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Queremos un hijo tuyo

 

—Uno gobierna atendiendo a los deseos del pueblo, con un ojo puesto en las indicaciones del partido, satisfaciendo las demandas de la mayoría parlamentaria, pendiente de la opinión pública y con el asesoramiento de sus ministros. Pero al final del día te importa también, y mucho, quizá sobre todo, la opinión de tus amigos, de aquellos con los que mantienes una conexión intelectual, compartes valores morales, proyectos de vida…
Felipe González repetía machaconamente una y otra vez este comentario para que le oyéramos, para que le comprendiéramos, para que le apoyáramos. Habían pasado ya los peores momentos de la relación entre el periódico y el primer presidente del gobierno socialista tras la muerte de Franco. Casi dos años estuvimos sin apenas dirigirnos la palabra, en realidad sin hablarnos en absoluto, encabronada nuestra antigua proximidad por los editoriales de El País sobre el terrorismo de Estado y el referéndum de la OTAN. Ahora había llegado por fin el momento de la reconciliación, una vuelta a los principios, a poder mirarse a la cara con limpieza y honestidad, como siempre había sido.
¿Éramos entonces amigos? ¿Lo habíamos sido nunca? ¿Existen los amigos en política?
Nos habíamos conocido en las postrimerías del franquismo, cuando él todavía respondía al nombre de guerra de Isidoro, y desde un principio congeniamos en torno a muchas cosas y muchas personas. Desde que comenzamos las tareas para publicar El País Pradera fue una referencia intelectual obligada para ambos, oficiaba casi como nuestro hermano mayor, y nos aleccionaba sobre la ética en política y los manejos habituales de la izquierda. También otros procuraban mantener viva la relación entre el diario y el incipiente líder. Entre ellos descollaba Augusto Delkáder, navegante ocasional con él en aguas gaditanas, amigo de sus amigos y experto en andalucismos políticos y sentimentales. O Javier Solana, mi antiguo compañero de colegio, que pasaba largas tardes enteras brujuleando entre la redacción y mi despacho, desplegando cuanto podía su instinto político y su encanto personal.
Mi diálogo con Felipe había sido frecuente durante los gobiernos de la UCD. No obstante, siempre mantuve, y aún creo que mantengo en ocasiones, pese a que lo considero hoy un amigo fraternal, la distancia prudente que debe existir entre un periodista y un político, y el respeto que debe guardarse en cualquier caso a los representantes del poder democrático. En lo que se refiere al diálogo políticos-periodistas, la necesidad de obtener informaciones de primera mano produce en nuestra profesión el mismo efecto indeseado que la complicidad frecuente entre policías y ladrones a fin de garantizarse aquellos una red de confidentes. Como director del periódico siempre procuré mantener la mayor neutralidad posible respecto a los diversos candidatos a ocupar el poder. Aunque tenía mis afinidades y opciones personales, pensaba y pienso que mantener mi independencia era primordial para garantizar la del diario.
Esto que digo no se refiere exclusivamente al entendimiento a veces quebrado entre mi persona y los socialistas. En los comienzos de la democracia, Adolfo Suárez nos ofreció a Jesús Polanco y a mí un puesto en las listas para el Congreso con garantía de ser elegidos, a lo que renunciamos, y en otra ocasión, durante una comida a solas en La Moncloa, se permitió sugerirme que fuera director general de TVE sin llegar a proponérmelo abiertamente.
—Preguntarme si me apetece ese puesto es como decirme si me gustaría acostarme con Sophia Loren –le respondí–. Sí me gustaría, pero no creo que a ella le apetezca, porque no sé si tenemos los mismos gustos, y en cualquier caso estoy casado.
Pese a esta manifiesta vocación de no militancia, las posiciones editoriales del periódico y una cierta coincidencia generacional hicieron que la opinión pública nos identificara en gran medida con el partido socialista. El propio González en cierta ocasión llegó a asegurarle a Balsemão, en mi presencia, su indigencia en medios de comunicación cara a la batalla electoral, «porque solo tenemos a El País de nuestro lado». ¿Lo tenían de veras? Yo había hecho de la independencia el primer dogma de fe de nuestra empresa y me resistía a ser identificado como extensión, ni siquiera intelectual, de partido alguno.
