicitara una
entrevista con el presidente para su publicación. Ya le había hecho
muchas otras, antes y después de llegar al poder, y parecía la
mejor manera de restablecer el contacto de una forma natural. Así
lo hice.
Me recibió pocas fechas después, una noche
de agosto. Cenamos a solas en la terraza de La Moncloa. Nos
saludamos al inicio como si nada hubiera pasado, sin disculpas ni
explicaciones de ningún género por ninguna de las partes. Le hice
un comentario sobre lo acogedor del lugar y él asintió complacido.
Luego me confesó que deseaba comprarse una casa en previsión del
día en que tendría que abandonar la residencia oficial.
—El problema son los precios. Yo no tengo
ese dinero.
Para luego añadir:
—Y lo peor es que al amigo al que he
encargado las gestiones, porque claro, nadie sabe que detrás estoy
yo, todo el mundo le pide una parte del pago en dinero negro.
Entendí la confidencia como una prueba de la
confianza recobrada. Nos quedaba todavía un largo trecho por andar,
pero ambos supimos que esa noche marcaba el reinicio de nuestra
amistad. Estrechamos sus lazos, hasta límites que entonces no
podíamos siquiera imaginar, una vez que él dejó la presidencia y yo
abandoné la dirección del periódico.