A modo de excusa

 

Escribir la propia biografía es uno de los actos más genuinamente narcisistas que puedan imaginarse. La suposición de que nuestra vida interesa a alguien más que a nosotros mismos o, en todo caso, a nuestros familiares y allegados, me parece del todo gratuita. Nadie aprende de la experiencia ajena y, por lo mismo, este introito no tiene ningún ánimo didáctico ni ejemplarizante. Por razones estrictamente cronológicas me ha tocado vivir, sin embargo, una época de cambios extraordinarios (aunque esta misma impresión la tiene casi todo ser humano en el ocaso de la edad), y eso es lo que me alentó a persistir en el empeño de concluir este relato.
Quienes crecimos leyendo a Unamuno y a Sartre, o a los novelistas del llamado existencialismo cristiano, padecemos una tendencia irremediable a considerarnos protagonistas de cuanto nos rodea. No es para nosotros el hombre, en sentido lato, el centro del universo, sino nosotros mismos, nuestro verdadero e irrenunciable yo. Suponemos que nuestra vida personal es singular y diferente a la del prójimo al comprobar el hecho indiscutible de que nuestra angustia, nuestro placer y nuestra duda son solo nuestros.
Los años, y la contemplación tranquila de la realidad, me permitieron sin embargo apearme de estas interpretaciones cuando descubrí la vulgaridad de los seres humanos, todos iguales por lo menos frente al inodoro y la muerte. Una imagen en un quiosco londinense de la reina de Inglaterra sentada en el cagadero real y otra del papa Montini en idéntica postura me ayudaron a elaborar intelectualmente esta reflexión. Por eso tiendo a suponer que estas páginas que hoy salen a la luz no son fruto tanto de mi egocentrismo, labrado con tesón en miles de comparecencias públicas y apenas necesitado de impulsos adicionales, como del interés que suscitan aún determinadas circunstancias que rodearon mi existencia. El periodismo es atalaya privilegiada para quienes osan acercarse al corazón de las personas y de los grupos sociales, algo que no he dejado de practicar desde hace más de medio siglo. Por lo mismo decidí por fin rendirme a la sugerencia de un puñado de buenos amigos y redactar lo que pomposamente algunos llamarán «memorias» y que no son sino recuerdos todavía vigentes de mi acontecer personal, junto con algunos olvidos no siempre involuntarios. Pido de antemano perdón por la osadía y benevolencia en el juicio del lector.
Los ingleses llaman by heart a lo que se aprende de memoria, como si no fueran ni el cerebro ni las tripas los que dictan las imágenes del pasado, sino el corazón. Con él encogido a veces, aunque otras exuberante, he escrito cientos de páginas sin otro propósito que demostrar que lo mejor de vivir la vida es poder contarla. Algunas veces, a lo largo de mi ya extensa trayectoria, he tomado notas o apuntes de cuestiones que me parecían llamativas, pero nunca lo hice de forma tan consistente que pudiera fiarme de ellas para construir mi propia historia. De modo que la he escrito a pelo, hurgando en el hipocampo de mis sesos y ayudándome solo en ocasiones de mis agendas de trabajo, repletas de citas que las más de las veces no he podido descifrar, y de consultas en internet cuando de concretar una fecha o consultar un dato se trataba. Poseedor de una biblioteca de más de veinte mil volúmenes, apenas he podido utilizarla ya que tengo vedado el acceso desde hace años. Eso me ha permitido comprobar, por otra parte, que el saber universal no está ya en los libros, sino en la Red. Frente a los esperpénticos errores de la Enciclopedia Espasa, la www casi nunca me ha defraudado en cuantas inquisitorias le planteé.
Este primer volumen de mi autobiografía se cierra coincidiendo con la fecha de mi cese como director de El País. Parecía una frontera adecuada para evitar algunas confesiones de mi vida posterior cuya revelación podría afectar todavía a mis responsabilidades al frente de la empresa que lo edita. De entonces acá han pasado casi tres décadas, de modo que la mayoría de los personajes citados fallecieron hace tiempo, y los que no, gozan de un retiro honroso. Aunque he procurado seguir un cierto orden cronológico en la narración, no es del todo estricto y en casi nada sistemático. Naturalmente los hechos aquí relatados son todos ciertos, lo que no quiere decir que mi versión sea la única posible. He descrito mis relaciones con el poder, mis visiones profesionales, mis convicciones intelectuales. No pretendo que este sea un documento histórico, tampoco un ditirambo autocomplaciente ni emprender una saga de pequeñas venganzas contra nadie. No voy ahora a establecer verdades absolutas en las que no creo. Trato solo de explicar mis sentimientos, mis reacciones, mis apegos y desapegos en las vicisitudes varias en las que la vida me ha puesto. No es por lo mismo esta una historia del periódico ni de su empresa, tampoco un dibujo inapelable de la realidad. Pero sí, en cambio, la expresión concreta de cómo la viví yo, después de almacenar su evocación durante décadas, y de hasta qué punto mi propia experiencia vital, acertada o no en sus argumentaciones, influyó en las decisiones que me vi obligado a tomar.
Espero cuando menos que el lector no se aburra y sea capaz de embutirse en el texto como si de una novela de aventuras se tratara. Cuando presenté en los cursos de verano de la Universidad Complutense un avance de este libro alguien comentó que mi relato de los hechos parecía un guión pensado para el cine negro. Quizá estuviera en lo cierto, pero yo viví aquellos sucesos, algunos muy violentos, como parte de la rutina cotidiana, sin ninguna pasión por la intriga, sin reflexión sobre los peligros que acechaban, sin otro norte ni más consideración que la búsqueda de la libertad soñada y de nuestra propia felicidad.