Mis esfuerzos resultaron vanos en gran medida. Ya en las primeras elecciones democráticas algunos me acusaron de haber entregado El País a la izquierda, pero no fui consciente al principio de hasta qué punto esa imagen que nos confundía con el PSOE había calado en la opinión de las gentes. Lo descubrí la noche misma de las elecciones que dieron a González el triunfo por mayoría absoluta en 1982. Después de cerrar la primera edición con los resultados de las urnas, me trasladé a los estudios de Televisión Española, donde participé brevemente en un programa de debate, y ya de madrugada me acerqué al hotel Palace, en una de cuyas suites se encontraba la dirección del partido vencedor. Deseaba asistir al primer acto postelectoral de Felipe, convencido de que se trataría de un evento histórico. Nos encontrábamos nada menos que ante la ocupación democrática del poder por parte de la izquierda después de tres años de Guerra Civil, cuarenta de dictadura militar y un lustro de incierto devenir gobernado por los herederos del franquismo, período que había desembocado en una intentona golpista. Frente a la fachada del hotel una multitud de militantes y simpatizantes del PSOE vitoreaba a sus líderes que, de tiempo en tiempo, se asomaban al balcón para saludar. Felipe se había convertido en un mito dentro y fuera de nuestras fronteras. Su juventud y un físico atractivo le acompañaban en el ejercicio de un liderazgo muchas veces de tintes populistas, aun contra su voluntad. Se hizo famoso el eslogan «Felipe, capullo, queremos un hijo tuyo», en alusión al emblema socialista del puño y la rosa y habitualmente coreado por sus admiradoras en los actos públicos a los que acudía. También se oyó aquella noche entre la multitud arremolinada frente al Palace, mezclado con el «¡Oah, oah, oah, Felipe a La Moncloa!». Logré atravesar la marea humana y enfilé el umbral de la puerta cuando sentí a mis espaldas una gran ovación y gritos de apoyo a mi persona, lo que me dejó desconcertado. Con toda evidencia muchos de los congregados consideraban que el triunfo socialista lo era también del periódico, al que asociaban a los postulados del partido, pero yo no participaba de la misma sensación. Habíamos apoyado el cambio político que llevó a González al poder porque después de la asonada del 23F considerábamos que solo un gobierno radicalmente nuevo, sin anclajes en el pasado, podía edificar la democracia y modernizar el país. Eso no suponía que endosáramos todas las propuestas socialistas, que, entre otras cosas, incluían una promesa de referéndum sobre la permanencia de España en la Alianza Atlántica. Aturdido todavía por el ambiente, ingresé al tiempo que lo hacía González en el patio central del edificio, coronado por una espectacular cúpula acristalada, y me acomodé contra una de las columnas del recinto entre las que pululaban gran cantidad de periodistas y militantes y simpatizantes del partido victorioso. El líder se encaramó a una pequeña tribuna improvisada al efecto y pronunció el esperado discurso. Casi no hubo novedades en él respecto a los abundantes mensajes expresados durante la campaña en el sentido de que su llegada al poder significaría el cambio. «¿Qué es el cambio?», le preguntaron en un debate televisado. Y respondió sin inmutarse: «Que España funcione». O sea, era de suponer que aquella noche en el Palace nuestro país comenzaba a apretar el botón que activaba el futuro. Me sorprendió por eso su anuncio inequívoco y solemne de que entre sus proyectos era prioritaria la recuperación de la soberanía de Gibraltar. Para nada se había hablado de ello durante la campaña ni era un tema que a mi ver preocupara a la opinión pública. La reivindicación sobre la Roca se inscribía en la tradición política franquista y muy especialmente en el currículum del ministro Castiella, que había convertido esa cuestión en eje fundamental de la política exterior española. Tanto fue así que el gobierno de Londres organizó una consulta a principios de la década de los sesenta en la que preguntó a los gibraltareños sobre sus preferencias a la hora de integrarse en España o continuar bajo la bandera de la Union Jack. Más del 90 por ciento de los habitantes del Peñón votaron por esto último. Cuando se dieron a conocer esos resultados, el general Sintes Obrador se permitió, en una reunión de Cuadernos para el Diálogo, un comentario entre irónico y risueño, justificado desde luego por las tradiciones británicas de su Menorca natal.
—¡No vale, es trampa! Si a los madrileños nos preguntan si queremos ser ingleses, también diríamos que sí.
Quizá no andaba muy descaminado dados los tiempos que corrían, pero el reclamo del Peñón por parte de González parecía avisar de un complejo gambito negociador a cambio de un giro en la política atlántica.
Pasada la euforia postelectoral, el presidente electo se hospedó unos días en casa de Pedro Altares, en Torrecaballeros, para tomarse un breve descanso antes de dedicarse a la formación del nuevo gabinete. La policía le había recomendado que abandonara su domicilio por razones de seguridad y tuvo que acogerse más tarde a la hospitalidad de un colaborador que le alojó en un chalet cercano a Madrid. Su regreso a la capital coincidió con la primera visita del papa Juan Pablo II a España, ocasión que me permitió estrechar la mano del Pontífice. Las relaciones del diario con la jerarquía eclesiástica habían sido cordiales en los primeros tiempos del posfranquismo gracias, sobre todo, al diálogo que establecimos con el cardenal Tarancón y su escudero intelectual, el padre Martín Patino. Este convocaba con cierta regularidad a un grupo de periodistas en torno al presidente de la Conferencia Episcopal a fin de discutir algunos aspectos que preocupaban a la Iglesia, entre los que destacaban los diversos proyectos de ley de divorcio y más aún los reclamos de una legislación que permitiera el aborto libre. Concurría a las tertulias, entre otros, el sacerdote Martín Descalzo, un escritor de ficción relativamente exitoso entre los jóvenes de mi quinta, cuyas novelas devoré en la adolescencia tardía pues me parecían un trasunto del existencialismo cristiano a lo Maxence van der Meersch.
La llegada de Wojtyla al Trono de San Pedro suscitó una deriva reaccionaria en el episcopado español. Algunos miembros del Consejo de El País, militantes más o menos destacados del integrismo católico, aprovecharon esa circunstancia para arremeter contra la línea del diario, defensor siempre de un laicismo irrestricto y de leyes que garantizaran la libertad sexual y el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo. El principal blanco de los ataques era nuestro corresponsal en Roma, Juan Arias, sacerdote secularizado que había participado en las tareas del Concilio Vaticano II antes de su retorno a la vida civil. Le acusaban de sectarismo anticlerical por ser un cura rebotado y aseguraban que eran constantes las quejas que llegaban desde Roma por el contenido de sus crónicas. Pensé que mi encuentro con el Pontífice podría ser ocasión de aclarar algunos malentendidos, pero se limitó a un acto protocolario sin mayor trascendencia ni oportunidad para intercambiar más que unas breves palabras. Los reclamos sobre Arias debían clarificarse, como así sucedió más tarde, en una conversación con el protosecretario de Estado durante una visita al Vaticano. De todas formas mis preocupaciones del momento no se centraban en el Trono de San Pedro sino que estaban puestas en el futuro inmediato de la política española y en las tareas para la formación del nuevo gobierno.
—¿Tú qué quieres ser?
Felipe me lo preguntó en su despacho de la sede del partido en la calle Santa Engracia, adonde me convocó días después de la jornada electoral. Me sorprendió la cuestión tanto o más que la reacción de los manifestantes ante el Palace. ¿Podía pensar que yo andaba en busca de alguna recompensa a cambio del apoyo indiscutible que le habíamos proporcionado? ¿O quizá anidaba en él alguna mínima tentación de apartarme de la dirección del periódico mediante la concesión de determinada prebenda personal? Respondí de inmediato:
—Yo, lo que soy: director de El País.
Creí percibir una señal de alivio en el gesto de mi interlocutor, como si se hubiera desprendido de una carga incómoda que no sabía si debía seguir soportando. Con toda seguridad estaba abrumado de demandas que le llovían desde dentro y fuera del partido. Liberado de tener que responder a cualquier deseo mío, pareció relajarse y mantuvimos una larga conversación sobre sus proyectos inmediatos.
—Voy a hacer lo del timonel que se encarga del barco en medio de una travesía turbulenta. Lo primero, asegurar la barra y mantener el rumbo. Comenzaré a cambiarlo una vez que me afirme en el control. Nada de virajes bruscos que puedan hacernos naufragar.
Entre la documentación que le había traspasado su antecesor había una lista de periodistas beneficiarios de los fondos de reptiles de la presidencia. Le pedí que me dejara publicarla.
—Hay gente de El País –me dijo.
—Tanto mejor –concluí–. Tú me la das, yo la hago pública y echo a los corruptos de mi redacción.
No logré convencerle. Otros documentos que recabé sin éxito fueron las denuncias de los servicios de inteligencia que me acusaban de ser espía del KGB. Semanas después, ya instalado él en La Moncloa, volví a solicitarlos.
—No los tengo, no existen. Lo único que me dejó Leopoldo en la caja fuerte del despacho fueron las instrucciones para abrirla.
Desde entonces sigo pensando que en algún archivo de cualquier siniestra dependencia policial, o quizá en los cajones de algún sedicente reportero de investigación aficionado a la calumnia en las redes sociales, o en los programas nocherniegos de la televisión basura, reposa todavía ese montón de falsas pruebas destinadas, ¿quién sabe?, a utilizarse nuevamente en mi contra.
Aquel día con Felipe, y en otra reunión que mantuvimos fechas después en el mismo despacho junto con Pradera, comentamos algunas de las dudas que le acosaban al inminente nuevo primer ministro. De la lista de posibles miembros de su gobierno se había caído, para mi sorpresa, Javier Solana.
—Le vas a dar un disgusto de muerte –comenté– y además si hay alguien que se merezca un cargo es él.
Se lo dije no solo por mi amistad con Javier, fraguada inicialmente en la infancia cuando en ocasiones coincidíamos a la salida del colegio, consolidada luego en las aventuras intelectuales universitarias y de manera más reciente en sus largas estadías en mi antedespacho del periódico, del que se había hecho un habitual. Pesaba en mi opinión la lealtad demostrada de Solana hacia la persona de Felipe, el inmenso trabajo que había desarrollado en favor suyo, y sus indudables aptitudes para la política.
González pareció sorprenderse por mi comentario, aunque no dijo nada. Me explicó luego que quería contar con José Luis Corcuera para la cartera de Trabajo, pero que era imprescindible como líder sindical en la UGT, pues ya preveía que tendría que hacer frente a una reconversión industrial dura y conflictiva, y me consultó sobre cómo se vería que nombrara jefe de su gabinete a Julio Feo, a quien yo casi no conocía pero con el que había coincidido un par de veces en actos culturales en Murcia y de cuya tarea como sociólogo tenía la mejor de las impresiones. Así lo explicité. Posteriormente Feo, durante un almuerzo en el Club Internacional de Prensa, me dio las gracias por el apoyo que le había prestado y nuevamente me sentí víctima de mi propia inocencia. Yo no había asumido para nada que aquella leve glosa que hice en presencia de su jefe pudiera tener mayor importancia ni influir en modo alguno en su decisión. En cambio, siempre he pensado que mis palabras sobre Solana ayudaron quizá en algo a que le ofreciera finalmente ser ministro de Cultura, un cargo menor para sus aspiraciones pero que desde el principio asumió con entusiasmo y dedicación. Eso le facilitaría más tarde escalar muy diversas e importantes posiciones en los equipos de gobierno de González y en los organismos internacionales.
Otros líderes socialistas tocaron a mi puerta en aquellas fechas inciertas con la intención evidente de purgar sus inseguridades. Entre ellos sobresalía la figura de Txiki Benegas, que me llegó a confesar que no sabían a quién nombrar ministro del Interior, toda vez que él había renunciado a ocupar el cargo.
—Comprendo que no sepáis quién va a ser el de Agricultura, pero el de Interior… y tal como está el país, asediado por toda clase de conspiraciones golpistas…
—Pues no lo sabemos.
—Y ¿cómo os presentáis a las elecciones sin tenerlo decidido de antemano?
—Eso mismo me pregunto yo.
Al final el presidente acabó por designar a José Barrionuevo, un antiguo militante carlista que como inspector de trabajo se había distinguido en el tratamiento y resolución de la huelga de transportes en Madrid tras la muerte de Franco. Ya como militante del PSOE fue concejal de Seguridad del Ayuntamiento de Madrid, donde destacó por su eficacia al frente de la policía municipal. Juan José Rosón, ministro saliente de la UCD, me aseguró que le consultaron sobre la idoneidad del personaje para sucederle, y respondió que le parecía más que adecuado. Nadie podía imaginar aún que su nombramiento abriría paso al principal de todos los problemas que González tuvo que afrontar al frente del gobierno. Y sería de paso el motivo por el que se envenenaron nuestras relaciones durante un largo período de tiempo.
Desde muy pronto estas se desvelaron complejas. Tras la victoria socialista, habida cuenta de nuestras afinidades ideológicas y personales con muchos de sus líderes, algunos colegas, y de forma muy señalada Luis María Ansón en ABC, no dudaron en tildarnos con el mote de «periódico gubernamental» intentando pro domo sua destruir nuestra imagen de independencia y acabar con el crédito nacional e internacional del periódico. Estaba relativamente reciente la historia del diario francés Le Monde, cuyo director confesó abiertamente ser militante del PSF y convirtió el diario en una verdadera prolongación de la política de Mitterrand, lo que dañó el prestigio de la cabecera. Los intentos de reproducir idéntico proceso fracasaron en nuestro caso, entre otras cosas porque en realidad nada que no fuera un puñado de limpias convicciones nos vinculaba a los socialistas españoles. Los accionistas del diario eran mucho más proclives al sentimiento e ideología de la UCD, partido que desapareció para dar paso al imposible intento de Adolfo Suárez de crear el suyo propio, y los redactores, por lo general, abrazaban causas progresistas, pero eran profesionales del periodismo y no militantes de ninguna organización. Como se decía entonces entre nosotros, cualquiera era libre de pensar lo que quisiera y militar donde le petara, pero los revólveres se entregaban a la entrada, en la puerta de la redacción. El único lazo objetivo que podía encontrarse entre el poder emergente y el del diario era que ambos compartíamos la misma clientela. «Nuestro electorado es el lectorado de El País, y eso no podemos ignorarlo de ninguna forma», decía con frecuencia Alfonso Guerra, sabedor de que con muchos de sus compañeros manteníamos nexos generacionales y de amistad bastante poderosos. Por si eso fuera poco, una gran parte de los nuevos ministros llamaron a formar parte de sus equipos de comunicación y prensa a redactores nuestros, con los que mantenían afectos y complicidades diversos. Buscaban también mediante ese sistema una forma de influirnos a favor de sus particulares políticas. En ocasiones, algunos de dichos consejeros áulicos que durante su etapa de periodistas se habían sentido maltratados o poco reconocidos en su trabajo aprovecharon su ascenso a los pasillos del ejecutivo para combatir a sus antiguos jefes, dificultando las relaciones de estos con sus nuevos patronos. Ese fue el caso, al decir de muchos, de lo sucedido con el ministro del Interior, que por diversas razones acabó por convertirse en objeto más que polémico de las opiniones editoriales de El País.
Nuestras diferencias con Barrionuevo comenzaron por criticar la aplicación de determinadas medidas antiterroristas que a nuestro juicio vulneraban la seguridad jurídica de los ciudadanos y minaban sus derechos democráticos. Pero la escalada de los GAL y las acusaciones contra el gobierno de practicar el terrorismo de Estado acabaron por situarnos en una posición de franca disidencia respecto a su manera de perseguir la violencia política, entonces casi exclusivamente ligada a las actividades criminales de ETA. Durante la etapa de mayor actividad del llamado «terrorismo antiterrorista», el único medio de opinión que alzó su voz de forma inequívoca contra la actividad delictiva del aparato del Estado fue El País. Las hemerotecas dan fe de que la generalidad de los periódicos españoles o callaron –los menos– o aplaudieron con indisimulado entusiasmo la persecución de los etarras por bandas ilegales, conectadas a, o integradas por, miembros de la policía o el ejército. Había un sentimiento muy extendido en la opinión pública española de que en la guerra se debe actuar como en la guerra, y puesto que estábamos ante un desafío armado de enormes proporciones era lógico que los cuerpos de seguridad no se sometieran a las cautelas legales y procesales del ordenamiento jurídico. Se exhibían ejemplos de otros países europeos democráticos donde los gobiernos habían operado de parecida forma para acabar con la banda Baader-Meinhof en Alemania, con numerosos terroristas del IRA en Inglaterra o con la OAS en Francia.
El caso de los GAL fue utilizado abundantemente por la derecha y sus tamborreros mediáticos en un intento de destruir la imagen de Felipe González al final de sus catorce años de gobierno, pero la verdad es que, al margen de cuáles fueran o no las conexiones del terrorismo antietarra con las cloacas del Estado, sus acciones fueron ensalzadas hasta el vómito por la mayoría de los diarios de la época, con la sola excepción del nuestro. Descuellan en ese catálogo de lametones a los criminales partidarios de tomarse la justicia por su mano las opiniones vertidas por Pedro Jota Ramírez en el Diario 16, en el que se llegó a afirmar, entre otras muchas barbaridades que «… el Estado español tiene legitimidad moral para recurrir a veces a métodos irregulares… La ecuación es cada vez más simple, por muy inconfortables que frente a ellas se sientan los estetas de la chaise longue: o ellos, o nosotros. Por eso hay que terminar con ETA de la forma que sea»[11].
Nuestro contencioso con Barrionuevo no se limitó empero a las críticas por las actividades de los GAL, de las que pienso que no era ni el único ni el principal responsable, sino a la manera arbitraria e ineficiente en la que ejerció su poder como ministro. La tensión con él subió tanto de tono que finalmente decidió plantear una demanda contra mí, pretendiendo que los comentarios que publicábamos sobre su actividad política eran tan desproporcionados que afectaban a su honor personal. El pleito tuvo lugar a propósito de las informaciones que difundimos sobre el asesinato del militante abertzale vasco Santiago Brouard, un médico pediatra de arraigado prestigio en la ciudad de Bilbao, dirigente de Herri Batasuna y miembro del Parlamento de Euskadi. Había rumores persistentes de que los asesinos eran policías o sicarios contratados por ellos, y en cualquier caso existía la convicción de que la Policía Nacional y la Guardia Civil habían recibido informes previos que avisaban de la inminencia del atentado. No lo evitaron porque no quisieron. Sorprendió que el ministro acudiera a la vía civil y no a la penal para dirimir sus diferencias conmigo. El juez que recibió la demanda se encontró ante un dilema considerable a la hora de darle trámite, por lo que decidió tomar declaración a demandantes y demandados y a numerosos testigos propuestos por las partes. Así se organizó una especie de juicio previo en el que comparecieron entre otros, aparte del propio ministro del Interior, el de Justicia, los directores generales de la Guardia Civil y de la Policía Nacional, y el comisario general de Información. Tal esperpento mediático provocó contradicciones públicas entre los miembros del gobierno y acabó por tensar definitivamente nuestras relaciones. Finalmente el magistrado rechazó la demanda sin entrar a juzgar el fondo del asunto. En una palabra, se quitó de en medio, pero frustró los objetivos de Barrionuevo, que tuvo el acierto de no recurrir la decisión. Nosotros valoramos el auto judicial que desestimaba las pretensiones del demandante como un triunfo de la libertad de expresión, frente a la opinión de algunos comentaristas[12] que vieron en todo aquello una operación de acoso y derribo al ministro.
¿Cuáles eran los motivos de la beligerancia de Barrionuevo frente a mi persona? Al decir de muchos, que se encargaron de difundir la especie en los conciliábulos de la corte, ni más ni menos que una supuesta animadversión mía contra el ministro motivada por sucesos ocurridos durante su etapa como concejal de Seguridad del Ayuntamiento de Madrid. Hubo en ese período un encierro de líderes feministas en la sede del municipio. Las manifestantes fueron desalojadas con ímpetu fanático por la Policía Local y corrió el rumor de que entre ellas se encontraba mi compañera sentimental, la «rusa». Según dicha versión, yo guardaba un rencor personal contra Barrionuevo a raíz del incidente, habida cuenta de los palos que ella habría recibido durante el desalojo. Pero no recibió ninguno, entre otras cosas porque no se encontraba entre las encerradas y aquella historia no tenía nada que ver con la realidad. Lo único cierto es que después de que sucediera el desalojo policial alguien llamó por teléfono a mi pareja a fin de que acudiera a la comisaría como abogada de oficio, pues muchas detenidas precisaban ayuda letrada. Esa fue su única participación en los hechos. La leyenda urbana de mis contenciosos con José Barrionuevo, quién sabe si urdida por su jefe de prensa, antiguo redactor de El País, duró años, hasta que pude desmentírsela a él mismo. Una vez fuera del gobierno mantuvimos una relación cordial e incluso amistosa. Le expliqué a las claras que nuestros desencuentros se fundaban exclusivamente en nuestra opinión sobre su falta de pericia en el cargo, para el que nos parecía que no estaba suficientemente dotado.
El presidente González le protegió al máximo. Ambos éramos conscientes de que la demanda constituía un paso demoledor para las relaciones entre el gobierno y el periódico, por lo que hubo numerosos intentos de amigos comunes de evitar que empeoraran las cosas. Condición esencial desde mi punto de vista era la retirada del procedimiento por parte del ministro, cosa que no estuvo en ningún caso dispuesto a hacer. No obstante, de la lealtad del diario a los intereses y principios de la lucha contra el terrorismo, y de lo infundado por tanto de las acusaciones que se me hicieron, da fe el hecho de que el propio Barrionuevo me solicitara, en medio del rifirrafe, que el periódico publicara una información con un mensaje oculto dirigido a terroristas de ETA a fin de desorientarlos respecto a una operación policial en curso. Así lo hicimos, al igual que habíamos cooperado de parecida forma en el caso Oriol y Urquijo.
Mientras estas cosas sucedían, nuestras discusiones se entremezclaban con otras de serio alcance institucional. González había prometido llevar a cabo un referéndum sobre la permanencia de España en la Alianza Atlántica, inicialmente rubricada por Leopoldo Calvo Sotelo. La ausencia de nuestro país en las dos grandes guerras del siglo XX, teñida en cierta forma de neutralidad, había generado en la opinión pública un incierto y difuso sentimiento pacifista que posicionaba a los ciudadanos contra la existencia de los bloques militares. Los ejércitos seguían siendo para los españoles una amenaza interna, de acuerdo con la declaración churchilliana y los recientes sucesos del 23F, un peligro para la convivencia entre nosotros antes que una defensa frente a cualquier inexistente amenaza exterior. Poco antes de las elecciones que le dieron la victoria por abrumadora mayoría, Felipe protagonizó un gigantesco mitin en la Ciudad Universitaria de Madrid en el que el «No a la OTAN» fue uno de los eslóganes más repetidos por sus seguidores. Una vez en el poder, comprobó las dificultades para cumplir su promesa. Miguel Boyer, su vicepresidente económico, explicaba a cuantos le quisieran oír que a su juicio era imposible renunciar a ser miembro del pacto atlántico y pretender al tiempo nuestra incorporación a la Comunidad Europea.
—El Mercado Común es lo mismo que la OTAN –insistía machacón– y no podemos permitirnos ninguna veleidad en esto.
Una veleidad era precisamente el referéndum, sobre cuya realización y oportunidad González expresaba muchas dudas en privado. La cuestión era también muy sensible para los redactores y lectores de El País. Los votantes socialistas se habían movilizado en gran parte por ese asunto y esperaban que el periódico exigiera al presidente el cumplimiento de su compromiso. Yo me alineaba entre quienes creían que celebrar la consulta sería un error si cabía la más mínima posibilidad de perderla. Siempre he tenido una especial aversión a los referendos, quizá porque de muy joven aprendí que han sido un arma habitualmente utilizada por déspotas y populistas. La primera vez que deposité una papeleta en una urna fue en 1966, en el referéndum organizado por el franquismo para aprobar la modificación de sus leyes orgánicas. Acudí a votar forzado por las circunstancias, pues estaba haciendo el servicio militar, y participé por ello de lo que fue un auténtico fraude a la opinión. Por otra parte, en lo que se refería a la OTAN, me habían convencido los argumentos de Boyer y para mí la integración en las Comunidades Europeas era un tema prioritario respecto a cualquier otro. Pero al mismo tiempo no quería que el periódico decepcionara a miles y miles de lectores que mantenían una opinión radicalmente contraria a la mía.
Mantuve frecuentes encuentros con el presidente del gobierno en los que la conversación saltaba igual de los problemas de la lucha antiterrorista a los de la reconversión industrial, pasando por el de nuestra incorporación a la Alianza. Un día me sorprendió con un comentario que me pareció podía implicar una cierta comprensión para quienes entre los cuerpos de seguridad del Estado clamaban que era más fácil acabar con ETA mediante métodos expeditivos aunque no respetaran todas las garantías legales; enseguida añadió sin embargo que de ninguna manera él iba a permitir nada semejante, aunque se solidarizaba con el dolor de las víctimas, contabilizadas ya a centenares, y le preocupaba el ambiente agitado de los cuartos de banderas, en muchos de los cuales todavía se urdían pequeñas y hasta grandes conspiraciones. Al final de su mandato la prensa de la derecha especuló con acrimonia respecto a la implicación, por activa o pasiva, de González en el caso GAL; algunos llegaron a acusarle de ser el misterioso señor X a quien los sumarios judiciales señalaban como jefe de la trama. En las numerosas conversaciones que mantuve con él en aquella época no solo no percibí nada que pudiera hacerme sospechar algo siquiera semejante, sino que comprobé repetidas veces su decisión de evitar a cualquier precio que las operaciones policiales escaparan a los controles establecidos por las leyes.
Durante muchos meses el tema estrella de nuestros diálogos resultó ser, por lo demás, el famoso referéndum. Celebramos en cierta ocasión una cena en el comedor de su residencia privada en La Moncloa. Estaban también presentes su mujer, Carmen Romero, y Javier Pradera. El encuentro se prolongó hasta cerca de las tres de la madrugada y discutimos acaloradamente sobre muchos asuntos, muy especialmente sobre la conveniencia o no de realizar la consulta popular sobre nuestra permanencia en la Alianza.
—¿Cuál sería la pregunta? –inquirí.
Carmen intervino:
—Pues muy fácil. ¿Quiere usted que España siga en la OTAN? Sí o no.
Di mi opinión en el sentido de que no resultaría tan sencillo para el futuro del país y del gobierno si la respuesta era negativa. Era algo muy sabido por todos que la inventiva popular se había encargado de hacer correr una nueva formulación de la interrogante: «¿Quiere usted que España siga en la OTAN con su voto en contra?». Así sería inequívocamente más fácil conseguir el sí en el plebiscito, porque, como le decían al presidente, «las cosas están tan mal que ya parece el año que viene».
Esa noche consumimos alcohol generosamente, de modo que la discusión acabó siendo tan viva como sincera. Nuestras discrepancias se hicieron más que patentes. En realidad, pensé, éramos cuatro amigos hablando de lo humano y de lo divino. Pero éramos también algo más: el presidente del gobierno y el director de un diario extremadamente influyente en la clase política y la opinión pública. Al término del encuentro, ya en la puerta del palacete, Felipe se dirigió a mí:
—O sea, Juan Luis, que para hacer las cosas bien tengo que seguir al pie de la letra los editoriales de El País.
—De ninguna manera –contesté–. Los editoriales son una mera opinión. Tu responsabilidad es gobernar España. Tenemos trabajos distintos. El mío es hacer editoriales, y para nada pretendo dictar o comprometer tus decisiones. Cada cual debe dedicarse a lo suyo.
Esta conversación la contó muchos años más tarde el propio Felipe con ocasión de las exequias de Jesús Polanco. En realidad mi confesión fue sincera, pues estaba y estoy convencido de que los gobernantes tienen acceso a información reservada y puntos de vista diferentes, amén de muy graves responsabilidades que justifican muchas veces sus actos frente a la mera expresión de opiniones por parte de los comentaristas; no digamos si estos son tertulianos de radio y televisión, entre los que suele florecer la facundia y la ignorancia, con las inevitables y honrosas excepciones. La prensa contribuye, al menos lo hacía de manera relevante hasta la aparición de las redes sociales, a la formación de la opinión pública en las democracias, pero no debe servir ni de acicate ni de paliativo a la hora de asumir la carga del poder por parte de quienes lo ejercen. El liderazgo de un hombre de Estado –Felipe lo era y lo es– supone entre otras cosas una capacidad para conducir el país hacia objetivos claros y definidos incluso si para ello ha de confrontarse con la opinión pública y la publicada, y arriesgarse a perder las elecciones.
El referéndum se convocó contra lo que el propio presidente me había sugerido pocos meses antes. Perdí así varias cenas que había apostado por la solución contraria, con la convicción íntima de que mi información privilegiada me convertiría en ganador. González arriesgó mucho con su decisión, pues todas las encuestas aventuraban un triunfo del no, pero también el incumplimiento del compromiso contraído durante la campaña se hubiera vuelto directamente contra él. El periódico mantuvo una posición ecléctica, finalmente favorable al sí a la permanencia en la Alianza aunque con algunas reticencias. Yo mismo publiqué un par de artículos con mi firma en los que pretendía calmar la mala conciencia de los votantes socialistas que decidieran apoyar la decisión del gobierno, contraria en ciento ochenta grados a lo que había mantenido cuando estaba en la oposición. Tuve que emplearme a fondo para no desorientar ni irritar a mis lectores respecto a la coherencia de nuestro pensamiento editorial, y ayudar al tiempo a evitar el desastre que hubiera sido que se perdiera la consulta. Eché incluso mano de Bertrand Russell y de su decidido apoyo a la guerra contra el nazismo, pese a su pacifismo inveterado, para ponerle como ejemplo respecto a una cuestión que me sigue pareciendo vigente: cuando uno se cuestiona la moralidad de sus acciones debe ser consciente de que el primer compromiso moral que hemos de servir es ser consecuentes con nuestra razón intelectual. Esta indicaba claramente que la permanencia en la OTAN suponía una decisión clave para el desarrollo político y económico de una España en democracia.
La discusión provocó otros giros inesperados. Cierta tarde Pradera entró en mi despacho blandiendo en la diestra un manifiesto que él mismo había redactado y en el que como primer firmante pedía sin remilgos un sí en el referéndum convocado. Esta alusión a la ausencia de remilgos es importante. Ya he dicho que nuestra posición editorial fue muy matizada y, aunque en mi opinión acabamos apoyando el proyecto gubernamental, en la del propio gobierno nos habíamos mostrado demasiado cautos y repletos de matices al hacerlo. Javier me pidió permiso para recabar a título personal firmas que apoyaran el sí a secas. Me desagradó el tema y se lo hice saber, pero por otra parte acepté la sugerencia, sabedor en cualquier caso de que iba a hacer lo que él quisiera con permiso o sin él. Entre otras cosas ya había comenzado a moverse al respecto.
El manifiesto de Pradera causó malestar entre los redactores y generó un aluvión de cartas y llamadas de protesta dirigidas al defensor del lector. Dicha institución, recientemente creada, suponía una nueva aportación objetiva a los derechos de nuestros usuarios y a la transparencia de nuestra tarea. Me empeñé en ponerla en marcha en contra de la opinión de mis directores adjuntos, Augusto Delkáder en Madrid y Antonio Franco en Barcelona. Interpretaban que los defensores de los lectores eran ellos mismos y que no era necesaria caución alguna que no fuera la jerárquica sobre el tratamiento de las informaciones. Yo, empero, había conocido experiencias similares en los Estados Unidos, gracias sobre todo a mis contactos en el Instituto Internacional de Prensa, y pensaba que una figura de ese género serviría para aumentar la calidad de nuestro trabajo, como así ha sucedido a lo largo de los años. El primero en ocupar el puesto fue Ismael López Muñoz. Desde nuestro encuentro en Televisión Española había mantenido con él una estrecha relación y una admiración sincera sobre sus aptitudes profesionales. Le incorporé como jefe de la sección de Política en los días fundacionales del periódico y más tarde le encargué abrir la primera corresponsalía de un periódico español en Moscú, todavía en el apogeo de la era Bréznev. Con él visité por primera vez San Petersburgo durante un viaje en el que ambos descubrimos los signos evidentes de la descomposición del socialismo real y la degradación de sus costumbres, anuncio prematuro de lo que habría de ser más tarde un país gobernado por las mafias.
Ante la marea de protestas de los lectores contra lo que acabamos por llamar «el manifiesto Pradera», que reclamaban su renuncia como jefe del departamento de Opinión, Ismael optó por dedicar una columna al asunto. Entre otros testimonios solicitó el mío a la hora de establecer un juicio. Expliqué que Javier había firmado a título personal y en su condición de editor de libros: era hacedor y responsable de la excelente colección de Alianza Editorial. Aunque efectivamente estaba al frente de la Opinión del diario, donde ejercía de editorialista principal, su línea la establecía autónomamente el director, tal y como se encargaba de poner de relieve el estatuto de la redacción. El aludido consideró estas declaraciones como una desautorización a su persona y, de alguna manera, una humillación también, por lo que decidió dimitir de forma irrevocable. Para mí fue un golpe muy duro, porque yo había pretendido precisamente salvar su imagen, restando importancia a la firma del manifiesto y reafirmando al tiempo la independencia del periódico. Traté insistente e inútilmente de que revisara su decisión, que justificó de forma pública con el reconocimiento de lo acertadas de las críticas, cuando ambos sabíamos, y también Jesús Polanco, que el motivo fundamental de su marcha lo constituían mis palabras sobre su responsabilidad exacta en el periódico. Su adiós fue una pérdida irreparable y durante más de un año procuré su regreso por todos los medios. Finalmente accedió a volver, con una condición que entonces no interpreté del todo bien, aunque acepté de inmediato: no escribiría más editoriales y solo publicaría artículos con su firma. Esto último me pareció un regalo inesperado, pues durante años yo mismo le había instado, sin ningún éxito, a que firmara columnas y colaboraciones. Pero no comprendí el mensaje subliminal añadido que me enviaba: su complicidad conmigo y con el periódico en general no volvería a ser la misma. Años más tarde, estando yo al frente de la empresa y siendo él miembro del Consejo de Administración, volvió a dimitir de forma irrevocable de ese cargo y a anunciar su abandono del consejo editorial al que se había incorporado. Lo hizo durante un viaje de Polanco a América y volvió a exponerme personalmente sus razones: entendía que había existido un acuerdo más o menos secreto entre mi presidente y yo para que hiciéramos una valoración excesiva de la editorial Santillana a la hora de ser comprada por Prisa, a cambio de que Jesús me entregara un 1 por ciento de la autocartera de esta. La acusación era disparatada y así lo acabó por reconocer, aunque nunca regresó al Consejo. Solo entonces entendí el profundo sentido de sus sarcasmos cuando desde la fundación de El País me acusaba de querer quedarme con todos los juguetes. Siempre consideré injusta esa afirmación, aunque la necesidad de mantener una coherencia y un orden en los momentos iniciales del periódico, quizá también la de afirmar mi autoridad, me llevó en ocasiones a actitudes demasiado personalistas. En cualquier caso la contribución intelectual de Pradera al nacimiento y desarrollo del diario y, sobre todo, al debate político y de ideas que pudimos organizar en torno suyo fue fundamental.
Como consecuencia de tantos desencuentros (referéndum de la OTAN, política de Interior, actividad del terrorismo de Estado) las relaciones entre el gobierno y el periódico, y entre Felipe González y yo, se enfriaron de manera muy preocupante. Otros socialistas también acusaron las críticas de nuestros editoriales, como Gregorio Peces-Barba, con quien había mantenido íntima amistad y que no soportó nuestras opiniones sobre su manera de entender y ejercer la presidencia del Congreso. Tampoco ayudaba la animadversión que nos profesaba el vicepresidente Guerra, aunque logré construir con él una relación relativamente correcta. Con Felipe estuvimos de hecho casi dos años sin hablarnos y la tensión entre él y nuestra empresa se reflejaba en muchos y diferentes aspectos. Cuando el gobierno anunció su disposición a otorgar licencias de televisión privada, surgió un primer proyecto que en los círculos madrileños se denominó «ley anti-Polanco», pues en él se preveía que los medios de comunicación no pudieran tener más de un 15 por ciento de una licencia televisiva, mientras que las entidades financieras podían aspirar al 25 por ciento. Todo el mundo entendía que se trataba de una medida dirigida a limitar la influencia de nuestro grupo, ya muy grande gracias a El País y a la SER, que habíamos logrado controlar después de sucesivas compras de acciones. Pese a todo decidimos mantener la comunicación por persona interpuesta. Javier Solana era el más capacitado para hacerlo. Con él debatí hasta la saciedad la inconveniencia de que los bancos pudieran tener más participación en las cadenas de televisión que las propias empresas de medios, y su intervención fue decisiva a la hora de cambiar el proyecto de ley. Durante muchos meses buscó la manera de provocar un reencuentro que no supusiera humillación o reconocimiento de errores por ninguna de las partes. En definitiva se trataba de la ruptura entre un grupo de amigos con afinidades intelectuales y políticas. Solana me llegó a decir un día, durante una reunión que mantuvimos en La Moncloa, que no comprendía cómo no éramos capaces de restablecer el diálogo.
—Mira, detrás de esa puerta está el despacho del presidente. Nada es tan fácil como atravesar su umbral. Y francamente no entiendo cómo puedes dirigir el periódico sin tener contacto con él, como lo has tenido siempre, y con todos los demás presidentes también.
—Profesionalmente hablando, para mí es fácil –le contesté–. El diálogo con el periódico no se ha roto. Nuestros redactores asisten a las ruedas de prensa, acompañan al presidente en sus viajes, son testigos de las intervenciones parlamentarias. Muchos columnistas y editorialistas son asiduos visitantes de esta casa, asisten a almuerzos y participan en discusiones con Felipe. Tenemos toda la información necesaria, incluidas algunas confidencias. O sea que no necesito hablar yo personalmente con él para dirigir el periódico. Más bien no comprendo, y perdona mi arrogancia, cómo puede él hacer su tarea sin tener ninguna comunicación con el director de El País, que es entre otras cosas el periódico español más leído por las élites fuera de España.
No me respondió. Ambos sabíamos que algo más profundo e importante que nuestros deberes profesionales estaba en juego: la ruptura de una corriente de amistad, basada en una tácita complicidad de criterios y de objetivos, en un entendimiento común sobre el destino de nuestro país.
La tensión llegó a extremos casi insoportables en el verano de 1987, con motivo de las noticias sobre el asesinato de una etarra a sangre fría por parte de un miembro de los cuerpos de intervención de la Guardia Civil durante un operativo en San Sebastián. Según testigos presenciales, compañeros del improvisado verdugo, este había rematado de un tiro en la nuca a una terrorista herida cuando se encontraba postrada en el suelo. Sucedió mientras se encontraba en sesión el Consejo de Ministros, que fue interrumpido por el fiscal general del Estado, Francisco Javier Moscoso, para dar la noticia. Las autoridades policiales trataron de ocultar el suceso mediante el argumento de que el guardia en cuestión fue tiroteado y había disparado en defensa propia. A fin de dar mayor verosimilitud al argumento, en el cuartel de la Guardia Civil se manipularon las pruebas, y dispararon algunos proyectiles con el arma de la etarra muerta contra el chaleco antibalas que llevaba puesto el policía. El País dio cuenta de estos detalles, desmentidos repetida y contundentemente por el gobierno, muchos de cuyos miembros, sin embargo, reconocían en conversaciones privadas la veracidad del relato. Me fue confirmada también definitivamente años más tarde por el propio Javier Moscoso durante un almuerzo en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander.
No sé si fue ese incidente o la acumulación de muchos otros lo que le llevó a Solana a intentar definitivamente una reconciliación que ambos considerábamos necesaria. Organizó un encuentro con Jesús Polanco y conmigo en su casa de Pozuelo, un pequeño piso de una urbanización de clase media vecina a Madrid. Estuvimos hasta altas horas de la madrugada discutiendo casi a voces los motivos de nuestro distanciamiento y lo absurdo de este. Nos acompañaban nuestras parejas, que no daban crédito a lo acalorado del diálogo y que, hartas de lo que parecía más una riña entre escolares que un problema de adultos, acabaron durmiéndose sobre los sofás mientras nosotros seguíamos porfiando. Finalmente llegamos al acuerdo de que lo pertinente era que yo solicitara una entrevista con el presidente para su publicación. Ya le había hecho muchas otras, antes y después de llegar al poder, y parecía la mejor manera de restablecer el contacto de una forma natural. Así lo hice.
Me recibió pocas fechas después, una noche de agosto. Cenamos a solas en la terraza de La Moncloa. Nos saludamos al inicio como si nada hubiera pasado, sin disculpas ni explicaciones de ningún género por ninguna de las partes. Le hice un comentario sobre lo acogedor del lugar y él asintió complacido. Luego me confesó que deseaba comprarse una casa en previsión del día en que tendría que abandonar la residencia oficial.
—El problema son los precios. Yo no tengo ese dinero.
Para luego añadir:
—Y lo peor es que al amigo al que he encargado las gestiones, porque claro, nadie sabe que detrás estoy yo, todo el mundo le pide una parte del pago en dinero negro.
Entendí la confidencia como una prueba de la confianza recobrada. Nos quedaba todavía un largo trecho por andar, pero ambos supimos que esa noche marcaba el reinicio de nuestra amistad. Estrechamos sus lazos, hasta límites que entonces no podíamos siquiera imaginar, una vez que él dejó la presidencia y yo abandoné la dirección del periódico.